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enero 30, 2017
Los álamos me llaman desde la penumbra de esta hora de lechuzas, cuando el Sol ha terminado de escurrirse detrás del horizonte y el silencio se ha vuelto más animal.
Avanzo en esta zona cada vez menos neutra aunque el aire todavía es el mismo, piso la gramilla cuidada, faltan sólo metros, la gramilla deja de ser cuidada, surgen unas matas afiladas entre pequeños brotes de roble, y llego.
Todo empieza de golpe, hay una doble hilera de álamos y después una espesura casi total. Me gusta entrar y mirar en todas las direcciones y no ver la casa, la casa no está, nada existe fuera de los yuyos y los árboles y las hojas chatas y ablandadas en el barro que huele a sombras.
Apoyo la palma de la mano en un tronco: el tronco se mueve, el viento allá arriba hamaca las ramas y el álamo vive, tiembla, palpita bajo mi piel. Mi mano le da calor, se mueve con él.
De pie sobre un colchón de hojas húmedas a punto de fundirse, aspiro el vaho pesado que sube de la Tierra. Es un olor inquietante; lo sé por el tironeo en las entrañas.
Me envuelve la caricia del álamo, siento la elasticidad, la ternura fresca y jugosa: huele a hombre potente.
Mi mano oprime la corteza, los dedos se hunden en las arrugas, las traspasan, el tronco cede y me recibe. Ahora estoy dentro del árbol, respiro con él, circulo en su savia.
Mis brazos se estiran por las ramas, se balancean con el viento y brillan en cada hoja. Arriba hace frío, me encojo y me refugio en el tronco.
Oigo el verdadero rumor del viento: es una canción. Me asusta y me arrulla.
Siento en las raíces el frío estimulante de la Tierra, succiono sus delicias y las purifico con sabiduría.
Un pájaro tardío grita su despedida nocturna en una de mis ramas. No pesa, pero cuando levanta vuelo deja como un hueco que sólo podrá llenar otro pájaro. Pero no hay más visitas. Estamos sólo nosotros y el canto de los grillos, y algún sapo que salta asustado y arranca sonidos delatores al agua del zanjón.
Adentro está demasiado obscuro, necesito salir y caminar despacio pero a pasos largos entre las dos hileras de álamos, tocarlos al pasar, sentir su aspereza y el dolor del roce en la mano.
Me recuesto de espaldas en un tronco: ahora todo mi cuerpo se balancea y vibra, somos un mismo resultado de la canción del viento. Tengo un árbol por dentro que extiende las ramas a los lados y arriba.
Mis brazos desnudos se despliegan apuntando a las estrellas, penetran la noche y absorben el húmedo frío nocturno hasta empaparse de rocío.
Mis pies tantean sin moverse las fuerzas contenidas en la Tierra. Por ellos se eleva una savia fresca que se mezcla con el cálido torrente de mis venas.
Cierro los ojos y trato de apresar unas lágrimas. Pero las lágrimas se desbordan, se me escapan, me señalan el camino por donde deberé irme.
Con gran esfuerzo retiro del árbol la espalda. La siento húmeda, perfumada: espalda y árbol comparten un mismo olor. Pienso en volver, aunque todo lo que está más allá de los álamos y la gramilla me parece irreal, inventado.
Empiezo a andar hacia ese mundo inventado.
Aspiro una vez más los humores del bosque, y atravieso de espaldas a la realidad el parque recortado y pulcro, sin volver la cabeza.
En la obscuridad brota una pared grisácea, en el centro de la pared se enciende una ventana, en la ventana se animan unas siluetas conocidas. He llegado.
Miro hacia atrás: ahora son solamente álamos.
Fin