SOLO POR COMPASIÓN (John Wyndham)
Publicado en
diciembre 19, 2016
Cuando Janet llevaba ya unos cinco días en el hospital se reconcilió con la idea de tener un robot doméstico. Había tardado dos días en darse cuenta de que la enfermera James era un robot, un día para reponerse de la sorpresa y dos más para percatarse de lo cómodo que podía resultar un robot como auxiliar.
Aquella reconciliación era un alivio. Prácticamente todas las casas que visitaba tenían un robot doméstico y estaba en segundo o tercer lugar entre las posesiones más preciadas de la familia; las mujeres tendían a valorarlo ligeramente más que el coche y los hombres algo menos. Janet estaba segura de que sus amistades la encontraban medio tonta o algo peor por reventarse cuidando de una casa que un robot podría dejar en perfecto orden en algunas horas de trabajo diario. Sabía también que a George le irritaba el llegar a casa todas las noches sólo para encontrarse con que su mujer se había agotado realizando trabajos innecesarios. Pero el prejuicio estaba firmemente asentado. No se trataba de la negativa pétrea de la gente que no quería que les sirvieran camareros robot, o que los llevasen conductores robot (que, a propósito, resultaban mucho más de fiar que los de carne y hueso), que los guiasen empleados robot en los almacenes o ver maniquíes robot exhibiendo vestidos. Simplemente la hacían sentirse inquieta, le desagradaba que la dejasen a solas con un robot y no tenía ganas de sentir esta inquietud en su propia casa.
Personalmente, atribuía la mayor parte de la responsabilidad por esta sensación al conservadurismo de su propio hogar en el que no se habían empleado sirvientes robots. Otras personas que habían crecido en hogares atendidos por robots, incluso los de tipos primitivos como los que se podían conseguir durante la generación anterior, no sentían en absoluto nada en contra. La irritaba saber que su marido creía que ella les tenía una especie de miedo infantil. No era así, como le había explicado innumerables veces a George; no era esa la cuestión, lo que le molestaba era la idea de que un robot se entremetiese en su vida doméstica.
El robot que se llamaba enfermera James era el primero con el que había tenido contacto personalmente y fue él o ella lo que ocasionó la revelación.
Janet le habló al doctor de su satisfacción y éste pareció tranquilizarse; se lo dijo también a George cuando llegó a verla al anochecer y su marido se quedó encantado. Ambos conferenciaron antes de que éste abandonase el hospital.
—Es excelente —le dijo el médico—. A decir verdad, me temía que este caso fuera una verdadera neurosis, que además resultaría un inconveniente considerable. Su mujer nunca ha sido muy fuerte y en los últimos años se ha agotado ocupándose de la casa.
—Ya lo sé —convino George—. He tratado de persuadirla por todos los medios durante nuestros dos primeros años de matrimonio, pero como siempre acabábamos discutiendo tuve que dejarlo. En realidad esta ha sido la gota final; quiero decir cuando descubrió que tenía que venir al hospital porque en casa no había ningún robot para atenderla.
—Puedo asegurarle una casa y es que así no puede continuar, pues en otro caso volverá a estar aquí dentro de un par de meses —le dijo el médico.
—No, ahora no. Verdaderamente ha cambiado de manera de pensar —le aseguró George—. Parte de las dificultades provenían de que nunca había estado en contacto con uno verdaderamente moderno, excepto de forma muy superficial. El más nuevo que tienen nuestros amigos es por lo menos de hace diez años y la mayoría todavía son más antiguos. Nunca ha visto algo tan adelantado como la enfermera James. La única cuestión es ¿qué modelo elijo?
El doctor se quedó pensativo.
—Con toda franqueza, míster Shand, su esposa va a necesitar mucho descanso y gran cantidad de cuidados. Lo único que le puedo recomendar es el modelo que tenemos aquí. Este modela de enfermera James es de lo más moderno. Es un tipo con elevada sensibilidad, especialmente desarrollada y con un nuevo circuito compasivo de protección equilibrado, es un verdadero trabajo de artista, una orden que un robot cualquiera obedecería inmediatamente es ponderada por el circuito sobre si resulta beneficiosa o perjudicial para el paciente, y a menos que sea beneficiosa o por lo menos inofensiva, no se obedece. Resultan maravillosos para utilizarlos como enfermeras y para cuidar niños, pero hay una gran demanda y me temo que son bastante caros.
—¿Cuánto? —preguntó George.
La cifra que mencionó el médico hizo que frunciera el ceño, pero después dijo:
—Va a hacer un buen agujero, pero al fin y al cabo en su mayor parte son las economías y vida sencilla de Janet lo que nos ha permitido llegar a ahorrar. ¿Dónde puedo conseguirlo?
—De esta forma no podría —le dijo el doctor—. Tendré que ejercer un poco de influencia para que le den prioridad, pero en este caso estará justificada. Ahora lo que tiene que hacer es fijar los detalles del aspecto con su esposa. Dígame lo que ella quiere y me ocuparé en ello.
—Una que vaya bien —dijo Janet—, quiero decir una que no desentone en la casa. No podría soportar uno de esos trastos de plástico con palancas que le miran a uno con lentes. Como tiene que cuidar de la casa prefiero que parezca una camarera.
—O un criado, si lo prefieres.
Ella denegó con la cabeza.
—No, tendrá que cuidarme a mí también, de manera que prefiero que sea una camarera. Puede llevar un vestido de seda negro, un delantal con encajes y una cofia. Preferiría que sea rubia, de cabello un poco oscuro, de un metro sesenta de alto y de buen aspecto, pero no demasiado guapa. No quiero tener celos de ella…
El médico tuvo diez días más en el hospital a Janet mientras se arreglaba todo. Había tenido suerte pues hacía poco que en la fábrica habían recibido la cancelación de un pedido, pero inevitablemente hubo alguna demora mientras lo adoptaban a las exigencias de Janet. Además, también había sido necesario añadirle circuitos de seudomemoria doméstica para hacerla útil en el trabajo de la casa.
Se lo entregaron al día siguiente de su salida del hospital. Dos robots, de aspecto funcional serio, llevaron la caja hasta la entrada y preguntaron si querían que la desembalasen. Janet prefirió que no lo hiciesen y les dijo que la dejasen en el cobertizo.
Cuando llegó George quiso desembalarlo en seguida, pero Janet se negó a ello.
—Primero es la cena —decidió—. A un robot no le importa esperar.
Sin embargo fue una comida rápida. En cuanto hubo terminado George cogió los platos y los metió en la fregadera.
—Se ha acabado lo de lavar platos —dijo satisfecho.
Fue a pedir prestado el robot de los vecinos para que le ayudase a entrarla en casa. Después se encontró con que su extremo pesaba demasiado para él y tuvo que ir a pedir también el de los vecinos del otro lado. Seguidamente entre los dos la transportaron hasta la cocina como si fuera una pluma y se marcharon.
George sacó con un destornillador los seis grandes tirafondos que sujetaban la tapadera de la caja. En el interior había una masa de virutas y las tiró al suelo.
Janet protestó.
—No importa; nosotros no lo tendremos que limpiar —dijo alegremente.
Había una caja interior de pulpa de madera con una capa de relleno blanco como la nieve bajo la tapadera. George lo enrolló y lo quitó de en medio, y allí, ya vestida con una falda negra y un delantal blanco estaba el robot.
Lo contemplaron en silencio durante un instante.
Tenía un aspecto sorprendentemente vivo. Por alguna razón, Janet tuvo una sensación extraña al darse cuenta de que era su robot; estaba un poco nerviosa y se sentía en cierto modo culpable…
—La bella durmiente —observó George alcanzando el libro de instrucciones que tenía sobre el tórax.
De hecho el robot no era ninguna belleza, habían tenido en cuenta las preferencias de Janet. Era agradable y tenía buen aspecto, sin ser llamativo, pero los detalles estaban bien. El cabello de color oro viejo era envidiable, aunque probablemente no eran más que hebras de plástico con ondas marcadas permanentemente. La piel, otra especie de recubrimiento plástico que diseñaba cuidadosamente los contornos, sólo se podía diferenciar de la verdadera piel por su perfección.
Janet se arrodilló junto a la caja y se aventuró a tocar con el índice aquélla perfección sin mácula. Estaba completamente fría.
Se senté sobre los talones contemplándola. «No es más que una muñeca grande», se dijo a sí misma; un artilugio maravilloso de metal, plásticos y circuitos electrónicos, pero que a pesar de todo no dejaba de ser un artilugio y que se había fabricado con este aspecto simplemente porque la gente como ella lo encontrarían grotesco si no fuera así. Y sin embargo, desasosegaba un poco que tuviera aquel aspecto: era imposible considerarlo como un objeto y no como a una persona, que como tal tendría que tener un nombre.
—«Un modelo accionado por baterías —leyó George— normalmente precisará que se le coloque una nueva batería cada cuatro días. Sin embargo otros modelos están diseñados para recargarse a sí mismos enchufándolos a la línea principal cuando sea necesario». Vamos a sacarla.
Colocó las manos bajo los hombros del robot e intentó levantarlo.
—¡Uf! —exclamó—. Pesa tres veces más que yo. Probó de nuevo.
—Cuernos —dijo, y consultó nuevamente el libro.
—«Los interruptores de control están situados en la espalda algo más arriba de la cintura». Perfectamente, vamos a ver si le puedo dar la vuelta.
Haciendo un esfuerzo consiguió que la figura quedase de costado y empezó a desabrochar los botones de su vestido. De pronto Janet lo consideró como una falta de delicadeza.
—Ya lo haré yo —dijo.
Su marido se la quedó mirando.
—Perfectamente, es tuyo —le contestó.
—Como es lo mismo que si tuviese una sirviente, le llamaré Hester.
—Perfectamente —convino su marido.
Janet desabrochó los botones y estuvo buscando por debajo del vestido.
—No encuentro ningún interruptor —dijo.
—Parece ser que hay un panel pequeño que se abre —observó él.
—¡Oh, no! —protestó ligeramente escandalizada.
Él la miró de nuevo.
—Cariño, sólo es un robot, un mecanismo.
—Ya lo sé —dijo Janet secamente.
Volvió a palpar, encontró el panel y lo abrió.
—Dale media vuelta hacia la derecha al botón superior, y cierra el panel para completar el circuito —la instruyó George de acuerdo con el libro.
Janet lo hizo así y rápidamente se volvió a sentar sobre los talones, observando.
El robot se agitó y dio la vuelta; se sentó y después se puso en pie permaneciendo ante ellos como la verdadera estampa de una camarera.
—Buenos días, señora —dijo—; buenos días, señor. Tendré mucho gusto en servirles.
—Gracias, Hester —dijo Janet reclinándose en la almohada que tenía a la espalda.
No es que fuera necesario darle las gracias a un robot, pero ella tenía la teoría de que si no se practicaba la cortesía con los robots, pronto se olvidaría de hacerlo con el resto de la gente.
Además, Hester no era un robot corriente. Ni siquiera iba vestida ya de camarera. Al cabo de cuatro meses se había convertido en una amiga incansable y atenta. Desde un principio Janet había encontrado dificultades en creer que solamente era un mecanismo, y cuanto más tiempo pasaba más le parecía un ser humano. El hecho de que consumía electricidad en lugar de comida, no tenía más importancia que una flaqueza. La vez que no pudo dejar de andar en círculo y en la otra ocasión en que se estropeó algo de su sistema visual y lo hacía todo a un palmo a la derecha del lugar en donde tenía que hacerlo, no eran más que indisposiciones como las que cualquiera puede tener y el mecánico de robots que vino a reajustarla hizo su visita como cualquier otro médico. Hester no era sólo una persona, su compañía resultaba preferible a la de otras muchas.
—Supongo —dijo Janet recostándose en la silla— que me debes considerar una debilucha.
Lo que no se podía esperar de Hester eran eufemismos.
—Sí —dijo directamente, pero luego añadió—: Creo que todos los seres humanos son debiluchos, son dignos de compasión porque esto se debe a su constitución.
Janet había dejado de pensar hacía mucho tiempo cosas como: «Esto debe ser el circuito compasivo en funcionamiento», o tratando de imaginarse la tarea de computar, seleccionar, asociar y relacionar que era necesaria para llegar a pronunciar aquella frase. La tomó como si procediese de un extraño.
—En comparación con los robots, supongo que tenemos que parecerlo. Vosotros sois fuertes e incansables, Hester. Si supieses cómo te envidio…
Hester dijo con sencillez:
—A nosotros nos han diseñado, y vosotros sois accidentales. Esta es vuestra desgracia y por tanto no es culpa vuestra.
—¿Prefieres ser lo que eres, a cambiarte por mí? —preguntó Janet.
—Desde luego —contestó Hester—. Somos más fuertes. No tenemos que dormir con frecuencia para recuperar nuestras fuerzas. No tenemos ninguna necesidad de llevar en nuestro interior una fábrica de productos químicos de poca precisión. No tenemos que envejecer y estropearnos. Los seres humanos son desmañados y frágiles y con frecuencia se encuentra mal porque hay algo que les falla. Si a nosotros se nos estropea o se nos rompe algo, no duele y es fácil de reemplazar. Además, vosotros tenéis toda una serie de palabras como dolor, sufrimiento, infelicidad y cansancio, que nos tienen que enseñar para que las comprendamos, y que nosotros consideramos completamente inútiles. Me sabe mal que a ti te pasen todas estas cosas y que seas tan insegura y frágil. Esto perturba mi circuito compasivo.
—Insegura y frágil —repitió Janet—; sí, así es como me siento.
—Los seres humanos tienen una vida muy precaria —continuó diciendo Hester—. Si a mí se me rompe un brazo o una pierna pueden cambiármelo en corto tiempo, pero los seres humanos padecen durante mucho tiempo y al final no tienen un miembro nuevo sino sólo uno defectuoso y esto si tienen suerte. La situación ahora no está tan mal como antes, porque al diseñarnos a nosotros habéis aprendido a hacer brazos y piernas de buena calidad, mucho mejores y más fuertes que los antiguos. La gente tendría mucho más sentido común si se cambiasen los brazos y piernas débiles inmediatamente, pero parece ser que no lo desean si pueden conservas los antiguos.
—¿Quieres decir que se pueden injertar? No lo sabía —observó Janet—. Me gustaría que fueran solamente los miembros los que tengo mal. No creo que llegase a dudar… —Ella suspiró—. Esta mañana el doctor no me ha dado muchas esperanzas, Hester. ¿Has oído lo que dijo? He continuado perdiendo, y tengo que descansar más. Me parece que no tiene ninguna esperanza de que me llegue a poner fuerte. Al principio trataba de animarme, pero… en cuanto lo hubo hecho le noté algo extraño en la mirada… y todo lo que dijo fue que necesitaba descanso. ¿De qué sirve vivir, sólo para descansar, descansar, descansar…?Y además está el pobre George. Vaya una vida que lleva, y a pesar de todo continúa siendo tan paciente y cariñoso conmigo… Preferiría cualquier cosa que irme debilitando de esta manera. Preferiría morir…
Janet continuó hablando, más para sí que para que la escuchase la paciente Hester que estaba a su lado. Habló hasta romper a llorar. Después levantó la mirada.
—Oh, Hester, si fueses humana no lo podría soportar; creo que te odiaría por ser tan fuerte y sana, pero no lo haré, Hester. Eses tan amable y paciente cuando me comporto como una tonta como ahora. Tengo la sensación de que llorarías para hacerme compañía si pudieras.
—Si pudiera lo haría —intervino el robot—. Mi circuito compasivo…
—¡Oh, no! —protestó Janet—. No puede ser, tienes que tener un corazón en algún lado, tienes que tenerlo, Hester.
—Creo que es más de fiar que un corazón —dijo Hester. Se acercó un poco más, e inclinándose levantó a Janet como si no pesase nada.
—Te has cansado, Janet querida —le dijo—, te voy a llevar arriba y podrás dormir un poco antes de que él regrese.
Janet sentía el frío de los brazos del robot a través de su vestido, pero ya no le importaba y sólo notaba que en derredor de ella tenía brazos fuertes y protectores.
—Oh, Hester, eres un gran apoyo; tú sabes lo que más me conviene.
Hizo una pausa y luego añadió condoliéndose:
—Ya sé lo que piensa el doctor, lo noto. Cree que me voy a ir debilitando más y más hasta que un día moriré… Antes he dicho que preferiría morir…, pero no quiero, Hester.
El robot la acunó un poco como si fuera un niño.
—Bueno, bueno, la cosa no es tan grave, nada de eso —le dijo—. No tienes que pensar en morir, y no tienes que lloras más, ya sabes que no te hace ningún bien. Además, no quieres que él sepa que has estado llorando.
—Intentaré no llorar —convino Janet obediente cuando Hester la sacaba de la habitación y la subía por las escaleras.
El robot encargado de la recepción en el hospital levantó la vista desde su mesa.
—¿Mi esposa —dijo George— les ha llamado por teléfono hará una hora?
La cara del robot adoptó una expresión impecable de simpatía profesional.
—Sí, míster Shand. Me sabe mal que esto le haya sobresaltado, pero tal como le dije, el robot de su casa hizo lo que convenía al enviárnosla sin pérdida de tiempo.
—He tratado de hablar con el médico de ella, pero no está —le dijo George.
—No hacía falta que se preocupase por esto, míster Shand. Ya la han examinado y tenemos todos los informes del hospital en que ha estado anteriormente. Provisionalmente, se ha decidido que la operación sea mañana, pero, naturalmente, necesitamos su consentimiento.
George dudó.
—¿Puedo ver al doctor que se ocupa de este caso?
—Lo siento, pero en este momento no está en el hospital.
—¿Es… absolutamente necesario? —preguntó George después de hacer una pausa.
El robot le miró con fijeza y asintió.
—Debe haber estado debilitándose desde hace varios meses —le dijo.
George asintió.
—La única alternativa, es que continuará debilitándose y que padecerá más antes de morir —le dijo.
George se quedó pensativo durante un rato.
—Ya veo —dijo con tristeza.
Cogió una pluma con mano temblorosa y firmó el formulario que le habían colocado delante. Se quedó mirándolo fijamente sin verlo.
—¿Hay probabilidades de éxito? —preguntó.
—Sí —le dijo el robot—. Desde luego nunca se tiene seguridad absoluta, como es natural, pero en su caso hay más de un 75% de probabilidades de éxito.
George suspiró y asintió.
—Me gustaría verla —dijo.
El robot oprimió un timbre.
—Podrá verla —dijo—. Pero tengo que rogarle que no la moleste. Ahora esta dormida y es preferible que no la despierte.
George tuvo que contentarse con esto, pero abandonó el hospital sintiéndose un poco mejor que al entrar gracias a la tranquila sonrisa que vio en los labios de Janet dormida.
Al día siguiente, por la tarde, le llamaron a la oficina desde el hospital, Le tranquilizaron diciéndole que la operación había sido un éxito, y todos estaban seguros de que no habría contratiempos. No había necesidad de preocuparse, pues los médicos estaban completamente satisfechos. No, sería preferible que no tuviera visitas durante unos cuantos días, pero no había motivo para preocuparse. En absoluto.
George llamaba cada día antes de marcharse con la esperanza de que le permitieran visitarla. La empleada del hospital era amable y la tranquilizaba, pero se negaban a dejarle visitar a su mujer. Al quinto día le dijeron de pronto que ya había salido para ir a casa. George estaba sorprendido: estaba preparado para esperar algunas semanas. Salió corriendo, compró un ramo de rosas y en el trayecto hasta su casa le pusieron media docena de multas por violaciones de tránsito.
—¿Dónde está? —le preguntó a Hester en cuanto le abrió la puerta.
—Está en cama. He pensado que sería mejor si… —empezó a decir Hester, pero él subió corriendo las escaleras y no oyó el resto de la frase.
Janet yacía en su cama y solamente se le veía la cabeza, quedando el resto del cuerpo oculto por las sábanas y el vendaje que tenía en torno al cuello. George dejó las flores en la mesita que había al lado de la cama. Se inclinó sobre Janet y la besó suavemente. Ella le miró con ansiedad.
—Oh, George, cariño. ¿Ya te lo ha dicho ella?
—¿Quién me tenía que decir algo? —preguntó sentándose en el borde de la cama.
—Hester. Me dijo que lo haría. Oh, George, yo no tenía intención de hacerlo, o por lo menos creo que no la tenía… Ella me envió, George. Me sentía tan débil y desgraciada… Yo quería sentirme fuerte. No creo que ella me comprendiese del todo. Hester me dijo…
—Tómatelo con calma, cariño, cálmate —sugirió George sonriendo—. ¿De qué se trata?
Buscó entre las ropas de la cama hasta que encontró su mano.
—Pero, George… —empezó a decir ella.
Pero su marido la interrumpió diciendo:
—Oye, cariño, tienes la mano terriblemente fría. Casi es como…
Sus dedos se deslizaron brazo arriba. Los ojos se le abrieron enormemente con incredulidad. De pronto saltó del lado de la cama y aparté las sábanas. Puso la mano sobre la fina camisa de noche a la altura del corazón y la apartó como si le hubiesen picado.
—¡Dios mío!… ¡NO!… —dijo mirándola.
—Pero, George, George, cariño… —dijo la cabeza de Janet desde la almohada.
—¡NO!… ¡NO!… —exclamó George gritando.
Dio la vuelta y salió corriendo de la habitación.
En la oscuridad del descansillo no acertó con el primer escalón y cayó rodando hasta abajo de todo.
Hester lo encontró tendido en el vestíbulo. Se inclinó sobre él y suavemente exploró sus heridas. La gravedad de las mismas y sobre todo la fragilidad de la estructura que las había sufrido, perturbaron enormemente su circuito compasivo. No intentó trasladarle pero fue hasta el teléfono y marcó un número.
—¿Urgencias? —preguntó y dio el nombre y la dirección—. Sí, inmediatamente —les dijo—. Quizá no haya mucho tiempo. Hay varias fracturas compuestas y creo que la columna vertebral está rota, pobre hombre. No, al parecer en la cabeza no ha sufrido ningún daño. Sí, es mucho mejor. Hubiera quedado inválido para toda la vida aunque hubiese logrado reponerse… Sí, es mejor que envíen el formulario de consentimiento con la ambulancia para que lo puedan firmar en seguida… Oh, sí, no habrá dificultades, su mujer lo firmará…
Fin