Publicado en
diciembre 16, 2016
Sección de libros.
Las ballenas siempre han sido una de las grandes Incógnitas, tan fascinantes y misteriosas como las profundidades en que habitan. Las ocasiones de estudiarlas son raras, salvo que el mar arroje a la playa el enorme cadáver de alguna. Mas a veces la naturaleza trae con vida a nuestras puertas alguno de aquellos leviatanes. Tal rareza ocurrió en la costa sudoccidental de Terranova en 1967. El relato que hace Farley Mowat de lo que sucedió después es a un mismo tiempo apasionante y entristecedor; constituye, en efecto, una parábola de la esperanza humana y de la maldición que pesa sobre el hombre.
Por Farley Mowat.
EL MES de enero es duro para con Terranova. Su crudeza ya nos había afectado a mi esposa, Clara, a mí y al centenar de pasajeros que habíamos soportado la travesía del estrecho de Cabot hasta Port-aux-Basques por el trasbordador William Carson. Normalmente el trayecto desde Nueva Escocia es de seis horas; esta vez se había prolongado a doce a causa de una tormenta. Pálidos y solitarios, la mayoría de los viajeros no salían de sus camarotes.
Cuando al fin el Carson hizo su perezosa entrada en Port-aux-Basques, se produjo el deseado éxodo (si bien tambaleante) por la escalerilla. Sin embargo, para una veintena de personas (Clara y yo entre ellas) aquel no era el término de la dura prueba. Nuestro destino final eran diversas aldeas de pescadores diseminadas en una gran extensión de tierras yermas y pedregosas, y los fiordos de la costa sudoccidental de la isla. Había sólo una manera de llegar a esos lugares: por el vapor de cabotaje que zarpaba dos veces a la semana.
El capitán del paquebote, tímido ante las mujeres, se ruborizó al subir a bordo. Clara "Amiga mía", balbució, "¿otra vez usted por aquí? Resguárdese de la humedad... El tiempo está muy inclemente".
Burgeo, que había sido nuestra residencia durante los últimos cinco años, era el principal poblado de la costa, y ya anhelábamos regresar allí después de seis meses de viajar por el exterior.
El lugar queda a 120 kilómetros al este de Port-aux-Basques, en una costa de aspecto tan formidable que sigue siendo poco conocida para el mundo, salvo los pocos pescadores que la habitan. Durante la mayor parte del año los vientos huracanados llevan el oleaje a romper con violencia contra los acantilados de granito que se prolongan tierra adentro hasta una meseta yerma, donde moran el caribú, la liebre ártica, el lagópodo y pocos más seres vivos.
Al visitar yo por primera vez aquel litoral, en 1957, su producto principal era la salazón del bacalao, como lo había sido durante 300 años. Los hombres y los muchachos todavía pescaban en botes abiertos de quilla plana, de unos cinco metros de eslora, cuando el invierno era tan crudo que los guantes, congelados, se les quedaban pegados a los remos, las mujeres y las niñas aún seguían poniendo a secar el bacalao, abierto y salado, sobre delgados armazones de madera, que en esa región llaman flakes. Desde entonces transcurrieron diez años y se han operado grandes cambios. Como resultado de los continuos esfuerzos del gobierno para "industrializar" a Burgeo y concentrar en la población la mano de obra, se "cerraron" muchos pueblos pequeños de pescadores.
Tan rápidamente entraron en pleno siglo XX los habitantes de la costa sudoccidental, y los de Burgeo en especial, que pocos comprendían lo que estaba sucediendo. Se derrumbaban de pronto los antiquísimos moldes de su vida. Las íntimas verdades que los habían sostenido durante muchas generaciones se evaporaban como agua derramada sobre una estufa al rojo vivo.
Claro está que no todos los habitantes de Burgeo dejaron de comprender la significación del cambio. Tomemos por ejemplo al tío Bert (llamaban tío o tía a toda persona que pasara de los 50). A los 76 años, a pesar de gozar de una cuantiosa pensión, todavía acostumbraba salir a pescar solo en su bote de quilla plana, en invierno o en verano. Decía sin ambages lo que pensaba del nuevo estilo de vida en Burgeo: "¡Esos pobres diablos que se emplean en la fábrica!... Trabajan por un sueldo para adquirir cosas que les sirven lo que les servirían las patas a un pez, tales como coches y televisores y motores fuera de bordo... Estos tipos ya no saben ni su nombre... Sólo saben qué quieren comprar... Y eso que quieren serviría para inflar a un marrano hasta reventar".
Simeon Spencer, propietario de una tiendecita de abastos y buen amigo nuestro, salió a encontrarnos al muelle nevado de Burgeo. Nos condujo hasta su bote de motor, también de quilla plana, y arrancamos. Era una tarde intensamente fría. Se estaba formando una resbalosa capa de hielo sobre los canales que separan las islas y pasan ante las aldeas de Ship Dock y Muddy Hole, y de allí al oeste hasta nuestra caleta: Messers. La espuma del mar se nos congelaba sobre la espalda de las chaquetas, mientras íbamos agachados sobre el banco del bote, enfrente de Sim, quien se mantenía erguido a popa con aspecto de ave marina. Inesperadamente tiró con violencia del timón, y el bote viró tan bruscamente que Clara y yo nos deslizamos hacia un lado del banco. Sim agitaba un brazo hacia el mar y, por encima del estrépito del motor, apenas pude oír la palabra que nos gritaba: "¡Ballenas!"
Simeon señalaba hacia una fila de oscuros arrecifes brillantes, donde rompían las olas. Más allá había algo más, también negro y reluciente, que rápidamente salía a la vista y volvía a perderse, dejando tras sí una pluma de fina espuma. Ese brumoso y fugaz vistazo de una de las grandes criaturas del océano era un bello regalo de bienvenida a casa. Siempre me ha fascinado la misteriosa existencia de los animales que comparten este mundo con nosotros, pero hasta que llegué a vivir en aquel litoral, el misterio de la ballena no se había presentado en mi camino, aunque encierre quizá la más grande de las incógnitas. Burgeo me había ofrecido aquella oportunidad, pues todos los inviernos un grupo de rorcuales establecía su residencia durante la temporada en las aguas del archipiélago.
Me enteré en los días siguientes, al reintegrarnos a la rutina de Burgeo, de que los cetáceos (cinco o seis de ellos) habían regresado a principios de diciembre. Últimamente se les había visto en el Ha Ha, fiordo pequeño al nordeste de nuestro pueblo. Los descubrió alguno de los pescadores que iban allá por la laguna de Aldridges, extensa albufera de agua salada que había en el centro de un istmo rocoso que separa al Ha Ha de Burgeo.
Durante los años que vivimos en Terranova sólo una vez habíamos visitado Clara y yo la laguna de Aldridges; pero antes de transcurridas dos semanas de nuestro regreso, la albufera iba a ser escenario de un acontecimiento que cambiaría el rumbo de nuestra vida.
"¡ERA ENORME!"
HAY UN paso angosto y de poco fondo entre la laguna y el Ha Ha, navegable para embarcaciones pequeñas durante la marea alta. También hay un canal más ancho y más profundo (conocido como el estrecho del sur) que conecta la laguna con la ensenada de Short Reach, por la que se llega nuevamente a Burgeo. Los que pescaban en el Ha Ha solían pasar por la laguna en ambas direcciones a fin de ahorrarse la larga y a veces peligrosa travesía alrededor de la isla de Green Hill. El 21 de enero los hermanos Hann, Douglas y Kenneth (hombres de corta estatura, callados, con cara de zorro, oriundos de Muddy Hole), pasaron varias horas recogiendo la pesca y armando de nuevo sus redes en el Ha Ha. Luego, bien cargados, emprendieron la vuelta al angosto paso. Próximos a la entrada cruzaron frente a varias ballenas que habían salido a la superficie. Sin darles mayor importancia, atravesaron el canal bogando con ayuda de unas varas y, anclando en la laguna, comenzaron a desventrar el pescado.
Llevaban trabajando sólo unos minutos cuando los sorprendió un ruido que mar afuera les hubiese sido familiar, pero que dentro de los confines de la laguna resultaba totalmente inesperado. Era el producido por el explosivo surtidor de un rorcual y se oyó "muy cerca."
Más tarde Kenneth describía así su descubrimiento: "Les aseguro que quedé atónito. Al mirar vimos, a no más de 20 metros de distancia, la aleta de una ballena que se sumergía, y la espuma del surtidor todavía estaba suspendida en el aire."
"Era difícil creer que un animal de tal tamaño pudiese penetrar en la laguna. Ciertamente, el paso no llevaba agua suficiente, y aun el estrecho del sur nunca, desde que lo conozco, ha tenido más de dos brazas y media (4,5 m.) de hondo. Pero allí estaba la ballena, que parecía medir el doble del tamaño natural",
"Estuvo sumergida algún tiempo, y, al salir de nuevo, enfiló como un buque de guerra directamente hacia el estrecho del sur. Lancé un grito:"
"—¡Va a encallar!"
"No aminoró la velocidad hasta estar ya casi en la boca del estrecho y yo juraba que acabaría encallada cuan grande era. Pero en el último instante viró en redondo con tal vigor que disparó una muralla de agua fuera del estrecho. Si hubiese estado llegando alguna embarcación, seguro que habría zozobrado. Era un animal enorme. Le calculamos de 18 a 20 metros; puede que más".
Durante la hora siguiente, mientras los hermanos Hann terminaban la tarea de destripar el pescado, el cetáceo estuvo ensayando varias embestidas infructuosas, de las que desistía siempre en el último momento. Tal vez comprendía que ni aun su máxima velocidad sería suficiente para impulsarlo sobre los arrecifes del estrecho.
Los Hann llevaron con tiento su barca hasta el estrecho del sur y la sacaron a tierra. No estaban seguros de qué hacer entonces y no deseaban estar en el canal durante una de las impetuosas arremetidas de la ballena.
"Lo que sucedió entonces fue lo más extraño que he visto", contaba Kenneth. "Antes, cuando vi alguna ballena soplar (y creo haber visto mil), sobresalía del agua sólo la parte de arriba de la cabeza y un pedazo de la aleta y del lomo. Pero ésta... Enfilando lentamente hacia nosotros, se sumergió y, cuando acordamos, se había erguido con la cabeza completamente fuera del agua, tan alta como un escollo, y clavaba en nosotros uno de sus grandes ojos."
"Les aseguro que me asusté, y mucho. Aunque la ballena tenía la boca cerrada, podíamos ver que era lo bastante grande para tragarse el bote entero, y algo más. Luego volvió a sumergirse. Permaneció bajo el agua casi 20 minutos y, al salir de nuevo, estaba en el extremo norte del estrecho. Le dije a Douglas:"
"—Echa a andar el motor. Me parece que la ballena nos va a permitir pasar."
"Juro que no perdimos un momento. Salimos del estrecho como alma que lleva el diablo. Mientras navegábamos de regreso por la ensenada, hablamos de lo extraño que era para una ballena haberse internado en la laguna. Douglas expuso la mejor teoría:"
"—Fue el arenque lo que la llevó hasta allí —me dijo—. El arenque lo explica todo".
Es muy probable que así fuera. Era la época de las aguas vivas, las más altas del año; la noche del 20 de enero el mar había subido cerca de dos metros. Persiguiendo al arenque que estuvo afluyendo a la laguna durante varios días, el cetáceo probablemente se lanzó con ímpetu por el estrecho del sur y quedó atrapado en la laguna. Porque incluso a la mañana siguiente (el día en que los Hann descubrieron a la ballena) el flujo máximo alcanzaba unos 30 centímetros menos que la noche anterior. La marea viva no volvería a subir como entonces hasta un mes más tarde.
Los hermanos Hann llegaron a las 4:30 de la tarde a la fábrica de conservas de pescado, donde, mientras desembarcaban su cargamento sobre el muelle, relataron su historia a un público de trabajadores de la factoría que los escuchaba con atención.
—¿Crees que aún estará en la laguna? —preguntó uno de ellos.
—Es lo más probable. No me parece que tenga oportunidad de salir de allí mientras no vuelvan las aguas vivas.
Kenneth Hann me dijo más tarde: "Pero si hubiese sospechado lo que esa gente tenía en la cabeza, les hubiera dicho que la ballena ya se había escapado".
Apenas unos minutos después de que los Hann se habían marchado al terminar de desembarcar el pescado, salió de la fábrica otra embarcación con cinco de los trabajadores. No fueron derecho a la laguna de Aldridges. A mitad de la ensenada desembarcaron y cada cual corrió a su casa. Al salir nuevamente, iban armados con dos carabinas deportivas 30.30, un fusil 30.06 del Ejército norteamericano y un par de fusiles militares Lee Enfield .303.
CAMPO DE TIRO
LOS CINCO hombres llegaron a la boca del estrecho del sur ya oscureciendo. En ese instante todos se estremecieron al oír un rugido sordo, "como el mugido de una vaca dentro de un barril metálico", según dirían más tarde.
Sin perder tiempo echaron el bote a la playa y corrieron a la cima de un angosto promontorio, a punto para divisar lo que pintorescamente uno de ellos describió como el "pez" más colosal jamás visto. "La cola era como la de un avión, y el animal la azotaba contra el agua con tal vigor que la espuma nos salpicaba a nosotros"..
No perdieron tiempo los cinco cazadores. Cargaron sus armas de fuego y tomaron puntería apresuradamente. "No había manera de fallar el tiro", decía después uno de ellos. "Yo le apuntaba al ojo, que parecía tan grande como un plato. Algunos encañonaban el orificio nasal de la parte alta de la cabeza. Pero las balas apenas parecían hacerle cosquillas. Se bamboleó un tanto, dio media vuelta y se sumergió en lo más hondo. Calculo que le metimos unos 20 balazos".
Sumergida, la ballena se retiró al extremo norte de la albufera, pero no tardó en regresar, sólo para verse ahuyentada otra vez por las balas. Los cazadores siguieron disparando hasta agotar las municiones. De mala gana regresaron a Burgeo a dar noticia de su hazaña.
A la mañana siguiente, domingo, entre 20 y 25 tiradores rodeaban la laguna. Aquella vez todos iban bien provistos de pertrechos. Varios tenderos habían accedido a abrir su establecimiento y vendieron la mayoría de los cartuchos de alta velocidad que tenían en existencia.
Es muy eficaz el sistema desarrollado por las ballenas para sobrevivir sumergidas durante largos períodos. No dependen sólo del aire que pueden almacenar en los pulmones. Si se zambulleran con éstos completamente inflados, estarían expuestas, lo mismo que los humanos, a los graves efectos de la embolia gaseosa, a veces mortales. En vez de ello, almacenan la mayoría del oxígeno que requieren en los glóbulos rojos de la sangre y, por medio de un proceso químico especial, en los tejidos musculares.
El gran fuelle de los pulmones de la ballena es tan poderoso que una de gran tamaño, al salir a la superficie, puede exhalar el aire totalmente y luego volverlos a llenar en poco más de un segundo casi hasta reventarlos. Pero después de una prolongada sumersión, tal ritmo de respiración debe repetirse varias veces antes de que se haya recobrado por completo la reducida provisión de oxígeno y, entre inhalaciones y exhalaciones, debe haber un intervalo para permitir que la sangre absorba el oxígeno de los pulmones. Así pues, la ballena se sumerge tras cada resuello, saliendo a la superficie para lanzar su surtidor de aire y vapor cada dos o tres minutos, hasta que, ya totalmente "reabastecida" de oxígeno, puede regresar a las profundidades.
En un principio las breves apariciones del animal no daban a los "deportistas" oportunidad de disparar contra su presa; pero no tardaron en reconocer y aprovechar el ritmo de sus emergencias. Cuando la ballena surgió la primera vez tras de una larga zambullida, los cazadores contuvieron el fuego. Al salir luego el animal para tomar el segundo, tercero y posteriores resuellos, los tiradores ya estaban listos. Las detonaciones de los fusiles repercutían en la cercana punta Richards.
Al ir transcurriendo el día fueron llegando más y más embarcaciones, y cundió el ánimo festivo. Pero no todos los que presenciaron la diversión quedaron contentos. Un amigo mío, primer oficial de un buque de rastra, me decía luego:
"El sólo ver al pobre animal me causó náuseas. La ballena no tenía adonde escapar, sino bajo el agua, y le era imposible quedarse sumergida para siempre. Yo pensaba que el animal se volvería loco después de haber recibido varios centenares de proyectiles, pero parecía comprender que eso de nada le valdría. En una o dos ocasiones pareció enfurecerse, pero por lo general se estuvo muy tranquilo."
"Lo que es cierto es que la ballena no estaba sola. Desde lo alto del peñasco donde yo me había colocado, podía ver la albufera y hasta la ensenada de Short Reach. Antes de mucho vi otra ballena afuera de la laguna. Cada vez que la de adentro salía a soplar, también soplaba la de afuera. Por increíble que parezca, le juro que ésta sabía que la otra se hallaba en aprietos".
El campo de tiro se cerró temprano la tarde del domingo, al agotarse las municiones. No teniendo ya más con que divertirse, la mayoría de los espectadores se volvieron a casa. Mi amigo fue uno de los últimos en retirarse.
"No puede uno sentirse tranquilo con lo que sucedió aquel día", comentaba. "No habla nada bien de los habitantes de Burgeo".
RARA OPORTUNIDAD
EL LUNES un helado viento del nordeste mantuvo a los habitantes dentro de su casa, pero el tiempo había mejorado para el martes a mediodía, y un grupo de cazadores armados de rifles fue a practicar su deporte con la ballena. La única dificultad era la escasez de municiones.
Como muchas remotas comunidades canadienses, tiene Burgeo un pelotón de guardabosques, cuerpo militarizado. A cada guardabosque le dan un fusil .303 reglamentario, y en el cuartel del pelotón se guardan cajas de municiones. Daba la casualidad que varios de los cazadores de ballenas pertenecían al destacamento. Uno de ellos fue a visitar al segundo de mando y solicitó que les fuera asignada una cuota especial de cartuchos. Se distribuyeron algunos (qué cantidad, no he logrado determinar jamás, pero posteriormente pude hallar más de 400 casquillos del .303 amontonados alrededor de la laguna, todos con la marca de los arsenales del Ejército canadiense).
Lo que sucedió esa tarde, y nuevamente el miércoles, fue una repetición del tiroteo del domingo, con una diferencia importante: las balas militares estaban forradas de cobre y por tanto penetraban más profundamente que las de caza, de punta blanda de plomo, que se fragmentaban al chocar contra la piel y el manto de grasa de la ballena. Clara y yo ignorábamos totalmente estos ataques, pero eran del conocimiento de la mayoría de la población. El tiroteo podía escucharse claramente en la parte oriental de Burgeo, y ya el jueves el asunto hizo crisis al aumentar la indignación de los que frecuentaban la laguna.
Esa noche, después de la cena, se presentaron en nuestra cocina, con un regalo de lenguas de bacalao y un gran trozo de hipogloso, dos pescadores de la isla Smalls. Durante los años que había vivido en Burgeo, en ocasiones se me había invitado a hacer uso de la palabra o a escribir artículos en pro de gente que se sentía incapaz de hacerse oír de las autoridades. Aunque no muy bien informados de la naturaleza de mi trabajo como escritor, los dos pescadores suponían que tendría yo alguna influencia. Pero hasta el momento de despedirse no salió a relucir la verdadera razón de su visita; y así me enteré por fin de que una ballena había quedado atrapada en la laguna. Sólo eso me dijeron, sin embargo; no hicieron mención del ataque de que había sido blanco el animal.
Supuse que el cetáceo pertenecería a alguna de las especies menores, que sería una ballena común o un delfín. No obstante, se me despertó la curiosidad y fui a ver a Sim Spencer, a quien hallé solo en su tienda, haciendo laboriosamente su contabilidad. De no muy buena gana confesó haber oído algo de la ballena. Le pregunté por qué no me lo había dicho antes.
"Pues... " me contestó, buscando palabras para expresarse. "Se han cometido muchas imprudencias... Es vergonzoso lo que a veces hace la gente... No quería molestarlo a usted con esas cosas..."
El significado de sus palabras se me escapó por el momento, pero no tardé en comprenderlo después. Que no me hubieran contado lo de la ballena se debía a que muchos se avergonzaban de lo que sucedía y no deseaban discutirlo ante extraños; y a pesar de que llevaba yo cinco años de vivir allí, todavía me consideraban como un forastero.
Sim me llevó a ver a los hermanos Hann. En un principio estuvieron reticentes, pero sí me describieron la ballena con bastante detalle. Comprendí entonces que se me ofrecía la oportunidad de indagar de cerca el misterio de uno de los más majestuosos señores del océano, quizá una ballena azul. La perspectiva era sumamente interesante, y yo estaba tan apurado por contárselo a Clara que no presté atención a las palabras finales de Kenneth Hann:
"Me dicen", me advirtió, "que algunos tipos le han estado disparando. Podrían hacerle daño... pero se empeñan en seguir..."
Pensé que probablemente algún tonto había hecho fuego contra la ballena con una carabina calibre .22, y no le di mayor importancia. Mientras me dirigía a casa al anochecer, sólo pensaba en lo que haría yo al día siguiente.
LLAMAMIENTO PRIMORDIAL
A LA mañana siguiente llamé temprano por teléfono a Danny Green, capitán de la lancha Burgeo, de la Real Policía Montada del Canadá.
—Estoy seguro de que es una ballena de las grandes, Farley —me dijo—. No la he visto, pero parece que se trata de un cachalote o de un rorcual —hizo una pausa—... si es que todavía queda algo del animal. Los tiradores la han estado acribillando a balazos durante la última semana.
Al darme más detalles me sentí primero consternado y luego me enfurecí.
—¿Están locos? Una ocasión así es inapreciable. Si el animal no muere, Burgeo será célebre en todo el mundo. ¿Y le están disparando?
Hablé unas cuantas palabras con el único agente de la policía de nuestro pueblo. El tiroteo fue ilegal, claro está. El hombre, disculpándose, ofreció visitar la laguna y llevarme consigo. Sin embargo, ya Clara y yo habíamos hecho arreglos con dos pescadores de Messers y, pocos minutos después, íbamos de camino.
Clara conservó su aplomo de costumbre, como puede verse por los apuntes que tomó: "La travesía de la ensenada de Short Reach fue muy agitada e intensamente fría", escribió, "pero llegamos a Aldridges sin contratiempo y nos escurrimos cautelosamente por el angosto paso. No vimos a nadie ni nada, a no ser unas gaviotas que pasaron volando. Supuse que la ballena había escapado."
"Estaba ya a punto de irme bajo cubierta para guarecerme del frío, cuando oí que alguien gritaba. Todos nos volvimos a mirar y vimos una larga forma negra, parecida a una gigantesca serpiente marina, que se levantaba sinuosamente del agua, se deslizaba cuan larga era y se sumergía de nuevo calladamente hasta desaparecer de la vista. Nos quedamos mudos mirando fijamente al descomunal monstruo. No era ciertamente un ejemplar pequeño, sino una ballena inmensa y solitaria, atrapada, Dios sabe cómo, en aquella rocosa prisión."
"Navegamos hasta el centro de la laguna, en el momento en que la lancha de la Real Policía Montada entraba por el paso y enfilaba hacia nosotros. Luego comenzó una larga vigilia en que las horas pasaban como si fueran minutos. Estábamos completamente fascinados contemplando las idas y venidas casi serpentinas del enorme cetáceo. Dos veces la descomunal cabeza se alzó a gran altura sobre el agua. Era tan grande como una casa de dimensiones pequeñas, una cabeza de color negro brillante por encima y blanca como un pez por debajo. Luego se hundía la nariz, y el largo y ancho del animal, semejante a una embarcación volcada, aparecía a la vista. Finalmente asomaba la aleta dorsal, de no menos de 1,20 metros de altura, y con un gran oleaje levantado por las aletas de la cola, la ballena desaparecía nuevamente."
"Farley la identificó como un rorcual, el segundo en tamaño entre los grandes animales que hayan existido en el mundo. Podíamos distinguir las huellas de los proyectiles (agujeros y cortaduras) que mostraba en el lomo, desde el orificio nasal hasta la aleta. Me era incomprensible una mentalidad como la de aquellos hombres que fueron capaces de divertirse acribillando a balazos a un ser viviente tan majestuoso."
"Aparentemente la ballena no nos consideró peligrosos. Se nos fue acercando en cada una de sus salidas hasta que la descomunal cabeza, parecida a un submarino, pero más hermosa, se deslizó debajo de nosotros, a no más de dos metros de distancia. Al mismo tiempo la cola pasaba bajo la lancha de la policía, ¡aunque las dos embarcaciones estaban a más de 20 metros una de otra! Las aletas ventrales, cada una del tamaño de un bote de remos, aparecieron debajo de nosotros y mostraron un color verde. Luego pasó bajo la embarcación, silenciosamente, toda la increíble extensión de aquel cuerpo, que dejó apenas una leve estela en la superficie, producida por las aletas de la cola. ¡Lo que estábamos viendo era casi imposible de creer! Esta criatura gigantesca, casi inverosímil, que pesaba quizá unas 80 toneladas, según calculó Farley, nadaba a nuestros pies con la facilidad y la gracia de un salmón".
Quizá por tanto que anhelaba creerlo así, juzgué que las balas no habían causado más que daños superficiales y que, con suerte, el animal saldría de aquella prueba sin mayores consecuencias. Sus movimientos eran firmes y potentes, y en el surtidor que arrojaba no se notaba ninguna coloración sanguínea.
Al caer el Sol nos retiramos a pesar nuestro de la albufera. El encuentro con la ballena nos había dejado semi-hipnotizados a todos. Poco fue lo que tuvimos que decirnos hasta que se nos acercó la lancha de la policía y el agente nos gritó:
—No habrá más tiroteos. Se lo garantizo. De hoy en adelante patrullaremos diariamente, y hasta dos veces al día si es preciso.
Sus palabras me hicieron cobrar conciencia por primera vez de la determinación a que probablemente ya había llegado yo. Al ir de regreso hacia la caleta de Messers, comprendí que me había comprometido conmigo mismo a salvar a aquella ballena, que me había comprometido tan apasionadamente como jamás lo hubiese hecho en mi vida.
Todavía no sé por qué sentí tan imperioso impulso. En parte debió de ser por tener conocimiento de que al rorcual, como al ejemplar mayor, la ballena azul, se le ha dado caza hasta casi el punto de la extinción. En 1900 se estimaba la población de estos cetáceos en 430.000; hoy quedan tal vez unos 100.000 en todos los océanos del mundo, y probablemente menos de 10.000 ballenas azules. Pero quizá había algo más. Si fuese místico lo explicaría diciendo que obedecía yo a un llamamiento, y esta no sería, al fin y al cabo, una explicación tan descabellada. En vista de lo que sucedió después, no es fácil descartar la posibilidad de que, de alguna manera incomprensible, un ser extraño hubiese pedido auxilio a otro ser de una especie diferente, en un primordial llamamiento sin palabras que no era posible desoír.
ACCIONES CRUELES, PALABRAS AMARGAS
DURANTE las 48 horas siguientes traté de comunicarme con muchas personas: funcionarios del gobierno, personajes de la localidad, incluso con mi editor en Toronto. En general me pareció, más que nada, que, para mis interlocutores, yo había perdido la razón.
Había caído la noche del sábado cuando por fin terminé mis llamadas y la casa se estremecía bajo una ártica tormenta cargada de nieve. Comenzaron a asaltarme los demonios de la duda. Quizá sí estaba yo un poco chiflado. Tal vez no me incumbía inmiscuirme en una tragedia que esencialmente era natural... Pero luego, en mi imaginación, volvía a ver a la ballena, tal como la había visto deslizarse en las verdes profundidades, debajo de nuestro bote. Aquella visión ahuyentó instantáneamente a los demonios. El perdido leviatán era uno de los últimos de una raza que estaba en trance de desaparecer, y yo tenía la convicción de que era preciso salvarlo, siquiera fuese porque el contacto con él, aunque de breves semanas de duración, podría salvar el inmenso abismo que separa nuestras dos especies y forzar a los hombres a tratar a esos seres secretos y misteriosos con la compasión que siempre les hemos negado.
Tal pensamiento, combinado con el rechazo de aquellos cuya ayuda había solicitado hasta el momento, me llenó de resolución combativa. Me propuse obligarlos a demostrar algún interés por la ballena.
—Clara —dije a mi esposa—, voy a dar a la prensa la noticia del tiroteo. El público reaccionará ante eso. ¿Qué te parece?
Ella quería mucho a Burgeo. Comprendía nuestra delicada situación ante los vecinos y poseía la perspicacia propia de la mujer para advertir las consecuencias de mi decisión... Al responder, su voz resonó débilmente entre la cacofonía de la tormenta.
—Farley... No deseo la muerte de la ballena... Pero harías daño a Burgeo... Las personas que estimas no te comprenderán... No obstante, supongo que no hay más remedio que hacer lo que dices...
Por el momento, sin embargo, no hice nada. El domingo 29 de enero madrugué y me fui con Onie Stickland en su bote de quilla plana hasta Aldridges. Onie, cariacontecido solterón de edad madura, era uno de los pocos que en la costa aún pescaban solos. Llevamos comida y una tetera, pues yo pensaba pasar el día entero observando la ballena. Abrigaba la esperanza de que él yo pudiéramos estar solos, pero ya había dos o tres docenas de personas agolpadas sobre el promontorio que dominaba la laguna. Con alivio vi que no llevaban armas.
Nos unimos a los curiosos, entre los cuales había varios pescadores que yo conocía. Aproveché la oportunidad para hacer alguna propaganda, refiriéndome a la buena fortuna de Burgeo de tener como huésped a tal animal, pero nos interrumpió la llegada, entre chorros de agua y el aullar de una máquina, de una gran lancha con motor fuera de bordo. Desembarcaron varios jóvenes y se mantuvieron aparte de nuestro grupo hablando en voz alta.
—Ya hubiéramos acabado con ella —decía uno— a no ser porque alguien nos echó encima a la policía.
—A esos forasteros les valdría más no meterse en lo que no les importa —añadió uno de sus compañeros—. No tienen derecho de inmiscuirse en nuestros asuntos.
Para dar énfasis a sus palabras, escupió en la nieve.
Cuando volvieron a su lancha, uno de los que estaban junto a mí me dijo discretamente:
—No les haga caso, patrón. La escoria flota en todas partes; sale a la superficie y hiede, pero eso es todo.
Eran palabras de consuelo que yo agradecí.
Para entonces ya convergía sobre la laguna una fila constante de embarcaciones. Fortificados con gran cantidad de cerveza, algunos jóvenes (y muchos que no lo eran) estaban dispuestos a demostrar su valor. La potente lancha que había sido la primera en entrar, aceleró de pronto a su máxima velocidad y, con un rugido prolongado, atravesó la albufera a pocos metros detrás de la ballena, que ya se sumergía. Algunos de los que estaban en la orilla prorrumpieron en vivas, y en cuestión de minutos el ambiente se había alterado por completo.
Salieron veloces más y más embarcaciones. La ballena comenzó a nadar con mayor rapidez y, dando muestras de confusión, intentaba eludirlos. No tuvo tiempo de despejar los pulmones con los dos o tres resoplidos de costumbre, y sus salidas a la superficie menudeaban mientras los deportistas mostraban un valor creciente. Dos de las lanchas especialmente rápidas comenzaron a describir círculos en torno al cetáceo, a toda velocidad, como un par de malévolos escarabajos acuáticos.
En ese momento apareció la lancha de la Real Policía Montada, pero el agente no quiso intervenir.
—No están quebrantando ninguna ley —me dijo en son de disculpa—. Pero anclaremos en medio de la laguna. Quizá eso los haga desistir.
Sin nada que temer ni de la ballena ni de la policía, los de las lanchas de motor comenzaron a acorralar al animal en la parte menos profunda de la laguna.
Tres de las embarcaciones lograron arrinconarla en una caletilla, y cuando la ballena viró violentamente para eludirlas, la mitad del cuerpo le quedó encallado sobre las rocas.
Siguió un portentoso batir del agua, que el animal azotaba con las enormes aletas de la cola. La ballena se alzó hacia adelante, levantando a la vista la cabeza entera, luego se volvió de costado, de manera que una de las grandes aletas ventrales quedó apuntando al firmamento. Yo la observaba con los prismáticos y pude ver todo el vientre inferior, con lo que comprobé definitivamente que era hembra.
A continuación, lenta y, al parecer, dolorosamente, se libró rodando de las peñas y huyó, cruzando derecha la laguna, hacia los bajíos de la parte oriental, donde no había gente. Las lanchas de motor iban a todo correr a su lado; luego, con espantosa brusquedad, el animal dio contra los fangosos bajos y quedó varado en tierra cuan grande era.
La laguna estalló en una gran barahúnda. Entre gritos, la gente se metía precipitadamente en los botes y en ellos comenzó a convergir sobre el animal varado. Para entonces estaba yo tan furioso que casi había enmudecido. Mi angustia era tan profunda que al ver a tres hombres meterse en los bajos y comenzar a lanzar piedras a la cabeza semisumergida de la ballena, perdí el dominio de mí mismo. Les grité imprecaciones. Algunos se volvieron hacia mí y, habiendo logrado atraer la atención a mi persona, aunque fuese por un momento, emprendí una diatriba frenética.
Era una ballena hembra, les gritaba. Podría estar cargada; era lo más seguro. Este ataque contra ella era un acto de crueldad monstruoso y despreciable. Los amenacé con desacreditar el nombre de Burgeo de un extremo a otro del Canadá, si no la dejaban tranquila y no salían todos al instante de la laguna.
Dios sabe qué más les hubiera dicho, de no haber sido que la ballena misma intervino. El animal se volvía con infinita lentitud, apoyándose en las aletas ventrales y ayudándose con las de la cola, que agitaba levemente. Nosotros los liliputienses mirábamos en silencio y con incredulidad mientras aquel Gulliver se volvía poco a poco hasta quedar de cara a la albufera. Luego, pausadamente, fue deslizándose fuera de los bajíos hasta que se perdió de vista bajo la brillante superficie de las aguas.
En esos momentos su evasión tuvo, al parecer, algo de milagroso. Y, por obra de un nuevo milagro, alteró radicalmente la actitud del público. En silencio, la gente comenzó a embarcarse de nuevo en los botes. Una a una, las embarcaciones se fueron alejando hacia el estrecho del sur y, en el espacio de 20 minutos, la laguna de Aldridges quedaba abandonada de todo ser humano, salvo Onie y yo.
Fue un éxodo extraordinario. Nadie parecía querer hablar con nadie, y a mí no me dijeron una palabra. La gente aún esquivaba la mirada al pasar frente a nuestro bote. Nos habíamos convertido en extraños unos para otros.
Los apuntes de mi diario, escritos esa misma noche, a hora avanzada, reflejan mi confusión y mi sentimiento de que algo habíamos perdido: "...son gente esencialmente buena. La admiraba mucho por juzgarla como un pueblo sencillo, que vivía al menos en cierto grado de armonía con la naturaleza. ¿Cómo pueden los hombres ser tan insensatos? ¿Cómo pude yo mismo ser tan necio?"
Palabras muy amargas e injustas. Había perdido la capacidad de ser objetivo y me dejaba dominar por emociones elementales. Ya no era capaz de comprender a la gente de Burgeo tal como era en realidad: hombres y mujeres víctimas también de las circunstancias, de cuyos efectos eran inconscientes. Les había retirado mi compasión, movido de dolor e ignorancia. Ahora se la entregaba toda a la ballena.
EL GUARDIÁN
LOS DESASTROSOS acontecimientos del domingo me habían convencido de que tendría que seguir adelante con mi primer plan. Así pues, el lunes envié un telegrama a la oficina principal de la Canadian Press, en Toronto, esbozando los sucesos de los últimos días y pidiendo ayuda con urgencia. No era yo tan confiado como para creer que un cable de 100 palabras causaría en la prensa conmoción general. Por consiguiente, Clara y yo nos quedamos pasmados al oír el noticiario de la radio y enterarnos de que mi relato acerca de la ballena pasaba ya por un caso de primerísima importancia.
En el curso del lunes los circuitos telefónicos que unían a Burgeo con la tierra firme se congestionaron hasta la saturación con llamadas de las radiodifusoras, los periódicos y las agencias noticieras, todos ansiosos de obtener mayores detalles de mi breve despacho.
Las solicitudes de los medios informativos me impidieron ver a la ballena el mismo lunes, pero otras personas me mantenían al tanto. "Está nadando con la ligereza de costumbre", me informaba Danny Green. "Sigue completamente tranquila y soplando con mayor vigor que ayer. Lo que sí es muy extraño es lo de la otra ballena. Se mantuvo cerca de la caleta durante todo el tiempo que estuvimos en la laguna. El agente y yo la observamos algún tiempo. Las dos ballenas soplaban a la vez; y las dos se hacían oír juntas aunque estaban separadas por varios centenares de metros y no se podían ver. Quizá le parezca a usted un disparate, pero creo que forman una pareja y que hablan, que se comunican entre sí de algún modo. ¿Dice usted que la de adentro es hembra? Pues estoy convencido de que la otra es macho".
El Guardián, nombre con que bautizamos a la segunda ballena, permanecía aún en su puesto el martes cuando, a pesar de un fuerte viento, escapé del monstruo periodístico que yo mismo había desencadenado. Onie me llevó en su bote y, estando todavía a cierta distancia de la caleta de entrada, vimos al Guardián lanzando su chorro a gran altura en el aire brumoso.
Apagamos el motor y seguimos a la deriva hasta acercarnos a unos 15 metros del animal. La idea de que las ballenas hablan no es tan disparatada como Danny se imaginaba. Ya una vez antes Sim Spencer y yo la habíamos oído (o nos imaginamos oírla), y ahora escuchaba yo de nuevo la voz del rorcual, en esta ocasión en circunstancias que no dejaban la menor duda acerca de su origen.
Era algo que además de oírse se sentía: un sonido profundo, vibrante, tal como se podría simular con los registros graves de un órgano de tubos, tocado lejos en una noche de niebla. Era un ruido extraño, hondamente inquietante, una especie de misteriosa ventriloquia de otro mundo. El Guardián contestó, y no oímos nada más.
No bien habíamos atravesado el canal cuando la ballena hembra echó su surtidor muy cerca de nosotros, y al instante se sumergio, pues una gran lancha blanca se le lanzaba encima tan velozmente que sus cuatro tripulantes no nos vieron hasta que casi nos habían anegado con su oleaje. Describiendo un círculo, aminoraron la marcha.
De un salto me incorporé:
—¡Lárguense de aquí! —les grité iracundo— ¡Fuera y no vuelvan más! El primer ministro Smallwood se ha hecho cargo de esta ballena. Ya es propiedad de la Nación.
Aunque Joseph Smallwood, jefe del gobierno de Terranova, no había demostrado hasta el momento interés alguno por el cetáceo, no vacilé en usar su nombre sin su autorización. Tal amenaza surtió efecto. Hubo algunos rezongos, pero por fin los ocupantes de la lancha se retiraron.
Transcurrió una hora antes de que la ballena se acercase lo suficiente para que distinguiéramos, horrorizados, que tenía una gran herida, de un metro o más de largo, a través del lomo, un poco delante de la aleta dorsal. Pero a pesar de su apariencia intranquilizadora, la nueva lesión no parecía desasosegar al animal ni estorbar sus movimientos.
Nos quedamos en la laguna hasta el anochecer, cuando, poco menos que helados, nos encaminamos a casa.
DESDE un principio Onie se vio extrañamente atraído por la ballena; con su manera discreta se declaraba disponible y prestaba su barca a cualquier hora que yo quisiese ir a la albufera. Solía estarse sentado en la embarcación, contemplando los majestuosos movimientos del cetáceo, que iba y volvía, y no le quitaba la vista ni un momento. Una tarde, cuando nos disponíamos a alejarnos de la laguna, el Guardián, saliendo a la superficie delante de nosotros, arrojó su surtidor. Como un eco oímos también el resoplido de su compañera, a nuestra espalda. Onie se detuvo en el acto de impulsar el bote por el estrecho y, en voz baja, pero con gran vehemencia, exclamó: "¡Todo hombre y todo animal debe estar en libertad de ir adonde se le antoje!"
Esas palabras se me grabaron en la mente y me llevaron a ahondar en la vida aparentemente feliz de Onie. Sólo entonces me enteré de que durante su mocedad y juventud había mantenido a sus padres enfermos y, después de morir éstos, tuvo que ayudar y cuidar a una hermana paralítica. Yo había concebido románticamente su vida como la de un pescador independiente y solitario, habitante por voluntad propia de un lejano y sereno paraje; pero había vivido, según la amarga realidad, en una prisión. Onie estuvo atrapado. En efecto, también él había soñado. Durante toda su existencia Onie Strickland anheló hacerse a la mar, no de pescador ni como marino de cabotaje, sino de navegante de altura, vagando por los dilatados océanos del mundo.
COMIDA PARA LA PRISIONERA
CUANDO regresamos a la caleta de Messers, encontré a Clara aturdida por haber tenido que atender más de 30 llamadas de periódicos, agencias de noticias, radiodifusoras, y hasta una del primer ministro Smallwood, que ofrecía la ayuda del gobierno para alimentar al animal. Había llegado un fotógrafo del diario Star de Toronto, y otros periodistas venían de camino, entre ellos un equipo informativo de la televisión. También me dijeron que, como consecuencia de todo aquel barullo, mucha gente de Burgeo estaba "inmensamente resentida conmigo por meter las narices donde no me llamaban".
Eso era explicable. Casi todas las noticias que se escribieron o difundieron durante los primeros días hacían hincapié en los ataques de que fue víctima la ballena por parte de los cazadores, dando a entender que la población entera de Burgeo había participado en una orgía de sangre. Muchos locutores y editorialistas se erigieron en predicadores contra el repugnante salvajismo de una partida de bárbaros.
Mi principal preocupación era, no obstante, la misma que había indicado el primer ministro Smallwood: alimentar a la ballena. Durante otra visita a la laguna me convencí de que las heridas de bala que había sufrido el animal parecían (en esos momentos) no más graves que las picaduras de un mosquito para un ser humano. Pero a ojos vistas se notaba que la ballena perdía peso paulatinamente. El lomo del cetáceo iba tomando la forma de V, y los abultamientos que mostraban la posición de las enormes vértebras eran ya muy visibles. Había muchos arenques en las cercanías, mas ¿cómo llevarlos a la laguna de Aldridges y mantenerlos allí para que sirvieran de cena a la ballena?
Varios habitantes del pueblo formaron un grupo para arrastrar una red barredera y tratar de hacer pasar a un cardumen de arenques por el estrecho del sur. Lo integraban los hermanos Anderson (dos hombres pequeños, tercos, de tez oscura, dueños de la red), los Hann, Curt Bungay y Wash Pink, estos últimos socios en la nueva barca pesquera de Curt. Los Hann y los Anderson aportarían cada cual un bote plano para ayudar a arrastrar la red.
Ya había salido la Luna cuando la flotilla de tres botes se desplazó por la boca de la caleta, donde abundaba el arenque. Los pescadores extendieron la red y comenzaron a llevarla poco a poco hacia tierra. En esto, como si hubiese ocurrido una explosión bajo el agua, se produjo una tremenda erupción seguida de un gran oleaje que a todos nos dejó bamboleando con violencia. Yo me así instintivamente de las bordas para sostenerme, en momentos en que se escuchaba un sonoro resoplido muy cerca de nosotros: tan cerca que creí haberlo oído a bordo de la embarcación misma. Una fina bruma se cernía sobre nuestra lancha. Inmóviles, nos quedamos mirando hacia la popa, y vimos el dorso del Guardián, chorreando agua, que se sumergía de nuevo suavemente a pocos metros del bote. Curt fue el primero en recobrar el habla.
—¡De la que nos hemos salvado! ¡Ojalá el radar de esa maldita esté funcionando como es debido! ¿Qué demonios creen que le pasó a...?
Lo interrumpió un grito de Wash Pink, hombre por lo general imperturbable:
—¡Miren! ¡Miren cómo vuelan los arenques!
Quince metros a babor, entre nosotros y la entrada de la caleta, el agua bullía de arenques que huían en desorden. A la luz de los reflectores parecía ser una marejada que se lanzaba a tierra pasada la tormenta.
Curt y yo nos quedamos mirándonos.
—¿Crees tú... ? —pregunté vacilante— ¿Crees que lo habrá hecho a propósito?
—Pues adrede o no, echó unos buenos centenares de barriles dentro de la caleta.
Más tarde los Hann nos contaron que la corriente de arenques hizo que su embarcación se bamboleara al pasar a su lado y por debajo. Kenneth no tenía la menor duda de cómo había sucedido aquello.
"Me parece que la ballena que usted llama el Guardián", comentó, "tiene su propio modo de velar por la que está allá adentro. Ya antes Doug y yo la vimos arrojarse así contra la caleta. Seguro que está tratando de lanzar arenques dentro de la laguna para que su compañera se los coma".
Por fortuna para nuestros nervios no reapareció el Guardián. A los pocos minutos los dos cabos de la red barredera estaban en aguas de los bajos. Calzados con botas que les cubrían los muslos, los pescadores saltaron por la borda de sus botes y comenzaron a recoger la red a través de la caleta hacia la boca del canal. Atrapados entre ellos se veía un bullir de peces que más tarde calculamos en cinco toneladas.
Cuando el cardumen atrapado alcanzaba ya la boca del estrecho, los pescadores, metidos en el agua, iban de un extremo a otro de la red, azotando la superficie del agua, gritando y alumbrando con sus linternas a la turbulenta muchedumbre. Finalmente un torrente de peces pasó precipitadamente al canal, y un momento más tarde el cardumen entero afluía a la laguna.
Estaba ya demasiado oscuro para observar lo que sucedía más allá del estrecho, pero el batir del agua y un vigoroso chapotear de aletas nos indicaba que la prisionera estaba disfrutando vorazmente de la riqueza que le habíamos proporcionado.
"¡TENGO MIS DERECHOS!"
SOPLARON vientos del sudoeste y el oleaje se encrespó formidablemente en el curso de los días siguientes. Los vendavales cobraron fuerza de huracán, lo que inmovilizó a los periodistas y científicos que contaban con venir a Burgeo a ver nuestra ballena. La noticia seguía siendo de primera plana. Y debido al interés del primer ministro Joseph Smallwood, al animal ya se le había puesto nombre: Moby Joe.
Yo permanecía cerca de casa, pero los demás proseguían sus observaciones. Danny Green me trajo inquietantes noticias. Durante una de sus rondas por la laguna, observó cambios en la ballena: "Se le ven protuberancias en casi toda la extensión de los lomos", decía. "No sé qué pensar".
Me dije que tal cambio se debería a la continua disminución de peso del cetáceo, lo cual me hizo preocuparme aun más por su provisión de alimentos. A fin de mantener el arenque atrapado en la laguna, tendimos una red a través del estrecho del sur. También se colocó un aviso advirtiendo a la gente que se alejase de la albufera. Sin embargo, en varias ocasiones hallamos la red cortada.
"Hay gente que está muy descontenta con el cierre de la laguna", me advirtieron. "Afirman algunos que acabarán con la ballena antes de que usted les impida entrar".
Entre tanto, yo buscaba la manera de ponerla en libertad. Llamé por teléfono a algunos amigos de la Marina canadiense que vivían en Halifax. Me dijeron que si yo pudiera obtener permiso oficial del cuartel general en Ottawa, la marina me enviaría un equipo de hombres rana para ahondar el estrecho del sur tanto como fuese posible. A la próxima marea de aguas vivas, que llegaría en un plazo de tres semanas, tenderían de un lado al otro de la laguna una red antisubmarina sostenida por barriles de 170 litros, que haría las veces de gigantesca jábega y serviría para guiar al cetáceo hacia la entrada. En caso de que el animal se resistiese, yo estaba preparado a emplear dardos tranquilizantes con que inmovilizarlo a fin de poder sacarlo de allí por la fuerza.
Hacia el final de la semana amainó la tempestad, y Onie y yo nos fuimos a la albufera. La ballena estaba dando vueltas en sentido inverso al de las manecillas del reloj, y no tardamos en advertir que ocurría algo extraño. Sus movimientos eran tardos y la ballena resoplaba a intervalos muy breves. Cuando pasó letárgicamente bajo el lugar donde nos habíamos situado, noté que tenía una serie irregular de grandes protuberancias bajo la negra piel. Nos aproximamos remando para observarla más de cerca.
Estando el cetáceo a unos 30 metros de nosotros, salió a la superficie para respirar, pero en vez de abrirse paso con el dorso, echó toda la cabeza fuera de las tranquilas aguas, directamente sobre nosotros, cual un peñasco móvil, vivo. La blanca y reluciente extensión de la arrugada garganta, de quijadas aparentemente sin fin, daba la impresión de pertenecer a un animal tres veces mayor.
Pudo haber sido un momento de terror, pero no lo fue. No sentí temor, ni siquiera cuando el animal sacó del agua los ojos y volvió la cabeza, de modo que nos miró directamente con su órbita ciclópea. Luego echó su resoplido y su lamento, y momentos después nadaba justamente debajo de nuestra embarcación. Fue entonces cuando oí por tercera vez la voz del rorcual: un gemido prolongado, sonoro, con armónicos sobrenaturales de tono más agudo. Onie permanecía inmóvil en el banco, cual petrificado. Se volvió lentamente y se me quedó mirando.
—¿La vio usted?... Se me figura que nos estaba hablando...
Afirmé con la cabeza, pues siempre estaré convencido de que la ballena intentó deliberadamente salvar el abismo que existe entre nuestros distantes mundos. Mientras viva, seguiré escuchando los ecos de su inolvidable lamento. Y ellos me recordarán que la vida misma (no sólo la humana) constituye el milagro supremo de la Tierra.
Hacia mediodía regresamos a Burgeo. Al retornar por la tarde vimos que ya no estaba sola la laguna. Había unas 10 o 15 embarcaciones cargadas de gente. Un esquife grande se había atascado exactamente en el centro del canal, con la hélice enredada en la red, que hacía poco habíamos cambiado por tercera vez.
Conocía yo al remero y a voces le pregunté que si no había leído los letreros donde se prohibía la entrada en la albufera. Con el rostro encendido y aire de hostilidad se volvió a mirarme.
—No sé leer —me gritó.
Me sentí avergonzado de no haber tomado en cuenta que él, como muchas otras personas de su generación que viven en apartadas regiones, no había tenido oportunidad de asistir a la escuela.
—Y aunque supiera leer —agregó desafiante—, sería igual. Tengo mis derechos; puedo ir adonde se me antoje en estas aguas... ¡Y eso es lo que pienso hacer!
Esa noche, al llegar agotado a casa y subir los peldaños que llevaban a la cocina, encontré a Clara esperando ante una mesa donde se apilaba el correo. Como estaba cansado, apenas eché un vistazo a aquella montaña de cartas. Muchas de ellas contenían monedas, o bien cheques por pequeñas cantidades, donaciones de gente de toda condición: niños de escuela, el gerente de un taller de automóviles, un ama de casa del Labrador. En sustancia, lo que todos decían era lo mismo: me imploraban, a veces en términos exagerados, que salvara a la ballena y la pusiera en libertad. Esas cartas reanimaron mis esperanzas.
LAMENTO DESOLADOR
OTRO TEMPORAL del sudoeste se abatió sobre Burgeo, y nuevamente nos aisló del mundo. Durante casi una semana no pudimos volver a la laguna. Al fin, el lunes por la mañana, me despertó el timbre del teléfono. Me llamaba un pescador de la isla Smalls.
—¿El señor Mowat ? ¿Hablo con él? La ballena está varada. Sí, metida en tierra, de este lado del canal. Está sangrando un poco. Me parece que alguien la ha atacado con arpón.
El temor me asaltó con mayor intensidad que los fríos traídos por la tormenta. Corrí a la ventana, y al primer vistazo comprendí que ningún bote de remos podría aventurarse en esos mares. Llamé a Curt Bungay y este buen hombre convino en acometer la travesía hasta Aldridges en su lancha de cabina.
Las aguas del puerto lucían blancos penachos de espuma, pero eso no disuadió a Curt. Puso en marcha su embarcación a toda máquina, al punto que creí que íbamos a zozobrar. Mientras luchaba con el timón me gritó al oído: "No me sorprende. Oí decir que había algunos empeñados en hacer lo imposible para varar a la ballena".
Mi indignación se tornaba casi homicida. Curt encalló la lancha en la costa y corrí temerariamente por entre las cortantes rocas del arrecife que nos separaba de ella. Al llegar a la cima, avisté al cetáceo, tendido directamente bajo mis ojos. Descansaba la enorme quijada sobre la orilla, pero, gracias a Dios, la ballena había encallado en un punto donde el agua era profunda casi hasta la ribera, de modo que la mayor parte de su inmenso cuerpo estaba todavía a flote.
Al precipitarme por la ladera, percibí una intensa fetidez. Guardo un recuerdo vago de los minutos que siguieron, pero Curt, que venía dando traspiés detrás de mí, lo presenció todo y se acuerda vivamente del cuadro:
"Cuando, llegué a la cima, ya estaba usted en la playa. Podía oírle gritar como loco, aun antes de verlo."
—¡Lárgate, lárgate, maldita! —decía.
"Cuando caí en cuenta, estaba usted dándole puñetazos en la enorme cabeza. Se comportaba como el que ha empinado el codo demasiado y trata de botar un buque a mano limpia".
Por fin, en el colmo de la desesperación, me eché de espaldas contra una losa vertical de granito y, plantando los pies en la superficie curva y blanda de aquella enorme boca, intenté desalojar de allí a la ballena.
Aquello era insensato: ¡Setenta y cinco kilos de insignificante carne humana contra la inercia de las 80 toneladas del leviatán! Sin embargo, yo empujaba, pateaba y gritaba, y es posible que haya llorado de pura desesperación.
Casi imperceptiblemente el animal comenzó a moverse. Vi brillar las aletas de la cola al girar como la mano en la muñeca. Lenta, muy lentamente, la ballena abandonó la playa deslizándose hacia atrás y, virando, nadó hasta el centro de la laguna.
Curt bajó tambaleándose por la ladera para reunirse conmigo.
"¡Lo logró usted!" exclamó. "¡Le ha salvado la vida, no hay duda!"
Mas yo sabía que no era así. Había comprendido la verdad. El cetáceo no se había varado por accidente, ni tampoco por maligna obra de los hombres. Se había varado deliberadamente, por estar demasiado enfermo para mantenerse a flote. Los indicios eran inconfundibles.
Había vómito en los bajos donde el animal había apoyado la cabeza; además, tenía yo en cuenta aquel penetrante mal olor, que ya podía reconocer y recordar: era el mismo hedor que me había provocado náuseas en la campaña de Sicilia en 1943, el hedor de los cadáveres devorados por la gangrena.
Al alejarse nadando, la ballena dejaba en las aguas débiles cintas de color oscuro. Manaban de las grandes hinchazones que tenía bajo la piel. Pude observar que brotaba de ellas un chorro oscuro de sangre, y caí entonces, tardíamente, en que se trataba de depósitos de pus e infección, algunos de los cuales estaban reventando.
¿Cómo pude ser tan ciego al pensar que la pobre bestia no sufriría daño alguno por los centenares de balas que tenía incrustadas en la piel?
Al volverme para retirarme oí por cuarta y última vez la voz del rorcual. Era una honda vibración, de tono bajo y palpitante; un lamento que se escuchaba entre el aullar del viento en los acantilados de la punta Richards. El clamor más desolador que jamás he oído.
LA HORA FINAL
HABÍA una lejana probabilidad de que con dosis enormes de antibióticos pudiésemos salvar todavía a la ballena. Así, pues, hicimos una petición por intermedio de la Canadian Press. La respuesta comenzó a llegarnos casi al momento. Un fabricante de productos farmacéuticos de Montreal llamó por teléfono para avisarnos que mandaba 800 gramos de antibióticos en un avión contratado para el caso, si el tiempo lo permitía. En un segundo mensaje me informaron que las jeringas adecuadas existían sólo en el Parque Zoológico del Bronx, en Nueva York, y en el Acuario de Vancouver, y que se había solicitado a ambas instituciones que nos las despacharan por expreso aéreo. Un veterinario de Saint John's cablegrafió avisando que ya estaba él en camino. Docenas, veintenas de telegramas y telefonemas nos llegaban ofreciéndonos apoyo moral y en metálico.
Las tensiones causadas por la ira que experimenté durante el día y la excitación de la noche me llevaron a tal extremo de agitación que no podía ni recostarme. Pero, al fin, ya después de amanecer, me quedé dormido.
Me despertó con un sobresalto el teléfono. Eran las 9:10.
—Farley, acabo de llegar de Aldridges —me dijo el que llamaba—. No hay ni rastro de la ballena. Ha desaparecido. Debió de haber escapado anoche. No cabe la menor duda de que el animal ya no está en la laguna.
—¿Escapado? —repetí tontamente. Mas al punto comprendí; comprendí con absoluta certeza—. No, no ha escapado... Está muerta.
LAS CASAS de Burgeo, espaciosas, dispersas, pintadas de vivos colores; las islas amplias, revestidas de hielo; las relucientes aguas de los canales y riachuelos nunca se habían visto más bellas. Cuando nos aproximábamos Onie y yo a la caleta en el bote, vimos que se levantó en alto un chorro de espuma blanca que quedó suspendido un momento en el aire y después se disolvió al mismo tiempo que el dorso del Guardián desaparecía bajo las olas. La presencia del cetáceo era prueba decisiva de que la cautiva no había escapado, por lo menos en carne y hueso.
La lancha de la Real Policía Montada estaba en la albufera cuando llegamos, y con su ayuda registramos el lugar. Aunque las aguas estaban tan serenas y cristalinas que era posible ver el fondo hasta una distancia de cuatro brazas, las partes más profundas quedaban demasiado oscuras para permitirnos observarlas. No podíamos escudriñar el misterioso lugar donde yacía la ballena.
Cuando habíamos desistido de nuestra infructuosa pesquisa, la lancha y el bote se juntaron y se quedaron quietos en el centro de la laguna silenciosa. El agente se preguntaba si la ballena no habría escapado.
—No sea usted tan ingenuo —dijo Danny Green—. El animal está a nueve brazas de profundidad, aquí, debajo de nuestros pies. Dentro de tres o cuatro días reventará y volverá a la superficie. ¡Qué triunfo para los "deportistas"! Tendrán 80 toneladas de esperma podrida como recordatorio de su heroica hazaña.
Luego Danny se volvió a mí. Su rostro magro, sardónico, casi no tenía expresión; pero al hablarme había desaparecido el sarcasmo de su voz:
—No sé a ciencia cierta quién fue más insensato: si los tipos aquellos con sus rifles, o usted, Farley, amigo mío. En mi opinión, no le hizo ningún bien a la ballena, ni al pueblo de Burgeo, ni puedo decir que usted mismo se haya beneficiado en nada.
Me miraba fijamente, pero no supe qué contestarle. Meneando la cabeza concluyó:
—En fin, ¡vamos a la porra!
EL SIGUIENTE fue un hermoso día, pero uno de los más solitarios de que tenga memoria. Ni aun los vecinos más próximos atravesaban el trecho de nieve fresca que rodeaba nuestra casa. No venían los niños, como solían hacerlo, a sentarse silenciosamente en la cocina después de la escuela. Me sentía como un náufrago, abandonado sobre un helado peñasco, en un mundo sin vida.
En las últimas horas de la tarde, cuando ya moría la luz, saqué a pasear a Albert, nuestro perro, y me encaminé deliberadamente a la parte central de Burgeo. Pasé frente a un grupo de jóvenes (hombres y mujeres), empleados de la fábrica de conservas de pescado, que volvían a su casa. Se separaron para dejarme pasar, pero nada dijeron hasta que nos habíamos alejado varios metros. Entonces oí que las muchachas cantaban desentonadamente:
Moby Joe, la ballena, ha fallecido. Y muy pronto Farley Mowat se habrá ido.
Desandamos lo andado, Albert y yo, y nos dirigimos a la solitaria cima de la punta Messers. En la oscuridad nadie se enteró de que yo lloraba: lloraba no sólo por la muerte de la ballena, sino por haberse roto el frágil vínculo entre su raza y la mía.
Derramé lágrimas, no por la soledad en que entonces viviríamos Clara y yo, como extraños entre gente con quien nos habíamos encariñado, sino por la inexplicable y mayor soledad que el hombre, habiéndose constituido en un ser definitivamente extraño a su propio planeta, se ha condenado a sí mismo a llevar al silencio de su última hora.
HABÍA pasado el tiempo de la cena cuando regresé a casa con Albert. Una luz color de azafrán se proyectaba sobre la nieve por el mirador. Al empujar la puerta de la cocina hallé la casa llena de gente. Allí estaban Sim y Onie y otros varios pescadores. Clara, que se mostraba aturdida pero más contenta de lo que había estado en muchos días, estaba metiendo sillas del comedor para acomodar a la hija de Sim y a otros jóvenes.
Los visitantes no estuvieron mucho tiempo, y, según su costumbre, no dijeron gran cosa. Sim fue el último en salir. Deteniéndose un momento a la puerta, visiblemente turbado, dijo al fin lo que había ido a decir:
"No se preocupen ni usted ni su mujer. Tienen en este pueblo buenos amigos... de los mejores..."
No pudo decir más, pero había expresado lo que sentía de todo corazón, y así lo comprendimos. Sim Spencer nunca sabrá la gratitud que todavía le tenemos. El consuelo que nos llevaron sus palabras era justo lo que más necesitábamos.
DOLIENTES SILENCIOSOS
DOS DÍAS más tarde Clara y yo hicimos la última visita a la laguna de Aldridges. Hacía un frío intenso; se levantaba una bruma helada y bajo la proa del bote de Onie crujía el hielo.
El Guardián había desaparecido, y el que encontramos hubiese sido un cuadro sin vida, a no ser por tres águilas que se remontaban con los vientos ascendentes sobre la punta Richards. Cual silenciosos dolientes, se deslizaban en el vacío del aire sobre el vacío del mar. Al contemplarlas pensé cuán acertado era que estas maestras del mundo alado, también condenadas a desaparecer, hubiesen escogido aquel lugar para trazar sus majestuosos arabescos. Porque al bajar la mirada, me encontré en la albufera, y allí, ante nosotros, flotaban los restos de uno de los señores del océano.
Aun después de transcurridos muchos años, me apena describir al rorcual tal como lo vi aquel día. En vida había sido inmenso. Ahora parecia ser doblemente enorme. Flotaba boca arriba, sobresaliendo del agua, y la pálida montaña de su hinchada barriga semejaba un buque zozobrado. De un ser de trascendental gracia y majestuosidad, se había convertido en algo abominable: grotesco, deforme, horrendo. Hedía tan espantosamente que, al aproximarnos a él, tuvimos que reprimir las náuseas.
No sé lo que estaría pensando Onie mientras pasábamos al lado del monstruoso cadáver, pero Clara lloraba en silencio. Creo que los tres sentirnos alivio cuando distrajo nuestra atención el ruido del motor de otra embarcación que se aproximaba.
Era una lancha de trabajo, tripulada por una cuadrilla de la fábrica de conservas de pescado. Entrando resueltamente por el canal, fue derecho a la ballena. Los trabajadores llevaban pañuelos atados sobre la cara, lo que les daba un aspecto siniestro. Trabajaron rápidamente para asegurar un cable a la cola del cetáceo. Luego el bote, insignificante en tamaño comparado con lo que remolcaba, se afirmó sobre la popa, y una espuma blanca comenzó a levantarse por el esfuerzo que hacía la embarcación. Lenta y pesadamente el extraño cortejo enfiló hacia la boca del estrecho del sur.
Y la gran ballena, que había sido incapaz de pasar en vida aquella barrera, ya muerta flotó fácilmente sobre ella, regresando, cuando ya el regreso era imposible, al corazón del misterio de donde había salido.
Condensado del libro "A Whale for the Killing", © 1972 por Farley Mowat, Ltd.