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    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


    Shake


    Slide In Up


    Slide In Down


    Slide In Left


    Slide In Right


    Swing


    Tada


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:56
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:52
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:49
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:41
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:46
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 132. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 133. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 134. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 135. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 136. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 137. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 138. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 139. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 140. Mysterious Celesta - 1:04
  • 141. Nightmare - 2:32
  • 142. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 143. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 144. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 145. Pandoras Music Box - 3:07
  • 146. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 147. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 148. Peques - El Extraño Mundo De Jack - Esto Es Halloween - 3:08
  • 149. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 150. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:59
  • 151. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 152. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 153. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 154. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • 155. Scary Forest - 2:41
  • 156. Scary Spooky Creepy Horror Ambient Dark Piano Cinematic - 2:06
  • 157. Slut - 0:48
  • 158. Sonidos - A Growing Hit For Spooky Moments - Pixabay-Universfield - 0:05
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  • 160. Sonidos - Castillo Embrujado - Creando Emociones - 1:05
  • 161. Sonidos - Cinematic Impact Climax Intro - Pixabay - 0:28
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  • 164. Sonidos - Creepy Whispering - Pixabay - 0:03
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  • 166. Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • 167. Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
  • 168. Sonidos - Ghost Whispers - Pixabay - 0:23
  • 169. Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:40
  • 170. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 171. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:18
  • 172. Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • 173. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 174. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • 175. Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • 176. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 177. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 178. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • 179. Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • 180. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 181. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 182. Tense Cinematic - 3:14
  • 183. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 184. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:26
  • 185. This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 186. Trailer Agresivo - 0:49
  • 187. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 188. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 189. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 190. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 191. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 192. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 193. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 194. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 195. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 196. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 197. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 198. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 199. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 200. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 201. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 202. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 203. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 204. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 205. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 206. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 207. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 208. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 209. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 210. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 211. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 212. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 213. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 214. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 215. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 216. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 217. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 218. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 219. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 220. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 221. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 222. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 223. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
  • 224. La Pandilla Navideña - Venid, Venid, Venid - 2:15
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  • 226. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 227. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 228. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 229. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 230. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 231. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 232. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 233. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 234. Noche De Paz - 3:40
  • 235. Rocking Around The Chirstmas - Mel & Kim - 3:32
  • 236. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 237. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 238. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 239. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 240. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 241. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 242. The First Noel - Am Classical - 2:18
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    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
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    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
    3 2 1 E 1 2 3
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  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
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  • Ancho igual a 1366
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  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)


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    PLATAFORMA ESPACIAL (Murray Leinster)

    Publicado en diciembre 02, 2016

    CAPÍTULO 1


    No había debajo más que nubes y encima sólo el firmamento. Joe Kenmore miró por la ventana del aeroplano, sobre el hombro del copiloto. Mantuvo la vista fija al frente, donde las nubes se unían con el firmamento, a muchos kilómetros de distancia..., y trató de imaginar el trabajo que le esperaba. En la sección de la cola del aeroplano, en el compartimiento de carga, había cuatro grandes cajas que contenían los giróscopos pilotos para el objeto más importante de cuantos estaban siendo construidos en la Tierra; un objeto que no podría funcionar sin ellos. El trabajo de Joe consistía en llevar a su destino esta maquinaria altamente especializada y extraordinariamente precisa, ayudar a instalarla y probarla una vez instalada.

    Se sintió inquieto. Por supuesto, el piloto y el copiloto, las únicas personas que se encontraban en el avión de transporte, además de él, eran competentes. Todas las precauciones imaginables serían tomadas para asegurar que un aparato tan absolutamente esencial como el giróscopo piloto llegara a su destino sin contratiempos. El cuidado con que lo trataban haría pensar que contenía huevos, en lugar de metal macizo, pulido, alisado y repulido hasta llegar a una precisión nunca antes lograda. Pero, de todas formas, Joe estaba preocupado. Había visto cómo se hacía el giróscopo piloto y había ayudado a hacerlo. Sabía las veces que se había dividido una milésima de centímetro en la fabricación de sus componentes y el equilibrio de sus partes móviles, sensible incluso a la respira-ción. Le hubiera gustado estar atrás, en el compartimiento de carga, con los aparatos, pero sólo la cabina de pilotaje estaba acondicionada para la presión, y la nave viajaba a seis mil metros de altura, volando hacia el oeste por el sur.

    Trató de tomarlo con calma. A seis mil metros, más de la mitad de la atmósfera terrestre se encontraba bajo él. Esperaba que el resto sería igualmente sencillo de superar, cuando los giróscopos estuvieran instalados y comenzara el movimiento hacia el vacío. Los giróscopos, naturalmente, iban a ser instalados en el primer satélite artificial habitado de la Tierra, permanente y verdaderamente decisivo. Había ya otros satélites fabricados por el hombre, se suponía que había más de doscientos objetos en órbita alrededor de la Tierra y fuera de la atmósfera. Algunos de ellos tenían cierta utilidad, pues informaban sobre los niveles de radiación solar y las formaciones de nubes terrestres, tal y como se veían desde el espacio; otros retransmitían los programas de televisión por todo el planeta, hogar de la humanidad. Pero la plataforma espacial iba a ser otra cosa. Iba a ser el peldaño inicial, verdaderamente el primero de una escalera imaginaria, por la cual comenzaría el hombre a trepar hacia las estrellas.

    Los astronautas habían rodeado la Tierra por el espacio exterior; algunos habían dado varias vueltas al planeta, pero todos habían regresado de nuevo a la Tierra, llevando consigo su cápsula espacial. La plataforma espacial no regresaría; sería habitada por hombres protegidos por enormes cubiertas que les servirían de escudo cuando pasaran a través de las radiaciones mortales del cinturón de Van Allen. Tendrían que refugiarse en superficies protegidas cuando los rayos solares convirtieran el espacio exterior en algo mortal para todas las formas conocidas de vida. Pero entre una cosa y la otra, podrían resolver problemas que nadie había podido atacar, debido a la falta de un satélite habitable en el espacio, y, por supuesto, desde el principio, sería la respuesta a la agresión y a las amenazas de guerra atómica.

    El copiloto del aeroplano se recostó en el respaldo de su asiento y se estiró perezosamente. En seguida, se desabrochó el cinturón de seguridad y se puso de pie. Caminó cuidadosamente al pasar junto a la columna entre los asientos del piloto y el copiloto, que contenía parte de las innumerables esferas y controles que los conductores de un moderno aeroplano multimotor deben vigilar y manejar. El copiloto fue a la cafetera y accionó un conmutador. Joe se agitó inquieto, deseando que fuera posible viajar atrás, al lado de las cajas de embalaje, pero su temor parecía absurdo.

    Se oía un constante rugido en la cabina. Al acostumbrarse al ruido de los motores, se percibía como a través de un cojín. El café estaba hirviendo. El copiloto sirvió el café en una taza de papel y se lo dio al piloto, que empezó a beberlo. El copiloto preguntó:

    —¿Quiere café?
    —No, gracias —replicó Joe.
    —¿Todo va bien?
    —Me encuentro muy bien —dijo Joe, comprendiendo que el copiloto deseaba conversar—. Esos aparatos con los que viajo..., la empresa de la familia ha estado trabajando en esa maquinaria durante varios meses. El terminado se hizo prácticamente con gran suavidad, como si se hubiera hecho con plumeros. Estuvieron durante cuatro meses solamente puliendo los ejes y equilibrando los rotores. En una ocasión, montamos un telescopio, pero aquello, comparado con este trabajo, era un juego de niños.
    —Además, tuvieron que estar vigilando para evitar los sabotajes, ¿no es así?
    —No —dijo Joe, sorprendido—. ¿Por qué?
    —No todo el mundo ansía que la plataforma sea lanzada —dijo el copiloto, torciendo la boca—. ¿Cuál cree usted que es el problema principal para los que la están construyendo?

    Sorbió un poco de café e hizo un gesto de enfado. Estaba demasiado caliente.

    —El problema principal es impedir que la hagan saltar —observó—. Hay infinidad de sputniks y objetos parecidos rondando, pero en cuanto la plataforma se encuentre en órbita, cargada con un buen número de cohetes de cabeza nuclear, muchos camorristas tendrán que andarse con cuidado. Por ello están haciendo todo lo posible por un mundo seguro para la política del poder.
    —He oído decir... —comenzó Joe.
    —No ha oído ni la mitad todavía —dijo el copiloto—. Los transportes aéreos han perdido en este trabajo casi tantos aviones como en Asia, cuando ése era el gran trabajo de transporte. Es una verdadera guerra local. ¡Nada los detiene! ¿No ha oído usted lo que se dice de eso?
    —Oh, supe que había algo de capa y espada en este asunto —dijo Joe cortésmente.

    El piloto bajó su vaso de papel y se lo dio, diciendo:

    —Cree que te estás burlando de él.

    Se volvió, para concentrarse nuevamente en la contemplación de los instrumentos que se encontraban ante él y del exterior a través del plástico de las ventanillas.

    —¿Eso cree? —dijo el copiloto escépticamente—. ¿No tienen cercas de alambre de púas en torno a su fábrica? ¿Ni placas de identidad, ni oficial de seguridad que grita como loco cada cinco minutos? ¿No tienen nada de eso? ¿O sí?
    —No —dijo Joe—; conocemos a todos los que trabajan en la fábrica. Los conocemos de toda la vida, porque la fábrica está en el mismo pueblo desde hace ochenta años. Comenzó produciendo carretas y arados, pero ahora se hacen herramientas y maquinaria de precisión. Es la única fábrica de las inmediaciones y todos los que trabajamos allí hemos sido compañeros de escuela, lo mismo que lo fueron nuestros padres. Por ello nos conocemos bien.

    El copiloto no estaba convencido.

    —¿No bromea?
    —No; lo digo en serio —le aseguró Joe.
    —Imagino que deben existir lugares así —dijo el copiloto con envidia—. ¡Si ustedes hubieran construido la plataforma! ¡Este trabajo es muy distinto! Ni siquiera podemos hablar con una muchacha sin darle explicaciones al servicio de seguridad y tenemos prohibido hablar con extraños y salir después de la caída de la noche.

    El piloto gruñó. El copiloto cambió de tono.

    —No es tan malo —admitió—, pero tampoco es divertido. La semana pasada fue mala; perdimos tres aviones. Uno explotó en el aire: sabotaje; llevaba materiales importantes. Otro se estrelló al despegar; llevaba instrumentos irreemplazables y alguien había colocado un detonador en uno de los servomotores. El tercero se paralizó en el aire cuando se disponía a aterrizar y se estrelló en el suelo. Tuvieron que raspar al recoger los pedazos. A este aparato le hicieron una reparación importante hace dos semanas. Los primeros tres viajes los hicimos con los dedos cruzados. Puede ser que todo vaya bien, pero yo no miraré con serenidad hacia el futuro, esperando llegar a una edad avanzada, mientras no hayan lanzado la plataforma. ¡Le aseguro que no!

    Fue a tirar el vaso de papel del piloto por una ranura.

    El aeroplano continuó su vuelo. No había sino nubes bajo él, y sobre él solamente el cielo. Las nubes estaban muy abajo y el cielo estaba simplemente arriba. Joe miró la sombra del avión, rodeada de un arco iris, que corría locamente por la irregular superficie de la capa de nubes. El aeroplano volaba sin cesar. Nada sucedía. Dos horas antes, habían abandonado el lugar donde recogieran los giróscopos pilotos en un trabajo más de transporte, el último. Joe recordaba con qué ahínco habían impedido los dos tripulantes que alguien se acercara al aparato en tierra, excepto los hombres que se encargaban de cargar las cajas, e incluso esos trabajadores habían sido vigilados sin cesar.

    Joe se agitó nerviosamente, sin saber cómo interpretar lo que le estaba diciendo el copiloto. La fábrica de Herramientas de Precisión Kenmore era propiedad de su familia, pero era más una empresa cívica que familiar. Los jóvenes del pueblo crecían con un dogma: lo más importante en la vida era el trabajo bien hecho, del mismo modo como se consideraba en otras partes el arado o la pesca marítima de profundidad. El padre de Joe era el propietario de la empresa y quizá Joe tuviera que dirigirla en el futuro, pero no podía esperar ser respetado por los hombres a menos que fuera capaz de manejar todas las herramientas de trabajo, así como de afinar una milésima al menos de cinco modos diferentes. Diez sería todavía mejor. Pero mientras el sentimiento de la gente de la fábrica no cambiara, no habría jamás algún problema de seguridad.

    Si el copiloto decía la verdad...

    Joe sintió que una ligera angustia interior se apoderaba lentamente de él. En su mente había una imagen, que parecía un sueño. Se trataba de algo grande y brillante, que flotaba silenciosamente en el vacío, con un fondo de estrellas detrás. Era la plataforma espacial.

    Otros satélites artificiales menores refulgirían al pasar junto a ella, llenos de envidia. Formarían un conjunto extraño y abigarrado: algunos de ellos en forma de cono; otros, parecidos a pelotas; otros, como pirámides, y de algunos brotarían antenas, semejantes a látigos, hacia todas las direcciones. Unos llevarían palas; otros parecerían objetos de pesadilla. Pero todos serían infinitamente más pequeños que la plataforma y estarían muy por debajo.

    Desde la plataforma, las estrellas se verían como claros puntos luminosos del tamaño de una cabeza de alfiler, sin cintilar, pues no habría atmósfera allí, y la oscuridad entre ellas sería absoluta, porque las separaría el espacio mismo. La plataforma era una luna. Una luna hecha por los hombres, en la que éstos podrían vivir y trabajar. Era un sueño, que parecía ser muy real, cuando Joe pensó en él. Tendría un brillo insoportable cuando el Sol se reflejara en ella y sería abrumadoramente negra en las sombras..., excepto cuando la luz reflejada de la Tierra la delineara, a veces, de modo irreal y fantástico.

    Lo más importante de todo consistía en que habría hombres en el interior, trabajando, mientras se recorría la órbita alrededor del mundo que la había creado. A veces, llegarían naves más pequeñas, supuso Joe, abriéndose camino y dejando detrás estelas de vapor, para llevarles alimentos a los tripulantes, además de aire y combustible. Y, eventualmente, alguna nave no regresaría de nuevo al enorme y cercano mundo. Llenaría sus tanques del combustible llevado por las otras naves..., y no pesaría nada en absoluto. Así, podría elevarse de la plataforma y, de repente, se encenderían los propulsores, arrojarían llamas y gases y se dirigiría, triunfante, hacia el exterior, alejándose de la Tierra. Y sería el primer navío espacial que se dirigiera hacia una estrella.

    Esta era la imagen que tenía Joe de la plataforma espacial. Era quizá un poco romántica, pero los hombres estaban actualmente trabajando para convertirla en realidad. El aparato de transporte se dirigía hacia una ciudad pequeña llamada Bootstrap, llevando uno de los artefactos más esenciales de la plataforma. En el desierto, cerca de Bootstrap, había una gigantesca construcción en forma de cobertizo y, en su interior, los hombres construían exactamente el monstruoso objeto que imaginaba Joe. Trataban de realizar el sueño de muchos hombres a lo largo de muchas décadas..., la plataforma necesaria, el punto de llegada y descanso de las naves; la plataforma de despegue, el punto de partida desde donde los exploradores del espacio iniciarían la marcha del hombre hacia el infinito.

    La idea que alguien intentara detener y obstaculizar una empresa de esa envergadura, le indignaba.

    El copiloto aplastó cuidadosamente su cigarrillo. El aeroplano volaba con una estabilidad mayor que la de un vagón de ferrocarril sobre la vía. Continuaba el constante ruido de los motores, inexplicablemente amortiguado. Todo era normal.

    —¡Escuche! —dijo Joe con enojo—. ¿Algo de lo que ha dicho es... para tomarme el pelo?
    —Desearía que así fuera, amigo —contestó el copiloto—. A usted puedo contárselo, aunque oficialmente sea secreto. Le diré...
    —¿Por qué a mí sí puede usted contármelo? —le preguntó Joe suspicazmente—. ¿Qué le hace creer que puede hablar libremente conmigo?
    —¡Le han dado pasaje en este aparato, y eso es muy significativo!
    —¿De veras?

    El piloto se volvió en su asiento para mirar a Joe.

    —¿Cree usted que transportamos pasajeros regularmente? —le preguntó con suavidad.
    —¿Por qué no?

    El piloto y el copiloto se miraron.

    —Explícale —dijo el piloto.
    —Hace aproximadamente cinco meses —dijo el copiloto—, un coronel del ejército emprendió un viaje hacia Bootstrap en un avión de carga. El aparato despegó y voló normalmente hasta encontrarse a unos treinta kilómetros de Bootstrap. Entonces cesó de comunicarse y se dirigió en línea recta hacia el edificio donde se fabrica la plataforma. Lo derribaron. Cuando se estrelló, produjo una explosión —el copiloto se encogió de hombros—. Tal vez no lo crea, pero, una semana después, encontraron en una ciudad del este el cadáver del coronel; lo habían asesinado.

    Joe parpadeó.

    —No fue el coronel quien viajó como pasajero —aclaró el copiloto innecesariamente—; era otra persona que, a treinta kilómetros de Bootstrap, debió haber matado al piloto para apoderarse de los controles. Suponen que quiso estrellarse contra los edificios. A bordo llevaba una bomba atómica. El detonador no funcionó.

    Joe comprendió lo que esto significaba. Locos y maniáticos podrían odiar la plataforma, pero ninguno podría disponer de una bomba atómica. Era preciso que detrás de él se encontrara una gran nación. De modo que no eran solamente los maniáticos quienes estaban contra la fabricación de la plataforma. Podía tratarse de naciones que no deseaban entrar en guerra, pero que estaban dispuestas a intentar cualquier cosa de menor gravedad. Y el resultado sería tan parecido a una guerra como fuera posible.

    El piloto dijo abruptamente:

    —¡Hay algo ahí abajo!

    El copiloto se precipitó sobre el asiento de la derecha. Estuvo en su lugar, con el cinturón de seguridad abrochado, en una fracción de segundo.

    —Verifica —dijo en un tono diferente—. ¿Dónde?

    El piloto señaló.

    —Vi algo oscuro en el hueco de esa nube.

    El copiloto hizo girar un conmutador y a los pocos instantes, un sonido nuevo se oyó en la cabina: Bip..., bip..., bip..., bip. Era débil, una especie de chirrido, como el ruido que hacen los murciélagos, que aumentaba de tono durante el breve espacio de tiempo en que eran audibles. El copiloto descolgó un micrófono de mano de la pared, por encima de su cabeza, y se lo acercó a los labios.

    —Llama el vuelo dos-veinte —dijo con voz tensa—. Alguien nos está vigilando por radar. Lo vemos nosotros. Estamos a seis mil metros y...

    En ese punto, el suelo de la cabina se inclinó notablemente.

    —Estamos ascendiendo. ¡No nos pierdan de vista y vengan pronto! ¡Corte!

    Apartó el micrófono de sus labios, y dijo, sereno:

    —Están usando el radar. Eso quiere decir que en la encrucijada hay algún trabajo sucio. ¡Alguien se está arriesgando!

    Joe apretó los puños. El piloto accionó algunas palancas de la columna que se encontraba entre los dos asientos de pilotaje, y dijo rápidamente:

    —Prepara los propulsores.

    El copiloto bajó una palanca, y dijo:

    —¡Listo!

    Todo sucedió en pocos segundos. El piloto había dicho «veo algo», e inmediatamente se había puesto a trabajar un equipo eficaz y rápido. Una llamada por radio pidiendo ayuda. El avión empezó a ganar altura para obtener una mayor claridad entre ellos y las nubes. Los propulsores estaban listos para encenderse. Eran estos propulsores de cohetes los que servían, con la ayuda de los jets, para doblar el impulso de los motores en el momento de despegar de terrenos cortos o desiguales en unos cuantos segundos. En el vuelo de línea recta, harían dar un salto al aparato como si se tratara de un conejo asustado. Pero no resistirían durante mucho tiempo.

    —No me agrada esto —dijo el copiloto con voz inexpresiva—. No veo que...

    Entonces se detuvo. Algo ascendió saliendo de las nubes. Era algo increíble y trivial a la vez: un aeroplano particular con alas plateadas, de dos motores, del tipo capaz de desarrollar una velocidad de quinientos kilómetros por hora en crucero y que llega casi a ochocientos si se le fuerza. Era un aparato costoso, pero no grande. Salió en línea recta de las nubes, se volvió perezosamente sobre su vientre y descendió, introduciéndose en la capa de nubes de nuevo. Parecía hacer piruetas entre las nubes..., donde nadie sensato las haría. Parecía una de esas cosas tontas para las que no se encuentra explicación.

    Pero en este caso sí había una explicación.

    En la parte más alta del lazo que había trazado, aparecieron líneas de humo blanco. No hubiera sido posible verlas contra las nubes, pero durante una fracción de segundo se distinguieron claramente contra las propias alas plateadas del aparato. Y no se trataba de vapor ligero. Era denso, una estela bien definida de propulsión a chorro.

    Subieron, dejando tras ellos una estela de humo serpenteante. Aumentaban su velocidad a cada instante.

    El piloto golpeó algo con la palma de la mano, hubo un angustioso momento de espera y luego el avión de transporte fue impulsado hacia delante, de tal forma que les cortó la respiración. Los propulsores bramaron y el aeroplano saltó. El sonido de los motores era cubierto por el rugido de los propulsores. Joe fue aplastado contra el respaldo de su asiento. Se debatió para tratar de vencer la fuerza que lo empujaba hacia atrás y oyó al piloto, que decía tranquilamente:

    —...cohetes. Si son dirigidos o de cabeza magnética, ¡nos derribarán!

    Pero no se trataba de una operación al descubierto; tenían la intención de asesinar. Definitivamente, querían sabotear la plataforma espacial. Y tanto los saboteadores, como los criminales y, en general, todos aquellos que operan en forma oculta, tienen una desventaja concreta: no pueden utilizar material que el personal autorizado encuentra útil. Si un saboteador emplea cohetes, no puede ensayar un complicado sistema de dirección para asegurarse que éste va a funcionar debidamente. No puede haber cuentas regresivas en la preparación de un crimen; es preciso ejecutarlo cuando se presenta la oportunidad. Por consiguiente, los medios empleados para atacar al avión de transporte debían ser, en cierto modo, primitivos: un aparato particular de dos motores y cohetes que podían seguir al blanco por medio del calor de sus escapes. Un aparato realmente de combate hubiera tenido a Joe y los otros absolutamente a su disposición. Pero no un aparato como aquél.

    El copiloto dijo, entre dientes:

    —No tienen cohetes de cabeza magnética. Pero tendrán fusibles de proximidad...

    Entonces el aparato pareció encabritarse. Probablemente ya había sobrepasado el límite de tensión para el que había sido diseñado. Sólo un cohete explotó con detonador. Los otros estallaron instantes después. Los detonadores eran de proximidad. Si hubieran rodeado al aparato, habrían volado junto con él; sólo habría quedado un confuso montón de despojos. Pero los propulsores lo habían empujado fuera del alcance de los cohetes. Se apagaron y pareció que el avión frenaba. El piloto lo puso en picada para ganar velocidad.

    El copiloto estaba diciendo fríamente por el micrófono:

    —Nos dispararon cohetes. Parecían ser como los tres punto cinco del ejército, con detonadores de proximidad. Fallaron, pero estamos muy solos.

    El aeroplano prosiguió su viaje a toda velocidad, mientras los dos pilotos vigilaban la capa de nubes que estaba bajo ellos. Movían sus cuerpos mientras miraban al exterior por las ventanillas, para que no les obstruyeran la vista.

    Al mismo tiempo que vigilaban, el copiloto continuó hablando por el micrófono.

    —No debe tener más de cuatro cohetes y está arrojando ahora su dispositivo de disparo. Pero es posible que tenga un compañero. ¡Será mejor que vengan aquí cuanto antes, si quieren atraparlo! ¡Seguramente, será el más inocente de los pilotos particulares que hayan visto nunca!

    Entonces, el piloto gruñó. Algo se destacaba sobre la formación de nubes, muy lejos hacia delante. Tres objetos. Eran aviones de combate, de reacción a chorro, que no daban la impresión de aproximarse, sino de aumentar de tamaño. Iban a más de quinientos nudos (dieciséis kilómetros por minuto) y el transporte se dirigía hacia ellos a su velocidad máxima. Los jets y el transporte se aproximaban uno a los otros a una velocidad que hubiera sido alarmante de no ser tan satisfactoria.

    El copiloto dijo con voz aguda por el micrófono que se encontraba sobre su cabeza:

    —Un Messner plateado, con signos rojos sobre las alas. El número comienza...

    Dio la letra y las primeras cifras del número del desaparecido aparato particular, que sin la citada designación no podría despegar ni ser servido en ningún aeropuerto. Joe oyó un insistente bip-bip-bip-bip, que era sin duda un radar en alguno de los aparatos de combate. No podía oír qué era lo que el copiloto recibía como respuesta a sus mensajes breves.

    Uno de los jets picó y se introdujo en la capa de nubes. Los demás continuaron acercándose. Trazaban grandes círculos cerca del transporte, cruzando delante, por encima y alrededor de él. Parecían estar dando vueltas alrededor de un objeto absolutamente inmóvil.

    El piloto continuó volando, con el entrecejo fruncido. El copiloto dijo:

    —¡Por supuesto que estoy a la escucha!... —hizo una pausa, y luego dijo—: Comprendido, gracias.

    Volvió a colocar el micrófono en su lugar, se secó la frente pensativamente y miró a Joe.

    —Quizá me crea ahora —observó—, cuando le diga que es una pequeña guerra la que han desencadenado para evitar que la plataforma sea lanzada.
    —He aquí el tercer jet que se eleva de nuevo.

    Era cierto. El jet que se había introducido entre la capa de nubes ascendía ahora saliendo de lo que parecía ser algodón con aire de gran satisfacción.

    —¿Hallaron al tipo ése?
    —Sí —dijo el copiloto—. Debió haber oído mi informe y no arrojó su radar. Permaneció entre las nubes y, cuando el jet fue en su busca, trató de chocar contra él. El jet lo hizo estallar. Quizá encuentren algo entre los despojos.

    Joe se humedeció los labios.

    —Trataba de destruirnos —protestó—. ¡Trató de destruirnos con cohetes! ¿Dónde los consiguió?

    El copiloto se encogió de hombros.

    —Puede que los haya pasado de contrabando o que los haya robado. Pudieron ser transportados a cualquier lugar en una camioneta. El aeroplano era un aparato particular y hay muchos que vuelan por todas partes. Pudo haber sido comprado con toda facilidad. Todo lo que necesitaba era una granja en algún sitio, donde pudiera colocar y sujetar un dispositivo para disparar los cohetes. El problema más importante es el de los informes. ¿Cómo sabía qué era lo que contenía este aparato?

    Una sombra pasó sobre el transporte. Era un jet que pasaba por encima y los dejaba atrás rápidamente. Movió las alas y cambió de curso.

    —Tenemos que aterrizar para revisar los daños —gruñó el piloto—. Los jets nos mostrarán el camino... ¡Como si tuviéramos necesidad de ello!

    Joe se apoyó en el respaldo del asiento. Todavía conservaba en su mente la imagen fascinante y encantadora de la plataforma espacial, terminada, flotando en su órbita, con el reflejo ardiente del Sol sobre ella y una multitud de estrellas más allá como fondo, envidiada y admirada por todos los satélites menores de forma extraña, que recorrían sus órbitas a un nivel más bajo en el espacio.

    Había estado relacionado con la manufactura de ciertos aparatos que debían formar parte del equipo de la plataforma, pero había pensado siempre en la plataforma en términos dramáticos y fascinantes, en relación con lo que lograría. Ahora la veía desde otra perspectiva. Cuando debe llevarse a cabo algo importante, las nueve décimas partes del trabajo de realización consisten en enfrentarse a los obstáculos creados por personas que no tienen nada que ver con ello. Comenzó a sentir un profundo respeto por aquella gente sobre la que nunca había pensado antes; las personas que realizaban el trabajo sencilla y tenazmente, a pesar de aquellos que se oponían a cualquier cambio.

    En aquel momento, la nave comenzó a descender hacia las nubes. Las atravesaron a ciegas, entre la niebla, y, de pronto, vieron la tierra firme y un campo de aterrizaje notablemente pequeño. El piloto y el copiloto iniciaron lo que parecía ser una conversación ritual y Joe comprendió confusamente que era tan esencial como todo lo demás.

    —¿Aceleración? —dijo el piloto.
    —Apagada.
    —¿Sopladores?
    —Bajos —dijo el copiloto.
    —¿Selectores de carburante?

    El copiloto movió las manos hacia los controles apropiados, verificando cada cosa.

    —Conectado el principal —dijo con naturalidad—. Alimentación cruzada, suprimida.

    El transporte se inclinó hacia abajo pronunciadamente, dirigiéndose hacia la pista de aterrizaje que había parecido tan pequeña antes, pero que se ampliaba considerablemente mientras se acercaban a ella.

    Joe se sintió abatido. Comenzó a comprender cuán complejo era el trabajo de preparar la plataforma para iniciar un viaje que en teoría debía durar una eternidad. Era desalentador pensar que, antes que una luna artificial pudiera ser construida y enviada al espacio, sucedían cosas tan triviales y salvajes como encontrar un avión particular en una capa de nubes y tener una lista de cosas que verificar sobre un avión de transporte antes de despegar y aterrizar..., tan sólo para asegurar que las partes necesarias, preciosas y precisas, podrían ser llevadas por el aire hasta el lugar de trabajo. Los detalles que formaban parte de la construcción de la plataforma comenzaron a parecerle una tarea enorme y quizá imposible.

    Pero el trabajo era valioso y Joe estaba contento de tomar parte en él.


    CAPÍTULO 2


    El avión de transporte estaba cerca de la puerta de un hangar en el aeropuerto militar y los mecánicos lo observaban desde cierta distancia. Un hombre se arrastró sobre el conjunto de cola y descubrió un agujero pequeño y desigual en el aluminio del estabilizador. Cuando explotaron los cohetes de guerra, algún fragmento había penetrado por allí. El piloto se aseguró a fin que el pequeño cohete no hubiera afectado algún miembro vital en el interior, y asintió. El mecánico realizó muy pulcramente el trabajo de colocar dos parches sobre los agujeros, arriba y abajo. Continuó su examen del fuselaje. El piloto se apartó.

    —Voy a comunicarme con Bootstrap —le dijo al copiloto—; cuida de todo.
    —Lo vigilaré con mucha atención —dijo el copiloto.

    El piloto se alejó en dirección a la torre de control. Joe miró en torno suyo. El aparato de transporte parecía muy grande, de pronto, sobre el suelo de concreto, con su tren de aterrizaje en forma de triciclo. En cierto modo, hacía pensar en un insecto enorme y deforme, muy estirado hacia arriba sobre patas inadecuadas, largas y delgadas. Sobre todo, el cuerpo de la sección de carga no parecía apropiado para un avión: la parte superior descendía suavemente hacia las superficies de estabilización, pero el fondo no iba en disminución. Terminaba, atrás, en una protuberancia cerrada por dos grandes puertas corredizas, que daba la impresión de ser un trabajo realizado toscamente. Había sido diseñado de este modo para que los objetos muy grandes pudieran ser introducidos por la abertura de cola, pero sus líneas no eran aerodinámicas y, definitivamente, no era bonito.

    —¿Penetró algo al interior del espacio de carga? —preguntó Joe, angustiado súbitamente—. ¿Han sufrido daños las cajas que están bajo mi responsabilidad?

    Después de todo, cuatro cohetes habían explotado demasiado cerca del transporte, y si un fragmento había golpeado al aparato, otros también podrían haberlo hecho.

    —En todo caso, no será nada grave —le dijo el copiloto—. Ahora lo sabremos.

    Pero un minucioso examen mostró que no había otras trazas de lo cerca que había estado el avión de ser destruido. Ciertamente, había sido forzado más allá de la tensión normal, pero eso les sucede frecuentemente a los aviones. Una verificación llevada a cabo sobre ciertos lugares en los que hubiera podido notarse una excesiva flexibilidad de las alas (las alas de un aeroplano grande no son completamente rígidas, porque si lo fueran, se harían pedazos en el aire), no presentó muestra alguna de daños. El aparato estaba listo para despegar nuevamente.

    El copiloto vigiló concienzudamente hasta que el único mecánico se retiró. El mecánico no era amable. Tanto él como los otros miraban con disgusto al avión, a Joe y al copiloto, porque ellos trabajaban sobre aviones jet y la sola sugerencia que debían ser vigilados no les agradaba en absoluto.

    —Creen que soy un sinvergüenza desconfiado —dijo el copiloto con acritud—. ¡Pero es preciso que lo sea! Los mejores espías y saboteadores del mundo se dedican a estorbar y tratar de impedir la terminación de la plataforma. ¡Conforme aparezcan mejores saboteadores, se dedicarán al mismo trabajo!

    El piloto regresó de la torre de control.

    —Órdenes especiales de vuelo —le dijo a su compañero—. Continuaremos en cuanto hayan cargado el carburante.

    Los mecánicos sacaron la manguera de carburante que salía del depósito. Un hombre trepó sobre una de las alas y otros le pasaron la manguera. Joe sintió deseos de hacer algún comentario, pero el copiloto estaba leyendo las instrucciones de vuelo. Era uno de esos momentos de distracción a los que todos somos propensos. Los dos hombres que formaban la tripulación del avión tenían en cuenta la necesidad de ser extremadamente desconfiados con respecto a todos los que se acercaran a su aparato, pero la operación de llenar los tanques de combustible era algo tan rutinario, que aprovecharon el tiempo, mientras los mecánicos cargaban el carburante, para leer sus órdenes de vuelo.

    Uno de los tanques sobre las alas estaba lleno y un hombre grande y sonriente, de cabellos claros, tiró de la manguera, haciéndola pasar por debajo de la nariz del avión, con el fin de hacerla llegar hasta la otra ala. Al estar cerca de la parte delantera del tren de aterrizaje, resbaló, y, para sostenerse, se apoyó en el eje que va hacia los cubos de las ruedas. Por un momento, su postura era ridícula y, cuando se incorporó, deslizó la mano al interior del espacio donde se recoge el tren de aterrizaje. Luego continuó arrastrando la manguera y se la pasó al hombre que se encontraba sobre el ala. Cuando el tanque estaba lleno, los encargados de poner el combustible saltaron a tierra y volvieron a llevar la manguera hacia su lugar junto al depósito. Eso fue todo. Pero, por alguna razón, Joe re-cordaba al hombre de pelo claro y la mano introduciéndose en el hueco del tren de aterrizaje durante una fracción de segundo.

    El piloto se guardó sus órdenes y el copiloto las suyas. Este último le hizo un gesto con la cabeza a Joe y los tres hombres treparon al compartimiento delantero, entrando por la puerta del piloto.

    Se sentaron en sus lugares y, entonces, tuvo lugar el extraño ritual para asegurarse del hecho que estaban cubiertos todos los requisitos necesarios para el despegue. El piloto accionó un conmutador y oprimió un botón. Un motor se puso en marcha con dificultad y tosió; luego el segundo, el tercero y el cuarto. El piloto escuchó, miró el cuadro de instrumentos y se mostró satisfecho. De la torre de control les llegó una orden. El piloto tiró del acelerador múltiple y el aparato comenzó a rodar. Pocos minutos después, se hallaba ante la larga pista de despegue. Una voz, procedente de la torre de control, se dejó oír por medio de un altavoz colocado sobre una de las paredes y el avión atravesó el campo, rugiendo. En pocos segundos, se elevó y trazó un gran círculo sobre el aeropuerto.

    —Recoge el tren de aterrizaje —dijo el piloto.

    El copiloto obedeció y siguió el resto del ritual del despegue. Las luces mostraron que el tren de aterrizaje estaba recogido. Comprobó varias otras cosas, que resultaron normales, permitiendo que el piloto se tranquilizara.

    —¿Sabe usted? —dijo el copiloto—. Esos saboteadores tienen algunos trucos verdaderamente ingeniosos. Nos han relatado algunos de ellos. Uno me impresionó, aun cuando es de los tiempos de la Segunda Guerra Mundial. En el Brasil había un campo desde el que despegaban los aviones que iban a África. Pero despegaban, se dirigían hacia el mar, volaban durante unos cuantos kilómetros y explotaban. Se perdieron así una docena de aviones. Había un sargento entre los mecánicos que colocaba granadas de mano en el hueco de las ruedas delanteras del tren de aterrizaje. Era alemán, estaba muy orgulloso de serlo y nadie había sospechado de él. Todo parecía en orden y al comprobar todo estaba bien, pero cuando el aparato estaba lejos y a buena altura, y el copiloto retraía el tren de aterrizaje, se comprimía un resorte que quitaba el seguro a la granada y explotaba. El jefe de mecánicos del campo atrapó finalmente al saboteador y casi lo mató, antes que la policía militar lograra contenerlo. Hay muchos así, que se introducen entre nosotros y nos obligan a ser precavidos. ¡Y lo somos, les guste o no a los técnicos de tierra!

    Joe dijo con sequedad:

    —Fueron precavidos, es cierto, excepto cuando estaban cargando el combustible. Dieron por supuesto que nada sucedería —les contó lo que había observado sobre el hombretón de pelo rubio y añadió—: Aunque, en realidad, no tuvo tiempo para meter nada.

    El copiloto parpadeó. Parecía preocupado.

    —Es verdad; no vigilé. ¿Lo hiciste tú?

    Cuando el piloto sacudió la cabeza, el copiloto dijo amargamente:

    —Y yo que me creía concienzudo en todo lo relativo a la seguridad. Gracias por decírmelo. Esta vez no hubo daño, pero fue un desliz importante.

    Miró ceñudo el tablero de instrumentos que tenía frente a él y el avión continuó su vuelo.

    Dejaron atrás la mitad de la distancia que debían recorrer, luego las dos terceras partes y entraron en la última parte del trayecto. No debía faltar más de una hora y media para que llegaran a su destino. Joe sintió una exaltación anticipada; la plataforma espacial era un sueño que tenía desde que era un niño y era también su sueño de adulto. Había sputniks, satélites con televisión y satélites meteorológicos y algunos astronautas habían ejecutado vuelos en órbita, pero todo eso conformaba solamente una etapa, y la plataforma espacial ya no lo era. Sería el comienzo de la verdadera conquista del espacio, ya que haría posibles los largos viajes espaciales. Ella misma no viajaría hacia la Luna o los planetas; navegaría en forma espléndida alrededor de la Tierra, siguiendo una órbita más allá de la cintura de Van Allen. Llevaría cohetes dirigidos con cabeza nuclear, de modo que todas las ciudades del planeta estarían indefensas bajo ella..., del mismo modo que todas las ciudades de la Tierra serían defendidas por ella. Esto último era lo que originaba los desesperados esfuerzos para destruirla antes que estuviera terminada.

    El copiloto habló de repente:

    —¿Cómo logró usted efectuar este viaje? Antes se lo pregunté pero evitó usted la respuesta. Habitualmente, incluso los generales tienen que aterrizar en Bootstrap. ¿Cómo lo logró? ¿Tiene usted relaciones en Bootstrap?

    Joe hizo a un lado sus pensamientos sobre lo que representaría en el futuro la plataforma espacial. No le había parecido notable el hecho que le permitieran viajar con los giróscopos hechos en la fábrica de su padre hasta su lugar de destino. Puesto que la compañía de su familia los había construido, veía como natural el acompañarlos. No se acostumbraba a la idea que todo el mundo era sospechoso para un oficial de seguridad relacionado con la plataforma espacial.

    —¿Relaciones? No; no tengo ninguna —luego recordó—: Ah, sí, conozco a alguien, aunque no en Bootstrap. Se trata del mayor Holt. Es posible que él me haya recomendado, ya que es amigo de mi familia desde hace varios años.
    —Claro —dijo el copiloto, con ironía—, es posible que él le haya recomendado. Es solamente el oficial en jefe de todos los servicios de seguridad del proyecto. Tiene a su cargo todo lo relacionado con la seguridad, desde los guardianes hasta las pantallas de radar, pasando por las escuadrillas de jets y el control de todo el personal que trabaja en los edificios. Si fue él quien lo recomendó, le ase-guro que está usted bien recomendado.

    Joe no había intentado causar sensación.

    —No lo conozco muy bien —explicó—; conoce a mi padre y su hija Sally me ha estado estorbando la mayor parte de mi vida. Le enseñé a disparar y es mejor tiradora que yo. Era muy linda de niña. Comenzó a gustarme cuando se cayó de un árbol, se rompió un brazo y no profirió ni un gemido —sonrió y añadió—: La última vez que la vi trataba de actuar como persona mayor.

    El copiloto asintió. Se escuchó un fuerte chirrido en alguna parte. El aeroplano alteró su curso y el reflejo de la luz del Sol cambió, al penetrar en la cabina desde un ángulo distinto. El aparato navegaba ahora con el piloto automático y se encontraba nuevamente muy por encima de la capa de nubes, a varios miles de metros de altitud, como convenía a los aeroplanos que viajaban hacia el sur o el oeste. Recorría su nuevo curso, a cincuenta y cinco grados del original. Joe supuso que se trataba de una de las previsiones de seguridad para los aparatos que se acercaban a la plataforma. Podía existir la orden a fin que no se aproximaran mucho en línea recta, para evitar que se dieran informaciones a personas curiosas en el terreno.

    El tiempo pasó y Joe volvió a pensar en la plataforma. Conservaba siempre en su mente la imagen de un objeto construido por el hombre, brillando a la luz cegadora del Sol entre la Tierra y la Luna. Pero comenzó a recordar ciertas cosas a las que antes no había concedido gran atención.

    Hubo oposición a la sola idea de una plataforma espacial desde el momento en que el proyecto fue propuesto seriamente. Los partidos políticos nacionalistas, los propagadores del odio, los sembradores de discordias, los locos, los excéntricos y los miembros fanáticos tanto de la extrema derecha como de la extrema izquierda se opusieron al proyecto. Algunos lo llamaron impío. Otros bramaron diciendo que era un proyecto que tenía como meta la supremacía mundial de los Estados Unidos. En realidad, los Estados Unidos habían tratado que fuera una empresa de las Naciones Unidas, pero el proyecto no pasó de la asamblea general. Lo atacaron tan furiosamente que ni siquiera llegó hasta el consejo..., donde de todas formas habría sido vetado.

    Pero fue precisamente ese ataque furibundo el que originó que fuera aprobado el proyecto por el Congreso de los Estados Unidos, organismo que estaba encargado de encontrar el dinero para su ejecución.

    A los ojos de Joe y a los de aquellos que habían puesto sus esperanzas en el proyecto, el mayor atractivo de la plataforma era que suponía el primer paso necesario para la iniciación de los viajes interplanetarios, con vehículos espaciales que todavía deberían ser creados. Pero había muchos científicos que deseaban desesperadamente verlo realizado para el progreso de sus propias ciencias. Se trataba de los experimentos de baja temperatura, de electrónica, observaciones meteorológicas, medidas de la temperatura de las estrellas, observaciones astronómicas, etc. Todos los científicos de todas las ramas de la ciencia podían enumerar diferentes razones en favor del proyecto. Incluso los científicos nucleares tenían una buena razón, posiblemente la mejor. Su argumento era que había nuevos desarrollos en la teoría nuclear que debían ser comprobados, pero que era imposible hacer los experimentos sobre la Tierra. Se trataba de varias reacciones que deberían producir energía ilimitada para todo el mundo, a partir de materiales verdaderamente abundantes. Pero había cierto peligro, originado en la misma abundancia de los materiales. Ningún hombre de sano juicio podría exponerse a destruir la Tierra y toda la humanidad, aun cuando sólo existiera una probabilidad entre cincuenta que así fuera, pero en una nave espacial, a varios millones de kilómetros de distancia y en el vacío, podría experimentarse con esas reacciones, tanto si eran peligrosas como si no lo eran. Pero el único medio de lograr que un laboratorio llegara a tal distancia de la Tierra era construir antes una plataforma espacial como punto de partida.

    Pero, a pesar de esas excelentes razones, fueron los enemigos de la plataforma quienes lograron que se construyera. El Congreso de los Estados Unidos no hubiera dedicado nunca fondos para una plataforma espacial por razones científicas, fueran cuales fueran los beneficios que se esperara obtener, pero la vehemencia de quienes odiaban la idea hizo que el Congreso considerara el proyecto como un medio de defensa nacional.

    Eran aspectos irónicos, en los que Joe nunca antes había pensado, como tampoco había considerado el peligro que corría la plataforma en construcción, a causa de los que intentarían destruirla. El protegerla era la tarea, nada fácil, del padre de Sally.

    Se preguntó si le gustaría a Sally vivir en donde se llevaba a cabo la obra más grandiosa que existía sobre la Tierra. Era una muchacha adorable. Recordó con agrado que había crecido y se había convertido en una muchacha muy atractiva. Tenía tendencia a recordarla siempre como la chiquilla traviesa que le ganaba siempre en natación, pero la última vez que la había visto, se había maravillado al ver lo bonita que era.

    Volvió nuevamente en sí. El aspecto del firmamento frente a ellos había cambiado. No había horizonte real, por supuesto. Un halo blanco se mezclaba imperceptiblemente con la capa de nubes, de manera que era imposible decir dónde comenzaba el cielo y dónde terminaban las nubes. Pero ya había huecos entre las nubes. El aparato continuó su vuelo y poco más tarde se encontraba sobre uno de los huecos en las nubes, y, al mirar hacia abajo, daba la sensación de estar en el borde de una montaña elevada.

    Los huecos aumentaron en número y se unieron unos a otros. Pronto no hubo ya huecos, sino nubes que flotaban, interrumpiendo la vista del paisaje. Después, incluso las nubes desaparecieron y el aire quedó limpio, pero todavía no podía precisarse el horizonte y se veía la tierra color marrón, cortada por algunas manchas verdes. Más allá se veían campos secos y obscuros. Desde seis mil metros de altura no era posible distinguir los detalles, pero sí los cambios de tono. Había manchas que posiblemente no eran manadas de ganado, pero aparentaban serlo, y, esparcidos, se veían también puntos verdosos que debían ser mezquites o algo similar. El suelo no era de verdadero desierto, pero la vegetación era estrictamente la de los climas secos.

    En ocasiones, había un halo en la lejanía y ante ellos, fuera a la izquierda o a la derecha. Y repentinamente oyeron un nuevo sonido que cubrió el monótono roncar de los motores. Joe lo oyó y miró atentamente.

    Algo apareció repentinamente, pasó como un rayo por delante de ellos. Era nuevamente un jet de combate y, por un instante, Joe vio la cordillera distante como si bailara a través de la estela que se desprendía del escape del jet, que los rodeó, vigilante.

    El piloto del transporte manipuló algo. Hubo un cambio en el ruido de los motores. Joe siguió la mirada del copiloto. El jet se aproximaba por la popa, con los frenos de picada extendidos para aminorar todo lo posible su velocidad. Se aproximó al transporte y entonces, el piloto tocó suavemente uno de los accesorios de control que estaban alejados de los demás y repitió el gesto varias veces. Joe, que estaba mirando el jet, lo vio a través de las aspas de las hélices. Había un efecto estroboscópico extraordinario. Uno de los dos propulsores de estribor se veía a través del otro, si se miraba de un solo golpe de vista, pero no tenía aspecto nebuloso, sino absoluta y completamente sólido. La peculiar alucinación se desvanecía y volvía a producirse. Por fin, se desvaneció completamente.

    El jet salió disparado hacia delante, recogiendo sus frenos de picada. Descendió ligera y graciosamente, y luego, poniendo proa al firmamento, ascendió casi verticalmente y se perdió de vista.

    —Control visual —dijo el copiloto con sequedad, dirigiéndose a Joe—. Teníamos que emitir una señal especial de este avión. No se la dijimos a usted y por ello no podría haberla duplicado.

    Joe lo dedujo con dificultad. El efecto visual de un propulsor visto a través del otro era una identificación, y era un tipo de señal que un pasajero clandestino jamás podría reconocer.

    —Además —dijo el copiloto—, tenemos una cámara de televisión sobre el tablero de instrumentos. Ahora está funcionando de modo que el interior de la cabina está siendo vigilado desde tierra. Así no podrá repetirse el truco del coronel impostor.

    Joe se sentó, calmado. Notaba que el aeroplano se inclinaba ligeramente hacia abajo y sus ojos se dirigieron hacia la esfera que indicaba la altitud y que mostraba un descenso de ochenta a cien metros por minuto. Era por su propio bien, puesto que la cabina estaba a presión, aunque no alcanzaba exactamente la presión al nivel del mar. Sin embargo, era mejor que la del exterior. Un descenso demasiado rápido podría causarles molestias. Ochenta a cien metros de descenso por minuto era más o menos lo apropiado.

    El suelo comenzó a mostrar sus rasgos: pequeñas hondonadas, manchas coloreadas, demasiado pequeñas para poder ser percibidas de más arriba. La sensación de velocidad aumentó. Después de varios largos minutos, el aparato se encontraba a sólo unos cuantos centenares de metros del suelo. El piloto tomó los controles manuales, desconectando el piloto automático. Después de esperar un momento, hubo un gimiente y mecánico bip-bip y cambió de curso.

    —Verá usted los edificios dentro de un minuto o dos —dijo el copiloto—. Me gustaría no haber perdido de vista a ese tipo de pelo claro cuando metía su mano en el emplazamiento de las ruedas del tren de aterrizaje. ¡No ha pasado nada, pero pudo haber pasado! ¡No debí perderlo de vista! —añadió agriamente, como si la idea le hubiera estado molestando.

    Joe observó. A mucha distancia, se veía una cadena montañosa, pero Joe se dio cuenta repentinamente de cuán llano era el terreno sobre el que estaban volando. Desde el borde del mundo, detrás de ellos, hasta el pie de las distantes montañas, el terreno era completamente llano. Se destacaban algunas hondonadas y depresiones en algunos sitios, pero ni la más diminuta colina. Era llano, absolutamente llano.

    Había un pequeño resplandor de luz solar reflejada, mientras el aparato continuaba su vuelo. Joe entrecerró los ojos; el Sol se reflejaba en las más pequeñas piedritas que había sobre la tierra color café; era en cierto modo como la concha de una almeja o como media naranja. Era la parte superior de una enorme esfera, demasiado grande para haber sido construida por el hombre.

    Había una línea delgada y blanca que corría a lo largo del terreno oscuro, atravesando toda la parte esférica que se veía. Se trataba de una autopista. Joe comprendió que la media esfera eran los cobertizos, los enormes edificios construidos para realizar la plataforma del espacio. Era algo gigantesco, colosal, la cosa más extraordinaria que el hombre había creado alguna vez.

    Había una pequeña proyección cerca de la base. Era un edificio administrativo para los oficinistas, los cronometradores y todos los empleados similares. Entrecerró nuevamente los ojos y vio sobre la autopista blanca un camión que parecía extraordinariamente largo, comprendiendo que no se trataba de un camión, sino de un convoy. Mucho más atrás, había un punto sobre la autopista, un autobús.

    No había trazas de actividad en ninguna parte, debido a que la escala era demasiado extrema. Había movimiento, pero las cosas que se movían eran demasiado pequeñas para poder ser vistas, en comparación con los enormes edificios. La gigantesca media esfera permanecía serenamente en la mitad del desierto.

    Era mayor que las pirámides.

    El aeroplano continuó descendiendo. Joe estiró el cuello y entonces se avergonzó, como un simplón. Miró hacia delante y a lo lejos vio unos puntos blancos que debían ser edificios. Era Bootstrap, la ciudad que había sido hecha especialmente para los constructores de la plataforma del espacio. Allí dormían, se alimentaban y participaban en los festejos que todos los hombres que trabajan en un proyecto tienden a organizar, aprovechando su tiempo libre.

    El aparato se inclinó notablemente.

    —El aeropuerto se encuentra a la derecha —dijo el copiloto—; es el de la ciudad y el trabajo. Los jets (hay siempre una escuadrilla en el aire) tienen un terreno en otra parte y todavía hay otro aeropuerto, el de propulsores, donde instruyen a los pilotos.

    Joe no sabía qué era un propulsor, pero no preguntó. Miró los cobertizos, el mayor edificio que había sido construido, y lo había sido para alojar la mayor esperanza de la humanidad, mientras estaba siendo montada. Él estaría allí y tendría que trabajar en el proyecto, sacando el contenido de las cajas que se encontraban tras él en el compartimiento de carga del avión de transporte e instalándolo finalmente sobre la plataforma misma.

    El piloto dijo:

    —¿Aceleración?
    —Desconectados —replicó el copiloto.
    —¿Sopladores?

    Joe no prestó atención. Era el ritual de antes de aterrizar. Miró hacia abajo a la pequeña y diseminada ciudad de barracones pintados de blanco, una sección comercial y áreas de juego bien definidas y planeadas, que nadie utilizaría. El aeroplano describía un gran semicírculo y el ruido de los motores se debilitaba, cuando Joe pensó que pronto iba a contemplar la plataforma espacial e incluso que podría cooperar en su construcción.

    El copiloto dijo ansiosamente.

    —¡Un momento!

    Joe sacudió la cabeza. El copiloto tenía la mano sobre la palanca del tren de aterrizaje. Sus labios estaban tensos.

    —No me gusta —dijo extraordinariamente tranquilo—. Es posible que esté loco, pero no olvido al hombre de cabello claro que metió la mano en el hueco del tren de aterrizaje. Y esto no me gusta.

    El aeroplano continuó su vuelo, dejando atrás el aeropuerto. El piloto retiró la mano muy cuidadosamente de la palanca que, al ser accionada, haría bajar el tren de aterrizaje. Se levantó de su asiento. Joe volvió a verle la cara. Sus labios estaban apretados, formando una línea delgada. Se dirigió a una trampa metálica que había en el suelo, la levantó y miró hacia abajo. Un momento después, encendió una linterna. Joe vio el borde de un espejo. Había dos, que servían para permitirles ver el tren de aterrizaje, que se encontraba bajo ellos. El copiloto quería estar totalmente seguro. Se puso en pie y quitó completamente la plancha de metal.

    —Hay algo en el emplazamiento del tren de aterrizaje —dijo en tono poco claro—. Me parece que es una granada y tiene una cuerda atada. Imagino que el tipo ese del cabello claro la colocó del mismo modo que aquel sargento alemán del Brasil. Sólo que rodó un poco y ésta explota al bajar el tren de aterrizaje. Creo que también estallará si aterrizamos sobre el vientre del avión. Será mejor que demos otra vuelta.

    El piloto asintió.

    —Antes —dijo el piloto con voz fría—, vamos a darles a tierra la descripción del tipo ese del cabello claro, para que puedan detenerlo, pase lo que pase.

    El copiloto tomó el micrófono que se encontraba colgado detrás de su asiento y comenzó a hablar. El transporte recorrió amplias circunferencias sobre el desierto, en torno al aeropuerto, mientras el copiloto explicaba que había una granada en el compartimiento del tren de aterrizaje, preparada de tal forma que explotaría al bajarlo. También era probable que explotara si el avión trataba de aterrizar sobre el vientre.

    Joe se sorprendió de no sentir miedo. Al contrario, estaba lleno de una cólera salvaje. Odiaba a la gente que deseaba destruir los giróscopos pilotos porque eran esenciales para la plataforma espacial. Los odiaba con mucha mayor fuerza de lo que consideraba posible. Estaba tan lleno de ira que no se daba cuenta que en caso de estrellarse, no sólo serían destruidos los giróscopos, sino que él mismo moriría automáticamente.


    CAPÍTULO 3


    El piloto hizo un examen bajo la trampa en el suelo, con la ayuda de una lámpara y los dos espejos, para ver el contenido del tren de aterrizaje, que no podía alcanzar con ningún instrumento. Joe oyó su informe por radio al aeropuerto.

    —Es una granada —dijo fríamente—, y necesitaron tiempo para colocarla tal y como está. En mi opinión, el avión fue saboteado cuando llevaron a cabo la última reparación y se dispuso que el detonador fuera colocado en algún otro lugar y en otro momento. Hemos estado volando durante dos semanas con la granada en el emplazamiento del tren de aterrizaje. Estaba oculta. Hoy, en el aeropuerto en donde nos han revisado el aparato en busca de daños, un hombre de pelo claro se las ingenió para tirar de una cuerdita, que sabía dónde se encontraba, y probablemente deshizo un nudo corredizo. La granada rodó hasta ocupar una posición nueva, y ahora, en cuanto descienda el tren de aterrizaje, explotará. Pueden ustedes imaginarse la situación.

    Era un excelente sistema de sabotaje. Si un aparato saltaba en pedazos dos semanas después de haber sido reparado, nadie supondría que la bomba había sido instalada con tanta anticipación para ser preparada más tarde. Un hombre que se limitara a tirar de una cuerdita para poner en marcha el dispositivo detonante, no llamaría tampoco la atención. Era posible que estuvieran volando actualmente docenas de aviones que llevaban en el tren de aterrizaje su propia destrucción.

    El piloto habló ante el micrófono.

    —Probablemente... —empezó a decir, pero calló—. Muy bien, señor.

    Se volvió y miró al copiloto, que fijaba la vista en el hueco, con expresión salvaje. El avión continuó volando en círculos, sin pasar de las esquinas más alejadas de la pista de aterrizaje que se encontraba bajo ellos.

    —Estamos autorizados para saltar —dijo brevemente—. Ya saben dónde están los paracaídas. Pero hay una probabilidad de aterrizar sobre el vientre sin que explote la granada, y voy a intentarlo.

    El copiloto sacudió la cabeza.

    —Voy a darle a él un paracaídas —dijo, indicando a Joe—. ¡Pero si tú aterrizas con el avión, yo también! Pregunta si es necesario que arrojemos la carga antes de aterrizar.

    El piloto volvió a levantar su micrófono, habló y escuchó:

    —Nos autorizan a arrojar lastre para aligerar el avión.
    —¡No arrojarán mis cajas! —gritó Joe—. ¡Voy a quedarme aquí para asegurarme que no lo hacen! ¡Si ustedes pueden tratar de aterrizar con este aparato, yo también puedo hacerlo!

    El copiloto se puso en pie y lo miró con el ceño fruncido.

    —Arrojaré todo lo que sea posible. ¿Quiere usted ayudarme?

    Joe lo siguió y atravesaron la puerta que conducía al compartimiento de carga.

    Era considerablemente amplio el espacio y hacía un frío muy fuerte. Las cajas procedentes de la factoría Kenmore eran las más pesadas de cuantas había sobre el transporte, pero había otras. El copiloto se abrió paso hasta la parte de proa y tiró de una palanca. En el extremo posterior del compartimiento de carga se abrieron unas grandes puertas curvas e inmediatamente se oyó el ruido de los motores con tal intensidad que era imposible hacerse oír y mantener una conversación. El copiloto sacó un montón de papeles coloreados y miró la caja de embalaje más próxima, hizo esmeradamente una marca en una hoja y comenzó a empujarla hacia las puertas.

    No era una operación sencilla en absoluto, puesto que tan cerca del suelo el aparato tenía tendencia a bambolearse y, además, el aire estaba agitado. Empujar una gran caja a través de una puerta, de tal modo que cayera a trescientos pies más abajo sobre la arena del desierto, no era un trabajo carente de peligro. Pero Joe le ayudó. Lograron que la caja llegara hasta la puerta y la impulsaron hacia afuera. El copiloto se asió del marco de la puerta y observó cómo aterrizaba; luego, escogió otra caja y la relacionó. En seguida, otra. Con la ayuda de Joe, las llevaron hasta la puerta y las arrojaron. El aeroplano continuó trazando círculos. El desierto, visto desde las puertas corredizas, parecía quedar atrás, reaparecía y volvía a quedar a popa. Joe y el copiloto trabajaban furiosamente, pero el copiloto verificaba cuidadosamente todos los materiales antes de arrojarlos al vacío. Luego, llegó el turno a un bulto y el copiloto llevó a Joe a un lado, dándole una explicación que no pudo oír. Empujaron y lanzaron otros objetos de carga.

    Deliberadamente se arrojaba la carga para que se destruyera. En una caja bordeada de cinta metálica, una pieza mecánica era visible a través del embalaje. Una caja marcada Instrumentos. Frágil. Todo ello fue consignado en un pedazo de papel de colores. Una pequeña dínamo. Caja tras caja. Una marcada Correspondencia, llena probablemente de impresos para los cronometradores.

    Supuestamente, ese era el contenido. Pero no fue así.

    La arrojaron al vacío, mientras el aparato continuaba bramando, y, repentinamente, a medio camino hacia el suelo, explotó la caja. Posiblemente, un detonador de tiempo había llegado al instante preciso fijado para la destrucción en ese momento. O quizá la pérdida de presión al caer habría hecho funcionar el detonador.

    El copiloto habló furiosamente sobre el ruido ensordecedor de los motores. Vengativamente, marcó el papel en donde figuraba la caja que había explotado. En seguida, volvieron al trabajo. Funcionaban bien como equipo. En pocos minutos, todo había sido arrojado, con excepción de las cuatro cajas que contenían los giróscopos. El copiloto las miró obstinadamente. Joe cerró los puños. Por fin, las puertas corredizas fueron cerradas y de nuevo fue posible hacerse oír.

    —El aparato está descargado —informó en cuanto llegó a la cabina—. Aclara que fue una caja la que explotó.

    El piloto señaló el número de remisión y la descripción de la caja que había sido en realidad una bomba suplementaria. Alguien había gastado demasiados esfuerzos e ingenio para asegurarse que los giróscopos no llegarían a la plataforma espacial. Era posible, incluso, imaginar que varias facciones habían saboteado simultáneamente el avión de transporte. Parecía que varios enemigos de la plataforma habían trabajado, cada uno por su lado, aunque disponiendo todos ellos de la misma información con respecto a la carga que transportaba el aparato.

    —Ahora voy a arrojar el combustible —dijo el piloto por el micrófono—. Trataré de aterrizar sobre el vientre.

    El avión voló en línea recta con más ligereza, balanceándose un poco. Pero cuando se arroja el combustible, es preciso disminuir la velocidad a no más de ciento setenta y cinco nudos, volando al mismo nivel. Luego, se supone que uno debe volar todavía cinco minutos en posición de desagüe después de haber arrojado el combustible..., aun así queda en el tanque suficiente cantidad para cuarenta y cinco minutos de vuelo.

    El avión giró y puso la proa en dirección al campo de aterrizaje que ahora se encontraba a gran distancia. Descendió cada vez más, hasta que pareció que iba a chocar con las irregularidades más pequeñas del terreno. A tan baja altura, la sensación de velocidad era muy grande.

    El copiloto volvió nuevamente al compartimiento de carga y volvió trayendo una brazada de paracaídas que arrojó al suelo.

    —Por si explota la granada —dijo amargamente.

    Joe le ayudó, y en los pocos minutos que pasaron antes que Bootstrap apareciera en lontananza, llenaron el suelo de la cabina con paracaídas recogidos, especialmente alrededor de los asientos de los pilotos. Y había un buen montón sobre el lugar exacto donde estaba la granada. Los suaves paracaídas absorberían la explosión más fácilmente que un material de mayor dureza, pero existía la posibilidad que no explotara.

    —¡Agárrense fuerte! —dijo el piloto.

    Las partes plegadizas de las alas estaban bajadas, de modo que disminuían un poco la velocidad del aparato descargado. Llegaron al borde de la pista del campo de aterrizaje volando a una altura menor a la de un hombre. Joe se aferró convulsivamente con las manos a una agarradera. Vio un coche de primeros auxilios que comenzaba a correr al lado de la pista y un vehículo contra incendios que se dirigía hacia la línea que seguía el aeroplano.

    Un metro y medio sobre la superficie del suelo, un metro. El piloto tiraba hacia atrás de la palanca de mando. Su cara estaba contraída y mostraba una expresión dura y severa. La cola descendió y se arrastró por el suelo, para en seguida, saltar. El aparato se inclinó, resbaló y giró a medias locamente; el mundo pareció haber llegado a su fin. Golpes, ruidos, chirridos de metal rasgado. Los tropiezos y rechinidos fueron ahogados por un rugido.

    Joe se liberó de donde había sido arrojado. Encontró al piloto, que se levantaba con dificultad, y fue hacia él para ayudarle. El copiloto se les unió y de repente se encontraron fuera del aparato y corriendo a toda la velocidad que podían desarrollar sus piernas.

    El bramido se convirtió en rugido. Se produjo una explosión y, en seguida, otra. Las llamas brotaron por todas partes. Los tres hombres corrieron a tropezones, al tiempo que el copiloto maldecía.

    —¡Nos hemos escapado de una buena! —dijo, jadeando—. Ese fuego...

    Joe oyó tras él estampidos y crujidos cada vez más fuertes. Algo explotó violentamente. Pensó que debía estar ya suficientemente lejos.

    Se volvió a mirar. Un despojo ennegrecido estaba envuelto en un fuego devorador. Las llamas eran monstruosas. Parecían elevarse hasta el cielo; llamas más violentas de lo que hubiera podido producir el combustible para cuarenta y cinco minutos de vuelo. Mientras Joe lo observaba, algo saltó en pedazos y las llamas crepitaron todavía con mayor furia. En esas condiciones, a una tem-peratura tan elevada, los delicados ajustes de los giróscopos se torcerían y estropearían, aunque el aterrizaje forzoso no los hubiera roto. Joe masculló rabiosamente.

    El aparato era ahora un esqueleto incompleto y retorcido, lamido por las llamas. El vehículo de primeros auxilios se detuvo junto a él con un chirrido.

    —¿Hay alguien herido? ¿Quedó alguien allí?

    Joe sacudió la cabeza, incapacitado para hablar por la ira. El camión empezó a echar espuma por sus boquetes. Los tanques contenían agua tratada con detergentes, de modo que se separaba en gotas finísimas cuando era pulverizado bajo una presión de ciento ochenta y dos kilos. Empapó el despojo de avión, arrojando una cantidad que hubiera bastado para ahogar a un hombre. Ningún fuego hubiera podido arder bajo un diluvio semejante. En pocos segundos, aparentemente, sólo quedaba una niebla blanca de vapor y humo, de substancias que se consumían sin llamas, que se fue desvaneciendo.

    Varias motos corrieron estruendosamente a través del campo de aterrizaje. Un automóvil negro que les seguía, se acercó al vehículo de primeros auxilios, se detuvo un momento y, luego, fue rápidamente hacia donde estaba Joe. La salvaje furia lo abandonaba, sólo para caer en la deses-peración más negra y enfermiza. No era culpa suya lo que había sucedido, pero era suya la responsabilidad de los giróscopos y que éstos llegaran bien a su destino. Su obligación no era permanecer irreprochable. Tenía que conducir los giróscopos hasta la plataforma y colocarlos sobre ella.

    Y no lo había hecho.

    El automóvil negro frenó y se detuvo. Dentro iba el mayor Holt. Joe, que lo había visto seis meses antes, se asombró. En tan corto tiempo, parecía haber envejecido mucho. El mayor miró severamente a los pilotos.

    —Arrojaron ustedes el combustible. ¿Qué es lo que está ardiendo ahora?

    Joe dijo pesadamente:

    —Arrojamos todo, excepto los giróscopos pilotos, que no arden. ¡Fueron embalados en la fábrica!

    Repentinamente, el copiloto produjo un gruñido incoherente y rabioso.

    —¡Ya entiendo! —dijo roncamente—. Ya sé...
    —¿Qué? —preguntó el mayor, interrumpiendo.
    —Colocaron la granada cuando efectuaron la reparación más importante —dijo el copiloto, demasiado enfurecido para maldecir—. Pero además..., además..., ¡puse en funcionamiento los extintores de incendios un momento antes de abandonar el avión! ¡Para inundar todo de CO2! ¡Pero no era CO2! ¡Eso es lo que arde!

    El mayor Holt volvió la cabeza. Alguien se materializó a su lado. Dijo, con dureza:

    —Tome los extintores de incendios, séllelos y envíelos a los laboratorios.
    —Sí, mayor.

    Un hombre fue corriendo hacia el despojo. El mayor Holt dijo fríamente:

    —Esto es nuevo. Debimos haberlo previsto. Háganse atender y vayan después al servicio de seguridad de la semiesfera.

    El piloto y el copiloto giraron sobre sus talones y se alejaron. Joe había comenzado a seguirlos cuando oyó la voz de Sally.

    —¡Joe! ¡Ven con nosotros, por favor!

    Joe no la había visto, pero estaba en el automóvil, pálida y con ojos atemorizados muy abiertos.

    —Estoy bien —dijo Joe con rudeza—. Quiero examinar esas cajas.

    El mayor Holt dijo rápidamente:

    —Están bajo vigilancia. Deben ser fotografiadas y sufrir otras formalidades antes que puedan ser tocadas. Además, deseo que me hagas un informe. ¡Vamos!

    Joe miró. Las motos estaban abandonadas y había ya una guardia armada alrededor del despojo humeante, vigilando a los hombres del vehículo contra incendios mientras éstos buscaban algún probable recrudecimiento de las llamas. Era necesario que nadie más estuviera cerca del lugar del accidente. Unas figuras se desplazaban hacia el borde del campo de aterrizaje. Habían tratado de aproximarse al lugar del accidente, pero los guardianes ejecutaban su trabajo. Nadie podía aproximarse y los espectadores tuvieron que retroceder.

    —¡Por favor, Joe! —dijo Sally, con voz trémula.

    Joe penetró en el coche pesadamente, y en cuanto se acomodó, el vehículo se puso en movimiento. Atravesaron velozmente el aeródromo y pasaron por la puerta de entrada. Las sirenas del vehículo ululaban mientras se dirigían hacia la ciudad. Bruscamente, dieron vuelta a la izquierda. En pocos segundos, se encontraban sobre una autopista amplia y blanca. Dejaron atrás la ciudad y se internaron por el desierto.

    Pero éste no estaba completamente vacío. Lejos, muy lejos, media esfera se elevaba hacia el cielo, resaltando contra el horizonte. El automóvil corría para guarecerse en ella. Las ruedas chirriaban. Joe miró la construcción y se avergonzó, porque era allí donde la plataforma estaba esperando los giróscopos pilotos, entre otras cosas, y él no había podido llevarlos.

    Sally se humedeció los labios. Sacó un pequeño estuche y lo abrió. Contenía vendas y varios frasquitos.

    —Tengo aquí un botiquín de primeros auxilios, Joe —dijo, insegura—. ¡Tienes quemaduras! ¡Déjame curarte siquiera las más graves!

    Joe se miró. Una de las mangas de su chaqueta estaba completamente carbonizada, su cabello estaba en parte chamuscado y una de las piernas de su pantalón mostraba señales de haber ardido alrededor del tobillo. Al ubicar sus quemaduras, le comenzaron a doler.

    El mayor Holt la observó, mientras ella extendía una capa de ungüento sobre la piel chamuscada, sin mostrar ninguna emoción en absoluto.

    —Cuéntame lo que pasó —ordenó—; todo.

    No parecía tener mucha utilidad, pero Joe le refirió todo, mientras el coche continuaba su camino. La gran semiesfera daba la impresión de ser cada vez mayor, pero no parecía acercarse. Sally continuaba curándole las heridas. Alcanzaron un convoy, hicieron sonar el claxon y lo rebasaron. Más tarde, se cruzaron con otro convoy de vehículos que se dirigían hacia Bootstrap. Continuaron.

    Joe terminó su relato tristemente.

    —Los pilotos hicieron todo lo humanamente posible, señor; incluso relacionaron las cajas que arrojaron. Señalamos una que explotó.
    —Esas eran las órdenes que tenían —dijo el mayor Holt, sin darle importancia—. En todo caso ahora sabemos algo más. Es probable que los pilotos tengan razón al suponer que el aparato fue saboteado durante las reparaciones y la granada se preparó más tarde. Voy a investigar todo inme-diatamente y vamos a tratar de reconstruir los hechos tal y como debieron suceder. Le dije a mi secretaria que enviara una orden de arresto contra el hombre que, según dices, puso en marcha el mecanismo de la granada sobre ese avión y..., hmmm..., ese CO2...
    —Eso no lo comprendí —dijo Joe. entristecido.
    —Los aeroplanos tienen sistemas de alarma contra incendios y botellas de CO2 para combatir el fuego —dijo el mayor—. Cuando se declara un incendio durante un vuelo, se enciende una luz roja en el tablero de instrumentos, mostrando dónde está el fuego. El piloto tira de una palanca y el CO2 inunda el compartimiento afectado, apagando el fuego. En este caso, puesto que iban a realizar un aterrizaje forzoso, el piloto obedeció las órdenes para esos casos e inundó todos los compartimientos con CO2, pero no era CO2, era otra cosa.
    —¡Oh, no! —dijo Sally horrorizada.
    —Las botellas de CO2 estaban llenas de una sustancia inflamable o de gas explosivo —dijo su padre, sin prestarle atención—. En lugar de imposibilitar un incendio, lo provocó. ¡De ahora en adelante tendremos que tener cuidado con esa nueva artimaña!

    Joe estaba demasiado abatido para dar cabida a sentimientos que no fueran una amarga tristeza y un odio mucho más amargo contra aquellos que estaban dispuestos a cometer toda clase de crímenes (y ya habían cometido muchos) al intentar la destrucción de la plataforma.

    El edificio que la albergaba se elevaba contra el cielo. Parecía monstruoso e increíble. Joe sintió deseos de llorar cuando el automóvil se detuvo ante un edificio angular de tres pisos. Desde el aire, ese edificio tan grande se veía como una brizna. Se bajaron del vehículo. Un centinela saludó cuando el mayor Holt abrió la marcha hacia el interior. Joe y Sally lo siguieron. El mayor señaló a Joe con el dedo pulgar y se dirigió a un hombre uniformado.

    —Consígale ropas, pida una conferencia de larga distancia con la compañía de aparatos de precisión Kenmore y déjele hablar; luego, tráigalo de nuevo a mi presencia.

    Dicho esto, desapareció. Sally trató de sonreírle a Joe. Estaba todavía muy pálida.

    —Mi padre es así, Joe. Tiene buen fondo, pero no es cordial. Me encontraba en su oficina cuando llegó el informe del sabotaje de tu aeroplano y salimos inmediatamente en dirección de Bootstrap; estábamos en camino cuando oímos la primera explosión. Yo..., creí que era tu avión, sabía que tú estabas a bordo y fue... muy desagradable, Joe.

    Había estado terriblemente asustada y, al recordarlo, se sobresaltó. Joe estuvo tentado de hundirle el pulgar en las costillas para darle ánimos, pero, de pronto, comprendió que ya no sería lo apropiado y se contentó con decir:

    —Estoy muy bien.

    Siguió al hombre uniformado. Comenzó a quitarse sus andrajosas y chamuscadas ropas. El sargento le trajo otras y se las puso. Estaba cambiando de bolsillos sus cosas personales, cuando el sargento regresó.

    —La compañía Kenmore en línea, señor.

    Joe fue al teléfono. En el camino, descubrió que las sacudidas que había soportado le habían producido numerosos dolores en distintos lugares.

    Habló con su padre.

    Tiempo después comprendió que había sido una conversación curiosa. Se sentía culpable porque le había sucedido algo a un trabajo que había costado ocho meses y que él escoltaba hasta su destino. Le explicó eso a su padre, pero éste no pareció darle importancia. No tanta como era debido; en lugar de eso, le hizo muchas preguntas ansiosas sobre él mismo. ¿Estaba herido? ¿Dónde? ¿Era grave? Joe estaba extrañadísimo al ver que su padre se preocupaba mucho más por esas cosas que por los giróscopos pilotos, pero respondió a todas las preguntas y le explicó cuál era la situación exacta y cierta esperanza remota que trataba de conservar. Su padre le dio consejos.

    Sally lo estaba esperando nuevamente cuando salió. Lo condujo a la oficina de su padre y lo presentó a su secretaria, una mujer extraordinariamente común, de expresión triste. Joe le explicó cuidadosamente que era preciso que entrara en contacto con el jefe Bender, que trabajaba en la plataforma. Era uno de los pocos especialistas que había abandonado la fábrica de los Kenmore para irse a trabajar a otro lado. Entre Joe y el jefe debían estimar los daños y las posibilidades de reparación.

    El mayor Holt escuchaba. Era un oficial militar, abrumado y cansado, de carácter brusco. Joe había conocido a Sally y, por consiguiente, también a su padre durante toda la vida, pero el mayor Holt no era un hombre cualquiera con quien uno podría desahogarse. Dijo algo y su entristecida secretaria escribió un salvoconducto para Joe. Luego dio órdenes por teléfono y preguntó varias cosas.

    Sally dijo:

    —¡Ya sé! Voy a llevarlo conmigo, ya conozco el camino.

    La expresión del rostro de su padre no cambió, se limitó a incluir a Sally en las órdenes que dio por teléfono. Luego, dijo brevemente:

    —El aparato estará vigilado y lo apartaremos tan pronto como sea posible. Entonces, podrás examinar las cajas. Voy a dar la autorización para que puedas hacerlo.

    Su secretaria buscó en un cajón del escritorio los impresos de órdenes, los llenó y se los tendió al mayor para que los firmara. Sally tiró a Joe del brazo y se lo llevó.

    Una vez fuera, dijo ella:

    —No merece la pena de discutir con él, Joe. Tiene un trabajo terrible y siempre está pensando en eso. Por suerte, tiene a la pobre señorita Ross, su secretaria, como sabes, que se limita a escuchar lo que él dice que debe hacerse, y lo escribe. A veces, pasa días enteros sin hablarle a ella directamente. ¡Pero las cosas están muy mal! Es como una guerra sin enemigos con quien pelear, sólo espías. ¡Y qué cosas hacen! Incluso, se sabe que, en una ocasión, colocaron una bomba sobre un camión que ellos mismos habían hecho que tuviera un accidente, para que todo aquel que tratara de ayudar muriera. ¡Es preciso hacer algo, sea lo que sea, o, de lo contrario...

    Lo condujo a una oficina que tenía una puerta que daba directamente al interior de la semiesfera. A pesar de su amargura, sentía una gran impaciencia por ver el interior. Pero antes, Sally tuvo que identificarlo como el Joe Kenmore que figuraba en las órdenes de su padre, le tomaron las huellas digitales y le hicieron permanecer de pie ante un aparato de rayos X. Luego, ella lo condujo a través de la puerta y se encontraron en la edificación donde la plataforma espacial estaba siendo construida.

    Era una enorme caverna de envoltura metálica y rejillas en forma de telarañas, llena de ruidos. Necesitó varios segundos para relacionar todo lo que veía y oía. El edificio tenía, en su centro, una altura de cuarenta pisos y estaba totalmente limpio, sin una sola columna o interrupción. Había lámparas de arco encendidas en sus extremos y bandas de cristal en lo alto, que permitían la entrada de una luz insuficiente. Todo ello hacía resonar la infinidad de ruidos diversos y sus ecos.

    Estaban utilizando pistolas de remachar. Además, había camiones que circulaban por el interior y el sonido extraño y duro de los sopletes soldadores. Pero el resplandor de los sopletes se veía solamente como fuegos fatuos, color blanco azulado, espectrales, contra la enormidad de lo que estaban construyendo.

    No se veía con claridad la plataforma espacial, que estaba todavía incompleta. Parecía verse a través de la niebla; daba la impresión de algo fantástico, debido en parte a los andamiajes que la cubrían. Pero Joe la contempló con tal emoción que le hizo olvidar su sentimiento de vergüenza.

    Era algo gigantesco, tenía las dimensiones de un transatlántico de forma un tanto extraña. Obscurecidas en parte por la armazón de frágil apariencia, había planchas brillantes metálicas, de blindaje, que formaban curvas prominentes y que ascendían con irregularidad, siguiendo normas peculiares. Sobre éstas estaban los miembros de la armazón, que brillaban también bajo la luz de múltiples lámparas de arco y que se elevaban hasta el techo de la inmensa caverna. La plataforma era magnífica y enorme y estaba alojada en una semiesfera metálica hueca que podría haberse to-mado por el firmamento mismo, tal era su magnitud. La plataforma en sí no tendría más de treinta pisos de altura, pero los hombres que trabajaban en la parte superior parecían motas de polvo. En el lado más alejado de la edificación, sobre el suelo, había hombres que también trabajaban y parecían puntos en movimiento. Joe no alcanzaba a ver sus piernas cuando caminaban. ¡Tanto la semiesfera como la plataforma eran monstruosas!

    Joe sintió los ojos de Sally clavados en él. Parecía estar orgullosa, en cierto modo, y él aspiró una profunda bocanada de aire en silencio.

    Sally dijo:

    —Vamos.

    Caminaron, atravesando hectáreas de terreno pavimentado de relucientes planchas de madera, hacia el objeto que iba a dar el primer paso verdadero a las estrellas. Conforme se acercaban al centro de la enorme sala, un gigantesco camión-remolque de dieciséis ruedas retrocedía, saliendo de una gran abertura bajo el andamiaje. Dio la vuelta con dificultad, rodeó con cuidado los andamios y se dirigió hacia una de las salidas laterales del edificio. Una sección del muro se levantó, doblándose hacia adentro como una cartera, y el camión de dieciséis ruedas salió con su remolque al aire libre, donde brillaba el Sol. Otros cuatro camiones lo siguieron. Al mismo tiempo, otros entraron. La sección del muro se cerró.

    En el aire flotaban los olores característicos de motores, de metal al rojo y de chispas eléctricas. Había ese indescriptible sonido que hace que un hombre pueda sentirse nostálgico y que se encuentra solamente en las grandes construcciones metálicas, donde se produce una atmósfera que no existe en ninguna otra parte. Joe caminaba casi como un sonámbulo, con Sally, silenciosa y satisfecha, a su lado. Bajo los andamiajes, que parecían velos convertidos después en enrejados, vio varias aberturas.

    Se encaminaron hacia uno de esos túneles. La masa de la plataforma se levantaba sobre ellos amenazadoramente. Los camiones circulaban por todas partes, entre el laberinto de las columnas de andamiaje. Varias jaulas de transporte cargadas esperaban ser subidas por los elevadores. Las tenazas de las grúas descendían, se cerraban fuertemente sobre las jaulas y las elevaban, hasta que se perdían de vista. Había un motor diesel funcionando en alguna parte. Un hombre se puso en pie, miró hacia arriba, agitó los brazos y el diesel ajustó su marcha a sus señales. Luego, varias jaulas vacías descendieron sobre la plataforma de un camión que esperaba, haciendo ruidos secos y metálicos. Alguien soltó los ganchos, el camión se puso en marcha y se fue.

    Sally habló con un hombre preocupado, en mangas de camisa y con una placa sobre la manga, cerca del hombro. Examinó con cuidado los pases que llevaba ella, utilizando una lámpara de mano para verlos mejor. Luego, los condujo al lado de un elevador. El ruido allí era muy fuerte. Una pistola de remachar repiqueteaba en algún sitio y las planchas metálicas de la plataforma parecían repetir cada estampido. Los ecos eran fuertes y la barahúnda fue para Joe algo infinitamente agradable. El hombre del brazal vociferó en un teléfono y una jaula de elevador descendió. Joe y Sally entraron. Joe abrazó con fuerza a Sally por el hombro y el elevador salió disparado hacia arriba.

    La enormidad del edificio y de la plataforma se hizo todavía más aparente mientras el elevador ascendía rápidamente. El suelo pareció extenderse, dejaron atrás la telaraña de vigas de andamiaje y pudieron ver que en las paredes laterales estaban siendo construidas algunas cosas. Joe vio una vagoneta de carga que se desplazaba más allá de los enigmáticos objetos. Era una vagoneta de no más de un metro veinte centímetros de altura, con ruedas de doce pulgadas, que arrastraba varias planchas metálicas planas con los bordes torcidos hacia arriba. Se deslizaban como sobre un tobogán. Sobre las planchas iba una carga misteriosa y la vagoneta se detuvo junto a unos tubos de acero que estaban siendo unidos entre sí, comenzando a descargar cosas de las planchas...

    El elevador frenó bruscamente, haciendo que Sally se sobresaltara un poco y, entonces, se detuvo.

    Allí, a veinte pisos de altura, una multitud de soldadores trabajaban sobre la cubierta de la plataforma. El blindaje, curvado hacia el interior, era un espacio amplio y deslustrado, paralelo al suelo. Más allá, había una gran brecha, donde las placas del blindaje no habían sido colocadas todavía, y los miembros de la armazón se elevaban todavía un largo trecho. La brecha, supuso Joe, podría ser más tarde la puerta de una recámara intermedia de presión. La superficie plana era seguramente para que se detuvieran por medio de imanes los cohetes-transporte que, procedentes de la Tierra, llevarían abastecimientos y reemplazantes a la tripulación de la plataforma, o combustible, que sería almacenado para su uso eventual por un navío espacial de exploración. Sí; un cohete atracaría aquí y luego avanzaría hacia el umbral de la puerta.

    El equipo de soldadores estaba compuesto por media docena de hombres que deberían haber estado trabajando, pero dos, después de haber arrojado al suelo sus herramientas, se peleaban a golpes salvajemente. Uno de ellos era alto y flaco, de cara angulosa y una expresión de furia intolerable. El otro era rechoncho, de tez obscura y mirada de desesperación. Un tercer hombre estaba dejando su soplete en el suelo, después de haberlo apagado cuidadosamente, con el propósito de intervenir. Otro hombre contemplaba la escena asombrado, con la boca abierta, y otro más trepaba por una escalera, procedente del nivel inferior del andamiaje.

    Joe puso la mano de Sally sobre la palanca vertical del elevador, disponiéndose instintivamente a entrar en acción.

    El larguirucho lanzó un terrible puñetazo que dio en el blanco y el gordo resintió el golpe. Joe vio su cara claramente durante un instante. No era la cara de un hombre enfurecido. Su mirada era la de un hombre angustiado y desesperado.

    De pronto, el hombre alto resbaló y perdió el equilibrio. El puño del hombre rechoncho golpeó. El flaco retrocedió tambaleándose y Sally gritó, temblorosa. El hombre alto se balanceaba sobre el borde del espacio plano. A sus espaldas, el blindaje se curvaba hacia abajo y bajo él había un abismo de veinte pisos, entre el laberinto de tubos de acero de los andamiajes. Si daba otro paso atrás, entraría inexorablemente en una pendiente, en la cual no podría detenerse.

    Dio el paso. La expresión del hombre rechoncho reflejó el horror. El hombre alto temblaba convulsivamente. No podía detenerse, y lo sabía. Retrocedería hasta pasar por encima del borde redondeado. Luego, caería. Aunque llegara a tocar el andamiaje, éste no lo detendría. Solamente alteraría el curso de la caída: su cuerpo, en vez de caer en línea recta, giraría locamente y caería, rebotaría y seguiría cayendo antes de estrellarse veinte pisos más abajo. Era horrible ver al hombre flaco que, tambaleante, retrocedía lentamente hacia la muerte.

    Entonces, saltó Joe.


    CAPÍTULO 4


    Durante un instante, en el aire, tuvo conciencia de todos los ruidos del edificio, del techo lóbrego todavía a veinte pisos por encima de él y el acero curvo, prominente y reluciente que se encontraba bajo él. Cayó, aterrizando al lado del hombre flaco con el brazo izquierdo extendido para compartir su ímpetu. Él solo hubiera tenido suficiente tiempo para abandonar la pendiente por la que el otro hombre se estaba deslizando hacia abajo, pero compartió el impacto, y ambos cayeron hacia delante. Sus brazos se encontraban sobre la superficie plana mientras sus cuerpos casi se deslizaban. Sentir que la gravedad tiraba de ellos, sin tener nada a qué aferrarse, era una verdadera pesadilla.

    Pero entonces, mientras la parte del cuerpo de Joe que se encontraba sobre la superficie plana se deslizaba, el mismo hombre gordo que había golpeado al larguirucho impulsándolo hacia atrás los aferró y comenzó a tirar de ellos frenéticamente para salvarlos.

    Luego, otro hombre les ayudó. El rostro del hombre rechoncho estaba gris, siendo su horror buena prueba del hecho que no había tenido la intención de cometer un crimen. Tanto el hombre que había dejado su soplete en el suelo como el que ascendió del nivel inferior del andamiaje co-menzaron a tirar también para llevarlos a terreno sólido. Al fin, estuvieron a salvo. Joe se puso en pie con esfuerzo, sintiéndose un poco enfermo. El hombre rechoncho de tez obscura comenzó a temblar horriblemente y el larguirucho avanzó hacia él.

    —¡No era mi intención matarle, Haney! —tartamudeó el gordo.
    —¡De acuerdo! ¡No tenía intención de matarme! —le espetó el larguirucho—. ¡Pero ahora, terminemos esto!

    Avanzó hacia el hombre que había estado a punto de causarle la muerte, pero éste dejó caer los brazos a los lados.

    —No quiero pelear más —dijo, con voz emocionada—; no aquí. Si quiere matarme, hágalo, pero no quiero pelear más. ¡No aquí!

    El larguirucho, Haney, refunfuñó.

    —Entonces, nos veremos esta noche en Bootstrap. ¡Ahora, a trabajar!

    El gordo recogió sus herramientas, temblando. Haney se volvió a Joe y le dijo con poca amabilidad:

    —Muchas gracias. ¿Qué desea?

    Joe sentía náuseas todavía. Es raro sentirse alborozado después que uno arriesga su vida por algún otro y, en su caso, había estado a punto de desplomarse desde veinte pisos de altura para estrellarse en el suelo. Tragó saliva y dijo:

    —Estoy buscando al jefe Bender. ¿Es usted capataz, Haney?
    —Jefe de equipo —dijo Haney. Miró a Joe y luego a Sally, que se aferraba convulsivamente a la palanca en donde Joe le había puesto la mano. Prosiguió—: Sí; el jefe se fue hoy. Tenía que ir a una ceremonia, un funeral quizá. ¿Quiere usted que yo le diga algo? Lo veré cuando termine mi turno de trabajo.

    Hubo un movimiento confuso en alguna parte de la plataforma y una figura pequeña salió de un hueco que algún día sería una cámara intermedia de presión, pero Joe no volvió los ojos hacia ella.

    —Dígale que Joe Kenmore está en la ciudad y lo necesita —dijo, con torpeza—; creo que se acordará de mí. Iré a buscarlo esta noche.
    —De acuerdo —dijo Haney.

    Joe miró la pequeña silueta que había salido de detrás del blindaje. Era un enano, con ropas de trabajo holgadas y manchadas como el resto de los hombres que trabajaban allá arriba. Joe, por supuesto, imaginaba cuál era su utilidad. Había rincones en donde un hombre normal no podía penetrar para hacer un remache o soldar una plancha metálica. Debía haber lugares que sólo un hombre diminuto podría inspeccionar. El enano miró a Joe sin expresión.

    Joe giró sobre sus talones y se dirigió al ascensor para ir al piso inferior. Haney le dio la mano y el enano levantó la suya en un saludo grave. El elevador se precipitó hacia abajo.

    —Has salvado la vida de ese hombre —dijo Sally, con voz poco firme—. ¡Pero me he llevado un susto de muerte!

    Joe trataba de no pensar en eso, pero todavía podía sentir bajo él la superficie metálica inclinada y el abismo de veinte pisos en línea recta. Fue una sensación terrible.

    —No reflexioné —dijo, inquieto—. Era una verdadera locura, pero salió bien, afortunadamente.

    Sally lo miró. El elevador continuaba su descenso veloz y los diversos niveles de andamiaje pasaban al lado de ellos, dando la sensación que éstos ascendían. Si Joe hubiera caído, habría recorrido todos esos niveles. No era agradable imaginarlo y se esforzó nuevamente en olvidar. El elevador aminoró su velocidad de descenso y, finalmente, se detuvo. Joe ayudó de modo absurdo a Sally a salir a terreno firme.

    —Considerando lo que sucedió en el aeropuerto —dijo Sally—, y lo que acabo de presenciar hace un instante, me da la impresión que estás dispuesto a morirte. ¿Te costaría mucho llevar una vida menos arriesgada durante cierto tiempo, Joe, al menos cuando yo esté presente?

    Él se esforzó en sonreír, pero todavía no se sentía bien.

    —Hasta que examine los giróscopos, no podré hacer nada —dijo, cambiando de tema—. Al jefe no lo veré hasta esta noche. ¿No podríamos pasear un poco y ver todo esto?

    Ella asintió. Salieron de la intrincada armazón que sostenía la plataforma y Sally señaló los muros laterales.

    —Vamos a ver los propulsores. ¡Son fascinantes!

    Ella abrió el camino. Nuevamente, la amplitud del edificio se hizo evidente. Había una pasarela sobre la parte interior de la pared curva y alguien se apoyaba en la barandilla, vigilando el interior del enorme edificio. Probablemente era un hombre del servicio de seguridad. Tal vez la pelea sobre la plataforma había sido observada y tal vez no. El hombre sobre la pasarela se veía poco más grande que una mota de polvo. Joe supuso que debía haber puestos de observación también sobre los muros exteriores, desde donde los observadores vigilarían el desierto en busca de objetos que se aproximaran.

    Joe se volvió suspirando a mirar el objeto monstruoso que se encontraba bajo el andamiaje. Ahora podía representarse su forma. Era en cierto modo como un huevo, pero se parecía más a algo a lo que Joe no lograba dar un nombre. Realmente era algo que no se parecía a ninguna otra cosa en la Tierra, y, cuando fuera lanzada al espacio, no quedaría nada semejante en el mundo.

    En cierto modo, sería un mundo en sí mismo, independiente de la Tierra que lo había fabricado. Habría tanques hidropónicos en los que crecerían plantas que servirían para purificar el aire y alimentar a la tripulación. Habría también telescopios y los hombres podrían estudiar las estrellas como nunca podrían bajo la turbulenta atmósfera terrestre. Todo esto estaría al servicio de la Tierra.

    Y para las comunicaciones. Había ya satélites para las comunicaciones, pero la plataforma los sobrepasaría a todos ampliamente. Recogería mensajes en microondas y los retransmitiría a receptores lejanos sobre la superficie curva de la Tierra, o bien los guardaría para retransmitirlos cuando se encontrara al otro lado del planeta. Almacenaría combustible con el que el hombre podría partir hacia las estrellas, y hacia el espacio, para poder llevar a cabo experimentos nucleares que no podían hacerse sobre la Tierra. Dispondría de cohetes atómicos que ninguna nación del mundo se atrevería a desafiar y, de este modo, contribuiría a mantener la paz sobre el planeta.

    Pero no podía crear la buena voluntad entre los hombres.

    Sally continuó caminando y llegaron a donde estaban siendo fabricados los objetos misteriosos. Era una fila, hacia la mitad de la pared lateral del edificio. Por comparación, eran de diseño simple y no excesivamente grandes. Los primeros eran sencillamente armazones de tubos metálicos que los hombres estaban soldando sólidamente unos con otros. No eran mayores que, por ejemplo, una casa-remolque. En parte, estaban llenos de tanques y tuberías y, un poco más lejos, donde un camión y un elevador descargaban un objeto enorme, se encontraban unos gigantescos motores que entraban en aberturas diseñadas especialmente para abrigarlos. Otros estaban siendo instalados, con cubiertas metálicas más o menos completas. Al final de la línea, una grúa estaba descargando uno terminado sobre la plataforma plana de un remolque. Al verlo en el aire, Joe lo reconoció. Podía decirse que se trataba de un avión jet, pero no era de ninguno de los tipos que habían sido utilizados hasta entonces. Se parecía más a un escarabajo que a ninguna otra cosa. Verdaderamente, no tendrían utilidad sino para la «operación escalonada».

    Cientos de esos abultados objetos se apiñarían a los lados de la plataforma, como un enjambre de abejas, la empujarían hacia arriba con sus motores de propulsión por separado, la levantarían de la base en donde había sido construida, empujando, haciendo grandes esfuerzos y resoplando hasta sacarla fuera del edificio. Pero su tarea no terminaría entonces. Manteniendo en alto la plataforma, la llevarían tan lejos, tan alto y tan velozmente como pudieran hacerlo sus potentes motores. Luego desarrollarían un último esfuerzo y producirían un nuevo impulso, por medio de los cohetes Jato de tamaño descomunal que habían sido construidos separadamente en el interior de cada uno de los propulsores, pero de tal modo que se encendieran todos al mismo tiempo.

    Luego, los inútiles objetos se desprenderían y volverían zumbando a la Tierra, mientras los propios cohetes de la plataforma proyectarían sus llamas de kilómetro y medio de longitud saliendo de la atmósfera, hacia el vacío.

    Pero la construcción de tales artefactos (los propulsores) y todas las otras actividades desarrolladas en el edificio no serían útiles si los enemigos de la plataforma lograban impedir que objetos tales como los giróscopos pilotos llegaran a su destino en buen estado.

    Joe dijo, intranquilo:

    —Puede que no sea de ninguna utilidad, pero es preciso que compruebe qué les ha sucedido a los giróscopos que traía, Sally.

    Ella no dijo nada, dio la vuelta y atravesaron el amplio espacio pavimentado de planchas de madera en dirección a la puerta por la que habían entrado.

    Al haber visto la plataforma espacial, todos los sentimientos de vergüenza y desaliento volvieron a apoderarse de él. Era algo insoportable. Salieron atravesando la puerta resguardada y Sally entregó los pases, mientras Joe era investigado cuidadosamente antes que lo dejaran partir.

    —No te agrada que te siga, ¿verdad? —dijo Sally, de improviso.

    Joe vaciló.

    —Eres muy agradable, Sally, pero si los giróscopos están verdaderamente destruidos, pues..., no me agradaría que nadie me viera en ese momento. No te enfades, por favor.
    —Comprendo —dijo Sally, con calma—. Voy a buscar a alguien que te lleve en automóvil hasta allá.

    Se fue y regresó con el hombre uniformado que había servido de chofer para el mayor Holt. Puso su mano momentáneamente sobre el brazo de Joe y dijo:

    —Si todo va verdaderamente mal, dímelo, Joe. Tú no te permitirás llorar, pero yo lloraré por ti —buscó su mirada y afirmó—: ¡Te lo aseguro, Joe!

    Él sonrió débilmente y salió hacia el automóvil.

    Sus sensaciones durante el trayecto hasta el aeropuerto no fueron muy agradables. Eran treinta y dos kilómetros desde el edificio de la plataforma, pero Joe temía lo que iba a ver y el viaje le pareció demasiado corto. El coche negro tomó la carretera, dio vuelta a la derecha al abandonar la autopista, siguió el atajo serpenteante y llegó al aeródromo.

    Los restos del avión de transporte se encontraban en el mismo lugar en que se había estrellado y ardido. Todavía había guardias armados alrededor, pero también un camión grúa y varios hombres trabajaban con sopletes sobre el destruido aparato. Buena parte de éste había sido ya examinado y marcado.

    Joe fue hacia los restos de las cuatro cajas de embalaje.

    La mayor de todas estaba torcida de forma sesgada, fuera por la fuerza del choque o por la explosión. La más pequeña era sólo una masa informe y carbonizada. Joe sintió un nudo en la garganta al abrir las cajas con las herramientas que le prestaron. El giróscopo piloto aplicaría una fuerza para que el giróscopo principal hiciera girar la plataforma espacial hacia cualquier dirección deseada o lo mantuviera absolutamente fijo. Actuarían, en cierto modo, como un mecanismo de dirección en el momento del despegue y realizarían otras funciones útiles, una vez en el espacio. Si una fotografía de una estrella debía hacerse, por ejemplo, era esencial que la plataforma se man-tuviera absolutamente inmóvil durante el tiempo que durara la exposición. Si era preciso lanzar un cohete dirigido, debía salir correctamente y los giróscopos pilotos eran necesarios también para recibir un cohete que llegara de la Tierra...

    Los giróscopos pilotos eran los aparatos de dirección de la plataforma del espacio y, más que adecuados, debían ser perfectos. Tan sólo para despegar eran ya muy necesarios. La plataforma no llegaría a su órbita sin ellos.

    Joe retiró las gruesas tablas carbonizadas y sacó las vigas que habían sido mordidas por las llamas. Arrancó las envolturas carbonizadas, pero parte de ellas no fue necesario arrancarlas; se desmenuzaron tan sólo al tocarlas y veinte minutos después sabía ya todo lo que necesitaba.

    Los rotores estaban arruinados. Los acopladores (conexiones entre el piloto y el giróscopo principal) se habían calentado al rojo vivo y el acero con que estaban solidificados había perdido su temple; sus dimensiones habían cambiado, de modo que ya no servirían. Pero no era eso lo más desastroso de todo.

    La verdadera tragedia eran los giróscopos mismos. Todo el buen funcionamiento de la plataforma dependería de su absoluta precisión y equilibrio estrictamente perfecto. Y los rotores estaban quebrados en una parte; las plataformas torcidas, y, puesto que las torceduras y muescas destruían la precisión del aparato, se convertía en algo inútil.

    ¡Y tan sólo para equilibrarlos habían sido necesarios cuatro meses!

    Había sido la pieza más perfecta de maquinaria de trabajo que se había realizado alguna vez en el mundo. Estaba equilibrada a un microgramo, a la millonésima parte del peso combinado de tres tabletas de aspirina. Debía girar a cuarenta mil revoluciones por minuto y por ello era preciso que estuviese perfectamente equilibrada, o, de lo contrario, la vibración sería intolerable. Si vibrase lo más mínimo, se partiría en mil pedazos, o si no, transmitiría las ondas sonoras a todo el material del que estaba formada la plataforma, envejeciéndolo. Si vibraba la más pequeña fracción de una diezmilésima de pulgada, se desgastaría, vibraría más fuertemente y se destruiría, destrozando posiblemente la plataforma. Era necesaria una precisión mucho mayor que la de los lentes de un telescopio astronómico.

    Puesto que estaba torcido, el aparato era tan inútil como si no hubiera sido fabricado en absoluto.

    Joe se sintió como se sentiría un hombre que tuviera a su cargo el mayor telescopio de la Tierra y se le rompiera, o como si hubiera ardido la más inapreciable obra pictórica del mundo, que estuviera a su cargo. Todavía peor.

    Un camión rodó por la pista, fue detenido por un guardia, y después de una breve conversación, se le permitió continuar. Iba a recoger las inútiles piezas del equipo en el que habían trabajado sin cesar durante ochos meses los mejores trabajadores y los mejores cerebros de la compañía de herramientas de precisión Kenmore y que, ahora, estaba destrozado.

    Joe, desesperado por el desastre, vigilaba mientras la grúa hacía bajar el gancho para que cayera sobre los que habían sido preciosos objetos. Los hombres apuntalaron los objetos pesados y deslizaron bajo ellos grandes tablones de madera. Por debajo, pasaron con destreza unas sogas para levantarlo todo. Las sombras eran largas y deformes, ya era una hora muy avanzada de la tarde, cuando el mecanismo de la grúa gimió, la carga se elevó y la primera de las cuatro cajas fue izada, ligeramente inclinada, y trasladada hasta el camión que había venido para recogerlas.

    Joe estaba paralizado. Vio que el objeto, por fin, ocupaba su lugar en el camión. Vigiló la maniobra con la segunda caja, y cuando las sogas se distendieron, se volvió sosegadamente. La tercera no bailó colgando de las sogas, solamente osciló. Pero al elevar la cuarta, las líneas que iban a la polea de la grúa estaban torcidas y, al elevarse, las líneas se desenmarañaron y la caja colgada giró, al principio rápidamente, luego lentamente. Tras una pausa, recomenzó a girar en la otra dirección.

    Joe contuvo la respiración. Creyó estar así durante varios minutos. La gran caja no estaba equilibrada y estaba girando. No vibraba. Giraba sobre su propio centro de gravedad, señalado sin posibilidad de error por la suspensión flexible.

    Esperó hasta que quedó sobre el camión y luego fue nerviosamente hacia el chofer del auto que lo había llevado allí.

    —Todo está bien —dijo, sintiendo un asombro profundo al oír sus propias palabras—. Voy a volver al edificio de la plataforma con el material que traje. No está muy dañado. Será posible ponerlo en orden, con la ayuda de uno o dos hombres que buscaré allí. ¡Pero no quiero que le suceda ninguna otra cosa!

    Y regresó a la semiesfera sobre la plancha posterior del camión que transportaba las cajas. El sol se puso antes que llegaran. Estaba sucio y desmelenado. El olor a madera quemada, aisladores y envolturas chamuscados y carbonizados era muy fuerte, pero él se sentía con ganas de cantar.

    Pensó que debía haber enviado un mensaje a Sally, diciéndole que no era preciso que llorara en lugar de él. ¡Se sintió estupendamente! ¡Sabía cómo hacer el trabajo que le permitiría despegar a la plataforma! Y se le hacía difícil esperar para decírselo a ella.

    Era magnífico estar vivo.


    CAPÍTULO 5


    No había nadie en el mundo para quien la plataforma careciera de importancia, pero para Joe y muchísima gente como él, era un sueño acariciado durante mucho tiempo, que ahora estaba convirtiéndose en realidad. Para algunos significaba la perspectiva de la paz y la esperanza de una vida tranquila, con hijos, nietos, mirando el futuro con serenidad. Algunas personas oraban por su éxito, ya que no podían participar de otro modo en su realización. Y, por supuesto, había hombres que no habían llegado al poder sin inteligencia, ni habían permanecido en él sin crueldad, y que sabían que, en cuanto la paz estuviera asegurada, su tiempo en el poder y su modo de vida habrían terminado. Por ello enviaban hombres desesperados y sin escrúpulos para que destruyeran el proyecto, costara lo que costara. Estaban dispuestos a pagar por ello o a cometer cualquier crimen con tal que la plataforma espacial no pudiera ser lanzada y que, de ese modo, los disturbios continuaran a ser la norma imperante de la vida sobre la Tierra.

    Y, además de todos ellos, había el conjunto de personas que la estaban construyendo.

    Joe fue en autobús a Bootstrap esa noche, con un grupo de los que trabajaban en el turno del mediodía, de dos a diez. De la pequeña ciudad, a treinta y dos kilómetros de distancia, salían grupos de autobuses, formando una procesión con sus faros de luces en la oscuridad. Penetraban en el área de descenso y se bajaban de ellos los trabajadores del último turno, de diez a seis, para ser investigados por el servicio de seguridad y admitidos al edificio en el que se construía la plataforma. Luego, los autobuses completamente vacíos se dirigían hacia donde esperaba Joe junto con los trabajadores que acababan de terminar su jornada, que se movían inquietos en torno a él.

    Los autobuses se detuvieron, abrieron las puertas, y los hombres que esperaban entraron en tromba, empujándose llenos de entusiasmo, llamándose unos a otros y precipitándose para ocupar los asientos o, simplemente, dejándose llevar por la corriente para penetrar en los vehículos.

    El autobús al que logró subir Joe se abarrotó en pocos segundos. Él se asió a una agarradera y no se dio cuenta de nada, porque estaba absorto en la idea maravillosa que había tenido para reparar los giróscopos pilotos. Los motores podían ser reemplazados fácilmente. Las causas de su desesperación primera habían sido que todo podía arreglarse, con excepción de lo más importante: la precisión absoluta del equilibrio de los giróscopos. Esto, le pareció que no podía ser realizado, basándose para emitir ese juicio en el hecho que en la fábrica habían necesitado cuatro meses. Cada uno de los giróscopos tenía un metro veinte centímetros de diámetro y pesaba doscientos veintisiete kilogramos, girando a cuarenta mil revoluciones por minuto. Tuvieron que ser fabricados a máquina con materias primas especiales, para evitar que saltaran en pedazos a causa de la fuerza centrífuga de desviación. Cada uno de ellos estaba recubierto con una capa de iridio, para evitar que se formaran puntos de óxido que los desequilibraran. Si los ejes y cojinetes no fueran centrados exac-tamente sobre el centro de gravedad de los rotores, los doscientos veintisiete kilogramos de acero a cuarenta mil revoluciones por minuto, armarían un gran escándalo. Literalmente, podían destruir la plataforma misma. «Exactamente en el centro de gravedad» quería decir exactamente. No podía haber ningún error por el cual estuviera el eje descentrado de una milésima o una diezmilésima de pulgada. ¡La precisión debía ser absoluta!

    Gozando por la solución que había encontrado, Joe se felicitó a sí mismo, mientras permanecía de pie en el autobús que esperaba. Afuera, pudo ver otro autobús que salía, con un gruñido del motor y una nube de humo que brotaba del tubo de escape. Se dirigió hacia la autopista y se alejó. Otros lo siguieron y, por fin, le llegó su turno al autobús de Joe. Se dirigieron hacia Bootstrap en convoy..., un larguísimo rosario de vehículos que, con los faros encendidos, rodaban uno detrás de otro.

    Afuera estaba oscuro. La semiesfera había sido alejada, por razones de seguridad, a un poco más de treinta y dos kilómetros de la ciudad, donde dormían, comían y se divertían los que trabajaban en ella. Una de las precauciones consistía en que nadie se quedara dentro de la semiesfera cuando salía un turno de trabajadores. Oficiales de seguridad recorrían el cobertizo desierto. A veces, se topaban con dificultades. El turno que entraba al trabajo pasaba también por un control de seguridad. Nadie podía penetrar a la base sin haber sido identificado plenamente. Llevaba tiempo presentar la placa de identidad, porque era preciso pasar por el sistema de vigilancia de la plataforma espacial, que estaba bien resguardada.

    La larga procesión de autobuses continuó rodando bajo el oscuro manto de la noche. Afuera estaba el desierto oscuro y encima muchas estrellas. De pronto, mientras la línea de vehículos continuaba su camino, una pequeña chispa atravesó disparada el firmamento, con la velocidad de un meteoro. En realidad, se trataba de uno de los satélites de mayor tamaño, un globo de papel de aluminio, inflado por el vapor de un hidrocarburo aromático, y cuyo objeto era ensayar las posibilidades técnicas del radio-reflejo. Se había esperado que permaneciera en órbita durante un año, más o menos, pero ya nadie se aventuraba a ubicar el fin de su existencia.

    Los hombres que iban en el autobús no la advirtieron. Aunque la hubieran notado, no le habrían concedido ninguna importancia. La atmósfera del vehículo olía a sudor, aceite y tabaco, y el aliento de algunos de los hombres guardaba todavía el olor de ajo de la comida del mediodía. Había ruido: una discusión se desarrollaba; el ruido del motor y los sonidos peculiares de las ruedas y las voces se confundían. Los hombres tenían que elevar la voz para hacerse oír, dominando la barahúnda. Era un verdadero barullo.

    Hubo una sacudida entre la multitud atestada, más pronunciada que las causadas por el movimiento del autobús. Alguien se abría paso a empujones de atrás hacia delante. El pasillo era estrecho y Joe se colgó de la agarradera, reflexionando contento en el rebalanceo de los giróscopos. No podría haber tolerancia; era preciso que fuera exacto y tampoco debería haber ninguna vibración...

    Las personas alrededor de él se apartaron y una mano le tocó el hombro.

    —Hola.

    Dio la vuelta y se encontró con el hombre flaco, Haney, a quien había visto sobre la plataforma y a quien había salvado la vida, impidiendo que cayera desde una altura de veinte pisos.

    —Hola —murmuró Joe.
    —Creí que era usted algún jefazo importante —rugió Haney—, pero los jefazos no viajan en los autobuses.
    —Voy a la ciudad para tratar de encontrar al jefe —dijo Joe.

    Haney gruñó y miró a Joe calculadoramente; sus ojos descendieron hasta las manos de Joe. Éste había estado examinando nuevamente las cajas y, aunque después se había lavado, la grasa de embalaje no se limpiaba con facilidad, y, sobre todo, cuando se mezclaba con hollín y carbón, era difícil de borrar. Haney perdió su desconfianza.

    —Habitualmente comemos juntos —observó, satisfecho porque Joe era regular, ya que sus manos no eran suaves y que el jabón no había borrado completamente las trazas de trabajo sobre ellas—. El jefe es un buen tipo. ¿Se une a nosotros?
    —Con mucho gusto —dijo Joe—, gracias.

    Una voz cascada salió de algún sitio cerca de las rodillas de Haney y Joe miró hacia abajo, sorprendido. El enano que había visto sobre la plataforma lo saludó con la cabeza. Se había deslizado tras Haney entre la multitud. Parecía erguirse por pura costumbre. Joe le hizo lugar.

    —Estoy bien —dijo el enano belicosamente.

    Haney hizo las presentaciones formales.

    —Mike Scandia —dijo—. Viene a comer con nosotros; desea ver al jefe.

    No hicieron ninguna referencia al peligro que había corrido Joe para impedir que Haney cayera desde una altura de veinte pisos. Ahora Haney dijo con calor:

    —Quería darle las gracias por haber mantenido la boca cerrada. ¿Es usted nuevo aquí?

    Joe asintió. El ruido en el autobús hacía difícil la conversación, pero Haney parecía estar acostumbrado.

    —Lo vi con la hija del mayor Holt —observó nuevamente—; por eso que creí que era un jefazo y supuse que usted o ella hablarían sobre Braun. Usted no lo hizo, ya que, de lo contrario, se hubiera armado un escándalo. De todos modos, yo resolveré ese asunto.

    Braun debía ser el hombre con el que Haney se había peleado, y si éste deseaba arreglar las cosas a su modo, no era algo que le concerniera a Joe, así que guardó silencio.

    —Braun no es mal tipo —continuó Haney—; algo loco, pero eso es todo. Provocó la pelea. ¡La provocó! ¡Allá arriba! ¡Pudo haber sido él quien cayera, y ahora yo estaría metido en un buen lío! Pero lo veré esta noche.

    El enano dijo algo mordaz, en su voz cascada.

    El autobús continuó rodando. Era largo el camino hasta Bootstrap. El desierto, afuera, estaba envuelto en una oscuridad profunda y no se apreciaban los detalles. En una ocasión, un convoy de camiones apareció ante ellos, cruzó y desapareció detrás, en dirección a la semiesfera. Joe lo oyó, pero no lo vio, porque pasaron por el otro lado.

    La noche se poblaba de luces y el autobús aminoró la marcha, en línea con los demás. Aparecieron edificios semejantes a barracones, que desfilaban sin cesar. Luego llegaron a una esquina y toda la luz exterior cambió. Los autobuses dieron vuelta en una curva y se detuvieron. Todo el mundo se apresuró a descender del vehículo, empujándose innecesariamente. Joe se limitó a dejarse llevar por la corriente.

    Se encontró sobre la acera, bajo las luces de neón que alumbraban la calle en ambos sentidos, rodeado por la multitud de trabajadores del turno medio, que habían acabado su jornada. Éstos remolineaban y se dispersaban, sin que, sin embargo, disminuyera el número de personas en torno a Joe. La mayor parte eran hombres. Había pocas mujeres. Los letreros luminosos proclamaban en un lugar que podía beberse cerveza; en otro, que era la Casa Joe; y, más allá, se encontraba el restaurante Sid. Acá había juego de bolos; acullá, billares. Un comercio, que permanecía abierto para que ese turno de trabajadores pudiera efectuar sus compras, vendía camisas de fantasía, ropas de trabajo estrictamente prácticas y excéntricos artículos de adorno personal. Había también un cine y, en alguna parte, una tienda de discos dispersaba por el aire música monótona. Había movimiento e infinidad de gente por todas partes, pero el centro de la calle estaba casi completamente desierto si se exceptuaban los autobuses. Había algunas bicicletas, pero prácticamente ninguna otra clase de tráfico rodado. Después de todo, Bootstrap era solamente una ciudad estratégica. Podían abandonar la ciudad cuando quisieran, pero había que someterse a las formalidades y los automóviles particulares no resultaban prácticos.

    —El jefe debe estar allá —le dijo Haney a Joe en el oído—. Venga.

    Se abrieron paso con los hombros a lo largo de la acera, entre peatones, que pertenecían todos al mismo tipo de personas: trabajadores de la construcción. Algunos de ellos habían tomado parte en todos los rascacielos, puentes y presas que habían sido levantados durante toda la vida de trabajo de un hombre. Solamente podía habérseles impedido trabajar en la plataforma espacial por medio de la oposición terminante del servicio de seguridad a que fueran contratados.

    Haney y Joe se dirigieron al restaurante Sid, con Mike, que se movía entre ellos grotescamente. Joe ordenó mentalmente todas las cosas que iba a decirle al jefe. Tenía un procedimiento para reparar los giróscopos pilotos. Tan sólo un punto de óxido echaría todo a perder. Habían soportado el golpe de un avión al estrellarse y un incendio; sin embargo, con su procedimiento, iba a realizar en diez días, o quizá menos, lo que habían tardado cuatro meses en la fábrica de su familia. Verdaderamente, tenía motivos para celebrar su idea.

    En el interior del restaurante Sid, una sinfonola funcionaba. Al fondo, en un reservado, cuatro hombres comían con apetito, contemplando un televisor, que se encendía con una moneda, sobre la pared. Se transmitía la lucha libre desde San Francisco, y un camarero les llevó una enorme bandeja de la que salía vapor y un olor delicioso.

    El jefe estaba allí, moreno, de cabello negro y reluciente. Era un indio mohawk, y tanto él como su tribu se dedicaban a trabajar en las construcciones de acero desde hacía ya mucho tiempo. Eran buenos trabajadores y había pocos trabajos de construcción importantes en los que los hombres de la tribu del jefe no hubieran intervenido. Cuarenta de ellos murieron en el peor de los accidentes de la construcción que registra la historia, cuando un puente casi terminado se desplomó sobre ellos, pero había no menos de dos docenas que trabajaban en la plataforma espacial. El jefe había trabajado en la fábrica, y había sido apreciado. Jugaba en el equipo de béisbol del pueblo y cantaba como bajo en el coro de la iglesia negra, pero, como no había ningún otro que hablara en su lengua india, se sintió solo. En ese tiempo, la plataforma espacial solicitaba trabajadores y ni una manada de caballos salvajes hubieran podido evitar que aceptara ese trabajo.

    Había reservado una mesa para Haney y Mike. Sus ojos se abrieron al ver a Joe, sonrió y faltó poco para que volcara la mesa al darle la mano.

    —¡Grandísimo pícaro! —dijo, cariñosamente—. ¿Qué haces tú aquí?
    —Hasta ahora, te estaba buscando —dijo Joe—. Tengo trabajo para ti.

    El jefe, todavía sonriente, sacudió la cabeza.

    —No puedo aceptar. Permaneceré aquí hasta que la plataforma se eleve.
    —De eso se trata —le dijo Joe—. Es preciso que encuentre una cuadrilla de obreros para reparar algo que traje y que se destrozó al aterrizar.

    Los cuatro hombres se sentaron. La barbilla de Mike sobrepasaba apenas el borde de la mesa. El jefe llamó a un camarero.

    —Carne para todos —ordenó. Se volvió hacia Joe y le dijo—: ¡Explícate!

    Joe les refirió su historia concisamente. Los giróscopos pilotos, que debían ser perfectos, habían sido destruidos por los saboteadores, que se dedicaron especialmente a inutilizarlos. El atentado con los cohetes de detonador de proximidad, que probablemente eran robados. La granada a bordo, que alguien preparó para que funcionara. La caja que, afortunadamente, explotó en el aire, después que la habían arrojado del avión. El aterrizaje forzoso y el incendio.

    El jefe gruñó. Haney apretó los labios. Mike tenía los ojos ardientes, con expresión enfurecida.

    —Hay muchos sabotajes —gruñó el jefe—, pero es difícil apresar a esos fulanos. Destruyeron los giróscopos para que el lanzamiento no pueda llevarse a cabo hasta que se fabriquen otros nuevos y poder disponer así de más tiempo para otros sabotajes.
    —Creo que es posible arreglarlos —dijo Joe, cuidadosamente—. Escuchen un momento, por favor.

    El jefe fijó los ojos sobre él.

    —Los giróscopos deben ser equilibrados de nuevo —dijo Joe—. Deben girar sobre su propio centro de gravedad. En la factoría los armamos, los hicimos girar y observamos cuál era el lado más pesado. Les quitamos metal hasta que funcionaron suavemente a quinientas revoluciones por minuto. Luego los hicimos girar a mil, y vibraban. Encontramos desequilibrios demasiado pequeños para poder ser notados antes. Hicimos las correcciones, les dimos mayor velocidad a los giróscopos, etcétera. Tratábamos de hacer que el centro de gravedad fuera el centro del eje, haciendo que el cen-tro del eje fuera el centro de gravedad. ¿Ven?

    El jefe dijo, impacientemente:

    —¡No hay otro modo de hacerlo! ¡No hay otro modo!
    —Yo veo otro modo —dijo Joe—. Cuando recogieron los despojos en el campo de aterrizaje, elevaron las cajas con una grúa. Los cables estaban enmarañados. Todas las cajas, excepto una, giraron. ¡Pero no se bamboleó ni una de ellas ¡Hallaron su propio centro de gravedad y giraron sobre él!

    El jefe frunció el ceño, sumido en profundos pensamientos. Luego, su rostro se iluminó.

    —¡Por las barbas de un chivo! —gruñó—. ¡Ya comprendo!

    Joe continuó, pasando grandes apuros para no mostrar una expresión de triunfo.

    —En lugar de hacer girar el eje y recortar el rotor, vamos a hacer girar el rotor y recortar el eje. Dispondremos el eje alrededor del centro de gravedad, en vez de tratar de desplazar el centro de gravedad hasta el centro del eje. Haremos girar los rotores sobre una base flexible de cojinetes y creo que todo irá bien.

    Para su sorpresa, fue Mike, el enano, quien dijo con calor:

    —¡Solucionó el problema! ¡Sí, señor, lo solucionó!

    El jefe respiró profundamente.

    —¡Sí! Y, ¿sabes cómo lo sé? En una ocasión, se construyó en la factoría una centrífuga de altas velocidades. ¿Recuerdas? —sonrió—. Era sólo un plato redondo con un eje en el centro y aletas en la parte posterior del plato. El eje fue colocado en un orificio demasiado grande, pero hicimos pasar por allí aire comprimido. Hizo que el plato flotara, el aire golpeó las aletas y giró con tanta dulzura como la de la miel. Se equilibró él mismo y no se bamboleó en absoluto. ¡Ahora vamos a hacer algo parecido!
    —Necesito un equipo de obreros para trabajar en ello —dijo Joe—, un equipo de tres o cuatro hombres, y puedo ocupar a quien quiera. Te escojo a ti y tú escoges los otros.

    El jefe sonrió abiertamente.

    —¿Tienes algo en contra, Haney? Tú, Mike y yo vamos a trabajar con Joe. ¡Miren!

    Sacó un lápiz de su bolsillo y comenzó a dibujar sobre el mantel de plástico. Entonces, en lugar de ello, tomó una servilleta de papel.

    —Es algo como esto...

    Los bistecs llegaron, crepitando sobre los platones en que habían sido cocinados. La parte exterior estaba tostada y el interior caliente y medio crudo. Los ejercicios intelectuales, como diseñar la forma en que trabaja una herramienta mecánica, no podían competir con el aroma, el aspecto y el sonido de los bistecs, y los cuatro se dejaron conquistar.

    Pero hablaron mientras comían, absortos y con una satisfacción cada vez más profunda conforme desaparecían los bistecs y tomaba forma en sus cabezas el método que iban a emplear. Por supuesto, no iba a ser del todo sencillo. Cuando los rotores estuvieran girando alrededor de su centro de gravedad, los recortes del eje harían que el centro cambiara. Pero el cambio sería infinitamente menos importante que el trabajo de limar los aros de los rotores. Si hacían girar los rotores y utilizaban al mismo tiempo un abrasivo sobre la parte superior del eje...

    —¡Debe ser un trabajo preciso! —advirtió Mike—. Necesitaremos mantener una superficie pulidora a un cuarto de vuelta detrás de la cuchilla de la máquina de cortar. Eso lo sostendrá.

    Joe recordó más tarde que se había sorprendido de ver que Mike conocía la teoría de los giróscopos, pero en aquel momento tragó lo que tenía en la boca rápidamente, para que las palabras pudieran salir.

    —¡Correcto! Y si cortamos demasiado hacia abajo, podemos blindar el cojinete hasta cierto grosor y cortarlo nuevamente...
    —Puede blindarse con iridio —dijo el jefe, sacudiendo el cuchillo con que estaba cortando su bistec—. Va a ser divertido. ¿Sin tolerancia, Joe?
    —Sin tolerancia —afirmó Joe—; será un trabajo preciso hasta los límites de lo que es posible medir.

    El jefe estaba radiante de alegría. La plataforma era un desafío a toda la humanidad. Los giróscopos pilotos eran esenciales para que la plataforma pudiera funcionar, y el satisfacer esa necesidad venciendo obstáculos que parecían imposibles era un reto para los cuatro hombres que se disponían a hacerlo.

    —Muy divertido —repitió el jefe, lleno de alegría.

    Terminaron sus bistecs, conversando. Devoraron enormes porciones de pastel de manzana, coronado absurdamente con montículos de helado de crema, conversando todavía animadamente. Tomaron café, interrumpiéndose los unos a los otros para trazar diagramas. Agotaron todas las servilletas de papel y estaban todavía absortos en ello, cuando alguien se acercó pesadamente a la mesa. Era el hombre grueso que había peleado con Haney sobre la plataforma: Braun.

    Dio un golpecito en el hombro de Haney y los cuatro hombres levantaron la vista.

    —Hemos peleado ya hoy —dijo Braun con voz extraña y rostro muy pálido—, pero no hemos terminado todavía. ¿Quiere que terminemos?

    Haney frunció el ceño.

    —Fue una tontería —dijo, enojado—. No era un lugar apropiado para pelear. Usted lo sabe.
    —Es verdad —dijo Braun con la misma voz extraña—. ¿Quiere que terminemos la pelea ahora?
    —Nunca eludo las peleas —dijo Haney, altivamente—. No rehusé pelear antes y tampoco lo hago ahora. ¡Usted provocó la riña a pesar que era una locura! Pero si ya venció la locura...

    Braun sonrió de manera muy rara.

    —Todavía estoy loco. Terminemos. ¿Quiere?

    Haney empujó su silla hacia atrás y se puso en pie, furioso.

    —¡De acuerdo, terminemos de una vez! Pudo haberme matado o yo a usted, tan cerca del abismo como estábamos.
    —¡Claro! Lástima que no muriera nadie —dijo Braun.
    —Esperen, amigos —dijo Haney fuera de sí, dirigiéndose a Joe y a los otros—. Hay una bodega en la parte de atrás de este local y Sid nos dejará pelear allí.

    Pero el jefe empujó hacia atrás su silla.

    —Bueno —dijo, sacudiendo la cabeza—, serviremos como testigos.

    Haney dijo con rebuscada cortesía:

    —¿No le importa? ¿No quiere avisar a alguno de sus amigos para que venga también?
    —No tengo amigos —dijo Braun—. ¡Vamos!

    El jefe fue decididamente a donde se encontraba el propietario del restaurante, le pagó la cuenta y habló con él. Sid asintió sin entusiasmo. No era cosa rara que le pidieran permiso para ir a su bodega con el fin que dos hombres pudieran pelear sin ser molestados. Bootstrap era una ciudad respetuosa de las leyes, porque el ser despedido del trabajo en la plataforma era perder el mejor empleo del mundo. Por ello, era necesario que las peleas se hicieran en secreto.

    Con el jefe mostrándoles el camino, atravesaron la cocina y salieron por la puerta de atrás del restaurante. La bodega estaba un poco más allá. El jefe entró, encendió la luz y echó una ojeada a su alrededor, satisfecho. La habitación estaba vacía, con excepción de unas cajas de cartón que estaban apiladas en un rincón. Braun se estaba quitando ya la chaqueta.

    —¿Quiere usted que haya asaltos? —le preguntó el jefe.
    —Quiero pelear —le respondió Braun insolentemente.
    —Bien —dijo el jefe—; entonces, ni patadas ni golpes bajos, y cuando uno de ustedes caiga al suelo, el otro le permitirá incorporarse. Esas son las reglas. ¿De acuerdo?

    Haney gruñó su conformidad y, a su vez, se despojó de su chaqueta, tendiéndosela a Joe; luego, se colocó frente a su adversario.

    El ambiente era curioso para una pelea. La bodega tenía paredes hechas de tablones de madera, el suelo estaba sucio, y del techo, en el centro del cuarto, pendía una sola lámpara. El jefe estaba de pie sobre el umbral de la puerta, disgustado. A él no le parecía correcto, no demostraban odiarse suficientemente para justificar la pelea. Tenían bastante terquedad y resolución, pero Braun estaba mortalmente pálido y tenía el rostro deformado..., pero no por el ansia de golpear y hacer daño. No; era otra cosa.

    Los dos hombres se enfrentaron, y, entonces, el rechoncho y moreno Braun le disparó un puñetazo a Haney. El golpe llevaba intención, pero casi nada más. Parecía como si Braun quisiera animarse para sostener la pelea que había insistido en terminar. Haney respondió con un directo que se desvió al chocar con la mejilla de Braun, y, entonces, se atacaron uno al otro, aporreándose sin ciencia ni destreza.

    Joe observaba la escena. Braun conectó un puñetazo que le hizo daño al otro, pero éste lo hizo retroceder dando traspiés. Volvió nuevamente a disparar puñetazo tras puñetazo, pero no tenía ni idea de cómo debe boxearse. Su único deseo era golpear, y lo hizo. Haney había estado malhumorado, más que enfurecido, pero comenzaba a enardecerse y a tomar la iniciativa.

    Derribó a Braun de un puñetazo. Éste se levantó con dificultad y atacó. Haney recibió un salvaje puñetazo en la oreja y respondió con un mazazo al plexo solar que hizo que Braun se doblara. El gordo volvió al ataque, disparando puñetazos.

    Haney le cerró un ojo, pero continuó peleando. Un directo a la mandíbula lo sacudió de pies a cabeza, pero no cesó. Haney le partió el labio, rompiéndole un diente, pero aún continuó.

    El jefe dijo, malhumorado:

    —¡Esto no es una pelea! ¡Deja de golpearlo, Haney! ¡No sabe defenderse!

    Haney trató de retirarse hacia atrás, pero Braun se lanzó sobre él, aporreándolo con furia hasta que Haney se vio obligado a derribarlo al suelo de nuevo. El gordo se puso en pie lentamente, se lanzó sobre Haney y fue derribado nuevamente. Haney se quedó quieto, resoplando con furia.

    —¡Abandone, necio! ¿Ha perdido usted el juicio?

    Braun comenzó a incorporarse de nuevo. El jefe intervino y le ayudó, mientras Haney lo miraba hoscamente.

    —Haney no continuará la pelea, Braun —dijo el jefe con firmeza—. No tiene usted ni una sola probabilidad a su favor. Terminado. Ya tiene usted bastante.

    Braun estaba ensangrentado y horriblemente aporreado, pero gritó:

    —¿Tiene bastante él también?
    —¿Se ha vuelto usted loco? —le preguntó el jefe—. ¡Ni siquiera tiene una marca!
    —Yo no tendré bastante, mientras no reciba él también lo suyo.

    Su respiración era jadeante, dando la impresión que sollozaba, como resultado de los golpes que había recibido en el cuerpo. No había sido una pelea, sino una verdadera paliza, pero Braun sacudía la cabeza para aclararse la vista.

    —¡Ya tienes bastante, Haney! —intervino Mike, el enano—. Ya estás satisfecho. ¡Díselo a él!
    —¡Claro que estoy satisfecho! —bufó Haney—. ¡No quiero continuar golpeándolo! ¡Ya me basta!
    —¡Bueno! ¡Bueno! —el jefe dejó libre a Braun, que jadeaba, y éste fue vacilante a donde había dejado su chaqueta y trató de ponérsela. Mike captó la mirada de Joe, asintió y éste ayudó a Braun a ponerse la chaqueta. Reinaba el silencio, sólo interrumpido por la respiración pesada y penosa de Braun.

    Se dirigió con paso inseguro hacia la puerta y, de pronto, se detuvo.

    —Haney —dijo con esfuerzo—. No le presenté mis disculpas antes de pelear con usted hoy; quise pelear antes. Pero ahora quiero que sepa que lo lamento mucho. Es usted un buen tipo, Haney. Yo estaba loco, ahora lo comprendo...

    Atravesó la puerta, dando traspiés, y desapareció.

    —¿Qué es lo que le sucede? —preguntó Haney, confuso.
    —Está loco —opinó el jefe—. Si iba a presentar disculpas...

    Mike sacudió la cabeza.

    —No quiso disculparse antes —dijo quedamente—, porque podías pensar que tenía miedo. Pero, después de probar que no le asusta una paliza..., se excusó, porque entonces sí podía hacerlo. Conozco muchos tipos que son infinitamente más desagradables que él.

    Haney se puso la chaqueta.

    —No lo entiendo —dijo sordamente—. La próxima vez que lo vea...
    —No volverás a verlo —dijo Mike—. Apuesto a que ninguno de nosotros vuelve a verlo.

    Pero se equivocaba.

    Salieron de la bodega, regresaron al restaurante Sid y el jefe le dio las gracias cortésmente al propietario por haber prestado su bodega para una pelea en secreto. Entonces, salieron a la calle comercial de Bootstrap, iluminada con luz neón.

    —¿Qué hacemos ahora? —preguntó Joe.
    —¿Dónde vas a dormir? —le preguntó el jefe con interés—. Puedo conseguirte una litera en donde vivo.
    —Voy a quedarme en la base —le respondió Joe con torpeza—. El mayor Holt conoce a mi familia desde hace mucho tiempo y voy a quedarme en su casa, detrás de la base.

    Haney levantó las cejas, pero no dijo nada.

    —Será mejor que te vayas, entonces —dijo el jefe—. Ya es medianoche y es posible que deseen cerrar las puertas. Ahí tienes el autobús.

    Un autobús iluminado estaba detenido al borde de la acera. Tenía las puertas abiertas, pero no había ningún pasajero. De tiempo en tiempo, un autobús hacía el recorrido entre la base y la ciudad, pero a la hora de cambio de turno de trabajo, una multitud de ellos viajaba en ambas direcciones. Joe se acercó y se subió al vehículo.

    —Iremos allá temprano —dijo el jefe—. Este trabajo no lo haremos por turnos, examinaremos las cosas, veremos qué hay que hacer y luego nos pondremos a trabajar. ¿De acuerdo?
    —De acuerdo —dijo Joe—, y gracias.

    Haney hizo con la mano un gesto de despedida y los tres hombres se alejaron, ocultando a Mike de vez en cuando las dos anchas siluetas de Haney y del jefe. Sin embargo, cuando se les veía, sus modales eran grotescos. El reflejo de todos los anuncios de diferentes colores que se encontraban sobre ellos los hacía parecer un trío muy pintoresco. Llegaron ante una cervecería y entraron.

    Joe se sentó. Estaba solo en el autobús. El chofer se había ido.

    Los ruidos de Bootstrap en la noche eran peculiares. Pasos, tintineo de timbres de bicicleta, voces, un aparato de radio que vociferaba en alguna parte, el altavoz de una tienda de discos y, por encima de todo, el ruido producido por la gente que se divertía.

    Alguien dio un fuerte golpe sobre el vidrio de la ventanilla junto a la que se encontraba Joe. Se sobresaltó, miró y vio a Braun, magullado y sangrando por la comisura de los labios, que le rogaba por señas que saliera a la puerta del autobús.

    Braun lo miraba de un modo diferente. Ya no parecía desesperado, ni terco, ni furioso. A pesar de la paliza que había recibido, parecía estar completa y, en cierto modo, espantosamente tranquilo. Parecía alguien que había llegado al final de su tormento y lo único que sentía era alivio.

    —Diga —inquirió—, la muchacha que le acompañaba a usted hoy..., es hija del mayor Holt. ¿No es así?

    Joe arrugó el entrecejo suspicazmente y asintió.

    —Dígale a su papá —continuó Braun— que le han dado un soplo caliente. ¡Un soplo caliente! Que vaya mañana a dos kilómetros al norte de la base y encontrará algo terrible. ¡Caliente! Dígaselo. A dos kilómetros.
    —Sí —le dijo Joe, cuyo ceño estaba cada vez más fruncido—. Pero, escuche...
    —No se olvide de decir «caliente» —repitió Braun.

    Por increíble que pudiera parecer, sonrió, luego giró sobre sus talones y se alejó. Joe regresó a su asiento en el autobús vacío, se sentó y esperó a que saliera hacia la base, tratando de adivinar cuál era el significado del mensaje. Puesto que era destinado al mayor Holt, debía tener algo que ver con la seguridad y ésta significaba defensa contra los sabotajes. «Caliente» podría significar «impor-tante», pero allí y en aquel tiempo, era muy probable que quisiera decir algo completamente diferente. En realidad, podía significar algo capaz de ponerle a uno los cabellos de punta, cuando se relacionaba con la plataforma espacial.

    Joe siguió esperando que arrancara el autobús y se convenció a sí mismo que el empleo que hacía Braun de la palabra «caliente» no significaba simplemente «importante». Sin ninguna duda, era otro el significado que le daba Braun.

    Sus dientes iban a comenzar a castañetear, pero Joe no permitió que lo hicieran.


    CAPÍTULO 6


    Cuando Joe llegó a la base, no pudo encontrar al mayor Holt allí, ni en la zona residencial de oficiales que se encontraba en la parte de atrás. Sólo encontró al ama de llaves, que bostezó mientras dejaba entrar a Joe. Sally estaría probablemente dormida desde hacía mucho tiempo. Joe no conocía ningún procedimiento para ponerse en contacto con el mayor Holt, pero creía que Braun era un buen tipo, porque si no fuera así, no habría insistido tanto en recibir una buena paliza antes de presentar sus excusas. Inquieto, se dejó conducir a una habitación con un catre y se durmió en seguida. Pero estaba extraordinariamente preocupado.

    En efecto, a la mañana siguiente, se despertó a una hora muy temprana, debido a que el mensaje de Braun permanecía en su mente. Estaba esperando en el piso bajo cuando apareció el ama de llaves, que parecía asustada.

    —¿El mayor Holt? —preguntó Joe.

    Pero el mayor ya se había ido. Sin duda se había conformado con no más de tres o cuatro horas de sueño. Había una taza de café vacía, cuyo contenido había bebido antes de regresar a la oficina del servicio de seguridad.

    Joe caminó hasta la cerca de alambre de espino que rodeaba la zona residencial de los oficiales y le explicó al centinela que se encontraba allí a dónde deseaba ir. Un adormilado chofer lo condujo, dando tumbos por el camino circular de menos de un kilómetro que llevaba al edificio de la seguridad. Una vez en éste, se las arregló para llegar hasta la oficina del mayor Holt.

    La melancólica y poco atractiva secretaria del mayor estaba trabajando ya y lo condujo ante el mayor Holt, que parpadeó al ver a Joe.

    —Hmm..., tengo noticias —observó—. Hemos seguido la pista a la caja que explotó poco después de ser arrojada del avión.

    Joe casi lo había olvidado, debido a que desde entonces habían sucedido demasiadas otras cosas.

    —Del asunto ese sacamos dos prisioneros muy interesantes —dijo el mayor—. Puede ser que hablen. No logramos arrestar al hombre del pelo claro que ayudó a llenar los tanques de carburante del aeroplano en que viniste, pero una inspección de emergencia de otros aparatos de transporte ha dado como resultado el hallazgo de otras tres granadas en el emplazamiento del tren de aterrizaje, que esperaban a que pusieran el mecanismo en funcionamiento. Además, otras dos botellas de CO2 contenían una sustancia muy diferente. ¡Un trabajo muy bueno!
    —Me alegro de ello, señor —dijo Joe cortésmente.
    —En total, hemos sufrido una pérdida en los giróscopos, pero tenemos probabilidades de impedir varios otros desastres. ¿Encontraste a los hombres que buscabas?
    —Los he encontrado, pero...
    —Voy a hacer la transferencia para que trabajen bajo tu dirección —dijo el mayor—. Dame sus nombres.

    Joe se los dijo y el mayor los escribió.

    —Muy bien. Ahora estoy ocupado, y...
    —Tengo algo que señalar —dijo Joe—, y creo que debe ser verificado cuanto antes. No me gusta nada en absoluto.

    El mayor esperó y Joe le explicó con mucho cuidado todo lo concerniente a la pelea sobre la plataforma del día anterior, la insistencia de Braun por terminar la pelea más tarde en Bootstrap y, más tarde, el soplo caliente que le había confiado a él, cuando ya todo estaba terminado. Y repitió el mensaje exactamente, palabra por palabra.

    El mayor, a decir verdad, no lo interrumpió. Escuchó con una expresión que pasaba de la severidad a la fatiga. Cuando concluyó Joe, tomó un teléfono y habló brevemente. Joe sintió algo así como una aprobación involuntaria. El mayor Holt no era una persona que un hombre cualquiera pudiera considerar como agradable y el trabajo del que tenía que ocuparse no era muy adecuado para hacerlo popular, pero era alguien que pensaba con rectitud y rapidez. No se molestó siquiera en pensar que «caliente» podía significar «importante».

    Cuando colgó el teléfono, dijo bruscamente:

    —¿Cuándo vendrán los componentes de tu equipo de trabajo?
    —Temprano —dijo Joe—, pero todavía no. Supongo que dentro de dos horas, más o menos.
    —Vete con el piloto —dijo el mayor—. Reconocerás qué quiso decir Braun tan pronto como cualquier otro, sea lo que sea.

    Joe se puso en pie.

    —¿Cree usted que el informe es exacto? ¿Que tiene un significado?
    —No es la primera vez —dijo el mayor sin emoción— que un hombre es obligado por medio del chantaje a hacer sabotajes. Si tiene familia en algún lugar del extranjero y le amenazan con la muerte o la tortura para sus familiares si no hace lo que ellos desean, se encuentra en una situación muy difícil. Ya sucedió antes. El hombre en cuestión no puede decirme a mí nada, porque está vigilado siempre, pero, a veces, encuentra una salida.

    Joe estaba confundido y su rostro lo mostraba claramente.

    —Puede tratar de llevar a cabo el sabotaje, después de haberlo señalado para ser apresado durante su ejecución. Si es apresado, la amenaza que pesa sobre sus seres queridos no se lleva a cabo en absoluto, con tal que mantenga la boca cerrada. Lo cual debe hacer. Y..., ¡ah!, te sorprendería comprobar cuán frecuentemente, individuos que no son nacidos en los Estados Unidos prefieren ir a la cárcel por sabotaje que cometerlo en realidad..., aquí.

    Joe parpadeó.

    —Si tu amigo Braun es apresado —continuó el mayor—, será castigado con severidad..., oficialmente. Pero, en secreto, alguien le informará que será dejado en libertad tan pronto estime él que no peligra ya su seguridad personal o la de los suyos. Y lo será. Eso es todo.

    Se enfrascó en sus papeles y Joe salió. En camino hacia donde tenía que encontrarse con el piloto del avión que iba a llevarlo a verificar el soplo, reflexionó sobre ciertas cosas y comenzó a sentir una especie de orgullo incipiente, pero bien definido. No estaba completamente seguro de saber expresarlo, pero, en cierto modo, era debido a que sentía que formaba parte de un país por el que podían llegar a sentir lealtad personas de diversas y muy diferentes procedencias. Puede haber muchas cosas que no vayan bien en una nación, pero cuando un ciudadano de origen extranjero llega a preferir ser castigado por un crimen antes de cometerlo, no es un país al que sea desagradable pertenecer.

    Cuando atravesó el amplio interior de la base y pasó junto al monstruo de creciente resplandor que era la plataforma espacial, llevaba con él, en lugar de Sally, un guardia de seguridad. Fue hacia las grandes puertas de vaivén por las que penetraban los grandes camiones cargados de materiales y en las que había guardias que controlaban cuidadosamente a todos los chóferes, antes de permitir la entrada de sus vehículos. Pero, en cierto modo, no resultaba algo irritante, no se trataba de desconfianza desdeñosa. Naturalmente, debía haber en el servicio de seguridad individuos rudos y violentos, que se pavonearían. Pero, incluso ellos, estaban guardando algo en lo que había hombres venidos de los más remotos rincones del planeta, dispuestos a perder la vida si fuera necesario.

    Joe y su guía llegaron a una de las entradas, cuando un camión de diez ruedas penetraba, cargado de brillantes láminas metálicas, atravesaron la abertura y salieron. El Sol acababa de salir y parecía enorme, pero muy lejano, y, de pronto, Joe comprendió por qué había sido elegido aquel lugar para construir en él la plataforma.

    El terreno era llano. En toda la extensión, hasta el horizonte, del lado oriental, ni siquiera un montículo se elevaba sobre la llanura. Era un desierto desnudo, árido y abrasado por el Sol, que carecía de rasgos, excepción hecha de los mezquites y los altos y delgados tallos de los matorrales de yuca. Pero era liso como una autopista; un lugar perfecto para que de él partiera la plataforma. No debería tocar el suelo en absoluto una vez que hubiera abandonado la base, pero, al menos, no tropezaría con ningún obstáculo al dirigirse hacia el horizonte.

    Un avión ligero apareció, inclinado y rodeando la superficie exterior grande y curva de la base. Aterrizó y rodó hasta la puerta; luego, giró elegantemente y su puerta del costado se abrió.

    Una mano vendada ondeó, saludando a Joe. Subió al aparato. El piloto del ligero y frágil aparato era el copiloto del avión de transporte. Era el hombre al que Joe había ayudado a arrojar la carga.

    Joe se instaló en el asiento de la derecha y el pequeño motor se puso en marcha. El aeroplano se lanzó hacia delante, sobre el suelo duro y árido del desierto, y se elevó. El copiloto (piloto, ahora) tronó amistosamente sobre el estruendo de los motores:

    —Hola. ¿No pudo dormir? ¿Le dolían las quemaduras?

    Joe sacudió la cabeza.

    —Me sentía molesto —respondió a gritos, y añadió—: ¿Quiere que le ayude, o vengo solamente para dar un paseo?
    —Antes, vamos a echar una ojeada —dijo el piloto por encima del estruendo del motor—. A dos kilómetros al norte de la base. ¿No es así?
    —Exacto.
    —Vamos a ver qué hay allí.

    El pequeño avión ascendió y, cuando se encontró a ciento cincuenta metros de altura, casi al mismo nivel que la cumbre del edificio de la base, se alejó y comenzó a hacer movimientos rápidos que parecían sin objeto. Luego, regresó. Realmente, se trataba de una misión de búsqueda. Joe miraba hacia el suelo desde su lado de la cabina. Era verdaderamente un aparato muy pequeño y, en consecuencia, su motor era mucho más ruidoso que los motores más potentes de los aviones grandes.

    —Estas quemaduras que recibí me mantuvieron despierto —dijo el piloto, mirando hacia abajo—, de modo que me levanté y, mientras deambulaba sin rumbo fijo, llegó la noticia que hacía falta alguien para pilotear este cacharro. Me ofrecí a hacerlo.

    Continuaron dando vueltas, avanzando y retrocediendo. Desde ciento cincuenta metros de altitud, en las primeras horas de la mañana, el terreno tenía una apariencia muy curiosa. El avión volaba lo suficientemente bajo para que hasta los más pequeños detalles fueran visibles, y, como era bastante temprano, los arbustos proyectaban una larga y tenue sombra. El terreno parecía estar rayado, pero todas las rayas iban en la misma dirección; eran las sombras.

    Joe exclamó de pronto.

    —¿Qué es eso?

    El aparato se ladeó en ángulo muy inclinado y volvió hacia atrás, luego volvió a ladearse. El piloto observaba cuidadosamente, y, alargando la mano, oprimió un botón. Hubo un ligero choque en el suelo. Volvieron a girar, inclinados sobre un ala, y Joe vio una nubecilla de humo que flotaba en el aire.

    —Ahí hay un hombre —le gritó el piloto—, que parece estar muerto.

    Volaron sobre el objeto que se encontraba en tierra y Joe vio una segunda bocanada de humo.

    —Nos observan por radar desde la base —gritó para poder ser oído por Joe, a medio metro de distancia—, y esto señala el lugar. Ahora, vamos a ver si hay algo que tenga relación con la parte caliente del soplo.
    —Alargó la mano hacia arriba detrás de su asiento y asió una caña, semejante a una caña de pescar de carrete muy ancho, que llevaba también audífonos gemelos y algo que parecía un pez de aluminio al final de la línea.
    —¿Conoce los contadores Geiger?

    Al asentir Joe, el piloto dijo:

    —Póngase este casco con audífonos y escuche.

    Joe se puso los audífonos. El piloto movió un interruptor y Joe oyó chasquidos, que no eran regulares ni de una frecuencia determinada. Eran chasquidos que se producían a intervalos irregulares, pero parecía ser que había cierto promedio por segundo.

    —Saque el contador por la ventana —le rogó el piloto— e indíqueme si los chasquidos se hacen más rápidos.

    Joe obedeció. El pez de aluminio se bamboleó y la línea se inclinó hacia la cola del avión arrastrada por el viento, trazando una curva entre la caña y el objeto de aluminio, cóncava en relación a la dirección que seguía el avión. El piloto miró hacia el suelo, entrecerrando los ojos, y comenzó a trazar un amplio círculo sobre el lugar en donde estaba tendido el hombre aparentemente muerto y sobre el cual flotaban ahora dos nubecillas de humo. De repente, cuando habían recorrido las tres cuartas partes del círculo que estaban trazando en su vuelo, los chasquidos irregulares se convirtieron en un rugido y Joe gritó:

    —¡Eh! ¡Ahora se oye fuerte!

    El avión se balanceó y volvió hacia atrás. El piloto señaló el botón que había oprimido él antes.

    —Apriételo cuando vuelva a oírlo fuerte.

    Los chasquidos..., luego el rugido. Joe apretó el botón y sintió el golpecito del disparador de humo.

    —Otra vez...

    El aparato se acercó más al lugar en donde se hallaba tendido el cadáver del hombre y Joe sintió la desagradable seguridad de saber quién era el muerto. Un nuevo aumento del volumen en los audífonos y Joe volvió a oprimir el botón.

    —Recójalo ahora —le dijo el piloto—, ya terminamos nuestro trabajo.

    Joe recogió todo, mientras el avión regresaba a la base. En el aire, detrás de ellos, flotaban varias nubecillas de humo, que habían sido detectadas desde el instante de su aparición. Alguien en la base sabía que en cierto lugar había algo que era preciso investigar. Las dos últimas nubecillas de humo significaban que había radiactividad en el aire donde flotaban. No era necesaria una información mucho más completa para comprender claramente el significado que Braun había querido dar a la palabra «caliente». Era caliente en el sentido que estaba relacionada con la radiactividad.

    El aparato descendió y aterrizó nuevamente cerca de las grandes puertas. Avanzó por el terreno y el piloto apagó el motor.

    —Hemos estado utilizando contadores Geiger desde hace varios meses —dijo complacido— y nunca antes habíamos notado nada. Esta vez estábamos preparados.
    —¿Para qué? —preguntó Joe. Pero conocía la respuesta.
    —Suponíamos que podía tratarse de polvo atómico —contestó el piloto—. Hace ya mucho tiempo se habló de él como posible arma. ¿Ha oído usted hablar alguna vez del informe Smyth? Nunca se intentó ponerlo en ejecución, pero pensamos que quizá lo utilizaran contra la plataforma. Si alguien llega a esparcir un poco de cobalto radiactivo, por ejemplo, podrían ser quemados los tres turnos de trabajadores, antes de descubrirlo. Posiblemente era esta la idea en este caso concreto, pero el tipo que debía encargarse de arrojar la materia radiactiva abrió el recipiente que la contenía para verla y eso le costó la vida.

    Saltó al suelo desde el avión y se dirigió hacia la puerta. Tomó un teléfono de manos de uno de los guardianes, habló cortantemente durante un momento y luego regresó sobre sus pasos.

    —Van a venir en su busca —dijo amablemente—. Espere usted aquí. Yo debo irme. ¡Hasta la vista!

    Subió al aparato, el motor tosió y el ligero avión se alejó velozmente. Poco después, estaba en el aire y seguía en dirección sur.

    Mientras Joe esperaba, algo salió de la base produciendo un sonido metálico. Era un tractor con un blindaje extraordinariamente pesado. Dentro viajaban varios hombres que llevaban también una rara armadura, que se estaban ajustando. El tractor remolcaba una plataforma de oruga sobre la que había una grúa y una gran caja recubierta de plomo, con tapadera. Se alejaron rápidamente hacia el norte.

    Joe comprendió. Tanto el vehículo como los hombres estaban protegidos contra la radiactividad. Se aproximarían al cadáver del hombre, lo levantarían y lo meterían en la caja recubierta de plomo junto con todo el material radiactivo que se encontrara a su alrededor. Ese equipo había tenido que ocuparse ya de una bomba atómica que un falso coronel intentaba arrojar contra la base. Habían estado preparados para esa emergencia y estaban siempre disponibles. Alguien había tratado de prever todos los medios que podrían ser empleados para tratar de destruir la plataforma.

    Un guardia fue en busca de Joe y lo condujo a donde esperaban el jefe, Haney y Mike, al lado de las cajas que todavía permanecían parcialmente abiertas y que encerraban los giróscopos pilotos. Tenían varias ideas nuevas sobre el trabajo y aparecieron nuevos problemas al ser descubiertos los giróscopos. Hicieron varios descubrimientos desalentadores, pero Joe se limitó a anotar las partes que podrían ser reemplazadas en el tiempo disponible para volver a equilibrar los rotores y, también, las que no podían, pero debían serlo.

    —¡Qué suciedad! —exclamó Haney tristemente, mientras trabajaban—. ¡Vamos a necesitar dos días tan sólo para limpiar todo esto!

    El jefe examinó los dos rotores. Eran grandes discos de un metro veinte centímetros con ejes extraordinariamente cortos y desarmables. Los extremos de los ejes eran conos muy bien pulidos, que se adaptaban con una precisión increíble dentro de soportes, con entalladuras intrincadas para asegurar la lubricación. Al ponerse en marcha el aparato, un aceite muy especial de sílice penetraba en los cojinetes a gran presión. El aceite, distribuido por los canales, formaría una película que, por medio de presión, evitaría que los ejes metálicos en movimiento entraran realmente en contacto con los cojinetes que los soportaban. De hecho, los rotores flotarían en aceite de la misma forma que la centrífuga que había mencionado el jefe flotaba sobre aire comprimido. Pero era preciso que estuvieran perfectamente equilibrados, porque cualquier desequilibrio haría que el eje perforara la película de aceite y el contacto de un metal con otro es indeseable en un objeto que gira a cuarenta mil revoluciones por minuto. Los ejes y los cojinetes se calentarían al blanco en fracciones de segundo y las consecuencias serían terribles.

    —Es preciso que lo hagamos girar en un torno —dijo el jefe con voz profunda—, para detener los mandriles, que tienen que ser forzosamente estos mismos cojinetes, debido a que ninguna otra cosa alcanzará la velocidad necesaria. Y será preciso que desmontemos y apartemos la placa base del torno de modo que haya espacio para los rotores. Y tenemos que hacerlos girar con el eje alineado con el eje de la Tierra.

    Mike asintió con convicción y Joe intuyó lo que él había señalado. Era bastante exacto. Un giróscopo de alta velocidad podría girar solamente unos minutos si su soporte estuviera orientado en otra dirección. Si un giróscopo de precisión tuviera su eje apuntando al Sol, por ejemplo, mientras funcionara, su eje tendría tendencia a seguir al Sol. Se opondría a la rotación de la Tierra y se estropearía.

    Tendrían que utilizar los mismos cojinetes cónicos, pero para proteger los canales de la lubricación, tendrían que usar láminas en forma de conos al principio, mientras girara a poca velocidad. Los extremos cónicos del eje deberían ser pasados nuevamente por las máquinas para ser bien alineados. Y los cojinetes debían ser montados de tal forma que los rotores pudieran encontrar su propio centro de gravedad.

    Habían utilizado muchas servilletas de papel la noche anterior examinando sólo esos problemas, pero ahora aparecieron otros nuevos, cuando las cajas vacías y los restos quemados de los embalajes fueron retirados.

    Trabajaron durante cuatro horas para limpiar el hollín y los restos carbonizados. La lista hecha por Joe de piezas pequeñas que deberían ser reemplazadas era tan larga como su brazo. Por supuesto, los motores deberían ser desechados y substituidos por otros nuevos. Considerando su velocidad (a la velocidad de trabajo, el campo de fuerza era prácticamente inexistente), era preciso que fueran reconstruidos de nuevo, lo cual significaba que la fábrica Kenmore debería trabajar sin descanso.

    Un mensajero llegó buscando a Joe. Lo llamaban de la oficina de seguridad. La melancólica secretaria del mayor Holt no levantó la vista cuando él entró y el mayor Holt mismo parecía más cansado que de costumbre.

    —Había un hombre allá afuera —dijo concisamente—. Creo que se trata de tu amigo Braun y te he hecho venir para que lo veas.

    Joe ya lo había supuesto.

    —Abrió un recipiente que contenía más de doscientos gramos de polvo finísimo de cobalto radiactivo y eso lo mató.
    —¿Cobalto radiactivo? —dijo Joe.
    —Exactamente. Doscientos gramos de ese polvo producen la misma radiación que ciento diez kilogramos de radio. Tenía instrucciones sin duda de colocarse en un punto tan elevado como fuera posible y arrojar el polvo al aire. Un polvo tan sumamente fino se difundiría casi de la misma manera que un fluido y hubiera contaminado la base de tal forma que no hubiera podido ser utilizada durante varios años..., haciendo a un lado el hecho que hubieran muerto todos los obreros que trabajan en los tres turnos.

    Joe tragó saliva.

    —¿Fue quemado?
    —Tenía el equivalente de ciento diez kilogramos de radio a pocos centímetros de su cuerpo y no era muy sano por naturaleza —dijo el mayor con rudeza—. Para contener ese material, el recipiente de berilio no era una protección suficiente y después de guardarlo durante varios minutos en el bolsillo, estaba condenado a morir aunque él quizá no lo supiera.

    Joe comprendió qué era lo que querían que hiciera.

    —Quiere usted que le diga si ese cadáver es el del hombre que me dio el soplo, ¿no es así?

    El mayor asintió.

    —Y después deseo que se someta usted a un control radiactivo. Es poco probable que..., ah..., llevara encima el cobalto ayer por la noche en Bootstrap. Pero en el caso que lo llevara, usted necesitará recibir un tratamiento preventivo sin duda. Y también los hombres que estaban con usted.

    Joe comprendió lo que quería decir. Braun había recibido un recipiente relativamente pequeño lleno de la sustancia más mortífera que existe en la Tierra. Cuando enviaban de Oak Ridge para usos científicos unos pocos miligramos, lo hacían en cajas gruesas de plomo. Braun llevaba encima más de doscientos gramos, doscientas mil veces más, en un recipiente que podía llevar en el bolsillo. En tales circunstancias, no sólo era un cadáver ambulante, sino que además significaba la muerte para todos los que pasaran junto a él.

    —En todo caso, alguien más ha podido ser contaminado —dijo el mayor sin emoción—, de modo que, voy a hacer sonar la alarma radiactiva y controlar a todos los habitantes de Bootstrap, para ver si no hay otras personas quemadas. Es muy probable que el hombre que le dio a Braun el recipiente esté también quemado. Pero, por supuesto, tú no mencionarás nada de lo que te digo.

    Le hizo un gesto de despedida y Joe se disponía a retirarse, cuando el mayor añadió bruscamente:

    —Te dije antes que habíamos encontrado tres aviones que llevaban granadas, pero ahora, el número total asciende a ocho. Los hombres que llevaron a cabo el sabotaje desaparecieron. Se desvanecieron repentinamente durante la noche pasada. Alguien les advirtió. ¿Hablaste con alguien de ello?
    —No, señor —respondió Joe.
    —Quisiera saber —dijo el mayor fríamente— cómo han conseguido saber que habíamos descubierto su artimaña.

    Joe se retiró, sintiendo frío en la boca del estómago. Tenía que identificar a Braun y luego, él mismo tendría que someterse a un control radiactivo. En ese orden. Tenía que identificar antes a Braun, porque si él había llevado el recipiente de cobalto radiactivo la noche anterior en el restaurante Sid, Joe estaría condenado a morir, y lo mismo el jefe, Haney y Mike, y todas las personas que estuvieron cerca de él. Por ello, Joe tenía que identificarlo antes que pudiera molestarle el hecho que él mismo iba a morir.

    Hizo la identificación. Braun estaba acostado muy decentemente en una caja recubierta de plomo, que tenía una mirilla de cristal a la altura de su rostro. No tenía rastros de heridas, exceptuando las marcas dejadas por su pelea con Haney. Las radiaciones lo habían quemado muy profundamente, pero no habían dejado ninguna marca. Había muerto antes que pudieran desarrollarse síntomas externos.

    Joe firmó un certificado y fue a someterse al control radiactivo para saber si podría seguir viviendo. Era una sensación peculiar, y lo más extraño de todo era que no estaba asustado. No estaba seguro de haber sido contaminado interiormente, ni lo estaba de haberlo sido. Sencillamente, no tenía miedo. Nadie cree nunca que va a morir en el sentido de cesar de existir. El más redomado cobarde permanece junto al muro donde va a ser fusilado o atado a la silla eléctrica, descubre que, de modo muy sorprendente, no llega a creer que lo que le suceda a su cuerpo va a matarlo a él, al individuo. Es por esta causa que un gran número de personas mueren con razonable dignidad, sabiendo que no vale la pena hacer demasiada alharaca por ello.

    Pero cuando los contadores Geiger recorrieron su cuerpo de los pies a la cabeza, siendo normal su temperatura y sus reflejos correctos, cuando estuvo seguro de no haber sido contaminado, sintió las rodillas flojas. Y esto también era natural.

    Fue caminando hasta donde se encontraban los giróscopos en reparación y vio que sus amigos se habían ido, dejándole unos apuntes garrapateados. Habían ido a buscar las herramientas mecánicas necesarias para llevar a cabo el trabajo que tenían entre manos.

    Continuó trabajando con los giróscopos estropeados, pensando en Braun y sintiendo una helada aversión hacia las personas que eran responsables de la muerte de Braun, como parte de un proyecto para provocar la muerte de todas las personas que trabajaban en la plataforma. Su aversión era mucho más profunda que su enojo, siendo respaldada por todo en lo que creía, que siempre había deseado y que esperaba ansioso. El enfado podía disminuir, pero lo que sentía, jamás. Pensó en ello mientras trabajaba, rodeado por todos los ruidos de la semiesfera.

    Una voz dijo:

    —Joe.

    Se enderezó y, volviéndose, vio que Sally estaba detrás de él, mirándolo muy seriamente.

    —Papá me explicó todo —dijo ella, tratando de sonreír— sobre el control radiactivo que indicó que estabas perfectamente. ¿Me permites felicitarte porque puedas permanecer por largo tiempo entre nosotros? ¿Y también porque..., porque el cobalto no estuviera nunca cerca de ti o de todos nosotros?

    Joe no supo qué responder exactamente.

    —Voy a entrar a la plataforma —le comunicó ella—. ¿Quieres acompañarme?

    Se limpió las manos con una hilacha de algodón.

    —Con mucho gusto. Mi equipo fue a buscar las herramientas mecánicas que necesitamos y, de todos modos, no puedo hacer gran cosa hasta que regresen.

    Se colocó a su lado y fueron caminando hacia la plataforma. Era algo que le parecía todavía mágico, sin importar la cantidad de veces que Joe lo había visto. Mucho más grande de lo que era posible creer. Su blindaje brillante relucía entre el andamiaje intrincado que lo rodeaba y también podían verse los fuegos fatuos de los sopletes de soldar en diversos lugares. Los ruidos de la semiesfera eran un tumulto constante en los oídos de Joe, aunque comenzaba a acostumbrarse a ellos.

    —¿Cómo puedes ir a todos sitios con tanta libertad? —le preguntó él—. Yo tengo que pasar siempre por infinidad de controles.
    —Te van a dar un pase permanente —le dijo ella—, pero es preciso que pase por los canales reglamentarios. En cuanto a mí, tengo influencia. Siempre entro atravesando la seguridad y tengo aleccionados a los guardias de las puertas. Además, tengo algo que hacer en la plataforma.

    Joe volvió la cabeza para mirarla.

    —Decoración interior —le explicó ella—, y no te rías, no es para embellecer, sino por razones psicológicas. La plataforma fue diseñada por ingenieros y gente con reglas de cálculo. Calcularon el medio para las maquinarias muy bien, pero habrá también hombres viviendo en ella y ellos no son máquinas.
    —No comprendo...
    —Diseñaron los jardines hidropónicos —dijo Sally, con cierto desdén—. Calcularon cuidadosamente que once pies cuadrados de superficie de hojas de una planta de calabazas sería suficiente para purificar todo el aire que consume un hombre en reposo..., al descomponer el anhídrido carbónico en oxígeno y carbono, y que para un hombre que trabajara sería necesaria otra superficie complementaria determinada para que el aire que respirara permaneciera puro. Por consiguiente, diseñaron el jardín de modo que pudiera contener la mayor superficie posible de hojas de calabaza. Suponían que el alimento le llegaría a la tripulación desde la Tierra, por medio de naves espaciales de transporte. Pero, ¿te imaginas a los hombres sobre la plataforma, flotando en el vacío, viviendo a base de alimentos deshidratados y llenándose ansiosamente de calabazas, porque sería la única cosa verdaderamente fresca de la que dispondrían?

    Joe comprendió el lado irónico.

    —Piensan en la eficiencia de las máquinas —dijo Sally, indignada—. Yo no comprendo gran cosa de máquinas, pero si no comprendo a los seres humanos, entonces, he perdido sin duda una enormidad de tiempo en las escuelas y otras partes. Yo protesté y el jardín no será tan eficiente como sistema de purificación..., renovador de aire si lo prefieres, pero va a ser un lugar agradable para cualquier hombre que vaya a él. Por lo menos, no olerán siempre a calabazas. He conseguido que agreguen algunas flores.

    Estaban ya muy cerca de la plataforma, a la que le faltaba poco para estar terminada. Joe la miró ansioso y sintió verdadera prisa. Trató de imaginarse que el andamiaje había sido retirado y que la plataforma flotaba en el espacio libremente, con los rayos abrasadores del Sol que se reflejarían sobre ella, teniendo como fondo las estrellas, que despedirían una luz fija, sin parpadeos. Pero más cerca, habría rápidos y envidiosos satélites en órbitas muy por debajo. Esos pequeños satélites más antiguos serían de forma extraña e irían desde el primer sputnik que dio la vuelta alrededor de la Tierra, hasta los satélites comerciales de televisión, que no eran tan satisfactorios como el hombre había esperado.

    Sally continuó hablando.

    —También presenté un argumento sobre las habitaciones. ¡Querían pintar con aluminio todas las paredes interiores! Les argüí que tanto en el espacio como fuera de él, dondequiera que vivan personas, habrá quehaceres domésticos. La plataforma va a ser su hogar, y es preciso que se sientan humanos en ella.

    Pasaron por una de las aberturas entre el laberinto de columnas. Por todas partes, en torno a ellos, había camiones, motores ruidosos y grúas. Joe apartó a Sally a un lado al ir hacia ellos un enorme camión con remolque que acababa de descargar algún gigantesco objeto para uso interno. El vehículo pasó junto a ellos. Sally fue delante y se dirigieron hacia un tramo de escaleras pro-visionales de madera, al pie de las cuales se encontraban dos guardias de seguridad. Sally habló con ellos, sonrieron y le indicaron a Joe que podía continuar su camino. Ascendió los escalones de madera, que serían retirados seguramente antes del lanzamiento de la plataforma, y, por primera vez, se encontró realmente dentro de la plataforma.

    Fue un momento de emociones vívidas. Durante las últimas veinticuatro horas había conocido la vergüenza y el peligro, y solamente un rato atrás había llegado a pensar indiferentemente en su propia muerte. Después, había resultado que podría seguir viviendo todavía por mucho tiempo. Sabía que Sally habría estado asustada, al menos por él, y que sus maneras indiferentes eran fingidas. Ella estaba al menos tan agitada interiormente como él.

    Y era la primera vez que se encontraba dentro de lo que iba a ser la primera nave espacial habitada que abandonaría la Tierra para un viaje sin regreso.


    CAPÍTULO 7


    Nadie hubiera podido experimentar las emociones que Joe había conocido en una noche y un día y continuar como de costumbre. El ver a un hombre que había preferido morir antes de matar a Joe, entre otros, tuvo su efecto, y también lo alteró el saber que pudo haberle matado sin que él mismo lo supiera. El examen para buscar quemaduras radiactivas, del cual podría deducirse que moriría muy pronto, fue otra experiencia dura. Y Sally..., había estado expuesta al peligro de radiación del cobalto, pero no lo supo sino cuando el peligro había desaparecido ya. En realidad, había estado mucho más temerosa por él que por ella misma y se daba cuenta claramente de ello. Cuando además de todo, se encontró Joe en la plataforma espacial, se sintió profundamente emocionado.

    Sin embargo, no habló de ello, sino que, por el contrario, hizo comentarios técnicos, examinando las paredes interiores y su alineación, casi desde la entrada provisional. En realidad, el blindaje de la plataforma era doble. La capa exterior era destinada a detener los meteoritos. Las partículas de polvo cósmico podrían chocar contra ella y explotar sin causar daños internos. También podrían perforarla sin provocar una falta de aire. Entre las dos capas de blindaje habría lana de vidrio para asegurar el aislamiento térmico. En el interior, después de la lana de vidrio, una capa de material elástico haría exactamente el mismo servicio que el blindaje de un tanque de gasolina a prueba de balas. Aun a velocidades meteóricas de más de setenta kilómetros por segundo, ningún meteorito de menos de un centímetro podría perforarla. Si uno lograra hacerlo, la capa de material elástico se cerraría herméticamente por sí misma, impidiendo rápidamente que el aire escapase. Joe podía explicar qué protegía las capas metálicas.

    —Cuando un proyectil viaja a más de una cierta velocidad —dijo Joe, mientras pensaba en algo completamente diferente—, no aumenta la probabilidad de hacer un agujero. A velocidades superiores a un kilómetro y medio por segundo, el impacto no puede ser transmitido de la parte frontal de la bala a la posterior. La sección posterior de este tipo de balas llega al punto del golpe antes de ser alcanzado por el golpe del choque; es algo parecido a lo que sucede en un choque de trenes, éstos no se detienen inmediatamente; cuando un meteorito golpee la plataforma, se acortará sobre sí mismo, como los vagones de un ferrocarril que choca con otro a gran velocidad.

    Sally escuchaba enigmáticamente.

    —Por eso, el efecto perforador no existe ahí —dijo Joe—. Cuando un meteorito choque con la plataforma, explotará, hará volar una parte de la capa metálica en cantidad igual a la de su masa, pero no más. Tomando peso por peso, una sopa de guisantes sería tan buena defensa como el acero reforzado.
    —¡Vaya! —dijo Sally—. ¡Debes leer todos los artículos de los periódicos!
    —Y con el uso de las matemáticas, se ha calculado que la plataforma no recibirá un golpe de meteorito durante los primeros veinte mil años que flote alrededor de la Tierra.
    —Veinte mil doscientos setenta, Joe —dijo Sally, tratando de bromear, pero su rostro reflejaba preocupación—. Yo también leo los artículos. En realidad, hay ocasiones en que sirvo de guía a los articulistas, cuando se les autoriza un permiso para visitar la plataforma.

    Los ojos de Joe se agitaron.

    —¡Tú conoces todo esto más que yo! Eso me pone en mi sitio, ¿no es así?

    Ella sonrió, pero ambos se sintieron incómodos. Luego penetraron más adentro en la nave espacial.

    —Hay mucho espacio —dijo Joe—. Pudo haber sido más pequeña.
    —Nueve décimos del total estarán vacíos cuando ascienda —dijo Sally.

    Por alguna causa, no se sentían bien juntos. Joe no debió tratar de dar lecciones a Sally acerca de la plataforma y ella podía haber evitado dar a entender tan claramente que había hablado demasiado. El vacío de la plataforma, cuando ascendiera, sería totalmente diferente al de los demás satélites pequeños. Éstos eran construidos en forma de cohetes; tenían que ascender con el combustible que ellos mismos llevaban y una gran proporción de ese combustible se gastaba solamente en perforar la atmósfera. Sus líneas tenían que ser aerodinámicas y sus proporciones pequeñas a causa de la resistencia del aire. Pero el caso de la plataforma era diferente, pocas ventajas tendría con un diseño apropiado para cortar el aire y, por lo contrario, perdería mucho. El método planeado para su lanzamiento permitía que fuera grande y ligera y, además, evadía las razones que justificaban la fabricación de pequeñas cápsulas en las que los astronautas repetidamente ascendían, para girar alrededor de la Tierra. Pero estaban casi riñendo sobre ese punto.

    Joe cerró la boca firmemente. Sally era la única persona en el mundo que lo juzgaría por lo que intentaba hacer más que por lo que realizaba. No iba a arriesgar su aprobación sólo por el afán de lucirse, y se calló.

    Llegaron al cuarto de máquinas. Eso no tenía nada que ver con la fuerza de movimiento de la plataforma. Era ahí donde estaban las máquinas que hacían habitable la plataforma; ahí estaban centrados los motores de servicio, el sistema de circulación del aire y las bombas de fluidos. A un lado del cuarto de máquinas se habían instalado ya los giróscopos principales, sólo esperaban que montaran los giróscopos piloto para controlarlos como el instrumento de dirección controlaba el timón de un transatlántico. Joe observó los giróscopos principales. Le eran familiares debido a los dibujos de trabajo, pero dejó que Sally continuara caminando y la acompañó sin intentar detenerse para observar cuidadosamente.

    Luego ella le mostró las habitaciones y él comenzó a sospechar que también necesitaba aprobación.

    Las habitaciones de la tripulación estaban centradas en un gran espacio abierto que medía 183 metros de largo por 61 de ancho y de alto. Había libreros, dos balcones y algunas sillas. Las puertas de las cabinas privadas estaban colocadas en diversos niveles, pero no había escalones que subieran a ellas. Sin embargo, había sillas, con cinturones para atarse a ellas cuando estuvieran en estado de ingravidez, había ceniceros que estaban ingeniosamente diseñados para parecer precisamente eso y no otra cosa, pero las cenizas no caerían dentro de ellos cuando la plataforma estuviera en el espacio. Tendrían que ser aspiradas por una fuerza de succión. El piso y el techo estaban cubiertos con alfombras sin dibujos.

    —Va a ser una sensación extraña —dijo Sally, casi defensivamente—, pero parecerá bastante normal. Creo que eso es lo importante. Esta habitación se asemejará más a una gigantesca biblioteca particular que a ninguna otra cosa. Uno no recordará a cada instante por las cosas que ve, que está viviendo en un medio totalmente sintético, ni se sentirá prisionero. Si todas las habitaciones fueran reducidas, el hombre se sentiría cautivo. De esta manera, cuando menos, puede pretender que no lo está.

    Su mente no estaba puesta totalmente en sus palabras. Joe la había asustado, ella quería provocar su interés e intentó obtenerlo en su propio nivel y por medio de las cosas que él consideraba importantes.

    —El gran problema estará en dormir —dijo ella.

    Él asintió, luego hicieron una pausa momentánea y continuaron observando el gran recinto. Sally se movió inquieta.

    —Tú ya has estado en un elevador que cae como una plomada, ¿no es así? Pues cuando la plataforma esté en el espacio, sucederá lo mismo, nada tendrá peso. Si estuvieras en un elevador que pareciera caer y caer durante horas y más horas, ¿crees que podrías dormir, Joe?

    Joe frunció el ceño. No había pensado mucho en eso, y sacudió la cabeza.

    —Es posible adaptarse cuando se está despierto —continuó Sally—, pero hacerlo dormido es algo completamente diferente. Tú has soñado que ibas cayendo y despertaste sobresaltado.
    —¡Por supuesto! —exclamó Joe, y luego dio un silbido—. ¡Ya veo! Uno se duerme y sentiría caer, de manera que se despierta por eso. Todos en la plataforma estarían cayendo constantemente..., o, cuando menos, esa es la sensación que tendrían.

    No veía ninguna solución, habían corrido muchas historias de medicamentos que permitían a los astronautas soportar horas y días de no pesantez cuando estaban en órbita. Él no sabía si eran ciertas, pero el temor de caer es el primer miedo experimentado por el ser humano, y no importa cuántos conocimientos adquiera el hombre respecto a que la ingravidez sería normal en la plataforma espa-cial, su mente consciente dejaba de funcionar cuando dormía y una subconciencia totalmente primitiva tomaba el mando y no estaría satisfecha. Podría despertarlo frenéticamente cuando dormitara, hasta que enloqueciera por el insomnio y sólo le permitiría dormir cuando estuviera completamente exhausto.

    —Va a ser difícil —comentó, preocupado—. Pero no podemos hacer gran cosa.
    —Yo sugerí algo —dijo Sally—, ellos lo construyeron y espero que dé buenos resultados —procedió a explicarle cuidadosamente, observando su rostro en busca de aprobación—. Se trata de un catre con una cubierta que se sujeta sobre un colchón inflado. Cuando una persona desee dormir, entrará en él e inflará el colchón. Eso lo mantendrá en el catre y ejercerá una ligera presión sobre él, por todos lados.

    Joe se sentía ansioso por expresar su aprobación, no le agradaba el hecho que ambos se sintieran nerviosos.

    —Será como si el hombre nadara —sugirió—; uno puede dormirse cuando flota, no se siente el peso, pero hay presión. Una persona podrá dormir si tiene la misma sensación que cuando flota en el agua. Sí; es un plan excelente, Sally, ¡creo que resultará! ¡Si uno siente que está flotando, no tendrá la sensación de caer! ¡Es una idea genial!

    Sally pareció sentirse más aliviada.

    —Yo llegué a esa conclusión en una forma muy diferente —dijo Sally—. Cuando dormimos, somos como bebés. Ya probé uno de esos catres. Se siente verdaderamente ligero, se tiene la sensación que alguien lo sostiene con sumo cuidado, como si fuéramos pequeñuelos rodeados de cuidados y seguridad.

    Luego ella se volvió abruptamente y le mostró la cocina. Todas las cacerolas estaban cubiertas y la parte superior de la estufa era de láminas de alnico, dispuestas como si fuera la parte superior de un mandil magnético. De esa manera, las cacerolas estarían fijas. Las cubiertas tenían una extraña capa que intrigó a Joe.

    —Es teflón plástico —comentó Sally—. No se derrite ni se quema. Cuando se infla, sujeta la comida sobre la base caliente de la cacerola. Fue diseñada para que la tripulación pudiera comer alimentos ya preparados; yo opiné que ya era bastante problema el tener que seguir nuevas costumbres para comer y colgaron una de las estufas de cabeza. Yo cociné huevos y tocino, y hasta hot cakes, con la tapadera de la sartén apuntando hacia el suelo. Ellos dijeron que el efecto psicológico sería inapreciable.

    Joe se sintió divertido, se había sentido incómodo porque al llegar a la plataforma, conversaron durante varios minutos sin la cordialidad que le era tan necesaria. Pero ahora se sentía impresionado y experimentó gran admiración.

    —Muy bien, Sally —le dijo—. Debes ser la primera chica en el mundo que piensa en los quehaceres domésticos en el espacio.
    —Las muchachas también irán al espacio, ¿no es así? —le preguntó sin mirarlo—. Si en otros planetas existen colonias, tendrán que hacerlo, y algún día hasta las estrellas...

    Sally se quedó inmóvil. De pronto la tensión entre ellos se desvaneció y Joe deseó hacer algo para demostrarle la admiración que sentía por ella y explicarle sus sentimientos. El interior de la plataforma estaba sumido en el más completo silencio. En algún sitio lejano, el aislador de lana de vidrio estaba siendo terminado y el ruido de los trabajadores se hizo audible, pero los corredores internos de la plataforma no eran resonantes. Estaban recubiertos con un material que ocultaba por completo la cubierta metálica. En ese instante, Joe y Sally estaban solos y él experimentó un sentimiento de ansiedad.

    La contempló anhelante. Su color estaba algo más encendido que lo normal. Era una chica agradable, ya lo había notado antes, pero ahora que la tensión no admitida que había reinado entre ambos había desaparecido y con el recuerdo de su temor cuando él había estado en peligro... Recordó también su absurda oferta de llorar en su lugar si se sentía mal por la destrucción de los giróscopos.

    Se encontró dando vueltas al anillo que llevaba en el dedo, se lo sacó, vio que estaba lleno de hollín y grasa a causa del trabajo que había estado haciendo. Él sabía que ella presentía lo que iba a hacer, pero Sally volvió la vista hacia otro lado.

    —Escucha, Sally —le dijo, torpemente—. Hace mucho tiempo que nos conocemos, me... eres muy simpática; sé que tengo algunas cosas que hacer todavía, pero... —se detuvo, tragó saliva, y, cuando Sally se volvió a verlo, su rostro no era ya tan grave ni tampoco tan sonriente—. Sally. ¿Cómo podría pedirte que usaras esto?

    Ella asintió con ojos brillantes.

    —Así está bien, Joe, me gustaría mucho.

    Los siguientes momentos fueron un interludio. Ella se echó a llorar ridículamente y le explicó que debía ser más cuidadoso y no arriesgar tanto su vida. Luego, escucharon un sonido muy débil que provenía desde el exterior de la plataforma. Era el ulular de una sirena, que gritaba dando gemidos cortos y agitados. El sonido se hizo más firme y continuó lanzando sus gemidos.

    —Es la alarma —dijo Sally, con ojos todavía humedecidos—. Todos tenemos que salir de la semiesfera. ¡Vamos, Joe!

    Regresaron por el camino que habían seguido y Sally miró a Joe. Sonrió repentinamente.

    —Cuando tenga nietos —le anunció—, voy a contarles que yo fui la primerísima chica en el mundo que fue besada en una nave espacial.

    Pero antes que Joe pudiera hacer realidad tal hecho, ella estaba en las escaleras, en plena vista, y comenzaba a descender, de manera que Joe se limitó a seguirla.

    La base se estaba vaciando. El desnudo piso de madera estaba salpicado de figuras que se encaminaban directamente hacia la salida de emergencia. Nadie se apresuraba, porque los encargados de seguridad gritaban que no era una alarma, sino una medida de precaución, y que no era necesario que se apresuraran. Habían sido informados por medio de radios portátiles que era una cuestión de rutina. Por medio de esos aparatos recibían órdenes o informes desde cualquier parte de la semiesfera o de la plataforma misma.

    Los camiones estaban colocados en línea en una manera ordenada, listos para salir por las puertas levadizas. Los hombres descendieron de los andamios, después de haber colocado las herramientas en sus debidas posiciones entre turnos, para ser contadas e inspeccionadas. Otros hombres descendían cómodamente de una línea de ensamblaje en uno de los carros. Excepción hecha del gigantesco objeto que se encontraba en el centro y del hecho que todos vestían sus ropas de trabajo, la escena era muy semejante a una sala de espera principal de alguna estación ferroviaria gigantesca, por la que cruzaran multitudes de personas en dirección a sus trenes.

    —No hay prisa —dijo Joe, después que oyó lo que anunciaban los encargados de seguridad—. Iré a ver qué encontró mi grupo.

    El trío (Haney, el jefe y Mike) acababa de llegar a los montones de escombros carbonizados que ahora estaban descubiertos. Sally se sonrojó casi imperceptiblemente cuando advirtió que el jefe había visto el anillo de Joe en su dedo.

    —Tendremos libre el resto del día, ¿no? —preguntó el jefe—. ¡Miren! Encontramos todo el material que necesitamos y van a darnos un taller para trabajar; mañana lo pondremos en orden y podremos comenzar. ¿Enviaste ya la lista de partes a la fábrica para que trabajen en ellas?
    —Voy a enviarla por facsímil. Después...

    El jefe sonrió con burla benigna.

    —¿Qué vas a hacer después de eso, Joe? Es decir, si tenemos el resto del día libre.

    Sally intervino apresuradamente.

    —Íbamos..., él iba a ir a un día de campo conmigo al lago Red Canyon. ¿Necesitan de veras hablar toda la tarde de negocios?

    El jefe rió. Había conocido a Sally, de vista cuando menos, en la fábrica Kenmore.

    —No, señorita —le contestó—. Sólo preguntaba; yo trabajé en ese proyecto de Red Canyon, hace varios años. Participé en la construcción de la presa que formó el lago; ahora debe estar muy bonito. Bien, Joe, te veré cuando empiece el trabajo nuevamente. Creo que no será hasta mañana.

    Joe comenzó a retirarse en compañía de Sally, cuando Mike lo llamó.

    —¡Joe! ¡Espere un momento!

    Joe regresó. La agrietada faz del enano estaba preocupada.

    —Quería decirle algo —dijo, con voz extraña—. Alguien se preocupó bastante a fin que el material no llegara aquí. No sospechan que puede arreglarlo; si descubren que nos han asignado un taller especial a nosotros, lo más probable es que piensen que deben tomar ciertas medidas.
    —Mmmm, sí —dijo Joe—. Cuídense bien, los tres.

    Mike lo miró de hito en hito y luego hizo una mueca.

    —Usted no comprende —le dijo—. ¡Muy bien! Es posible que yo esté loco.

    Joe volvió a reunirse con Sally. La idea del día de campo había sido una completa sorpresa, pero le agradaba. Salieron por la pequeña puerta que daba al edificio de seguridad. Los dejaron entrar. En ese lugar había una calma y eficiencia sorprendentes, aunque la rutina había sido interrumpida por la orden de suspender todo trabajo. Mientras subían a la oficina del mayor Holt, Joe oyó una voz que dictaba con naturalidad.

    —...el intento de sabotaje atómico fue completamente vencido en el exterior de la semiesfera, pero, de cualquier forma, no habría tenido la oportunidad de triunfar, porque los contadores Geiger habrían revelado cualquier intento de introducir material radiactivo...

    Continuaron su camino y Joe dijo:

    —Cualquiera diría que están dictando un anuncio comercial.
    —Quizá sea eso —dijo Sally—. Lo que dijo sobre los contadores Geiger es verdad, sólo que ahora usan aparatos de centelleo. Descubren un reloj de carátula radiada a seis metros de distancia.

    Joe asintió.

    —Tengo que sacar mis cosas de la máquina copiadora.

    Pero tenía que ver a la secretaria del mayor Holt, para enseñarle cómo enviar la lista de las partes pequeñas que necesitaba. Iría al lado oriental, donde estaba el receptor facsímil más cercano. De allí lo enviarían rápidamente a la fábrica, con un mensajero especial. La señorita Rose se sentó sombríamente ante su máquina y comenzó a escribir las iniciales de la petición de entrega, que era parte de la documentación. La lista de las partes pasó rápidamente por la máquina y volvió a aparecer.

    —Usted y Sally pueden descansar esta tarde —dijo la secretaria del mayor con morbidez—. Pero para el mayor Holt y para mí, no hay descanso posible.
    —Estoy seguro que a Sally le encantará que venga con nosotros —dijo Joe sin entusiasmo.

    La poco agraciada secretaria del mayor Holt sacudió la cabeza.

    —Hace más de un año que no tomo un día de descanso —suspiró—. El mayor depende mucho de mí. ¡Nadie más podría hacer lo que yo hago! ¿Van al lago de Red Canyon?
    —Sí. Creo que es un lugar muy agradable —dijo Joe.
    —Esta es una región terriblemente seca y árida —dijo la señorita Rose—. Y ése es el único cuerpo de aguas en 160 kilómetros, o más. Espero que de verdad sea bonito. Yo nunca he estado allí.

    Le devolvió la lista a Joe: una copia exacta de su puño y letra estaba reproducida a unos dos mil quinientos kilómetros de distancia y otra copia más llegaría a la fábrica Kenmore en menos de una hora. Y no podía haber errores de transmisión.

    Sally salió de la oficina de su padre, le sonrió a la señorita Rose y llevó a Joe hasta la entrada.

    —Tengo el auto —dijo, gozosa—, y cuando lleguemos a la casa, la canasta con la comida estará ya preparada. Estoy de acuerdo en que el lago es demasiado frío para nadar, porque recibe agua de las nieves, Joe, pero podemos mirarlo, es muy hermoso.

    Salieron. Los trabajadores de la plataforma se agrupaban en la flota de autobuses que acababan de llegar. El coche negro los estaba esperando; Joe abrió la puerta y Sally le entregó las llaves. Entonces, se quedó observando a los hombres que llenaban los autobuses.

    —Llevarán las noticias por todo Bootstrap —observó—, afirmando que se ha encontrado cobalto radiactivo y que es mejor que todos se hagan un examen de radiaciones. Braun pudo haberlo llevado consigo y algunas personas recibirán quemaduras leves, y otras, graves, pero tú la habrías recibido de seriedad. Por eso, quizá nadie más fue dañado. Probablemente Braun no la llevó a todas partes. Si alguien resulta quemado, será el hombre que lo entregó.

    Joe echó a andar el auto, arrancó y dio la vuelta a la semiesfera. Se detuvieron en la casa del mayor Holt para recoger la canasta de la comida que su ama de llaves había preparado, siguiendo las órdenes que había recibido por teléfono. Luego se alejaron. Red Canyon estaba a unos 130 kilómetros de la base y la única carretera que iba allá, pasaba por Bootstrap. Sin embargo, ya estaba lleno de autobuses que, en un viaje no previsto, corrían con menos decoro que de costumbre, Joe, que guiaba el auto negro, apenas logró hacer mejor tiempo que los autobuses mismos.

    Atravesaron la ciudad y su tráfico peculiar que estaba constituido principalmente por bicicletas. En el extremo opuesto había una caseta de seguridad que revisaba a todos los que pasaban. Sally empleó ahí su pase con muy buenos resultados. Luego, continuaron su camino por un paisaje árido, vacío y tostado por el sol, en dirección a las montañas del oeste. Todo parecía solitario, y, por primera vez, Joe pensó en la gasolina y miró preocupado el indicador.

    Sally sacudió la cabeza.

    —Pierde cuidado, el tanque está lleno: una cortesía de Vigilancia. Cuando dije a donde íbamos y le pedí el auto a papá, él ordenó que lo revisaran todo. Si puedo soportar esto, apuesto que seré una fanática precavida el resto de mis días.
    —Supongo que todo el mundo debe contagiarse —dijo Joe—. Mike, el enano, ya sabes quién, me llamó para sugerir que las personas que destrozaron los giróscopos podrían hacer lo mismo con nosotros para evitar que hagamos las reparaciones necesarias.
    —Eso ya es el colmo —dijo Sally, con firmeza—. Ellos no pueden saber que ustedes piensan que es posible hacerlo. Pero la preocupación hace estragos en todos. ¿No has notado que el pelo de papá está encaneciendo? Pues se debe a eso; y la señorita Rose está igualmente tensa. Las cosas se saben en una forma muy extraña; papá no ha podido saber cómo. En una ocasión, hubo sabotaje y él podía jurar que nadie tenía la información que lo hubiera hecho posible, excepto él y Rose. Ella estaba histérica, insistía en que quería que la encerraran en algún sitio para que nadie sospechara de ella. Renunciaría mañana mismo, si pudiera, ¡es espantoso...! —hizo una pausa y, luego, sonrió débilmente—. En realidad, esta tarde una probabilidad contra mil...

    Joe volvió la vista hacia Sally.

    —¿Qué?
    —Prometí que no iríamos a nadar y... —se detuvo, un poco turbada—. Hay dos pistolas en la cajuela. Papá te conoce y yo prometí que pondrías una de ellas en tu bolsillo cuando llegáramos al lago.

    Joe aspiró profundamente, ella abrió el compartimiento para guantes y él extrajo una pistola y le echó un vistazo. Era una .38 de gatillo interior. Una buena arma, además, muy segura. La colocó en el bolsillo, pero frunció el ceño.

    —Había pensado no preocuparme por nada —dijo, fastidiado—, pero ahora tendré que estar alerta todo el tiempo.
    —Quizá puedas mirar sobre mi hombro y yo pueda hacerlo sobre el tuyo —sugirió Sally—; así podremos vernos el uno al otro, de vez en cuando.

    Ella rió y él esbozó una sonrisa, pero la línea que surcaba su frente permaneció invariable.

    Continuaron velozmente por la carretera. En una ocasión, llegaron a un pequeño pueblo que parecía ser habitado por sólo un centenar de personas; había estaciones de gasolina y dos o tres tiendas de abastecimiento, que ciertamente eran demasiadas para ser sostenidas por los habitantes del lugar. Pero habían visto algunos potros atados a unas trancas y también algunos automóviles. La tierra en ese lugar era ondulada y las montañas habían ido creciendo hasta parecer grandes murallas que se dibujaban contra el cielo. Joe condujo el auto con cuidado al atravesar la única calle y, en el mismo centro de la ciudad, tuvo que dar una vuelta pronunciada para evitar a un perro, que dormía plácidamente en la carretera.

    Siguieron su camino. El automóvil dejaba detrás una estela de polvo blanco en los sitios en que éste yacía sobre la carretera. Giraba furiosamente cuando alguien pasaba sobre él.

    Llegaron al pie de las montañas. La carretera se hizo sinuosa al ascender por ellas. Joe tuvo que manejar dos horas enteras antes de llegar a la presa. Llegaron después de un descenso; era una gigantesca obra de albañilería, completamente alejada de la civilización, excepción hecha de la carretera. De la parte superior de la presa caía un penacho de agua.

    —La presa la usan para resolver el problema de irrigación —dijo Sally con aire profesional—, pero el lugar donde emplean el agua está muy lejos de aquí. La plataforma recibe toda la energía de aquí. Una de las pesadillas de papá es que alguien haga volar la presa, y la base y Bootstrap se queden sin corriente eléctrica.

    Joe permaneció silencioso. Condujo el coche por la vereda ascendente que trepaba por el cañón entre sesgos impresionantes. Era un lugar escabroso, pero de pronto llegaron a la cima del cañón; la parte superior de la presa y el lago aparecieron a la vez. Ahí, ante sus ojos, estaba una extensión de agua que se alejaba por las montañas rocosas a lo largo de kilómetros y kilómetros, para perderse finalmente de vista en una vuelta. Había árboles jóvenes, en la superficie del lago se veían pequeñas olas y en sus orillas crecía pasto verde. La estación generadora era una estructura baja que se encontraba en el centro mismo de la presa. No había nadie a la vista.

    —Por fin llegamos —dijo Sally, cuando Joe detuvo el auto.

    Él salió y dio la vuelta para abrirle la puerta, pero cuando llegó, ella ya descendía con la canasta en la mano. Él quiso llevarla, pero ella insistió en no soltarla. Finalmente, comenzaron a caminar amigablemente, cargándola entre los dos.

    —Ese lugar es muy bonito —dijo Sally, señalando un punto.

    Una pequeña saliente de roca penetraba hasta el lago. Formaba lo que podía ser casi una isla, de unos quince metros de un extremo a otro. Tenía algunos árboles pequeños, y Joe y Sally se dirigieron a ella, descendiendo por la ladera y atravesando el istmo rocoso que la unía con la tierra.

    Sally colocó la canasta sobre una piedra y rió, sin ningún motivo, cuando el aire hizo volar sus cabellos. Era un viento fresco que venía del lago y Joe se sorprendió al comprender que el aire se sentía diferente y olía a nuevo cuando soplaba sobre agua abierta, como la del lago. Hasta ese instante no había pensado realmente en la terrible sequedad del aire en Bootstrap y sus alrededores.

    La canasta se inclinó hacia un lado y la colocó más firmemente.

    —¿Tienes hambre?

    Su mente estaba literalmente vacía, con excepción de una sensación de comodidad y satisfacción por el hecho de estar en un lugar con un lago, pasto y la compañía de Sally, con quien podría gastar una buena parte de la tarde. Era una sensación agradable, y contento por ella abrió la tapadera de la canasta de la comida.

    Sobre las cosas para merendar estaba un revólver; era el otro que había estado en el compartimiento del auto. Sally no lo había olvidado. Joe lo miró y dijo irónicamente:

    —¡Juventud despreocupada y feliz...! ¡Eso somos nosotros! ¿Cuáles son los bocadillos de jamón, Sally?


    CAPÍTULO 8


    A pesar de todo, la tarde comenzó espléndidamente. Joe metió las botellas de soda al lago para que se enfriaran y se sentaron a comer, hablando y riendo de vez en cuando. A decir verdad, hicieron ambas cosas con más frecuencia de lo que pudieron imaginar anticipadamente. Joe, en particular, estaba más dispuesto a divertirse de lo normal. Había pasado por demasiadas pruebas y disturbios, pero las cosas comenzaban a verse mejor. Además, existía un pacto tácito con Sally que le parecía muy satisfactorio. Si Sally no hubiera sido muy atractiva, Joe habría gozado enormemente conversando con ella, pero era lo suficientemente hermosa como para deleitarse contemplándola. Habría sentido un gran interés en ella si Sally no hubiera estado interesada en él, pero ahora ella llevaba su anillo. Sally había tenido que ponerle una cuerdita en el interior para que le quedara bien. El solo hecho que la muchacha estuviera donde estaba, era suficiente para hacerlo sentir que el mundo le pertenecía.

    El único malestar era que de vez en cuando sentía en su bolsillo el peso de un objeto extraño, lo cual significaba que, en lo más profundo de su mente, palpitaba una preocupación molesta.

    Pasaron cuando menos una hora descansando tranquilamente con una sensación de satisfacción y abandono indescriptible. De tiempo en tiempo, Joe recordaba que debía observar la orilla, sobre todo cuando el peso en su bolsillo sacudía su memoria.

    Pero no lo hacía con frecuencia. Estaba en la orilla del lago, sacando las botellas frías, cuando captó un movimiento con el rabillo del ojo y se volvió velozmente.

    Eran el jefe, Haney y Mike, el enano, que los seguían un poco más atrás; llegaron a la pequeña península pasando sobre las rocas.

    Haney preguntó inmediatamente:

    —¿Todo va bien?
    —¡Por supuesto! —replicó Joe—. Todo está bien. ¿Qué sucede?
    —Mike tuvo una corazonada —dijo el jefe—; y..., yo recordé que había trabajado en su construcción hace doce o quince años —miró a su alrededor y concluyó—: Entonces era diferente.

    En ese instante, los ojos de Joe encontraron los suyos e hizo un movimiento imperceptible con la cabeza, señalando a un lado, Joe comprendió la señal.

    —Voy a traer unas sodas más —dijo—. Jefe, ven a ayudarme a pescarlas.

    Sally sonrió a los otros dos e inspeccionó inmediatamente la canasta.

    —Todavía quedan algunos bocadillos —dijo, hospitalariamente— y un poco de pastel.

    Haney avanzó con cierta torpeza. Mike avanzó grotescamente. Joe sabía lo que pasaría por su mente, si Sally lo trataba como a un fenómeno... Pero Joe sintió una profunda satisfacción, porque estaba seguro que ella no lo haría y se fue a la orilla del lago.

    —¿Qué pasa, jefe? —preguntó, en voz baja.
    —Mike tuvo una corazonada —repitió el jefe—. Alguien trató de destruir el material que trajiste; lo lograron, pero nosotros nos comenzamos a preparar para repararlo. ¿Qué hicieron entonces? Atacarnos, eso no les importa. Si estaban dispuestos a destruir con polvo atómico la semiesfera con todo el personal en su interior, no se detendrían por cuatro crímenes más..., o cinco.

    Joe sacó una botella más del agua.

    —Mike me dijo algo parecido —observó—, pero me pareció muy improbable.
    —Sí; eso parece, pero eres tú quien dirige las cosas y serías el primer blanco. En cuanto a Haney, Mike y yo, no ganarían gran cosa matándonos. Ustedes, tú y ella, se marcharon solos, y Mike pensó que no estarían seguros.

    Joe sacó una botella y después otra.

    —Estamos bien, no hemos visto a nadie.
    —Eso no quiere decir que nadie los haya visto a ustedes —gruñó el jefe—. Un automóvil salió de Bootstrap veinte minutos más tarde, tripulado por tres hombres, y está estacionado en la parte inferior de la presa, donde no puede verse. Nosotros alcanzamos a verlo, y cuando subimos, vimos a tres tipos escondidos tras las rocas que están más allá. A mí me parece que están esperando que alguien regrese de la orilla del lago para evitar ser vistos por los empleados de la estación generadora, y esos serían tú y ella. ¿No crees?

    Joe sintió un frío que se apoderaba de él, no por sí mismo, sino por Sally.

    —No hay nadie más en este sitio. ¿A quién estarían esperando si no a ustedes? Esto le causaría terribles trastornos al mayor Holt, y Seguridad se vería conmocionada, lo cual daría oportunidades a los que están ansiosos por hacer algo de sabotaje. Además, impediría la reconstrucción de los giróscopos. Entonces sería cuando fueran tras Haney, Mike y yo.
    —Tengo una pistola y Sally tiene otra. ¿Quieres que vayamos con los tres tipos para preguntarles si verdaderamente buscan algo?

    El jefe dio un bufido.

    —¡Sé razonable! Me alegro que tengan esas pistolas; yo me traje un rifle .22 de una galería de tiro al blanco. Fue todo lo que pude conseguir. Pero de eso a ir en busca de pleitos... No, amigo, quiero ver el ascenso de esa plataforma. Yo me encargaré de este asunto; el sitio es perfecto, tienen que salir por esa abertura si quieren acercarse. No le digas nada a Sally; nosotros tendremos los ojos abiertos.

    Joe asintió, regresó con las botellas frías y encontró a Haney que comía solemnemente un bocadillo, sentado con las piernas cruzadas, de espalda al lago y observando la orilla. El jefe sacó de debajo del cinto el rifle .22 de repetición de donde había colgado oculto a lo largo de la cadera. Entonces, se fue caminando con completo descuido, siguiendo las pisadas de Joe, y dejó caer el rifle al lado de Mike.

    —Dijiste que tenías ganas de practicar un poco el tiro al blanco —le dijo, suavemente—. Aquí tienes tu rifle. ¿Quedan bocadillos todavía, señorita?

    Sally le pasó, sonriendo, el último que quedaba, dejó abierta la tapadera de la canasta y vio entonces que el revólver había desaparecido. Sus ojos encontraron los de Joe y él supo que había comprendido que sus amigos no habían ido solamente a turbar la soledad de su paseo. Lo tomó con calma. Eso le pareció a Joe una razón más para admirarla.

    —Yo voy a ir a nadar —dijo el jefe con aspavientos—. Hace tanto tiempo que no me meto en más agua que la de la regadera, que quiero darme una buena zambullida. Iré un poco más allá.

    Se alejó, mordiendo el bocadillo mientras caminaba, hasta desaparecer. Haney se recargó contra un sámago joven, mientras sus ojos vagaban escrutadores por la orilla, entre las rocas y la vegetación que crecía tras éstas.

    Mike comenzó a hablar con su voz débil y cascada.

    —¡De cualquier manera, es una locura! ¡Combatir el sabotaje cuando nosotros, los pequeños, podríamos apoderarnos del mando en una sola semana y reírnos del sabotaje! ¡Podríamos hacer todo el trabajo en las mismas narices de los saboteadores!
    —¿Tiene todos los cálculos? —preguntó Sally, vivamente interesada—. ¿Los publicaron alguna vez?
    —En una ocasión, gasté el sueldo de todo un mes para pagarle a un gran matemático que los revisó —dijo Mike, sardónicamente—. No encontró ni un solo error. ¡El margen era mayor de lo que yo suponía!
    —¡Joe! ¡Escucha esto! —exclamó Sally—. ¡Mike asegura que tiene la verdadera solución para el sabotaje y el propósito de la plataforma espacial!

    Joe se dejó caer al suelo, y dijo:

    —Dime.

    Estaba sombríamente alerta, ahí estaban unos hombres esperando que abandonaran la orilla del lago, pero como los otros habían llegado, esperarían a que todos se dirigieran a sus coches; estaban armados y planeaban matarlo a él y a Sally. Puesto que el jefe, Haney y Mike habían ido, ellos serían muertos también, porque con su muerte obstaculizarían la plataforma y porque en el tumulto que causaría, habría oportunidad de destruir todavía más.

    A Joe se le ocurrió que desde el punto de vista de un saboteador sería mucho más efectivo dejar su cuerpo en evidencia para que pudiera ser hallado y hacer que Sally desapareciera simplemente. Esto causaría una búsqueda mucho más desesperada todavía que la muerte de ella. Muchos abandonarían el trabajo en la plataforma para tratar de encontrarla y hombres de vigilancia serían destacados.

    Las mandíbulas de Joe se cerraron bruscamente al ocurrírsele tales ideas.

    Pero Mike tomó la palabra.

    —Olvídense de la plataforma durante un momento —dijo, autoritariamente, poniéndose en pie para gesticular, debido a que tenía solamente un metro seis centímetros de altura—. Piensen en un cohete lanzado en línea recta hacia la Luna. Tenemos un índice de carga útil de uno a ciento veinte..., ciento veinte toneladas de combustible por una tonelada de carga útil. Vamos a hacer aterrizar allí un hombre. Éste pesa noventa kilogramos y utiliza nueve kilogramos de alimentos, bebida y oxígeno al día. Le damos alimentos y aire para dos meses, quinientos cuarenta kilogramos. Una cabina de dos metros cuarenta de altura por tres metros cuarenta de lado. Setecientos veinticinco kilogramos, incluyendo aislamiento y refuerzos. Podemos enviarlo allá, vivirá durante dos meses y luego morirá por la falta de aire.

    Sally asintió.

    —Ya he visto cifras semejantes —admitió.
    —¡Pero tomen un tipo como yo! —dijo Mike, amargamente—. Peso veinte kilogramos en lugar de noventa. Utilizo menos de dos kilogramos de alimentos y aire al día. Una cabina para que yo viviera en ella tendría un metro cincuenta de altura por un metro ochenta de lado, y, siendo más pequeña, no necesitaría tanto refuerzo. Quizá más aislamiento, pero una cabina para mí pesaría noventa kilogramos. ¡Enviarme a mí a la Luna con provisiones para dos meses, significaría una carga útil de doscientos cuarenta kilogramos! Además, sería necesario un cohete más pequeño para llevarme a la Luna. ¡Sería posible hacerlo con un cohete de solamente cincuenta toneladas!
    —Comprendo —dijo Sally.

    Mike la miró suspicazmente, pero no había traza de burla en su expresión.

    —Sería necesario un cohete de mil doscientas toneladas para hacer llegar directamente a la Luna a un hombre de talla normal —dijo él, con repentina petulancia—, pero un tipo de mi talla podría hacer el mismo trabajo en uno de cincuenta toneladas. Y sería mucho más sencillo volver con un cohete en directo. Yo podría hacer un viaje de ida y vuelta. Podría llegar, aterrizar, recoger especimenes y regresar, venciendo la gravedad de la Luna, en un cohete de solamente ochenta toneladas contra..., contra... ¡Ya sabe lo que supondría un viaje de ida y vuelta sin escalas! Con la plataforma en órbita y pudiendo volver a llenar en ella los tanques de carburante, podrán colonizar la Luna, es cierto. Pero empleando tipos como yo es posible hacerlo cien veces antes y cien veces más fácilmente. ¡Y es verdaderamente absurdo que nadie lo intente! —luego dijo fríamente—: ¡Haney, sentado como estás, ofreces un blanco perfecto!

    El comentario era justo. Joe sabía que Sally se encontraba en la parte que daba al lago de la península y que había entre ella y la tierra firme rocas a prueba de balas. Pero Haney estaba sentado con las piernas cruzadas de tal modo que podía ver la orilla y no se había movido desde hacía mucho tiempo. Si alguien deseaba cometer un crimen desde lejos, Haney estaba ofreciendo la oportunidad de afinar bien la puntería. Cambió de posición.

    —¡Sí! —dijo Mike, con fina ironía, volviendo a su tópico—. ¡Puedo mostrarle las cifras! Hay muchos otros tipos como yo. Tenemos el cerebro tan desarrollado como las personas de talla normal, y si los jefazos hubieran contado con nosotros, los de pequeña estatura, podrían hacer la plataforma del tamaño de la casa de una familia y ya llevaría tiempo de estar en el cielo, tripulada por mí, y otros tipos de mi estatura podrían tripular los cohetes de transporte que llevarían carburante para almacenaje. Cuatro de nosotros podríamos tomar un cohete de seiscientas toneladas, salir en dirección de Marte y estar de regreso para la primavera, la próxima primavera, con todas las fotografías y los hechos necesarios para probarlo. Ya lo creo —entonces, hizo un gesto de impotencia—. Pero la realidad es otra. ¡Piense en ello ahora! ¡Ahora están construyendo los cohetes ferry!
    —Lo sé —dijo Sally, en tono de excusa—. Llevarán carburante, suministros y reemplazantes para la tripulación de la plataforma.
    —Pónganos a cuatro tipos, pequeños como yo, en un cohete ferry —dijo Mike, sardónicamente—. Tendríamos comida y aire para varios meses. ¡Instale un jardín hidropónico y comunicadores y constituiremos una plataforma en órbita! Envíen otro ferry para que se reúna con nosotros y tendremos proyectiles. Lancen tres cohetes ferry, con tipos de mi estatura como tripulantes, y nosotros podríamos unirlos en el espacio y tendríamos una plataforma en órbita y trabajando... ¿Qué utilidad presentaría entonces el sabotear la plataforma mayor? No sería útil en absoluto, porque nosotros podríamos hacer todo lo que se desea que haga la plataforma. Pero —añadió, amargamente—, ¿cree usted que habría alguien capaz de hacer algo tan sensato?

    Sus diminutos rasgos faciales estaban distorsionados en iracunda rebelión. Tenía razón, absolutamente. La humanidad podía haber llevado a cabo el viaje hacia otros planetas rápidamente y la plataforma del espacio podría estar en el cielo mucho antes, si los hombres consintieran en ser representados por enanos como Mike..., quien los hubiera representado muy valerosamente.

    Pero no lo harían así y Mike se desesperaba.

    Sally dijo tristemente:

    —¡Oh, Mike! ¡Todo eso es cierto y lo lamento mucho!

    Y lo pensaba así en realidad. A Joe le agradó Sally infinitamente en aquel preciso instante. No trataba a Mike con condescendencia, ni intentaba hacer que Mike se calmara con buenas razones. En lugar de ello, mostró sincera simpatía.

    Entonces, Haney dijo abruptamente:

    —¿Ha echado de menos alguien al jefe?

    Joe se dio de patadas mentalmente. El jefe había dicho que iba a nadar, y ahora, pero solamente ahora, Joe miró para ver qué estaba haciendo.

    Estaba muy alejado de la orilla, nadando sin prisa, a tres cuartas partes de la distancia hasta la central eléctrica, que se encontraba en medio de la presa. Llegaría y treparía por los escalones que habría probablemente del lado de la presa, corriente arriba. Iría a la central, explicaría la situación y una llamada telefónica a Bootstrap haría que los guardias de seguridad acudieran a toda velocidad por carretera; mucho antes que ellos, llegarían tropas de paracaidistas. Pero, antes todavía, el jefe conduciría hasta la orilla a los empleados de la central eléctrica y sería extraordinario que no poseyeran, al menos, escopetas de caza para disparar contra las aves acuáticas, tanto durante la temporada de caza como fuera de ella.

    Los hombres ocultos podían o no considerar el paseo a nado del jefe como prueba que éste había adivinado sus intenciones. Probablemente discutían ahora el asunto. Pero no podían saber que los de la península estaban armados.

    Durante varios minutos, no sucedió nada. El jefe no alcanzaba aún la central eléctrica. Haney cambió de postura.

    Mike dijo, con voz débil:

    —Vamos a tener visitas.

    Se acostó cuidadosamente en el suelo, a unos tres metros de Sally, en la posición más elevada sobre la ladera de la colina. Podía vigilar por encima del borde rocoso. Apoyó profesionalmente la culata del rifle .22 sobre su hombro y tomó puntería.

    Tres hombres salieron, paseando con mucha naturalidad, de entre los matorrales sobre la orilla y caminaron descuidadamente por la ribera rocosa que conducía al lugar del picnic. Su apariencia era como la de cualquiera en Bootstrap. Ordinarios, rudos, con ropas de trabajo...

    Haney se agachó y recogió varias piedras apropiadas para ser lanzadas. Su expresión mostraba su aflicción.

    Joe dijo:

    —Tenemos pistolas, Haney. Sally es una buena tiradora.

    Los hombres se acercaron, sus modales eran artificiosamente ordinarios. Joe se puso de pie, dejándose ver.

    —No nos visiten —gritó—. ¡No deseamos compañía!

    Uno de los hombres se llevó la mano al oído, como si no alcanzara a oír bien. Continuaron acercándose, sin hacer ningún gesto en absoluto de amenaza.

    Entonces, Joe sacó la mano de su bolsillo, empuñando la pistola que Sally le había dado.

    —¡Lo digo en serio! —dijo, cortante—. ¡Aléjense!

    Uno de los tres hombres habló con voz tajante. Al instante, los tres se lanzaron al ataque, sacaron las pistolas y dispararon, mientras avanzaban corriendo. Su propósito no era el de matarlos en ese instante, sino el crear el efecto desmoralizador del silbar de las balas, para poder cometer su crimen con mayor facilidad al encontrarse más cerca.

    Una piedra lanzada por Haney zumbó al lado de Joe y el rifle de pequeño calibre tosió en las manos de Mike. Joe se abstuvo de disparar. Disponía solamente de seis balas y tenía tres blancos diferentes. Con un revólver conocido hubiera comenzado a disparar, pero treinta metros era una distancia respetable para una pistola a la que no estaba habituado, máxime con blancos móviles.

    Uno de los tres atacantes dio un traspié y se desplomó al suelo. Otro pareció sonreír ampliamente, de pronto, con uno de los lados de la cara. Una bala calibre .22 le había rozado la mejilla. El tercero recibió un pedazo de roca arrojado por Haney, que le cortó la respiración y le hizo tirar la pistola. Joe disparó con calma sobre el hombre de la ancha sonrisa y lo hizo girar como una peonza. El rifle de Mike restalló de nuevo y el hombre al que había herido Joe giró sobre sus talones y corrió torpemente, alejándose. El que se había tropezado se puso en pie de un salto y huyó, cojeando terriblemente y apoyándose más sobre una pierna que sobre la otra. El hombre doblado en dos, abandonó, dio la vuelta y corrió también, todavía inclinado hacia delante y gimiendo.

    Mike maldecía, con su voz de enano. Estaba fuera de sí de rabia a causa del modo en que disparaba el rifle. Desviaba hacia arriba y hacia la derecha. La galería de tiro pagaba con cigarrillos las buenas puntuaciones y por ello, el arma no tiraba con precisión. Mike escupió de rabia.

    Hasta entonces, Joe había estado relativamente tranquilo; lo suficiente, en todo caso, porque tenía algo que hacer. Pero en ese preciso instante oyó decir a Sally:

    —¡Oh!

    Se volvió y vio que, sin saberlo él, no había permanecido parapetada, sino que estaba de pie, a su lado, con su pistola lista para disparar. Su cara estaba pálida y con expresión extraña. Se mesaba los cabellos. Un bucle quedó entre sus dedos. Una bala lo había cortado, justo por encima del hombro de ella.

    De pronto, Joe se sintió enfermo, débil y tembloroso. Agarró a Sally histéricamente, preguntando enloquecido si estaba herida en alguna parte, furioso con ella porque se había expuesto a las balas. Y mientras tanto, sus piernas chocaban una con la otra y la garganta se le anudaba, impidiéndole respirar.

    Luego, se oyeron fuertes ruidos de motor. Con la reverberación peculiar del sonido sobre el agua, dos motocicletas partieron de la central, avanzando por el borde superior de la presa. Se dirigieron hacia la orilla, llevando cinco hombres, uno de los cuales era el jefe, con un mantel rojo alrededor de la cintura y blandiendo un hacha, a defecto de otras armas.

    Entonces, por supuesto, el peligro había pasado. Tres hombres tenían la intención de asesinar a Sally y a Joe, y, cuando llegaron los amigos de Joe, los incluyeron en el plan. Pero los atacantes no tenían motivos para esperar una defensa armada. El armamento defensivo no había sido impresionante. Uno de los asaltantes fue puesto fuera de combate por un pedazo de roca lanzado por Haney. La pierna de otro había sido perforada y su mejilla abierta por dos balas calibre .22, disparadas por Mike, y Joe había herido en algún sitio al tercer hombre con su pistola. Los tres atacantes huyeron hacia los matorrales y dejaron por lo menos un arma detrás de ellos.

    Pero no era posible encontrarlos inmediatamente, y tenían aún dos pistolas. Siete hombres y una mujer, con Mike, no tenían nada que temer de ellos, teniendo en cuenta las escopetas de la central eléctrica. Pero no estaban equipados para darles la caza y faltaba poco para el ocaso.

    Los vencedores hicieron lo más sensato de todo. Permanecieron juntos y, luego, Joe y Sally, junto con el jefe, que había recuperado sus ropas, Haney y Mike, se dirigieron hacia Bootstrap. Dos de ellos viajaban en el automóvil negro del mayor y los otros en el desvencijado vehículo que habían alquilado para la tarde. Al descender por el desfiladero, se detuvieron junto al coche que habían conducido los atacantes, le quitaron la banda del ventilador y el distribuidor y continuaron su camino. Los hombres de la central regresaron a ésta y señalaron los hechos por teléfono. Los tres hombres que habían planeado el crimen se convirtieron en fugitivos, sin otros medios de transporte que sus piernas. Tenían a su disposición muchos miles de kilómetros cuadrados de territorio donde podían esconderse, pero era poco probable que tuviesen alimentos, ni que se los pudieran procurar en despoblado. Dos de ellos estaban heridos, y con perros, aeroplanos y organización sería fácil atraparlos por la mañana.

    De modo que Joe y Sally condujeron su automóvil de regreso a Bootstrap, seguidos de cerca por el otro coche. A la mitad del camino, encontraron los automóviles que iniciarían la caza de los hombres por la mañana. Después de eso, Joe se sintió mejor. Pero sus dientes estaban a punto de castañetear cada vez que pensaba en Sally, retirando de su cabello un bucle que había sido cortado por una bala.

    Cuando le presentaron su informe al mayor Holt, éste pareció de repente muy viejo. Sally explicó jadeante que el peligro que había corrido fue por culpa suya. Joe le había dicho que se guareciera y ella no lo había hecho.

    —La culpa fue mía —dijo el mayor con imparcialidad—. No debí permitir de ninguna manera que te alejaras de la base. No culpo a Joe.

    Pero no parecía contento. Joe se humedeció los labios. Estaba dispuesto a creer que cualquier vergüenza que pudiera sufrir era justificada, puesto que él había sido la causa por la que dispararan contra Sally.

    —Me culpo yo mismo, señor —dijo con aspereza—, pero prometo no volver a llevar a Sally a ninguna parte en tanto no haya sido lanzada la plataforma y que no haya por aquí ya ningún saboteador profesional.
    —Deberé ocuparme de eso un poco más de lo que lo hago —dijo el mayor con expresión ausente—. Tengo que ponerte en comunicación con tu padre, por teléfono. Tienes que explicarle, detalladamente, cómo está planeada exactamente la reparación de los giróscopos. Comprendí que ahora pueden ser duplicados más rápidamente. ¿Por medio del método que has imaginado?
    —Sí, señor —dijo Joe—. El balanceo era lo más difícil y creemos que está estropeado. Pero todo puede hacerse más rápidamente la segunda vez.
    —Explícale eso a tu padre —dijo el mayor—. La fábrica comenzará a duplicar los giróscopos inmediatamente. Mientras tanto, tu equipo de trabajadores se ocupará de los que están aquí.
    —Sí, señor.
    —Y voy a enviarte al campo de aterrizaje de los propulsores. Quiero dispersar los blancos a los que pueden apuntar los saboteadores, y tú eres uno de ellos. Tus hombres también. De tiempo en tiempo, discutirás con ellos y verificarás su trabajo. Si uno de ellos debe ser... despedido, tú podrás instruir a otros.
    —En realidad, es al contrario, señor —protestó Joe—. El jefe y Haney son muy buenos y Mike es inteligente.

    El mayor se agitó impacientemente.

    —Estoy considerándolo desde el punto de vista de la seguridad —dijo—. Tomando estas disposiciones, serán necesarios cuatro crímenes, en cuatro lugares diferentes, para impedir que los giróscopos sean reparados o duplicados. Pueden intentar uno o dos, pero cuatro no sería práctico. Imagino que buscarán otro punto débil por donde poder atacar.

    A Joe no le agradaba la idea de alejarse. Deseaba ocuparse del trabajo que él creía era su responsabilidad. Además, estaban sus sentimientos hacia Sally. Cuando estuviera ella en peligro, quería estar a su lado.

    —En cuanto a Sally, señor...
    —Sally —dijo el mayor, cansadamente— va a tener que restringirse hasta sentir que la cárcel sería preferible. Pero comprenderá la necesidad de ello. Será protegida todavía más cuidadosamente que antes..., y es posible que tú no lo percibas, pero ha sido protegida siempre concienzudamente.

    Joe vio que Sally le sonreía tristemente. Era desagradable, pero tenía razón el mayor. Era necesario. La diferencia entre las cosas que se hacen y las que no, frecuentemente no consiste más que en alguien que hace con terquedad las cosas necesarias que parecen carentes de importancia y sacrifica las que prometen placer. Joe no vería muy a menudo a Sally. El jefe, Haney y Mike iban a hacer el trabajo que realmente hubiera querido realizar Joe. Esas privaciones no deberían ser necesarias. Pero lo eran.

    —Muy bien, señor —dijo Joe con abatimiento—. ¿Cuándo debo ir al campo?
    —Inmediatamente —dijo el mayor—. Esta noche. La excusa oficial para enviarte allá es que has sido útil para descubrir trucos de sabotaje. Y lo eres. Pero no es esa la razón que me hace desear que vayas allá. ¡Quiero tenerte alejado de aquí!

    El mayor lo despidió con un gesto de la cabeza y un indefinible aire de ironía y Joe salió de su oficina, sintiéndose infeliz. Conversó largamente por teléfono con su padre. Éste no compartía el desagrado de Joe por su traslado a un lugar más seguro. Se comprometió a comenzar inmediatamente la fabricación de un conjunto de giróscopos de repuesto.

    Poco después, Sally salió de la oficina de su padre.

    —¡Lo siento, Joe!

    Él sonrió tristemente.

    —Yo también. No es agradable, pero para lograr que la plataforma sea lanzada... Supongo que podré telefonearte.
    —Puedes hacerlo —le dijo Sally—. ¡Y te aconsejo que lo hagas!

    Conversaron durante mucho tiempo esa tarde, muy satisfactoriamente y sin ninguna preocupación. Ninguno de ellos podría recordar mucho de lo que habían dicho. Probablemente no era algo extremadamente importante. Pero les parecía necesario tener más conversaciones como esa, aunque solamente fuera por teléfono.

    —Yo te llamaré —dijo Joe.

    Entonces, alguien se acercó a él para conducirlo al campo de los propulsores. Joe y Sally se separaron muy formalmente ante los ojos de un oficial de seguridad.

    Luego, Joe hizo un viaje aburrido en la oscuridad. El oficial de seguridad en cuestión no era muy amigable. Era probablemente una de esas personas serias que estiman que si mantienen cerrada la boca, no dejando escapar informaciones valiosas, se compensará su poca habilidad para mantener los ojos abiertos. Trató a Joe como si fuera una persona extremadamente sospechosa y era muy probable que así tratara a todo el mundo.

    Joe se adormeció en el automóvil.

    Estaba medio dormido al llegar, y no se molestó en enfadarse cuando le mostraron un cuarto muy pequeño en los barracones de los oficiales. Se acostó, haciendo subconscientemente una nota para comprarse ropa, especialmente interior, a la mañana siguiente. Pensó en ello mientras se metía entre las sábanas.

    Luego perdió la noción de las cosas, hasta que fue despertado temprano a la mañana siguiente por algo que sonó bajo su ventana como si fuera la señal del fin del mundo.


    CAPÍTULO 9


    No era, sin embargo, la señal del fin del mundo. Cuando Joe miró por la ventana que se encontraba al lado de su cama, vio un amanecer gris sobre un campo de aterrizaje que no había visto en absoluto la noche pasada. Había estructuras bajas e indefinibles que se reflejaban contra el Sol naciente. Cuando la luz fue más intensa, comprendió que las figuras angulares eran suspensores. Uno de ellos se movía, llevando algo que no pudo distinguir. El ruido que lo había despertado perdió intensidad. Parecía dar vueltas por encima de él y producía una especie de zumbido fastidioso, que no era natural en ningún motor de los que había oído hasta entonces.

    Se estremeció, de pie ante la ventana. A esa altitud, el amanecer era frío y desagradable, aunque más tarde haría calor. Pero quería saber qué había sido aquel ruido, absolutamente inimaginable. El aguilón de una grúa descendió, lentamente, y luego ascendió como si se hubiera librado de un gran peso. Poco a poco, la luz se hizo más brillante y Joe vio algo sobre el terreno. Pero, en realidad, no estaba directamente sobre el terreno. Reposaba en algo.

    Hubo diversos ruidos pequeños e indeterminados. Luego el maldito alboroto comenzó nuevamente. Algo se movió. Corrió pesadamente, saliendo de los contornos de los suspensores que lo tapaban a la vista. Aumentó de velocidad, hasta llegar a unos sesenta o setenta kilómetros por hora, más o menos. Cuando comenzó a correr sobre el campo poco iluminado, se oyó un estruendo. Parecía que todas las fábricas de calderas del mundo y todos los motores de explosión de la creación se habían reunido para ver qué producía el ruido más fuerte, funcionando todos a la vez.

    Era un propulsor. Joe lo reconoció, incrédulo. Era una de las creaciones extremadamente feas que eran montadas hacia la mitad del muro interior de la semiesfera. La forma de la parte superior tenía el aspecto de la mitad de una pieza de pan. En movimiento, parecía un tipo extraño de vehículo de ruedas, alzado como una oruga indignada y con una llama blanca azulada saliendo a chorros de su cola. Tenía un coqueteo recatado y juguetón, de lado a lado.

    Se elevó sobre el vehículo en que rodaba y éste arrancó veloz, con frenética agilidad. El vehículo cambió bruscamente de dirección y Joe lo perdió de vista. Miraba atentamente el propulsor, a unos seis metros de altura. Tenía la parte de abajo plana y la parte superior le parecía todavía a Joe como la redondeada mitad de una pieza de pan. Flotaba en el aire en un ángulo aproximado de cuarenta y cinco grados, aullando como un dragón aterrorizado (Joe comenzaba a escoger sus metáforas por entonces). Se meció, se bamboleó y ascendió lentamente. De pronto, pareció haber adquirido destreza en lo que estaba haciendo y comenzó bruscamente a ascender hacia el firmamento. Antes de salir disparado hacia arriba, había parecido pesado, torpe y poco impresionante. ¡Pero cuando ascendía, lo hacía verdaderamente bien!

    Joe asomó la cabeza por la ventana, estirando el cuello para contemplarlo. El estruendo sobrenatural que producía adoptó las características de un enjambre de abejas irritado. ¡Pero subía! Fue hacia arriba, sin ninguna gracia, pero con asombrosa velocidad. Era grande, pero se perdió en el cielo coloreado por el resplandor del amanecer, mientras Joe lo miraba boquiabierto todavía.

    Retiró la cabeza de la ventana y se vistió. Salió, cruzando la puerta de su habitación, a los pasillos vacíos y resonantes, buscando a alguien con quien hablar. Entró por error en un salón comedor en el que había muchas mesas, pero las sillas, alrededor de ellas, habían sido empujadas hacia atrás por personas apresuradas en ir a otro lugar. Sólo dos personas eran visibles allí, en un rincón del fondo.

    Otro estruendo, como el lamento de un volcán en formación. Comenzó, se desplazó y pasó por todo su desarrollo, hasta terminar en un zumbido vibrante y ascendente. Luego, otro. La puesta en marcha de los propulsores para sus vuelos matinales estaba evidentemente siendo llevada a cabo.

    Joe vaciló en el salón comedor vacío. Reconoció a las dos personas sentadas. Eran, respectivamente, el piloto y el copiloto del avión transporte que lo había llevado a Bootstrap y se había estrellado al aterrizar.

    Se dirigió hacia su mesa. El piloto lo saludó con la cabeza, con toda naturalidad, y el copiloto sonrió. Ambos estaban vendados todavía por las quemaduras, lo cual podía explicar que ellos permanecieran allá. Pero era posible que los retuvieran a causa de las investigaciones sobre el accidente.

    —¡Me alegro mucho de verlo a usted aquí! —dijo el copiloto jovialmente—. ¡Bien venido al hotel de Gink! ¡Pero no me diga que va a pilotear un propulsor!
    —No tengo la intención de hacerlo —dijo Joe.
    —Yo traté de hacerlo en una ocasión, por afición —le dijo el copiloto amablemente—. ¡Esos cacharros vuelan con la misma gracia que una elefanta sobre patines de ruedas! ¿Observó usted que no tienen alas? ¿Y vio usted dónde se encuentran las superficies de control?

    Joe sacudió la cabeza. Vio los restos de jamón, huevos y café. Estaba hambriento. Otro propulsor partió.

    —¿Cómo debo hacer para que me sirvan el desayuno? —preguntó.

    El copiloto le señaló una silla. Golpeó un vaso de cristal, haciéndolo tintinear. Una puerta se abrió en alguna parte, señaló a Joe y la puerta volvió a cerrarse.

    —En seguida se lo servirán —dijo el copiloto—. ¡Escuche! Yo sé ya que es usted Joe Kenmore. Yo soy Brick Talley y éste es el capitán, nada menos que el capitán Thomas J. Walton. ¿No está impresionado?
    —Muchísimo —le dijo Joe, y se sentó—. ¿Qué iba a decir sobre los tableros de control en los propulsores?
    —¡Se encuentran en la tobera! —dijo el copiloto identificado como Talley—. Como los proyectiles V-2, cuando los hicieron los alemanes. Las paletas, en el orificio de escape; parece increíble. Aterrizando y deslizándose sobre la cola como lo hacen, no tienen velocidad para que el aire adquiera fuerza de fricción en las aletas, aunque tuvieran alas sobre las que colocar las aletas. ¡Esos ruidosos objetos son apropiados para darle a uno pesadillas!

    Una puerta se abrió en alguna parte y un hombre uniformado, con un delantal, apareció llevando una bandeja. Sobre ésta había jugo de tomates, huevos con jamón y café. Le sirvió rápidamente a Joe y se fue.

    —Éste es el servicio del hotel de Gink —dijo Talley—: sin gestos innecesarios, ni cortesía hipócrita. Se disponía a comer todo eso él mismo, pero se lo dio a usted, y ahora se preparará una ración doble. Bueno. ¿Qué va a hacer usted aquí?

    Joe se encogió de hombros. Pensó que no sería adecuado ni digno de crédito decir que había sido enviado allí con el fin de esparcir un blanco al que los saboteadores podrían disparar.

    —Creo que estoy afectado aquí sólo en lo concerniente a las raciones de alimentación —observó—. Eventualmente, llegarán órdenes y podré saber de qué se trata.

    Atacó su desayuno. Los ruidos atronadores de los propulsores al elevarse hacían estremecerse el salón comedor y Joe observó entre bocado y bocado.

    —Curiosa manera de despegar, rodando...; parecía un camión.
    —Es un camión —dijo Talley—, un camión de gran velocidad. Hay cincuenta de ellos, fabricados especialmente para servir de tren de aterrizaje y permitir que hagan prácticas los pilotos de los propulsores. Como sabe, los propulsores están destinados a funcionar una sola vez.

    Joe asintió.

    —En teoría, no son para el despegue —explicó Talley—. Se colgarán de la plataforma y ascenderán con ella, empujándola. Luego, cuando la hayan hecho elevarse tanto como puedan, encenderán sus retropropulsores y volverán a la Tierra zumbando. Harán el trabajo del primer piso de un cohete, que puede ser aplicado a la plataforma. Pero los pilotos tienen que practicar el regreso y el aterrizaje. Para el entrenamiento, no importa cómo se eleven. Cuando descienden, son recogidos por un enorme camión especial con cremalleras de oruga que los trae de regreso. Luego, una grúa los eleva, los deposita sobre un camión de gran velocidad y recomienzan nuevamente la maniobra.

    Joe reflexionó mientras comía. Tenía sentido. La función de los propulsores, como tales, era la misma que la del primer piso de un cohete de múltiples unidades. Entre todos ellos, levantarían la plataforma del suelo, la sacarían de la base y la elevarían tanto como les fuera posible con sus motores jet. Deberían desplazarse simultáneamente hacia el este, a toda la velocidad que pudieran desarrollar. Luego, encenderían sus retropropulsores al mismo tiempo y, al hacerlo, actuarían como el segundo piso de un cohete múltiple. Entonces, su trabajo habría terminado y lo único que necesitarían hacer es volver a tierra con sus pilotos vivos, mientras la plataforma, actuando como su propio tercer piso, continuaría alejándose hacia el espacio.

    —La vida de un piloto de propulsor no es muy feliz —dijo Talley—. Cuando ha efectuado diez aterrizajes y sobrevive, es un experto. Después efectúa otros de tiempo en tiempo, solamente para no olvidarlo. ¡Esos tipos sudan!

    El piloto gruñó. Talley extendió los brazos.

    —De vez en cuando, uno descendía como no debía hacerlo y algo les sucedía a los motores. Quizá habían sido demasiado forzados. Ocasionalmente, explotaban.
    —¿Los motores de jet? —preguntó Joe—. ¿Explotan? ¡Eso es algo nuevo!
    —Una característica estrictamente especial de los propulsores —dijo Talley—. Los hacen funcionar una y otra vez a prueba sin que suceda nada. Pero, a veces, estalla uno en pleno vuelo. Una vez sucedió incluso mientras se calentaba, según me dijeron.
    —No parece justo —dijo Joe lentamente.
    —Es, además, poco conveniente —prosiguió Talley— para los pilotos.

    Walton abrió la boca.

    —Cuatro pilotos en dos semanas —dijo sencillamente—. De ser posible, sería sabotaje.

    Guardó silencio nuevamente.

    Joe reflexionó y frunció el ceño.

    Un propulsor, en el exterior del edificio, bramaba histéricamente, abriéndose paso por algún sitio. Su ruido cambió y se elevó y continuó, cada vez más alto. Joe revolvió su café.

    Afuera se oyeron débiles gritos. Luego, un ruido fuerte y silbante. Después, un estallido. Sonó como una bomba pesada al explotar. Chirriaron objetos metálicos, y luego, el silencio. Talley parecía angustiado.

    —Corrección. Cinco pilotos en dos semanas. Comienza a ser algo serio —dijo y miró mordazmente a Joe—. Será mejor que tome su café antes de salir a ver. Después ya no lo querrá.

    Tenía razón.

    Joe vio el propulsor estrellado media hora después. Halló que su ostensible asignación al aeropuerto para examinar los sabotajes comenzaba a adquirir valor a sus ojos. Un joven teniente lo escoltó solemnemente hasta el lugar en donde había caído el propulsor, a tres metros solamente del muro de un hangar. El impacto hizo un hoyo de metro y medio de profundidad. Había habido un incendio que ya estaba apagado.

    El feo objeto volador estaba destrozado. Había tubos de acero de su interior que sobresalían a través del blindaje exterior. La cubierta de plástico de la cabina de pilotaje estaba astillada y había manchas horribles en donde había estado el piloto.

    El motor había explotado. El motor de jet. Los motores de jet no explotan, pero éste lo había hecho. Había explotado desde el interior y las paletas de la turbina de su sección de compresión estaban retorcidas, como si fueran de paja, por la detonación. Los bordes dentados de las roturas eran buena prueba de la violencia de la explosión interna.

    Joe miró prudentemente y sintió náuseas. El joven teniente se volvió cortésmente hacia otro lado, cuando su rostro mostró cómo se sentía. Joe se sintió incluso culpable del hecho que todo ello le fuera mostrado a él, en lugar de a alguien mejor calificado en métodos de destrucción.

    Aunque, en cierto sentido, esto era en sí una ventaja. Un hombre puede ponerse a trabajar para idear métodos de sabotaje. Otro hombre es adiestrado para contrarrestar sus esfuerzos. La preparación del segundo es esencialmente un estudio de cómo piensa actuar el primero, de tal modo que pueda prever sus pensamientos y sus actos. Pero un hombre así estará en desventaja cuando intente comprender los métodos de sabotaje de un tercero, que piensa de una manera nueva y diferente. Tendrá dificultades para estudiar un modo nuevo de pensar, porque conoce sumamente bien el primero.

    Joe se apartó y se quedó pensativo ante una pared. Había algo escondido en su mente que pugnaba por salir al exterior y él no sabía cómo ayudarlo. Había algo similar entre el sabotaje al avión de transporte, dos días antes, y el modo en que esos propulsores, que habían demostrado ser perfectos, explotaban más tarde. El ataque al avión de transporte por otro aparato provisto de cohetes no tenía ninguna relación. Pero el bulto que explotó después de ser arrojado desde el avión, antes de intentar el aterrizaje sobre el vientre, y la substitución del CO2 por un gas explosivo en los extintores de incendios..., tenía el mismo aspecto. ¿Qué era?

    Arrugó el entrecejo. La presunta contaminación de la base con polvo de cobalto radiactivo no tenía ninguna relación con ello. Pero el minar un camión accidentado, tenía el mismo sentido que todo lo demás. Realmente, por supuesto, había varias organizaciones de sabotaje en acción, empleando diferentes métodos. Pero Joe tenía la sensación desesperante que había algo en su mente que constituía un indicio preciso y no lograba pensar en ello.

    El joven teniente esperaba respetuosamente a que él tuviera una inspiración. Sus modales impresionaban al teniente. Pero el mayor Holt no tenía realmente la intención de hacer que Joe tratara de resolver una serie de desastres atribuidos a defectos en el diseño del motor de los propul-sores. Cuando Joe se dio por vencido por el momento, el teniente le mostró todas las instalaciones del campo de aterrizaje y su funcionamiento.

    A media mañana, otro propulsor cayó estruendosamente desde el cielo. Esto significaba seis propulsores con sus pilotos en dos semanas. Dos ese día. Los artefactos no tenían alas ni ángulo de planeo. Apuntados hacia lo alto, podían elevarse de una manera increíble; mientras funcionasen sus motores, podían ser controlados medianamente. Pero no eran aeroplanos en ningún sentido de la palabra. Eran motores con tanques de combustible llenos y con los controles en el escape de la tobera. Cuando sus motores fallaban, eran un despojo que caía del cielo y se estrellaba en el suelo.

    Joe tuvo ocasión de presenciar el segundo accidente y, al mediodía, no fue al salón comedor en absoluto. Carecía por completo de apetito. En lugar de ello, se dejó colmar de informes carentes de importancia por el teniente, que sentía un gran respeto por cualquier persona que tuviera la aprobación de las altas autoridades.

    Durante todo el tiempo que estuvo siguiéndolo, se esforzó en buscar en su memoria, convencido que había algo en el sabotaje que constituía un modelo. No todo coincidía en ambos casos, pero si fuera posible encontrar un método coherente, se anticiparían al saboteador, ya que éste no pondría en ejecución sus propias ideas. Un modelo de pensamiento de un saboteador. El modo de pensar de un grupo. El...

    Por ejemplo, Braun. Braun fue un hombre honrado, obligado por medio del chantaje a ser ejecutor de un sabotaje, un crimen múltiple, una matanza. Tenía que dejar caer polvo fino de cobalto radiactivo en la base. Debía haber sido el medio por el cual algo extraño y mortal habría sido introducido.

    ¡Eso era! Había diferentes modos de destruir las cosas. Una manera podría ser que las cosas se destruyeran ellas mismas. Pero ese no era el procedimiento empleado en ese caso. Esta clase de sabotaje tendía a provocar la destrucción en donde no era natural. Granadas en el emplazamiento del tren de aterrizaje. Explosivos en cajas marcadas «Correspondencia». Polvo de cobalto radiactivo. En efecto, las mentes que planeaban esos procedimientos se decían: «Esos objetos van a destruirse. ¿Cómo hacer que lleguen hasta donde puedan destruir algo?»

    Era un método estricto.

    Pero, ¿era este método el que se seguía en el sabotaje de los propulsores?

    Hacían explotar los motores..., y los motores no explotan. Tampoco era posible colocar bombas en su interior, porque no había espacio. Los dos motores que había visto después de explotar daban la impresión que la detonación había sido centrada sobre la caja de fuego (técnicamente, el área de combustión), detrás del compresor y antes de las paletas de transmisión. Un motor de jet se ponía en marcha. Su turbina de compresión aspiraba aire por la parte de proa y lo hacía pasar a gran presión a la cámara de combustión. Allí, una llama ardía furiosamente, el aire se dilataba y salía, atravesando otras paletas que eran impulsadas por él para hacer funcionar el compresor. El exceso de aire a presión era expulsado por la cola y servía para dirigir el aparato.

    Pero no era posible colocar una bomba en la caja de fuego, porque allí, la temperatura la haría explotar o la destruiría, antes que el propulsor abandonara el camión que le servía de rampa. No podría demorarse. ¡Y, sin embargo, algo había sido colocado allí!

    Por la tarde, Joe observó los aterrizajes, mientras el joven teniente lo seguía pacientemente. El aterrizaje de un propulsor era distinto al de cualquier otro objeto volador. Descendían volando con increíble torpeza, produciendo un estruendo fuera de toda proporción con su velocidad de aterrizaje. Llegaban con la cola baja, maniobrando con cruda torpeza. No tenían alas ni aletas y era preciso equilibrarlos por medio de sus chorros de aire a presión y de la misma forma debían dirigirse y hacer las correcciones de rumbo. Cuando un motor de jet se detenía, se perdía el control y el propulsor se desplomaba.

    Los observó aterrizar. Descendían lentamente y giraban hacia el terreno de aterrizaje. Daban la impresión de bajar la cola a ciegas hasta resbalar por el suelo, chamuscando el campo con las llamas de sus toberas, titubeantes, apuntando hacia arriba en ángulos todavía más verticales. Luego tocaban el suelo, sus proas se inclinaban hacia delante y saltaban hacia arriba, al tiempo que sus jets rugían con mayor violencia. Entonces, volvían a tocar el suelo.

    La idea era entrar en contacto con el suelo con todo el peso del propulsor apoyado en el impulso vertical del jet, mientras se desplazaba hacia delante a la velocidad más reducida posible. Cuando se lograba este ideal, se dejaban caer de plano sólidamente, resbalaban unos metros sobre sus vientres metálicos, permaneciendo después inmóviles. Algunos de ellos golpeaban con fuerza y trataban de excavar la tierra con sus proas burdas. Joe vio uno que dio una voltereta completa hacia delante. Uno tomó contacto sin velocidad hacia delante en absoluto y dio una vuelta de campana hacia atrás, quedando con su vientre al aire.

    El último de ellos tomó contacto y se dejó caer. Joe olvidó momentáneamente los accidentes, que fueron reemplazados por otros espectáculos; pudo pensar en la cena sin aversión. Cuando llegó la hora, volvió nuevamente al salón comedor. Tenía una sensación extraña y molesta en su mente. En alguna parte, había un indicio que permitiría abordar el problema de los propulsores. Sabía que le era conocido, pero no lograba recordarlo.

    Talley y Walton estaban sentados de nuevo en torno a la mesa, cuando Joe entró y se dirigió hacia ellos. Talley le miró interrogativamente.

    —Sí —dijo Joe tristemente—; vi los dos accidentes y no pude comer. Fueron sabotajes. Sólo que..., en cierto modo, fue algo diferente. ¡No alcanzo a comprender cómo pudo suceder!
    —Es complicado, ¿eh? —dijo Talley amablemente—. Voy a explicarle algo de los antiguos combatientes de la resistencia en el extranjero. ¡Los polacos tenían trucos verdaderamente buenos! Tenían un tipo con acceso a los camiones cisterna que llevaban la gasolina desde la refinería hasta los diversos aeródromos que tenían los nazis. Echaba, en todos los cargamentos de gasolina, un compuesto u otra cosa. No se veía nada raro, la gasolina tenía el aspecto y el olor de gasolina e incluso funcionaba perfectamente como tal. Pero, en los momentos más inesperados, los aviones nazis se estrellaban. Las paletas se agarrotaban y los motores se detenían.

    Joe lo miró, era así de sencillo. Y comprendió.

    —Los nazis perdieron gran número de aviones de esta forma —dijo Talley—. Los que no se estrellaban porque se les agarrotaban las paletas en pleno vuelo, tenían que someterse a reparaciones, perdiendo horas de vuelo. Y cuando descubrieron la artimaña los nazis, tuvieron que volver a refinar hasta la última gota de gasolina que tenían.
    —¡Eso es! —exclamó Joe.
    —¿Eso es? ¿Qué es?
    —Es el mismo truco empleado al llenar las botellas de CO2 con gas explosivo. Excúsenme.

    Joe se levantó y se fue, apresuradamente. Encontró un teléfono y llamó a la semiesfera. En cuanto la tuvo en línea, pidió la oficina de seguridad, entrando en contacto finalmente con el mayor Holt. El tono de éste era brusco.

    —¿Sí? ¿Joe...? Los tres hombres del asunto del lago fueron perseguidos esta mañana. Cuando se vieron arrinconados, trataron de pelear. No será posible obtener informes de ellos, si es eso lo que querías saber.

    Los modales del mayor parecían desaprobar el que Joe sintiera curiosidad. Sus palabras significaban, por supuesto, que los tres hombres que habían cometido la tentativa de asesinato habían sido abatidos.

    Joe dijo, cuidadosamente:

    —No es esa la razón de mi llamada, señor. Creo haber hallado algo en relación con los propulsores. Cómo consiguen que se estrellen. Pero es preciso verificarlo.
    —Te escucho —le dijo el mayor, brevemente.

    Joe explicó:

    —Todas las artimañas que fueron empleadas contra el avión de transporte en que vine, excepto una, responden a un mismo método, señor. Todos los sabotajes de este tipo consisten en meter bombas y cosas así en los lugares en que menos se espera. Los saboteadores introducen algo en los objetos que quieren destruir. Nunca se las ingenian para que los objetos se destruyan ellos mismos, substituyendo algo en su interior. ¿Ve?
    —Continúa —le dijo el mayor.
    —Cuando llenaron de gas explosivo las botellas de CO2 —dijo Joe, hablando esmeradamente—, no añadieron algo. Lo que hicieron fue sustituir algo. Sustituyeron algo que normalmente lleva un aparato, en lugar de colocar algo anormal, como una bomba, donde no debiera ir.

    El mayor, para ser justos con él, tenía el don de saber escuchar, y así lo hizo pacientemente.

    —Los propulsores —dijo Joe con mucho cuidado— guardan el combustible en diferentes tanques, como los aviones ordinarios. Los pilotos pasan de un tanque a otro, del mismo modo que lo hacen los pilotos de los aeroplanos. Asimismo en los pozos en que se almacena el combustible empleado por los propulsores en masa, bajo tierra, hay también varios depósitos. En el momento de llenar los tanques de los propulsores, el encargado de hacerlo puede tomar el carburante de cualquiera de los tanques, a su elección.

    El mayor dijo:

    —Obviamente. ¿Qué tiene eso que ver?
    —Las botellas de CO2, señor, contenían otro gas, que había sido substituido. Supongo que, al llenar de combustible los tanques de un propulsor, uno de ellos es llenado con combustible de un tanque subterráneo muy especial. Todos los otros tanques contendrán combustible normal y el propulsor volará normalmente, hasta que el piloto ponga en servicio el tanque que contiene el combustible preparado. Entonces explota.

    El mayor Holt estaba en silencio.

    —¿Comprende, señor? —preguntó Joe—. Los propulsores pueden cargar combustible infinidad de veces, de manera normal y, luego, abriendo un grifo, mientras se llena uno de los tanques, hacen que todo sea diferente. Cuando el propulsor en cuestión comienza a utilizar el tanque cuyo contenido ha sido adulterado... Ello evita, además, que haya método en las explosiones.
    —¡Por supuesto que comprendo! —dijo el mayor Holt fríamente—. Lo único que necesitan es hacer llegar al campo solamente un tanque de combustible adulterado, que puede no ser utilizado durante varias semanas. En los accidentes, no queda traza, a causa de los incendios. Es factible lo que me dices sobre la probabilidad que haya un tanque del almacenaje subterráneo, cuyo contenido sea altamente explosivo. Voy a hacer que investiguen inmediatamente.

    Colgó el receptor y Joe volvió al salón comedor. Se sentía inquieto. Podía haber otros modos de hacer explotar un motor de reacción sin emplear combustible explosivo, y era imposible asegurarse después que los despojos se quemaran. Pero el sentimiento de haber señalado solamente una impresión suya, no era satisfactorio. Joe comió tristemente, prestando poca atención a Talley. Tenía una sensación incómoda y exaltada al saber que no estaba calificado entre los expertos, pero que había descubierto algo que los expertos habían dejado pasar.

    Media hora antes de la cena, cerca de la puesta del Sol, un hombre vestido con el uniforme del servicio de seguridad, buscó a Joe en el aeropuerto.

    —El mayor Holt me envía para llevarlo a usted a la base —dijo cortésmente.
    —Si no le importa —dijo Joe con la misma cortesía—, voy a comprobarlo.

    Fue a telefonear de nuevo y le informaron que nadie había sido enviado a buscarlo.

    Esperó órdenes en la cabina telefónica, mientras el mayor hacía rápidamente varias llamadas. Era reconfortante sentir en su bolsillo la pistola y era desagradable no haber recibido la autorización de intentar la captura del impostor que se hacía pasar por oficial de seguridad. Evidentemente, la idea de asesinarlo no había sido abandonada. Le hubiera gustado tomar parte activa en su propia protec-ción, pero era más importante que el falso oficial de seguridad fuera capturado.

    Por supuesto, el impostor debió darse a la fuga en el mismo instante en que Joe le comunicó sus intenciones de verificar las órdenes, sin intentar asesinarlo allí mismo, debido a que había demasiadas personas en torno a ellos.

    Pero no escaparía tan fácilmente. Unos veinte minutos más tarde, mientras Joe esperaba ansiosamente en la cabina telefónica, el teléfono sonó y el mayor Holt le dio instrucciones para regresar a la semiesfera. Le dio órdenes exactas acerca de quién debería acompañarlo y cómo en-trarían en contacto con él, identificándose, para conducirlo allá.

    A doce kilómetros aproximadamente del campo de aterrizaje, llegaron junto a un vehículo accidentado, junto al cual se encontraban varios oficiales de seguridad trabajando. Éstos detuvieron a la escolta de Joe. La llamada telefónica de Joe había desencadenado la alarma. Un aeroplano descubrió el automóvil en cuestión, huyendo del campo de aterrizaje, y había guiado a los motociclistas hasta él. Luego, cuando el impostor que se fingía oficial de seguridad trató de abrirse paso a tiros, el aeroplano lo ametralló. El hombre murió y su coche se estrelló. Los motociclistas estaban intentando obtener algún informe del cadáver y del automóvil destrozado.

    Joe fue hasta la casa del mayor, en la zona residencial de los oficiales. El mayor parecía mucho más cansado que antes, pero asintió aprobadoramente al ver a Joe. Sally se encontraba también allí y su aprobación y alivio fueron más notables aún.

    —Te portaste bien —dijo el mayor, con calma—. No tengo una opinión demasiado buena de la inteligencia de las personas de tu edad, Joe, y cuando tú tengas mi edad, no la tendrás tampoco, pero sea por inteligencia o por suerte, tú estás resultando muy útil.

    Joe dijo:

    —Estoy teniendo cuidado con mi persona, señor; simplemente, deseo continuar con vida.

    El mayor lo miró con cierta ironía.

    —Estaba pensando que cuando se te ocurrió la idea de los tanques de combustible adulterado, no trataste de convertirte en héroe y trataste de comprobarlo tú mismo. Me informaste a mí y esa fue la mejor manera de proceder. De otra manera, te hubieran asesinado y tus sospechas no me hubieran llegado nunca. Estaban bien fundadas. Uno de los depósitos subterráneos estaba medio lleno de combustible adulterado. Además, algo más importante todavía: otro estaba lleno completamente, aunque no habían utilizado todavía su contenido... —el mayor hizo una pausa y luego dijo, sin mucha cordialidad—: Según parece, esta artimaña estaba siendo probada. Es probable que el sabo-taje hubiera sido aplazado hasta el momento en que los propulsores fueran abastecidos de carburante para el lanzamiento de la plataforma. Si así era, podía suceder que, después del lanzamiento, la mayor parte o la totalidad de los propulsores serían arreglados de modo que explotaran cuando la plataforma se encontrara en el aire, pero antes que hubiera podido salir al espacio exterior.

    Joe se sintió mal. En efecto, el mayor le estaba explicando que probablemente había evitado que la plataforma fuese destruida poco después de su lanzamiento. Era una sugerencia alarmante, aun cuando buena. Para Joe, continuaba siendo la cosa más importante de todas que la plataforma pudiese ser lanzada al espacio con éxito. Era algo mucho más importante que el hecho que le correspondiera el honor de haberla salvado y no era agradable oír que podía haber sido destruida.

    —Te volví a llamar desde el aeropuerto —le dijo el mayor, sin calor— para decirte que habías hecho un buen trabajo. Me parecía que te mereces cierto agradecimiento.
    —Hice lo que pude, señor —le dijo Joe, torpemente.

    El mayor asintió impaciente.

    —Sí. Bueno, uno de los hombres designados para formar parte de la tripulación de la plataforma cayó enfermo y, en confianza, los sabotajes son tan peligrosos que se ha tomado la decisión de lanzar la plataforma al espacio tan pronto como sea humanamente posible, incluso si hay partes del equipo que todavía no estén completas. Así que..., ¡ah...!, en vista de tu utilidad, he sugerido a Washington que la mayor recompensa que se te podía ofrecer es el recibir el entrenamiento de miembro reemplazante de la tripulación, para que puedas reemplazar a ese hombre enfermo, en el caso que no esté recobrado para el lanzamiento.

    La habitación pareció dar vueltas alrededor de Joe. Luego, dijo, tragando saliva:

    —¡Sí, señor: Quiero decir que... es cierto. Eso es lo que más deseo en el mundo.
    —Vas a quedarte aquí para recibir la instrucción necesaria y serás protegido todavía con mayor cuidado que antes. Pero debes tener presente que, por el momento, eres solamente un reemplazante. Las probabilidades están contra ti para que formes parte de la tripulación.
    —Está..., está bien, de todos modos —dijo Joe, inseguro—. ¡Es maravilloso!

    El mayor salió. Joe permaneció inmóvil, tratando de comprender lo que todo eso podía significar para él y, de pronto, Sally exclamó:

    —¡Podrías dar las gracias, Joe!

    Sus ojos estaban brillantes y se veía también que estaba orgullosa.

    —Yo fui quien le insinuó a papá que el mejor premio que podías recibir era ése —le explicó ella—. Si no puedo ir yo misma en la plataforma..., y ese es el caso..., quiero, por lo menos, que tú vayas. Porque sé que lo deseas.

    Le sonrió gravemente, mientras él trataba incoherentemente de hablar. Entonces, con una paciencia que tenía algo de maternal, lo condujo al porche de la casa de su padre y se dispuso a escucharle. Pasó largo tiempo antes que se diera cuenta que lo estaba mimando. Entonces, él guardó silencio y la miró con sospecha, dándose cuenta que en su entusiasmo había estado haciendo ademanes no sólo con su propia mano, sino también con la de ella.

    —Me parece que estoy completamente loco —dijo, haciendo un gesto—, hablando de ese modo de mí en el espacio. Eres demasiado decente al soportarme.

    Él guardó silencio, y luego dijo, con humildad:

    —Soy extraordinariamente afortunado. Y fue muy afortunado haberte conocido y saber que, hasta cierto punto, te agrado —ella lo miró evasivamente y Joe añadió—: Y no solamente porque hablaste con tu padre y le dijiste lo más conveniente, sino porque eres..., ¡eres magnífica, Sally!

    Ella dejó escapar el aire que había estado conteniendo y le sonrió.

    —Esta es la diferencia entre nosotros, Joe —le dijo—. Para mí, lo que acabas de decir es la cosa más importante que alguien haya dicho esta noche.


    CAPÍTULO 10


    El mundo continuó girando sobre sus ejes con regularidad ininterrumpida y las noches sucedían a los días y los días a las noches, de acuerdo con el precedente establecido. Sobre la delgada capa de la atmósfera de la Tierra, varios objetos se desplazaban, brillando en diversas direcciones. Algunos de éstos tendían plateados escalones hacia el Sol; otros estaban provistos de antenas de radio rígidas, dirigidas en todas las direcciones, y varios de ellos carecían de algo particular que pudiera notarse, aunque, a veces, de ellos se dirigían a la Tierra invisibles microondas, proporcionando informes sobre los rayos cósmicos, las tormentas solares, el magnetismo terrestre y un variado número de temas sobre las radiaciones. Utilizan varias lenguas para sus transmisiones. Uno sonaba como un disco de fonógrafo sobre el que hubiera caminado un hombre con botas de clavos. Otro emitía un sonido compuesto de sirenas, aullidos, chasquidos, silbidos y gemidos, hacia la Tierra bajo él. Esas dos lenguas (y otras muchas) eran recibidas cuidadosamente por un equipo de recepción telemétrica y traducidas electrónicamente a información científica. Los hombres hablaban orgullosamente de la conquista del espacio.

    Pero en la semiesfera y en Bootstrap trataban de hacerla realidad.

    El trabajo recomenzó en la semiesfera. Solamente un hombre mostró quemaduras radiactivas en Bootstrap, y no se presentó voluntariamente al control en el hospital. Lo encontraron muerto en su alojamiento. Puesto que nadie más parecía haber sufrido quemaduras en absoluto, se supuso que él debió haber sido el mensajero que hizo entrega a Braun del recipiente que contenía el cobalto radiactivo. Por ello, la construcción de la plataforma fue reanudada. Los autobuses llevaban hombres a la semiesfera y volvían de ella con otros, que acababan de terminar sus turnos de trabajo. Más tarde, volvían a llevarse a los primeros y traían otros para que ocuparan sus plazas. Los camiones entregaban material. Los sopletes de soldar chisporroteaban, y cada día que pasaba, la plataforma es-taba un poco más completa.

    En un lugar apartado, en un taller bien guardado, el jefe, Haney y Mike, el enano, trabajaban intensamente para llevar a cabo las reparaciones necesarias a los giróscopos pilotos. Frecuentemente, Joe los ayudaba. El adiestramiento para miembro suplente de la tripulación de la plataforma le llevaba gran parte de su tiempo; la reparación de los giróscopos se llevaba otra parte. Dormía poco y esto tenía como consecuencia que hubiera enflaquecido y se viera macilento.

    Había otras ocupaciones. La línea de montaje de los propulsores se hizo más pequeña y los incómodos monstruos que se encontraban junto a la pared lateral estaban casi terminados. Llegó el día en que solamente quedaban cinco feos artefactos en esta línea, completamente blindados y sin que les faltara gran cosa para estar terminados, solamente los últimos toques. Ese día, llegaron de la fábrica Kenmore nuevos bultos y cajas, y Joe dejó su adiestramiento de lado para dedicarse con los otros tres al montaje de los rotores y los cojinetes, labor en la que, a veces, pasaban todo su tiempo. Se emplearon a fondo, perdiendo casi la noción de las cosas, para llevar a cabo la necesidad desesperada tanto de velocidad como de una precisión absoluta, pero lograron montar y ajustar los complicados artefactos y observaron el resultado con ojos enrojecidos. Estaban demasiado cansados para alegrarse.

    Luego, Joe activó un interruptor y los giróscopos piloto reconstruidos se pusieron en marcha emitiendo un zumbido; luego, el zumbido se convirtió en gemido y éste subió deliberadamente sobre la escala, hasta llegar a un punto en que cesaba de ser audible. En ese momento, un cuadrante anunciaba lo imposible y ellos contemplaban un aparato que parecía no estar haciendo nada en absoluto. Los giróscopos parecían estar inmóviles. Giraban con una precisión tan increíble que parecían no estarse moviendo en absoluto y todo el complicado aparato parecía simple y sin utilidad.

    Pero ellos cuatro lo miraban, al funcionar, con una satisfacción apasionada. Después, Joe manipuló un control; los ejes del aparato se desplazaron suavemente hasta un nuevo emplazamiento y permanecieron en él. Después volvió a cambiarlos de lugar repetidamente.

    Luego, el jefe substituyó a Joe, y, bajo sus manos, los discos, que parecían estáticos pero que giraban realmente a cuarenta mil revoluciones por minuto, dieron la vuelta obedientemente y sin que ello pareciera espectacular en absoluto. Luego fue Haney quien manipuló los controles y Mike después de él.

    Mike dejó girar los giróscopos, de manera que el eje principal apuntó hacia el Sol, invisible, más allá del techo de la base. Los cuatro se quedaron a la expectativa. De forma inexorable, los giróscopos piloto seguían el Sol invisible y hubieran resistido con una fuerza de muchas toneladas a cualquier intento de desviarlos hacia un lado, aunque sólo fuera una centésima de un arco de un segundo..., lo cual sería algo así como una tres millonésima parte de un ángulo recto. Estos giróscopos piloto controlarían el giróscopo principal con esa misma precisión, y cuando la plataforma estuviera en el espacio, podrían mantenerla con la firmeza necesaria para una astronomía de un orden de precisión enteramente nuevo.

    En una palabra, los giróscopos piloto estaban listos para ser montados.

    Para entonces, Joe, Haney, Mike y el jefe no eran nada agradables como espectáculo. Estaban sucios de la cabeza a los pies, y tan fatigados que ni siquiera notaban ya el cansancio. Su proceso mental ya no era normal, con excepción a lo relacionado con los giróscopos, de manera que eran insolentes y arrogantes con los hombres del remolque plano, que fueron casi reverentemente a desplazar su trabajo. Acompañaron celosamente el objeto que habían construido y se mostraron rudos con los ingenieros, trabajadores de la construcción y supervisores. Se gritaron unos a otros con furia, cuando los giróscopos fueron izados a través de una abertura, a propósito para permitir su paso, y mostraron muy poco tacto al vigilar con ojos ansiosos y ardientes su colocación en el lugar que les correspondía. Más tarde, los giróscopos serían soldados de modo que no pudieran moverse, pero antes, era preciso probarlos.

    Y los giróscopos funcionaban. Visible e incuestionablemente funcionaban. Controlaban las enormes ruedas que dirigirían la plataforma en su despegue y después la harían girar para recibir los cohetes transporte que llegarían hasta ella desde la Tierra. El instrumento de pilotaje giraba y no se producía ninguna vibración. Ahora, con sus aparatos de dirección, la plataforma estaba en condiciones de lanzarse al espacio.

    Entonces, el jefe bostezó y sus ojos se vidriaron, mientras permanecía de pie en la gigantesca cámara de los giróscopos. Las rodillas de Haney se doblaron bajo él y se durmió instantáneamente, en cuanto se sentó en el suelo. Joe vio a alguien vagamente (el mayor Holt, en realidad) que sostenía en brazos a Mike, como si se tratara de un bebé. Mike lo habría resentido de manera terrible si hubiera estado despierto y, de pronto, Joe perdió igualmente la noción de las cosas.

    Fue un intervalo en su lucidez. Volvió lentamente a su estado normal, después de permanecer medio adormilado durante un buen período de tiempo. Solamente supo, con alegría, que el trabajo había sido concluido. Luego, comprendió que se encontraba en un catre en uno de los camarotes de la plataforma, sostenido por uno de los inflados artefactos que Sally había diseñado. Los giróscopos piloto estaban terminados y en su lugar. Su responsabilidad había concluido. Había dormido casi treinta y seis horas y tenía un apetito voraz.

    Sally le salió inmediatamente al encuentro, en cuanto abandonó vacilante la cabina en busca de un lugar en donde poder bañarse. Estaba todavía cubierto de manchas, del trabajo que habían realizado. Le habían dejado dormir, sin quitarle más que los zapatos. Su aspecto era poco agradable, pero Sally le miró con una aprobación que desmentía su tono.

    —Puedes bañarte —dijo, con firmeza—, y luego te prepararé algo para que te desayunes. Tienes también ropa limpia esperándote.

    Joe dijo con honda satisfacción:

    —¡Los giróscopos están en su sitio y trabajan!
    —¿Crees que no lo sé? —le preguntó ella—. Ve a lavarte y vuelve en seguida a desayunarte. El jefe, Haney y Mike están ya despiertos; gracias a ustedes cuatro, han estado en condiciones de avanzar el lanzamiento de la plataforma. ¡Es para dentro de dos días! Era casi seguro, pero ahora es oficial ya. ¡Y tú lo has logrado!

    Era un poco exagerado, pero perdonable a causa de su parcialidad por Joe. Él fue, semidormido todavía, hacia el dispositivo altamente especial de las duchas. En el espacio no habría gravedad, de modo que era absurda una bañera. El gabinete de baño era un cubículo con asideros para las manos en los cuatro lados y bandas de cuero, en las cuales se podían deslizar los pies. Cuando Joe hizo girar los grifos, chorritos de agua finos cayeron sobre él de todas las direcciones, al mismo tiempo que un ventilador se ponía en marcha. Esto tenía por objeto producir una mezcla confusa de hilos de agua y grandes masas de aire, porque, en el espacio, un hombre podía ahogarse en su baño. El aparato para separar el agua del aire era complejo, pero Joe no pensó en ello en ese momento. Se decía que, por útil que este dispositivo pudiera ser en el espacio, en la Tierra dejaba mucho que desear.

    Cuando salió, encontró ropa limpia esperándole. Se vistió y se sintió como nuevo. Le pareció encontrarse como en algunas mañanas de comienzos de la primavera: muy, muy bien.

    Luego, percibió el olor a café y sintió un hambre canina.

    Los otros se encontraban en la cocina de la plataforma, sentados en sillas que tenían cinturones, de manera que impidieran que uno flotara a causa de la ingravidez. Estaban discutiendo algo. El jefe le sonrió a Joe. Mike parecía absorto. Haney estaba pensando en algo casi con tristeza y Sally estaba ocupada en la estufa especial de la plataforma. Tenía huevos, jamón y pastelillos, listos para cuando llegara Joe.

    —Caballeros —dijo ella—, se disponen ustedes a consumir la primera comida preparada en el interior de un navío espacial..., ¡y vaya navío!

    Les sirvió y se sentó con ellos muy amistosamente, pero la expresión de sus ojos era muy especial cuando miraba a Joe.

    —Dejando aparte lo que estábamos discutiendo —dijo el jefe, sintiéndose feliz—, Sally... ¿Se enfada si la llamo Sally, señorita? Sally dice que los tipos de la regla de cálculo han estado comprobando nuestro trabajo y lo encuentran mejor de lo que ellos habían diseñado. ¿Qué te parece, Joe?

    Sally comentó:

    —Cuando los periódicos y publicaciones técnicas hablen del trabajo que llevaron ustedes a cabo, van a ser los cuatro muy famosos en lo concerniente a las técnicas de fabricación y a las mejoras de las prácticas corrientes de trabajo.
    —Lo cual —dijo el jefe— nos hará sentirnos bien cuando volvamos a trabajar con nuestros sopletes de soldar y demás.
    —Se acabaron las soldaduras —le dijo Sally—, por lo menos en este trabajo. La plataforma está terminada. Ya comenzaron a desmontar los andamiajes.

    El jefe pareció extrañado.

    —¿Han comenzado a despedir hombres ya? —preguntó Haney.
    —No a ustedes —le aseguró Sally—. Desde luego que no. Ustedes cuatro tienen el índice más superespecial de seguridad que existe. Creo que son ustedes las únicas personas de las que mi padre está seguro que no pueden ser forzadas a hacer daño a la plataforma.

    Mike dijo bruscamente:

    —¡Sí! ¡El mayor creía tener dolores de cabeza antes! ¡Pero ahora va a tenerlos de veras!

    No parecía haber estado escuchando lo que se decía. Actuaba como si se estuviera impregnando del hecho de encontrarse dentro de la plataforma como lo estaría un miembro de la tripulación, un trabajador que la estuviese construyendo, sino como un hombre que estuviese destinado a hacer de la plataforma su propio hogar... Pero, repentinamente, Joe comprendió que su comentario era exacto. Había habido bastantes tentativas de sabotaje para impedir que la plataforma fuera terminada, pero ahora debía ser lanzada en dos días. Si era posible intentar algo para detenerla, lo harían en un plazo de cuarenta y ocho horas. Había mucha gente con variados medios a su disposición, interesada en detener la plataforma. Los próximos dos días estarían llenos de los más terribles y fuertes ataques que era posible imaginar para tratar de destruirlo todo. Y el mayor Holt debía cuidar de todo ello.

    Pero los cuatro comensales —cinco, contando a Sally— estaban particularmente tranquilos. Había habido miles de cosas que debieron ser llevadas a cabo antes que la plataforma fuese lanzada y lo que ellos habían realizado era algo esencial, pero solamente una más entre las otras mil tareas diferentes. Sin embargo, tenían la enorme y reconfortante satisfacción de haber concluido un trabajo bien hecho.

    —No más soldaduras —dijo Haney, pensativamente—, y nuestro trabajo sobre los giróscopos está terminado. ¿Qué vamos a hacer?

    El jefe dijo, con firmeza:

    —Barreré los suelos o haré cualquier otra cosa, pero cueste lo que cueste, voy a estar presente para ver cómo se eleva este trasto.

    Joe no dijo nada. Miró a Sally, que preguntaba a los otros si no deseaban nada más de comer. Después de un largo período de tiempo, Joe dijo, con cuidadoso desinterés:

    —Pensándolo bien, me estaban llenando de teorías espaciales, antes de abandonar el adiestramiento para dedicarme al trabajo de los giróscopos. ¿Qué tal se encuentra el miembro de la tripulación que estaba enfermo, Sally?
    —No..., no lo sé —respondió Sally, de forma poco convincente—. ¿Quiere alguien un poco más de café?

    Joe perdió toda expresión en su rostro. No había nada más que hacer. Sally no había dicho que sus probabilidades de formar parte de la tripulación de la plataforma fueran ínfimas, pero ella tenía medios para estar enterada de ciertas cosas al respecto. Era seguro que ella se había mantenido informada de eso en particular, porque era aliada de Joe y le hubiera gustado darle todas las buenas noticias que hubiera. Pero no lo había hecho, así que las noticias debían ser, forzosamente, malas.

    Joe bebió su café, tratando de convencerse del hecho que ya sabía que no formaría parte de la tripulación. Había comenzado demasiado tarde para adentrarse en las cosas que un miembro de la tripulación de la plataforma debía conocer, y había interrumpido el adiestramiento para trabajar en los giróscopos. Además, había dormido durante un día y medio, y la plataforma sería lanzada cuarenta y ocho horas más tarde. Era una cuestión de simple sentido común utilizar a un hombre que hubiera seguido todo el curso de adiestramiento si era posible hacerlo así. Pero no era fácil hacerse a la idea.

    —Tengo una idea —dijo Mike, de pronto.
    —Explícanos —dijo el jefe.

    Todos los demás miraron a Mike, excepto Joe, que miraba fijamente a una de las paredes.

    —No hay solamente un equipo de hombres que han tratado de sabotear la plataforma —dijo Mike—. Por lo menos hay cuatro o cinco. Joe descubrió un grupo que trabajaba en los propulsores, haciéndolos explotar, que no pensaban de la misma manera que los tipos que se ocuparon de Braun, por ejemplo. Y el grupo que trató de asesinarnos en Red Canyon puede ser otro. Es posible que haya muchos, fascistas, comunistas, nacionalistas y otros. Y todos ellos saben ahora que es preciso que trabajen rápido, incluso si para ello es preciso que se ayuden los unos a los otros. ¿Comprenden?

    Haney gruñó.

    —Firmaría todo lo que acabas de decir —aceptó el jefe—, pero, ¿qué tiene que ver eso?
    —Todos ellos harán un esfuerzo desesperado en el último minuto —dijo Mike, fríamente—; hasta ahora han estado jugando, pero ahora van a emplearse a fondo, y cuando digo que van a emplearse a fondo, sé lo que quiero decir. Pero tampoco hay muchas ocasiones en las que no haya un montón de gente alrededor de la plataforma, dispuestos a pelear por ella.
    —Por supuesto, solamente en el cambio de turno de trabajo, pero, ¿en cuál de ellos? —dijo el jefe.
    —Depende —dijo Mike—. Lo importante es que, si una banda inicia algo, las otras estarán obligadas a continuarlo. ¿Comprenden?

    Esto era lógico. Un ataque rechazado de violencia abierta crearía un clima de defensa que haría imposible cualquier otro intento. Si un sabotaje violento iba a ser llevado a cabo y otros quedaban en proyecto, todos ellos deberían ser acordados junto con el primero o, de lo contrario, abandonados por completo.

    —Yo puedo intentar algo —dijo Mike—. Podemos hacer un intento de sabotaje nosotros mismos y así, al menos, sabremos con anticipación a qué atenernos. Sally, ¿confía verdaderamente su padre en nosotros?

    Sally asintió.

    —Ya les dije que eran ustedes, sin duda, los únicos seres en el mundo en los que confía realmente.
    —Muy bien —dijo Mike—; entonces, dígale, en secreto, que estoy tratando de hacer algo intrincado. Puede reírse de todo lo que le informen sus hombres de seguridad. Joe se asegurará a fin que él reciba de antemano todo el proyecto. Pero es preciso que no se lo comunique a nadie. ¡A nadie en absoluto! ¿De acuerdo?
    —Le preguntaré —dijo Sally—. Está desesperado, seguro que en el último minuto se llevará a cabo algún ataque contra la plataforma, de manera frenética, pero...
    —Se lo haremos saber con tiempo suficiente —dijo Mike, con autoridad—. Con tiempo suficiente para que él pueda proceder en consecuencia, pero no para que eche a perder toda la combinación. ¿De acuerdo?
    —Haré el trato —prometió Sally—, si es posible hacerlo.

    Mike asintió, vació su taza de café y se deslizó al suelo de su silla.

    —¡Vamos, jefe! ¡Vamos, Haney!

    Los condujo fuera de la habitación. Joe jugueteó con su cuchara por un momento y luego dijo:

    —El miembro de la tripulación que yo debía reemplazar en el caso que continuara mal se ha repuesto por completo. ¿No es así?

    Sally dijo de mala gana:

    —S...sí.
    —Bien, entonces, eso es todo. Supongo que lo que más me conviene es aceptar la idea y pasearme por aquí hasta el momento en que pueda ver el lanzamiento. ¿No es así?

    Los ojos de Sally estaban húmedos.

    —¡Por supuesto, Joe! ¡No sabes cuánto lo siento!

    Joe sonrió, pero incluso a él mismo su cara le pareció una máscara.

    —En todas las vidas debe caer un poco de lluvia. Salgamos, y así podremos ver lo que se ha hecho desde que me dormí.

    Salieron juntos de la plataforma, y en cuanto llegaron al suelo de la base, estaba claro que todo había sido realizado para llegar a un punto definitivo.

    Los últimos cinco o seis pisos de andamiajes habían sido ya desmontados y la mayor parte de los tubos y vigas estaban siendo bajados, en fardos, por los cables de gigantescas grúas parecidas a jirafas. Había a la vista camiones de un tipo nuevo, gigantes de los que transportan concreto preparado para las calles de las ciudades. Estaban llenando de engrudo enormes recipientes, que eran elevados y desaparecían dentro de la boca de tubos. Parecían estar colocando nuevamente los andamiajes a lo largo de las paredes laterales de la plataforma.

    —Están recubriendo los cohetes —dijo Sally, con voz suave.

    Joe observó. Estaba al corriente de todo esto. Durante cierto tiempo, había sido motivo de controversias. La plataforma llevaba cohetes que iban a ser utilizados como la tercera etapa de un complejo de múltiples pisos, después que los propulsores y sus retropropulsores hubieran actuado en las dos primeras etapas. Despegarían del suelo casi horizontalmente y cobrarían velocidad, presentando el mínimo de resistencia al aire, cuando la plataforma pusiera en servicio los cohetes de combustible sólido.

    Pero se suponía que solamente utilizaría una vez los cohetes, porque nunca aterrizaría. Nunca. Y habría hombres a bordo, para evitar diez o quince aceleraciones por la gravedad. La plataforma debería tener un largo y lento período de aceleración, en lugar de un breve y terrorífico gasto de combustible. Por consiguiente, sus cohetes, muy especiales, habían sido construidos para satisfacer esas exigencias.

    Eran cohetes de combustible sólido, pero diferentes de todos los tipos que habían sido utilizados anteriormente. El material blancuzco que parecía engrudo y que se elevaba en los grandes recipientes era un refractario con el que los tubos iban a ser recubiertos, dejando el combustible real al interior de la cubierta. Los tubos mismos eran de alambre de acero enrollado. Cuando el combustible fuera encendido, se encontraría en el extremo abierto de cada uno de los tubos de los cohetes y ardería hacia atrás, a tantos centímetros por segundo. El material refractario resistiría la fuerza del cohete durante cierto tiempo y después se desmenuzaría, cayendo. Y al desmenuzarse, las diminutas partículas serían lanzadas hacia atrás, sirviendo como masa de reacción. Cuando la parte exterior de los tubos de acero quedara al descubierto, se fundiría y sería utilizada como masa reactiva también, siendo arrojada hacia atrás.

    Funcionaban de modo tal, que al mismo tiempo que el combustible de los cohetes ardía, los tubos que lo contenían se disolverían y contribuirían al impulso, al mismo tiempo que disminuirían la masa y el peso del objeto que debería ser impulsado. Bajo las condiciones muy especiales de este trabajo, se distinguía un aumento notable de efectividad en comparación con el procedimiento de combustible líquido. Por una parte, la plataforma no necesitaría pompas de combustible y tanques en gran escala. De esta manera no los tendría y, además, cuando se encontrara en el espacio, se desharía de todos los aparatos utilizados para llegar hasta allí.

    Ahora, los tubos de los cohetes estaban siendo cargados y cubiertos. Naturalmente, se acercaba el momento del despegue.

    Joe miraba y, luego, dio media vuelta. Sintió cierta satisfacción profunda, porque había terminado su trabajo y había cumplido con la responsabilidad que tenía. Pero se sentía claramente desdichado por el fin de sus esperanzas de ser uno de los primeros hombres en realizar un verdadero viaje espacial en lugar de un salto simplemente. No podía resentirse por la decisión. Probablemente hubiera tomado la misma decisión él mismo, aun cuando no hubiera sido fácil, pero era doloroso haber perdido incluso la más improbable de las esperanzas.

    Sally trató de distraer su atención.

    —¡Esos cohetes contienen una gran cantidad de combustible! ¡Y sería mucho mejor si pensaran que podía ser un combustible químico!
    —Sí —dijo Joe.
    —Flúor-berilio —dijo Sally, apresuradamente—. Va de acuerdo con los fuselajes a presión de los propulsores. En tierra, no podrían emplearse cohetes como éstos, porque los humos que desprenderían serían tóxicos.

    Pero Joe se contentaba con asentir, mostrándose de acuerdo. Se sentía apático y desinteresado. Supuso que tampoco Mike debía sentirse muy a gusto. Podía probar matemáticamente que él, con otros valerosos hombrecillos de su estatura, podían haber dejado la Tierra en un navío espacial desde hacía ya mucho tiempo. Sin embargo, había contribuido a que la plataforma fuera lanzada.

    —Joe —dijo Sally, con tristeza—. ¡Me gustaría que no estuvieras tan abatido!
    —Estoy muy bien —le contestó Joe.
    —Te comportas como si no te interesara nada —protestó ella—. ¡Y sí te interesa!
    —Por supuesto que me interesa —dijo. Pero no lo creía así.
    —Me gustaría poder salir a alguna parte —dijo Sally, de pronto—, pero después de lo que sucedió a la orilla del lago, no debo hacerlo. ¿Te gustaría que fuéramos a la parte más alta de la semiesfera?
    —Si tú quieres... —aceptó él, sin entusiasmo.

    La siguió hacia una puerta en la pared lateral. Había allí un guardia de seguridad. Comenzaron a trepar por una rampa inclinada e interminable. Se encontraba entre el blindaje exterior y el interior de la semiesfera. Habían construido dos cubiertas, porque el cobertizo era demasiado grande para ser ventilada correctamente y el calor del Sol en el desierto hubiera hecho que reinara una temperatura muy desagradable en su interior. En el espacio comprendido entre las cubiertas solía haber corrientes convergentes, pequeños huracanes e incluso tormentas eléctricas y rayos en miniatura. Joe había oído hablar de ello, pues, según decían, sucedían en las antiguas bases construidas para los dirigibles, antes que él naciera. Todo ello fue mencionado en artículos técnicos relativos a la semiesfera.

    Llegaron a una galería abierta, donde se encontraba un centinela de la seguridad mirando la plataforma. Desde allí tenía una magnífica vista de todo lo que se movía.

    Continuaron por otro tramo de la empinada rampa, que estaba débilmente iluminada con lámparas eléctricas pequeñas. Llegaron a una segunda galería y volvieron a ver la plataforma. Había allí otro centinela.

    Ya habían ascendido aproximadamente la mitad de la pared circular y se encontraban suspendidos en el vacío. La vista de la plataforma era notable. Había un asombroso número de cohetes que estaban siendo fijados al exterior de la gigantesca estructura. Tres grúas gigantescas, trabajando al mismo tiempo, izaban un tubo hasta el nivel más elevado de andamiaje que quedaba. Allí, pululaban los hombres que se ocupaban de recibirlo y colocarlo en su lugar. Lo ajustaban a la abultada armazón y, en cuanto estaba sujeto, otros hombres penetraban en su interior para recubrirlo con el material blancuzco de un extremo a otro. Los cohetes iban a ocultar casi completamente la nave que debían impulsar, pero cuando llegaran a su destino deberían haberse quemado por completo.

    —¿No es maravilloso? —preguntó Sally, con ansiedad.

    Joe observó y dijo, sin calor:

    —Es la cosa más maravillosa que alguien ha hecho.

    Era cierto, pero el entusiasmo que antes sentía había desaparecido ya, sin razón aparente. Su desilusión era una sensación nueva.

    De nuevo a mitad de camino, Sally se detuvo ante una puerta y la abrió. Joe se sorprendió tanto que estuvo a punto de sacudirse de su apatía. Aquí se encontraba un puesto de observación, en la parte exterior del monumental semiglobo. Se encontraban allí dos centinelas, armados con ametralladoras de calibre cincuenta, resguardados bajo toldos plegables. Sus deberes eran aburridos, pero necesarios. Vigilaban el desierto y desde esta altura alcanzaban a ver a muchos kilómetros de distancia. Bootstrap se veía como una serie de manchas blancas en la lejanía. Al fondo, las colinas se elevaban.

    Finalmente, llegaron a la cúspide de la semiesfera y salieron al aire libre. Desde allí, las planchas de acero se curvaban hacia abajo y en todas las direcciones. Los rayos del Sol eran terriblemente cálidos, pero soplaba una ligera brisa. Parte de la cúspide de la base estaba acanalada y, sobre ella, se encontraban pequeñas construcciones, con antenas en todas las direcciones, para recibir las diversas longitudes de onda y esos extraordinarios artefactos que siguen en el espacio a los satélites y miden las diferencias de fase, para determinar con una aproximación de centímetros su distancia, aun cuando ésta sea de centenares de kilómetros. Allí se encontraban, también, esos dispositivos todavía más extraños, que reciben las informaciones telemétricas de más allá del azul del cielo. Y por supuesto, había discos de radar que giraban sin descanso, escudriñando el horizonte y uno que giraba y variaba de posición examinando el cielo mismo. Sally apuntó a un radar de onda de guía, que podía situar un aeroplano con un error no mayor de un metro a una distancia de sesenta kilóme-tros, o más. Y ella explicó que, invisibles bajo una cúpula de plástico, se encontraban los nuevos aparatos de radar, que podían detectar y localizar objetos móviles, mucho más allá del horizonte. Pero eran tan secretos, que ni siquiera ella misma los había podido ver alguna vez.

    También había armas, alojadas en pozos, de tal manera que sus cañones no estorbaran a los aparatos de radar. Había suficientes armas sin retroceso para defender la semiesfera contra todo lo que uno pudiera imaginarse, si acaso pasara las baterías de proyectiles dirigidos que los rodeaban.

    Joe sintió una enorme sorpresa. Había pensado siempre en la plataforma como en un proyecto en construcción, pero era mucho más. Además, era una ironía que tuviera que ser protegida, ya que era realmente la única esperanza que tenía la humanidad para impedir la guerra atómica. Pero esa era la razón por la que algunas personas la odiaban, y este odio había hecho que la plataforma fuera considerada como un objeto para la defensa nacional, razón por la que el Congreso de los Estados Unidos había proporcionado el dinero necesario para su construcción. Pero lo más irónico de todo era que su utilidad más inmediata sería, quizá, permitir ciertos experimentos nucleares que eran demasiado peligrosos para ser llevados a cabo sobre la Tierra. Y en el caso que tuvieran éxito, todo el mundo sobre la Tierra sería, a causa de ello, mucho más rico de lo que hubiera podido soñar siquiera.

    Pero Joe no podía reaccionar ante esas ideas. Era incapaz de sentir regocijo, porque le habían privado de la insensata esperanza de poder formar parte de la tripulación de la plataforma, cuando se elevara.

    No se sintió realmente mejor hasta que ciertos cambios se produjeran en el tiempo futuro. Entonces comprendería que la vida era algo real y agradable, cuando un hombre jadeante intentara cortarle la yugular con sus dientes. Aquella vez, Joe fue estorbado en su autodefensa por gran número de figuras combatientes, que pasaron, pisándolos, sobre él y su antagonista. Todo ello tenía lugar debajo de la plataforma y Joe iba a volar en pedazos en cualquier instante.


    CAPÍTULO 11


    Joe estaba sentado sobre el porche de la casa del mayor en la zona cercana a la semiesfera. Eran las ocho y media, noche cerrada, pero brillaba la Luna. Joe había llegado a comprender que su desilusión personal era solamente eso, una desilusión personal, y que no tenía derecho a fastidiar a los demás a causa de ello. De manera que habló de otras cosas. Pero con la semiesfera que llenaba la mitad del cielo, tras él y la Luna casi llena al oriente, no le hubiera parecido natural conversar de cosas puramente terrestres.

    —Llevará tiempo, de todos modos —dijo, suspirando—. Si la plataforma se eleva pasado mañana, dejará detrás de sí un montón de cosas que deberán ser transportadas después hasta ella.

    Sally se movió y Joe añadió, absorto:

    —Que alguien llegue a alguna parte, para echar una ojeada rápida, no es bastante. Por ejemplo, podemos hacer llegar un hombre a la Luna y lograr que regrese después. Pero no será necesario sobrecargar demasiado la plataforma para disponer las cosas de tal modo que podamos enviar hombres a la Luna y mantenerlos allá. Eso será algo importantísimo.

    Lo sería. Lo más importante de la exploración, era abrir el camino para que otros lo siguieran y lo ocuparan. Por eso, la plataforma significaba algo más que el lanzamiento de un satélite de un tamaño mayor al usual. Era un tipo de objeto diferente. Enviarían tantos cohetes ferry de transporte de combustible hasta ella, para permitir que los primeros colonizadores pudieran abandonar la Tierra, para respaldar la exploración con la colonización. Todo lo cual era, por supuesto, un sueño, y había mucha gente que no deseaba estropear un sueño tan bonito, llevándolo a la realidad de los hechos. Pero Joe no pensaba de esta manera. Estaba desilusionado, no sería él quien despegaría desde la Luna. Pero alguien lo haría.

    —Supongo —dijo Sally, tentadora— que tratarás de formar parte de los servicios de cohetes de transporte.
    —Lo intentaré —dijo Joe—, pero no tengo muchas esperanzas al respecto. Hay expertos en física y en astronomía que se verán contentos de fregar las cubiertas de un cohete de transporte, tan sólo para poder experimentar y practicar sus especialidades fuera de la atmósfera.
    —¡No me creo capaz de decir algo que pueda hacerte sentir un poco mejor! —dijo Sally.

    Joe volvió la cabeza para mirarla.

    —Lo haces —le dijo de manera grandilocuente—; de no ser por tu inquebrantable fe en mí, no sería capaz de soportar las tareas de la vida cotidiana.

    Ella golpeó el suelo con sus pies.

    —¡Basta!
    —De acuerdo —dijo, tranquilamente—. Eres adorable, Sally, y lo sabes. No es muy sensato de mi parte estar malhumorado.

    Ella respiró profundamente.

    —¡Eso está mejor! Ahora, quiero...

    Una figura con aires de conspirador se aproximaba, entre los edificios monótonos que servían de albergue a los oficiales, pegándose a las paredes.

    Joe dijo, con voz aguda:

    —Es Haney. ¿Qué estará haciendo aquí? —gritó—: ¡Haney!

    Los modales de Haney perdieron el tono siniestro y se acercó, a través del césped. Los jardines alrededor de las residencias de oficiales contenían las únicas extensiones pobladas de hierba, en muchos kilómetros a la redonda.

    —Hola —dijo Haney, incómodo, aunque cortés con Sally—. Hola... Eh... Joe, ¿quieres formar parte de la partida?
    —¿Qué partida?
    —El asunto del que hablaba Mike —explicó Haney—. Lo está montando todo y quiere que te convenza a ti y que..., eh..., hagas llegar al mayor Holt un aviso secreto.

    Joe parpadeó, y Sally dijo de modo acogedor:

    —Siéntese. ¿Quiere? Habrá notado que mi padre les ha concedido a todos ustedes absoluta libertad en lo tocante a la seguridad, de manera que puedan ir ustedes adonde quieran.

    Haney se apoyó torpemente sobre el bordillo del porche.

    —Sí, por eso pude venir hasta aquí. Mike se está dando importancia.
    —Explícate —le dijo Joe.
    —Ya sabes que estaba muy amargado —dijo Haney con cuidado—, y que decía que los pequeños como él eran quienes deberían haber sido lanzados al espacio. Hay buen número de tipos de su estatura que trabajan en la plataforma. Pueden penetrar en los lugares de difícil acceso para poner remaches y cosas por el estilo, muy útiles. Mike les ha llenado a todos ellos la cabeza con la idea que la plataforma podría haber estado terminada desde hacía varios meses, si hubiera sido construida para tipos de su estatura, y que ellos podrían ir a sitios hasta los que los hombres de tamaño normal no podrían hacer llegar los cohetes, etcétera. ¿Recuerdan?
    —Me acuerdo, sí —dijo Sally.
    —Estuvieron protestando todo el tiempo por ello —explicó Haney—. Todo el mundo sabe cómo se sienten. Hoy, Mike fue a hablar con uno o dos de ellos y comenzaron a actuar de manera misteriosa, pasándose mensajes de unos a otros. Enanos, dándose importancia. Los oficiales de seguridad no les hacen mucho caso, porque es difícil tomar en serio a tipos del tamaño de Mike, a menos que se les conozca, en cuyo caso son lo mismo que cualquier otro. Por consiguiente, los guardias no les hacen ningún caso, pero hay otros tipos que sí lo hacen. Veían a los pequeños, actuando como si estuvieran preparando algo extraordinario, y mordieron.
    —¿Mordieron?
    —Sintieron curiosidad —explicó Haney—. De modo que Mike y su equipo se hicieron secretos. Van a cobrarse todas las burlas que les han hecho. ¿Comprenden? Dicen que si la plataforma se estropea, de manera que no sea posible lanzarla, los jefazos tendrán que dejarles a ellos tomar un cohete de transporte rápidamente, ponerse en órbita y utilizarlo como plataforma, hasta que la plata-forma verdadera pueda ser arreglada y lanzada al espacio. Una vez que ellos se encuentren en órbita, no tendrá utilidad impedir la construcción de la plataforma, de manera que ésta podrá continuar con toda tranquilidad.
    —Creo comprender —dijo Joe, dubitativamente.
    —Mike y su equipo se hacen los tontos..., a propósito. Si alguien va a intentar alguna jugada sucia, es el momento para que todos lo hagan al mismo tiempo; es la última oportunidad. ¡Por consiguiente, Mike y su grupo no saben qué va a suceder, pero saben cuándo! Están invitando a los verdaderos saboteadores a aprovecharse de ellos. ¿Qué sucederá?
    —Lo más lógico sería sentir lástima por los tipos de tamaño normal —dijo Joe secamente.
    —Exacto —dijo Haney mortalmente serio—. Según la historia de Mike, hay ya media docena de cohetes cargados. Van a encender esos cohetes entre los turnos de trabajo. La plataforma será sacudida de su base. Posiblemente, quedará abollada y estropeada y, luego, según los compañeros de Mike, disponen de las cifras necesarias para probar que pueden ser lanzados al espacio en un cohete de transporte y hacer las veces de una verdadera plataforma. Los jefazos no tendrán otro remedio que dejarlos ir.

    Sally dijo:

    —No creo que sepan lo que piensan los jefes superiores.

    Haney y Joe dijeron al unísono:

    —¡No!

    Joe añadió:

    —Mike no está loco; sabe muy bien lo que hace. Pero es una historia muy buena, para alguien que no lo conozca bien.

    Haney dijo tristemente:

    —He venido para ver si el mayor acepta ese juego. El jefe se ha conseguido también un equipo. Hay en el trabajo indios de su tribu. ¡Son de confianza, también! Y quedamos Joe y yo. Lo importante es que el plan de Mike nos asegura que sabremos de antemano cuándo se desencadenará todo. Si el mayor acepta y coloca en plaza su dispositivo de seguridad sólo cinco minutos antes, para no poner sobre aviso demasiado prematuramente a los tipos que queremos cazar, podremos poner fuera de combate a todos los expertos saboteadores que conocen los puntos débiles de la plataforma. Tú sabes, por ejemplo, que una soldadura de termita sobre los giróscopos los desequilibraría por completo y sería preciso recomenzar todo el trabajo de nuevo.

    Joe dijo con calma:

    —Pero es preciso que el mayor lo sepa de antemano. ¡Absolutamente necesario!
    —Sí —aceptó Haney—, pero es necesario también que no hable de ello con nadie, pues, como sabes, ha habido demasiadas fugas anteriormente.
    —Ya lo creo —dijo Joe—. Sally, mira si puedes conseguir que tu padre venga acá a hablar con nosotros. No en su oficina, sino aquí.

    Sally se puso en pie y penetró en la casa. Al poco rato, volvió con una expresión incómoda en su rostro.

    —En seguida viene, pero no pude explicarle lo que quería y no creo que esté de humor para escuchar nada.

    El mayor llegó a los pocos instantes y, en efecto, no estaba de humor para escuchar. Era un hombre acosado, y más en ese momento, en que las tensiones parecían haberse multiplicado. Había vuelto a su casa de una siniestra conferencia sobre las precauciones para evitar un sabotaje de última hora..., y tropezó con una propuesta para estimularlo. Explotó, prácticamente. Incluso si debía provocarse a los saboteadores, no quedaba tiempo para ello. Y en el caso que se hiciera, debía ser llevado a cabo por los miembros de seguridad, sin que se inmiscuyeran los aficionados.

    —No deseo faltarle al respeto, señor, pero se equivoca en un punto —dijo Joe con severidad—. Antes que la plataforma sea lanzada, van a intentar algo. ¡Usted lo sabe! ¡De esta forma, no sabrá usted qué es lo que preparan los saboteadores, pero sabrá, al menos, cuándo lo harán! Porque todos ellos tratarán de llevar a cabo sus trucos, escudándose en lo que estén haciendo los demás, al mismo tiempo... —hizo una pausa, y luego añadió con fiereza—: ¡Y usted sabe muy bien que hay fugas en su oficina! No le sería posible montar algo parecido, utilizando los métodos de la seguridad y, además, esto es algo que ningún saboteador esperará de usted. Atrapamos a los saboteadores en el campo de aterrizaje de los propulsores, pensando en un método nuevo de trabajo, y ahora tenemos la oportunidad de emplear una nueva forma de pensar en contra de los saboteadores, que se están rompiendo la cabeza para encontrar el modo de actuar antes del lanzamiento.

    El mayor Holt no era un hombre con quien fuera sencillo tratar todo el tiempo y, en esta ocasión, se encontraba con menos disposición que de costumbre para discutir. Pero pensaba con rectitud. Miró furiosamente a Joe, con el rostro escarlata por el hecho que alguien se hubiera permitido discutir con él. Pero después de mirarle a la cara durante todo un minuto, su rostro perdió el color y, luego, asintió bruscamente.

    —Tienes razón en un punto —dijo brevemente—. No me agrada, pero una cosa es cierta. Será lo contrario de todo lo que mis antagonistas serán capaces de imaginarse de mí. Vamos a intentarlo.

    Se sentó y se dispuso a revisar con ellos todo lo que se debería hacer. Lo prepararon todo, consultándolo cuidadosamente. La parte más importante, era que el mayor debería actuar de una manera absolutamente desacostumbrada. Actuaría de tal manera, que equilibrara sus actos con los de Mike, Joe y el jefe. Ellos harían ciertas cosas. El mayor daría todas las órdenes personalmente y siempre durante los últimos cinco minutos anteriores al cambio de personal. Nadie más le daría ninguna orden a ningún otro. Cada orden carecería de sentido para el que la recibiera hasta el instante mismo de ejecutarla.

    No era un programa sencillo al cual ajustarse, sobre todo para el mayor. Era contrario a todos sus principios militares, excepto uno. Era conveniente pensar mejor que el enemigo, o, al menos, esa fue su última y fría opinión.

    —Esto es absolutamente irregular, tan irregular como jamás parecería posible que algo fuera, pero es precisamente por eso que he accedido. Será lo último que esperen de mí.

    Dirigió sus pasos hacia la pared de concreto, donde esperaba su automóvil.

    Haney partió un momento después para comunicar los detalles precisados a Mike y al jefe; y Joe fue inmediatamente a la semiesfera para desarrollar su parte.

    La apariencia del cobertizo durante la noche no cambiaba notablemente. En el día, había hileras de tragaluces en el techo que permitían la entrada de la inadecuada y opaca luz del atardecer, pero que eran cerradas al anochecer. Durante el día, los contrastes de luces y sombras eran más abruptos, y las sombras más definidas, pero eso era todo. Los únicos cambios que Joe podía apreciar eran los normales: menos andamiajes y más tubos unidos a la nave.

    Fue a observar los últimos propulsores y vio que estaban listos para ser llevados a su vuelo de prueba antes de ser usados. Después de todo, eran suplementarios y eran más de los que necesitaba la plataforma para ser elevada.

    Se puso a considerar el hecho obvio que una vez que la plataforma estuviera en órbita, serían empleados también para lanzar los cohetes de transporte.

    Luego, prosiguió su camino hacia el centro de la semiesfera. Todo un nivel de andamios fue desmontado e hicieron bajar todas sus partes, mientras él observaba. Los bultos eran bajados por medio de cuerdas y colocados en camiones que los esperaban y que estaban listos para llevarlos a otra parte. Todavía quedaban algunas revolvedoras que continuaban produciendo la pasta blanca para recubrir los tubos de los cohetes. Esta pasta ascendía y desaparecía por la abertura de los tubos de alambre enrollado.

    Después, Joe se dirigió al laberinto de pilares que se encontraba bajo la plataforma misma; le echó un vistazo a su reloj. Llegó hasta la escalera temporal, que le traía agudos recuerdos, y, al pasar, saludó con un gesto a los dos guardias que se encontraban allí.

    —Quiero darle otro vistazo al aparato que instalamos.

    El guardia le contestó lleno de buen humor.

    —El mayor Holt nos dijo que usted podía pasar.

    Joe ascendió las escaleras y penetró al extraño corredor que tenía agarraderas en las paredes y el techo, para las condiciones que reinarían cuando estuvieran en el vacío. Se encaminó al cuarto de máquinas y escuchó unas voces que hablaban en un lenguaje ininteligible. Su cuerpo se puso tenso.

    Entonces, el jefe le sonrió. Se encontraba en el cuarto de máquinas, y con él estaban unos doce hombres de la misma complexión cobriza.

    —Joe, te presento a unos amigos míos —dijo el jefe, mientras Joe estrechaba las manos de todos y el jefe los identificaba por nombre: Charley Spotted Dog, Sa, Fatbelly, Luther Red Crow y otros igualmente exóticos—. El mayor Holt les dijo a los guardias que me dejaran pasar con unos de mis amigos, así que les serví de guía. Ninguno de ellos había visto el interior tal y como está ahora.
    —Los oí hablando un lenguaje indígena —dijo Joe.
    —Y lo vas a oír nuevamente —le contestó el jefe—. Nosotros somos el primer grupo de guerra de mi tribu en hace tanto tiempo que a mi abuelo le parecería poco respetable, si no lo hiciera así.

    Joe tuvo dificultad para sonreír.

    —Amigo, esto te molesta porque no está organizado —le dijo el jefe benignamente—. ¡No permitas que eso suceda! Eso es lo malo del mundo, que todo se quiere resolver con reglas de cálculo, o cosas parecidas. Quizá sea lo civilizado, pero no es humano. Deja de preocuparte, esto va a ser primitivo y sucio aparte de muchas otras cosas, pero será divertido. Ve por el agente de seguridad que el mayor Holt dijo que iba a enviar a recibirte.

    Acompañó a Joe nuevamente hacia el corredor. Joe observó que cada uno de los compañeros mohawks del jefe llevaba en alguna parte una stilson de 45 centímetros o un facsímil aproximado. Todos sonrieron felizmente cuando él partió.

    Al pie de los escalones estaba ya el tercer empleado de seguridad, saludó a Joe y éste lo llevó aparte y le pidió sus órdenes.

    —Me dijeron que trajera cuantos hombres de seguridad pudiera y los colocara en sitios ocultos aquí, bajo la plataforma, y que les ordenara que apagaran sus transmisores-receptores portátiles y esperaran. No importa lo que pase, deben esperar aquí mismo para lo que pueda suceder, pero sin moverse de este sitio.

    Joe asintió, miró preocupado a su alrededor y, luego, el agente de seguridad llamó a otro guardia. El tiempo era justo. Algo hizo a Joe mirar hacia arriba, vio la peligrosa galería en uno de los costados de la semiesfera. El guardia que debía estar situado ahí, estaba en su puesto. Sin embargo, Haney estaba con él. Nadie se veía aparte de ellos, pero Haney hacía su trabajo. Vio que un agente de seguridad desaparecía detrás de unos andamios; vio a sus propios hombres que le habían asignado, acechar a otro más que se acercó a él.

    Los minutos pasaron. Sólo Joe podía verlos, pero ahí estaban ocho o diez guardias en los sitios cercanos. El último de ellos estaba cerrando su transmisor-receptor portátil. Tenía órdenes de obedecer sólo a Joe si se presentaba alguna emergencia.

    En alguna parte del cobertizo comenzaron a sonar unos gongos, produciendo ecos impresionantes. No era una señal de alarma, simplemente se anunciaba el cambio de turnos.

    Los ruidos cambiaron, una grúa se retiró, el martilleo disminuyó y se detuvo. Se escuchaban los sonidos de una tubería que descendía por grupos hasta el suelo. El motor de combustión interna de la grúa se detuvo, su operador saltó hacia el suelo y se dirigió a la salida. Los montacargas descendieron y los hombres se alejaron de ellos. Algunos otros descendieron por las escaleras y el suelo pareció moteado de figuras que se dirigían a las puertas, por las que salían para abandonar los autobuses que iban a Bootstrap.

    Nada sucedió. Transcurrieron largos minutos. Los trabajadores del nuevo turno estaban siendo examinados en la habitación correspondiente. Joe sabía que en esos momentos, el mayor Holt habría ya reunido un buen grupo de guardias, atentos a cualquier cosa que pudiera suceder, y que, en consecuencia, los encargados de examinar a los hombres del nuevo turno, no eran suficientes. Pero ahí estaba una reserva, bien armada, para cualquier emergencia.

    El piso cercano a las puertas de salida se llenó, pero la parte central permaneció vacía. Uno de los camiones parecía estar atorado cerca de las puertas de vaivén para los camiones y su conductor trataba insistentemente de echarlo a andar.

    De pronto se oyó un grito agudo en la parte superior de la plataforma, luego tronó un disparo. Los ecos se repitieron horriblemente en el resonante interior de la semiesfera. El agente asignado a Joe se apresuró al acercarse.

    —¿Qué fue eso?
    —Un momento —dijo Joe sombríamente—. Eso ya está remediado.

    Y así era. La banda de hombres-miniatura de Mike, había salido de su escondite para encontrarse con sus supuestos aliados de sabotaje, pero salieron para enfrentárseles. Uno de ellos sacó una pistola y disparó. La banda de Mike pareció encontrarse en conflicto. Pero recibieron ayuda: aparecieron hombres obscuros con llaves stilson a modo de hachas indias, y comenzaron a usarlas.

    El transmisor-receptor portátil bajo el brazo del agente de seguridad emitió un zumbido. Trató de tomarlo.

    —¡Olvide eso! —rugió Joe—. ¡Eso no es para usted! ¡Recuerde sus órdenes! ¡Quédese aquí!

    Repentinamente, se escuchó un gigantesco rugido. En el sitio donde los hombres se aglomeraban para abandonar la semiesfera, se vio un humo espeso que se elevaba y luego una repentina explosión. Los hombres se arremolinaron y comenzaron a forcejear entre sí.

    El motor del camión echó a andar, avanzando hacia la puerta, que se abrió, plegándose totalmente hacia arriba. Otros dos camiones entraron rugiendo y caminaron directamente hacia la plataforma. Mientras corrían, aparecieron, en el lugar de la carga, varios hombres. Los guardias de la puerta de entrada comenzaron a disparar.

    —¡Tenemos que detenerlo! —gritó Joe.

    Comenzó a correr con la pistola en la mano. Repentinamente, un pequeño ejército apareció debajo de la plataforma. Joe les ordenó acercarse. Debían evitar esa bien planeada invasión.

    Se escucharon las ráfagas bruscas de una metralleta desde algún punto en la parte superior. Joe también sabía lo que era. El plan de Mike había sido forzar las cosas de manera que todos los actos de sabotaje fueran realizados a la vez, y prepararse en secreto para cualquier eventualidad. Parte de los preparativos había consistido en que Haney introdujera, desde los puestos de vigilancia exterio-res, algunas ametralladoras, para ser montadas de modo que cubrieran el interior de la base.

    Las ametralladoras disparaban balas de calibre cincuenta a los camiones. Los pisos de madera de los camiones comenzaron a volar en pedazos. Abruptamente, uno de ellos estalló y se desvaneció en una llamarada blanca azulada, haciendo un estruendo tan pavoroso que no era sonido, sino impacto. El otro camión patinó y se estrelló debido a la explosión, pero no voló por los aires. De los restos saltaron los hombres que iban dentro. Debieron darse órdenes a gritos, pero Joe no pudo escuchar nada. Sólo percibió a unos hombres agitando los brazos, mientras otros recogían unos objetos del camión estrellado y se acercaban. Joe salió a su encuentro, disparando.

    En ese instante, tardíamente, las sirenas de la semiesfera comenzaron a lanzar la alarma. Los cortos gemidos comenzaban y se perdían al subir de tono. Cerca de la salida, comenzaron a tronar las pistolas. Algo cayó a no más de cuatro metros de donde Joe corría, produciendo un golpe espantoso. Era el cuerpo de un hombre, que había caído de la estructura superior de la máquina más importante del mundo. Un grito de guerra casi bárbaro resonó entre los ecos del tumulto.

    Un agente de seguridad disparó y una de las figuras que corría hacia ellos, cayó y resbaló. El objeto que llevaba y que debía ser una bomba, rodó ridículamente. Los dos camiones que habían entrado por la puerta, evidentemente, habían seguido un plan; se habían dirigido al espacio bajo la plataforma en un momento en el que no creían encontrar obstáculos, porque, aparentemente, todos habían dejado ya de trabajar. Los camiones deberían haber estallado cuando se encontraran debajo y, cuando menos, habrían logrado dañar la plataforma para retrasar el lanzamiento inmediato. Estuvieron a punto de romper su estructura, y, con toda seguridad, uno de los dos lo habría logrado.

    Pero habían encontrado ametralladoras apuntadas y listas. Los tripulantes de los camiones se dirigían a la plataforma con una parte de su carga. Si lograban entrar, podrían volar el casco o demoler sus controles y exponerla así a un ataque continuado y más efectivo.

    Se oyeron unos tiros más. Unos hombres peleaban en la salida del cuarto de inspección y trataban de dirigirse hacia el centro de la semiesfera. Después, descubrieron que llevaban explosivos y detonadores escondidos en la ropa. Querían introducirse en el navío que había sido diseñado para convertirse en una luna. Pero en ese preciso instante, una puerta se abrió y por ella emergieron agentes de seguridad, que disparaban sus armas. El mayor Holt los dirigía. Había pensado enfrentarse al camión que había iniciado el ataque, pero sabía que era tarde. Por eso, se concentró en los hombres que corrían, mientras los seguidores de Joe luchaban con los de las bombas.

    Joe tropezó y cayó, oyó el golpetear de las pistolas, y, al levantarse, se lanzó contra un hombre que pasaba a su lado corriendo, rugió al chocar con él y se puso a luchar por su vida.

    Eso sucedió casi bajo la plataforma y en medio de la confusión más atroz. Asió fuertemente la muñeca, que empuñaba una pistola, y se dio cuenta que su contrincante tenía una bomba colgada del hombro. Instintivamente, Joe trató de abatir a su enemigo a golpes de pistola, en lugar de ponerle el cañón encima y disparar. Lanzó un golpe terrible con el arma, pero su mano tropezó con un andamio vertical. El golpe le lastimó horriblemente los nudillos, y sintió que sus dedos dejaban escapar el arma. Su enemigo levantó la rodilla, pero chocó con la de Joe y no pudo pegarle en la ingle. Se lanzó hacia delante y ambos rodaron por el suelo.

    La batalla era general. Las ametralladoras volvieron a rugir una vez más. Se trataba de fuego preventivo. Los hombres espantados que estaban cerca de la puerta trataban de salir y alejarse de las puertas levadizas. Las balas trazaron una línea, que no debían sobrepasar, y todos quedaron inmóviles. En una ocasión, un arma estalló tan cerca de Joe, que fue cegado un instante, y, en otra, alguien cayó sobre él y su enemigo, alguien que se sacudía como una anguila y que parecía estar poseído por una desesperación indescriptible.

    Joe no podía darse cuenta, en realidad, más que de su parte en la lucha, dentro del terrible caos que reinaba en la parte baja de los andamiajes y que había ascendido hasta la plataforma misma. Un mohawk que sonreía salvajemente, peleaba con un hombre en uno de los tubos de los cohetes y de una u otra manera, uno de los artefactos incendiarios que el hombre llevaba en la mano, se encendió. Proyectó un resplandor terrible al calentarse al blanco. El hombre lanzó gritos cuando salió ardiendo de su ropa. El mohawk arrojó con fuerza al hombre, que se estrelló en el suelo, muy abajo; entonces, apagó de un pisotón el dispositivo incendiario y lo arrojó al vacío. Cayó sobre el piso y ardió ahí. Era termita, y se rodeó de humo acre, salido de los burbujeantes bloques de madera.

    La lucha se había extendido hasta las puertas de salida. Del cuarto de inspección salía un rugido; otro grito de guerra sonó en lo alto de la plataforma. En algún sitio, alguien había intentado introducirse por una de las entradas de aire y había podido meter la cabeza y los hombros. Uno de los hombres cobrizos agarró firmemente la cabeza mientras lo golpeaba salvajemente en el cuello con el canto de la otra mano. Todo bajo la plataforma era un caos de hombres jadeantes, disparos de pistolas y puñetazos. Cuatro de los invasores llegaron al pie de los peldaños de madera, donde estaban apostados dos guardias. Dos de ellos empezaron a subir, después de dejar tendidos los cuerpos de los guardias y de dos de sus compañeros. Pero el jefe apareció, blandiendo una llave stilson de 45 centímetros como si fuera un hacha tomahawk, y la lanzó contra ellos; de un salto bajó los dieciséis escalones y golpeó de lleno el cuerpo del hombre que quedaba en pie. Una pistola disparó, pero después, sólo hubo una débil lucha sobre el suelo.

    Dentro de la plataforma, Mike encontró un hombre jadeante y ensangrentado, que había logrado penetrar. Mike se puso a su altura, trepándose en una escalera de mano, y dejó caer con violencia su llave de tuercas sobre la cabeza de la víctima, que nada sospechaba; permaneció en guardia hasta que alguien, suficientemente grande, llegara y se llevara al saboteador.

    Mientras todo esto sucedía, Joe continuaba luchando con un solo hombre. Era una lucha espantosa, pues el hombre llevaba una bomba que podía estallar en cualquier momento. Era una pesadilla; el hombre tenía la fuerza y desesperación de un maniaco y seguía tácticas muy apropiadas. Joe golpeaba la mano que sujetaba la pistola, haciéndola chocar contra el piso, hasta que, finalmente, la soltó. En la caída, golpeó en algo, explotó, produciendo humo, y siguió cayendo. Pero eso no mejoraba las cosas.

    Mientras luchaba por disparar sobre Joe, su antagonista había tenido sólo cinco dedos disponibles para intentar sacarle los ojos, rasgarle las orejas o desgarrarle la carne, pero, sin el arma, tenía diez. Peleaba exactamente como un loco o una bestia salvaje. Inclusive su olor parecía extraño. Comenzó a jadear en una forma gruesa y gutural, que parecía impulsada por un odio infernal. Entonces, se oyó la llegada de los hombres que constituían el grupo de reserva del mayor Holt, que llegaban muy tarde al centro de la semiesfera. Se lanzaron sobre la pareja que peleaba sobre el suelo. Una pesada bota se posó sobre la cabeza de Joe y, al hacerlo, éste sintió que los dientes de su adversario se le hundían en la garganta.

    Joe golpeó con la rodilla, frenético y desesperado, como el otro hombre había tratado de hacer cuando comenzaron la pelea. El hombre gritó como un animal y Joe liberó su garganta sangrante. Presa de un horror histérico, comenzó a golpear la cabeza de su antagonista contra el suelo.

    Alguien le gritó.

    —¡Déjelo! ¡Suéltelo! ¡Ya tiene bastante!
    —Ya era hora que llegaran —jadeó Joe—. Este hombre vino en uno de esos camiones. Cuidado con la bomba que trae colgada...

    El jefe lo ayudó a ponerse de pie. El rugido de la batalla general comenzaba a disminuir y los ruidos oscilaban, como si fueran de origen mágico. En algún sitio sonaron un par de disparos más. Luego, todo quedó en silencio.

    Parecía que todo había concluido.


    CAPÍTULO 12


    Los hombres del turno que principiaba tuvieron que hacer la limpieza de todo aquel caos. Lo hicieron sólo porque los agentes de seguridad tomaron a su cargo la dirección de los grupos y se hizo a un lado el trabajo ordinario sobre la plataforma. Aun eso no podría haberse realizado, a no ser por los receptores-transmisores portátiles que poseían los agentes de seguridad. Se les explicó cómo se iba resolviendo la situación, y para satisfacer la curiosidad de los que trabajaban bajo ellos, les iban comunicando las noticias. A los que no trabajaban, no les contaban nada. El resultado fue la cooperación total.

    Se habían registrado cuatro intentos separados e independientes para destruir la plataforma al mismo tiempo. Uno había sido el plan de los trabajadores simpáticos que se habían ofrecido como voluntarios para ayudar a Mike y sus amigos a obtener el grado de hombres del espacio, encendiendo los cohetes de la plataforma dentro de la semiesfera. Eran pocos, y habían perdido bastante gente. Habían llevado bombas termitas, con las cuales pensaban destruir la maquinaria vital de la plataforma. Finalmente, los hicieron declararlo todo, aunque lo hicieron con cierta tristeza, y ahí concluyó todo.

    Hubo también un intento particularmente torpe para provocar el pánico en los trabajadores del turno que entraba; alguien había tratado de provocar una estampida en los hombres que entraban de la sala de control, disparando revólveres en medio de la multitud que se encontraba allí, esperando que el pánico los hiciera lanzarse contra la base. Entre los trabajadores que entraban, se encontraban algunos caballeros con trozos de explosivos bajo las camisas. Su plan era penetrar a la plataforma llevándolos; pero no lo lograron. Se encontraron con el grupo de reserva de los hombres del mayor Holt, que les impidieron todo avance. Los que crearon el pánico por medio de disparos de revólver, fueron finalmente localizados entre sus compañeros de trabajo o levantados del suelo. Estaban en muy malas condiciones. Los llevaron a que recibieran atención médica, para que pudieran responder, después, al interrogatorio. Los miembros de este grupo eran idealistas poco prácticos, cuyos caracteres habían estado en desacuerdo con los de sus compañeros de trabajo. Muchos de ellos perdieron el valor, como lo probaron al haber abandonado sus explosivos y detonadores en el vestidor.

    Por supuesto, el intento más arriesgado fue el asalto, perfectamente planeado y coordinado, que había sido realizado a la hora prevista, sin que las actividades de Mike lo apresuraran ni retardaran. Ese plan había sido muy bien hecho y, seguramente, hubiera tenido éxito de no ser por las ametralladoras y las balas preventivas de las ametralladoras, que habían sido colocadas en una de las paredes laterales de la semiesfera, y, además, la resistencia que los hombres de Joe habían presentado bajo la plataforma.

    El plan empleó tres unidades separadas, que siguieron perfectamente un horario establecido. Había principiado con el hombre del camión averiado. Había hecho que las puertas se elevaran en el preciso instante necesario. Los camiones, cargados de explosivos, habían penetrado velozmente en el mejor momento para llegar corriendo a la plataforma, y hacer explotar su carga. Habían tratado de distraer su atención, habían colocado bombas de humo y explosivos en los cuartos de vigilancia, queriendo llevar hacia allí a todos los guardias de la semiesfera; lo que habría provocado un tumulto.

    Así, parecía que el truco de Mike había descubierto a algunos saboteadores, pero, simplemente, había coincidido con la parte más peligrosa y bien organizada del intento de sabotaje. Pero, gracias a su artimaña, la plataforma no se había convertido en un montón de escombros. Había otro suceso, que fue pura coincidencia. Era un descubrimiento, que no podría haberse realizado, si no se hubiera producido el caos artificial. Además, Joe tuvo que reaccionar personalmente al método de lucha de su enemigo individual. Uno espera siempre que un hombre pelee en forma limpia por instinto, y que emplee trucos sucios sólo en el caso de encontrarse sumamente desesperado. Pero el oponente de Joe no había intentado luchar con limpieza en ningún instante, como si nunca hubiera conocido un combate que no fuera asesinato y mutilación criminal. Joe sintió odio hacia él.

    No pensó que necesitara hacerse curar, pero Sally estaba allí para ayudar a las enfermeras y su rostro expresó horror mortal cuando vio la garganta sangrante de Joe. Lo llevó a la fuerza con un doctor, que abandonó todo para curarlo inmediatamente.

    Con todo, a Joe no le parecía tan grave. Los antisépticos le causaban dolor y las puntadas eran desagradables, pero Joe se sentía más preocupado porque Sally estaba cerca y sufría por él. Al levantarse rápidamente del quirófano de operaciones de emergencia, el doctor le dijo, sombríamente:

    —¡Por poco lo logra! El que lo mordió, trató de alcanzar la yugular. Había traspasado ya la mitad de ésta; una fracción de centímetro más y la habría traspasado.
    —Gracias —dijo Joe.

    Sentía el cuello torpe, con todos esos vendajes encima, y, cuando trató de volver la cabeza, las puntadas lo lastimaron.

    La mano de Sally temblaba sobre su brazo cuando lo alejó de allí.

    —Nunca pensé odiar a nadie —dijo Joe, furioso— como a ese hombre mientras me mordía la garganta. Por supuesto, tratábamos de matarnos el uno al otro, pero, ¡maldita sea!, los hombres no muerden. ¡Pero lo hizo!
    —¿Lo mataste? —preguntó Sally, con voz temblorosa—. Si lo hiciste, me alegro. Debieron...

    Joe se detuvo. A sus pies estaba una hilera de camillas, no muy larga. Aún había lugar en el hospital de emergencia. Joe se quedó mirando al hombre que había peleado con él, todavía inconsciente.

    —Es ese —dijo, con tono irritado—. Lo golpeé con demasiada fuerza; no me gusta odiar a nadie, pero su manera de pelear...

    Los dientes de Sally comenzaron a castañetear repentinamente. Llamó a uno de los guardias, que estaba al lado de los heridos, y le dijo, con voz insegura:

    —Mi..., mi padre querrá hablar con este hombre. No permita que lo lleven al hospital hasta que mi padre lo vea. ¡Por favor!

    Luego se alejó, con el rostro pálido y las manos heladas.

    —¿Qué sucede? —le preguntó Joe, siguiéndola.
    —S-sabotaje —dijo Sally, con un tono indescifrable que tenía un matiz doloroso.

    Penetró en la oficina de su padre, y volvió a salir con él. El rostro del mayor tenía una expresión de dolor. Su secretaria estaba también con él. Su rostro parecía una máscara de mármol. Había sido una mujer fea, sombría y hasta mórbida, pero ante la expresión de su rostro en aquel momento, Joe volvió la vista hacia otro lado. Luego, Sally comenzó a sollozar a su lado y él le pasó el brazo sobre los hombros, tratando de consolarla y apoyándola contra su pecho para que llorara. Estaba completamente perplejo.

    No fue sino más tarde cuando supo de qué se trataba. El hombre que había tratado tan desesperadamente de destrozarle la garganta era el esposo de la señorita Rose. Su nombre de casada, obviamente, no era Rose. Lo había conocido durante unas vacaciones, las últimas que había tomado. Se trataba de un refugiado, de encanto exótico, que habría fascinado a una mujer más agradable y de mayor personalidad que la señorita Rose. Tuvieron un noviazgo y boda agitados y, después de casados, él le confió que vivía perpetuamente aterrorizado por emisarios de su país natal, quienes tratarían de matarlo. Por supuesto, ella se sintió más fascinada aún.

    Luego, cuando fue asignada a la base de la plataforma espacial, él desapareció. Después de cierto tiempo, le telefoneó y le anunció con voz angustiada que había sido raptado y que si ella lo denunciaba a la policía, sería torturado hasta morir. Le suplicó que no hiciera nada, pues le causaría un tormento más espantoso que el que estaba soportando.

    Desde entonces, ella había tratado de conservarlo vivo. En una ocasión, cuando no se había atrevido a obedecer una orden que le habían dado, recibió un dedo amputado, por correo, y una nota manchada y escrita con sangre que describía un tormento indescriptible. Le suplicaba que no hiciera que siguieran atormentándolo.

    De manera que la señorita Rose había comenzado a dar informes a uno de los grupos saboteadores, de forma permanente.

    Pero su esposo no era un cautivo, sino el jefe de un grupo de saboteadores, que simplemente la había conquistado y se había casado con ella, para prepararla a dar la información que necesitaba. Lo único que necesitaba era escribir una nota lo suficientemente dramática, o en casos más difíciles, jadear súplicas atormentadas por teléfono, para obligarla a ejecutar cualquier acción que deseaba.

    Y conservaba sus diez dedos cuando Joe lo golpeó.

    Sally lo había reconocido por una fotografía que había visto sobre el escritorio de la señorita Rose, y que ésta había escondido apresuradamente. Sally la había sorprendido llorando mientras la contemplaba. La señorita Rose le explicó que era una persona a quien amaba y que había muerto. Ese descubrimiento solamente pudo suceder por accidente, después de un evento parecido, como el que había tenido lugar cerca de la plataforma.

    Sin embargo, de momento tenían el gigantesco propósito de lanzarla al espacio. Todavía quedaba mucho trabajo por hacer. Había pequeños desperfectos en el blindaje, producidos por los fragmentos del camión que había explotado; había unos cuantos agujeros de balas, y la plataforma, que podía resistir el choque de pequeños meteoritos a sesenta kilómetros por segundo, recibió fuertes impactos de proyectiles calibre cuarenta y cinco. Las heridas de batalla tenían que cerrarse, y el resto del andamiaje tenía que ser bajado. Los tubos de los cohetes tenían que ser colocados, recubiertos y cargados, y aún quedaba la limpieza general.

    Todas esas cosas ocuparon a los trabajadores del nuevo turno que llegaron cuando tenía lugar el intento de sabotaje múltiple. En un principio, el trabajo fue desigual, pero la idea de convertir a los agentes de seguridad en difusores de noticias dio buenos resultados. Para todos, la plataforma era un trabajo de construcción; los hombres que trabajaban en ella eran hombres duros. La mayor parte de ellos habían visto hombres muertos con anterioridad y, antes que terminara el turno, se pudo observar un ritmo de trabajo evidente. Los hombres comenzaron a sentir un mayor orgullo por el objeto que habían construido, pues había sido atacado, mas no destruido, y el trabajo estaba casi por terminar.

    Sally se retiró a las habitaciones de su padre para tratar de dormir, pero Joe permaneció en la base; la herida de la garganta era muy dolorosa, razón por la que prefirió no acostarse, hasta que se sintió completamente cansado y deshecho.

    Mike estaba dormido tranquilamente, encogido en uno de los rincones del cuarto de inspección de salida. Sus amigos enanos conversaban satisfechos entre ellos y, luego, para probar su superioridad en las batallas, sacaron unos diminutos juegos de cartas y comenzaron a jugar, mientras esperaban la llegada de los autobuses que los conducirían nuevamente a Bootstrap.

    Los asociados indios del jefe descansaban cómodamente, mientras esperaban con el mismo objeto, aunque luego solicitaron trabajar más tiempo, lo cual se les concedió. Haney se quejaba de haber permanecido alejado de la escena de la acción y porque sólo había colocado las ametralladoras que, en realidad, habían tenido un papel decisivo para evitar que la plataforma fuera destruida desde abajo.

    Parecía que nada podía suceder y que nadie sería ya molestado.

    Sucedió un par de horas antes del nuevo cambio de turno, cuando el trabajo normal se desarrollaba nuevamente en la semiesfera. Todo parecía perfectamente organizado y tranquilo.

    Por supuesto, había amplia protección exterior, pero los sistemas de guardias exteriores llevaban mucho tiempo sin hacer nada, los hombres encargados de los radares estaban aburridos y soñolientos por la inactividad, los pilotos de los aviones de propulsión a chorro, a tres, ocho y doce kilómetros de altura, se habían fastidiado tiempo atrás del espléndido paisaje que veían bajo ellos. Después de todo, cualquiera puede acostumbrarse a ver la Luna y su luz oblicua sobre las masas de nubes y a observar las estrellas brillantes y hostiles sobre sus cabezas.

    De manera que la hora había sido calculada perfectamente.

    Una estación canadiense percibió el ruido en la pantalla de radar antes que nadie. El observador se sintió intrigado por él; podía tratarse de un meteoro y, en un principio, pensó que se trataba de eso. Pero observó que su velocidad no era suficientemente rápida y que tardaba demasiado tiempo en desaparecer. Iba viajando a menos de seis kilómetros por segundo y la velocidad mínima de los meteoritos es once kilómetros por segundo. Iba dirigido al sur, a cuarenta mil metros de altura. La velocidad podía haber sido creíble si no hubiera permanecido constante, pero no varió. Se trataba de un objeto que volaba hacia el sur, a seis kilómetros por segundo, que no aminoraba su velocidad ni caía.

    El empleado de la estación canadiense de radar se debatió dolorosamente. Llamó la atención a su compañero, que leía un artículo de una revista, referente al cultivo de mimosas. Lo discutieron y decidieron informar sobre ello.

    Tuvieron algo de dificultad en hacer llegar la llamada, pero insistieron obstinadamente. Informaron a Ottawa que un objeto viajaba hacia el sur a cuarenta mil metros de altura y a una velocidad de seis kilómetros por segundo.

    Perdieron tiempo, porque tenían que despertar a alguien del alto mando. Cuando por fin lo lograron, un hombre en pijama contestó soñolientamente:

    —Oh, por supuesto, avísenles a los norteamericanos. Es lo menos que puede hacer un buen vecino.

    Volvió a su cama para continuar su sueño.

    Luego, despertó repentinamente, empapado de sudor frío, comprendiendo que eso podía ser el principio de la guerra atómica. Se lanzó furiosamente a hacer sonar todos los teléfonos del Canadá y los aviones jet comenzaron a zumbar en la oscuridad. Pero los aviones a reacción no pueden viajar a seis kilómetros por segundo, ni a cuarenta mil metros de altitud.

    Ése era el único objeto que viajaba por el espacio, pero era suficiente. Al pasar sobre el estado de Dakota, ascendió a cuarenta y cinco mil metros. No podían saber claramente cómo había sucedido, porque no se conocían todos los detalles del vuelo, pero se pusieron a funcionar unos objetos, semejantes a retropropulsores. Inmediatamente se lanzó hacia abajo, siguiendo la trayectoria de un obús de artillería, pero a una velocidad considerablemente mayor.

    Aproximadamente en ese instante, la sirena de la semiesfera comenzó a lanzar sus notas cortas y bruscas. Las noticias de Canadá llegaron cuando los hombres comenzaban a salir de los siete aeropuertos, atándose los paracaídas y esperando que los tanques de oxígeno funcionaran correc-tamente. Los radares que estaban situados en la parte superior de la semiesfera localizaron el objeto. Pequeñas llamas azul-blanco comenzaron a levantarse del suelo y se alejaron en grandes cantidades.

    Las cubiertas de los cañones de la cima de la semiesfera se deslizaron, dejándolos al descubierto, y, a varios kilómetros de distancia, los aviones jet se lanzaron hacia el cielo. Pero los objetos que viajan a seis kilómetros por segundo de velocidad no son buenos blancos bajo ningún sistema normal.

    Todo parecía ir mal.

    En el interior de la semiesfera, las sirenas ululaban, mientras los guardias daban órdenes:

    —¡Alarma de radar! ¡Salgan todos! ¡Alarma de radar! ¡Salgan todos!

    Los hombres se movían ágilmente. Algunos descendían de los montacargas sobre los andamios, saltando sin ninguna precaución al suelo; otros no esperaban, sino que descendían deslizándose por los tubos verticales. Durante unos instantes, pareció que los andamios dejaban caer gotas obscuras que se deslizaban por sus tuberías, pero las gotas eran hombres. El suelo se llenó de los que corrían rápidamente hacia la salida. La sirena dejó de gemir y su ruido bajó de tono, hasta parecer un lamento bajo. Luego, guardó silencio. No se escuchó ningún sonido, excepto el producido por los hombres que salían del cobertizo. Afuera estaban también los camiones, los que habían recibido la carga de los andamios desmantelados y se dirigían velozmente hacia las puertas, para salir y alejarse de allí. Algunos hombres alcanzaron a subirse sobre ellos cuando pasaron a su lado y las puertas se elevaron para dejarlos pasar.

    Pero, en ese momento, la semiesfera estaba en silencio, más que cuando el trabajo se desarrollaba. Las voces de los agentes de seguridad se oían todavía, apresurando a los trabajadores. Se escuchaba menos ruido que de ordinario y todo parecía muy lejano desde arriba.

    Joe permaneció de pie, con los puños absurdamente apretados. Eso solamente podía significar un ataque de bombas atómicas. No podía ser uno de los satélites artificiales, que se consideraban muertos, que abandonara su órbita. Se había comprobado ese principio y no había dado buenos resultados. Este proyectil se acercaba atravesando Canadá y dirigiéndose en línea recta a la semi-esfera. Alguien se había arriesgado a que un proyectil que viajaba a seis kilómetros por segundo fuera derribado. De lo contrario, la plataforma no ascendería. Tan sólo quedaría un cráter monstruoso, producido probablemente por una explosión de cincuenta kilotoneladas, y ni siquiera quedarían los desechos del sitio donde había estado la semiesfera.

    Si el proyectil la alcanzaba, era inútil tratar de escapar, era imposible que nadie lograra salir del área de destrucción a tiempo.

    Joe se sintió presa de una ira incontenible. Pensó en Sally y en que ella estaría también en la región fatal y experimentó tal odio y tal furia, que olvidó completamente todo lo demás.

    No podía correr, ni huir. No podía pelear, pero, a causa de ese odio, se sentía impelido a desafiar.

    Se dirigió hacia la plataforma, con las mandíbulas firmemente cerradas. Era un desafío puramente ciego e instintivo.

    Pero no fue el único que sintió algo parecido. Los hombres que corrían hacia las salidas de las paredes laterales comenzaron a cansarse de sus carreras y disminuyeron el paso, para terminar deteniéndose. Sintieron la misma ira que Joe sentía y algunos de ellos miraban con ojos ardientes el techo de la semiesfera, aunque sus pensamientos iban más arriba. Los guardias seguían repitiendo.

    —¡Alarma de radar! ¡Alarma de radar! ¡Salgan todos!

    Alguien espetó:

    —¡Al diablo todo eso!

    Joe vio que otro hombre caminaba en la misma dirección que él, alguien que regresaba deliberadamente a la plataforma. Otro más trataba de llegar hasta ella.

    En forma muy peculiar, casi todos los hombres que se encontraban allí dejaron de correr y comenzaron a formar pequeños grupos. Sabían que era inútil luchar y comenzaron a conversar breve y profanamente; uno que otro hombre regresó, disgustado, a continuar el trabajo que había suspendido. Sus labios se movían expresando una burla terrible, pero se burlaban de sí mismos.

    Había un grupo de hombres reunidos cerca de la base de la estructura, que velaba en parte la plataforma. Miraban hacia afuera, curiosos, y apretaban los puños.

    Luego, alguien puso en marcha un motor, un hombre comenzó a trepar furiosamente hacia el sitio en donde había estado trabajando y, aunque pareciera irrazonable, otros hombres lo siguieron.

    Los martillos comenzaron a sonar desafiadora y furiosamente.

    El grupo de trabajadores en la base, o una parte muy considerable de él, continuó trabajando, desafiándolo todo, y se escuchó un clamor que era casi un ruido de trabajo normal. Era la única forma posible en que estos hombres podían expresar la furia y el desprecio que sentían hacia cualquiera que trataba de destruir el objeto en el que trabajaban.

    Pero hubo otros hombres que hicieron más. Había tres niveles de aviones de reacción volando sobre la base y ellos podían lanzarse en picada. Los más altos fueron los primeros en ponerse en la línea por la que el proyectil descendía hacia la semiesfera. Se dispusieron a seguir una línea de colisión y dispararon los cohetes que llevaban bajo las alas. Dieron vuelta y se retiraron de allí. Unos segundos más tarde, otros aviones de la formación se pusieron también en línea y los cohetes ardieron furiosamente, al dirigirse contra el enemigo invisible.

    El campo fue alumbrado por el resplandor del fuego. Los proyectiles interceptores salieron de los silos ocultos alrededor de la base, ascendieron hacia el cielo, acelerando terriblemente su velocidad, y se perdieron entre las estrellas.

    Los aviones de defensa llevaban cohetes, pero los proyectiles mucho más grandes que se disparaban desde tierra, tenían una ventaja muy grande. Contaban con que los seis kilómetros por segundo de velocidad del enemigo serían una ayuda para que pudiera evadir los disparos hechos en respuesta. La intercepción de un proyectil intercontinental que viajase a esa velocidad sería algo desesperado casi, y un fuego cruzado hubiera sido la única posibilidad. Pero los cohetes de los aviones, muy pequeños, y los proyectiles interceptores de mayor tamaño se estaban elevando del blanco mismo. Los cohetes defensivos iban dirigidos a la garganta del intruso, para destrozarlo.

    Y lo hicieron.

    El proyectil que se aproximaba recibió una granizada en pequeño de cohetes. Hubo doce explosiones, que fueron fútiles, pero entonces entraron en acción los proyectiles de mayor tamaño que se acercaban extendidos, después de haber sido disparados de los silos alrededor de la base. Seis..., ocho..., diez.

    Se produjo una explosión en uno de los proyectiles tierra-aire, un objeto de más de nueve metros de largo. Nadie lo vio. Hubiera podido destruir la mitad de una ciudad al explotar, pero fue algo insignificante, en comparación con la deflagración que desencadenó su propia explosión. Una bomba de fusión de cincuenta kilotoneladas, estalló efectivamente, más allá de la atmósfera, provocando una llamarada de una violencia tal, una incandescencia tan increíble, que la pintura de aluminio de los aviones que se encontraban a varios kilómetros de distancia, se cubrió de ampollas y ardió inmediatamente. El resplandor de la explosión fue visto a cientos de kilómetros de distancia. El estruendo de la detonación fue oído, pocos minutos más tarde, desde una distancia todavía mayor. Y la vegetación del desierto a muchos kilómetros de distancia, bajo el lugar de la explosión, apareció a la mañana siguiente con muestras de haber sido chamuscada.

    Pero el objeto que venía del norte había desaparecido completamente a unos sesenta kilómetros de su blanco y el daño real era casi nulo.

    El trabajo de preparación para el despegue de la plataforma continuó, y cuando la señal de fin de alarma resonó dentro de la semiesfera, fue ignorada por todos.

    Estaban demasiado ocupados.


    CAPÍTULO 13


    El día del lanzamiento, se produjeron varias reacciones curiosas. Había un país muy pequeño al otro lado del mundo, que se jugaba desesperadamente su existencia, confiando en el éxito de la plataforma. Tenía un vecino muy poderoso y belicoso y, si la plataforma era lanzada al espacio, podía desafiar a ese vecino. Era un riesgo peligroso, pero lo aceptó.

    También hubo una última pelea en las Naciones Unidas, ante las que la plataforma fue denunciada por cierto bloque de naciones asociadas, que amenazaron destruir la organización internacional si lanzaban la plataforma. Era otro riesgo. Si la plataforma no ascendía al espacio, las Naciones Unidas se transformarían en una alianza militar o en algo menos que una inútil sociedad de debates.

    Por supuesto, se registraron algunos sucesos menos importantes. Se habían compuesto ya catorce canciones, que estaban listas para ser lanzadas al mercado, preparadas, orquestadas y ensayadas con cantantes, dispuestas a saturar los oídos del público. Iban desde Tenemos una nave de guerra en el cielo, netamente belicosa, hasta las baladas como Tendremos una luna para los dos. La melodía de la segunda canción había sido plagiada de otra que había sido popular hacía cuatro años, que, a su vez, lo había sido de otra anterior por seis años, la cual había sido tomada de una de las composiciones de Bach, de manera que la canción estaba bastante bien si no se le prestaba atención a las palabras.

    Y por supuesto, filmaron una gigantesca epopeya súper colosal, en colores y con números musicales, que celebró su gran estreno simultáneamente en ocho ciudades principales. Se tituló Hacia las estrellas. Se habían filmado tres finales, de los cuales seleccionaron el más apropiado. Uno de ellos terminaba con el fracaso de la plataforma debido al sabotaje, y el héroe, representado por un actor que había tenido que interrumpir su luna de miel para filmar la película, permanecía espléndidamente decidido a construirla nuevamente. El segundo final relataba cómo la plataforma se dirigía hacia Alfa Centaurus, que difícilmente era la intención de los que habían construido la plataforma. El tercer final era secreto, pero se corrió el rumor que los insensibles ejecutivos de la industria del cine habían llorado como niños, cuando lo vieron en preestreno.

    Por supuesto, los trabajadores de la semiesfera no le dieron a eso mucha importancia. El trabajo continuaba con ritmo febril. La construcción estaba concluida por completo, por lo que, en teoría, los miembros de los sindicatos de soldadores, montadores de tuberías y trabajadores de la construcción de acero, debían retirarse a Bootstrap. Los miembros de otros sindicatos, los de mantenimiento de construcción, de equipo y desmantelamiento, además de otras varias ramas, deberían haber sido reunidos en ciudades lejanas y aprobadas por el departamento de seguridad, para después ser llevados a Bootstrap y pagarles tiempo suplementario al retirar el piso de madera y des-mantelar las secciones necesarias de la pared oriental de la base.

    Pero la sangre habría corrido si lo hubieran intentado. Los hombres que habían construido la plataforma se encargarían de hacerla ascender, o, de lo contrario... Aquellos hombres nunca tendrían otra oportunidad para verla; se elevaría o se estrellaría.

    De manera que la plataforma fue preparada para su despegue por los mismos hombres que la construyeron. Una sección gigantesca que comprendía tres enormes piezas triangulares, que formaban parte de la pared de la base, fue retirada hacia arriba y hacia abajo, de manera que quedara separada de la enorme semiesfera. Estas partes descansaron sobre cientos de ruedas que, por primera vez, tocaban las dieciséis líneas de rieles colocadas alrededor de la parte exterior de la base. Luego, la monstruosa sección fue finalmente retirada.

    Como resultado, quedó una enorme abertura, por donde penetró la luz del sol, para posarse en la primera verdadera nave espacial hecha por el hombre.

    Joe observó cómo la luz del sol golpeaba la superficie y su primera sensación fue de desilusión. La inclinación normal de la plataforma no era favorable, pero ahora se hallaba prácticamente oculta por los cohetes de combustible sólido, que se consumiría en el lanzamiento. También el piso del cobertizo tenía un aspecto extraño. Estaba completamente cubierto de extrañas formas de propulsores, que habían sido llevados en una interminable fila de camiones durante toda la noche. Un joven teniente del aeródromo de los propulsores buscó a Joe para asegurarle que cada gota de combustible de cada uno de los propulsores había sido revisada en dos ocasiones, una en los tanques de almacenaje y otra dentro de los propulsores, lo cual Joe agradeció cortésmente.

    Ya no había andamios, ni camiones. Sólo quedaban dos grúas gigantescas, que podían manejar los propulsores como si fueran juguetes. El efecto de la luz del Sol que penetraba en la base y hacía resaltar tales cambios, era extraño.

    En la parte exterior, los carpinteros martilleaban diestramente, construyendo una plataforma de tablones. La mayor parte de los carpinteros habrían trabajado más efectivamente con pistolas remachadoras o sopletes para soldar, pero nadie decía nada. Siempre que un tronco o un madero era clavado en su sitio, alguien lo cubría con banderitas cursis. Había hombres que colocaban alambres en la plataforma y otros que acomodaban las cámaras de cine y televisión. Los agentes de seguridad observaban esas actividades con ojos suspicaces desde un lugar en el que se encontraba una masa resplandeciente de micrófonos.

    Joe se sentía afortunado. Quizá se debiera a que Sally había usado sus influencias, pero, de cualquier forma, ambos tenían un lugar ventajoso, por el que otras personas hubieran pagado sumas extravagantes. Estaban esperando en la rampa circular, entre las dos cubiertas de la semiesfera que serían rotas para ampliar la salida. Se encontraban a la mitad de la altura de la curva de la gran abertura y podían ver absolutamente todo, desde los pilotos de los propulsores, que se encontraban revisando los dispositivos, hasta la tranquila llegada de los grandes personajes a la plataforma que se encontraba abajo.

    La base estaba inundada de una especie de murmullo expectante. Era posible que se tratara solamente del viento que soplaba por la sección abierta. Joe y Sally observaron cómo un solemne grupo de agentes de seguridad dirigían a los civiles por el tramo de escalones de madera que Joe recordaba tan bien. Los civiles subieron a la plataforma y el tramo de escaleras fue retirado. Había un grupo de hombres de mucha confianza, que estaban haciendo las últimas verificaciones en el exterior de la plataforma. Uno estaba a la altura aproximada de Joe y Sally. El resto de los inspectores descendieron hasta el suelo, pero aquél hizo algo muy humano. Cuando terminó de hacer su revisión hasta el último detalle, sacó algo de su bolsillo. Era un bote de pintura negra y, provisto de un pincel, escribió su nombre sobre las placas plateadas de la plataforma: C. J. Adams, Jr. Satisfecho, descendió hasta el suelo y se alejó felizmente.

    Las grúas comenzaron a realizar su trabajo. Cada una bajaba lentamente y recogía un propulsor. Hacían girar los objetos hasta una posición vertical y los colocaban exactamente en el costado de la plataforma, donde quedaban colgando ridículamente. Por supuesto, se sostenían con contactos magnéticos. Levantaban otros y los colocaban de la misma forma, desde el extremo del corredor en la pared. Joe y Sally podían ver las cabezas de los pilotos en sus cabinas de plástico.

    La música comenzó a sonar detrás de la plataforma. Los asientos se llenaban y, como era natural, los personajes menos importantes llegaban primero. Había mujeres con vestidos en los que habían puesto extremo cuidado y que nadie veía, excepto las otras mujeres. El ejército estaba representado y los hombres con ropas de civil se reunían en grupos. Entre ellos, se encontraban los ingenieros que habían hecho los cálculos para el diseño de la plataforma. Luego, las grandes personalidades y los políticos. Pero hay pocas cosas menos impresionantes que un hombre de barriga prominente vestido de etiqueta que se pasea por el suelo, visto desde una altura de sesenta metros.

    Había uniformes militares que no pertenecían a las fuerzas armadas de los Estados Unidos. Estaban cargados de medallas que resplandecían a la luz del Sol, y la gente comenzaba a llegar en mayor número, mientras las cámaras de los noticiarios filmaban.

    Las grúas trabajaban metódicamente, bajaban y recogían objetos que tenían la forma de la parte superior de una pieza de pan, y giraban después hacia el costado de la plataforma. Cada vez que lo hacían, el objeto se fijaba rápidamente. Muchos de ellos quedaban fijos sobre los tubos de los cohetes, los mismos tubos que, en poco tiempo, arderían y se consumirían. Joe y Sally observaron los propulsores en su nuevo aspecto, semejando trozos de metal con bocas abiertas, que eran sus toberas.

    La música guardó silencio y alguien comenzó a decir un discurso. No había ningún público que escuchara, excepto los hombres que habían construido la plataforma, y éstos no estaban interesados en las frases retóricas. Pero, por supuesto, el acontecimiento estaba siendo retransmitido a todas partes. Dos de los satélites de televisión que surcaban ya el espacio estaban encargados de hacer que todo el mundo viera esa escena.

    El orador concluyó y otro tomó su lugar. Luego, otro. Uno de los oradores habló durante menos de un minuto, y las personas que llenaban la plataforma le aplaudieron. Pero el que le siguió tenía ademanes espléndidos y habló interminablemente. Las grúas fijaron el último de los propulsores y luego se retiraron. La plataforma estaba casi totalmente oculta bajo la masa de los impulsores a reac-ción, tan poco agraciados.

    Las grúas se retiraron estruendosamente, pero el orador continuó hablando. Alguien le dio un tironcito en la manga y terminó bruscamente, sentándose, mientras se limpiaba la frente con un enorme pañuelo.

    De pronto, hubo un rugido, uno de los propulsores había puesto en marcha su motor. Luego, otro rugido, y otro más. Uno por uno, la multitud de horrendos objetos se sumaron al estruendo. El ruido se convirtió en algo que no era ya sonido. Era una barahúnda, que no podía recibirse en los oídos. Alcanzó un punto elevado de la escala y se mantuvo allí. Luego, de pronto, todos los motores dismi-nuyeron el régimen al unísono y, luego, rugieron con mayor fuerza. Estaban probando los controles dentro de la plataforma. Tres..., cuatro..., cinco veces, el tumulto disminuyó gradualmente y, luego, volvió a aumentar de nuevo.

    Joe sintió que Sally tiraba de su brazo. Se volvió y vio, muy cerca, el vientre y las alas en flecha de un avión a reacción, que ascendía en línea recta. Luego, vio otro jet que pasaba trazando una línea a lo largo de la abertura de la cúpula. Se desplazaba con increíble velocidad, se elevó sobre la curva de la semiesfera y desapareció. Pero había muchísimos más.

    Eran los aviones de combate de la guardia de aviones a reacción. Durante largos meses, habían volado constantemente sobre la semiesfera para protegerla, y, en ese momento, se elevaban para relevar a los que se encontraban en el aire, vigilando. Se elevaban para formar una pantalla interceptora de cientos de kilómetros en todas las direcciones, por si acaso hubiera alguien suficientemente loco para intentar algo todavía. No volverían a ver al monstruo en la semiesfera y, por ello, en una fila que llegaba hasta el horizonte, desfilaban volando para poder echar una ojeada, que bien se merecían. Joe vio pequeños puntos que se colocaban al final de la línea, para la privi-legiada mirada a la plataforma, antes que se elevara.

    Repentinamente, desaparecieron y Joe sintió una sensación emocionante de orgullo, que no surge ante la fuerza, el esplendor, o el poderío pomposo, pero que es muy profundo cuando las manos del hombre modifican la magnificencia.

    El rugido de los motores de los propulsores alcanzó un volumen absolutamente imposible de soportar. Todo el interior de la semiesfera estaba brumoso, pero la luz de la mañana penetraba en ella.

    Y la plataforma se movió.

    Al principio, fue solamente un tambaleo. Giró muy suavemente hacia un lado, pivotando sobre los puntos de apoyo que la habían sostenido; luego, giró hacia atrás y hacia el otro lado. El vapor se hacía más espeso. De cada uno de los motores jet, un chorro de fuego casi invisible descendía y la humedad de la tierra se convertía en vapor, y los bloques de madera sueltos, en humo acre. La plata-forma giró exacta y precisamente en dirección contraria hasta ocupar nuevamente su posición original y el corazón de Joe latió con fuerza, porque sabía que la vuelta había sido efectuada por medio de los giróscopos y que éstos habían sido manejados por los giróscopos piloto, de los que era él el responsable.

    Luego, la plataforma volvió a moverse. Se elevó poco a poco y osciló hacia delante. Se estabilizó y volvió a dar un bandazo. Después, se dirigió vacilante hacia la gran abertura, excavando con una de sus partes inferiores un surco en el suelo de tierra.

    El ruido pasó de lo increíble a lo inconcebible. Parecía como si todos los truenos desde el comienzo de los tiempos hubieran vuelto a sonar juntos para festejar el lanzamiento de la plataforma.

    Ésta flotó y salió de golpe de la semiesfera. Se dirigió vacilante hacia el este. Su altura, en aquel momento, era quizá de un metro sobre el nivel del suelo, pero los propulsores lanzaban cegadoras nubes de humo y nadie podía estar seguro de ello.

    Había una confusión indescriptible. El humo y el vapor eran lanzados en todas las direcciones posibles. Joe observó movimientos frenéticos y vio que los uniformados y los de traje de etiqueta se empujaban para huir de ellos. Los puntos, que antes eran mujeres brillantes y elegantemente vestidas, corrían dando gritos sofocados, tratando de huir del humo. Una robusta figura se cayó, volvió a levantarse con esfuerzo y echó a correr frenéticamente en busca de la salvación.

    Pero la plataforma se desplazaba. Estaba aproximadamente cien metros más allá de las paredes de la base. Doscientos, trescientos... Ganaba velocidad. A ochocientos metros de la base, estaba ya francamente alejada del suelo y dejaba tras sí una estela de desierto abrasado y chamuscado.

    Se movía rápidamente. A tres kilómetros de la base, su velocidad era ya de treinta kilómetros por hora. A los cuatro kilómetros su velocidad había doblado ya y se encontraba a varios centenares de metros sobre el suelo. Continuaba acelerando y ascendiendo. Pronto estuvo a seis kilómetros, a siete, a ocho.

    Flotaba, ascendiendo con una gran deliberación, funcionando cientos de potentes propulsores de difícil manejo, que colgaban de la plataforma y la empujaban hacia arriba y hacia delante.

    Continuó alejándose en dirección al oriente, aumentando sin cesar la velocidad. No daba la impresión de aproximarse del horizonte. Pasó de ser un punto gigante a uno diminuto sobre el firmamento. Finalmente, Joe no pudo seguir pretendiendo que la veía, pero, aun entonces, se oía un ligero zumbido en el cielo. Ninguna de las personas que había presenciado el lanzamiento podía escucharlo.

    Luego, Joe miró a Sally y ella a él; y Joe se sentía inundado de un júbilo incontenible, que le hacía sonreír tontamente y que representaba el triunfo tanto de sí mismo como de sus sueños. Ella lo abrazó balbuciendo incoherentemente algo sobre la plataforma que ascendía, ascendía, ascendía...


    * * *

    Al atardecer, se encontraban esperando en el pórtico de las habitaciones del mayor, que estaban localizadas en la parte posterior de la base. Estaban reunidos el mayor, Haney, el jefe, Mike y Joe; la apariencia del mayor había cambiado completamente. Parecía haberse encogido. Cualquiera diría que era un hombre fatigado más allá de los límites permisibles, pero su trabajo estaba realizado y la sola reacción bastaba para explicarlo todo. Estaba sentado en una silla, con un vaso a su lado, y parecía que no había nada en la Tierra capaz de hacerle mover un solo dedo. Sin embargo, esperaba.

    Sally salió con una bandeja en la que les sirvió gravemente los vasos y los bizcochos; luego, se sentó en los escalones al lado de Joe, lo miró y le hizo un gesto amigable. Joe se sentía perfectamente satisfecho de Sally, pero incómodo al demostrarlo delante del padre de la chica. Mike dijo, desafiadoramente:

    —Sigo opinando que habría sido más fácil de poner en órbita si hubiera sido construida para personas como yo.

    Nadie lo contradijo; era cierto. De todas maneras, todos estaban demasiado descansados y aliviados para entrar en discusiones con él.

    —Todo salió bien —dijo Haney, soñadoramente—. ¡Todo! Entraron en la corriente de propulsión tal y como esperaban y alcanzaron 483 kilómetros más de velocidad. Estaban a unos doce kilómetros de altura cuando los propulsores dispararon sus retropropulsores y a unos dieciocho cuando los pilotos de los propulsores la dejaron ir; debieron casi fracturarse el cuello cuando arrancaron nuevamente sus motores. Y los cohetes de la plataforma encendieron perfectamente, produciendo llamas de más de kilómetro y medio de largo, y entonces iban a..., ¿a cuánto iban en-tonces?
    —¿Qué importa? —preguntó el jefe, tranquilamente—. ¡Iban rapidísimo!
    —Les quedaba aún un diez por ciento de los cohetes sin disparar cuando entraron en órbita —dijo Mike, con aire de autoridad—. Cuando traspasaron el cinturón de Van Allen, el revestimiento los protegió al ir encerrados en la cabina. Después de eso, se pusieron en órbita.
    —No tardarán en aparecer nuevamente —dijo el jefe.

    Joe y Sally permanecieron contemplando hacia el oeste; la plataforma giraba alrededor de la Tierra de oeste a este, como la antigua Luna y, debido a su velocidad, podría hacerlo visiblemente.

    El mayor Holt habló repentinamente. La autoridad y la energía habían desaparecido de sus modales.

    —Ustedes cuatro me han dado el mayor susto de mi vida, pero, ¿se dan cuenta que el truco de sabotaje de los dos camiones cargados de explosivos habría destrozado la plataforma si no hubiera sido por ese plan descabellado que trazaron y las precauciones que tomamos a causa de él?

    Joe dijo despectivamente:

    —Tuvimos suerte, una suerte increíble.
    —Hay personas que parecen atraer accidentes —dijo el mayor—. Siempre sucede alguno cerca de ellos y nadie sabe por qué. Ustedes cuatro, quizá Joe en particular, no son de ese tipo, más bien parecería que fueran lo contrario. Dudaría en reconocer que es obra de sus cerebros, especialmente el de Joe; lo conozco desde hace mucho tiempo; pero..., ¡ah...!, Washington no parece ser de la misma opinión.

    Sally tocó a Joe para advertirle, pero su rostro estaba brillante y orgulloso. Joe se sintió muy extraño.

    —Joe estuvo a punto de subir con la plataforma —continuó el mayor—, pero con una inyección de penicilina o algo semejante, el enfermo se alivió rápidamente y ahora debe estar en órbita alrededor de la Tierra. Su cooperación con las autoridades superiores produjo comentarios muy favorables, y ustedes cuatro..., ¡ah...!, fueron muy útiles en las últimas fases de la conclusión de la plataforma. De manera que opinan que todos merecen un reconocimiento. Todos, por supuesto, pero especialmente Joe.

    Joe sintió que palidecía.

    —Se ha propuesto (pero recuerden que dije propuesto); aún no es oficial. Se ha propuesto nombrar a Joe capitán de un cohete de transporte que se encargará de llevar suministros y tripulación de reemplazo a la plataforma; en las instrucciones que tomó cuando se creía que iba a subir, demostró una habilidad especial, con la ventaja que es una persona a quien los accidentes parecen rehuir. Los cohetes de transporte llevarán una tripulación de cuatro personas incluyendo al capitán, y, por supuesto, la recomendación que el capitán haga tendrá mucho peso en las decisiones.

    Joe estaba perplejo y Mike exclamó con grandes esfuerzos:

    —¡Joe!, tú sabes que yo puedo hacer cualquier cosa que un elefantón pueda realizar, y yo sólo consumo una cuarta parte del alimento y el aire. ¡Tienes que llevarme, Joe! ¡Tienes que hacerlo!

    El jefe comentó benignamente:

    —Yo estoy a cargo del cuarto de maquinarias y Haney será el patrón; ¡que se atreva Joe siquiera a pensar partir sin nosotros! Aunque eso te deja sin gran cosa que escoger, Mike, a menos que accedas a ir como simple tripulante.
    —¡Aún no es oficial! —les advirtió el mayor Holt—. ¡No es nada seguro!

    Luego, Sally volvió la vista del rostro de Joe y la dirigió hacia el firmamento.

    Entonces apareció ante sus ojos. Quizá con un telescopio podrían haberla visto como lo habían hecho mientras trabajaban en ella, pero a simple vista no podía verse así. Era simplemente un punto pequeño incandescente que se movía deliberadamente en el cielo. Era una mota, plateada por el Sol, que volaba mientras ellos la observaban.

    En ese mismo instante, había varios millones de personas observándola. Flotaba libremente en el vacío. Para algunos significaba esperanza y confianza de llegar a una vejez tranquila y de obtener una vida digna de vivirse para sus hijos y los hijos de sus hijos; para otros era un gran triunfo técnico. Para unos cuantos significaba el fin de las guerras y la desaparición de los turbulentos modos de vida que hasta entonces habían dominado la Tierra, y eso equivalía al desastre para ellos. Pero la plataforma tenía un significado para todos los habitantes de la Tierra; para aquellos que sólo habían podido orar por su éxito, quizá tenía un significado más especial.

    Joe habló tranquilamente cuando su voz volvió a él.

    —Iremos a visitarla allá arriba; iremos todos nosotros.

    Sintió que Sally encerraba fuertemente su mano en la de ella, y oyó su voz.

    —¿También yo, Joe?
    —Tú también.

    Joe se puso de pie y miró atentamente, mientras Sally se colocaba a su lado; los demás se acercaron también. Formaban un grupo sobre el césped, de la misma manera que miles de personas lo hacían alrededor del mundo, para verla pasar.

    La plataforma espacial, un punto plateado de luz solar, recorría tranquilamente el cielo, que se hacía más intensamente azul, hacia el este..., hacia la noche.


    FIN



    Título Original: Space Platform.
    © 1953 by Will F. Jenkins.
    © 1966 por Organización Editorial Novaro, S. A.
    Traducción de Hortensia Corona de Cortín.

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