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diciembre 10, 2016
"La familia", del grupo de granito en el citado Parque de Oslo. Foto: Office National Du. Tourisme en Norvege, Johan Berge.
Impulsado por irresistibles ansias creadoras, el más grande escultor noruego nos legó un tesoro con dimensiones reales de la vida y el drama humano.
Por Emily y Ola D'Aulaire.
EN UNA bulliciosa calle de Oslo (Noruega) se abre una maciza verja de hierro forjado que sirve de entrada al Parque de la Escultura de Vigeland. A medida que el espectador se interna en él, ve surgir ante sí 200 obras de bronce y piedra que, contra el marco verde de la vegetación, le muestran en una secuencia pausada, aunque dramática, las diversas edades de la vida del hombre: infancia, adolescencia, plenitud y vejez. Aquí un viejo barbado estrecha tiernamente contra una rodilla a su anciana esposa; allá una joven pareja se toca frente con frente mientras abraza a su hijo; más lejos vemos, ansioso, el primer encuentro entre un muchacho y una muchacha. En este lugar se admira también la estatua más fotografiada de Oslo, la mascota de la ciudad: Sinnataggen, o El pequeño energúmeno, niño de bronce, con los puños apretados y el rostro contraído para siempre en un rictus de rabia. Los adolescentes juegan a la pelota en el césped, los niños chapotean en la fuente, las parejas pasean tomadas de la mano en la rosaleda; la vida y el arte se entremezclan. De casi todos los rincones del planeta llegan los viajeros a admirar este increíble monumento a la visión y energía del hombre que ha creado más obras de arte que ningún otro escultor de hoy o de ayer: Gustav Vigeland.
Artísticamente hablando, Vigeland se formó en un rudo molde característico de la Europa septentrional, donde el arte creador suele ir acompañado de un sentimiento de agonía, como se advierte en los torturados dramas de Ibsen o en las lúgubres visiones del pintor Munch. Rudo y sombrío en su hosca soledad fue también el sendero que recorrió Vigeland hasta alcanzar el triunfo.
Esa senda empezó en 1869, en un pueblecito del extremo meridional de Noruega. Su niñez fue dura. El padre, carpintero, era un luterano estricto y un fanático de la disciplina. Fue natural que el niño se sintiera atraído por su abuelo materno, hombre afectuoso y de suaves modales, especialmente dotado para la talla de la madera, que vivía en una granja vecina. El impulso creador del joven Gustav despertó al observar cómo el viejo tallaba incluso un mango de hacha para transformarlo en una obra de arte. Empezó a sentir el afán de plasmar, de dar forma; de crear en tres dimensiones. Pero la familia consideraba la escultura como una frivolidad, incluso pecaminosa; el cuerpo humano no se mencionaba; mucho menos se representaba. Vigeland tuvo que estudiar anatomía a escondidas. Con su hermano como modelo y trabajando con un trozo de arcilla oculto en el desván, empezó a practicar copiando primero un brazo, luego una pierna, una cabeza y, por último, la figura humana completa.
El padre murió cuando Gustav tenía 17 años, lo cual le obligó a entregar a la familia lo poco que ganaba tallando madera. Pero no tardó en dejar su casa para siempre y empezó en Oslo su lucha para darse a conocer como artista. Durante meses recorrió las calles de la capital con la esperanza de que alguien lo descubriera. Llevaba la maleta llena de dibujos de esculturas que soñaba crear. Pronto se le acabó el dinero; dormía en sótanos y zaguanes, y llegó a tener tanta hambre que puso a remojar las pastas de un libro para poder comerlas.
"Joven danzarina", que se puede ver en el puente del Parque de la Escultura de Vigeland, en Oslo (Noruega). Foto: Office National Du. Tourisme en Norvege, Johan Berge.
Por último, una noche de febrero, poco antes de su vigésimo cumpleaños, se armó de valor y se dirigió a casa de Brynjulf Bergslien, anciano escultor cuya obra admiraba el joven desde hacía mucho tiempo. Debe de haber sido un espectáculo lastimoso el que dio en el umbral de aquella casa, tiritando de frío, con un rollo de dibujos bajo el brazo. Pero la sirvienta lo dejó pasar y pronto estaba calentándose junto a la chimenea mientras el maestro examinaba sus dibujos. "¡Que me cuelguen si esto no es lo mejor que he visto en mucho tiempo!" exclamó por fin el anciano artista. "¿Y dices que quieres ser escultor?"
Bergslien admitió a Vigeland como aprendiz en su estudio. En menos de un año Gustav presentó una escultura pequeña en una exposición nacional. La obra, una de las raras que él hizo en estilo neoclásico, fue elogiada de inmediato por la crítica y le ganó una beca de estudios en Dinamarca. A esta siguieron otras ayudas, con las cuales recorrió Inglaterra, Italia, Alemania y sobre todo Francia, donde quedó pasmado ante la obra del grande y apasionado Auguste Rodin. Por fin tenía ante sí a un escultor que no se limitaba a reproducir seres humanos en pose. En todo momento las figuras del francés parecían representar la vida misma (con sus diversos estados de ánimo y sus variables apetitos), y eso fue precisamente lo que Vigeland se propuso hacer de allí en adelante.
En 1902 se mudó a un estudio modesto. Era una frágil casucha de madera con goteras en el techo. La arcilla húmeda que Vigeland plasmaba solía congelarse, lo que le obligaba a desperdiciar muchas horas tratando de descongelarla. Sin descorazonarse, empezó a hacer torsos con increíble rapidez. Muy a menudo escogía sus temas entre los grandes hombres noruegos: los escritores Ibsen y Hamsun, el compositor Grieg. Con cada obra crecía su reputación, y empezaron a lloverle encargos. "Pocos escultores han sabido leer los rostros como Vigeland", dice el Dr. Ragna Stang, ex conservador de las galerías municipales de Oslo. Por si fuera poco, en respuesta a su urgencia creadora Vigeland añadía la figura entera, que regalaba sin costo adicional al sorprendido y deleitado cliente.
Trataba de infundir en todas sus obras el espíritu del modelo, deseo que con frecuencia lo llevaba a violar los cánones artísticos tradicionales. Por ejemplo, en 1902 participó en un concurso para levantar una estatua al matemático noruego Niels Henrik Abel, quien había enriquecido el potencial humano con conocimientos fundamentales incluso para la tecnología de hoy. Según las normas fijadas, la figura tenía que estar de pie o sentada, vestida, y parecerse a Abel. Vigeland se esforzó para ajustarse a tales convenciones, pero le pareció inadecuado retratar de esa manera a un hombre de genio, que, como ser humano, había sido modesto y retraído, había vivido en la pobreza y había muerto tuberculoso a la edad de 26 años. Al pasar de un boceto al otro, poco a poco, Vigeland intuyó que la importancia de Niels Henrik Abel residía en su indomable fuerza creadora. Por último concibió una figura en las alas de dos gigantescos espíritus que volaban por el espacio.
La obra más grande de Vigeland es este pilar monolítico de granito, de 17 metros de altura, esculpido con 121 figuras humanas. El público lo admiró por primera vez el 20 de agosto de 1943. Foto: B. Neal / Shostal Associates.
Como la obra de Vigeland no se ajustaba a las bases del concurso, no se le podía conceder el premio, pero algunos jueces declararon que tenía mayor mérito que las demás. Siguió una enconada polémica en la prensa, pero Vigeland persistió en su empresa. Tardó dos años en modelar con arcilla su colosal grupo de 4,6 metros de altura, y tuvo que demoler otras obras para utilizar el material. Al verlo terminado, los jueces cambiaron de opinión y se dio el encargo a Vigeland. Fundido en bronce, el monumento a Abel se alza hoy en una colina cercana al palacio real de Oslo.
En una exposición menor celebrada en 1906 Vigeland exhibió un modelo a escala para una fuente pública. Sabía que el municipio de Oslo pensaba construirla y esperaba que le confiara su ejecución. Futura obra maestra de su vida, la maqueta constaba de seis gigantes que sostenían una enorme pila, Atlas de bronce doblegados bajo el peso de su carga. (El que llevaba la carga más pesada se parecía de manera sorprendente al artista.) Una luminosa cascada mural caería en un profundo espejo rodeado por otras 20 esculturas más pequeñas y complejas. Además, 60 relieves adornarían el parapeto de la fuente.
Todo Oslo dio muestras de gran espíritu cívico al volcarse en masa para admirar el nuevo adorno que le proponían. La fuente fue el tema de todas las conversaciones y el ya entonces escultor predilecto de Noruega recibió el encargo. Una comisión privada reunió en una semana el equivalente de casi 15.000 dólares para sumarlos a la cantidad que la ciudad había destinado en un principio a la obra.
Vigeland se entregó en cuerpo y alma a la tarea. Empezaron a brotar de sus manos una estatua tras otra; la plaza que la ciudad había destinado originalmente para la fuente parecía demasiado pequeña. Se buscó un nuevo emplazamiento, se reunieron más fondos, pero los trabajos de Vigeland sobrepasaron con la misma rapidez el proyecto inicial.
Retrato de Gustav Vigeland (1869-1943), tomado aproximadamente en 1918. Foto: Office National Du. Tourisme en Norvege, Johan Berge.
Lo que iba a ser una fuente creció hasta convertirse en un parque de esculturas. Las docenas de figuras de un principio se transformaron en centenares. En poco tiempo el estudio ya no pudo contenerlas. Y aunque los museos y los coleccionistas de toda Europa se disputaban sus esculturas, Vigeland se negó a venderlas. "Todas ellas son una sola obra", declaró. "No se las puede separar".
Para resolver su problema, Vigeland trazó un plan único en la historia del arte: propuso la obra completa de su vida a la ciudad. Así, en 1921, Gustav Vigeland firmó un documento por el que entregaba a la ciudad de Oslo todas las esculturas que tenía en su poder y todas sus creaciones futuras. A cambio de ello, Oslo se comprometía a construirle un vasto estudio, según las especificaciones del artista. El estudio, a su muerte, se convertiría en el Museo Vigeland. Además, se le proporcionarían todas las herramientas y los materiales que necesitara, amén de un equipo de artesanos que le servirían de ayudantes. El municipio de la ciudad fue más allá y aprobó el proyecto del escultor para construir un enorme parque de esculturas cerca del nuevo estudio. El maestro satisfacía sus necesidades domésticas con la venta del vaciado de algún busto, pues los originales seguían siendo propiedad de Oslo. Estas condiciones de trabajo probablemente no tienen paralelo en la historia del arte.
El acuerdo con la ciudad dio por fin al artista un sentimiento de seguridad. Durante algún tiempo se dedicó a otros aspectos de la vida diferentes de su trabajo. Un primer matrimonio de juventud se había desplomado, víctima de la fanática devoción que el hombre tenía por su arte. Contrajo nuevas nupcias con Ingrid, hermosa muchacha de 20 años, cuyas manos habían llamado la atención del escultor. Los primeros tiempos de su matrimonio fueron el más apacible interludio en la vida de Vigeland. Incluso se dio tiempo para pasar algunas semanas felices en una casita junto al mar, recorriendo las costas azotadas por el viento y creando cientos de tallas de los paisajes marinos que había contemplado en su infancia.
Pero pronto volvió a concentrarse en el trabajo. Estaba a punto de brotar de su mente la más colosal idea para su parque de esculturas: un monolito de granito, tallado con 121 figuras humanas que representarían la "resurrección" y subirían hacia el cielo en espiral. Con modelos humanos suspendidos del techo del estudio por medio de cuerdas, Vigeland plasmó en arcilla, con increíble rapidez, las flotantes figuras. En sólo 10 meses terminó el monumento de 17 metros de altura. Tres lapidarios, con herramienta neumática, tardarían 13 años en pasar el vaciado en yeso a un bloque de granito de 260 toneladas.
La mascota de Oslo: "Sinnataggen" o "El pequeño energúmeno", niño de bronce con los puños apretados. Foto: Office National Du. Tourisme en Norvege, Johan Berge.
Por entonces otorgaron a Vigeland la Gran Cruz de San Olaf, la más preciada condecoración noruega de tiempos de paz; pero a pesar de su edad avanzada, el artista no podía abandonar su obra. Año tras año siguió añadiendo esculturas al parque. En el pavimento que circunda a la fuente diseñó y erigió un laberinto de tres kilómetros de longitud, serpenteante calidoscopio de figuras de piedra que asombran a los niños conforme lo recorren. Una de sus últimas adiciones al parque fue una zona dedicada exclusivamente a esculturas infantiles.
Vigeland siempre vio en el tiempo a su peor enemigo, y en 1942 un leve ataque cardiaco le advirtió que el fin se acercaba. Reaccionó dedicándose al trabajo con más ahínco que nunca. Pero el 12 de marzo de 1943, a la edad de 73 años, murió Gustav Vigeland. Por petición suya su cuerpo fue incinerado y depositaron sus cenizas en un corto pilar de granito bajo una solitaria cúpula llena de egos, encima de su estudio, que se convirtió en un museo de sus herramientas, papeles y efectos personales, amén de un legado artístico sin paralelo en los tiempos modernos: 1650 esculturas, 4000 tallas de madera y cerca de 12.000 bocetos.
Pero su más valioso legado es el Parque de la Escultura. El visitante entra por la calle llena de tráfico; el estruendo de los automóviles y el gentío no tarda en desaparecer. Recorre un ancho sendero hasta llegar a un puente, donde docenas de estatuas de tamaño natural forman fila a lo largo de los parapetos. Al fondo, la fuente de Vigeland murmura como un Niágara en miniatura. Luego hay monumentales avenidas que suben por escalinatas, y por fin contempla el monolito de granito con sus 121 figuras en perpetuo ascenso. Encima, visible sólo para los pájaros, o desde las nubes, se alza el más permanente testimonio forjado por Vigeland a la capacidad creadora del espíritu humano: el rostro tallado de un niño que sonríe a los cielos.