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diciembre 27, 2016
Había ido, contratado como consejero, a un campamento veraniego por interés del sueldo y para disfrutar de unas placenteras semanas en la campiña; pero al ver a mis pupilos sólo pensé en huir.
Por Ron Jones.
EN TOTAL, bajaron a unos 120 chicos de coches y autobuses en brazos de sus acompañantes. El cuadro resultaba sobrecogedor. Las sendas y bosques del campamento veraniego debían de estar habituados al bullicio de multitudes de niños sanos, pero a los recién llegados sólo los acompañaba el silencio. En procesión, los padres fueron acercándose a los consejeros del campamento, empujando cada uno a un hijo que venía en silla de ruedas. Yo me contaba entre esos consejeros, que éramos el blanco de aquella tropa de peregrinos. Igual que cuantos me rodeaban, no sabía qué decir.
La enfermera del campamento nos había dado ciertas orientaciones acerca de los chicos impedidos, pero la visión de tal conjunto de inválidos nos afectó profundamente. ¿Qué puede uno decirles a muchachos privados de la vista, o de brazos o piernas? ¿A unos niños que parecían faltos de expresión o que sufrían convulsiones como si tirasen de ellos hilos invisibles? ¿A seres colocados al margen de la vida activa, contrahechos, embutidos en una silla de ruedas?
HABÍA dos consejeros por cada cabaña para chicos. Conmigo desempeñaba las obligaciones de consejero Dominic Cavelli, joven alto, delgado, de profundos ojos castaños que reflejaban su interés y su cariño por los niños; y cuando iba a hablar, una afable sonrisa animaba todo su semblante. Cavelli se proponía hacer carrera trabajando en favor de los niños inválidos, mientras que yo había solicitado el puesto únicamente por el sueldo y por el atractivo de disfrutar de la vida campestre durante algunas semanas. Pero las ilusiones que me había hecho no tardaron en desvanecerse, pues con aquellos chiquillos no iba a divertirme. Sería una suerte que llegáramos a dar juntos unos cuantos pasos.
El primero de los niños que teníamos a nuestro cuidado en la cabaña número cuatro era Benny, un negrito pequeñísimo de ocho años. La poliomielitis lo había privado del uso de las piernas, pero no de su audacia ni de su espíritu. Con la cabeza cubierta con un casco protector bien sujeto, se echaba hacia adelante en su silla de ruedas como lo haría un piloto de automóviles en su coche de carrera. Una vez en posición, se inclinaba hacia atrás con ambos brazos, asía las ruedas de goma... ¡y vámonos! Tenía más movilidad que cualquier otro chico del campamento.
El Araña, que tenía diez años, era otro de los niños de nuestra cabaña. El nombre de Araña resultaba irónico, pues el chico había venido al mundo sin brazos ni piernas. En vez de extremidades tenía unos muñones que le sobresalían del raquítico tronco como ramas tronchadas. Muchacho despierto y comprensivo, le encantaba charlar.
Thomas, mucho menos activo y despierto que Benny o el Araña, padecía distrofia muscular progresiva, el más cruel entre todos los padecimientos. Tendría 15 o 16 años y no pasaba de unos 22 kilos. Levantarlo en brazos equivalía a sostener una tienda plegable de campaña, pues parecía que tuviera desarticulados los huesos. En el curso del tiempo el mal había despojado a Thomas, poco a poco, de la fibra y los músculos que dan consistencia al cuerpo. Era un chico arisco, que permanecía agachado en su silla de ruedas y se resistía a moverse.
De nuestro grupo, el más apto físicamente era Martin. Como otros niños ciegos del campamento, mostraba una sonrisa constante y era la encarnación del movimiento perpetuo. Tendría unos 14 años, delgado y alto, de rojos y lustrosos cabellos que se levantaban indómitos en todas direcciones.
El quinto de los chicos que estaban a nuestro cuidado exhalaba un hedor que le valió el apodo de Arid, por la marca de cierto desodorante. Arid no tenía vejiga y evacuaba la orina en una gran bolsa de goma unida al intestino y atada a una pierna. La bolsa debía ser vaciada cada hora. Tal situación es aflictiva para cualquiera, mas para un adolescente debe de resultar intolerable.
Ese era, pues, el panorama. Todos aquellos niños eran animosos, y quizá incluso me brindaban la base para cobrar conciencia de infinidad de cosas, pero no me seducía la perspectiva de tener que atender a semejantes deformidades. Deseaba marcharme a casa. Sin embargo, me faltaba valor para hacerme a la idea de mi incapacidad ante la situación. Y en consecuencia resolví quedarme y sobrellevar la carga.
DURANTE el primer día de actividades artesanales, me apliqué a hacer un collar de bellotas. El Araña me preguntó para qué era y le contesté:
—Me he hecho este collar porque me siento un poco raro aquí.
El muchacho soltó la risa y comentó:
—Nosotros también. ¡Todos aquí somos un poco raros! ¿Podemos hacer otros collares como el tuyo?
Concluida la mañana, todos los chicos de la cabaña cuatro lucían al cuello un collar de bellotas. Esa misma tarde, cuando fuimos a la piscina, los niños de las otras cabañas quedaron admirados con nuestros collares. El fin de semana habíamos fabricado bastantes para todos los que estábamos en el campamento: los consejeros, los muchachos, el cocinero e incluso la señora Nelson, la enfermera. A propuesta del Araña nuestro grupo recibió el nombre de Clan de las Bellotas. Nos gustara o no, ya estábamos ligados unos a otros como hermanos. Juntos saldríamos adelante.
ME FELICITO de haberme quedado. La piscina representaba para todos un mundo nuevo. El agua prestaba a nuestro cuerpo animación y libertad. A cada chico se le proveía de un cinturón salvavidas anaranjado y, levantándolo en vilo, lo metíamos en el agua. Allí se acababa la restricción de movimientos y daban comienzos las bromas, los chapoteos y las competiciones. Los consejeros, así como los chicos sujetos a sillas y aparejos, todos en común nos convertíamos en forasteros en un extraño planeta líquido.
En el agua, el Araña se mostraba admirable. Nadaba como los delfines, con movimiento de látigo que suplía su falta de extremidades. Cierto día decidió que probaría a atravesar la piscina de un extremo a otro. Se congregaron allí muchos chicos de otras cabañas para ver al Araña avanzar a lo largo del estanque, sumergiéndose y reapareciendo sobre la superficie una y otra vez. Dio cima a su empresa, aunque con dificultad, y cuando lo tomé en brazos para sacarlo del agua sonreía de oreja a oreja. Todos los presentes estallaron en una serie de vítores y exclamaciones, a los que me uní.
LA VIDA en el campamento resultaba difícil para todos, pero nos reanimaban las experiencias compartidas, tales como los collares de bellotas y la proeza del Araña. Ocurrió cierta aventura en particular que jamás olvidaré. Principió una noche, luego que se escuchó por el altavoz del campamento el acostumbrado toque de silencio en una grabación. Esa vez el altavoz siguió sonando y difundió un anuncio, grabado tiempo atrás, destinado a los niños físicamente normales que de ordinario se hospedaban en el campamento: premios especiales a todos los que fueran capaces de escalar la cumbre de la Atalaya.
Benny escuchó aquel aviso transmitido por equivocación y comentó: "Si otros muchachos pueden escalar la montaña, ¿por qué no vamos a hacerlo nosotros?" Dominic y yo nos miramos con asombro y duda. A continuación, Martin, nuestro chico ciego, se levantó y se puso a golpear el suelo con el pie, remedando el paso de marcha y dando a entender que se proponía ascender la Atalaya. Así pues, no tendríamos más remedio que seguirlos.
Partimos del campamento con las primeras luces de la mañana. La excursión significaba una caminata de diez kilómetros, entre la ida y la vuelta, y no teníamos idea del terreno que pisaríamos. Dominic iba a la cabeza, empujando al Araña delante de sí. Los seguía Benny, que se impulsaba en su silla de ruedas, y tras él iba Arid empujado por Martin. Yo formaba la retaguardia, encargado de Thomas.
Por nuestro aspecto y el ruido que hacíamos se nos habría tomado por una caravana de carretas. Hablábamos poco, sin embargo, y entre nosotros imperaba una extraña ausencia de buen humor. Cierto sentimiento de temor ahogaba toda idea de aventura. Al principio, las ramas y los matorrales que crecían a la vera del camino nos opusieron los obstáculos más duros. Azotaban contra las ruedas de las sillas y a menudo se enredaban como tentáculos en torno a sus rayos y a los escabeles. A medida que avanzábamos, nuestra senda fue estrechándose y cerrándose cada vez más.
Donde la vereda comenzaba a ascender, nos vimos obligados a darnos la vuelta para tirar de las sillas por su parte trasera. Benny tenía que dar un tirón a sus ruedas y frenar en seguida. Cuando terminaba la mañana ya habíamos subido sin detenernos hasta las faldas de la cumbre de la Atalaya, y por fin llegamos a la última cuesta que llevaba a la cima. Habíamos recorrido ya más de cuatro kilómetros. Los ochocientos metros finales formaban una cuesta muy empinada, cubierta de pizarra y arena suelta. No habría manera de empujar o tirar de las sillas pendiente arriba. Dominic propuso:
—¿Y si nosotros tratamos de subir a todos a cuestas?
Thomas rechazó la idea.
—Conmigo no cuenten. No quiero llegar a lo alto montado a espaldas de nadie.
Mientras deliberábamos, Martin nos gritó desde arriba: "¡Eh, compañeros! Es fácil". Estaba sentado, vuelto de cara abajo y empujándose cuesta arriba de espaldas y en cuclillas. Iba literalmente remando hacia lo alto, sobre las posaderas.
Tras largo debate y diversas demostraciones de Martin, resolvimos intentar el ascenso. Dominic se sentó apoyado contra la colina y yo le acomodé en el regazo al Araña. Con hebillas de cincho y correas de seguridad que tomé de una de las sillas, até el chico a mi colega. Benny quiso hacer la prueba por sí solo. En uno de sus intentos logró trepar cuesta arriba... y salirse de los pantalones. Acabamos atándole a las asentaderas el cojín de una silla. Siguieron Martin y Arid. Puse a este en el regazo de Martin y los amarré uno con otro. A continuación me até a Thomas... ¡y en marcha!
Fuimos ascendiendo como orugas por la vertiente de pizarra. A las 2 de la tarde, según el Araña, alcanzamos la cima de la Atalaya. Dulcemente, el muchacho hizo obsequio a la montaña de uno de sus collares y no en acto de conquista, sino de amistad. Habíamos cumplido. Y en la empresa encontramos todos una inesperada fuerza, amén de la camaradería fruto de una tarea ejecutada en conjunto.
DE REGRESO en el campamento, los días restantes transcurrieron velozmente, como corre la marea al retirarse de las arenas. La fecha de clausura de la temporada aparecía más y más cerca. Los padres de los chicos debían llegar el siguiente sábado por la mañana, y por la tarde de ese mismo día terminarían las últimas actividades del campamento de verano.
La señora Nelson sentía los efectos de aquel estado depresivo y nos reunió a todos para decirnos:
—¿Por qué no presentamos un ballet acuático para diversión de los padres? Todo el mundo podrá tomar parte en él.
Hasta aquí, los niños habían sido meros observadores; ahora podrían ser actores.
—¿Podremos hacerlo? —inquirió alguien.
La contestación fue rotunda:
—Por supuesto que sí.
Llegado el sábado, la piscina se había convertido en una laguna, dotada de un navío pirata, una palmera y varias plantas exóticas. Con cámaras de neumáticos se hicieron otras tantas islas de flores, que flotaban en el agua. De los cinturones de seguridad hicimos faldas de ballet, cinchos de pirata y prendas nativas.
Los padres, que venían pensando recibir saludos forzados, quedaron encantados al llegar a la orilla de la piscina. Una radiante sonrisa iluminaba el rostro de piratas y nativos, que agitaban las manos saludando a sus gozosas familias.
La señora Nelson tomó el micrófono para narrar El pirata de las bellotas: "Había una vez un barco pirata que invadió una laguna habitada por vigorosos y apuestos nativos. Los malvados piratas desafiaron a los pacíficos naturales a una prueba de fuerza y sabiduría. El primer número de prueba consistía en bucear en busca de un tesoro".
Tras de tal introducción, la narradora arrojó en la piscina todo el servicio de mesa del campamento, hasta el último juego de cuchillo, tenedor y cuchara. Según reaparecían los buzos con alguna pieza del tesoro, el público recibía cada hallazgo con aclamaciones.
La narración continuaba: "El tesoro se trasladó al templo nativo para allí recibir la bendición del dios Oh La. El dios sólo devolverá el tesoro si le ofrecen una buena representación del legendario ballet acuático".
A aquella señal, colocaron a cada artista en su respectiva cámara. Los chicos chapotearon y patalearon hasta llegar al centro del estanque, donde hicieron un gran círculo, al que siguió la formación de una estrella flotante y la ejecución de una versión acuática de un baile folklórico norteamericano.
Terminado el ballet, la señora Nelson anunció que una última competición señalaría el final del espectáculo acuático. "Con la aprobación de Oh La", siguió diciendo, "el tesoro se le otorgará al vencedor en una carrera que se disputarán el antipático capitán de los piratas (ese será usted, señor Jones) y el mejor de los nadadores nativos: Araña el Invencible. De acuerdo con la tradición, al Araña se le permitirá arrancar primero, pues todos sabemos que el capitán pirata es un tramposo y aprovecha la plancha como trampolín".
Entre inmensa gritería, arrancó el Araña, impulsándose con todas sus fuerzas. Yo lo observaba cuidadosamente, calculando el momento en que debería zambullirme, pues comprendía que para él aquella era una carrera de verdad y que sería incorrecto de mi parte no poner decidido empeño en ganarla. Por fin, lanzando el alarido de los piratas, me arrojé en pos de mi contrincante. Con brazadas exageradas pero firmes, pronto comencé a reducir la distancia entre él y yo mientras oía los gritos de la multitud, que animaba enloquecida al Araña: "¡Más de prisa!" "¡Nada más rápido!" "¡Adelante, Araña!"
A poco más de la mitad de la carrera, me adelanté al chico por un cuerpo. De pronto, lo vi que avanzaba por el agua a velocidad increíble, como una piedra que sale rebotando sobre la superficie. Los espectadores estaban extasiados. Los nativos le habían atado una cuerda para tirar de él a lo largo de la piscina y, a pesar de mis esfuerzos, no podía alcanzarlo. Cuando parecía que el Araña iba a estrellarse contra la pared del estanque, se aflojó la cuerda y mi rival llegó por su libre impulso a la meta. El Araña había vencido.
LA CARRERA, mis días en el cam pamento, la camaradería: todo había llegado a su fin. Ni siquiera vi partir al Clan de las Bellotas. Me figuro que todos ellos comprendían por qué, y que incluso lo aprobaban. Todos entendían muchas cosas que yo mismo no comprendería nunca. Muchos de ellos se hallaban cerca de la muerte. Pero eran corredores, montañistas y triunfadores.
CONDENSADO DE "THE ACORN PEOPLE". © 1976 POR RON JONES. ILUSTRACIÓN DE TOM PARKER