LA NAVE SALE A MEDIANOCHE (Fritz Leiber)
Publicado en
diciembre 10, 2016
Esta es la historia de una bella mujer.
Y de un monstruo.
Es también la historia de cuatro necios, egoístas y cultos habitantes del planeta Tierra. Es, que tenía algo de artista. Gene, que estudiaba los átomos y combatía al mundo y a sí mismo. Louis, que filosofaba. Y Larry —ese es mi nombre— que probaba a escribir libros.
Era un imponente y sofocante agosto cuando conocimos a Helen. La época está grabada en mi memoria porque nuestra pequeña ciudad acababa de ver turbada su pereza propia de las poblaciones del mediodía occidental por una serie de esos sobresaltos que, o dan origen a artículos de despropósito en los periódicos, o bien son causados por ellos; a veces es difícil determinar cuáles. La gente había visto platillos volantes y oído ruidos en el cielo; alguien de la subdivisión de geología del colegio intentó, sin éxito, descubrir un meteorito. Un labrador de este lado de las viejas minas de carbón de piedra se acaloró sobre algo «grande y disforme» que desasosegó a las aves de corral y asustó a su esposa, y por un par de días los hombres rastrearon alrededor inútilmente con escopetas; no más que otro de esos sustos del «monstruo rural».
Ni siquiera los vecinos de la población habían sido descuidados. Para su imaginativo enriquecimiento tenían un «aventurero del hipnotismo», un tipo aparentemente bastante apacible que hacía centellear suaves luces en los rostros de las personas y entonaba con monotonía algún canto de sirena afuera de sus casas, de noche. Durante una semana las niñas de la escuela de segunda enseñanza lanzaban gritos agudos con una sonoridad dos veces mayor, después del anochecer; los hombres se cuadraban atrevidamente frente a los extraños, y las mujeres atisbaban inquietamente afuera de las ventanas de las alcobas después de apagar las luces.
Louis y Es y yo habíamos recogido a Gene en la biblioteca del colegio y queríamos tomar un bocado antes que nos acostáramos. Aun cuando ya habían casi desaparecido, estuvimos hablando de nuestros sustos locales; una calofriada alusión a lo sobrenatural constituye un buen alimento de la conversación en un mes demasiado caluroso para todo pensamiento positivo. Entramos tristes y cabizbajos, formando un rústico pelotón, en el único decente restaurante que estaba abierto toda la noche (el local no tendría eso si no fuera por la «extraña» gente del colegio) y encontramos que Benny tenía una camarera nueva.
Era realmente muy bella, de una belleza demasiado exótica para las mozas de Benny. Revoltijos de bucles de un color de oro claro se apilaban altamente sobre su cabeza. Una aristocrática estructura de hueso (por la ávida mirada de Es podía adivinar que la joven estaba al instante imaginando tener un cuerpo escultural). Y un par de ojos de los más soñadores y más serenos del mundo.
Vino a nuestra mesa y silenciosamente esperó a que pidiéramos. Probablemente porque su belleza nos aturdió, echamos una elaborada versión de nuestra acción de «intelectuales que exacta y pacientemente explican sus aspiraciones a un terco miembro del proletariado». La joven escuchó, hizo una señal de asentimiento con la cabeza, y pronto volvió con nuestros encargos.
Louis había pedido únicamente una taza de café solo.
La camarera le trajo la mitad de un melón además.
Louis lo estuvo mirando por un momento. Luego rió entre dientes incrédulamente.
—Usted sabe, realmente quería eso —dijo—. Pero no sabía que lo quería. Usted debe haber leído mi pensamiento subconsciente.
—¿Qué es eso? —preguntó la camarera en voz baja y agradable, con una modulación algo parecida a la de Benny.
Escarbando en el melón, Louis bosquejó una explicación para los de quinto grado.
—¿Para qué lo usa? —preguntó la camarera, desatendiendo la explicación.
—Yo no lo uso. Es ello que me usa a mí —dijo Louis, que es hasta cierto punto un hombre de ingenio.
—¿Es de esa manera que debiera ser? —comentó la camarera.
Ninguno de nosotros sabía la justa respuesta a esa pregunta, por tanto, y puesto que yo era el especialista de la cuadrilla tratando con las clases inferiores, observé brillantemente:
—¿Cómo se llama usted?
—Helen —me dijo la camarera.
—¿Cuánto hace que está aquí?
—Un par de días —dijo la joven, retrocediendo hacia el mostrador.
—¿De dónde vino?
—Oh… de sitios —respondió la joven, extendiendo las manos.
—¿Llegó en un disco volante? —preguntó entonces Gene, cuyo humor se inclina hacia lo fantástico.
—Sabihondo mozo —dijo Helen, mirándole de soslayo.
Pero de cualquier modo la bella camarera rondó por nuestra mesa, llenando azucareros y entreteniéndose con otras minucias por el estilo. Hicimos nuestra conversación especialmente erudita, cada uno de nosotros alegremente hilando su favorita tela de medio entendida jerga intelectual y medio disparatada opinión particular. Bueno, éramos conscientes de la presencia de Helen.
Al tiempo que estábamos saliendo, ocurrió la cosa. En la puerta algo nos hizo mirar atrás a todos. Helen estaba detrás del mostrador. Nos estaba mirando. Sus ojos no eran soñadores en absoluto, pero estaban enfocados, atentos, radiantes, Estaba sonriendo.
Mi codo estaba tocando el desnudo brazo de Es —estábamos un poco apiñados en la entrada— y sentí temblar a Es. Luego ella dio un pequeño tirón y percibí que Gene, el cual estaba asiendo el otro de Es (eran poco más o menos que amantes), había estrechado su agarro de él.
Por quizás tres segundos la cosa permaneció exactamente de ese modo, los cuatro mirando al brazo de ella. Luego Helen tímidamente bajó la vista y empezó a fregar el mostrador con un trapo.
Todos estábamos muy callados yendo a casa.
La noche siguiente volvimos al restaurante de Benny de nuevo, un poco más temprano. Helen estaba todavía allí, y tan bella como recordábamos haberla visto antes. Cambiamos con ella unas cuantas más de esas breves y fastidiosas observaciones —su voz ya no sonaba de un modo tan parecido a la de Benny—: y preparamos algunas otras pirotecnias intelectuales para su provecho. Poco antes de que saliéramos, Es fue hacia Helen allá en el mostrador y le habló reservadamente por quizás un minuto, al final del cual Helen hizo una señal de asentimiento con la cabeza.
—¿Le has pedido que posara para ti? —pregunté a Es cuando estuvimos afuera.
Es hizo una seña afirmativa.
—Esa muchacha tiene el cuerpo más magnífico del mundo —proclamó fervientemente.
—O de fuera de él —confirmó Gene, de mala gana.
—Y un cráneo increíblemente excitante —terminó Es.
Era característico de nosotros que Es hubiera sido la que realmente rompiera el hielo con respecto a Helen. Como la mayor parte de los intelectuales, éramos un poco tímidos, y siempre estábamos levantando barreras frente a otras personas. Nos adheríamos a la adolescencia y al colegio, aun cuando todos nosotros excepto Gene nos habíamos graduado en él. En vez de salir al mundo real, vivíamos a costa de nuestros padres y haciendo accidentales tareas académicas para los profesores (Es tenía unos cuantos alumnos particulares). Aquí en nuestra ciudad nativa teníamos posición, ustedes saben. Se nos consideraba tremendamente hábiles y sofisticados, el grupo bohemio local (si bien Dios sabe que lo éramos todo menos eso). Mientras que afuera, en el mundo real, habríamos sido novicios.
Nos asustaba el mundo, ustedes saben. Nos asustaba la idea de que él descubriera que todas nuestras aptitudes y proyectos tan ostentados no valían tanto; y que por lo que toca a efectivas realizaciones, no había habido absolutamente ninguna. Es no era más que una artista mediocre; temía aprender de los grandes artistas, especialmente de los grandes vivientes, por miedo de que fuera absorbida su propia artificiosa pequeña individualidad. Louis no era un filósofo; simplemente cultivaba una serie de entusiasmos intelectuales, viviendo en un estado de febril —e inútil— agitación interior frente a las ideas de otros hombres. Mi propia defensa contra la realidad consistía en un aire de sapiencia y una actitud cínica; tenía un considerable bagaje de información; tenía una especialidad en todo, y también siempre sabía por qué no valía la pena molestarse en ello. En cuanto a Gene, era el mejor de nosotros y también el peor. Un poquito más joven, sin embargo se aplicaba en sus estudios, y prometía mucho en física nuclear y matemáticas. Pero algo, quizás su baja estatura y la severa educación rústica, lo había hecho irritable y obstinado, y dado una tendencia hacia la violencia física que amenazaba meterle algún día en un positivo apuro. Así como así, se había hecho sacar el permiso para conducir. Y varias veces habíamos tenido que intervenir —una vez sin éxito— para impedir que lo golpearan en los bares.
Hablábamos mucho de nuestro «trabajo». Realmente pasábamos mucho más tiempo leyendo revistas e historietas de detectives, haraganeando, emborrachándonos, y conduciendo nuestras interminables discusiones intelectuales.
Si teníamos una positiva virtud, era nuestra lealtad mutua, aun cuando no se necesitaría a un cínico para señalar que desesperadamente teníamos necesidad uno de otro para auditorio. Sin embargo, había algún genuino sentimiento ahí.
En suma, como mucha gente de un planeta donde la mente está despertando y apenas se ha hecho consciente de las cadenas y las vendas de una antigüedad de eones que la oprimen, y no ha tenido más que una muy tenue vislumbre del formidable destino futuro que posiblemente le aguarda, estábamos terriblemente acobardados; éramos miedosos, frustrados, concentrados en nosotros mismos, indolentes, vanidosos, presuntuosos.
Considerando cuán obstinados nos estábamos poniendo en esas actitudes, es tanto más asombroso que Helen hiciera en nosotros el tremendo efecto que hizo. Porque al mes de conocerla, nuestra actitud para con todo el mundo se había endulzado, habíamos llegado a interesarnos sinceramente por la gente en vez de asustarnos de ella, y estábamos empezando a hacer verdadero trabajo de creación. ¡Un pasmoso logro por causa de una desconocida e insignificante camarera!
No era que Helen se encargara de nosotros o nos fijase una pauta, o algo parecido a eso. Todo lo contrario. No creo que Helen fuera responsable de media docena de positivas exposiciones y sólo una acción realmente impulsiva durante todo el tiempo que la conocimos. Más bien, ella era como un guía para el examen o discusión de los Grandes Libros, el cual nunca expresa una opinión propia, pero solamente induce a otras personas a expresar la suya; desempeñando el papel de una matrona intelectual.
Louis, Gene y yo solíamos dejarnos caer en el lugar de trabajo de Es, digamos, y encontrar a Helen vistiéndose detrás del biombo o tomando una taza de té después de una sesión de pose. Acostumbrábamos a empezar una discusión y por algún tiempo Helen escuchaba como en sueños, sólo una sombra más en la alta y vieja habitación umbrosa. Pero luego empezaban a salir esas sorprendentes pequeñas preguntas suyas, cada una descubriendo una nueva perspectiva de pensamiento. Cuando se daba fin a la discusión —lo cual sería en el Blue Moon bar o bajo los arces de los patios del colegio u observando el rizo del agua allá en las viejas minas de carbón de piedra— habríamos llegado a alguna parte. En vez de terminar con un tedioso encogimiento de hombros o un cínico regaño para el mundo o emborrachándonos por pura frustración, solíamos finalizar con un plan: algunos hechos para revisar, algo que escribir o modelar o ensayar.
Y entonces, ¡la gente! ¿Cómo nos hubiésemos acercado a la gente sin Helen? Sin Helen, el viejo Gus habría seguido siendo una antigua y turbia agua de lavar los platos en el restaurante de Benny, Pero con Helen, Gus se convirtió para nosotros en lo que realmente era: una figura de romance que había surcado los Siete Mares, que había buscado oro en el Orinoco, con veinte indias por porteadoras porque los hombres eran demasiado holgazanes y orgullosos para emplearlos para hacer algo y que había marchado a la cabeza de su banda de amazonas llevando una recién nacida criatura de una de las mujeres en sus generosa brazos (porque las mujeres le aseguraron que un niño era la única carga que un hombre podía llevar sin deshonor).
Hasta Gene se suavizó en sus actitudes. Recuerdo que una vez dos gallardos conductores de camiones intentaron recoger a Helen en el Blue Moon. Al instante los músculos de la mandíbula de Gene se combaron, sus ojos quedaron en blanco, y él empezó a mover ligeramente el hombro derecho. Me preparé para una escena. Pero Helen dijo unas palabras aquí y allá, intercaló una apacible risa, y empezó a dirigir sus preguntas a los conductores de camiones. En diez minutos todos estábamos tranquilos y los cuatro descubrimos cosas que nunca habíamos imaginado tocante a oscuras carreteras y Dieseis y sus orgullosos y siniestros guías (tan parecidos a Gene en sus temperamentos).
Pero fue en nosotros como individuos que la influencia de Helen se hizo sentir con más vigor. Las esculturas de Es adquirieron un alcance del todo nuevo. La muchacha abandonó sus amaneramientos favoritos sin una lágrima y empezó a incluir en su trabajo todo lo que era sensato y bueno. Rápidamente desarrolló un estilo que era clásico y sin embargo tenía en sí algo que era cabalmente del futuro. Es está obteniendo reconocimiento ahora y su trabajo es todavía bueno, pero había una magia en su «Período helénico» que no puede volver a tomar, La magia aún subsiste en las piezas que hizo en ese tiempo; particularmente en un desnudo de Helen que tiene toda la serenidad y la intención del mejor trabajo egipcio antiguo, y algo más. Mientras observábamos esa pieza que iba tomando forma, mientras veíamos a la arcilla transformarse en Helen bajo las manos de Es, oscuramente percibíamos que de algún indescriptible modo Helen se estaba transformando en Es al mismo tiempo, y Es en Helen. Era una afinidad tan bella y sutil que ni siquiera Gene podía tener celos.
Al mismo tiempo Louis descontinuaba sus veleidosos flirteos filosóficos y encontraba el campo de investigación que siempre había estado buscando: una mezcla de semántica y sicología introspectiva destinada a delinear el caótico mundo interior de la experiencia humana. Si bien su presente manejo intelectual carece de la brillantez que tenía mientras que Helen estuvo empujando su mente, todavía persiste tenazmente en el proyecto, el cual da esperanzas de añadir todo un nuevo orden de términos al vocabulario de la sicología y quizás de la lengua inglesa.
Gene no estaba maduro para el trabajo de creación, pero de una condición de simple estudiante que promete mucho llegó a ser un discípulo brillante y muy laborioso, más bien con asombro de sus profesores. Aún con la nube que cuelga sobre su vida y oscurece su reputación, se las ha arreglado para encontrar digna ocupación relacionada con uno de los grandes proyectos nucleares.
En cuanto a mí mismo, realmente he empezado a escribir. He dicho bastante.
A veces especulábamos por lo que toca al secreto del efecto de Helen sobre nosotros, si bien de ningún modo creíamos totalmente en ella en ese tiempo. Teníamos alguna especie de teoría de que Helen era una persona completamente «natural», una «noble salvaje» (de la cocina), un puente al mundo de la realidad proletaria. Es dijo una vez que Helen no podía haber tenido una niñez freudiana, sea lo que fuere que diera a entender con eso. Louis hablaba del irreflexivo coraje social de Helen y Gene del catalítico efecto de su belleza.
Extrañamente, en estas discusiones nunca aludíamos a esa rara sensación magnética que todos habíamos experimentado la primera vez que vimos a Helen, en ese atormentador momento en que habíamos mirado atrás desde la entrada. Siempre fuimos singularmente reticentes ahí. Y ninguno de nosotros expresó jamás la convicción que estoy seguro que todos teníamos a veces: que nuestras teorías sociales y psicoanalíticas no valían un comino cuando se trataba de explicar a Helen, que ella poseía facultades de percepción y mentales (mayormente ocultas) que la ponían totalmente aparte de todos los otros habitantes del planeta Tierra, que era como un ser de otro mundo mucho más cuerdo y más agradable.
Esa convicción no es extraordinaria, si nos paramos a pensar en ello. Es la que todo hombre tiene tocante a la muchacha que él quiere. Lo cual me lleva a mi privada explicación del efecto de Helen en mí (aun cuando no en los otros).
Era sencillamente esto. Yo quería a Helen y sabía que Helen me quería a mí. Y eso bastaba completamente.
Ocurrió apenas un mes después que nos conocimos. Estábamos celebrando una pequeña tertulia en casa de Es, Como yo era el que tenía el coche, fui asignado para recoger a Helen en el restaurante de Benny cuando ella terminara. En el corto paseo en coche pasé por una casa que tenía desagradables recuerdos para mí. Allí había vivido una muchacha por quien yo estuve loco y la cual me había rechazado. (No, seamos sinceros, yo la rechacé a ella, aun cuando la quería mucho, a causa de alguna trágica cobardía, cuyo recuerdo constantemente me cauteriza como un hierro candente).
Helen debió haber barruntado algo por mi expresión, porque dijo suavemente:
—¿Qué te pasa, Larry? —Y en seguida, visto que yo no hice caso de la pregunta—: ¿Algo sobre una chica?
Se mostró tan compasiva por ello que me desconcerté y le conté toda la historia, sentados dentro del aparcado y oscuro coche en frente de la casa de Es. Me solté y volví a vivir toda la cosa de nuevo, con toda su mordicante vergüenza. Cuando hube acabado levanté la vista del volante. La luz de la calle formaba una pálida aureola alrededor de la cabeza de Helen y una más pálida donde el suéter de angora blanco cubría sus hombros. La parte superior del rostro estaba en oscuridad, pero una pizca de luz rozaba los llenos labios y la corta barbilla, algo parecida al morro de una raposa.
—Pobre niño —dijo suavemente.
Y en el momento siguiente nos estábamos besando, y una sensación de alivio y brío y vigor cabales estaba brotando de lo hondo dentro de mí.
Un poquito después me dijo algo que aun entonces me di cuenta que era muy sensato.
—Mantengamos esto entre tú y yo, Larry —dijo—. No lo mencionemos a los otros. Ni siquiera hagamos una alusión. —Se detuvo, y en seguida añadió, un poco tristemente—: Temo que no lo apreciarían. Algún día, en algún tiempo, quizás; pero aún no.
Comprendí lo que quería decir. Que Gene, Louis y hasta Es eran sólo humanos; eso es, ilógicos —en sus celos, y que el conocimiento de que Helen era mi «chica» habría puesto una sordina a la excitante pero casi infantil relación entre los cinco de nosotros. (Como el hecho del afecto de Es y de Gene no hubiera resultado bien. Es era una muchacha algo fría y peliaguda, y Louis y yo raramente le envidiábamos al pobre y airado Gene la afición que ella le tenía).
Por tanto, cuando Helen y yo entramos precipitadamente y encontramos a los otros zahiriendo a Benny por hacer trabajar a Helen fuera del tiempo estipulado, convinimos en que el hombre era un desaseado y cruel piojoso, y dentro de un ratito la tertulia se estaba animando y nosotros estábamos riendo y hablando sin freno. Nadie podría haber conjeturado que un nuevo y muy agradable factor había sido añadido a la situación.
Después de esa tarde todo fue diferente para mí. Tenía una chica. Helen era (¿por qué no decir las trilladas palabras? Eran ciertas) mi diosa, mi adoradora, mi esclava, mi soberana, mi inspiración, mi confortación, mi refugio… Oh, podría escribir libros sobre lo que ella significaba para mí.
Imagino que toda mi vida estaré escribiendo libros sobre eso.
Podría llenar páginas describiendo no más que uno de los bellos momentos que vivimos juntos. Podría sumergirme en las rudas imágenes de las sensaciones. Torrente de luz del sol a través de su cabello. Golpeteo de sus tacones sobre una acera de ladrillo. La luz de su presencia avivando una humilde habitación. Caza de sobrenaturales expresiones a través de su durmiente rostro.
Sin embargo estaba en mi pensamiento que el cariño de Helen hizo el más grande efecto. Desmadejó mis ideas, las llevó hacia un universo mucho más vasto.
En un momento dado yo estaría al lado de Helen, nuestras manos tocándose ligeramente en la oscuridad, una flecha de luz de la luna surgida de la polvorienta ventana plateando su cabello. En el momento siguiente, mi pensamiento estaría a un billón de millas arriba, cerniéndose como un iridiscente insecto sobre los millones de relucientes mundos con vida.
O estaría coronando muros en el interior de mi mente, escarpadas y horribles murallas que han estado ahí desde el tiempo del hombre de las cavernas.
O el universo se volvería una milagrosa telaraña, el Tiempo siendo la araña. No podría ver la totalidad de ella —ningún ser viviente podría ver una trillonésima parte de ella en toda la eternidad— pero tendría una percepción del conjunto.
A veces la fría belleza de esos momentos se haría demasiado imponente, y yo sentiría un repentino escalofrío de terror. Luego la escena alrededor de mí se convertiría en una pesadilla y yo casi esperaría que los ojos de Helen mostraran un fulgor y una penetración semejantes a los de un gato, o que su cabello se avivara como crujiente seda, o que sus brazos se retorcieran como si no tuviesen huesos, o su espléndido cutis se marchitara, revelando alguna oscura y abigarrada forma de terror.
Después el momento pasaría y todo volvería a ser pura belleza de nuevo, más preciosa por el pasajero pavor.
Mi mente está trabada otra vez ahora, pero sin embargo percibido el sabor de la libertad interior que el afecto de Helen trajo.
Se podría creer por esto que Helen y yo estábamos muchas veces solos, los dos juntos. No, no podíamos, estando con la cuadrilla. Pero estábamos solos bastantes veces. Helen era hábil arreglando las cosas. Nunca sospecharon de nosotros.
Dios sabe que había veces que anhelaba dejar conocer nuestro secreto a la cuadrilla. Pero luego recordaría la advertencia de Helen y percibiría la verdad de ella.
Encarémonos con ella. La totalidad de nosotros somos personas un poco vanidosas y egoístas. Como individuos, pedimos atención. Maniobramos para conseguir admiración. Flotamos o nos hundimos según si percibimos que nos adoran o simplemente nos hallan agradables. Exigimos demasiado de la persona que amamos. Queremos que sean un infalible apoyo para nuestro yo.
Y entonces si estamos solos y vemos por casualidad que algún otro es amado, la codiciosa criatura se despierta, el salvaje rebulle, el frustrado puritano cierra los dientes. Estamos agitados, nos resentimos, odiamos.
No, comprendía que no podía hacer saber a los otros lo que sentíamos Helen y yo. No podía revelarlo a Louis. Ni siquiera a Es. Y en cuanto a Gene, temo que con su mezquina educación, se hubiera disgustado sumamente por lo que habría deducido de nuestras relaciones. Teníamos el deber, ustedes saben, de ser «toscos» jóvenes, «bohemios». De hecho éramos de miras bastante estrechas, especialmente Gene; el resto de nosotros casi lo mismo.
Sabía qué sentimientos habría experimentado yo si Helen se hubiera hecho por casualidad la «chica» de Louis o de Gene. Eso lo dice.
A sentir verdad, sentía mucha admiración por la cuadrilla, porque ellos podían hacer solos lo que yo no estaba haciendo más que con el afecto de Helen. Estaban ensanchando sus mentes, haciéndose creadores, trabajando y obrando diligentemente; y haciéndolo sin mi recompensa. Francamente, no sé cómo me las podría haber arreglado yo mismo sin el afecto de Helen. Mi admiración por Louis, Es y Gene tenía una sombra de una especie de miedo.
Y realmente estábamos llegando a alguna parte. Habíamos creado un moderno centro intelectual en el mundo, un lugar de desarrollo del pensamiento que no era vano o presuntuoso, pero dedicado totalmente a su trabajo y sus gozos. La cuadrilla se estaba convirtiendo en una especie de lente para examinar el mundo, por fuera y por dentro.
Cualquier grupo de personas puede constituirse en esa especie de lente, si realmente quieren. Pero de algún modo, rara vez se ponen en marcha. No tienen la genuina inspiración.
Nosotros teníamos a Helen.
Siempre, pero mayormente con no expresados pensamientos, volvíamos al misterio de cómo Helen había manejado la cosa. Era misteriosa, ciertamente. Ahora hacía seis meses que la conocimos, y estábamos tan en la ignorancia tocante a su fondo como cuando la primera vez que la vimos. Helen no quería revelar nada, ni siquiera a mí. Había venido de «sitios». Era una «sin rumbo». Le agradaba la «gente». Nos contó toda clase de fascinantes incidentes, pero si ella misma había estado mezclada en ellos o solamente los había escuchado en el restaurante de Benny (habría hecho una charladora monja trapense) era incierto.
A veces tratábamos de hacer que hablara de su pasado. Pero evadía nuestras preguntas fácilmente y no nos gustaba insistir en ellas.
No se repregunta a la Belleza.
No se exige que un guía para el examen de los Grandes Libros exprese sus convicciones.
No se interroga a una diosa sobre su pasado.
Sin embargo, esta vaguedad tocante al pasado de Helen nos causaba cierta inquietud. Helen había derivado hacia nosotros. Pudiera alejarse con la misma facilidad.
Si no hubiéramos estado tan metidos en nuestro proyecto de desarrollo del pensamiento habríamos estado preocupados. Y si yo no hubiera sido tan feliz, y todo tan llanamente perfecto, habría hecho más que ocasionalmente pedir a Helen que se casara conmigo y escuchar su respuesta: «Ahora no, Larry».
Sí, era misteriosa.
Y tenía sus rarezas.
Por un lado, persistía en trabajar en el restaurante de Benny aun cuando podía haber tenido una docena de mejores empleos. El restaurante de Benny era su ventana a la calle mayor de la vida, decía.
Por otro lado, iba a dar fatigosas caminatas en el campo, aun en el tiempo más nevoso. La encontré mientras regresaba de una y me inquieté, procuré mostrarme airado. Pero Helen no hizo más que sonreír.
Sin embargo, cuando llegó la primavera otra vez y dio nacimiento al verano, Helen nunca quiso ir a nadar con nosotros en nuestra favorita mina de carbón de piedra.
Las minas de carbón de piedra son un lugar donde en otro tiempo sacaban mineral para la materia prima en donde salía a la superficie. Mucho tiempo ha se dejó que las grandes cavidades se llenaran de agua y los bordes verdearan con hierba y árboles. Son excelentes para la natación.
Pero Helen no quería ir a nuestra favorita, que era una de las más grandes y sin embargo la menos visitada; y este año el agua estaba inusitadamente alta. Mudamos para contentarla, por supuesto, pero porque la que a Helen no le gustaba estaba por casualidad cerca de la alquería del susto del «monstruo rural» del pasado agosto, Louis se burló de ella.
—Quizás un monstruo ronda la charca —dijo—. Quizás sea un ser venido de otro mundo en un disco volante.
Dijo casualmente eso en una pesada tarde en que habíamos estado nadando en la nueva mina de carbón y nos estábamos secando en el borde, consumiendo cigarrillos. La observación de Louis nos hizo meditar sobre los seres de otro mundo que secretamente venían a visitar la Tierra; sobre sus problemas, y especialmente tocante a cómo se ocultarían.
—Acaso nos observarían desde lejos —dijo Gene—. Televisión, micrófonos suprasensibles.
—O doble vista, clariaudiencia —convino Es, que se interesaba más bien por la parapsicología.
—Más para mezclarse realmente con la gente… —susurró Helen.
Estaba tendida de espaldas con sostenes y cortos calzones blancos, contemplando fijamente las hileras de nubes en marcha. Su aceitunado cutis tostado hasta un raro matiz que acompañaba de un modo encantador con el cabello. Con una repentina y espantosa acerbidad fui consciente de la gatuna perfección de su delicado cuerpo.
—El ser pudiera llevar alguna especie de elaborado velo de plástico —empezó inciertamente Gene.
—Pudiera tener una forma humana, en primer lugar —aventuré—. Y la idea de que la gente de la Tierra son decaídos colonos interestelares, ¿sabéis?
—Pudiera posesionarse de alguna persona aquí —intercaló Louis—. Sugerir su pensamiento o hasta insinuarse él mismo en el ser humano.
—O pudiera formar él mismo un nuevo cuerpo —susurró Helen con somnolencia.
Esa fue una de la media docena de positivas declaraciones que hiciera jamás.
Luego nos pusimos a hablar de los motivos de un ser tan extraño. Si intentaría destruir a los hombres, o nos consideraría como ganado, o nos examinaría, o se divertiría con nosotros, u otras cosas por el estilo.
Ahora Helen se unió a la conversación otra vez, con ojos sin brillo y distantes, pero sonriente.
—Sé que todos os habéis reído de la idea del tipo historieta cómica de que algún monstruo marciano codiciara a bellas mujeres blancas. Pero ¿se os ha ocurrido alguna vez que un ser del exterior pudiera sencilla y realmente enamorarse de una?
Esa fue otra de las raras declaraciones positivas de Helen.
La idea era atractiva y tratamos de hacer que Helen la desarrollara, pero no se prestó a ello. En verdad, estuvo muy callada el resto de ese día.
Mientras el verano comenzaba a subir hacia sus cimas de calor y desarrollo, el misterio de Helen empezó a dominarnos con mayor frecuencia; eso, y cierta ansiedad por ella.
Había una sensación en el aire, la clase de inquietud que experimentan los perros y los gatos cuando están a punto de perder a su amo.
Sin saberlo exactamente, sin que se dijera una precisa palabra, temíamos que perderíamos a Helen.
En parte era por el propio comportamiento de Helen. Por una vez ella mostraba una especie de desasosiego, o más bien preocupación. En el restaurante de Benny ya no se tomaba tanto interés por la «gente».
Parecía estar tratando de resolver algún difícil problema personal, animarse a sí misma para hacer alguna gran decisión.
—Niños, me agradáis muchísimo, ¿sabéis? —dijo una vez, mirándonos.
Lo dijo de la manera que lo dice una persona cuando sabe que puede tener que perder lo que le gusta.
Y en seguida hubo el asunto del Desconocido.
Helen había estado hablando un poco con un desconocido, no en el restaurante de Benny, sino andando por las calles, lo cual era insólito. No sabíamos quién fuera el Desconocido. Realmente no lo habíamos visto cara a cara. Sólo sabíamos de él por Benny y lo vimos una vez o dos con una ojeada. Sin embargo nos inquietaba.
Comprendan, nuestra felicidad continuaba; pero velándola tenuemente, estaba esta nueva y siniestra niebla.
Luego una noche la niebla tomó una forma precisa. Ocurrió en una ocasión de celebración. Después de unos cuantos días durante los cuales habíamos percibido que habían estado riñendo, Es y Gene de repente declararon que se casaban. Por inmediato impulso todos habíamos ido al Blue Moon.
Estábamos haciendo la tercera ronda de bebidas, y chanceándonos con Es porque no parecía estar muy entusiasmada, más bien un poco malhumorada, y entonces él entró.
Aun antes de que mirara en nuestra dirección, antes de que se encaminara a nuestra mesa, sabíamos que éste era el Desconocido.
Era un hombre algo delgado, rubio como Helen. Por otra parte no se parecía a ella, pero había cierta semejanza. Quizás estaba en el porte, en el aire cabalmente inusitado del hombre.
Mientras se aproximaba, podía sentir que yo mismo y los otros nos poníamos tensos, igual que los perros a la aproximación de lo ignoto.
El Desconocido se paró Junto a nuestra mesa y estuvo mirando a Helen como si la conociera. Los cuatro nos dábamos cuenta más que nunca de que queríamos que Helen fuera sólo nuestra (y especialmente mía), que odiábamos pensar en ella como teniendo estrechos vínculos con algún otro.
Lo que especialmente me irritaba era la insinuación de que había alguna afinidad entre el Desconocido y Helen, que detrás de su orgulloso y frío rostro, él la estaba hablando con el pensamiento.
Gene aparentemente tomó al Desconocido por uno de esos desagradables individuos que farolean por los bares buscando disturbio, y comenzó a obrar como si él mismo fuera uno de tales individuos. Endureció sus delicadas facciones con un cursi mal gesto y levantó el cuerpo tanto como pudo, lo cual no aumentó mucho su aparente estatura. Tal proceder de «hombre duro», siempre una señal de frustración y dudas de la masculinidad, había sido extraño a Gene por unos meses. Sentí una pulsación de tristeza, y casi me encogí cuando Gene abrió el lado de la boca y empezó:
—Mire, Joe…
Pero Helen puso la mano sobre el brazo de Gene. La joven miró sosegadamente al Desconocido por unos momentos más y entonces dijo:
—No le hablaré de esa manera. Debe hablar inglés.
Si el Desconocido se sorprendió, no lo mostró. Sonrió y dijo tranquilamente, con casi imperceptible acento extranjero:
—La nave sale a medianoche, Helen.
Experimenté una rara sensación, porque nuestra ciudad está a doscientas millas de todo aquello a que se le llamaría aguas navegables.
Por un momento sentí lo que uno podría llamar miedo de lo sobrenatural. El mostrador tan chillón y oscuro, la hilera de encorvadas y neuróticas espaldas, la rolliza muchacha de los dados en un extremo y la menuda y activa pantalla de televisión en el otro. Y frente a ese fondo, Helen y el Desconocido, rubios, de aceitunado cutis y orgullosas y felinas facciones, encarándose el uno con el otro como duelistas, en guardia, contrarios, pero compartiendo algún secreto conocimiento. Como dos aristócratas llegados a un garito para arreglar una pendencia; igual que eso, y algo más. Como digo, ello me asustó.
—¿Vienes, Helen? —preguntó el Desconocido.
Y ahora yo estaba realmente asustado. Era como si me hubiera dado cuenta por primera vez de cuánto Helen significaba para la totalidad de nosotros y especialmente para mí. No era solamente la pérdida de ella, sino la pérdida de cosas dentro de mí que sólo Helen podía traer a la existencia. Podía ver el mismo miedo en los rostros de los otros. Un extraviado aire en los ojos de Gene detrás del fingido gesto terrible de gánster, Los dedos de Louis soltándose de su vaso y la rechoncha cabeza volviéndose hacia el Desconocido, lentamente, con una vacía mirada fija, como los cañones de la torre blindada de un acorazado. Es empezando a aplastar el cigarrillo y en seguida vacilando, los ojos puestos en Helen; aun cuando en el caso de Es percibía que había otra emoción además de miedo.
—¿Si vengo? —dijo Helen, como alguien en un sueño.
El Desconocido estaba esperando. La réplica de Helen había hecho la tensión más fuerte. Ahora Es aplastaba de hecho el cigarrillo con torpe precipitación, luego prontamente retiró la mano. Sentí de repente que esto con seguridad tuvo que suceder, que Helen debió haber tenido su vida, su vida real, antes de que la conociéramos, y que el Desconocido era parte de ella; que Helen había venido a nosotros misteriosamente y ahora nos dejaría de una manera igualmente misteriosa. Sí, percibía todo eso, aun cuando en vista de lo que había ocurrido entre Helen y yo, comprendía que no debiera.
—¿Lo has considerado todo? —preguntó finalmente el Desconocido.
—Sí —respondió Helen.
—Sabes que después de esta noche no habrá retroceso —continuó el Desconocido, tan tranquilamente como siempre—. Sabes que estarás aislada aquí para siempre, que tendrás que pasar el resto de tu vida entre… —Miró alrededor hacia nosotros, como si estuviera buscando una palabra—… entre salvajes.
De nuevo Helen puso la mano sobre el brazo de Gene, si bien su mirada no se apartaba del rostro del Desconocido.
—¿Cuál es el atractivo, Helen? —prosiguió el Desconocido—. ¿Has realmente tratado de analizarlo? Sé que quizás fuera divertido por un mes, o un año, o hasta cinco años. Una especie de juego, una renovación de la juventud. Pero cuando acabe y tú te canses del juego, cuando te des cuenta que estás sola, completamente sola, y que no hay retorno posible… ¿Has pensado en eso?
—Sí, he pensado en todo eso —dijo Helen, tan sosegadamente como el Desconocido, pero con una tremenda determinación—. No trataré de explicártelo, porque con toda tu sabiduría y talento no creo que lo comprendieras del todo. Y sé que estoy violando promesas… y más que promesas. Pero no vuelvo atrás. Estoy aquí con mis amigos, mis verdaderos y parejos amigos, y no vuelvo atrás.
Y entonces vino, y podría decir que lo hizo para todos nosotros, una gran exaltación de ánimo, semejante a una oleada de silenciosa música o a un brillo de invisible luz, Helen al fin se había manifestado. Después de los vagos equívocos y las reservas de la primavera y el verano, ella se había puesto honradamente a nuestro lado. Cada uno de nosotros sabíamos que lo que Helen había dicho lo pensaba cabalmente y por siempre. Era nuestra, nuestra más por completo que nunca antes. Nuestra casi diosa, nuestra inspiración, nuestra llave de un ensanchado futuro, la que siempre penetraba, que podía abrir puertas en nuestra imaginación y sentimientos que de otro modo habrían permanecido cerrados para siempre. Era nuestra Helen ahora, nuestra y (como mi mente persistía en añadir con alborozo) especialmente mía.
¿Y nosotros? Volvíamos a ser la Cuadrilla, feliz, equilibrada, juiciosa como el cielo y hábil como el infierno, venidos aquí en plan de fiesta, para divertirnos con todo lo que saliera.
Toda la escena había variado. La espantosa aura alrededor del Desconocido se había disipado por completo. El hombre era sólo una más de esos cientos de raras personas que conocimos desde que estábamos con Helen.
El Desconocido obró casi como si fuera consciente de ello. Sonrió y dijo prontamente:
—Muy bien. Tenía la sensación de que decidirías de este modo. —Empezó a irse. Luego—: Oh, de paso, Helen…
—Di.
—Los otros pidieron que me despidiera de ti por ellos.
—Diles lo mismo y que les deseo mucha suerte.
El Desconocido hizo una señal de asentimiento con la cabeza y otra vez empezó a desviarse; y entonces Helen añadió:
—¿Y tú?
El Desconocido reflexionó.
—Te volveré a ver antes de medianoche —dijo sin seriedad, y casi en el momento siguiente, pareció, estaba fuera de la casa.
Todos reíamos entre dientes. No sé por qué. En parte de alivio, supongo, y en parte —¡Dios nos ayude!— por la victoria sobre el Desconocido, De una cosa estoy seguro: tres (y quizás hasta cuatro) de nosotros nos sentimos por un momento más felices y más firmes en nuestras relaciones con Helen de lo que nunca antes nos hubiéramos sentido. Era la cumbre. Estábamos juntos. El Desconocido había sido vencido, él y todas las extrañas y mudas amenazas que había traído consigo. Helen se había manifestado. El futuro estaba abierto delante con Helen aprestada para conducirnos hacia él. Por un momento todo fue perfecto. Éramos humanidad, vigorosamente viva, triunfantemente progresiva.
Fue, como digo, perfecto.
Y sólo los seres humanos saben cómo arruinar la perfección.
Sólo los seres humanos son tan vanos, tan codiciosos, cada uno queriéndolo todo para él solo.
Fue Gene quien lo hizo. Gene, que no podía soportar tanta felicidad y que tenía que destruirla; por qué propio temor, qué riguroso propio tormento, qué deseo de destrucción, no lo sé.
Fue Gene, pero podría haber sido cualquiera de nosotros.
Su rostro estaba abochornado. Él estaba sonriendo, más bien haciendo muecas, con lo que ahora me doy cuenta era una necia y dominante complacencia. Puso la mano sobre el brazo de Helen de un como ninguno de nosotros nunca antes había tocado a Helen, y dijo:
—Eso fue grande, querida.
No era tanto lo que dijo como el claro deseo de posesión expresado por el gesto. Fue ciertamente ese gesto de posesión que hizo estallar a Es, que la hizo hablar de repente con una voz terriblemente áspera, pero tan baja que pasaron unos momentos antes que el resto de nosotros nos diéramos cuenta de lo que Es se proponía.
Cuando lo hicimos quedamos estupefactos.
Es estaba acusando a Helen de haber robado el afecto de Gene.
Es difícil hacer comprender a nadie la desazón que sentimos. Era como si alguien hubiera acusado a una diosa de maldades.
Es encendió otro cigarrillo con temblorosos dedos, y finalizó.
—No quiero tu compasión, Helen. No quiero que Gene se case conmigo por respeto a las apariencias, como alguna medio desechada querida. Te aprecio, Helen, pero no lo suficiente para dejar que me quites a Gene y en seguida lo arrincones, o poco menos que eso. No, me niego a ir hasta ese punto.
Y se paró como si su emoción la ahogara.
Como he dicho, el resto de nosotros quedamos estupefactos. Pero no Gene. Su rostro se puso más colorado todavía. Tragó el resto de su bebida y miró a todos nosotros, obviamente disponiéndose a estallar a su vez.
Helen había escuchado a Es con una semisonrisa y una medio ceñuda expresión, moviendo la cabeza de cuando en cuando. Entonces dirigió a Gene una exhortadora e implorante mirada, pero Gene la desatendió.
—No, Helen —dijo—. Es tiene razón. Me alegro de que hablara. Fue una equivocación ocultar siempre nuestros sentimientos. Habría sido una equivocación diez veces peor si yo hubiera mantenido esa loca promesa. Te he conseguido, para casarme con Es. Obras demasiado por compasión, Helen, y la compasión no sirve arreglando un asunto como éste. No quiero herir a Es, pero más vale que sepa ahora mismo que es un distinto casamiento el que estamos proclamando esta noche.
Yo estaba sentado allí desconcertado. Cabalmente no podía darme cuenta de que ese ebrio y coloradote pisaverde estaba afirmando que Helen era su chica, su futura esposa.
—Despreciable bestezuela —susurró Es, sin mirarle.
Gene palideció en eso, pero siguió sonriendo.
—Es quizás no me perdone por esto —dijo ásperamente—, mas no creo que sea de mí que tenga celos. Lo que la irrita no es tanto perderme a mí en Helen como perder a Helen en mí.
Luego pude encontrar palabras.
Pero Louis se me adelantó.
Puso la mano firmemente sobre el hombro de Gene.
—Estás ebrio, Gene —dijo—, y estás hablando como un tonto borracho. Helen es mi chica.
Los dos se levantaron precipitadamente, la mano de Louis todavía sobre el hombro de Gene.
Luego, en vez de pegarse, me miraron.
Porque yo me había levantado también.
—Pero… —empecé y titubeé.
Sin que yo lo dijera, lo sabían.
La mano de Louis se retiró de Gene.
Todos miramos a Helen. Una mirada fría, terriblemente herida, llena de horrible aversión.
Helen se sonrojó y nos sujetó con una mirada. Sólo mucho después realmente me di cuenta de que estaba conexa con la mirada que nos había dirigido a los cuatro esa primera noche en el restaurante de Benny.
—… pero me he enamorado de todos vosotros —dijo suavemente.
Luego en efecto hablamos, o más bien Gene lo hizo por nosotros. Aborrezco confesarlo, pero entonces sentía una violenta palpitación de gozo por todas las duras cosas que Gene llamó a Helen. Yo quería ver el látigo abatido, las piedras echadas.
Finalmente la calificó con unos nombres que eran un poco peores.
Después Helen hizo la única cosa impulsiva que yo sabía hubiera hecho jamás.
Abofeteó a Gene. Una vez. Con fuerza.
Hay sólo dos caminos que una persona puede tomar cuando ha sido increpado por una diosa, siquiera por una diosa caída. Puede envilecerse y pedir perdón. O puede hacerse apóstata y adorador del diablo.
Gene hizo esto último.
Salió del Blue Moon, desatinando como un insensato borracho.
Eso disolvió el grupo, y Gus y el otro del mostrador, que habían estado a punto te intervenir, volvieron con alivio a sus tareas.
Louis se fue al mostrador. Es lo siguió. Yo me dirigí al distante extremo, bajo la animada pantalla de televisión, y pedí un wiski doble.
Más allá de la docena de interpuestos pares de hombros, pude ver que Es estaba tratando de obrar atrevidamente. Estaba soplando cosas a Louis. Al mismo tiempo, y todavía más torpemente, coqueteaba con uno de los otros hombres. De vez en cuando reía chillona y tristemente.
Helen no se movió. Estaba sentada a la mesa, mirando con altivez, la semisonrisa fija en los labios, Una vez Gus se acercó a ella, pero Helen movió la cabeza.
Pedí otro wiski doble. De repente mi mente empezó a funcionar furiosamente en tres planos.
En el primero aborrecía a Helen. Estaba viendo que todo lo que ella había hecho por nosotros, todo el bastimento de intelectualidad, todo el edificio de actividad creadora que habíamos levantado juntos, había estado basado en una mentira. Helen era indeciblemente despreciable y vulgar.
Principalmente, en ese plano, me lamentaba del terrible perjuicio que percibía me había ella ocasionado.
El segundo plano era enteramente diferente. Ahí una fría araña había entrado en mi mente procedente de regiones no soñadas. Ahí reinaba el puro terror de lo sobrenatural. Porque ahí yo estaba sumando todas las ligeras insinuaciones de rareza que habíamos recibido acerca de Helen, Las palabras del Desconocido habían bosquejado el cuadro y ahora un millar de detalles empezaban a ajustarse: la coincidencia de su llegada con el disco volante, el monstruo rural, y el milagroso hipnotismo; su curiosidad por la gente, como la de un investigador de un lejano país; la impresión que daba de poseer poderes ocultos; su cuidado en no decir nada definido, como si se precaviera dar algún conocimiento prohibido; sus largas caminatas en el campo; su aversión a la grande y sin embargo raramente visitada mina de carbón de piedra (lo suficiente grande y honda para mantener un vapor de línea a flote u ocultar un submarino); sobre todo, esa impresión de calidad sobrenatural que a veces nos había dado a todos, hasta cuando estábamos en sumo grado bajo su hechizo.
Y ahora ese asunto de una nave que salía a medianoche. De los Grandes Llanos.
¿Qué clase de nave?
En ese plano mi mente evadía encararse con el obvio resultado de su trabajo. Era demasiado espantoso e increíble, distaba demasiado del mundo del Blue Moon y de las vulgares e insignificantes camareras del restaurante de Benny.
El tercer plano era mucho más nebuloso, pero ahí estaba. Al menos me digo a mí mismo que eso era cierto. En este tercer plano empezaba a ver a Helen en un mejor aspecto y al resto de nosotros en uno peor. Empezaba a ver la belleza detrás de nuestra idea del amor; y la lealtad, con la mejor intención en nosotros, detrás de la deslealtad de Helen. Empezaba a percibir cuán malignamente, cuán semejantemente a niños mimados, habíamos estado obrando.
Por supuesto, quizás no había ningún tercer plano en mi mente en absoluto. Quizás eso sólo vino después. Quizás sólo estoy tratando de hacerme la ilusión de que yo era un poco más perspicaz, un poco más «importante» que los otros.
Sin embargo, me complace considerar que me desvié del mostrador y di unos pasos hacia Helen, que fueron sólo esos temores del «segundo plano» que me retardaron de modo que no había dado más que esos dos vacilantes pasos (si es que los di) antes…
Antes de que entrara Gene.
Recuerdo que el reloj de pared marcaba las once y treinta.
El rostro de Gene estaba muy pálido, y turgente de tensión.
Su mano estaba en el bolsillo.
No miró a nadie excepto a Helen. Era como si estuvieran los dos solos. Gene osciló, o tembló. Luego un terrible espasmo de energía lo atiesó. Se encaminó a la mesa.
Helen se levantó y fue hacia Gene, los brazos extendidos. En su semisonrisa había toda la compasión y el fatalismo —y el amor— que puedo imaginar haya en el universo.
Gene sacó una pistola del bolsillo y disparó sobre Helen seis veces. Cuatro veces en el cuerpo, dos veces en la cabeza.
Helen vaciló por un momento, luego cayó hacia adelante dentro del humo azul. El humo se disipó a soplos a ambos lados de ella y la vimos tendida boca abajo, una de sus extendidas manos tocando el zapato de Gene.
Luego, antes que una mujer pudiera gritar, antes que Gus y el otro mozo pudieran saltar al otro lado del mostrador, se abrió la puerta exterior del Blue Moon y entró el Desconocido. Después de eso ninguno de nosotros podría haberse movido o hablado. Rehuimos sus ojos como perros delincuentes.
No era que nos mirase con ira, u odio, o siquiera desprecio. Eso habría sido mucho más fácil de soportar.
No, aun mientras el Desconocido pasaba por el lado de Gene —Gene, la pistola coleando de dos dedos, mirando hacia abalo con mudo horror, retirando la punta del pie en unas aterradas pulgadas de la inanimada mano de Helen— aun mientras que el Desconocido echaba una mirada a Gene, era la mirada que un hombre podría dirigir a un toro que ha acorneado a una criatura, a un mono domesticado que ha desgarrado a su querida con alguna Inescrutable furia de animal enojadizo.
Y mientras, el Desconocido, sin una palabra, recosía a Helen en sus brazos, y la conducía silenciosamente a través del atenuado humo azul afuera a la calle, su rostro mostraba la misma expresión de trágico sentimiento, de serena resignación.
Eso es casi todo lo que hay de mi historia. Gene fue detenido, por supuesto, pero no es fácil probar la culpabilidad de un reo de asesinato de una mujer sin efectiva identidad.
Porque el cuerpo de Helen nunca lo encontraron. Ni al Desconocido.
Finalmente Gene fue puesto en libertad y, como he dicho, se está ganando bien la vida, a pesar de la nube que pende sobre su reputación.
Lo vemos de vez en cuando, y tratamos de consolarlo, diciéndole que con igual facilidad podía haber sido Es o Louis o yo, que todos fuimos unos insensatos y egoístas necios a un tiempo.
Y todos nosotros hemos vuelto a nuestro trabajo. Las esculturas, los estudios de palabras, las novelas, las nociones nucleares no son tan brillantes como cuando Helen estaba con nosotros. Pero seguimos produciéndolas. Nos decimos a nosotros mismos que a Helen le gustaría eso.
Y nuestras mentes funcionan enteramente ahora en el tercer plano; pero sólo espasmódicamente, combatiendo la ceguedad y el egoísmo salvajes que nos están cercando de nuevo. Sin embargo, supuesto lo mejor, comprendemos a Helen y lo que Helen estaba intentando hacer, lo que estaba intentando aportar al mundo aun cuando el mundo no estuviera preparado para ello. Vislumbramos esa extraña pasión que la hizo renunciar a todas las estrellas por cuatro miserables gusanos ciegos.
Pero mayormente nos afligimos por Helen, Juntos y solos. Sabemos que no habrá otra Helen durante cien mil años, supuesto que haya una después. Sabemos que ha ido mucho más lejos de las docenas o miles de años luz a que su cuerpo ha sido llevado para su entierro. Miramos a la imagen de Helen que plasmara Es, le leemos una o dos de mis poesías. Recordamos, nuestras mentes se avivan en parte y son torturadas por el pensamiento de lo que quizás hubieran llegado a ser si nosotros hubiésemos conservado a Helen. La imaginamos de nuevo quieta en el sombreado estudio de Es, o tomando el sol en las herbosas márgenes después de un rato de natación, o sonriéndonos en el restaurante de Benny. Y nos apesadumbramos.
Porque sabemos que sólo tiene una ocasión de conocer a alguien como Helen.
Sabemos eso porque, media hora después que el desconocido se llevara el cuerpo de Helen del Blue Moon, un gran meteoro atravesó, flamante y rugiente, la campiña (algunos dicen que surgió de la campiña y se lanzó afuera hacia las estrellas) y el día siguiente hallaron que las aguas de la mina de carbón de piedra en la cual Helen no quería nadar, habían salpicado, como por el descendente golpe del puño de un gigante, los campos en una extensión de miles de yardas.
FIN