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    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


    Shake


    Slide In Up


    Slide In Down


    Slide In Left


    Slide In Right


    Swing


    Tada


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:56
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:52
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:49
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:41
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:46
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 132. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 133. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 134. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 135. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 136. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 137. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 138. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 139. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 140. Mysterious Celesta - 1:04
  • 141. Nightmare - 2:32
  • 142. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 143. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 144. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 145. Pandoras Music Box - 3:07
  • 146. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 147. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 148. Peques - El Extraño Mundo De Jack - Esto Es Halloween - 3:08
  • 149. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 150. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:59
  • 151. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 152. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 153. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 154. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
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  • 157. Slut - 0:48
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  • 170. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 171. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:18
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  • 173. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 174. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
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  • 176. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 177. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
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  • 180. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 181. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 182. Tense Cinematic - 3:14
  • 183. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 184. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:26
  • 185. This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 186. Trailer Agresivo - 0:49
  • 187. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 188. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 189. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 190. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 191. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 192. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 193. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 194. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 195. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 196. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 197. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 198. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 199. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 200. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 201. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 202. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 203. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 204. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 205. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 206. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 207. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 208. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 209. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 210. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 211. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 212. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 213. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 214. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 215. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 216. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 217. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 218. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 219. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 220. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
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  • 227. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
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  • 231. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 232. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 233. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
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  • 238. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
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  • 241. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
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    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

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    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
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  • Ancho igual a 1088
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  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
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  • + -

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    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


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    T 10 (20 seg)


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    EL ROBOT DE CARNE (Maurice Limat)

    Publicado en diciembre 10, 2016

    Primera Parte - EL BOSQUE DE CHISPAS
    CAPÍTULO I


    La multitud escuchaba la voz y contemplaba la imagen.

    La voz del dictador era repetida por cien altavoces, y su formidable imagen se destacaba en color y en relieve, sin que ninguna pantalla la reflejara, dominando con su busto gigante, del tamaño de una montaña, la inmensa explanada en la cual los hombres del mundo de Harrania se habían reunido para oírle, obedeciendo a una orden.

    El impalpable coloso reflejado por las ondas era un hombre de unos sesenta años, de una vitalidad increíble, muy hermoso todavía con sus cabellos blancos y su rostro lleno de fuerza y de inteligencia. La multitud escuchaba con aquella silenciosa, inquietante y pesada atención de los oprimidos.

    Jorris Wead, descendiente de aquellos terrestres que hacía un siglo habían venido del planeta Patria, situado a varios centenares de años luz, era el dueño absoluto de Harrania y de las nueve lunas que danzaban alrededor del planeta central su eterna danza.

    Jorris hablaba, y la televisión retransmitía su discurso en todas las ciudades del planeta y de sus nueve satélites. Y todos los que no se hallaban entonces en la explanada le estaban escuchando desde sus casas. Incluso los que reprobaban su tiranía, incluso los que le odiaban. Y éstos formaban legión… Pero la dictadura de Jorris Wead y de sus partidarios era tan terrible, que todos tenían miedo a ser delatados, y desconfiaban unos de otros.

    ¡Desgraciada la familia que aquel día hubiera dejado de captar el discurso de Jorris Wead!

    Jorris Wead hablaba, y sus palabras eran verdaderamente hermosas. Venía diciendo y repitiendo las mismas cosas durante muchos años: las doctrinas colectivistas de siempre, que prometen que no existirán ni ricos ni pobres, ni la desigualdad social, poniendo a todos los hombres en el mismo plano, sin tener en cuenta sus méritos ni sus esfuerzos propios. Esas mismas doctrinas que han sido propagadas falsamente a través del universo, engendrando las dictaduras pseudodemocráticas, dominadas por hombres de inteligencia aguda y alma mediocre.

    Y la multitud aplaudía cobardemente, sin atreverse a hacer el menor movimiento.

    La formidable milicia de Jorris Wead, los “altivos”, una gran parte de los cuales se componía de telépatas, vigilaba hasta los más insignificantes movimientos y, a veces, llegaba incluso a penetrar en el pensamiento.

    En medio de aquel gentío, dominado por aquel busto inmenso, había más de uno que recordaba a quienes habían intentado resistir y que habían hallado la muerte en desastrosas condiciones o permanecían encerrados en las cárceles de Jorris Wead, sirviendo para unas ignoradas y terribles experiencias. Porque Jorris Wead estaba rodeado por sabios de gran valía, aunque enloquecidos por el demonio del saber, que pretendían enseñar a los hombres a sustituir a un Dios cuya existencia negaban, ya que ellos se consideraban hijos de la materia y dueños, por lo tanto, de esta misma materia desprovista de inteligencia.

    Lo que más había contribuido a dar un peso formidable y un impulso inaudito al poderío del dictador, fue la conquista del satélite Lenro.

    Lenro era el satélite más pequeño de Harrania, planeta de un volumen aproximado al de Júpiter, y que constituía un verdadero sistema autónomo junto con su cortejo celeste. Otras lunas, como Viboim, Tfall y Uzaa, casi alcanzaban las dimensiones de Marte o de Mercurio; pero Lenro no era más que un globo rocoso, aunque provisto de atmósfera; era fértil, con su red hidrográfica, sus lagos, sus fuentes y su fuego interior, y, por lo tanto, habitable.Mercurio; pero Lenro no era más que un globo rocoso, aunque provisto de atmósfera; era fértil, con su red hidrográfica, sus lagos, sus fuentes y su fuego interior, y, por lo tanto, habitable.

    Sin embargo, Lenro tenía poco más de treinta mil mooz 1 de diámetro; y unos físicos audaces, aprovechando la energía solar de la estrella de la cual dependía Harrania —y que era de un tamaño diez veces superior al sol de la Tierra— habían conseguido hacer evolucionar a Lenro a su antojo por medio de unos formidables espejos parabólicos, rompiendo de un modo intermitente el movimiento del satélite, y volviéndolo a traer luego a su órbita natural en la estela celeste de Harrania.

    Jorris Wead se había establecido en Lenro, en donde tenía su domicilio junto con su Estado Mayor, los técnicos, los científicos y los jefes principales de los “altivos”.

    En aquel momento, mientras el dictador hablaba a su pueblo, Lenro había sido atraído hacia Harrania y su titánica masa aparecía en el horizonte, como un globo desmesurado cuya cima se perdía entre las altas capas atmosféricas. El lecho de un antiguo lago, previamente desecado, había sido excavado hasta formar un alvéolo de dimensiones minuciosamente calculadas, en el cual se apoyaba la parte baja de Lenro en sus períodos de estabilización.

    De este modo, el pequeño planeta se acoplaba provisionalmente con el grande cuando Jorris Wead así lo deseaba. Luego, bajo el impulso de la energía solar, volvía a elevarse majestuosamente como un enorme globo aerostático, y cuando alcanzaba la distancia de diez mil mooz el satélite era proyectado por reacción hacia su posición normal, su órbita alrededor de Harrania. En tal momento la naturaleza hacía el resto, y el pequeño planeta se hallaba de nuevo arrastrado por el grande y recobrando su movimiento de rotación normal, lo que imponía a todos los que habitaban en él el uso de un cinturón estabilizador a causa de la débil gravedad de Lenro.

    Se murmuraba que estas maniobras ofrecían un inconveniente, y seguramente Jorris Wead debía ser el primero en lamentarlo, pero su equipo no había conseguido todavía resolver este problema.

    Sin embargo, mientras los minutos transcurrían y el cielo era cada vez menos claro, el dictador seguía perorando:

    —Os prometo que todos seréis muy felices. ¡Todos! He sacado de aquí a vuestros reyes y he abatido el orgullo de los que pregonaban su aristocracia. He acabado con la clase que se pretendía selecta y quería ser superior. Yo no soy más que vuestro símbolo, porque vosotros me habéis elegido. Todos estamos en el mismo nivel, y todos alcanzaréis la felicidad.

    Indudablemente eran muchos los harranianos que lo creían, ya que, sin su ingenuidad, la secta de los Altivos y su jefe no hubieran podido alcanzar nunca el poder; pero una vez lo habían conseguido, no estaban dispuestos a abandonarlo.

    La imagen gigante hizo un gesto y sonrió.

    —Amigos míos, antes de dejaros y de marcharme en el planeta Lenro para seguir trabajando por vuestra felicidad futura, no quiero despedirme de vosotros, siguiendo la tradición, sin hacer venir a mi lado a la más fiel de mis colaboradoras y la mejor de vuestras amigas Altivas, aquella a quien vuestro atinado buen sentido ha puesto el sobrenombre de la Amazona del Espacio…

    Un estremecimiento sacudió a los reunidos en la explanada, y seguramente todos los telespectadores que se hallaban ante las pantallas —no sólo de Harrania, sino también de Lenro, de Viboim, de Uzaa, de Tfall y de otros pequeños planetas— debieron reaccionar del mismo modo.

    —…mi hija Dorothy —decía Jorris Wead.

    Una segunda imagen apareció, traída por las ondas invisibles de la cadena privada de Lenro, ondas que se manifestaban sin necesidad de sistema receptor y que engendraban unos verdaderos fantasmas parlantes, de dimensiones que podían ser reguladas a voluntad.Lenro, ondas que se manifestaban sin necesidad de sistema receptor y que engendraban unos verdaderos fantasmas parlantes, de dimensiones que podían ser reguladas a voluntad.

    La aparición de Dorothy Wead fue saludada con un murmullo.

    Dorothy era descendiente directa de naturales de la Tierra. El pueblo de Harrania se componía, además de los autóctonos y terrestres, de un mestizaje muy antiguo de habitantes de Betelgeuse, Canopus y Eridani.

    Ella era una de esas criaturas espléndidas cuya aparición basta para hacer perder la cabeza a los del sexo opuesto. Era alta y esbelta, con unos ojos de un verde casi negro y una tez ligeramente dorada bajo una cabellera cuyos tonos resultaban difíciles de definir, oscuros con reflejos leonados. Llevaba el uniforme de los Altivos y su armadura roja con adornos plateados moldeaba un busto admirable, mientras el casco de los navegantes del espacio estaba colocado con tanta gracia y coquetería sobre su cabeza, que más parecía una diadema que un accesorio de guerra interplanetaria.

    Y, sin embargo, Dorothy había recibido el nombre de la Amazona del Espacio debido a su valerosa conducta en el transcurso de la guerra que había enfrentado a las astronaves de Harrania contra los navios interestelares llegados de otro mundo desconocido, situado más allá de Pegaso.

    Después de la victoria de las fuerzas de Harrania, el poder de Jorris Wead ya no había sido discutido, y el pueblo vivía tristemente pasivo, aceptando aquella felicidad prefabricada impuesta por la milicia de los Altivos, comiendo según una dietética absoluta, disfrutando de placeres severamente reglamentados y trabajando a un ritmo que excluía toda fantasía.

    Una inmensa aclamación saludó la aparición de Dorothy, quien devolvió el gesto con la sonrisa sensual y seductora de las mujeres a las que el corazón no les estorba mucho.

    Una última palabra de Jorris Wead terminó el acto, y la emisión se acabó. Las imágenes del dictador y de su hija —su único afecto, según se decía— se borraron en el cielo, un cielo en el cual empezaban a acumularse las nubes.

    Unas voces gritaron por los altavoces que la muchedumbre tenía derecho a dispersarse, y les recordaron que dentro de treinta minutos sería hora de cenar.

    La muchedumbre se dirigió lentamente hacia los inmensos edificios en donde habitaban, los hombres por un lado y las mujeres por otro. Unos centros especiales estaban reservados para los niños, cuyo cuidado se confiaba, inmediatamente después de nacer, a unas niñeras robots, con el fin de evitarles lamentables traumatismos psíquicos debidos al peligroso desarrollo de la sensibilidad. La maternidad era una enemiga que la doctrina había sabido destruir.

    Naturalmente, los humanos tenían derecho a volver a encontrar a su descendencia, pero más tarde, después de una educación que excluía cualquier debilidad. Así lo atestiguaba el mismo Jorris Wead, que solamente estaba orgulloso de su hija porque era la Amazona del Espacio; se pretendía que su orgullo paternal no era debido al sentimentalismo, ni siquiera a la biología.

    Sin embargo, los que hubieran podido ver en aquel momento a Jorris y a Dorothy, hubieran podido creer que aquel hombre amaba verdaderamente a su hija solamente observando su modo de mirarla.

    En realidad, Dorothy, aunque de naturaleza poco sensible, había sabido hallar en la intimidad el secreto de todas las muchachas del universo, y sabía mostrarse zalamera con el dictador para obtener de él todo lo que deseaba. Su verdadera ambición era, ni más ni menos, la de suceder a su padre cuando la edad de éste le obligara a retirarse.

    Dorothy quería convertirse en la dictadora, la dueña absoluta de los planetas de Harrania. Tal vez más adelante, con la ayuda de una flota poderosa, podría extender su poder a las constelaciones vecinas, ya que también florecían pueblos en los planetas de la galaxia y en las más lejanas estrellas. Tras los ojos verdinegros de la Amazona del Espacio se forjaban insensatos sueños…Espacio se forjaban insensatos sueños…

    Actualmente, su padre y los Altivos enviaban ya espías y emisarios que propagaban en distintos mundos la doctrina de avasallar a los pueblos por medio de la igualdad social.

    —Ya es hora de marchar, padre —observó Dorothy.
    —Sí. Ya he dado orden de despegar.

    Padre e hija se hallaban en el apartamento privado del dictador, en el palacio de Lenro. Dentro de unos instantes el pequeño planeta se elevaría, abandonando el alvéolo de Harrania para volver a colocarse en su órbita. Una vez allí, Jorris Wead pensaba no tener nada que temer de sus enemigos, porque sabía, naturalmente, que existía una potente oposición a su mando entre los millones de individuos del gran planeta y de sus ocho satélites.

    Jorris se puso repentinamente nervioso.

    —¿Qué sucede? ¿Por qué no nos vamos de Harrania?

    Su hija se dirigió hacia una ventana.

    —El cielo está oscuro y amenaza tempestad.

    Jorris apretó los puños.

    —¡Ah! El cielo está nublado… Los rayos de la estrella palidecen, y las cargas de los espejos fotónicos resultan insuficientes… ¡Siempre sucede lo mismo! Lenro tendrá dificultad para salir. Estamos perdiendo el tiempo.

    Dorothy encendió un cigarrillo perfumado con elnum, un extracto de flores del satélite Viboim.

    —¿Por qué no haces trabajar a Manfred Arrowstim?
    —¡Un descendiente de la Tierra, como nosotros! Ya sabes que nunca hemos conseguido domeñarlo.
    —Está a nuestra disposición, ya que tú le has hecho detener y que nuestros sabios, después de haber sondeado su cerebro, han decidido que tenía demasiado valor para desintegrarlo pura y sencillamente.
    —Sí, pero es un irreductible. La pareja de la cual desciende en línea recta, estaba compuesta por un padre americano, demócrata de nacimiento, y una madre francesa de sangre noble. Esto explica lo tarado que está, y lo opuesto que es a la doctrina.
    —¿No podría arrancarle sus secretos el sondeador de cerebros?
    —Sí, naturalmente. Pero todavía no hemos conseguido forzar un pensamiento biológico a trabajar y construir; únicamente podemos sacarle, por ahora, elementos sueltos. Si el sujeto es refractario al sondeador, falta la coordinación, el orden.

    Dorothy saboreaba el humo del elnum recostada en un diván.

    —He oído decir que precisamente trabajaba en un proyecto para utilizar la energía solar que nos falta; apenas hay una nube…

    Jorris se encogió de hombros con impaciencia.

    —Manfred Arrowstim es uno de los mejores físicos que conozco. Pero cree incluso… —se detuvo un momento y acabó, sarcásticamente—: …en la inmortalidad del alma. ¿Cómo es posible utilizar a un individuo semejante para nuestra doctrina?

    Una extraña sonrisa fluctuó por el rostro de Dorothy.

    —¿No has pensado en la tortura?
    —Sí, pero existe el peligro de estropear sus facultades. Tal vez acabaré por resolverme a ordenar la desintegración.

    Dorothy se incorporó, apoyándose en un codo.

    —Si me lo confiaras a mí…
    —¿A ti? ¿Crees que lograrás convencerle?
    —Seamos francos, padre. Soy hermosa, y más de un Altivo desearía efectuar conmigo el rito del acoplamiento. Yo no he querido nunca; sigo siendo yo misma. Pero, dejando a un lado la doctrina, sé que las mujeres poseen un poder seguro sobre los hombres.
    —¿Así es que querrías… seducir a Manfred Arrowstim, para emplear una expresión pasada de moda?pasada de moda?

    Dorothy iba a responder cuando un violento choque sacudió al palacio y a todo el planeta Lenro.

    —¡Ah! —exclamó Jorris Wead con satisfacción—. Por fin despegamos.

    Mientras hablaba, apretó el botón de su cinturón estabilizador y Dorothy le imitó, en el mismo momento en que los quince mil habitantes de Lenro realizaban este mismo gesto.

    Desde media Harrania podía verse al inmenso globo elevarse en el cielo cubierto de nubes. Esta pantalla de nubes entorpecía la alimentación por medio de los espejos parabólicos, y la debilidad energética disminuía el impulso del pequeño planeta. Tal vez más de uno de los habitantes de Harrania se burlaba en silencio, esperando que algún día una avería pondría en apuros al dictador a causa de alguna catástrofe ocurrida en el movimiento del satélite encadenado.

    Una vez estuvo seguro de que, a pesar del retraso, Lenro conseguiría finalmente volver a colocarse en órbita, Jorris Wead se volvió hacia su hija.

    —Ven. Antes de cenar debemos trabajar todavía, y tenemos que ir a ver algo formidable.

    Ambos se miraron, y una llama extraña brilló en los ojos de padre e hija. La Amazona del Espacio aplastó su cigarrillo en una copa de diamante.

    —¡Es verdad! La más formidable, sin duda, de las realizaciones de nuestros sabios; la que demostrará la inanidad de las creencias metafísicas, la gran verdad de la materia triunfante.

    Los grandes ojos verdinegros expresaron todo lo que Dorothy esperaba de semejante victoria. Y la muchacha murmuró una palabra, un nombre que hizo estremecer incluso al dictador mismo:

    —Methoodias…


    1, El mooz equivale a 1,33 metros.

    CAPÍTULO II


    A través del inmenso palacio que ocupaba gran parte de la superficie de Lenro, se desplazaba una extraña caja cúbica en la que había dos sillones y que tan pronto seguía unas aceras mecánicas como unas escaleras, para seguir luego los corredores y atravesar puertas de majestuosos arcos. El dictador y la Amazona del Espacio estaban sentados en aquellos sillones, y empleaban aquel excepcional medio de transporte para ir de un extremo a otro de su dominio.

    Lenro proseguía su avance en pleno cielo. El satélite se había elevado lentamente, y los habitantes de Harrania todavía podían divisarlo vagamente: una masa gigantesca más allá de la bóveda de nubes, que entorpecía mucho la visibilidad.

    Jorris Wead y Dorothy notaban las consecuencias de aquel estado de cosas. El domesticado planeta era sacudido, de vez en cuando, por desagradables choques parecidos al que había acompañado su salida. Esto se debía a que disminuía la actividad de los motores solares, cuya alimentación había resultado insuficiente a causa de la escasez de energía solar.

    Jorris estaba furioso y se prometía formar un escándalo a los ingenieros especializados, culpables de no haber previsto las suficientes reservas fotónicas. Pero Dorothy le hizo observar, de nuevo, que el sistema era verdaderamente defectuoso y que era preciso solucionarlo.

    Pero su padre no le respondió. Tenía otras preocupaciones, y pensaba en Methoodias, gracias al cual tal vez conseguiría no sólo reforzar su poder, sino también —soñando como su hija— poner su temible mano sobre los mundos lejanos.

    —No es una ilusión ni un engaño. Nos lo han prometido y van a conseguirlo. Methoodias va a nacer. Methoodias va a vivir.

    Pero la marcha del planeta seguía entorpecida, y cada vez que se producía un fallo, el rostro de Jorris se crispaba, mientras el lindo rostro de la muchacha de ojos verdinegros expresaba ironía.

    Sin embargo, el planeta se alejaba rápidamente de Harrania, y la vida seguía su curso, rigurosamente regulado para todo el mundo. Ünicamente el dictador y sus colaboradores más próximos podían gozar de cierta libertad; sólo ellos, que la habían robado a los demás.

    Una nueva y más violenta sacudida hizo estremecer al satélite, el cual consiguió, sin embargo, colocarse en su órbita natural. Había llegado el momento en que la fuerza motriz cesaba de manifestarse en provecho de la gravitación, que recuperaba sus derechos sobre Lenro. Pero el vuelo había resultado algo fracasado.

    Jorris hizo un gesto de contrariedad.

    —Decididamente, estos imbéciles no saben su oficio.
    —No hay fuerza suficiente —dijo suavemente Dorothy—. La energía solar… Esto hace reír; está pasado de moda.
    —¿Quieres decir que hay un fallo en nuestra organización?
    —Seguramente varios. Mientras no recurras a cerebros competentes…

    Jorris pensó que se refería nuevamente a Manfred Arrowstim, y se encogió de hombros.

    Pero la caja móvil había llegado a destino, y padre e hija salieron de ella, siendo recibidos por dignatarios Altivos, vestidos con uniformes púrpura y plata como Dorothy, que respondieron apresuradamente a su saludo.

    —¿Está todo dispuesto?
    —Sí, Excelencia.

    Jorris y su hija avanzaron entonces —esta vez a pie— a lo largo de un inmenso corredor, cuya elevada bóveda subía en empinada pendiente hasta una entrada ojival de unos diez o doce mooz de altura por seis de anchura.

    Allí se veía una masa indefinida, luminosa, formada por rayos de una increíble dureza para la vista. Eran de color verde oscuro, y lanzaban resplandores de una intensidad que iba disminuyendo a medida que se alejaban de los ángulos. Parecían salir de lo que hubiera debido ser el umbral de la puerta gigante.

    Era la barrera infranqueable de los laboratorios secretos del dictador, y estaba formada por ondas de color y de relieve que podían resistir a cualquier presión. Una granada se hubiera aplastado contra ellas sin conseguir abrir ninguna brecha, y el terrible rayo inframalva, importado por los solarianos mucho tiempo atrás, se había mostrado impotente contra este obstáculo.

    Las ondas eran perfectamente invisibles, pero se obtenía su color por medio de un procedimiento especial, semejante al usado para las emisiones televisadas, y además de indicar la presencia de la temible barrera tenían la ventaja de esconder totalmente lo que había al otro lado de la puerta.

    Jorris y Dorothy se acercaron al muro de ondas de color verde. En un ángulo del corredor, un Altivo maniobraba unas manecillas; un destello surgió, y durante un breve instante el dictador y su hija quedaron rodeados de chispas.

    Ionizados de este modo pudieron seguir adelante, y los Altivos que permanecían en el corredor les vieron literalmente sumergirse y desaparecer dentro de la masa de la barrera de ondas.

    Al otro lado de la barrera, una verdadera delegación esperaba al dueño de Harrania y a la Amazona del Espacio. Allí estaban los sabios más eminentes, vestidos de color amarillo oro; los jefes de la milicia, de azul, y los técnicos, de verde.

    Entre todos eran una veintena. Saludaron con rostro serio y grave; luego el decano de los hombres con vestido dorado se adelantó al encuentro de los recién llegados.

    —Excelencia, puedo decirle que creemos haber obtenido el éxito deseado.

    Jorris y su hija intercambiaron una mirada.

    —¿Es posible? —preguntó Dorothy, emocionada a pesar de su viril temperamento.
    —Sí, Amazona. ¿Quieren seguirnos hasta la cripta de luz?

    Un instante después, se hallaban todos reunidos en el laboratorio central. Era una sala circular, muy vasta, deslumbrante de luz, con un techo y unas paredes que se confundían. En realidad, se trataba de una instalación de ondas fuertes, ya que las verdaderas paredes y el verdadero techo eran invisibles.

    Numerosos aparatos electromagnéticos se alineaban allí, y, dispuestas alrededor de una especie de catafalco blanco, se veían extrañas máquinas que irradiaban luces de otro mundo, hacían chisporrotear destellos de color y emitían unos sonidos cuya frecuencia sorprendía al oído humano.

    Un potente reflector colocado a gran altura apuntaba hacia el catafalco. Jorris y Dorothy se adelantaron, y toda la delegación se agrupó a su alrededor.

    A pesar de estar ya preparados para aquel espectáculo, el dictador y su hija contemplaron, fascinados, a un hombre desnudo que parecía dormir sobre el catafalco. Era de impecables proporciones, y de una hermosura maravillosamente correcta. Un atleta, que representaba poco más o menos unos veinticinco años, de talla bastante superior a la normal, con unos hermosos cabellos castaños, ligeramente ondulados, una musculatura capaz de hacer palidecer a las estatuas más apolíneas y una tez que indicaba una salud sin falla alguna. Pero guardaba una absoluta inmovilidad, y sus ojos permanecían cerrados.

    Y el decano habló:

    —La técnica ha triunfado por fin —dijo el sabio de vestidos dorados—. Los terrestres y los solarianos, cuando vinieron a Harrania, nos enseñaron muchas cosas al traer consigo su humanismo. Todos sabemos, pues, por el filósofo Descartes, que todo obedece a una razón y que la lógica triunfa siempre. Para realizar completamente la obra de Jorris Wead era preciso demostrar a los pueblos del cosmos la inanidad de las viejas creencias: probar que el hombre, nacido del azar y de la materia inerte, es el único y verdadero dios. El hombre ha sabido dominar al Universo; únicamente le faltaba haber creado la vida. Ahora lo hemos conseguido, y Methoodias, criatura de carne pero sintética, formado por células que nosotros hemos reconstituido y animado, Methoodias se levantará ahora y hablará, pensará y actuará como un hombre verdadero. Y su creador no será un supuesto espíritu inexistente, sino la ciencia, de la cual todos somos servidores.razón y que la lógica triunfa siempre. Para realizar completamente la obra de Jorris Wead era preciso demostrar a los pueblos del cosmos la inanidad de las viejas creencias: probar que el hombre, nacido del azar y de la materia inerte, es el único y verdadero dios. El hombre ha sabido dominar al Universo; únicamente le faltaba haber creado la vida. Ahora lo hemos conseguido, y Methoodias, criatura de carne pero sintética, formado por células que nosotros hemos reconstituido y animado, Methoodias se levantará ahora y hablará, pensará y actuará como un hombre verdadero. Y su creador no será un supuesto espíritu inexistente, sino la ciencia, de la cual todos somos servidores.

    Este discurso no les decía nada nuevo a Dorothy ni a su padre. De un mundo a otro, incluso en las tecnocracias populares, los hombres seguían aficionados a las palabras hueras y altisonantes. El decano no escapaba a esta regla, y seguía su discurso, rindiendo homenaje a los sabios llegados del Sol, y particularmente del Suelo III, o sea, la Tierra. Era una adulación dirigida al dictador, que descendía de colonos terrestres, como muchos de los que habitaban actualmente el planeta Harrania.

    El sabio habló de Pezard, de Carrel, de Rostand, de Wolff, que fueron los primeros en domesticar la célula, en demostrar que el hombre podía ser capaz de dominar las formas biológicas, engendrando monstruos a voluntad, o permutando los sexos si así lo deseaba; y después de haber conseguido realizar todo esto, llegaba por fin a dominar también la partícula viva hasta hacerla nacer espontáneamente.

    Pero —y, desde luego, el sabio no dejaba de subrayarlo— habían sido finalmente los científicos de Harrania, sin duda gracias a un régimen político que alcanzaba casi la perfección, quienes habían conseguido crear al hombre nuevo, al Adán sintético, primera rama de una raza futura.

    La experiencia, cien veces, mil veces intentada, había conseguido por fin el éxito. De célula en célula se había llegado a hacer palpitar el plasma mineral en una matriz gigante, darle una forma y modelar finalmente a un hombre adulto, rigurosamente androide.

    El decano terminó su discurso.

    Jorris y Dorothy no se cansaban de mirar a aquel ser. El primero habló, por fin.

    —Os doy las gracias, camaradas. Methoodias, el triunfo del método cartesiano, va a levantarse. Con él, el cosmos cambiará. Creo en nuestro triunfo final. Sin embargo, escuchadme todos: todavía pueden surgir obstáculos ante nosotros. Nuestra doctrina no puede desaparecer sin que el Universo entero quede aniquilado. Por este motivo he hecho establecer por vosotros, que me sois fieles, lo que denominamos con el nombre de Dispositivo.

    Un estremecimiento recorrió a los asistentes. Todos aquellos fanáticos no creían en nada que no fuera material. Aquellos hombres, fascinados por Jorris Wead, unos como sabios, otros como militares o responsables, sacrificaban cada día innumerables vidas humanas, pero a pesar de esto todos se estremecieron al oír el nombre del Dispositivo.

    Incluso Dorothy estaba lívida; pero sus ojos brillaban mientras contemplaba a Methoodias, todavía en los limbos de la ciencia.

    —Un hombre vacilaría tal vez —prosiguió Jorris— si nuestra causa estuviera perdida, y no se atrevería a poner en marcha el Dispositivo que provocará la destrucción total, no sólo de la galaxia, sino de todas las galaxias hasta los confines del Universo. Sí, no protestéis; no dudo ni de vuestro valor ni de vuestra fe en la causa. Pero todos tenemos nuestras debilidades. Methoodias, al menos, no tendrá ninguna. Por esto os declaro que, en caso de desgracia, él será el encargado de poner en marcha el Dispositivo.

    El dictador calló entonces, y bajo la cripta de luz reinó un instante de silencio que pareció terrible. El decano tosió, para aclararse la voz.

    —Si les parece, cuando ustedes quieran, Excelencia, Amazona…
    —Sí, sabio. Que Methoodias se levante.

    Todos se estremecieron nuevamente, y el decano anunció:

    —Todo está rigurosamente dispuesto. Desde el primer momento le obedecerá. Una vez terminado, los mnemotecnos han acunado su sueño, y su cerebro lo ha ido registrando todo. Posee una memoria normal, con unos conocimientos muy extensos, y debe comportarse como el ciudadano perfecto de nuestro mundo ideal. Llámele usted, Excelencia…vez terminado, los mnemotecnos han acunado su sueño, y su cerebro lo ha ido registrando todo. Posee una memoria normal, con unos conocimientos muy extensos, y debe comportarse como el ciudadano perfecto de nuestro mundo ideal. Llámele usted, Excelencia…

    Jorris iba a adelantarse, pero se detuvo un momento.

    —Ponte ante él, Dorothy; cuando abra los ojos al oír mi voz, quiero que te vea a ti.

    La actitud y las sonrisas apenas esbozadas de los presentes, especialmente de los más jóvenes, indicaban que encontraban muy acertado este modo de proceder, y lo más probable era que algunos de ellos estuvieran sencillamente envidiando al robot de carne.

    —¡Methoodias! —gritó Jorris con fuerte voz.

    Todos contemplaban, fascinados, el rostro del hombre sintético. Sus ojos se abrieron inmediatamente al oír la voz del dictador; eran de un azul ardiente, pero su mirada no tenía expresión alguna a pesar de la perfección de los órganos oculares.

    —¡Methoodias! —repitió Jorris, con voz más fuerte todavía.

    El robot se incorporó. Estaba frente a Dorothy y la miraba fijamente, pero sin la menor huella de emoción en su mirada.

    La Amazona del Espacio dominaba su turbación; se sentía terriblemente impresionada, pero quería mostrarse fuerte, lo menos femenina posible. Por nada del mundo hubiera querido dar ninguna señal de flaqueza delante de su padre y de aquellos hombres que constituían el Estado Mayor de Harrania y de sus satélites.

    Jorris Wead, con los nervios también crispados, lanzó el nombre del formidable magma de células por tercera vez:

    —¡Methoodias!

    Con gestos lentos pero seguros, Methoodias se levantó y permaneció de pie.

    Inmediatamente, dos de los tecnócratas se pusieron a su lado y le echaron sobre los hombros una gran capa de un deslumbrante color escarlata, se la abrocharon al cuello y le hicieron sacar los brazos por las aberturas previamente preparadas.

    Methoodias apareció entonces ante todos, potente y magnífico, dominándoles con su alta talla y fijando todavía en Dorothy una mirada cuyo infinito tal vez no escondía otro misterio que el del vacío.

    —Hablale, Dorothy —ordenó Jorris.

    La Amazona se sentía el centro de todas las miradas, siendo como era la única mujer presente, pero habló con aire resuelto y despreocupado.

    —A mis pies, Methoodias —dijo.

    El autómata dobló la rodilla con gracia, pero a pesar de permanecer inclinado ante la Amazona todavía parecía dominarla. Al notarlo, ella le dio orden en seguida de que se levantara. Pero era preciso ir más lejos todavía.

    —Dinos quién eres —ordenó.

    Hablaba con voz ronca, a pesar de sus esfuerzos para permanecer serena. Le trastornaba ver vivir y obedecer a aquella máquina de carne, y tal vez oír su voz resultaría todavía más terrible.

    Methoodias abrió la boca, y todos le oyeron decir:

    —Soy Methoodias. No he nacido ni de un dios, ni de un hombre, ni del vientre de la mujer. Soy el trinfo del método, y me alegro de ocupar un lugar en el mundo perfecto de Harrania, al servicio de Jorris Wead y de su ideal.

    Sólo entonces, y tal vez para quebrar su emoción, los más jóvenes de los asistentes dejaron estallar sus aplausos, a los que siguió cierto tumulto que liberó a todos de la angustia que les había estado atenazando. Ante semejante resultado, incluso los científicos no podían desechar cierto temor; era verdaderamente un mundo nuevo el que empezaba, un mundo sin debilidades… y tal vez sin piedad. Mas, para todos ellos, Methoodias suponía el ideal absurdo tras el cual corrían, suprimiendo a los humanos que se interponían a su paso.

    Entonces todos rodearon al androide, hablándole y dirigiéndole preguntas. Methoodias respondía amable, pero fríamente y sin pasión alguna, aunque con una lucidez y una precisión que demostraban que el motor de carne era verdaderamente perfecto. Su memoria funcionaba maravillosamente, y su ciencia causó admiración, aun cuando algunos de los presentes fueran directamente responsables de ella, ya que la habían almacenado en su cerebro por medio de mnemotecnos que le habían repetido machaconamente todo cuanto a un robot biológico bien educado le convenía saber.

    Los asistentes se iban atreviendo a tocarlo, a estrecharle la mano. Aunque todos lo conocían íntimamente desde la matriz artificial en la cual se realizó el monstruoso milagro del plasma, algunos levantaban la túnica roja, maravillándose al ver cómo se animaba, caminaba y se movía aquella carne que tantas fatigas les había costado.

    —¿Es verdaderamente un hombre? —preguntó, de pronto, Jorris Wead. Al ver que le miraban interrogativamente, el dictador añadió—: Si lo es, debe de poder realizar como todos el rito del acoplamiento.
    —De esto no cabe la menor duda —aseguró el decano. Y, queriendo adelantarse a los deseos de Jorris Wead, prosiguió—: Si Su Excelencia lo desea, podemos intentar la experiencia y hacer venir a alguien…

    Se oyeron varias aprobaciones. Todos estaban deseosos de comprobar si Methoodias llegaría hasta el final en su imitación del hombre. El comodoro Itzek, jefe de la milicia, le preguntó al robot su opinión, y éste le respondió con la voz indiferente que inevitablemente debía ser la suya:

    —Soy Methoodias. Espero a mi compañera.

    El tecnócrata W'Romm se ofreció a ir a buscar a la persona deseada a la cárcel, escogiendo a quien le pareciera, y Jorris dio su aprobación. Dorothy intervino entonces.

    —Querido W'Romm, si mi padre no tiene inconveniente en ello, querrá hacer venir a aquella chica… ¿sabe a quién me refiero? Aquella cantante de la televisión, a la que llamaban señorita Cristal.

    Hubo algunas risas entre los asistentes, los cuales, naturalmente, aprobaron la proposición de la Amazona.

    —¿Cómo se llama? Ya no lo recuerdo —dijo W'Romm.
    —Yo lo sé —aseguró Itzek—. Cristal es un seudónimo artístico referente a su voz. Se llama Wenda O'Brien, o algo por el estilo.
    —También es una descendiente de la Tierra —observó W'Romm—. Muy bien, voy a dar las órdenes necesarias.

    El comodoro cogió el micrófono que llevaba colgado del cinturón y llamó por medio del interfono al departamento en donde estaban detenidos, en el planeta Lenro, los prisioneros del Estado. Jorris se volvió hacia su hija.

    —Dime, me parece que… ¿No existía alguna complicidad entre esa chica y Manfred Arrowstim?

    Dorothy se echó a reír.

    —Desde luego, padre. Precisamente nuestro distinguido físico y esta comiquilla tienen unas ideas que pueden perturbar el orden público; seguramente éste es el motivo por el cual han sido detenidos. Entre otras cosas, he oído decir que son de aquellos que no admiten el rito del acoplamiento más que en virtud de ciertas razones sentimentales, y no con el noble objetivo de procreación que debe enriquecer nuestro potencial humano para la doctrina. —Y acabó, con gesto de desprecio—: Entre los antiguos de la Tierra existen gérmenes que es absolutamente preciso ahogar.
    —Tiene usted toda la razón, Amazona —dijo el comodoro, que la había oído—. Será particularmente divertido que una ciudadana que tiene unas ideas tan absurdas y tan poco ortodoxas tenga que someterse al rito con Methoodias.

    El decano parecía muy interesado.

    —Si conseguimos la procreación, si esta chica puede ser fecundada por Methoodias, entonces podremos levantar sobre el cosmos el estandarte del método triunfador.entonces podremos levantar sobre el cosmos el estandarte del método triunfador.

    En aquel momento el tecnócrata W'Romm, que había establecido un dúplex con sus subalternos, estuvo a punto de ahogarse.

    —¡Es imposible! —decía—. ¡Imposible! ¡Esto es una locura!

    Estaba congestionado. Mientras todos le rodeaban, Jorris Wead gruñó:

    —Pero… ¿qué es lo que ocurre? Dígalo de una vez, W'Romm.
    —Excelencia… Amazona… Les ruego que me perdonen… Ha habido una evasión. En el departamento de los detenidos se han sublevado, y han huido más de veinte presos. Han matado a algunos guardias, destruido comandos, forzado las barreras, y ahora van hacia el astropuerto y…

    En aquel momento una explosión destruía varias naves interplanetarias en el astropuerto de Lenro. Y lanzándose hacia el cielo a insensata velocidad, huía un navío espacial conducido por el evadido Manfred Arrowstim y llevando a bordo a una veintena de prisioneros de ambos sexos, entre los cuales se hallaba la joven cantante Cristal, ex vedette de las emisiones televisadas del mundo de Harrania.


    CAPÍTULO III


    Manfred Arrowstim había tomado personalmente el mando del pequeño aparato del cual se habían apoderado los evadidos de Lenro en el pequeño astropuerto del satélite móvil. A su lado, y atenta a sus menores órdenes, Wenda O'Brien iba y venía por el camarote lleno de complicados mandos que no entendía en lo más mínimo.

    Sin embargo, como era diligente y vivaz, y escuchaba atentamente lo que su compañero le decía, Cristal manejaba el conjunto de mecanismos y participaba en la maniobra para lanzar el navío a través del cielo, lo más lejos posible del pequeño planeta del dictador tecnócrata.

    —¡El astronavígrafo! ¡Mira! ¡No, ése no! Aquel aparato, sí… Ahora el desconectador de ondas magnéticas, esa manecilla de color rojo.

    Cristal corría de un lado a otro, viva y ligera, con su lindo rostro demacrado por la fatiga y las emociones. Todavía llevaba el vestido oscuro de los prisioneros del Estado, que solamente había descotado un poco para estar más cómoda. Y Manfred, aun cuando no tuviera tiempo ni para dirigirle una sonrisa, tenía la alegría de sentir a su lado a una compañera —atenta y abnegada hasta la muerte— que le proporcionaba toda la esperanza de vivir.

    Sin embargo, la belleza de Cristal había disminuido con su detención, ya que le habían cortado el pelo al rape —como a todos los cautivos en Lenro—, y en aquel momento sus cortos cabellos rubios le daban el aspecto de un muchachito algo cansado. Pero Manfred seguía encontrándola encantadora.

    Mientras dirigía la astronave con mano firme, preocupado por una persecución que no podía tardar en manifestarse, Manfred Arrowstim revivía mentalmente los rápidos episodios de su evasión.

    El sabio físico había preparado minuciosamente el plan en compañía de algunos compañeros, decididos como él a intentarlo todo para escapar al infierno de las prisiones de Jorris Wead.

    Manfred había estudiado particularmente el sistema de la barrera de ondas, coloreada a voluntad, que cerraba el departamento de los detenidos, y había descubierto que era necesaria una ionización especial para franquear aquella barrera, electrificación que no podía ser demasiado duradera. Había forjado su plan junto con cuarenta compañeros de ambos sexos, y en el día señalado habían fingido sentirse enfermos, sincronizando su comedia y fingiéndose víctimas de una epidemia repentina, que recordaba una infección microbiana que había causado muchas víctimas en Harrania pocos años antes.

    Los prisioneros habían fingido, con más o menos habilidad, y con la mayor verosimilitud y precisión posibles, los signos clínicos de aquella peste. Desde luego, la cosa no hubiera resistido a un severo control médico; pero los guardias se habían dejado engañar y habían conducido a todos los enfermos al servicio de Sanidad.

    Por el camino los presos se habían abalanzado contra los guardias con la energía del desespero, y Manfred, junto con algunos resueltos compañeros, se había apoderado de los mandos de la barrera de ondas.

    La lucha había sido terrible, y más de uno había caído bajo los terribles rayos térmicos empleados por los milicianos. Sin embargo, junto con Cristal y los demás supervivientes, Manfred había conseguido llegar hasta el astropuerto situado en la cima de la fortaleza-palacio del dictador, en donde destruyeron varias astronaves.

    Esta táctica había sido ideada por Manfred para dispersar a los milicianos. Un solo voluntario había llevado a cabo esta operación, consiguiendo luego volver a reunirse con el grupo de los evadidos.

    Éstos habían conseguido apoderarse de pistolas térmicas, disparadoras de rayos inframalvas —otra herencia de los cosmonautas llegados en otro tiempo del mundo solar—, y con ellas habían conseguido causar numerosas bajas en las filas de los milicianos y llegar hasta la rampa de lanzamiento de una pequeña nave, cuyo puesto de mando había ocupado Manfred, seguido por Wenda O'Brien. No le había sido difícil manejar el aparato, ya que sus estudios técnicos, excepcionalmente avanzados, le habían familiarizado con la navegación interplanetaria.

    Solamente habían sobrevivido veinte de los fugitivos, ya que los demás habían fallecido durante la dramática evasión. Además de Cristal había otras seis mujeres a bordo, las cuales habían puesto su confianza en el joven físico, lo mismo que sus compañeros masculinos.

    Manfred estaba bañado en sudor y se había quitado la chaqueta oscura; con el torso desnudo y el pantalón de los presidiarios ceñido a la cintura, erguía su robusta silueta de hombre de treinta y cinco años, rubio y musculado como sus antepasados paternos, los hombres del continente americano de la Tierra, y de rostro elegante, nariz ancha, boca bien dibujada y ojos soñadores, genes de la aristocrática raza de su abuela franco-terrestre.

    Se oyó crepitar el interfono. Uno de sus compañeros, instalado en el puesto de observación, le estaba llamando.

    —Arrowstim… Veo unos puntos, y el sonorradar da unas señales, pero no lo acabo de entender.
    —Iré a ver —respondió el interpelado—. Pero dile a Holspp que venga a relevarme.

    Un momento después llegó Holspp. Era un joven autóctono de Harrania, delgado, de ojos verdes, que hubiera lucido unos hermosos cabellos negros y rizados si no hubiera sido internado y rapado hacía poco tiempo por haber pretendido componer poesías que exaltaban la corona de los antiguos reyes de Harrania.

    —Oye, poeta —dijo Manfred, con afectuosa ironía—, creo que has estudiado algo de mecánica, ¿verdad? ¡Muy bien! Coge estos mandos y desconfía. Sobre todo no toques estas manecillas verdes, porque provocan la zambullida subespacial.
    —He conducido un avión supersónico —dijo Holspp.
    —Entonces ya te las arreglarás. Wenda, quédate con él; volveré en seguida.

    Manfred corrió al puesto de observación y pronto se dio cuenta de lo que sucedía. Los puntos que aparecían en la pantalla eran unos navíos espaciales lanzados en su persecución, cosa que no le sorprendió. Los sonidos de frecuencia particular que subían de los micrófonos daban su volumen, su distancia y su velocidad. Manfred los interpretó rápidamente y supo así que se trataba de cinco astronaves, provistas de artillería inframalva y de redes magnéticas capaces de aprisionar y de remolcar a una nave en pleno espacio. Rápidamente lo comunicó a sus compañeros, dispersados en los diversos servicios de la astronave, por medio del interfono. Todos le respondieron que tenían confianza en él y que preferían la muerte antes que volver a caer en las manos de la milicia de Jorris Wead.

    Manfred volvió a ocupar el puesto de mando y constató que Holspp había conducido bien el navío, aunque le había hecho perder algo de velocidad.

    —He de ser franco con vosotros —dijo Manfred, hablando por el interfono para que todos pudieran oírle—. Nuestro aparato posee tubos de rayos inframalvas, pero sé que ignoráis su funcionamiento y no tengo tiempo para daros un curso técnico. Por otra parte, nuestros enemigos son más rápidos que nosotros.

    »Una de dos: o nos atacarán y nos desintegrarán en el vacío, en cuyo caso no hay nada que hacer, o nos capturarán con la red electromagnética. La red de ondas, de potencia formidable, porque será emitida a la vez por cinco aparatos, se apoderará de nosotros, frenará nuestra nave y acabará por inmovilizarlo en el espacio. Entonces los milicianos nos atacarán, envíándonos seguramente paracaidistas espaciales, y no nos quedará otro recurso que combatir hasta la muerte o volver a caer en sus garras.

    —¿No hay ninguna otra solución? —preguntó Holspp.

    Cristal cerraba los ojos y se apoyaba sobre el robusto hombro de Manfred, preparándose ya a morir con aquel a quien amaba, porque sabía que no la dejaría volver viva a Lenro, a pesar de que ignoraba que había sido destinada a una abominable experiencia en compañía de Methoodias.

    —Sí —dijo sombríamente Manfred—. Escúchame, Holspp, escuchadme todos. Aquellos de entre vosotros que han viajado de un mundo a otro, saben más o menos lo que es el subespacio. En realidad no existe, como tampoco existe el mismo espacio. Es la más alta frecuencia del cosmos, el mundo al cual no se puede llegar más que alcanzando la velocidad lumínica total, es decir, el infinito. Una astronave puede hacerlo, pero se utiliza muy raramente este procedimiento. Podemos intentar la evasión de este modo, y estoy persuadido de que nuestros perseguidores no piensan ni por un momento que nos atreveremos a hacerlo. Es casi un suicidio…
    —Tanto peor —dijo una voz.
    —Sí, sí, hay que intentarlo —gritaron todos los micrófonos a la vez.
    —Muy bien. Pero os prevengo que podemos chocar con cualquier cuerpo planetario, planeta, bólido o cometa, precipitarnos hacia el centro de un sol incandescente, reintegrarnos a una masa mineral o permanecer en esta especie de vacío espacial raramente explorado, en el cual abundan los abismos desconocidos, en donde no existe ni arriba ni abajo, en donde reina el silencio absoluto, pero en donde, sin embargo, el hombre puede vivir, porque es un todo infinito y se basta a sí mismo. ¿Estáis de acuerdo?

    La respuesta de los evadidos no se oyó, porque en aquel momento resonó una ruidosa alarma que señalaba que alguien intentaba comunicar con la astronave. Uno de los pasajeros puso la comunicación, y el interfono hizo oír la voz por todo el navío:

    —¡Prisioneros de Lenro! Os habéis atrevido a escapar, a matar a varios de nuestros milicianos y destruir algunas astronaves. Este crimen merece la muerte. Sin embargo, por orden de nuestro amado jefe Jorris Wead, os damos una oportunidad para sobrevivir, y os prometemos que cuando os hayáis sometido no os será aplicada ninguna sanción.

    Hubo un momento de silencio, luego Holspp habló y su voz llegó al aparato de telecomunicaciones y desde allí hasta aquel que les había hablado:

    —¿Quién habla?
    —El comodoro Itzek. Estoy al mando de la flota que os persigue y que os cogerá prisioneros dentro de unos instantes.

    Manfred permaneció callado, y Cristal escuchaba, lo mismo que todos los demás. Holspp, que era quien había entablado el diálogo, prosiguió:

    —¿Cuáles son las condiciones?
    —El dictador tiene mucho empeño en que nos entreguéis a dos de los vuestros, y que lleguen a nosotros intactos y vivos. Vigilad que no atenten contra su vida.
    —¡Esto es una cobardía! —gritó el joven harraniano.
    —Calla, charlatán, y escúchame bien —gruñó la voz de Itzek—. Quiero que me entreguéis, para llevarlos yo mismo ante el dictador, al físico Manfred Arrowstim y a la chica llamada Wenda O'Brien, conocida en la televisión con el nombre de Cristal.

    Los dos aludidos se estremecieron y Holspp volvió a gritar:

    —Nos negamos a hacerlo. Eso es indigno. Pereceremos con ellos.

    Todos los cautivos, tanto hombres como mujeres, gritaban encolerizados. Desde luego, se negaban a aceptar aquel trato abominable. Holspp le dijo al encargado de la radio:

    —Corta la comunicación.

    Itzek empezó a hablar de nuevo, pero la emisión quedó repentinamente interrumpida.

    —Os doy las gracias en nombre de Cristal y mío —dijo Manfred—. Ya veis que el comodoro cree que no tenemos escape. Tiene razón en lo que concierne al gran vacío. Ya estamos lejos de Harrania, y hemos dejado atrás la órbita de Tfall, el último planeta del grupo. Pero las astronaves de la milicia pueden cogernos fácilmente; por lo tanto, vamos a sumergirnos.
    —¡Sumerjámonos! —gritaron todos.

    La flota del comodoro Itzek se acercaba en la inmensidad de los abismos del vacío. El oficial, vestido con su uniforme azul y plateado, se puso furioso al ver que parecían burlarse de él, y dio orden de rodear al pequeño aparato para apoderarse de él. Luego las cinco astronaves lanzarían sus ondas magnéticas, que inmovilizarían al navío rebelde como en una gigantesca tela de araña, perfectamente invisible.

    Todo sucedió tal como el comodoro había ordenado. Dos de las astronaves se adelantaron a la de Manfred, otras dos se pusieron una a cada lado, y la quinta se colocó detrás.

    El pequeño cohete de plata, que parecía inmóvil en el vacío, a pesar de llevar una velocidad formidable de cien mil mooz por segundo, se destacaba claramente. Las ondas se desencadenaron contra él, y el comodoro Itzek lanzó una sarcástica carcajada que acabó en una mueca.

    El cohete fugitivo se había borrado bruscamente del cielo.

    Itzek reflexionó sobre las consecuencias de la aventura: su regreso a Harrania y la confesión de su fracaso ante Jorris Wead, al tener que comunicarle que Manfred, el sublevado, había desaparecido junto con aquélla a quien consideraban la prometida de Methoodias.

    El comodoro no vaciló más y preguntó si alguno de los comandantes de las astronaves se ofrecía voluntariamente para perseguir a los rebeldes por el subespacio, en el que habían tenido el valor de aventurarse. Era una cosa muy arriesgada, pero, a pesar de ello, se ofrecieron dos navíos voluntarios.

    Itzek escogió al Dragón, capitaneado por el comandante Artf, un harraniano puro. Unos momentos después, el Dragón se borraba también del cielo y se lanzaba en persecución de los fugitivos, sumergiéndose en el abismo desconocido cuyo solo nombre hacía estremecer.


    CAPÍTULO IV


    No era sin motivo que se le había aconsejado a Wenda que adoptara el pseudónimo de Cristal. Su voz era muy pura; tal vez no muy fuerte, pero con aquel agudo ligero que conserva la delicada fragilidad de las cantantes vírgenes.

    Wenda seguía permaneciendo junto a Manfred, el cual, a pesar de su valor y de sus conocimientos científicos, sentía dentro de sí al más atroz enemigo: el miedo.

    Desde que había precipitado a la pequeña astronave en el subespacio, apretando con un gesto desesperado la manecilla verde que ponía en marcha la temible maniobra, sabía que el espanto se apoderaría de todos los que se hallaban a bordo, y que si no conseguían arrancarse del abismo perecerían tanto de miedo como de cualquier otro peligro.

    Entonces se le ocurrió una idea.

    Para que tanto él como sus compañeros no se sintieran aislados en los distintos lugares de trabajo de la astronave, para que existiera entre todos los que no podían verse unos a otros un lazo vivo, un lazo humano, le pidió a Cristal:

    —Canta, te lo ruego, si tienes valor suficiente para hacerlo; canta por mí, por ti, por todos nosotros. Canta, para que la voz humana sea como un exorcismo contra las tinieblas en las cuales nos hundimos.

    Proyectada a la velocidad de la luz y alcanzando bruscamente la masa infinita, la astronave había traspasado la sutil y temible frontera que separa el espacio del subespacio; del vacío estático, en el cual palpita el átomo, al vacío mortal, en el cual toda materia, viva o inerte, sale de sí misma alcanzando el absoluto.

    El paso al subespacio duró menos de una milésima de segundo, ya que estaba verdaderamente fuera del tiempo. Y Cristal cantó.

    En el momento en que todo parecía desmoronarse, en el cual el camarote, la astronave entera, el rostro sudoroso de Manfred, todo había quedado sumergido en la tiniebla absoluta, la joven había hallado por su propio esfuerzo un medio de resistir, de vivir, ya que ella se sentía viva. En el microcosmos que constituía desde aquel momento el navío de los evadidos, todos oyeron aquella voz por el interfono, aquella voz que habían oído y apreciado muchas veces por la radio y la televisión de Harrania y de sus satélites.

    Cristal cantaba una romanza: una de esas canciones de amor que habían sido desterradas del repertorio oficial, pero que seguían circulando clandestinamente, sobre todo entre la gente joven. Cristal cantaba la alegría de amar, de amar a un solo ser, de no sacrificar el corazón ni el cuerpo a una comunidad dentro de la cual el mediocre no hacía otra cosa que aprovecharse del valeroso y del inteligente.

    Un torrente de sudor inundaba el torso y los hombros desnudos de Manfred. Había sentido miedo, un miedo horrible, mientras se preguntaba si los estaba conduciendo a todos a una catástrofe. Pero no había sido así. Vivían… No era un sueño; la voz entrecortada pero valerosa de Wenda atestiguaba esta realidad.

    Se oyó entonces la voz enronquecida de Holspp:

    —Estamos… en el subespacio.
    —Sí. Y sin que haya ocurrido ningún accidente —le respondió el joven físico—. Toma, chico, ocupa mi lugar.
    —¿Hacia dónde debo conducir el navío?

    Manfred, de pronto, se echó a reír.

    —No lo sé en absoluto, ni tú tampoco. Ni nadie. En primer lugar, vamos a intentar darnos cuenta de cómo es el subespacio. Y luego, que sea lo que el cosmos quiera. Ya procuraremos salir de ésta.

    Dejó los comandos y, seguido de Holspp y de Cristal, que seguía cantando, se dirigió hacia la pantalla de siderovisión, que debía reflejar, en principio, el cielo que les rodeaba. Pero no se veía más que una luz gris, difusa, con unos remolinos más oscuros, imposibles de definir.hacia la pantalla de siderovisión, que debía reflejar, en principio, el cielo que les rodeaba. Pero no se veía más que una luz gris, difusa, con unos remolinos más oscuros, imposibles de definir.

    Habitualmente los astronautas ejercitados tomaban ciertas precauciones antes de sumergirse en el subespacio, pero Manfred no había podido hacerlo así. En primer lugar, los pilotos no se lanzaban al azar sino después de un estudio previo, y regulaban su navío hacia una posición determinada situada en un punto definido del cosmos, punto que podía hallarse situado a mil, diez mil o cien mil años luz del punto de salida. Un sistema especial anestesiaba entonces a todos los que estaban a bordo durante un corto instante, para evitarles las perturbaciones, neurosis y otros accidentes alucinatorios siempre posibles. La astronave alcanzaba entonces la velocidad ultralumínica, y franqueaba insensiblemente la formidable distancia sin que nadie se diera cuenta de ello.

    Desgraciadamente, muchas veces entraban en juego los imponderables, de los cuales provenían los accidentes que Manfred había expuesto lealmente a sus compañeros antes de lanzarlos a la gran aventura. Sin embargo, a pesar de haber sido proyectados bruscamente no a otro punto del mundo espacial, sino al increíble interespacio, todos estaban con vida y sólo ligeramente aturdidos. Podían darse por satisfechos, ya que nunca podía darse una garantía de éxito en el momento de sumergirse.

    Manfred besó fogosamente a Cristal y les gritó a todos que estaban provisionalmente salvados. Se oyó un “¡hurra!” general por los interfonos, y Holspp empezó a saltar como un chiquillo. Los mandos no tenían importancia, ya que de momento resultaban inútiles.

    Contaron si estaban todos a bordo, y comprobaron que no faltaba nadie. Todos habían soportado bien el peligroso y vertiginoso paso, casi sin sentir ningún malestar, lo cual hizo suponer al joven físico que el estado de sobreexcitación en el cual se hallaban a causa del ardiente deseo de escapar de Jorris Wead había sido favorable al actuar sobre el metabolismo natural de cada uno.

    —Ahora estamos fuera del alcance de nuestros enemigos, o al menos así lo espero —dijo Manfred—. Nos falta intentar una segunda prueba, la de la emersión, porque hasta entonces permaneceremos en velocidad infinita. Sin embargo, nuestras proporciones siguen siendo las mismas, ya que somos, lo mismo que todo lo que nos rodea, relativos los unos a los otros. He obrado de este modo para no ser perseguidos, porque si una astronave enemiga se hubiera sumergido como nosotros, y partiendo poco más o menos desde el mismo punto, sería probable que llegara a la superficie espacial en una zona vecina, y aunque fuera en otra galaxia hubiéramos vuelto a encontrar a los esbirros de Jorris Wead.

    Todos aceptaron la eventualidad sin preocuparse. Se creían a salvo y no pedían nada más. Sin embargo, Manfred, Holspp y algunos más, pensaron en examinar un poco aquel extraño dominio en el cual los humanos no tenían oportunidad de permanecer, ya que casi siempre el paso por el mismo se hacía en estado de anestesia.

    No había ningún peligro en abrir las aberturas de la astronave, contrariamente a lo que sucede en el vacío, ya que no se corría el riesgo de que se escapara el aire respirable, puesto que ni siquiera existía el vacío.

    Cristal se asustó al ver que Manfred se disponía a salir.

    —No te vayas. Si acaso no volvieras, yo…
    —Cálmate, amor mío. No quiero dejar escapar la ocasión de realizar tal observación. Pero regresaré dentro de unos instantes.

    La joven fue a buscarle la chaqueta de presidiario.

    —Abrígate. Vas medio desnudo, y puedes coger frío.

    El joven sabio rió, con una franca carcajada que sonaba a libertad.

    —No tendré frío, querida mía, ni calor tampoco. Seré sencillamente yo. Estáticamente. En principio, lo exterior no puede hacerme mella. Es mejor que te reúnas con las compañeras y que todas juntas penséis en cosas más materiales. Con subespacio o sin él, la verdad es que tenemos hambre y sed, y muchos de los nuestros necesitan ser curados.él, la verdad es que tenemos hambre y sed, y muchos de los nuestros necesitan ser curados.

    Esto era verdad, porque el combate de los evadidos en Lenro les había ocasionado cuando menos bastantes arañazos. Cristal fue a reunirse con sus compañeras y todas se pusieron a trabajar, aunque ella seguía temerosa mientras miraba a Manfred por el tragaluz, medio desnudo y semejante a un dios antropomorfo, que salía de la astronave, seguido por Holspp y tres hombres más.

    El pequeño grupo avanzaba en la nada. No había atmósfera, ni siquiera un átomo, una partícula, ni el más minúsculo neutrino. La velocidad ultraluminíca que les servía de soporte permanente les colocaba fuera del cosmos propiamente dicho. Allí, en el misterio espacial, escapaban incluso a la electricidad estática, la fuerza energética latente que representa en cierto modo el plasma del universo. Y, sin embargo, notaban a su alrededor ciertas diferencias.

    Manfred avanzaba, alejándose de la astronave. Podía ir y venir, subir y bajar; era mejor todavía que ser un pájaro en pleno vuelo, porque el movimiento se bastaba a sí mismo y se realizaba totalmente, sin obstáculos, mientras que el vacío no atmosférico exige una potente reacción.

    —¿Qué son esos abismos de sombra? ¿Esas manchas más claras? ¿Esos pozos oscuros, y esas torres vagamente luminiscentes?

    El subespacio no se presentaba, como se hubiera podido suponer, uniformemente opaco y neutro; y aquellas apariencias difíciles de descifrar le intrigaban en grado sumo.

    —Manfred, ¿es posible esto? —dijo Holspp—. ¿No estamos en la nada?
    —¿La nada? Ésa es una palabra desprovista de sentido. La nada no existiría, en realidad, más que fuera de Dios. Si Dios existe, ¿en dónde estaría la nada, siendo el Creador omnipresente por excelencia?
    —¿Así es que no estamos en la nada?
    —No. La nada es una abstracción, y no podríamos movernos, no podríamos vivir en una abstracción. Por otra parte, decir que estamos en la nada resulta ridiculamente contradictorio. Sencillamente, no estaríamos.
    —Sí, es verdad —admitió Holspp—. Además no podríamos vernos, no podríamos oírnos.

    Manfred pareció impresionado.

    —En cierto sentido tienes razón, porque pienso que no nos vemos ni nos oímos en el sentido que puede darse a estos verbos en el cosmos… digamos, espacial. Aquí no existe atmósfera que conduzca las vibraciones sonoras, ni soporte atómico para la transmisión de fotones; por lo tanto, ni acústica ni rayos visuales.
    —Pero, sin embargo…
    —Sin embargo, me ves y me oyes. Bueno, digamos que esto es ilusorio. En realidad, tú sabes que yo estoy aquí, como yo sé que tú existes, y que existe la astronave y nuestros compañeros y compañeras; pero esto no depende ni del movimiento de las capas de aire, ni de una emisión luminosa, ni de ninguna vibración, repito, sea de la naturaleza que sea.

    Holspp dio un fuerte resoplido para expresar que semejantes explicaciones le dejaban estupefacto.

    —No llego a entenderlo —confesó—. Pero aun cuando tú tengas razón, Manfred, existen esas manchas, esos abismos, esas columnas. Todo esto es vago e impreciso…, pero si, como pretendes, yo no lo veo, aun así me doy cuenta de su existencia.

    Al seguir avanzando, comprendieron que los abismos eran curiosamente reales y dieron la alerta a sus compañeros. Existían unos pozos más o menos vastos, y algunos de ellos evocaban verdaderos cráteres y abismos totalmente negros. En cambio, las torres, débilmente luminiscentes, se erguían sin apoyarse en nada, al parecer.

    Uno de los evadidos, al acercarse demasiado a un abismo, estuvo a punto de caer en él, y sus compañeros tuvieron el tiempo justo de sujetarlo.

    —¡Por todos los bólidos de la galaxia, esto no es como debiera ser! —gritó Manfred—. Aquí hay un abismo, un cráter. Fijaos: si bajamos, perdemos de vista la negra abertura. Es como si estuviéramos, en cierto modo, debajo. Y aquí no hay nada.
    —Sin embargo —observó el que había estado a punto de caer—, me estremezco sólo al pensar que podría despeñarme dentro de un cráter semejante.

    Holspp propuso que fueran a examinar alguna de aquellas columnas. Manfred se apresuró a darle su aprobación y los cinco compañeros se dirigieron hacia una especie de masa vagamente cilindrica, de dimensiones absolutamente indefinibles, pero que formaba una mancha más clara en el interespacio.

    Estaban ya muy cerca de ella cuando Manfred se estremeció y se detuvo.

    —¡Holspp! ¡Holspp! Creo que lo he comprendido. Vemos estas cosas… mejor dicho, las presentimos, nos dan una sensación de materialidad porque…

    El grito de unos compañeros le interrumpió.

    —¡Allá! ¡Allá abajo! ¡La astronave!
    —¡Claro! Es la nuestra. Pero… ¿por qué tan lejos?
    —No, no lo es. Nosotros tomamos una nave pequeña. Aquélla es de un tamaño mucho mayor.
    —¡Es un navío de la milicia! Lleva el círculo azul con los bordes plateados…

    Todos quedaron anonadados por semejante revelación.

    Pero era verdad. El Dragón, enviado por el comodoro Itzek, acababa de reunirse con ellos en el subespacio, porque el prudente jefe de la milicia había recomendado al capitán Artf que se sumergiera directamente, sin prever una emersión inmediata. Había adivinado que Manfred, desesperado, precipitaría al navío y a sus compañeros en el abismo para no correr el riesgo de ser perseguido.

    Algunos hombres salían ya de los flancos del Dragón: unos milicianos de Jorris Wead, perfectamente reconocibles por sus uniformes, se adelantaban a través del misterio subespacial hacia los evadidos.


    CAPÍTULO V


    Manfred y sus compañeros hicieron un instintivo movimiento en dirección a su astronave, pero en seguida se dieron cuenta de que, por extraño que pudiera parecerles, se habían perdido en el subespacio.

    El joven físico empezaba a comprender que aquel lugar extraño, con su indefinible visibilidad —por otra parte probablemente inexistente, o existiendo sólo relativamente al poder ocular de cada uno—, engañaba sin cesar a los que se hallaban sumergidos en él por la sencilla razón de que los elementos que allí se hallaban: torres, abismos, pozos, etcétera, no parecían ser permanentes. Al contrario, eran variables, fugaces, cambiantes…

    Y, sin embargo, estaban allí. No puede decirse que fueran fantasmas; eran abismos en los cuales uno podía caerse.

    Manfred llamó a Holspp y a los otros tres compañeros, que se apiñaron a su alrededor, como a jefe indiscutible.

    —Hay que escapar de esos sujetos.
    —Sí. Después ya veremos qué es lo que podemos hacer —dijo Holspp.
    —De acuerdo —respondió otro de los evadidos—. Pero si fuera preciso combatir…
    —No nos negaremos a ello. Pero, entretanto, venid.

    Siguieron avanzando al azar. La increíble movilidad del paisaje —si acaso era posible aplicarle esta palabra— desorientaba completamente a los aventureros de aquel infinito interespacial. Los cinco compañeros corrían sin poner los pies sobre nada, subiendo o bajando como fantásticos peces de un acuario más fantástico todavía.

    —Creo que nos han visto —gritó Holspp.

    En efecto, se distinguía el grupo de los milicianos ahora muy por encima de ellos. Un jefe Altivo, fácil de reconocer por su uniforme recamado de plata, hacía grandes gestos señalándoles, a pesar de que estaban ya muy lejos los unos de los otros.

    —¡La astronave! ¡Mil cometas! ¿Dónde está la astronave?

    Pero la astronave ya no estaba allí. Parecía haber sido tragada por algún misterioso abismo del subespacio, por una de aquellas oscuras manchas que aparecían y desaparecían a los ojos de los cosmonautas con la misma sorprendente facilidad.

    Resultaba una curiosa persecución. No estaban en un terreno, por accidentado que fuera, ni tampoco sobre una superficie resbaladiza como la nieve o el hielo. Perseguidos y perseguidores, evadidos y milicianos, todos evolucionaban con una desconcertante facilidad, como si fueran seres acuáticos moviéndose en su propio ambiente.

    Y Manfred, todavía medio desnudo y siempre semejante a sí mismo —porque el infinito subespacial parecía no ejercer ninguna influencia sobre el ser biológico—, consideraba que aquella situación parecía irreal como un sueño. No existía ni arriba ni abajo, ni había ningún límite. Y no se notaba tampoco la temible lentitud de los cuerpos sumergidos en el vacío sin estar lo suficientemente dinamizados para poder moverse en él.

    Progresar de aquel modo resultaba alucinante. Se adelantaba, pero no se ganaba terreno. No se veía nada, delante ni detrás, salvo unas formas más o menos oscuras, más o menos descoloridas, que desaparecían tan sutilmente como habían aparecido, sin que se pudiera saber si pertenecían al dominio de la realidad o al de la fantasmagoría.

    Sin embargo, Manfred y sus compañeros evitaron las manchas más oscuras, temiendo volver a hallar el orificio de algún abismo, que por otra parte estaba desprovisto de pared cuando ellos descendían un poco más. La única señal, el único hito que tenían era el Dragón, el navío espacial de Harrania, que seguía permaneciendo visible aunque se habían alejado bastante de él.

    Pero los milicianos no les dejaban. Al principio habían quedado un poco sorprendidos por la singular movilidad del subespacio, pero luego se habían ido acostumbrando y proseguían su encarnizada persecución de los evadidos de la cárcel de Lenro.por la singular movilidad del subespacio, pero luego se habían ido acostumbrando y proseguían su encarnizada persecución de los evadidos de la cárcel de Lenro.

    Manfred volvía a sentir miedo nuevamente. No por sí mismo, ya que hacía mucho tiempo que estaba dispuesto a sacrificar su propia vida, sino porque pensaba en los demás, en aquellos que cuando se decidió la evasión le habían concedido una confianza total. Pensaba también en Cristal. Wenda era su razón de vivir y de esperar, más allá del sentido de la vida, y del deber que se había impuesto a sí mismo de luchar con todas sus fuerzas contra el dictador tecnócrata.

    Cerca de él, Holspp se detuvo un momento. Parecía flotar entre dos aguas, y permanecía inmóvil como un pez.

    —Si no encontramos nuestro navío…
    —Lo peor es que no tenemos armaduras espaciales, ni radio; no tenemos nada.

    Manfred se crispó, y su atormentado rostro indicó el esfuerzo cerebral que realizaba para hallar una solución. Era preciso comunicarse con la pequeña astronave, en la cual Cristal, las demás mujeres y los pocos hombres que quedaban debían sentirse inquietos por ellos.

    — ¡Los Altivos se acercan! —gritó uno de sus compañeros.

    Manfred se mordió el labio inferior. La cosa se complicaba. No tenían armas, porque no se les había ocurrido que necesitaran defenderse en el subespacio, y el joven físico se indignaba consigo por no haber previsto que la milicia podía perseguirles, mientras que la presencia de sus enemigos era una prueba de que el comodoro Itzek, en cambio, parecía haber adivinado perfectamente la táctica de los fugitivos.

    De pronto, creyó haber hallado la solución. Presentía que el hombre debía ser sordo y ciego en el subespacio, ya que sus órganos no estaban adaptados para ello. Sin embargo, veía y oía a sus amigos, tal como había intentado explicárselo a Holspp. En ese caso, sabiendo como sabía que Cristal estaba allí, que existía en alguna parte de aquel infinito, ¿por qué no intentar entrar en contacto telepático con ella?

    Sus compañeros le vieron detenerse de pronto y cerrar los ojos como para concentrarse. Uno de ellos se le acercó y le tocó suavemente el brazo.

    —Ya se acercan. Vámonos, Manfred…

    Éste no respondió, pero les hizo señas de que le dejaran. El pequeño grupo vaciló. No querían de ningún modo huir sin su comandante, pero se daban cuenta de las evoluciones de los milicianos, que se les acercaban.

    El pensamiento de Manfred Arrowstim —infinito por excelencia— se extendía a través de aquel interespacio que no tenía límites. Y el contacto se estableció. Aunque no era telépata por naturaleza, y una experiencia semejante hubiera sido difícil sino imposible e impracticable en el cosmos normal, Manfred notó que “tocaba” un pensamiento, que era el de Wenda O'Brien.

    —¡Cristal! ¡Oh! ¡Cristal!
    —¡Manfred!

    Se entabló un breve diálogo, un formidable “dúplex” en aquel mundo en el cual estaban a la vez infinitamente lejos el uno del otro y, sin embargo, totalmente presentes fuera de las distancias y del tiempo, que habían sido abolidos.

    Fue Holspp quien volvió a la carga, porque sus compañeros no. se atrevían.

    —¡Manfred! ¡Manfred Arrowstim! ¡Te lo suplico, vámonos!

    El interpelado, sin abrir los ojos, cogió el brazo de Holspp y se lo apretó con fuerza para hacerle comprender que era preciso que callara.

    La milicia se acercaba.

    —Tanto peor —gruñó uno de los evadidos—. Si es preciso, lucharemos cuerpo a cuerpo.
    —Pero estamos desarmados, y ellos tienen sin duda sus pistolas térmicas.
    —No las emplearán, porque quieren cogernos vivos.
    —Mucho mejor. Tanto vale un hombre como otro.

    Manfred no les escuchaba. Estaba mentalmente lejos de ellos, dándole indicaciones a Wenda. Supuso que un espíritu tan próximo al suyo no podía dejar de reaccionar a su llamada mental, y en el interespacio extradimensional podía implantar sus pensamientos en las neuronas del cerebro de la muchacha.

    —Quédate en la cabina. Busca el botón de color cobre que hay en el cuadro. ¿Lo ves? Apriétalo. ¿Oyes roncar a los motores?
    —Sí… Se han puesto en marcha.
    —Debajo del asiento del piloto… el pedal de la izquierda, apriétalo. Coge el volante… Diecinueve grados a la izquierda. Remonta un poco hacia la derecha, unos tres grados. ¿Qué sucede ahora?
    —El navío zumba; ahora se mueve. Ya se dispara.
    —No podemos estar lejos. Conserva la velocidad mínima, será suficiente. Normalmente, dentro de un minuto o dos debemos ver la astronave.

    Transcurrió un instante. Los compañeros de Arrowstim habían conseguido arrastrarle un poco, pero los milicianos ya estaban allí, conducidos por el oficial Altivo.

    Éste les gritó:

    —¡Rendios, rebeldes! ¡No tenéis escapatoria!
    —Ven a buscarnos —respondió con odio uno de los fugitivos.
    —¡Os prevengo que…!

    Holspp señaló algo con el dedo y todos volvieron la cabeza.

    El aparato de los evadidos acababa de hacer su aparición. Pareció salir de la nada, y se precipitaba hacia ellos según un eje en el que el plexo solar de Manfred hubiera representado el polo absoluto.

    Completando su razonamiento, el joven físico había supuesto que Cristal, siguiendo las instrucciones que él le daba mentalmente, y por la sencilla razón de que no existía ningún obstáculo de distancia, de tiempo ni de materia tridimensional, dirigiría instintivamente la astronave en línea recta hacia quien le llamaba.

    Del mismo modo que habían podido comunicarse telepáticamente sin ser telépatas, Cristal se convertía en piloto de la astronave sin tener ningún conocimiento de ello y dirigía infaliblemente el navío hacia el objetivo deseado sin ningún instrumento de astronavegación.

    Los milicianos parecían estupefactos; pero reaccionaron en seguida, y empleando los medios que poseían hablaron a través de los micrófonos portátiles que llevaban en sus cinturones de radio. Y el Dragón se puso en marcha a su vez.

    De modo que en lo desconocido del subespacio, en el cual los hombres seguían bailando su extraña danza, subiendo y bajando, como peces de aquella pecera sin paredes, los dos navíos espaciales parecieron dirigirse el uno al encuentro del otro.

    El Altivo y sus hombres, recibiendo sin duda órdenes dictadas desde el Dragón por el capitán Artf, hicieron un esfuerzo para alcanzar al grupo de los fugitivos.

    ¡Demasiado tarde! La pequeña astronave llegó, y Manfred y sus compañeros fueron izados a bordo inmediatamente. La milicia apuntaba ya sus pistolas térmicas, de las cuales surgieron chorros de rayos inframalvas…

    Pero Manfred, continuando su contacto mental con Cristal, les respondió. Desde el camarote de mando, la ex cantante de la televisión de Harrania apretaba botones, maniobraba manecillas y accionaba pedales. Un formidable chorro de fuego surgió de los flancos de la astronave. No alcanzó al enemigo, porque Cristal no era lo suficientemente hábil; pero al menos obtuvo el resultado de que el grupo de milicianos retrocediera prudentemente hacia el Dragón.

    Manfred penetró entonces en el camarote de mando y apartó a Cristal, que quería echarse en sus brazos.

    —¡No! No tenemos ni un segundo que perder.

    El Dragón avanzaba hacia ellos, pero no disparaba, ya que había recibido la estricta consigna, dada por Jorris Wead, de apoderarse de Manfred y de la que consideraban como la prometida de Methoodias.

    Holspp y sus restantes compañeros penetraron también en el camarote de mando y vieron a Arrowstim apartar a Cristal con mano firme y coger los mandos, mirando la pantalla que reflejaba el infinito subespacio en el cual se distinguía claramente al Dragón.

    Aquel hombre semidesnudo, con su rostro enérgico y atormentado, estaba más terrible y más hermoso que nunca. Todos sus músculos estaban tensos, en el esfuerzo correspondiente a la formidable tensión de su espíritu, y realizaba rápidamente las diversas maniobras, haciendo estremecer y vibrar al aparato bajo las órdenes de su indiscutible comandante.

    Manfred acababa de tomar una resolución feroz al divisar una mancha oscura, inmensa, cerca del Dragón. Iba a jugarse una vez más el todo por el todo. Quizá fuera la última vez, porque se daba perfecta cuenta de las terribles consecuencias que podía tener aquella iniciativa suya.

    Pero no quería reflexionar más. Y no reflexionó. Solamente actuó.

    Después de haber regulado diversos controles, ante los ojos de Cristal y de sus compañeros, que no comprendían de qué se trataba ni qué era lo que intentaba hacer, Manfred cogió una manecilla con una mano y el volante de dirección en la otra.

    Hubo un choque brusco, que hizo vibrar a todo el navío. La pequeña astronave, lanzada como un espolón con toda su masa, se precipitó contra el Dragón y penetró como una cuña en su casco.

    Artf y sus hombres, sorprendidos por una audacia tan increíble, no pudieron hacer nada para defenderse, y el Dragón, destrozado y literalmente partido por la mitad, fue proyectado en el cráter infinito, cuya gran mancha negra señalaba el orificio, tal como lo había calculado rápidamente Manfred.

    El Dragón desapareció tragado por el abismo, mientras que los miembros de su tripulación, desesperados y retorciendo angustiosamente sus brazos, se agitaban como diablillos del infierno y daban vueltas sobre sí mismos, presos sin esperanza en aquel interespacio sin principio ni fin, perdidos para siempre en la velocidad supralumínica que habían alcanzado, y sin tener la menor posibilidad de salir de ella.

    Al ver aquellos hombres, Cristal pensó en lo que les esperaba, en su fin terrible dentro de aquel espanto sin nombre. Algo familiarizada ya con el manejo de la astronave, se dio cuenta en aquel preciso momento de que Arrowstim estaba intentando hacer salir a la astronave del subespacio y exclamó:

    —¡Manfred! No podemos abandonar a esos desgraciados…

    Sus compañeros, a los que el choque había proyectado al suelo o contra las paredes, gemían o hacían gestos de dolor; algunos de ellos sangraban, otros estaban contusionados o heridos.

    —No puedo escoger —dijo Manfred, con voz enronquecida—. Esto se rompe por todas partes. Incluso no sé si podremos…

    También él estaba herido en el hombro, y tenía el torso bañado en sangre mientras cogía la manecilla verde con mano crispada, preguntándose, en medio de su aturdimiento, si la astronave, que había quedado gravemente averiada después de su choque contra el Dragón, podría reaccionar todavía y obedecer a aquella última orden de su improvisado piloto.

    Ya no se distinguía el abismo que había devorado al navío del capitán Artf. Arrowstim no tuvo siquiera tiempo para rezar, pero al menos hizo lo que hacen los hombres en casos semejantes: pensó en su Creador.

    La astronave cesó en su movimiento giroscópico y volvió a recobrar la velocidad lumínica, abandonando el subespacio; la acción los hizo bajar a la velocidad de la luz, tan aprisa como los fotones; luego el ritmo disminuyó a una cadencia ultrarrápida.

    Todos los pasajeros del navío fueron derribados una vez más, incluso el piloto. Pero Manfred, antes de perder el conocimiento, pudo ver al menos el cielo y las estrellas, así como también un planeta a cierta distancia. Un planeta aislado en el espacio, sin el menor satélite, que desde luego no era Harrania ni ninguno de sus mundos corolarios, que era lo mejor que podían desear.

    Aturdidos por su emersión al espacio, todos quedaron inconscientes, mientras la astronave vivía su último viaje y flotaba en el vacío, privada de piloto. Pero el cercano planeta ejerció su atracción sobre ella, que fue descendiendo lentamente con su carga de cuerpos inertes.


    CAPÍTULO VI


    Manfred Arrowstim surgió de los abismos de la inconsciencia y no oyó nada a su alrededor. El silencio era absoluto. No era el silencio de las astronaves —en las que siempre domina el eterno zumbido de los motores, que por discretos que sean no callan nunca—, sino un silencio verdadero, un silencio reconfortante bajo un cielo sereno.

    Sin embargo, el joven físico no estaba en condiciones de apreciar aquel descanso. Su cerebro, brumoso todavía, que siguiendo la ley de la naturaleza no había dejado de trabajar durante su desmayo, le conducía hacia lo que él creía que podía ser la solución del último problema que estaba estudiando su espíritu investigador.

    Un triunfal “¡eureka!”, herencia del planeta patriarcal, cantaba en él. Pensó:

    «¡Ya lo entiendo, Cristal! ¡Lo he encontrado, Holspp! El subespacio, al menos aquel en el cual nos hemos encontrado sumergidos, no alcanzaba la perfección porque nuestros motores, los que lanzan a la astronave al movimiento giroscópico y le hacen alcanzar en movimiento rotativo la velocidad lumínica para sobrepasarla de un modo infinitesimal, no pueden llegar a lo absoluto. Ciertamente, está muy cerca de él, pero basta la más pequeña falla… En un dominio tan delicado, tan sensible, una desviación del orden de una millonésima se nota perfectamente.
    »La supervelocidad nos ha conducido a la masa infinita; por lo tanto, deberíamos haber alcanzado este absoluto. Hemos sobrepasado el universo; por lo tanto, en este mundo interespacial no debería haber más que nosotros y lo que nosotros llevamos. En este caso, la astronave y su material. Sin embargo, hemos encontrado alguna cosa, unas torres fantasmas, unas manchas que evolucionan, unos abismos vampiros… unas imperfecciones, en cierto modo. Como manchas en el diamante, imputables a las más ínfimas desigualdades, imperceptibles para el técnico más meticuloso, pero que de todos modos existen en la mecánica construida por el ser humano y engendran cosas insólitas en la creación subespacial…

    Manfred abrió los ojos; el razonamiento se le presentaba de una manera perfecta, y podría creerse dando clases en la Universidad de Harrania, en la cual había sido profesor antes de que lo detuvieran por considerar que se desviaba de la línea del Partido que reinaba sobre los diez planetas.

    Un agudo dolor en el hombro le hizo volver a la realidad, y se dio cuenta de lo que sucedía, y del lugar en el cual se hallaba.

    —¡Wenda! ¡Wenda! ¿Dónde estás? ¡Contéstame, vida mía!

    Un gemido le hizo eco. Manfred, molido y contuso, se incorporó como pudo y vio el rostro de Holspp mirándole, con un terrible morado en el ojo.

    —¡Wenda! ¿Dónde está Wenda?
    —A tu lado, querido Manfred…

    Éste olvidó inmediatamente el cosmos y cogió a la muchacha entre sus brazos. Un minuto después tenía la alegría de verle abrir los ojos.

    Una vez repuesta del choque, ella no pensó más que en lavar el torso manchado de Manfred, limpiarle la herida y cicatrizarla con intracorol, medicamento proveniente del planeta Venus y cuyo poder cauterizante era prodigioso.

    —¿Dónde estamos? ¿Y los demás?

    La astronave estaba inmóvil. Había aterrizado en un planeta desconocido, pero en el cual el aire era perfectamente respirable, tal como lo atestiguaba el azul de la bóveda celeste, digno de los mundos de tipo terrenal.

    Los pájaros empezaron a cantar, interrumpiendo el silencio que había favorecido la prolongación del desmayo de los náufragos. Éstos comprendieron lo sucedido. La pequeña astronave, bastante maltrecha ya en el subespacio por su choque contra el Dragón, había quedado definitivamente fuera de combate al aterrizar en el planeta. Por suerte, los reactores automáticos de freno habían funcionado relativamente bien; de no ser así, los últimos evadidos de la cárcel de Lenro hubieran quedado aplastados.

    Sin embargo, había habido muertos. Una mujer y dos hombres habían perecido y los heridos eran numerosos, dos de ellos bastante graves. Manfred encargó a uno de sus compañeros, el estudiante de medicina Walm, que se ocupara de aquellos casos y de organizar todo lo referente al servicio sanitario, mientras él, que ya estaba vendado, iría de exploración para intentar averiguar adónde había llevado la Providencia a los evadidos del mundo dirigido por Jorris Wead. Le acompañaron Cristal, que declaraba hallarse perfectamente, y Holspp, que no tenía más lesión que su antiestético ojo morado.

    El aire favorable no les obligaba a ponerse escafandras ni trajes espaciales, por lo que se contentaron con ponerse los conjuntos previstos para las escalas: unos monos muy flexibles, de una increíble resistencia, que llevaban un pequeño arsenal en la cintura: armas térmicas y armas blancas, una brújula universal que podía regularse según el planeta visitado, una radio, etc.

    La primera constatación que hicieron los tres exploradores fue de capital importancia. La pequeña astronave no podría volver nunca al espacio. Estaba completamente inutilizada, y no se podía contar con ella para salir de aquel planeta.

    —Pero este sitio parece bastante hospitalario —observó Manfred.

    En todo caso, la naturaleza era salvaje pero no hostil. Aunque hubiera muchas rocas, se divisaba una rumorosa cascada y se descubrían mamíferos cuadrúpedos y cuadrumanos que corrían entre el follaje y a ras del suelo. Y numerosos pájaros de variadas tallas y plumaje iban tranquilamente a colocarse encima del desgraciado navío del espacio, o saltaban picoteando la hierba muy cerca de los astronautas.

    —Es maravilloso —dijo Wenda—. No tienen ningún miedo de nosotros.
    —Seguramente no conocen al hombre. Este mundo parece bastante pequeño y probablemente deshabitado, al menos en esta región.

    De momento, no descubrieron nada extraordinario. Los animales y vegetales, todos de colores vivos y de lozano aspecto, indicaban que se trataba de un mundo nuevo, de dimensiones bastante reducidas.

    Sin duda, los tres amigos hubieran flotado por encima del suelo, proyectados por el aire al menor movimiento, si no hubieran llevado los cinturones previstos para la estabilización gravitacional. En base a la curvatura del horizonte, era probable que aquel planeta tuviera poco más o menos el tamaño de la Luna, la vieja compañera celeste de aquella Tierra de la cual habían venido los antepasados de Manfred Arrowstim.

    Recorrieron tres o cuatro mil mooz en un paisaje idílico, aunque no hallaron ningún árbol muy elevado. Unas lejanas montañas se recortaban en el horizonte. El sol que reinaba sobre el planeta era una hermosa estrella amarilla, cuyos rayos calentaban con fuerza. Este fenómeno, combinado con la hidrografía, que parecía abundante, permitía justificar la vitalidad animal y vegetal del mundo.

    —¿Deberemos vivir siempre aquí? —suspiró Holspp.
    —Yo no deseo nada más —dijo Cristal, cogiéndose del brazo de Manfred. Éste la besó en la frente.
    —¿Cómo? —exclamó Holspp—. ¿Es posible, Wenda, que no echaras de menos tu vida de artista, y la televisión, que te hacía la vedette de diez planetas?

    Manfred se echó a reír.

    —Estás loco, Holspp. Cristal ya no existía; sólo quedaba una pobre niña encerrada en la cárcel de Lenro.
    —Ya lo sé. Pero tal vez esto no hubiera durado, si Jorris Wead era derribado del poder…
    —No te hagas ilusiones. Un régimen semejante, una vez implantado, sólo desaparece cuando ocurre una catástrofe, cuando sus propios partidarios hubieran comprendido por fin la palabra libertad. Y Cristal hubiera podido esperar largo tiempo, ya que se había declarado partidaria mía.
    —Además —dijo Wenda, riendo—, nada me prohibe cantar aquí.
    —Oh, sí, canta, amor mío —dijo Manfred—. ¡Que tu voz haga vibrar a este planeta ignorado! Tal vez será el primer canto humano después de su creación.

    Cristal le sonrió y se alejó riendo, para encaramarse a una roca que dominaba un torrente muy impetuoso, cuyas aguas espumeaban. Luego empezó a cantar bajo el gran sol dorado. Su amante la escuchó extasiado, olvidando los horrores de Lenro, el presidio, el autoritario Partido, Jorris Wead, la física, el subespacio y su trágico viaje.

    Holspp también se dejó prender en el hechizo, sonriendo a las triviales palabras que los tecnócratas habían juzgado desviacionistas, y que cantaban muy sencillamente la felicidad de un pequeño idilio sin importancia. Pero, de pronto, exclamó:

    —¡Escuchad! ¿No oís un ruido extraño?

    Manfred, extasiado con lo que cantaba Cristal le hizo signo de que callara, molesto por aquella interrupción que le había parecido intempestiva. Pero Holspp seguía insistiendo, y la misma Cristal también oyó algo, porque se detuvo de repente a mitad de la canción.

    —Manfred, oigo ruido de truenos.
    —Eso es lo que me parecía a mí —dijo Holspp—. O algo similar, como un cañoneo.

    Manfred iba a decirles que los dos estaban soñando, cuando oyó a su vez el sordo rumor lejano.

    —¿Qué significa esto? —preguntó, frunciendo las cejas.

    En efecto, era poco comprensible porque hacía muy buen tiempo y el astro brillaba en el cenit como una enorme antorcha de oro en medio de un azul deslumbrante. No se notaba ni un soplo de brisa, no había ninguna nube en el horizonte, y, sin embargo, lo que se oía era semejante al rumor del trueno, como pudieron constatar después de unos minutos de prestar atención.

    Los tres amigos miraban a su alrededor, sobre todo en dirección a las montañas, y Cristal, que seguía en pie sobre su roca, gritó de pronto:

    —¡Oh, Manfred! Veo como unos puntos de luz… como si fueran de fuego.
    —¿Dónde?

    Manfred corrió a reunirse con ella, escalando la roca, y Holspp le siguió inmediatamente. Entonces pudieron comprobar que en el aire puro y bajo un cielo impecable subían unas chispas, que resultaban poco visibles a causa de la gran claridad.

    Esto sucedía muy lejos, a muchos millares de mooz del lugar en el cual se hallaban, y por encima de un amplio bosque que se extendía al borde de la llanura en la cual había aterrizado la astronave, y que parecía llegar hasta las montañas que cerraban el horizonte.

    —Son chispas, torbellinos de chispas encima de un bosque. Y lo más raro es que ese bosque no se quema, porque no se ven ni llamas ni humo. Y el trueno se sigue oyendo.
    —¿Crees que los dos fenómenos están ligados? —preguntó Holspp.
    —Me parece lógico. Pero, ¿qué es lo que sería lógico en un planeta desconocido? ¡La vida se reviste de formas tan extrañas, tan dispares, de un mundo al otro…!

    Naturalmente, tanto la curiosidad humana como el espíritu científico les empujaba a ir a ver qué era lo que sucedía, pero el joven sabio creyó prudente regresar primero a la astronave. No era posible alejarse más sin exponerse a algún peligro. A su juicio, el bosque debía extenderse empezando a unos diez mil mooz del lugar en el que había caído la astronave, y era preferible volverse a reunir antes con sus compañeros.

    A pesar de que sentía vehementes deseos de averiguar el secreto de las chispas del bosque, Holspp se rindió a estas razones. En cuanto a Cristal, apoyada en el brazo de Manfred, estaba dispuesta a seguirle hasta el otro confín de la galaxia, si él lo deseaba, o a permanecer en aquel planeta por toda la eternidad si el físico lo decidía así. Volvieron, pues, a la destruida astronave que debía servirles de campamento.

    Sus compañeros habían cavado fosas para enterrar a los muertos, ya que no disponían de máquinas de desintegración como en los grandes navíos, y además la mayor parte de las máquinas ya no funcionaban. Una vez recubiertas las tumbas, Cristal cantó una oración y Manfred aconsejó a sus compañeros que pensaran en lo por venir.

    Tenían víveres, armas y vestidos, sin contar varios elementos de radio todavía en buen estado; además en cada cinturón había una pequeña emisora para los dúplex.

    Arrowstim no les ocultó que tal vez deberían quedarse para siempre allí, si nadie venía a buscarles; pero todos aceptaron con buen humor esta eventualidad. Como los dos sexos estaban representados, se aceptaba el augurio de fundar un pequeño pueblo, y tal como decía humorísticamente el doctor Walm, no sería ningún sacrificio dejar de ver a los tecnócratas, a los Altivos y a toda su milicia.

    Se realizó una primera comida con bastante animación. Los heridos, cuidados por las mujeres, iban mejorando. Manfred había explicado a sus compañeros que su primer viaje de exploración había resultado alentador y que la fauna y la flora, muy clásicas, permitían creer que los elementos eran favorables a la existencia.

    —Además, tal vez existan habitantes en este planeta —observó Holspp.
    —Lo esencial es que no tengan como ideal algún socialismo totalitario —respondió Walm.

    La jornada transcurrió mientras organizaban la instalación. Manfred y sus compañeros estudiaron la posibilidad de utilizar hasta el máximo los restos de la astronave para edificar una o varias casas con armazón de metal y madera, la que parecía abundar allí. Todos aplaudieron la idea. Había trabajo para los próximos días, pero nadie sabía todavía cuánto tiempo duraban estos días, porque aún era preciso estudiar la rotación del planeta.

    Mientras pensaba en todo esto, Manfred iba y venía, conservando el contacto con todos. Al atardecer se sentía demasiado nervioso para dormir, y Holspp aprovechó este estado de ánimo para proponerle la exploración del misterioso bosque.

    —El sol está declinando —le dijo—, pero seguramente aún quedan varias horas de luz. Todo parece hacer creer, según mis observaciones, que la rotación del planeta dura más de treinta horas. Tenemos tiempo de sobra.

    Cristal quería acompañarles, pero aunque Manfred primero protestó, luego acabó por rendirse, y Walm, a quien Holspp le había hablado del enigma de las chispas, se unió también al grupo.

    Salieron del campamento después de dormir una siesta de una hora. El crepúsculo se acercaba lentamente, y el cielo tomaba unos tonos leonados y púrpura de un efecto precioso. La naturaleza era muy bella, aunque no presentaba nada extraordinario. Hacía un poco de viento, pero muy ligero, y varias veces pudieron constatar que se oía el rumor de truenos, pero con débil intensidad.

    La última vez que lo oyeron, Manfred se detuvo, consultó su cronógrafo y esperó un poco.

    —¿Has notado algo? —le preguntó Cristal.
    —Sí. Me parece que el trueno, o lo que consideramos como tal, se oye de una manera regular poco después de cada ráfaga de viento.

    Todos se detuvieron unos momentos y pudieron constatar que Manfred tenía razón, pero esto no aclaraba el misterio y no logró otra cosa que intrigarles mucho.

    Volvieron a ponerse en marcha. El cielo se oscurecía cada vez más, y los cuatro exploradores tuvieron que admitir que la distancia era mayor de lo que habían creído al principio. Además, el terreno era accidentado; era preciso franquear torrentes, rodear pequeños lagos o rocosas colinas, lo cual dificultaba la marcha. El bosque distaba todavía unos tres o cuatro mil mooz cuando cayó la noche.

    A medida que se acercaban, habían podido constatar que las chispas seguían manifestándose. De pronto hubo una ráfaga más fuerte, y los árboles del bosque se estremecieron bajo su violencia. En seguida oyeron con gran estupefacción el ruido del trueno, mientras los árboles ondulaban impulsados por el viento al mismo tiempo que surgían brillantes haces de chispas.trueno, mientras los árboles ondulaban impulsados por el viento al mismo tiempo que surgían brillantes haces de chispas.

    Torrentes de puntos llameantes surgían espontáneamente de la masa de los árboles, como si nacieran debajo de las mismas ramas. Y como ya había oscurecido mucho, era fantástico el espectáculo de los penachos de fuego, las magníficas y fugaces antorchas que lanzaban insólitas luces, torrentes de rubíes y de carbunclos que se elevaban hacia el cielo.

    Este impresionante espectáculo iba acompañado de un estruendo ensordecedor, que casi obligaba a taparse los oídos. Sin embargo, los evadidos de Lenro no pensaron en hacerlo, y siguieron avanzando, fascinados por aquel extraordinario fenómeno. El bosque les atraía mágicamente.

    Empero, Manfred les sugirió que redoblaran las precauciones, porque no se sabía de qué se trataba, ni se podía comprender. Los árboles no se quemaban, y después de los haces de chispas todo volvía a quedar tranquilo. Siguieron avanzando, olvidándose de la fatiga y sin preocuparse por la noche, que en un mundo desconocido trae en su seno peligros a veces terribles, ignorando el alejamiento del campamento… En su deseo de saber, y entregados al descubrimiento de un elemento tal vez desconocido del cosmos, emplearon un tiempo muy corto en llegar al lindero del bosque.

    Estaban jadeantes y ansiosos, pero Manfred les detuvo otra vez y les dijo:

    —Sed prudentes. Este bosque es espantoso. Ante todo os aconsejo que avancéis entre los árboles, sin tocar los troncos ni las ramas.
    —Es diabólico —murmuró Cristal.
    —No digas tonterías, qurida. En el cosmos no hay nada diabólico ni sobrenatural. Todo obedece a las mismas leyes, que son universales e intangibles. Sólo que se manifiestan de distinta manera, según los planetas y las formas evolucionadoras de la Naturaleza.

    Estaban ya muy cerca del bosque, y cuando soplaba una ráfaga pudieron constatar lo que Manfred presentía hacía ya bastante rato: que lo que provocaba el fenómeno era el balanceo de los árboles al ser sacudidos por el viento. Las chispas nacían por millares y millones de las ramas, surgían al soplo del viento y se elevaban o caían según los casos. Y su formidable chisporroteo formaba simultáneamente un verdadero rumor al unirse, parecido a un prolongado ruido de truenos, que les había atraído hasta allí.

    —Es increíble —murmuró Manfred.

    Los cuatro amigos miraban a los árboles, que tenían un aspecto muy raro. Completamente desprovistos de hojas, todos ellos eran relativamente bajos, pero ligeramente más elevados que las demás plantas del planeta; chaparros, de un color uniforme semejante al reluciente gris oscuro del hierro, eran sensibles a la menor brisa y en seguida lanzaban sus ruidosas chispas.

    Holspp, impaciente, quiso aventurarse en el interior del bosque.

    —¡Holspp, ven aquí en seguida! —gritó Manfred.

    En aquel momento sopló una ráfaga de viento, las ramas se curvaron y, en medio de un estruendo terrible, surgieron torrentes de chispas de color escarlata. El poeta de Harrania desapareció de la vista de sus compañeros.

    Manfred se precipitó en su búsqueda. Cristal lanzó un grito, y Walm la retuvo a tiempo para que no se abalanzara a su vez hacia el bosque.

    Una tempestad se desencadenaba, y el bosque, azotado por la tormenta, retorcía sus brazos de un gris de hierro como herido por la violencia que lo sacudía, y lanzaba inmensas columnas de chispas, entre las cuales Holspp y luego Manfred se perdieron de vista, mientras el retumbar del trueno de aquellos extraños vegetales rugía cada vez más fuerte hasta convertirse en un estruendo ensordecedor.


    CAPÍTULO VII


    Manfred se había precipitado sin reflexionar detrás de su amigo, con toda la generosidad de corazón que había presidido siempre, desde que tuvo uso de razón, la mayoría de sus actos.

    Vio a Holspp tendido en el suelo, seguramente derribado por una conmoción, víctima de su impetuosidad y de su imprudencia, y se veían correr puntitos luminosos sobre su cuerpo como si fueran insectos voraces.

    Manfred no comprendía qué era lo que había sucedido, pero sólo una cosa le importaba ahora: era evidente que Holspp necesitaba socorro.

    El físico se acercó y se inclinó sobre él. El viento seguía sacudiendo con furia los extraños vegetales de aspecto metálico, haciendo nacer sin interrupción torbellinos de chispas, una parte de las cuales parecía haber caído sobre el desgraciado Holspp.

    Sin embargo, Arrowstim, al inclinarse con precaución sobre él, temiendo que aquella electricidad insólita le hubiera fulminado, pudo constatar que no era así, porque su amigo intentaba ya levantarse, algo aturdido pero con todo su conocimiento.

    —¿Qué debe ser esto que me pica, Manfred? No veo nada, y siento una comezón terrible…

    Manfred le alargó la mano para ayudarle a levantarse completamente, y entonces experimentó a su vez la misma sensación, es decir, una impresión de mil pequeños pinchazos por todo el cuerpo al mismo tiempo que un extraño entorpecimiento se apoderaba de todo su ser, mientras las chispas corrían sobre sus miembros y su rostro, desapareciendo en seguida para reaparecer más lejos.

    —Estamos electrizados, Manfred.
    —Ya me doy cuenta. ¿Cómo te encuentras?
    —Bien… Muy bien. Me siento ligero, como si no notara mi cuerpo.
    —Yo también. Es una cosa muy rara.

    Sin embargo, aquellos efectos espectaculares se iban atenuando y no tardaron en borrarse de los dos hombres, a pesar de que seguían rodeados de ramas retorcidas por el viento y que dichas ramas no cesaban de chisporrotear y de llenar el aire de millares de aquellos insectos ígneos.

    —Es extraño que no notemos nada, habiendo este fuego eléctrico alrededor nuestro, por encima y por todas partes.

    De pronto, Manfred, que miraba en torno suyo buscando el modo de salir de aquella selva tan extraña, tuvo una idea.

    —Holspp, cuando te has internado dentro del bosque, ¿has tocado algún tronco? Te había recomendado que no lo hicieras.
    —Ya lo recuerdo, Manfred, pero ha sucedido lo siguiente: el viento ha tirado violentamente una rama sobre mí, he sentido un choque muy violento, y me he encontrado en el suelo. No sentía dolor en ninguna parte, sólo estaba en el estado en que tú me has encontrado. Es muy raro. Como si estuviera drogado. Una sensación mezcla de entorpecimiento y de ligereza, y…
    —Y las chispas que corrían por encima de ti como si fueran hormigas. Ya lo comprendo. Las chispas llueven en abundancia por encima de nosotros, pero no ofrecen peligro. El peligro está en el contacto con los árboles (sigo creyendo que los son), que deben absorber la electricidad del aire, o catalizar la del suelo. No lo acabo de entender.

    Pero era preciso salir de allí y dejar los comentarios para más tarde; así es que Manfred interrumpió su curso de física para intentar reunirse con Wenda y el doctor Walm.

    Desgraciadamente, la tempestad era tan violenta que los dos amigos ya no veían dónde estaban. Se hallaban rodeados de árboles diabólicos que les rociaban copiosamente con aquellas chispas que no les causaban daño alguno, pero les estorbaban la visibilidad, y no tardaron en darse cuenta de que a medida que creían acercarse al lindero de aquel bosque, tal vez único en la galaxia, no hacían otra cosa que internarse más y más en él.copiosamente con aquellas chispas que no les causaban daño alguno, pero les estorbaban la visibilidad, y no tardaron en darse cuenta de que a medida que creían acercarse al lindero de aquel bosque, tal vez único en la galaxia, no hacían otra cosa que internarse más y más en él.

    Era imposible orientarse, pues no se veía otra cosa que los formidables árboles como de hierro que irradiaban haces de chispas; y ambos hombres seguían caminando casi a ciegas, procurando únicamente evitar el contacto de los troncos y, sobre todo, el de las ramas, que se agitaban con las ráfagas de viento como unos grandes brazos esqueléticos, pigmentados de raro modo con aquellas chispas incomprensibles.

    De vez en cuando se detenían, aprovechando los raros momentos en que la tempestad se apaciguaba, y gritaban los nombres de Cristal y de Walm, esperando oír una respuesta que pudiera servirles de orientación. Pero, desgraciadamente, fuera porque el viento soplara todavía con excesiva violencia o porque se habían extraviado más de lo que creían bajo aquella vegetación fantástica, acabaron por rendirse a la evidencia: sus compañeros no les oían y no podían responderles.

    Claro que, tarde o temprano, la tempestad cesaría, y que entonces sería infinitamente más fácil volver a encontrar el camino; mas todo les hacía creer que, según sus primeros cálculos, la noche en aquel planeta duraría por lo menos quince horas, lo que les auguraba largas y tristes horas si no conseguían salir antes de allí.

    Mientras seguían caminando, Manfred reflexionaba. La víspera, cuando el cielo estaba completamente azul, habían oído ya el retumbar semejante al de los truenos y habían divisado los puntos luminosos en pleno día y en tiempo sereno bajo la brillante luz del sol. Entonces, no era el viento lo que hacía vibrar a los árboles provocando el fenómeno eléctrico, ya que no soplaba el más ligero viento. ¿Qué debía ser?

    Se le ocurrió que tal vez bastara el paso de un animal, o de un hombre, para poner en marcha la extraña máquina psico-vegetal al mover las enredadas ramas… Pero esto no le daba la solución, o sea, la de encontrar el buen camino. La noche era ya total, pero a cada momento los dos amigos se veían uno a otro y divisaban a los grandes árboles, que les rodeaban como guerreros fúnebres, prosiguiendo sus gestos infernales, porque los torrentes de chispas lanzaban una luz breve y sangrienta como la de los incendios, aquella claridad inquietante, como inacabable, que pone en los rostros reflejos diabólicos.

    Era un mundo de fuego, un mundo de muerte. A cada momento los dos hombres se veían obligados a apartarse a un lado, a correr hacia delante o hacia atrás, e incluso a tirarse al suelo, para escapar a las garras de los árboles que el viento retorcía, llevándolas violentamente hacia ellos como para cogerlos, mientras dejaban gotear millones de aquellos pequeños monstruos fulgurantes.

    No sabían ya dónde se encontraban. El estruendo incesante semejante al del trueno que acompañaba el chorro de fuego les impedía tener una conversación coherente. Sólo gritaban unas palabras de vez en cuando, pero el estrépito devoraba sus voces.

    En un momento dado se detuvieron, asustados. Muchos árboles se habían desplomado, formando una terrible amalgama vegetal de siniestro aspecto, que seguía emitiendo un torrente eléctrico. Los troncos, a pesar de estar derribados en el suelo, seguían chisporroteando bajo el viento y emitiendo extrañas vibraciones, mientras sus ramas se agitaban débilmente, como unos gigantes moribundos.

    Manfred y Holspp retrocedieron, pero las ramas caían de todos lados sin que supieran cómo, de manera que el suelo se ponía cada vez más amenazador al quedar recubierto por las chispas que nacían de las ramas derribadas.

    Saltaron por encima de varias de ellas, recibieron algunas sacudidas que les hicieron caer, volvieron a levantarse trabajosamente, comunicando la descarga eléctrica al compañero que alargaba instintivamente la mano para ayudar al que se había caído.

    De pronto, Holspp quiso evitar una enorme rama que chisporroteaba debajo de él. Lanzó un formidable salto y antes de volver a bajar se mantuvo en el aire por un par de segundos. A pesar de que la situación era extraña y trágica, Manfred dejó escapar una exclamación, porque lo que acababa de observar era formidable, o al menos lo parecía.segundos. A pesar de que la situación era extraña y trágica, Manfred dejó escapar una exclamación, porque lo que acababa de observar era formidable, o al menos lo parecía.

    Durante el cortísimo momento del salto, Holspp, que entonces no tenía ningún contacto con el suelo, quedó enteramente recubierto de chispas. Todo su ser había tomado un aspecto fulgurante provocado por los millones de puntitos surgidos espontáneamente de su cuerpo, que en aquel momento no eran producidos por el contacto con los vegetales eléctricos.

    —¡Dios del cosmos! ¡Esto sí que es inaudito!

    Al volver a tocar el suelo, Holspp volvió a ser como antes. No parecía sentirse absolutamente nada incómodo y pareció muy sorprendido al volverse y observar la actitud de su compañero bajo la danzante y siniestra claridad.

    —¿Qué pasa?
    —Holspp, Holspp, ¿no te has dado cuenta de nada?
    —¿Yo? No. ¿De qué?

    Cada uno de ellos estaba a un lado de la gran rama que Holspp había franqueado casi volando.

    —¿No has notado nada mientras saltabas?

    Holspp confesó que no había notado nada extraordinario, solamente una increíble facilidad en el salto a la que, de momento, no había concedido ninguna importancia.

    —Creo que si hubiera querido, hubiera podido batir todos los récords establecidos en el estadio de Harrania.
    —Vuelve a saltar… Pero procura no caer sobre ningún tronco derribado, ni chocar contra alguna rama.

    Les costó un buen rato mantener este diálogo, porque se veían obligados a repetir las palabras y las frases a causa del viento y de la extraordinaria tempestad, que no cesaba de engendrar haces de fuego que producían un estrépito espantoso.

    Por fin Holspp comprendió lo que su amigo deseaba, y le dio con mucho gusto una demostración de salto de altura en un espacio bastante despejado.

    Esto es lo que deseaba Manfred, que no se sorprendió al constatar que su compañero no sólo volvía a quedar recubierto de fuego durante su salto, sino que, al haber tomado el máximo impulso, alcanzaba a la vez una altura y una distancia increíbles. Manfred calculó que debía haber saltado cerca de veinte mooz de anchura por una altura de cuatro o cinco.

    Al volver a caer al suelo, Holspp cesó de chisporrotear por cuenta propia y se volvió hacia Manfred, estupefacto. Intentó hablar, pero se había alejado tanto que no lograba hacerse entender a causa del retumbar de trueno de las chispas.

    Sin embargo, Arrowstim adivinó que Holspp se habría controlado lo más posible para poder constatar por sí mismo la proeza que había sido capaz de llevar a cabo, ya que sin duda nunca había encontrado en su cuerpo de poeta unas posibilidades deportivas tan sensacionales.

    Los dos compañeros intentaron volver a reunirse a través de los árboles llameantes, y rodearon diversos troncos e incluso raíces que reaccionaban con el viento y se convertían en chisporroteantes ramos de fuego.

    De pronto, encima de ellos, resonó un zumbido formidable, tan potente que durante una fracción de segundo llegó a dominar el fragor de la tempestad eléctrica.

    Manfred y Holspp permanecieron quietos un momento, dudando de lo que habían visto. Luego, a costa de muchos esfuerzos, consiguieron reunirse.

    —¡Manfred! ¿No estoy soñando?
    —No. Desgraciadamente es verdad. ¡Era una astronave!
    —Sí, un gran crucero militar.
    —Con el disco azul y plateado. No se distinguía bien, pero lo he visto al pasar.
    —Un navío de Jorris Wead… ¡Nos persiguieron hasta aquí!


    CAPÍTULO VIII


    Cristal se había asustado terriblemente al ver que Manfred desaparecía de su vista a través del bosque eléctrico, y Walm había necesitado toda su energía para retenerla. Entonces se puso a sollozar, sostenida por el joven médico. Ante ellos se extendía la masa de árboles metálicos, pero las chispas eran tan numerosas y formaban unos haces tan densos que la visibilidad más allá era imposible.

    Ni Manfred ni Holspp volvieron a aparecer. La joven no tardó en avergonzarse de su debilidad y se enderezó, intentando enjugarse las lágrimas.

    —Gracias, Walm. Pero no podemos quedarnos aquí.
    —¿Qué podemos hacer? —murmuró el médico, entre dos rugidos de la furia vegetal—. Sería una locura aventurarnos en el bosque para buscarlos.

    Furiosa, Cristal golpeó el suelo con el pie.

    —¿Qué haremos entonces?
    —Esperar. Esta tempestad se calmará de un momento a otro, y entonces cesará el fenómeno fulgurante y será fácil penetrar en el bosque… —Luego añadió, para tranquilizarla—: De todos modos, supongo que en aquel momento veremos reaparecer a nuestros amigos, si es que no han salido ya antes.

    Estas vagas palabras no lograron convencer a Cristal, que se daba perfecta cuenta de que el doctor Walm intentaba tranquilizarla, aunque comprendía el peligro que había al meterse en aquel dédalo de fuego.

    Hacia el lado de la llanura estaba muy obscuro, y en cuanto al bosque, cuyo lindero se hallaba a menos de diez mooz del punto al cual Walm había conseguido arrastrar a Wenda, seguía mostrando todavía su aspecto fantástico y paradójico.

    Viendo que la muchacha no sería capaz de aguardar pacientemente mucho tiempo, Walm tuvo miedo de que se precipitara a su vez dentro de aquel extraordinario brasero de chispas, así que le propuso seguir bordeando los lindes del bosque de árboles metálicos con la esperanza de descubrir alguna huella de los dos temerarios, en caso de que hubieran conseguido salir de la selva un poco más lejos.

    Cristal, que se moría de impaciencia, aceptó presurosa esta sugestión y ambos se pusieron en camino entre la llanura —en la cual reinaba una profunda oscuridad que creaba abismos de desesperada negrura— y la masa del bosque, que continuaba salpicándoles de vez en cuando con sus haces de chispas, cuyo ruido casi ininterrumpido dificultaba el diálogo.

    Caminaron así durante media hora, sin lograr descubrir nada nuevo. Entonces, Cristal se negó a proseguir y quiso volver atrás para acercarse lo más posible al lugar del cual habían salido. Deseando complacerla ante todo, Walm consintió en lo que ella pedía, a pesar de que se sentía muy inquieto por la suerte de sus compañeros.

    Mientras recorrían el mismo trayecto en sentido inverso, y en el momento en que atravesaban un pequeño montículo, creyeron divisar a lo lejos, en las tinieblas de la llanura, un vago punto luminoso.

    —Debe de ser nuestra astronave.
    —Sí, seguramente debe de ser el campamento. Las horas pasan, y deben estar esperándonos. Pero estamos a diez mil mooz de ellos.

    Estaban ya muy cerca de su punto de partida cuando les hizo estremecer un estruendo formidable en el cielo, destacándose encima del infernal ruido de las chispas, que nacían sin cesar sobre los vegetales torturados por la ininterrumpida tempestad.

    Y también ellos vieron entonces a la astronave de la flota de Harrania.

    Pero siendo así que Manfred y Holspp, perdidos en medio de los árboles eléctricos, no habían hecho más que entrever la masa de un navío espacial que se deslizaba con bastante rapidez, pero que resultaba a una marcha lenta si se comparaba con las velocidades interestelares, Cristal y Walm constataron con espanto que el navío, maniobrando con una precisión increíble, encendía de pronto los proyectores, que agujerearon la intensa oscuridad de la llanura, y deteniéndose en seco en pleno impulso descendía y se inmovilizaba a menos de cien mooz del lindero del bosque.

    —Hay que huir. Vamos, Wenda.
    —Demasiado tarde —dijo una sonora voz, que dominó a la vez el ruido del viento y el de las chispas.

    Un proyector enfocaba hacia ellos, y comprendieron que en aquella aureola deslumbrante, casi dolorosa por su intensidad, eran perfectamente visibles y que sin duda el sonorradar y los detectores televisores les debían haber situado con tanta precisión que hubiera resultado vana toda tentativa de huida. Y seguramente el irónico personaje que había respondido a las palabras de Walm les debía seguir oyendo con precisión gracias a sus sutiles aparatos.

    El joven médico no pudo contener un gesto de rabia. Junto a él, la linda cabeza de Cristal, de cabellos muy cortos, se apoyó en su pecho. Se sentían completamente impotentes, a merced de aquellos miserables que eran los esbirros de Jorris Wead. ¿Cómo habían logrado reunirse con ellos a través del subespacio?

    Pero no era aquél el momento adecuado para hacerse preguntas. El hablante dijo todavía:

    —Doctor Walm, Wenda O'Brien, adelantaos. Os hemos reconocido, y toda resistencia es inútil.

    Cristal lanzó una mirada desesperada hacia el bosque, hacia el fulgurante laberinto que había devorado a Manfred. Hubiera dado cualquier cosa por tenerlo a su lado. Él hubiera hecho algo, sabe Dios cómo, para sustraerla a la crueldad de los Altivos, de los cuales era de temer cualquier cosa.

    El viento empezaba a perder violencia. Los árboles de metal parecían menos atormentados y el fragor de las chispas disminuía, aunque todavía dejaba algo aturdidos a los que lo habían estado soportando. Walm se mordía los puños hasta hacerse sangre, mientras él y Cristal veían que se abría la abertura del navío y que se desplegaba una escalera metálica.

    Creyeron que saldría de la astronave un escuadrón entero de Altivos, pero no fue así. Sólo un hombre bajó los escalones, con una precisión que indicaba un gran sentido del equilibrio, y se adelantó hacia ellos.

    Cristal y Walm quedaron como fascinados ante aquella aparición. El desconocido llevaba un uniforme de color púrpura que indicaba uno de los grados más altos de la secta de los Altivos: superior al dorado de los sabios, al azul de los militares y al verde de los tecnócratas. Su paso era sorprendentemente seguro, y su porte no carecía de cierta majestad, aunque parecía un poco forzado. Llevaba un puñal y una pistola térmica, aunque no parecía tener intención de usarlos, y se acercaba directamente hacia ellos.

    Walm había cogido su tubo de rayos inframalvas y lo levantó lentamente para apuntar hacia el recién llegado, pero cuando éste se hubo acercado más el joven doctor se sintió inseguro ante la helada mirada que acababa de descubrir.

    Cristal, por su parte, sentía que el corazón le latía desordenadamente. Un secreto instinto le decía que aquel hombre de talla excepcional y aspecto infrahumano a pesar de la pureza de sus rasgos y la perfección de sus proporciones, traía consigo extraños peligros.

    El desconocido se detuvo, se cruzó de brazos y se enfrentó con ellos. Walm intentó reaccionar y probó de levantar su arma atómica, pero el Altivo se abalanzó hacia él con el brazo extendido. Su movimiento fue tan rápido y el salto tan prodigioso que el médico no pudo responder, ni siquiera parar el ataque, y rodó por el suelo.

    El Altivo había descargado el golpe con tanta precisión que el desgraciado Walm quedó unos momentos sin respiración, retorciéndose por el suelo, apretándose el abdomen y sacudido por dolorosos espasmos.

    Su adversario no le concedió ni una mirada, y se contento con lanzar a lo lejos de un puntapié la pistola de rayos inframalvas; luego, se volvió hacia Cristal. Sus miradas se cruzaron, y la muchacha sintió en su corazón una verdadera corriente glacial. Nunca hubiera podido creer que un ser humano pudiera tener unos ojos tan terribles. Su color era difícil de determinar, pero la expresión, a la vez irónica y lejana, imperiosa y lúcida, no parecía pertenecer a la galaxia en la cual viven las razas humanas.

    Cristal ya no podía ni moverse; permanecía ante el desconocido como un pajarillo frente al reptil que lo fascina. Y sin duda era un fenómeno análogo el que tenía lugar en aquel momento, bajo la luz cegadora de los faros de la astronave.

    Las ráfagas se apaciguaban muy rápidamente. La selva casi no chisporroteaba ya, y los últimos destellos de fuego volaban y se apagaban con los últimos estertores de la tempestad. Pronto reinaría el silencio, y la noche dominaría todo el planeta. En todas partes, excepto en la zona inundada por la cruda luz que surgía del navío.

    El Altivo movió sus labios admirablemente modelados y pronunció el nombre de Wenda con un tono que hirió a la joven, quien se sobresaltó. Tal vez esto la arrancó de su especie de sopor, porque reaccionó y habló con decisión.

    —¿Qué quiere de mí? Usted debe de ser un emisario de Jorris Wead, de Dorothy, de los Altivos y de los tecnócratas.

    Hablaba un poco al azar, para decir algo, para arrancarse a sí misma del miedo que la invadía. El desconocido respondió, en medio del silencio que se establecía en aquel extraño planeta:

    —Yo soy Methoodias.
    —¿Methoodias?

    Este nombre no tenía ninguna significación para Cristal, pero la muchacha seguía pensando que todo era horrible, espantoso, y que no veía el modo de salir de aquella situación.

    —Soy la inteligencia del hombre perfecto —prosiguió aquel ser extraordinario—. Tus compañeros y tú habéis huido. Jorris Wead me ha preguntado en seguida qué era lo que se debía hacer. Yo se lo he dicho: sumergirse en el subespacio en el punto mismo en el cual había desaparecido vuestro navío. Nuestros enviados se perdieron, pero si vosotros no os habíais apartado, yo me orientaría siguiendo vuestras huellas. Sabía dónde os podría hallar, y no me he equivocado.

    Hablaba con un aplomo extraordinario. Cristal se daba cuenta de que era un hombre de carne y hueso, porque estaba tan cerca de ella que notaba el tibio aliento de su boca. Pero a pesar de esto no podía desechar la idea de que parecía un robot, aunque nunca había visto que ningún robot llegara a tener un aspecto de una perfección semejante.

    Methoodias añadió todavía:

    —Wenda O'Brien, a quien todos llaman Cristal, me han encargado que te vuelva a llevar a Harrania, junto con todos tus compañeros evadidos de Lenro. Pero debo decirte además otra cosa…

    Cristal comprendió que lo que le iba a decir la concernía a ella directamente, porque Methoodias la miraba fijamente al rostro como si la escrutara hasta el alma con aquellos ojos insondables, que parecían desafiar a cualquier examen psicológico.

    —Siguiendo el consejo de Dorothy Wead, se ha tomado la decisión de escogerte para unirte conmigo. Debes alegrarte, porque de tu seno nacerá la raza futura, la raza de los Impecables, la dueña futura de la galaxia, de todas las galaxias…

    Cristal huyó, lanzando un grito de espanto; o al menos intentó huir, porque Methoodias ya la había cogido por el brazo con uno de aquellos reflejos ultrarrápidos de los cuales seguramente pocos humanos serían capaces.

    En aquel momento, las siluetas de dos hombres que salían a poca distancia de entre los troncos metálicos, apaciguados ya, quedaron iluminadas por los reflejos de los faros. Liberados por fin al calmarse los elementos, Manfred y Holspp habían vuelto a encontrar el camino y llegaban al lindero del bosque; habían visto aterrizar a la astronave y la inquietud les devoraba al pensar en Cristal y en el doctor Walm.

    En el momento de llegar fueron testigos de una extraña escena. Con una fuerza irresistible, sin violencia pero sin debilidad, Methoodias cogía en sus potentes brazos a la muchacha, que pugnaba inútilmente por liberarse. Ella gritó con voz ronca el nombre de Manfred, y éste, que hasta aquel momento había procurado disimularse detrás de los troncos del bosque junto con su compañero, ya no pensó en nada más que en correr en socorro de su amada.

    Pero al verle, Methoodias, en lugar de dirigirse hacia la astronave, se adelantó hacia él, sujetando a Cristal entre sus brazos, y dijo con voz fuerte:

    —No intentarás nada contra mí, Manfred Arrowstim. Tengo a Wenda O'Brien entre mis brazos y no querrás exponerte a herirla.
    —¡Monstruo! ¡Criminal! —gritó el joven sabio—. ¡Déjala inmediatamente!

    Pero Methoodias siguió avanzando todavía, irónico y sereno, hasta llegar a la entrada del bosque.

    Apenas penetró bajo los árboles violentamente iluminados por los faros de la astronave, sintió el cuerpo de Cristal chisporrotear entre sus brazos. La extraña criatura pareció ligeramente sorprendida, pero Cristal no notó nada porque acababa de desmayarse.

    Holspp no pudo contener una exclamación y Manfred quedó altamente desconcertado al comprobar que el fenómeno se repetía alrededor de Wenda, mientras que el que la tenía en brazos no presentaba ningún síntoma eléctrico.

    Methoodias giró para dirigirse hacia la astronave, y apenas llegó a la llanura cuando las chispas desaparecieron. Sin volver la cabeza, siguió hablando:

    —Sígueme, Manfred Arrowstim. No puedes hacer otra cosa. Y prohibe a tu compañero que haga el gesto que intenta.

    En efecto, Holspp, que llevaba todavía sus armas, quiso aprovechar que Methoodias les daba la espalda, sin soltar su carga viviente, y había cogido con presteza su pistola térmica.

    —¡No lo hagas! —gritó Manfred sin reflexionar, abalanzándose sobre él y quitándole el arma.

    Holspp gimió:

    —Pero… ¡si le dejamos marchar con Wenda, estamos perdidos!

    Manfred bajó la cabeza. Methoodias se volvió hacia él y le dijo tranquilamente:

    —Ya te lo había dicho. Yo soy el más fuerte. Seguidme.
    —Prefiero morir —gruñó Holspp.
    —Cállate. Tiene razón. —Sintió que una cólera loca se apoderaba repentinamente de él—. Tiene razón. Parece razonar de un modo justo, y adivina por deducción nuestros pensamientos y nuestros reflejos mucho mejor que un telépata. Es una cosa inaudita. ¿Quién debe ser?
    —Soy Methoodias —respondió el aludido, que ya llegaba a la escalera que colgaba de la astronave.

    Subió tranquilamente por ella, llevando en sus brazos el cuerpo inerte de Cristal. Manfred le siguió, vencido, mientras Holspp lloraba de rabia y el doctor Walm se arrastraba por el suelo, preso todavía de dolores atroces, y gimiendo que todo estaba perdido si el mismo Arrowstim traicionaba la causa de los evadidos de la cárcel de Lenro.

    Al clarear el día, diez evadidos fueron hechos prisioneros junto a la astronave averiada; los restantes habían intentado defenderse y habían perecido combatiendo, y la astronave al mando de Methoodias se disponía a regresar al planeta Harrania a través del subespacio.subespacio.

    Al estallar el ruido de sus reactores, los pájaros alzaron el vuelo aterrorizados, y al hacerlo pasaron por encima de los árboles de metal, a pesar de que habitualmente todos los animales de aquel planeta evitaban instintivamente aquella zona que estaba literalmente saturada de electricidad.

    Arrowstim, que había vuelto a convertirse en un forzado, constató desde un tragaluz que aquellos pájaros se volvían de pronto fulgurantes y que azotaban el aire con sus alas sobre las cuales las chispas ponían una extraña aureola de fuego.



    Segunda Parte - EL ROBOT DE CARNE
    CAPÍTULO I


    Dorothy iba y venía por el apartamento que le estaba reservado. En la intimidad, la hija del dictador abandonaba gustosamente el uniforme azul de los militares o el rojo de los Altivos. Tal vez el hallarse sola le generaba una impresión de alivio al sentirse nuevamente una mujer, cosa que sucedía raramente.

    Desde el palacio de Lenro, estaba mirando a través de un amplio ventanal la superficie del gran planeta de Harrania, que se hallaba a una distancia relativamente corta de su satélite. A simple vista se distinguían el relieve, los continentes, los océanos. La mirada de Dorothy acariciaba la inmensa superficie verde de un mar y pensaba con una singular satisfacción en la ciudad de Sti, construida a gran profundidad bajo las aguas, en la cual Jorris Wead había hecho instalar sus laboratorios secretos.

    Todos los sabios fieles a la causa del dictador trabajaban allí para resolver los problemas cuyas soluciones debían hacer posible la conquista galáctica. Y entre ellos hacía varias semanas que estaba también Manfred Arrowstim.

    La Amazona del Espacio permanecía pensativa, mientras saboreaba el perfume de elnum de su cigarrillo. La rebelión del joven físico y sus compañeros ya no era más que un recuerdo. Gracias a Methoodias había sido vencido, y llevado primero a Lenro y después a Sti, y finalmente se había puesto a trabajar, consintiendo en poner su ciencia al servicio del ideal de Jorris Wead.

    Wenda O'Brien, la destinada a Methoodias, había debido ser hospitalizada. Sus nervios y su salud habían sufrido un terrible trastorno después de aquel viaje fantástico, y los médicos habían exigido un reposo completo durante una temporada, siguiendo un tratamiento adecuado.

    Jorris Wead se había visto obligado a ceder. Y Methoodias, que demostraba un curioso carácter, que llegaba a angustiar a los que le rodeaban por sus reflejos tan semejantes a los de un hombre de verdad, había declarado que sabría esperar, ya que tenía buenas razones para ello. Esto había inquietado a Jorris y a su hija, que presentían que el monstruo de carne se les escapaba y se volvía cada vez más independiente, más consciente de su naturaleza excepcional.

    Sin embargo, tenían motivos para felicitarse de su nacimiento a una edad adulta. No solamente había sabido hallar a Arrowstim y obtenido su sumisión por un sencillo chantaje al robarle su compañera, sino que también parecía capaz de resolver muchos problemas de distinta clase. Los sabios vestidos de amarillo, los tecnócratas de verde, los militares de azul y los Altivos de púrpura como él, le dirigían muchas veces preguntas a las cuales su cerebro de carne sintética, maravillosamente organizado, daba unas respuestas que les turbaban por su implacable lógica.

    La Amazona del Espacio seguía fumando su cigarrillo de elnum y contemplando Harrania. Aquellas manchas eran ciudades, y en aquellas ciudades todo el mundo vivía la vida comunitaria exigida por Jorris Wead y los suyos. Se levantaban, trabajaban, se nutrían, descansaban, se acoplaban y se divertían según unas normas estrictamente reguladas, y el individualismo parecía estar a punto de desaparecer, a pesar de algunas rebeliones aisladas, fácilmente reprimidas.

    Esto no impedía que los dirigentes vivieran de un modo más agradable, aunque se sometieran también a algunas imperiosas reglas, para dar ejemplo.

    Dorothy soñaba en ver dominada a la gran máquina humana del universo, completamente unificada, libre de iniciativas peligrosas y de las nocivas fantasías. La humanidad completa formando por fin una sola entidad.

    Sus hermosos ojos verdinegros se dirigieron luego hacia los otros planetas. Desde la posición actual de Lenro podía ver a dos de ellos, Uzaa y Viboim. Los otros también estaban allí, girando en el cielo, y aunque no pudiera verlos la Amazona del Espacio, sabía de su existencia… y que en todos ellos, los hombres eran esclavos de la causa y que el “yo” que reclamaba a un Dios estaba acabando de perecer.

    Methoodias había trabajado bien. Después de haber sometido a Manfred Arrowstim le había convencido de que sirviera a la ciencia, y con permiso de Jorris Wead —que se sentía incapaz de resistir al robot de carne—, le había prometido que no sólo le perdonaría la vida a Cristal, sino que se le reservaba un lugar selecto. Sabiendo que la muchacha estaba cuidada por los mejores médicos de Harrania, Manfred había aceptado todo lo que se le exigía.

    Además, había demostrado su buena voluntad explicando —ante una comisión científica que le interrogaba— que en el planeta desconocido al cual habían llegado a través del subespacio, había hecho un descubrimiento de capital importancia.

    Según él, el fluido eléctrico captado excepcionalmente por los extraños vegetales representaba una fuerza increíble, cuya catalización podía permitir obtener un elemento de una potencia todavía desconocida en la galaxia.

    Los sabios de doradas vestiduras habían reconocido que tenía bien ganada su fama de gran físico. Methoodias había declarado que para poder asegurarse su colaboración para siempre era preciso dejarle en una relativa libertad. Cada tres días, y durante cinco minutos, podía ver por televisión a Cristal desde la ciudad submarina de Sti. Así sabía cómo seguía de salud y podía intercambiar algunas palabras con ella por medio del dúplex.

    Muchos juzgaron poco ortodoxo semejante proceder; pero como el robot había mantenido firmemente su posición, nadie se había atrevido a protestar.

    Manfred Arrowstim trabajaba, y sus experiencias empezaban ya a dar resultados. Eso era lo que se podía esperar de él. Había pedido que se trasplantaran algunos árboles metálicos del planeta desconocido a los invernaderos especiales de Sti, en los cuales todas las aclimataciones del universo eran posibles.

    Methoodias había sido el encargado de regresar a aquel planeta, después de un nuevo salto al subespacio, en donde había conseguido también rescatar los cadáveres de los hombres de la astronave Dragón. Manfred también había tomado parte en la expedición, ya que resultaba muy comprometida la tarea de apoderarse de aquellos árboles llameantes.

    Sin embargo, el joven sabio lo había conseguido haciendo fabricar unos monos aislantes especiales, y sus ayudantes, revestidos con ellos como él mismo, habían cortado ramas y arrancado troncos jóvenes en medio de un torrente de fuego y de un estruendo terrible y ensordecedor. A pesar de las precauciones de Manfred, la operación no había resultado sin incidentes: más de un hombre había sufrido conmociones, y uno había fallecido.

    Pero todo esto carecía de interés, tanto a los ojos fríos de Methoodias como a juicio de Jorris y de su hija. Un hombre muerto no tenía importancia. Lo único que tenía importancia era que triunfara la idea. Así es que Manfred obtuvo los vegetales deseados, y los departamentos agronómicos de Sti fueron puestos a su disposición junto con equipos apropiados.

    Un ligero tintineo arrancó a Dorothy de sus pensamientos, indicándole que alguien se anunciaba. Apartándose del ventanal tiró su cigarrillo en un cenicero, en el cual la desintegración se hacía de modo automático, y apretó el botón del intervideófono.

    Inmediatamente un cuadro luminoso apareció en la pared, y en él el busto de Methoodias, con sus anchos hombros y su traje de color escarlata.Methoodias, con sus anchos hombros y su traje de color escarlata.

    El robot de carne se inclinó ligeramente.

    —¿Me has hecho llamar, Amazona?
    —Sí, Methoodias. Puedes entrar.

    La imagen desapareció y un minuto después Dorothy, que estaba muy hermosa con una túnica azul turquesa que a la vez la ceñía y ponía algo vaporoso a su alrededor, se sentaba en un diván y le indicaba con un gesto a Methoodias que se sentara frente a ella.

    Luego le alargó un cigarrillo, pero el recién llegado lo rehusó cortésmente.

    —Yo soy perfecto, Amazona. No fumo.

    Dorothy se estremeció ligeramente. Tanto ella como su padre se habían percatado varias veces de que el robot pronunciaba palabras irónicas e intencionadas, cosa que no habían previsto los mnemotecnos que habían atiborrado sus neuronas de una memoria sabiamente estudiada en sus elementos. Pero la Amazona del Espacio no quiso fijarse en lo que parecía extraño, y por lo tanto algo inquietante, en el comportamiento del robot.

    —Methoodias, he de felicitarte. He recibido dos informes de los sabios. En primer lugar he de decirte que los árboles de metal se han aclimatado perfectamente en Sti, crecen bien y se constata ya que se reproduce el fenómeno de fulguración observado por Manfred Arrowstim en el planeta desconocido. Arrowstim considera que el fluido geomagnético captado de este modo podrá ser industrializado. Esto es un éxito formidable; significa el medio de enviar nuestras flotas a los confines del cosmos, y unas armas mil veces más poderosas que los rayos inframalvas.

    Methoodias asintió con un ligero movimiento de cabeza.

    —Te debemos este primer resultado, Methoodias —continuó ella—. En segundo lugar, quiero decirte que la chica aquella, Wenda O'Brien, la pequeña Cristal, está mucho mejor. Los cabellos ya le han crecido y vuelve a ser hermosa y gozar de buena salud. Su regreso también se te debe, Methoodias; pero en este caso tú mismo hallarás la recompensa.

    Dorothy encendió un poco nerviosamente un cigarrillo, porque se sentía molesta por la insistente mirada de aquel ser sintético que no quería tabaco y permanecía en silencio.

    —Methoodias, tu boda podrá celebrarse pronto. Una boda de laboratorio. ¡Cuando pienso que en otros tiempos, cuando había reyes en Harrania, se tenía la ridicula costumbre de celebrar una fiesta cuando dos seres se acoplaban! Por suerte, mi padre ha conseguido hacer triunfar la causa.

    Methoodias seguía mirándola. Algo como una sonrisa fantasmal flotaba en su boca y había un poco de burla en su mirada. Dorothy se levantó y fue a llenar dos vasos de una bebida de color esmeralda, un licor venido de Tfall, embriagador en su ligereza.

    —¡A la salud de tus amores, Methoodias!

    El hombre vestido de púrpura se puso de pie, y la Amazona del Espacio se sintió más impresionada que nunca por su alta talla y por su fría belleza.

    Methoodias levantó el vaso y dijo:

    —¡A la de nuestros amores, Amazona!

    Dorothy bebió, para disimular su repentina turbación, pero Methoodias probó solamente un sorbo y volvió a dejar el vaso sobre la mesa.

    —No me gusta el alcohol.

    Dorothy fue a apretar un botón en un pequeño cuadro de mandos, con el cual comunicaba con todo Lenro.

    —Todo está dispuesto. Quería anunciarte yo misma, Methoodias, de acuerdo con mi padre, que Wenda O'Brien, o Cristal, como prefieras, va a serte entregada.

    Methoodias no manifestó ninguna alegría, pero esta calma era una costumbre suya. Sin embargo, la Amazona del Espacio se creyó obligada a preguntarle:

    —¿Estás satisfecho? Después de todo, eres un hombre…
    —Yo soy la inteligencia —respondió él fríamente—. Y estoy muy por encima de estas manifestaciones propias de la baja naturaleza humana.
    —Tienes razón —se apresuró a decir Dorothy, que tenía especial empeño en ahogar lo más posible en sí todo cuanto pudiera recordar la delicadeza femenina.

    Pero Methoodias, sin dejar de mirarla, prosiguió, como si terminara de expresar su pensamiento:

    —Sobre todo en este caso, Amazona, porque esa muchacha O'Brien no me interesa.
    —¿Ya sabes que te está destinada?
    —¿No puedo escoger yo?

    Dorothy le miró, turbada.

    —Precisa tu pensamiento.

    El robot pronunció las palabras lentamente:

    —Soy la inteligencia, Amazona. Lo sé todo. Y los siquiatras lo saben también. Los seres experimentan deseos. Y estos deseos están determinados conscientemente, o con más frecuencia inconscientemente, por impresiones percibidas durante la infancia. Esto sucede en el sentido del acoplamiento, lo que en tiempo de los reyes de Harrania se nombraba con el vocablo amor, palabra desterrada ahora del diccionario. Sea cual sea su sexo, la criatura es atraída hacia otro tipo de ser, en principio del sexo opuesto, que corresponde siempre a la primera impresión.

    Dorothy se encogió de hombros con irritación.

    —No vale la pena invocar a la inteligencia para recitarme eso. Conozco los viejos principios de la psicología. ¿Adonde quieres ir a parar? Tú no has tenido infancia; por lo tanto, no puedes haber sentido una primera impresión por ninguna mujer. Por lo tanto, ésta o cualquier otra…
    —Te engañas, Amazona.

    Dorothy se levantó y le miró frente a frente, sacudiendo sus hermosos cabellos oscuros de leonados reflejos. La cólera empezaba a brillar en sus ojos de color verde oscuro.

    —¡Explícate! ¡Ya estoy cansada!
    —Amazona —dijo lentamente Methoodias—, sé perfectamente, porque puedo analizarme a mí mismo, que en el capítulo del acoplamiento me siento influido por una impresión. No de la infancia, porque ya he nacido adulto, pero de todos modos inicial.

    Dorothy comprendió de pronto por qué Methoodias había dicho: “¡A la de nuestros amores!”, y se puso lívida.

    —¡Te ordeno que calles! —dijo casi gritando.
    —Me has comprendido perfectamente, Amazona. Esa chiquilla O'Brien no puede interesarme. No he sido niño, pero he nacido. He tomado consciencia hace algunas semanas, y tengo grabada en mí la primera visión que se me ha presentado.
    —¡Cállate! ¡Cállate de una vez! —chillaba Dorothy.
    —Debes escucharme —dijo el robot desapasionadamente—. Al nacer, he visto a una mujer. Su belleza permanece en mí, y cuando yo desaparezca desaparecerá conmigo. Y solamente entonces… —Methoodias hizo una pausa antes de proseguir, mientras ella mordía de rabia los almohadones del diván sobre el cual se había dejado caer—. Esa mujer eres tú, Amazona. Esa belleza es la tuya. Es a ti a quien deseo.
    —¡No! —lanzó el grito como si fuera una orden y se levantó de pronto, dejando de parecer nerviosa—. Methoodias, tú no eres un hombre, eres un robot. ¿Por qué usas conmigo este lenguaje ridículo?
    —Yo deseo. Esto es todo. Un simple reflejo.
    —Entonces, Manfred y Wenda…, ¿se trata también de un simple reflejo?
    —Desde luego. Pero hay que darle satisfacción.
    —¿Quieres reunirlos? ¡Estás loco!
    —Soy la inteligencia, Amazona. Si queréis que Arrowstim siga trabajando por vuestra causa, es preciso satisfacerle.

    Dorothy, encolerizada, golpeó el suelo con el pie.

    —¡Su ciencia…! Pero… ahora que se me ocurre… Tú, que pretendes ser la inteligencia, ¿no serías capaz de realizar las invenciones de Arrowstim, este sabio único en el mundo, según se pretende? Te darán sus trabajos, y te conducirán a sus laboratorios. Seguramente gracias a tu cerebro perfecto podrás arrancar sus secretos a la materia y captar y dominar esta energía geomagnética que pretende descubrir en los misteriosos árboles…

    »Sí sí, Methoodias, es preciso que lo hagas. Voy a decírselo a mi padre. A Arrowstim pueden encerrarlo en cualquier calabozo o, sencillamente, desintegrarlo. Y tú continuarás su obra…

    —No puedo, Amazona.
    —Eres la inteligencia perfecta.
    —Precisamente por eso. Puedo comprender perfectamente una cosa que ya esté realizada, pero no puedo crear otra cosa. Mis razonamientos son absolutos, y los de Arrowstim no lo son. Él tiene fallos, fracasos, errores. Y precisamente de éstos nace en él la intuición. Yo no tengo más que la deducción. Y los humanos sólo pueden progresar por esto: por sus imperfecciones, que les impulsan a mejorar.

    Dorothy aplastó su cigarrillo en el cenicero y retiró vivamente la mano al sentir bajo sus dedos el mecanismo de la desintegración.

    —Cualquiera diría que tomas el partido de los hombres individuales…
    —No tomo el partido de nadie. Soy la inteligencia, y…
    —¡Basta! —gritó Dorothy.

    Y, loca de rabia, abofeteó al gigante vestido de púrpura. Methoodias no palideció como lo hubiera hecho un hombre normal, sino que permaneció impasible como siempre. La Amazona apretó un botón y gritó en el interfono:

    —¡Socorro! ¡Que venga alguien a librarme! —giró hacia él—. No quiero… no quiero verte más.

    Varios Altivos se precipitaron y vieron a la Amazona del Espacio, la sabia, la mujer fuerte que causaba la admiración de todo el mundo de Harrania, presa de un ataque de nervios como si fuera una chiquilla caprichosa. En seguida se apresuraron a avisar a Jorris Wead y a llamar al médico.

    —¡Vete! —le chillaba Dorothy a Methoodias—. ¡Vete, no te puedo soportar!

    El robot saludó, muy correcto y muy frío.

    —Te he expresado mi deseo, Amazona. Ya que yo soy perfecto, considero que deberías sentirte adulada. Reflexiona, y comprenderás que tengo razón.

    Los Altivos le hicieron salir con ellos. Al llegar a la puerta volvió la cabeza y lanzó a Dorothy estas palabras, como un temible “hasta la vista”:

    —Siempre tengo razón, porque soy la inteligencia.

    Un poco más tarde Jorris Wead tuvo que consolar a su hija, cosa que todavía no había sucedido nunca. Y aquel día, la admiración hacia la Amazona del Espacio disminuyó considerablemente en un crecido número de personas.


    CAPÍTULO II


    La imagen de Cristal se borró después de una última sonrisa a Manfred. Esto significaba para él una recompensa y, a la vez, un estimulante. Methoodias lo había aconsejado así, y era de conocimiento general que Jorris Wead escuchaba hasta el máximo los consejos del robot vestido de púrpura, así como también sus asesores dorados, verdes o azules y los Altivos de color escarlata.

    Se rumoreaba que, pocos días antes, había ocurrido cierto incidente entre aquella extraña criatura y la Amazona del Espacio; se había procurado sofocar el asunto, aunque algo había llegado a trascender.

    Pero Manfred ignoraba todavía que debía al propio Methoodias la felicidad de poder conversar por dúplex con Wenda, ya que si el hombre artificial no hubiera rehusado la oferta que se le había hecho de tomar a la muchacha por compañera, todo hubiera terminado entre los dos enamorados.

    Las cosas se equilibraban muy bien, tal como Methoodias le había hecho observar al dictador. Seguramente si Manfred Arrowstim se hubiera visto privado de ver a Cristal, hubiera trabajado con mucho menos entusiasmo; en cambio, desde su regreso a Harrania, subyugado por Methoodias, había consentido por fin poner su inmensa sabiduría y sus prodigiosos conocimientos al servicio del dictador y de la causa. Desde entonces, trabajaba afanosamente en la ciudad submarina de Sti, pidiendo solamente que le trajeran la mayor cantidad posible de árboles eléctricos del planeta desconocido.

    Convencido por estos razonamientos, y obligado a admitir que Methoodias siempre tenía razón, Jorris Wead había sermoneado a su hija. ¿Qué importancia tenía, al fin y al cabo, que Methoodias no quisiera a Cristal por compañera? Todavía se salía ganando si el verla unos momentos y cambiar algunas palabras con ella sojuzgaba más a Manfred.

    Cierto que el dictador se había sorprendido un poco cuando su hija, enrojecida por la vergüenza, le había explicado la extraña declaración que le había hecho el robot. Pero luego Jorris Wead se había echado a reír, lo que había exasperado a Dorothy. Desde entonces hubo una ligera frialdad entre el padre y la hija.

    Methoodias seguía despertando la admiración de las castas de los cuatro colores. Los sabios más sutiles y los tecnócratas más lógicos le dirigían frecuentemente preguntas y se maravillaban de sus respuestas. Dejaba zanjadas las cuestiones y solucionados los problemas con un prodigioso sentido del equilibrio, rindiendo así unos servicios inapreciables.

    Incluso Jorris Wead, que en el fondo estaba algo inquieto de tener a su lado a aquel ser excepcional, que no era ni un hombre, puesto que había sido fabricado, ni un robot, porque estaba biológicamente constituido, había acabado por dar órdenes para que Methoodias fuera tratado siempre con las máximas consideraciones.

    La verdad es que el monstruo no abusaba de ello. Llevaba una vida sobria y casta, absolutamente como si fuera un hombre algo ascético y de humor siempre igual. Su único ideal parecía ser el de servir a la causa. Nada más que esto. Así es que todo el mundo salía ganando excepto Dorothy, pero ésta tenía el suficiente buen sentido para callar.

    Manfred Arrowstim vivía, pues, en Sti. La ciudad estaba constituida por un gran número de campanas gigantes ultraligeras, amarradas magnéticamente al fondo del mar. De este modo, los dirigentes del régimen habían puesto sus fábricas más adelantadas y sus laboratorios más secretos al abrigo de las miradas indiscretas. El mismo Methoodias, antes de ser trasladado a Lenro para nacer oficialmente en presencia de Jorris Wead, había sido incubado largo tiempo en Sti, en el seno del océano.

    Manfred echaba de menos a sus compañeros perdidos. Holspp, por ejemplo, no había podido estar junto a él como auxiliar tal como el joven sabio hubiera deseado, porque no poseía ninguna formación científica; pero al menos le habían asegurado que ni el joven poeta, ni los restantes evadidos que se habían salvado, serían desintegrados. Solamente volverían a ser encarcelados hasta que consintieran en unirse al régimen universal.poseía ninguna formación científica; pero al menos le habían asegurado que ni el joven poeta, ni los restantes evadidos que se habían salvado, serían desintegrados. Solamente volverían a ser encarcelados hasta que consintieran en unirse al régimen universal.

    La espectacular conversión de Manfred Arrowstim, el peligroso desviacionista, se atribuía a la sabiduría y a la lógica del robot de carne. La verdad era que el físico se había declarado dispuesto a vivir y a trabajar normalmente después de ser vencido por Methoodias al arrebatarle a Cristal.

    Arrowstim había declarado que el descubrimiento del bosque eléctrico le había puesto en camino de un gran descubrimiento, y solicitaba para sí mismo el honor de trabajar sobre ello. Ya se sabía que el físico estudiaba desde mucho tiempo atrás el geomagnetismo, la fuerza misteriosa que emana de los planetas. Incluso antes de ser arrestado había preparado un proyecto concerniente a Lenro.

    Era ya sabido que el satélite móvil evolucionaba gracias a la energía solar, procedimiento que engendraba graves inconvenientes a causa de los movimientos de los planetas, o incluso de las perturbaciones atmosféricas. Manfred había pensado, después de unos estudios vulcanológicos, en utilizar el metabolismo de las piroesferas, pero luego él mismo había declarado que estos proyectos habían quedado atrás, porque creía que los árboles eléctricos podían proporcionar una solución mucho mejor.

    ¿De qué modo? Ése era su secreto, y confesaba que todavía no había acabado de encontrar la solución. Sin embargo, había pedido —y obtenido— el envío de una expedición que había traído gran cantidad de ramas y de árboles jóvenes para intentar aclimatarlos en Harrania antes de proseguir sus investigaciones.

    Manfred trabajaba, y se sentía feliz porque podía ver a Cristal y hablar con ella. Pocas palabras, porque desde luego les vigilaban; pero así cada uno de ellos sabía que el otro vivía, y les bastaba el lenguaje de sus miradas para estar seguros de su mutuo amor.

    Walm, que estaba junto a él en el laboratorio, se inclinaba sobre unos arbolillos eléctricos traídos a través del subespacio y cuidadosamente trasplantados. Para probarlos, los tocaba, les curvaba las ramas y las volvía a soltar. El fenómeno se producía normalmente: chispas y estruendo.

    —¡Esto va bien, Manfred, esto va bien! ¡Es formidable!

    Manfred sonreía, luego dictaba sus observaciones a un robot que las registraba. Otros seres mecánicos hacían los cálculos basados en los datos que les proporcionaba, y hombres vestidos de amarillo dorado, de la casta sabia de Harrania, vigilaban todo el conjunto de los trabajos. Manfred les parecía muy seguro de sí mismo; y cuando declaró que no tardaría en encargarse de hacer maniobrar al planeta Lenro sin ayuda de la enegía solar, todos le habían creído.

    Para conseguirlo, había hecho plantar directamente en el suelo diez mil troncos de los árboles eléctricos alrededor del palacio-fortaleza del dictador, en el planeta Lenro. Los sabios le obedecieron sin comprender nada todavía. Methoodias les aseguraba siempre que era preciso dar libre curso a aquella fantasía. Tal vez acabarían por obtener un resultado satisfactorio, aun cuando muchos pensadores autorizados de Harrania no acababan de creer en el éxito de aquella empresa.

    Sin embargo, Manfred había hecho una comunicación sobre los misteriosos vegetales. Dijo que aquellos árboles absorbían la fuerza fluídica planetaria, siendo, por lo tanto, el geomagnetismo que tanto había buscado en su estado puro. Pero los efectos de esta catalización vegetal eran extraordinarios. Un ser vivo puesto en contacto con los árboles quedaba electrizado, y nada más. En cambio, si era proyectado sin contacto con el suelo en una zona situada entre dos o más vegetales, le dominaba la polarización naturalmente establecida, convirtiéndose en un autónomo que sacaba su geomagnetismo de sí mismo, o mejor dicho, reemplazándolo espontáneamente por simple metabolismo humano. Del mismo modo que un hombre que salta, una mujer que es levantada en vilo, o un pájaro que vuela…

    Manfred había observado aquellos fenómenos y hecho algunas demostraciones con ayuda de las ramas de las cuales disponía; pero algunos miembros entre la gente sabia no parecían muy convencidos a pesar de que contaba con el apoyo moral de Methoodias.

    Pero allí, en su laboratorio, en compañía de Walm, Arrowstim no podía disimular su alegría.

    —Has trabajado bien —murmuró el doctor Walm, después de haberse asegurado de que nadie podía oírles y de que estaban suficientemente apartados de los lugares en los cuales habían descubierto micrófonos escondidos—. Les has dicho lo máximo, bastante para convencerles de que te dejen actuar…
    —Y, sin embargo, mi querido Walm, he hallado lo que buscaba; pero no tardarán en saberlo, a expensas suyas…

    Hizo una señal a su amigo de que no prosiguiera esa conversación. Uno y otro sabían ya lo que se decían, pero a veces sentían necesidad de volver a hablar de ello, de exteriorizarse.

    —Vamos a ver cómo está nuestro artefacto —dijo Manfred.

    Ambos se dirigieron entonces a un departamento consagrado por completo a los trabajos de Manfred Arrowstim. Numerosos ayudantes iban y venían de un lado a otro. Algunos de ellos eran prisioneros políticos, como Manfred y el doctor Walm; otros eran estudiantes de ambos sexos que mientras colaboraban a la tarea de Arrowstim tenían también la misión de vigilar a los detenidos.

    Lenta, pacientemente, Manfred Arrowstim había conseguido por fin alcanzar su objetivo. Solamente el doctor Walm estaba al corriente de todo. Los detenidos restantes trabajaban a ciegas, aunque concediendo al joven físico una completa confianza.

    Los dos amigos habían conseguido comunicarse entre ellos, hablándose al oído, o incluso por señales, y ninguna indiscreción habíase filtrado al exterior.

    Esta vez el complot era de un orden puramente científico. Manfred había dado a entender a sus compañeros de cautiverio que tendrían que hacer algo importante cuando llegara el momento. Entonces esperaba ya que aquel momento tardaría pocas horas en llegar, pero no podía precisarlo todavía. Mejor dicho, temiendo siempre que pudiera haber algún espía, algún traidor entre los prisioneros, prefería no decir nada. De este modo, aun en el caso de que existieran sospechas contra él, estaba seguro de no ser molestado antes de actuar.

    Tenía la esperanza de que cuando llegara la hora de hacerlo todos los presos lucharían como un solo hombre; ya sería demasiado tarde para hacer abortar su sublevación, puesta en marcha simultáneamente con el prodigioso sabotaje que Manfred Arrowstim había preparado, haciéndose ayudar con la mayor sangre fría por los sabios de Harrania.

    Jorris Wead se sentía tranquilo. Sus presos científicos trabajaban en Sti, en los hemisferios magnéticamente amarrados en el fondo del océano. Una evasión resultaba difícil, no sólo porque los navíos sumergibles cruzaban constantemente de un lado a otro alrededor de la ciudad sumergida, sino porque submarinos de la milicia, llenos de militares especialmente entrenados, vigilaban también tanto la superficie como la profundidad del mar.

    Manfred Arrowstim y el doctor Walm penetraron en una sala gigantesca por la cual circulaban varios sabios de dorados vestidos. Numerosos ayudantes de laboratorio se afanaban en múltiples trabajos. Algunos de ellos llevaban sobre sus inmaculadas batas el disco de oro con bordes de plata que les distinguía de la muchedumbre de los detenidos; eran los que pertenecían a la milicia del Partido. Pero, aparte de esto, todos tomaban parte en los mismos trabajos.

    Manfred levantó los ojos, y a pesar del gran dominio que tenía de sí mismo sintió que el corazón le latía desacompasadamente.

    La ciudad de Sti estaba compuesta enteramente de hemisferios de una materia ultraligera semejante al plástico, y se había utilizado el elemento convertido en laboratorio en su totalidad para guardar en ella una esfera que giraba sobre sí misma, sin ningún soporte visible, bajo una cúpula de cien mooz de altura.

    Esta esfera, construida bajo las instrucciones de Manfred, era un planeta en miniatura, un verdadero cuerpo celeste reducido al estado de maqueta. Su masa se componía de diversas substancias cuidadosamente estudiadas por el sabio y sus colaboradores. Un sistema de irrigación conservaba en la superficie una verdadera hidrografía artificial cuyas aguas permanecían estancadas o fluían, sin desparramarse, siguiendo la rotación de la esfera.

    Esta realización de Manfred Arrowstim había provocado la admiración general. Methoodias la había aprobado. Naturalmente, siempre quedaban detractores entre los sabios, que se veían obligados a admitir que la esfera funcionaba, pero rehusaban sarcásticamente creer que Manfred conseguiría obtener un satisfactorio resultado final.

    El gran descubrimiento había sido crear en la esfera, utilizando la fuerza geomagnética, una gravedad tal que el conglomerado constituido alrededor de una piroesfera, que humeaba por medio de algunos minúsculos volcanes, se mantuviera por sí mismo y que las aguas observaran un comportamiento normal.

    A los ojos de los espectadores, era, pues, un verdadero mundo en miniatura lo que giraba bajo la cúpula de Sti; un globo planetario reducido, pero que presentaba rigurosamente las características de un globo verdadero.

    Había diez mil bastoncitos de madera clavados en la esfera, correspondientes a los diez mil bastones colocados en la masa de Lenro; porque Manfred Arrowstim se había comprometido a maniobrar el satélite a su antojo una vez hubiera puesto a punto su aparato gigante. Pero antes necesitaba arrancar los últimos secretos del magnetismo planetario, saber servirse hasta el máximo de los árboles metálicos y regular definitivamente lo que él llamaba con el nombre de Regulador, un pequeño motor electrónico muy complejo, encargado de establecer la coordinación entre la maqueta y Lenro, el cual proseguía su carrera alrededor de Harrania.

    Jorris Wead había dado prisa al mundo científico de que acabara de una vez los preparativos. Los espejos solares no daban muy buenos resultados, y tenía deseos de ver funcionar pronto el nuevo sistema.

    Un hombre vestido con el mono dorado se acercó a Manfred Arrowstim. Éste y Walm le saludaron siguiendo la disciplina que reinaba entre los cautivos.

    —Arrowstim, usted deseaba poder estudiar la geomagnética de las grandes profundidades, ¿verdad? Según sus instrucciones, hemos fabricado unas escafandras-armaduras, que son unos modelos espaciales modificados. Tal como lo ha preconizado usted, se han adaptado a estas escafandras una suelas móviles.

    Tanto Arrowstim como Walm permanecieron impasibles. Guardaban silencio instintivamente, evitando incluso el mirarse uno al otro para que el sabio no pudiera sorprender un destello de alegría entre ellos.

    —Treinta hombres pueden sumergirse en el mar —prosiguió el hombre de vestido dorado—. ¿Cuándo quiere usted emprender la expedición?

    Manfred se inclinó en una reverencia.

    —Cuando usted lo juzgue oportuno. Estoy a su disposición. Pero creo que cuanto más pronto mejor.
    —Muy bien. En principio, podemos salir mañana al amanecer.

    Manfred y Walm pasaron una noche terrible, durante la cual ni uno ni otro pudieron dormir. Habían visto las escafandras, que eran tal como ellos habían deseado. Ahora les faltaba saber cuál sería la proporción de prisioneros entre los treinta miembros de la expedición científica, y naturalmente no podían dar su opinión sobre esto para no despertar sospechas.

    Los dos amigos estuvieron preparados antes que los demás, pero Manfred pidió que antes de sumergirse se le concediera la autorización de verificar el coordinador geomagnético. Se le concedió el permiso, bajo la vigilancia de un sabio; pero éste, naturalmente, lo mismo que todos los demás componentes del grupo científico, no podía medir el alcance de lo que Manfred estaba preparando.geomagnético. Se le concedió el permiso, bajo la vigilancia de un sabio; pero éste, naturalmente, lo mismo que todos los demás componentes del grupo científico, no podía medir el alcance de lo que Manfred estaba preparando.

    Al verle inclinado sobre el pequeño motor, únicamente Walm sabía lo que esto significaba, y sentía el corazón tan oprimido como si fuera a romperse.

    Walm sabía que su amigo estaba poniendo a punto un gran sabotaje, y que desde el momento en que la expedición saliera de Sti para internarse en las llanuras submarinas no dispondrían más que de dos horas para actuar. Es decir, para destruir para siempre el abominable régimen de Jorris Wead.

    Por fin, los treinta expedicionarios estuvieron dispuestos. Manfred había pedido que la expedición fuera provista de aparatos de sondeo muy precisos, para intentar captar las ondas terrestres en el medio marino, en el cual opinaba que experimentaban extrañas variaciones de frecuencia.

    Todo esto tenía un interés prodigioso para el porvenir, y si bien Manfred tenía detractores, tenía también unos entusiastas partidarios. Éstos aseguraban que si el físico conseguía arrancar su secreto a los árboles de hierro, pondría a disposición de Jorris Wead y del Partido un poder fantástico, que les permitiría sin duda dominar al cosmos. Por este motivo, Manfred había podido proseguir sus experimentos.

    La suerte estaba echada y sólo le preocupaba una cosa, lo mismo que al doctor Walm: ¿Con cuántos hombres podían contar?

    En el momento en que la pequeña tropa salía del laboratorio, Manfred pudo saberlo claramente. Los treinta avanzaban por debajo de las aguas porque Manfred había precisado que sería necesario alejarse lo más posible de la ciudad submarina. En realidad, esto era una astuta maniobra, ya que, por el contrario, su intención era actuar lo más cerca posible de los hemisferios.

    Sudando bajo su escafandra, y oyendo por los walkie-talkies las respiraciones de los veintinueve hombres, aquí un suspiro, allá una palabra, una frase, repasaba mentalmente a todos los que componían la expedición.

    Cuatro de las escafandras llevaban el disco de oro, indicando que los que las llevaban eran sabios, y nueve los discos azules. Eran, pues, unos militares, enviados por prudencia para evitar una evasión o una sublevación.

    —Trece. Somos diecisiete…

    Diecisiete, que sabían que sería preciso rebelarse en un momento dado. Y ya no era posible retroceder. Manfred pensó que el motor estaba en marcha, que lo había regulado él y que sólo Walm sabía también cuáles serían sus terribles efectos, y que era preciso no perder tiempo.

    Entonces pensó en Cristal.

    No ignoraba que la muchacha se hallaba en Lenro, porque su curación en un sanatorio de Harrania estaba terminada, y la habían llevado al satélite. ¿Con qué objeto? Manfred se lo preguntaba con angustia, adivinando que el dictador o la Amazona habían previsto para aquélla a quien amaba algún terrible destino… Menos mal que no sabía que Cristal era considerada como la prometida de Methoodias.

    Verdad es que la actitud del robot había frustrado los planes de Dorothy.

    Walm miraba a su amigo desde detrás de la máscara de su escafandra. ¿Qué esperaba el joven sabio para actuar? El médico pensó que vacilaba, que sentía miedo. También él pensó en Wenda O'Brien. Lo que estaba preparando podía costarle caro a la pobre muchacha, pero los sublevados debían sacrificar a los demás al sacrificarse ellos mismos para salvar a la humanidad de Harrania.

    —Jefe, por favor… —dijo Manfred al mandamás.

    Walm se sintió palidecer al ver que el físico se decidía. El gran momento había llegado.

    —Le escucho.
    —Antes de alejarnos, querría observar de cerca el sistema magnético que mantiene a las esferas de Sti debajo del agua.
    —Muy bien. Acérquese usted; los otros que no se muevan de donde están.

    Y Manfred se puso en marcha.

    Los milicianos y los sabios le estaban mirando. Los prisioneros también, y tanto unos como otros presentían que Arrowstim tenía algún motivo para hacer lo que hacía.

    Gruesas gotas de sudor cubrían el rostro del doctor Walm debajo de su escafandra, mientras miraba la perspectiva perfectamente visible de las medias esferas blancas que constituían la ciudad de Sti sobre los glaucos fondos. Las grandes manchas claras de una cuarentena de hemisferios se difuminaban en el verde del océano a medida que se alejaban del ojo observador.

    Delante de cada una de ellas había una pequeña instalación colocada sobre el fondo submarino. Eran unas enormes torres metálicas, sobre las cuales había unas placas de metal en las que se erguían las antenas. Cada torre emitía una red de ondas eléctricas ramificadas a sus polos correspondientes, pero invertidas y conectadas a la base de las cúpulas.

    Manfred observaba la torre de la casa laboratorio. Pidió algunas precisiones a uno de los sabios que se había acercado, y éste se las dio gustosamente. Walm, que sentía el corazón encogido, vio que Manfred palpaba la placa metálica y que, ayudado por el líquido elemento, saltaba graciosamente sobre ella. Luego pareció arrancarse las suelas con gesto rápido.

    En seguida se oyó al buzo que llevaba el disco de oro gritar en su walkie talkie:

    —¡Baje de ahí, Arrowstim! Desgraciado… ¡Provocará usted un cortocircuito!

    El sabio retrocedió, y todos los demás buzos permanecieron estupefactos. En la inmensidad verde claro Manfred se irguió bruscamente sobre la torre magnética como una estatua de fuego. Todo su cuerpo, vestido con la escafandra, estaba envuelto por una verdadera aureola fulgurante, formada por millones de chispas que se veían centellear sobre las aguas.

    Antes de que nadie pudiera reaccionar, el hombre de fuego se inclinó y retorció la antena del sistema magnético. Dentro de los cascos se oyeron aullidos de terror, que repercutieron en seguida en los otros cascos. Gritos, órdenes, llamadas, amenazas…

    El sabio que estaba cerca de Manfred quiso intervenir, pero ya era demasiado tarde. Liberada de su cadena magnética, la casa-laboratorio entera se elevaba del fondo del agua y subía a la superficie.

    El doctor Walm se abalanzó sobre un miliciano lanzando terribles gritos:

    —¡Muera la milicia! ¡Vivan los hombres libres!

    En un momento, los restantes detenidos comprendieron de qué se trataba y todos a la vez empezaron a luchar contra sus carceleros. Un combate cuerpo a cuerpo empezó en el fondo del océano.

    Manfred Arrowstim los dominaba a todos con su terrible armadura de fuego, mientras el hemisferio, lanzado a una velocidad que iba en aumento, llegaba a la superficie, quebrando las aguas con un formidable ruido de tempestad.


    CAPÍTULO III


    Los Altivos se le acercaron haciendo gala de una exquisita cortesía.

    —Señor Methoodias, ¿sería usted tan amable de seguirnos? Su Excelencia Jorris Wead desea que celebre usted una entrevista con aquélla que le ha sido reservada como compañera.

    El robot de carne les recibió con su misteriosa sonrisa. En realidad, los emisarios del dictador estaban en guardia, porque la entrevista de Dorothy con Methoodias había trascendido. El padre de la Amazona del Espacio había dejado pasar prudentemente algunos días, contando con las eventuales facultades de olvido del robot de carne. En realidad, se sabía que tenía una sin par memoria, pero se ignoraba si aquel ser excepcional podía olvidar…

    Pero Methoodias, al cual se seguían rindiendo honores como hasta entonces y que prestaba servicios inapreciables a Jorris Wead, aceptó la invitación sin oponer la menor resistencia.

    El dictador había tenido buen cuidado de no presentarse, y seguía las reacciones del hombre artificial por medio de la televisión, junto con su hija. Uno y otra respiraron de alivio al constatar esta aparente buena voluntad.

    Los tres Altivos delegados para cumplir aquella delicada misión emplearon mucha cortesía y deferencia hacia Methoodias para conducirlo a través del palacio-ciudadela-laboratorio de Lenro.

    El pequeño planeta estaba en su afelio, y la órbita se acercaba mucho a Harrania. Desde el dominio de Jorris Wead se podía admirar a simple vista la capital del gran planeta, su relieve, las diversas ciudades-fábricas y las verdes aguas del océano en las cuales se reflejaba a veces la enorme masa de Lenro, girando en el cielo de Harrania.

    Methoodias y sus guías, siempre seguidos visualmente por el dictador y su hija, llegaron trasladados por sillones móviles a una sala en la cual los vestidos de un amarillo dorado de los que les esperaban indicaban que se hallaban en un departamento científico. Su único mobiliario aparente estaba compuesto por dos sillones de una materia translúcida, colocados sobre varios escalones tallados en el mismo material.

    Los dos sillones estaban situados uno frente a otro, y ambos tenían encima una especie de capitel metálico en forma de media naranja, que dejaba caer una luz azulada muy suave. Un hombre de edad madura, llevando el vestido amarillo dorado de los sabios, se inclinó ante el robot.

    —Señor Methoodias, haga usted el favor de sentarse. La joven vendrá en seguida.

    Con paso que hubiera sido majestuoso sin la inevitable rigidez debida a su origen sintético, Methoodias fue a sentarse dócilmente, impresionante en su traje de color púrpura. Luego esperó.

    Conociendo las advertencias de Dorothy, habían temido lo peor. Pero Methoodias no daba ninguna señal de protesta; por el contrario, conservaba su extraña sonrisa y parecía estar muy atento a la llegada de la compañera que le había sido asignada para el rito de unirse con él.

    Wenda había conocido muchas horas de angustia, a pesar de haber sido muy bien cuidada; y gracias a la satisfacción de poder comunicarse con Manfred, se había restablecido rápidamente. Sin embargo, no podía librarse de aquella inquietud. Había sabido que Arrowstim se había adherido a la causa de Jorris Wead, cosa que le había sorprendido mucho; pero había tenido la suficiente presencia de ánimo para no dejar que adivinaran su pensamiento y se contentaba con guardar una prudente reserva, persuadida interiormente de que el físico debía estar preparando alguna de las suyas.

    La víspera le había visto todavía unos minutos, por la televisión reservada para este uso. Habían podido intercambiar algunas palabras y Cristal, fortalecida por ello, aceptaba sonriendo su extraña situación.uso. Habían podido intercambiar algunas palabras y Cristal, fortalecida por ello, aceptaba sonriendo su extraña situación.

    Pero ignoraba todavía lo que le tenían reservado.

    Se sintió inquieta cuando la fueron a buscar, y al penetrar en la sala del doble trono su corazón se oprimió terriblemente al reconocer a Methoodias. Para ella, era el emisario de Jorris Wead que había franqueado el subespacio para perseguirles hasta el planeta de los árboles de fuego y que la había raptado, obligando de este modo a Manfred a rendirse, acabando de destruir la esperanza nacida de la rebelión de los cautivos.

    Sin embargo, obedeció cuando un Altivo, sin brutalidad, pero también sin gran cortesía, le ordenó que se sentara frente al robot de carne.

    Hubo un instante de silencio, durante el cual Cristal y Methoodias se miraron.

    ¿Qué debía pensar el ser sintético? Wenda se sentía angustiada ante su mirada fría e irónica que la observaba fijamente a menos de tres mooz de distancia. Quiso desafiarle y sostener el destello de aquella mirada, pero Methodias no pestañeaba y seguía contemplándola de un modo impenetrable.

    Y Cristal, de pronto, recordó. La relativa benevolencia que habían tenido con ella después de su regreso a Harrania, los cuidados médicos y psicológicos, la comunicación a días alternos con Manfred —aunque fuera a través de la televisión— habían conseguido poco a poco quitar importancia a ciertos hechos, a ciertas palabras. Pero al verse frente a Methoodias, los recordaba de pronto, y el velo se desgarraba en su espíritu.

    Todo cuanto habían hecho por ella no había sido más que un odioso cálculo. Seguía estando reservada para Methoodias, y sin duda sólo le habían permitido comunicarse con Manfred para estimular el ardor científico de este último.

    Quiso levantarse y no pudo. Un sabio que estaba junto a ella le dijo:

    —No intente levantarse; una red de ondas la rodea. No se mueva ni intente rebelarse; al contrario, procure estar relajada. Vamos a proceder a un intercambio de pensamientos con el señor Methoodias, de modo que su cerebro quedará en contacto con el de usted, y este procedimiento tiene por objeto que los pensamientos de ambos se unan íntimamente.

    Cristal luchó en vano por liberarse. La voz del sabio prosiguió, mientras Methoodias seguía con la misma apariencia apacible, aunque su extraña mirada tenía un destello más inquietante que nunca.

    —Deben agradecer la mansedumbre del dictador, que no ha querido forzarles al rito de una manera bestial, sino que, para que su unión resulte favorable, ha deseado engendrar entre ustedes dos una armonía cerebral de las más dulcificantes. Acéptenlo, pues, sin rebelarse; no lo intenten siquiera, porque sólo conseguirían demorar la acción de nuestros artefactos.

    Se oyó un chasquido, y la luz de la sala se apagó. Solamente quedaron visibles los dos personajes, sentados uno frente al otro bajo la suave irradiación de la luz azulada.

    Cristal sabía cuáles eran los efectos de aquellos terribles aparatos llamados mnemotecnos. Sumergían a los individuos en una especie de semiletargo mientras una lluvia de fotones caía sobre ellos e impregnaba su organismo, en el cual las partículas sufrían una mutación espontánea al contacto biológico y se incrustaban íntimamente en las neuronas cerebrales, fijando de un modo indeleble los pensamientos que se deseaban implantar en ellas. Era como una especie de cinefonografía aplicada biológicamente.

    Sin embargo, Cristal ignoraba todavía la conexión de dos sujetos sometidos no sólo a los imperiosos fotones, sino también a un dúplex con el compañero, cosa que debía tener por efecto el ponerlos sobre el mismo plan cerebral.

    La pobre Cristal se sintió perdida. Sabía que Jorris Wead hubiera pasado a toda la población de Harrania y de los nueve satélites por la acción de los mnemotecnos si hubiera podido hacerlo, con el fin de crear una sola y única corriente de pensamientos y reinar así sobre un pueblo de robots.

    Pensó que iba a pertenecer a Methoodias, y que esto ni siquiera le produciría horror; que llegaría a olvidar incluso su amor por Manfred y ocuparía un lugar en el triste rebaño de los ciudadanos adaptados a lo que Jorris Wead, sus Altivos y sus tecnócratas llamaban el mundo futuro.

    Entonces intentó luchar, y resistió con todas sus fuerzas. Apeló a su corazón, quiso aferrarse al pensamiento de Manfred Arrowstim, intentó representarse la imagen de aquél a quien amaba, apartar la corriente mental que sentía que intentaba invadirla bajo la luz azul de los mnemotecnos.

    Pero un minuto más, y cedería. Se hundiría en aquel vacío azul… Aceptaría a Methoodias y se uniría a la causa; ya no sería nunca más Wenda O'Brien, la linda Cristal de voz tan pura, y… Todo le parecía perdido.

    Sin embargo, la voz sonora y de timbre metálico del robot de carne le hizo abrir los ojos.

    —Es inútil, señores. Hagan el favor de decirle a Jorris Wead que están perdiendo el tiempo. Sólo he aceptado esta experiencia para saber cómo funcionaba el mnemotecno, gracias al cual sé que ha sido alimentado mi cerebro antes de que yo tomara conciencia de las cosas.
    —Pero…, ilustre Methoodias… —empezó a decir uno de los Altivos.
    —Ya basta —cortó el hombre artificial—. El dictador lo sabe, y todos vosotros deberíais saberlo. Esta chica no me interesa, y estoy decidido a no aceptar otra compañera que la que yo he escogido, habiendo recibido inicialmente su imagen en el momento en que mis ojos se abrieron a la vida.

    Todos los presentes, tanto los sabios como los Altivos, sabían perfectamente a quién se refería…, pero ninguno de ellos quiso arriesgarse a pronunciar el nombre de Dorothy Wead, ya que todos conocían el espíritu vindicativo de la Amazona del Espacio.

    Methoodias hizo un movimiento para levantarse y exclamó encolerizado:

    —¿Qué sucede?
    —La red de ondas le retiene —contestó respetuosamente un Altivo.
    —¿Cómo? ¿Me tratan del mismo modo que a esta mujer? ¿Una desviacionista? ¿Una cautiva?
    —No se enfade, por favor…
    —¡Quiero que me liberen inmediatamente!

    Los hombres vestidos de púrpura y los hombres vestidos de amarillo dorado se miraron unos a otros con embarazo. Uno de ellos se decidió a hablar.

    —Ilustre señor Methoodias, no hacemos más que obedecer las órdenes de Su Excelencia. Usted debe someterse a ellas, como todos nosotros…
    —Me niego —dijo Methoodias con voz de trueno—. Y os prevengo que el mnemotecno no ejerce ninguna acción sobre mi cerebro, porque he comprendido cómo funciona y… —se detuvo un momento y acabó, con una terrible sonrisa—: …y he conseguido ya desviar la corriente de las ondas. Añado que en mi cerebro se está realizando un trabajo, y que dentro de unos instantes habré hecho estallar la red si no me desatáis.

    En el fondo de la sala, que seguía sumida en la oscuridad alrededor de las dos manchas azules de los mnemotecnos, resonó una voz airada:

    — ¡Basta, robot! Debes obedecerme. Soy Jorris Wead. Estoy viendo por televisión toda esta comedia. Debes someterte como todos los demás.

    Tanto los sabios como los Altivos se estremecieron al oír la voz del invisible y temible dictador, que lo estaba viendo todo a distancia y había perdido la paciencia. Pero luego se estremecieron mucho más al oír, sin duda por primera vez, la carcajada de Methoodias.

    Cristal, con los ojos desmesuradamente abiertos por el espanto, comprendió que frente a ella no tenía a un hombre sino a aquel monstruo de carne sintética del cual había oído hablar con palabras veladas.

    Con gran terror de todos se oyó una explosión, y un haz de fuego salió de uno de los ángulos de la sala, mientras la pared se agrietaba. Se oyó una interjección de Jorris Wead, y Cristal constató que sus invisibles ataduras se habían desligado mágicamente.

    —¡Soy la inteligencia! —gritó Methoodias, poniéndose de pie.

    En aquella luz azulada parecía inmaterial y terrible con su vestimenta escarlata, que tomaba unos impresionantes tintes violáceos.

    —¡Lo ha conseguido! —gritaron los sabios—. Ha destruido la máquina con su propia voluntad.

    Cristal se había levantado también. No sabía qué debía hacer y miraba asustada, como todos, al terrible monstruo, más hermoso y más temible que nunca, que les dominaba.

    —¡A muerte! —aulló Jorris Wead—. ¡Matadlo, matadlo!
    —¡Matadlo! —gritó como un eco, a través de otro altavoz, una voz femenina que todos reconocieron.
    —Os aconsejo que no os mováis, Altivos, ni tampoco vosotros, sabios —pronunció la voz autoritaria del robot de carne.

    Jorris chilló todavía sus órdenes de muerte:

    —¡Si yo estuviera allí, le mataría con mis propias manos!

    Un Altivo se acercó a Methoodias y éste dio uno de aquellos saltos de los cuales tenía el secreto, y su puño irresistible derribó al hombre, que cayó con el cráneo destrozado.

    Se oyó un verdadero alarido de furor lanzado por Jorris Wead, al cual hizo eco la voz rabiosa de Dorothy:

    —¡Altivos! ¡Matad a Methoodias!

    El fantástico personaje había hecho retroceder a los que le rodeaban. Sin embargo, los milicianos le apuntaron con sus tubos de rayos inframalvas, que provocaban la inmediata desintegración.

    Methoodias vio el peligro y se elevó de pronto, dando un salto prodigioso, en el momento en que las pistolas escupían la muerte atómica. Pareció literalmente volar, con un impulso imposible para un hombre normal, y volvió a caer con perfecta precisión sobre los dos Altivos que quedaban.

    Cristal desvió los ojos para no ver el momento en que el robot caía sobre sus enemigos. Los sabios retrocedían desordenadamente. La muchacha miró casi involuntariamente, y vio que había tres cuerpos tendidos en el suelo, mientras Methoodias se erguía con un tubo desintegrador en cada mano.

    —Os espero —dijo con voz sonora, pero que expresaba un extraordinario dominio de sí mismo. Luego añadió—: Óyeme, Jorris Wead. Yo soy la inteligencia. Adivino, calculo y presiento, porque reflexiono y razono. Estás perdiendo el tiempo conmigo, porque no quiero ser avasallado por estas criaturas imperfectas que son los hombres. Y tú no eres más que un hombre, como todos los que te rodean. Y no deseo más que a una mujer: tu hija.

    Pero Jorris Wead debía de haber dado órdenes, porque se abrieron las puertas de la sala de los mnemotecnos y varios milicianos irrumpieron. Cristal, que en el fondo de su corazón tomó instintivamente el partido de Methoodias, dado que ya no le inspiraba ningún horror, lanzó un grito:

    —¡Methoodias! ¡Cuidado!

    Diez milicianos desafiaron al robot, elevando sus tubos implacables. Pero en aquel momento, una vibración de una violencia inaudita estalló a través de toda la fortaleza de Lenro, deteniendo los gestos y provocando una perturbación sin igual.

    —Ha sonado la alerta general… ¿Qué debe de suceder?

    Aprovechando este incidente, Methoodias se tiró al suelo con una ligereza digna del salto que antes había ejecutado, empujó y dispersó a los milicianos y consiguió escapar sin que se dieran cuenta de cómo había podido hacerlo.

    Cuando intentaron perseguirle, cuatro de ellos desaparecieron, desintegrados por los rayos inframalvas —que no había soltado—, y con los cuales cubría su huida.

    Cristal bajó titubeando los escalones del mnemotecno, preguntándose qué era lo que sucedía y qué sería lo que harían de ella. Pero la alerta era total, y nadie pensaba ya en la pobre muchacha.

    Jorris Wead y su hija, olvidando su disputa, permanecían juntos ante un ventanal del palacio, mirando desde el satélite qué era lo que había provocado aquella gran alarma. Las aguas del océano se abrían, espumeantes, y unas masas blancas semiesféricas subían a la superficie, provocando una verdadera tempestad artificial.

    Era la ciudad de Sti, que, por una razón que ellos desconocían, subía bruscamente a la superficie, liberada de sus amarras magnéticas.


    CAPÍTULO IV


    Manfred Arrowstim no era un hombre que viviera solamente de ilusiones, sino que como todos los soñadores tenía un sentido muy ajustado de la realidad.

    Sabía perfectamente lo que arriesgaba al provocar aquella sublevación. La primera vez la evasión había terminado con un fracaso, pero había querido reincidir, poniendo esta vez todos los triunfos en su mano al utilizar los medios técnicos de sus adversarios. Pero antes de poner en juego tales medios era preciso vencer a cualquier precio, empleando los medios humanos, luchando en el fondo del mar los diecisiete detenidos contra los trece Altivos y milicianos submarinos encargados de su vigilancia.

    Manfred había especulado con el efecto de la sorpresa, y el resultado le confirmó que había tenido razón. Su transformación súbita en estatua de fuego, el sabotaje de la casa marina que subía a la superficie, luego la acción de los detenidos que se abalanzaban sobre sus enemigos siguiendo el ejemplo del doctor Walm, todo le hacía suponer que no habían empezado mal.

    Él mismo, desde lo alto de la torre en que acababa de provocar un cortocircuito, saltaba sobre el sabio que le había acompañado. Manfred era ágil y vigoroso, y el atacado tuvo miedo ante aquel monstruo fulgurante que se le había echado encima. La lucha no fue larga y Manfred se puso en seguida en pie, después de arrancarle el tubo de rayos inframalvas, tan eficaz bajo las aguas como en la atmósfera.

    Walm se convertía también a su vez en un monstruo fulgurante al sacarse las suelas, y los milicianos que intentaban reducirle se apartaron de él.

    Éste era el ardid de Manfred Arrowstim. Habiendo constatado que los árboles de hierro eran unos perfectos conductores de las corrientes geomagnéticas, había diseñado un modelo particular de escafandra, oficialmente destinada a los estudios de estas famosas corrientes, todavía tan poco conocidas.

    Una suela móvil, de una materia plástica corriente, se apoyaba directamente en el suelo de la tierra o del mar. Al sacarse esta suela se descubría otra, en la cual había una clavija de la madera de hierro, traída del bosque centelleante del planeta desconocido. Desde que el cuerpo humano se ponía en contacto con el suelo a través de esta clavija se establecía la corriente y se producía la fulguración, dinamizando al individuo sin ningún peligro para él.

    Hacía mucho tiempo que Manfred había observado que el entorpecimiento y las perturbaciones fisiológicas sólo se producían cuando el ser humano había sido conmocionado por las chispas emanadas directamente de un árbol metálico; pero cuando no era así, este inconveniente desaparecía. Eso le había inducido a hacer fabricar un modelo especial de escafandra muy ingenioso, pero que no tenía otro objetivo que el de transformar a voluntad a aquellos que lo llevaban en unos seres fulgurantes.

    Hubiera podido gritarles a todos: “Tenéis el mismo poder que yo; arrancaos las suelas móviles y os convertiréis en monstruos chisporroteantes”. Pero no lo hubieran oído sólo sus compañeros, los presos, sino también los sabios y los milicianos.

    La lucha se había hecho general. La rapidez de la acción provocada por Manfred había dado una seria ventaja a los sublevados, y los milicianos no habían tenido tiempo de emplear sus armas. La sangre enturbiaba ya la pureza de las aguas. El doctor Walm, impresionante, iba y venía, tomando parte en la lucha, y Manfred observó que hacía señas a sus compañeros. Muchos de ellos las comprendieron, y se convirtieron a su vez en llameantes aureolas que hicieron retroceder todavía más a los milicianos.

    Sin embargo, primero un sabio, luego otro, descubrieron el ardid y aparecieron también recubiertos de chispas. Sus compañeros les imitaron, y pronto la lucha se fue igualando.

    En el extraño esplendor de la decoración submarina proseguía el singular combate de monstruos aureolados de chispas que se abalanzaban los unos sobre los otros. ¿Cuál sería el resultado del combate? Manfred Arrowstim esperaba confiadamente que sus amigos obtendrían la victoria, pero él no tenía tiempo que perder. Los minutos pasaban, y el gran sabotaje previsto no tardaría en producirse.monstruos aureolados de chispas que se abalanzaban los unos sobre los otros. ¿Cuál sería el resultado del combate? Manfred Arrowstim esperaba confiadamente que sus amigos obtendrían la victoria, pero él no tenía tiempo que perder. Los minutos pasaban, y el gran sabotaje previsto no tardaría en producirse.

    Antes de alejarse se contentó con desintegrar a un par de milicianos y un sabio, lo que proporcionó cierta ventaja a sus compañeros; luego le dirigió a Walm un signo que significaba “ánimo” y se sumergió bajo las aguas. Les dejaba luchando tras él, pero proseguía su plan, sabiendo que aun cuando no había tenido tiempo para explicárselo, tendrían confianza en él. Y estaba decidido a llegar hasta el fin.

    Alcanzó otra torre y también le saltó encima; luego retorció la antena pisoteándola con sus suelas. El contacto de las suelas con las clavijas de madera de hierro provocaba un cortocircuito. La segunda casa marina osciló sobre sí misma, empezó a ascender, luego se elevó rápidamente y desapareció en un torbellino que desequilibró a los combatientes.

    Manfred siguió dirigiéndose apresuradamente hacia las torres restantes, saboteando otras casas. A su lado vio pasar a unos cuerpos apuñalados, que dejaban tras ellos una estela de sangre.

    Un poco más tarde vio acercarse al doctor Walm, que, con un tubo en la mano, tiraba sobre las torres y las destruía una tras otra. Y las casas, liberadas de sus amarras magnéticas, salían del fondo para remontar hasta la superficie.

    Arrowstim tuvo luego la alegría de ver adelantarse hacia él siete siluetas fulgurantes que agitaban los brazos, y sintió que su corazón latía fuertemente, como si fuera a romperse. Los prisioneros habían dominado a sus carceleros. Milicianos, Altivos y sabios habían perecido estrangulados, desintegrados o apuñalados con sus propias armas, las que los sublevados habían conseguido arrancarles. Quedaban, pues, nueve, contando a Manfred y a Walm. Los otros ocho habían perecido, así como los hombres de Jorris Wead.

    Todos sabían ya el poder que tenían, y gesticulaban en sus llameantes armaduras; y, dirigidos por Walm, corrían con sus recuperadas armas hacia las torres, que destruían, deshaciendo la ciudad de Sti. Al cabo de poco rato más de veinte casas submarinas, liberadas de sus amarras, subían a la superficie provocando indudablemente en la ciudad de Sti unas perturbaciones inverosímiles. Aquél fue el momento en el que fue dada la alarma en Lenro.

    Manfred ya no corría ningún peligro al hablar con sus compañeros, y empezó a darles instrucciones a todos, felicitándoles por su victoria y dándoles las gracias por la confianza que le habían concedido.

    —¡Debemos acabar lo empezado! —gritó—. Toda la ciudad de Sti debe ser saboteada. En menos de una hora se producirá un fenómeno nuevo, cuyas consecuencias serán aterradoras para el dictador y todos los que le rodean. Espero que en ese momento la gente de Harrania y de los planetas restantes comprenderán la oportunidad que se les presenta y reaccionarán; ésta es la gran revolución que empieza, gracias a vosotros, amigos míos…

    Los monstruos de fuego agitaban los brazos.

    —¡Viva Arrowstim!

    Era una cosa rara, porque sus voces no se hacían oír en lo que seguía siendo el silencio de las profundidades marinas, pero, en cambio, se comunicaban perfectamente por los audífonos de los walkie-talkies.

    Todos se apresuraron a proseguir su trabajo de sabotaje, pero de repente uno de ellos gritó:

    —¡Atención! ¡Enemigos a la vista!

    Hacía mucho tiempo que Jorris Wead había formado una sección de hombres rana, y un grupo de ellos, alertado por el ataque contra Sti, se sumergía para buscarles.

    —¿Todos tenéis armas?
    —Sí, sí… Tubos y puñales.
    —En principio —dijo Manfred—, la armadura de fuego que nos rodea, provocada por el contacto con el suelo, debe tener el poder de detener a los proyectiles. Pero no me atrevo a asegurar su eficacia contra los inframalvas. Tomad precauciones.
    —¡Qué importa! Seguiremos luchando —dijo Walm.
    —Desde luego. De todos modos, deben estar asustados solamente al vernos. Vosotros mismos, amigos míos, ¿no os espantáis de vuestras personas rodeadas de este formidable enjambre centelleante? Emana directamente de vuestro organismo, y no puede cesar si no perdéis el contacto.
    —¿Con el terreno?
    —Sí.
    —¿Y nadando no?
    —El efecto fulgurante cesaría, y no volvería a encenderse hasta que regresarais a tierra.
    —Entonces sería mejor que regresáramos por la costa, siguiendo el fondo hasta el momento en que el terreno remonte hacia el litoral.
    —No tendremos tiempo suficiente. He previsto otro medio de salir de aquí, y…
    —¡Atención! ¡El enemigo!

    Manfred y sus hombres se enfrentaron con los hombres rana que se habían detenido a una respetuosa distancia. Visiblemente no comprendían lo que sucedía, ni quiénes eran aquellas extrañas criaturas. En efecto, los que antes habían sido testigos de la metamorfosis habían sido aniquilados por los sublevados, y los recién llegados quedaban desconcertados al hallarse frente a unos seres cuya masa, semejante a un enjambre de chispas movedizas, se destacaba sobre el verde de las profundidades.

    Los milicianos submarinos apuntaban con sus tubos y Manfred gritó:

    —¡Disparad! ¡Disparad en seguida!

    Empezaron a ametrallarse mutuamente, en una gran batalla silenciosa, y el joven sabio vio con inmensa alegría que un rayo inframalva se dirigía hacia él, pero la terrible llama pareció desparramarse sobre la armadura de fuego. Entonces supo que, una vez más, su instinto de investigador científico no le había engañado y que la reacción atómica quedaba anulada por la masa de chispas que emanaba directamente del planeta a través de la madera de hierro y el cuerpo humano.

    Una alegría loca se apoderó de él.

    —¡No pueden nada contra nosotros! ¡Somos invulnerables! Sólo pueden matarnos en una lucha cuerpo a cuerpo. Vayamos sin temor hacia ellos.

    Los nueve compañeros se abalanzaron todos a la vez sin tomar la menor precaución, y recibieron sin daño alguno el fuego atómico que lanzaban los milicianos submarinos, cuyos relámpagos de llamas de color malva agujereaban las aguas, pero sin ningún resultado contra los demonios de fuego.

    Entonces, a pesar de lo entrenados que estaban a combates sin piedad, un verdadero pánico cundió entre los hombres enviados por Jorris Wead. Si lo hubieran sabido, hubieran podido reducir a aquellos monstruos llameantes a puñaladas, o incluso conseguir estrangularlos, ya que sus terribles armas permanecían sin efecto. Pero no lo sabían, ni intentaron saberlo. Abandonaron el combate, dejaron las armas y huyeron despavoridos, ellos que nunca habían retrocedido ante nadie.

    Manfred se sintió invadido por una oleada de entusiasmo y su alma ferviente evocó la Providencia, que, por fin, parecía favorecer sus deseos. Desde luego, había habido muertos, y esto hacía sangrar su corazón. Pero era preciso proseguir, liberar del tirano a Harrania, los planetas y el mundo, y sobre todo de su doctrina abominable.

    Y si fuera posible, volver a encontrar a Cristal y liberarla…

    Se le helaba la sangre en las venas cuando pensaba en ella. Sabía que el último golpe que preparaba podía serle fatal, ya que todo le hacía suponer que se hallaba en Lenro, pues desde allí había hablado con él por medio de la televisión, y Lenro era su objetivo para asestar un golpe mortal al dictador.pues desde allí había hablado con él por medio de la televisión, y Lenro era su objetivo para asestar un golpe mortal al dictador.

    Pero toda sensibilidad personal debía ser desechada en aquellos momentos. Una vez quedó el campo libre les gritó a sus compañeros:

    —¡Hay que destruir todas las torres magnéticas que quedan, excepto una!

    Los sublevados, que se sentían verdaderamente invulnerables —aunque tal vez no fuera más que una ilusión—, se apresuraron a obedecer a Manfred con renovados ánimos.

    El sabotaje de las casas marinas prosiguió; las torres estallaban una después de otra, y los inmensos hemisferios oscilaban un momento —provocando terribles remolinos que a veces derribaban a los saboteadores—, y luego las masas gigantes empezaban a ascender; primero con lentitud, luego cada vez con mayor rapidez. Esto provocaba unas silenciosas tempestades en las profundidades, pero Manfred, Walm y los suyos seguían su tarea con tesón.

    Estaban a punto de terminarla, cuando Walm puso una mano centelleante sobre el brazo de su amigo.

    —Ahora reaccionan. ¡Mira!

    Esta vez no se trataba de un grupo de hombres rana, sino de un enemigo más importante. Tres sumergibles, alertados sin duda por los siniestrados de Sti, avanzaban hacia los hombres de fuego en formación triangular.


    CAPÍTULO V


    El comandante Squalf, que estaba al mando de la escuadra submarina, estudiaba al enemigo por medio del periscopio electrónico.

    Las imágenes, en color y en relieve, se reflejaban sobre la pantalla con notable precisión. La base de Sti, en plena conmoción, había dado la alarma y el comandante había lanzado inmediatamente los sumergibles a toda velocidad hacia el lugar del drama. Era evidente que el sabotaje había sido realizado por aquellos desviacionistas que se negaban a aceptar la felicidad colectiva impuesta por Jorris Wead y los suyos. Y Squalf no ignoraba que Manfred Arrowstim era el causante de aquel nuevo incidente cuyas consecuencias amenazaban ser terribles.

    Al mismo tiempo, Squalf establecía un dúplex con la fortaleza de Lenro, así es que en el camarote de mando de su navío se veía también el busto de Jorris Wead acompañado por el de su hija, que estaban ya al corriente de lo sucedido y seguían angustiados el curso de los acontecimientos.

    Ambos habían dejado ya de interesarse por Cristal, e incluso por Methoodias, contentándose con dar la orden de que se apoderaran del hombre artificial, vivo o muerto. La angustia se reflejaba en los rostros de Jorris Wead y de su hija. El extraño comportamiento del robot y el nuevo ardid de Arrowstim eran demasiado para un solo día. Suponían que existía alguna relación entre los dos hechos, pero no conseguían establecerla de un modo lógico.

    Sin embargo, se hallaban virtualmente presentes en el puesto de mando del comodoro Squalf.

    —Hay que acabar de una vez —rugía el dictador—, y aniquilar a toda costa a ese revolucionario y a todos los que le rodean.
    —De acuerdo, Excelencia.

    Jorris se volvió hacia un personaje que apenas se entreveía en la pantalla, un Altivo, y le dio otras órdenes. Se trataba de mandar otra flota, pero esta vez por la superficie, para socorrer a la ciudad de Sti. Ésta iba a la deriva, ocasionando un inesperado huracán en el océano cada vez que sus elementos remontaban y emergían del fondo del mar.

    Squalf había hecho orientar el espejo de la televisión frente a las pantallas del periscopio electrónico, de modo que el dictador y su hija pudieran seguir desde Lenro los incidentes que ocurrían bajo las aguas del planeta de Harrania.

    Lo que descubrieron les dejó estupefactos.

    Los primeros mensajes llegados de Sti daban cuenta de la sublevación de los miembros de la misión submarina capitaneados por Manfred Arrowstim y el doctor Walm, pero luego habían hablado de aquellos monstruos fulgurantes. El dictador gritaba y exigía que se le dieran explicaciones.

    Mientras tanto, la confusión reinaba en Lenro. La inesperada actuación de Methoodias había causado profunda impresión, y desde aquel momento el robot de carne causaba un supersticioso terror a los Altivos, a los tecnócratas, a los milicianos e incluso a los mismos sabios.

    Dorothy y su padre se daban perfecta cuenta de ello, y el odio de la primera iba en aumento: contra Cristal, contra Manfred, y contra el mismo Methoodias. Gustosamente hubiera deseado verlo desintegrar, pero le parecía que su padre lamentaba ya su cólera inicial y las primeras órdenes que había dado.

    En el fondo, Jorris Wead tenía empeño en conservar a Methoodias. Era una tontería hacer fabricar artificialmente un ser humano a tal costo para matarle pocas semanas más tarde, cuando todavía podía prestarles tantos servicios. Seguramente el dictador pensaba que a pesar de todo acabarían por dominar al robot; que lo obligarían a soportar el tratamiento del mnemotecno, y que pensamientos más ortodoxos, debidamente filmados y difundidos en luz azul, conseguirían impregnar su cerebro, frágil todavía.tratamiento del mnemotecno, y que pensamientos más ortodoxos, debidamente filmados y difundidos en luz azul, conseguirían impregnar su cerebro, frágil todavía.

    Pero en aquel momento lo único que tenía importancia para él era el drama submarino, que no parecía presentarse muy bien.

    Squalf había hecho bajar a tres pelotones diferentes de los tres navíos enviados para dominar a los revoltosos. Éstos desafiaban a los hombres rana, conscientes de su poder, pero advertidos por su jefe de que evitaran a todo precio el combate cuerpo a cuerpo.

    La táctica había sido sencilla. Sabiendo que ni siquiera el inframalva atravesaba las armaduras de fuego, los nueve compañeros se habían adelantado valerosamente al encuentro de sus enemigos, que ejecutaban una maniobra para rodearlos, unos sumergiéndose hasta el fondo, otros entre dos aguas y un tercer grupo nadando por encima de ellos.

    Squalf, a través de los walkie-talkies, dio la orden de disparar. Sesenta tubos de rayos inframalvas y sesenta pistolas capaces de desintegrar a un hombre en un segundo fueron disparados a la vez contra los nueve compañeros. Estos, erguidos como ídolos, se habían cruzado de brazos y habían esperado, impasibles.

    Dos, tres, diez veces, Squalf había repetido la orden de disparar. Pero los terribles rayos fulgurantes se perdían en el increíble enjambre centelleante que aureolaba a los atacados.

    Luego, obedeciendo a una orden de Manfred, fueron ellos los que atacaron a su vez, unos a los enemigos del fondo, otros a los que nadaban entre dos aguas y los últimos a los que evolucionaban por la superficie.

    Y el efecto había sido irresistible una vez más. El pánico se apoderó de los atacantes que habían huido despavoridos, pensando que en toda la historia de la Humanidad ningún hombre había podido hacer frente a los inframalvas en ninguna de las galaxias conocidas, más que con las ondas coloreadas que defendían el palacio-fortaleza.

    Squalf, horrorizado, volvió la cabeza hacia la pantalla en la cual Jorris Wead lanzaba miradas furibundas y Dorothy le asaeteaba con sus hermosos ojos verdinegros. La Amazona parecía más bella que nunca: la palidez de su rostro hacía resaltar las ondas leonadas de sus oscuros cabellos.

    —Excelencia…
    —¡Sus hombres son unos cobardes, comodoro!
    —Le suplico que…
    —¡Y usted es un imbécil! ¡Haga disparar la artillería atómica!

    Squalf saludó y se apresuró a dar las instrucciones pertinentes.

    Pero los cañones también disparaban rayos inframalvas, que no causaron el menor efecto sobre los nueve sublevados, gloriosos con su vestimenta fulgurante, que seguían evolucionando en el mar, aparentemente invencibles, y creando con su visión un espantoso terror entre la tripulación de los submarinos.

    Y la siderotele, que transmitía los acontecimientos —no sólo de los navíos del comodoro Squalf sino también de las últimas casas de Sti, amarradas todavía al fondo del mar— iluminaba a Harrania y los nueve planetas, enterando a todo el mundo de que la dictadura comunitaria estaba fracasando y que unos hombres de fuego que salían del fondo del océano se erguían en favor de la libertad revestidos de invencibles armaduras ígneas.

    Jorris Wead sintió que el terror se apoderaba de él ante el fracaso de la escuadra submarina. Dorothy no decía nada, pero tal vez presentía también, como su padre, que iba a llegar el momento fatal en el cual su poder basado sobre la utopía de la igualdad de los seres iba a desmoronarse por culpa de Manfred Arrowstim.

    Las ondas ya permitían a millones de harranianos que asistieran más o menos directamente a las aventuras submarinas de los rebeldes, y a pesar de esta visión realista ya empezaba a forjarse la leyenda. Se decía que hombres de fuego nacían del seno de las aguas, e incluso que otros llegaban en astronaves, en aviones supersónicos, con nuevos instrumentos de lucha. Se les veía por todas partes, y los planetas se estremecían. Un viento de locura pasaba.las aguas, e incluso que otros llegaban en astronaves, en aviones supersónicos, con nuevos instrumentos de lucha. Se les veía por todas partes, y los planetas se estremecían. Un viento de locura pasaba.

    Todas las creencias, todas las supersticiones, todos los sueños humanos que el dictador y sus esbirros creían haber destruido para siempre, volvían a aparecer espontáneamente. La epopeya de aquellos seres llameantes hacía revivir en los hombres y las mujeres, a quienes se había querido poner en un solo y único plano, la llama que surgía en sus almas encadenadas que deseaban ser libres nuevamente.

    En menos de una hora, Jorris Wead supo que su doctrina se agrietaba, y que el espantoso imperio de los humanos transformados en robots volvía a encontrar, de modo espontáneo, lo que unos años de colectivismo habían hecho perder a la Humanidad legítima.

    Todo esto, porque unos seres de fuego habían derrotado a los hombres rana enviados por Jorris Wead.

    El dictador estaba inquieto y agitado, y no miraba ya el reflejo de los acontecimientos submarinos. Acompañado por Dorothy, pálida pero resuelta, reunía a su Estado Mayor —los hombres uniformados de cuatro colores— para tomar medidas de extrema urgencia.

    Pero algunos de los principales jefes empezaban ya a flaquear.

    El comodoro Squalf acababa de suicidarse, considerándose deshonrado, y se había desintegrado a sí mismo con la pistola de rayos inframalvas. La flota de sumergibles, completamente desorientada, ya no reaccionaba contra los nueve rebeldes. Éstos aprovecharon para acabar la destrucción de las torres magnéticas, dirigidos por Manfred.

    —Ya ha llegado la hora —le dijo este último a Walm, que estaba a su lado—. No sé cuánto tiempo ha transcurrido desde que salimos del laboratorio…
    —Tampoco lo sé —confesó Walm—. Pero creo que ya no puede tardar mucho.

    Ambos levantaron instintivamente los ojos, pero la capa marina era demasiado profunda y no podían percibir el planeta Lenro girando por el cielo de Harrania.

    Tal como lo había exigido su jefe, los sublevados habían dejado intacta una de las casas del fondo del mar. Después de haber tenido la satisfacción de ver huir a los hombres rana, de recibir sin daño alguno el fuego inframalva y de asistir a la retirada de la pequeña flota enviada contra ellos, escucharon las últimas órdenes de Manfred.

    Luego, todos, menos Walm, siguiendo las indicaciones recibidas, se asieron a todo lo que ofrecía una presa sólida del inmueble sumergido. Cerca de ellos, el doctor Walm apuntó con su pistola sobre la última torre metálica intacta, y el chorro de rayos inframalvas la hizo saltar.

    Walm tuvo el tiempo justo de correr hacia sus compañeros, dos de los cuales le alargaban la mano para atraerlo hacia ellos. El gran edificio oscilaba ya, y luego empezó a elevarse, arrastrando su carga de hombres hacia la superficie.

    Entonces se produjo lo que había previsto Manfred, lo que había comunicado en seguida a sus compañeros para que no quedaran desorientados. Cuando la casa submarina los arrastró consigo hacia la superficie, los buzos literalmente se “apagaron”. Los destellos que les rodeaban cesaron de chisporrotear, y no quedaron más que una escasa cantidad de chispas sobre cada hombre, como hormigas que corrieran sobre un hormiguero devastado.

    Luego se fueron apagando también, hasta que su escafandra volvió a ser normal.

    —No te has equivocado, Arrowstim —dijo Walm.
    —Espero no haberme equivocado tampoco respecto a lo que concierne al planeta Lenro —respondió el interpelado.
    —Llegamos ya a la superficie, y no tardaremos en saberlo. Si al menos supiéramos qué hora es…

    Al perder el contacto con el fondo del océano, o sea, con el planeta propiamente dicho, los nueve compañeros ya no se hallaban recorridos por la corriente geomagnética que les era transmitida por las clavijas de madera de hierro enclavadas en las suelas de las escafandras. Ahora ya no eran más que unos hombres; provistos de armas, ciertamente, pero que solamente eran nueve. Nueve contra un mundo.era transmitida por las clavijas de madera de hierro enclavadas en las suelas de las escafandras. Ahora ya no eran más que unos hombres; provistos de armas, ciertamente, pero que solamente eran nueve. Nueve contra un mundo.

    Sin embargo, era verdad que en aquel mundo reinaba ya bastante desorden gracias a su audaz sublevación.

    En su planeta Lenro, Jorris Wead estaba furioso, pero no perdía la sangre fría y preparaba la defensa. Dorothy estaba sentada a su lado; lo que más le inquietaba era la desaparición de Methoodias.

    La Amazona del Espacio se preguntaba si Manfred, con su inteligencia —que hubiera calificado de diabólica si hubiera podido creer en cualquier fuerza extraña a la materia—, no habría conseguido subyugar al robot de carne.

    Entretanto, la última casa surgía a la superficie del océano provocando un verdadero ciclón, a pesar de que el cielo seguía estando completamente despejado y de que se podía ver claramente, a menos de cincuenta mil mooz, al satélite Lenro, que giraba encima del gran planeta Harrania.

    Los nueve compañeros, aferrados al último elemento de la ciudad de Sti, se izaron sobre la cúpula de la casa y permanecieron reunidos allí, teniendo cada uno en la mano un tubo de rayos inframalvas para defenderse.

    —Nos están rodeando —dijo Walm, arrancándose el casco de su escafandra para respirar el oxígeno marino, más puro y vivificante que la reserva de sus tanques.

    Varios navíos aparecían y nuevas formaciones de hombres rana se disponían al ataque. Una gran parte de ellos venían por los aires, y los aviones dejaban caer a los paracaidistas.

    —Nos preparan una verdadera trampa —observó el doctor Walm tranquilamente.

    Los enemigos hormigueaban por el cielo y el mar, pero reinaba el miedo entre aquellos hombres. Los desalmados milicianos de Jorris Wead volvían a sentir en ellos un sentimiento humano que hacía tiempo que habían olvidado: el temor. Y este temor engendraba otros sentimientos muy humanos también. Se sentían unos seres de carne, vulnerables hasta su alma, cuya existencia les habían enseñado a negar.

    Los compañeros de Manfred se asustaron también.

    —Pero… ahora ya no estamos en contacto con el suelo. No tenemos nuestra armadura de fuego. ¡Estamos perdidos!

    Su jefe no respondió. Su corazón latía desacompasadamente mientras miraba hacia Lenro, que estaba ligado magnéticamente a la maqueta del satélite que se hallaba en una de las casas que habían saboteado.

    Buscaba con la mirada el lugar en el cual estaba el laboratorio, que flotaba junto con los otros elementos de la ciudad, cuando un inmenso grito brotó del mar, cayó del cielo, y el viento pareció traer el eco del alarido llegado de todas las ciudades de Harrania.

    Como presa de locura, el planeta Lenro empezaba a girar sobre sí mismo en el cielo a una velocidad cada vez mayor…


    CAPÍTULO VI


    Como todos los demás, Cristal se sentía presa del terrible vértigo que se había apoderado de todos los habitantes del pequeño planeta Lenro.

    ¿Qué sucedía? Los mejores y más inteligentes técnicos que rodeaban a Jorris Wead no llegaban a comprenderlo. Además, en aquel momento todos se sentían fuera de su eje, desequilibrados, presos de un malestar cien veces peor que cualquier mareo, arrastrados en el espanto de un mundo que parecía enloquecer y que giraba como un diabólico trompo, arrastrándoles a todos en una danza espantosa que parecía no tener fin.

    ¿Cuál era la explicación de todo esto? Manfred Arrowstim hubiera podido darla, así como también el doctor Walm, su cómplice en aquella circunstancia. En aquel momento acababan de comprobar que la última invención de Manfred había tenido éxito.

    El gran especialista de los magnetismos geofísicos había descubierto muchas cosas desde que un azar providencial le había proyectado sobre el planeta de los árboles de hierro. Había comprendido en seguida el inmenso partido que se podía sacar del bosque eléctrico, de aquellos fantásticos vegetales que catalizaban en cierto modo la fuerza fluídica del planeta. Por esto se había puesto a disposición de Jorris Wead, obedeciendo a un plan preconcebido, y le había hecho traer tanta cantidad de aquellos preciosos vegetales.

    Había dicho que podría hacer evolucionar al planeta Lenro a su antojo, y era verdad. Pero no había precisado que, en el momento en que empezó la destrucción de Sti, se sumergió para regular sus aparatos de tal modo que si todo funcionaba como había previsto —de lo cual todavía no tenía la seguridad—, Lenro, dinamizado por la maqueta de la ciudad de Sti, tomaría, cuando llegara el momento, un ritmo de giro acelerado que sembraría un pánico generalizado.

    Manfred había vacilado durante un corto momento. Había pensado en Cristal, su querida novia, actualmente detenida en el palacio-fortaleza de Jorris Wead. Luego, se había puesto en manos del Creador del cosmos. Seguramente ocurrirían accidentes en Lenro, en el momento en que se desatara la gran locura que debía suscitar aquella catástrofe artificial; pero de todos modos esperaba que Wenda lograría salvarse.

    Entretanto, Wenda se hallaba sometida en aquel momento al espantoso efecto de aquel torbellino. Todo se desplomaba a su alrededor; los muebles, los más diversos objetos, animados por la fuerza centrífuga, salían proyectados al azar. Cristal luchaba, apoyándose en la pared, asiéndose a todo lo que podía representarle un punto de apoyo. Tenía las manos ensangrentadas y estaba contusionada por la violencia del primer choque, como le había sucedido a toda la población de Lenro, y a cada momento se sentía presa de unas terribles ganas de vomitar.

    A pesar de todo, Wenda O'Brien era una de las víctimas menores del sabotaje planetario realizado por Manfred Arrowstim. Entre los millares de personas que habitaban aquel satélite había ya numerosos heridos y también varios muertos.

    Más de uno había sido lanzado violentamente contra una pared, contra el suelo o incluso contra el techo. Las fracturas y los traumatismos eran incontables, y Lenro llevaba por el cielo de Harrania todo un mundo de gente que sangraba, gemía y chillaba. Y el satélite móvil, precipitando su carrera como una astronave enloquecida, llevaba también cadáveres consigo.

    Además de los accidentes humanos, era preciso contar las perturbaciones mecánicas e industriales, que eran tanto más numerosas y graves porque Lenro era verdaderamente un planeta técnico. Casi toda la superficie de aquel pequeño astro estaba ocupada, fuera del palacio del dictador, por fábricas y talleres en los cuales los obreros trabajaban, bajo la dirección de las cuatro castas de color, para fabricar el formidable armamento que la causa necesitaba para mantener avasallados a los diez planetas que constituían el mundo de Harrania.dirección de las cuatro castas de color, para fabricar el formidable armamento que la causa necesitaba para mantener avasallados a los diez planetas que constituían el mundo de Harrania.

    Las perturbaciones se habían manifestado en seguida: cortocircuitos, desmoronamientos, explosiones de calderas, etc., se habían producido espontáneamente, ocasionando considerables desperfectos, accidentes corporales, interrupciones de corriente y centenares de diversos incidentes de orden técnico. Columnas de fuego surgían de las fraguas derruidas, y se declaraban innumerables incendios.

    Desde Harrania y desde sus más próximos satélites: Viboin, Uzaa y Tfall, se podía divisar el enorme globo de Lenro que se desplazaba por el cielo con una rapidez desacostumbrada, girando sobre sí mismo, lo que indicaba una terrible velocidad de rotación, y se veían también las masas de humo rojizo que se multiplicaban en la superficie del satélite móvil.

    La visión de este cataclismo había detenido en seco el impulso de los milicianos que, desde el cielo o desde el mar, se disponían a acabar con los nueve refugiados que se hallaban sobre la cúpula de una de las casas submarinas saboteadas.

    Y en las ciudades, de un planeta a otro, en las grandes fábricas en las cuales todo un pueblo trabajaba como un solo hombre, con el mismo esfuerzo e idéntico ritmo, los seres se desvelaban y volvían a ser ellos mismos, las personalidades se recuperaban; todo el mundo comprendía que sucedía algo. Todavía no se sabía qué era lo que ocurría, pero la alegría estaba a punto de estallar: una alegría roja, una alegría feroz que despertaba en todo el mundo la más loca esperanza. Porque aquella obligatoria unificación del mundo… ya no existía. Las cosas cambiaban, y el absolutismo que pesaba sobre todo el mundo empezaba a agrietarse.

    Tanto Manfred y Walm como sus siete compañeros parecían haber olvidado que la muerte les amenazaba, que numerosos milicianos les rodeaban y era imposible que pudieran defenderse contra ellos. A pesar de eso, gritaban de alegría desde la cúpula de la casa flotante. Manfred ya les había dicho que, gracias al dispositivo colocado en la maqueta, Lenro giraba y giraba, arrastrando en su danza infernal al dictador y a su Estado Mayor.

    —¡A todos, hay que decírselo a todos, Arrowstim! —gritó el doctor Walm.
    —Sí, tienes razón.

    Lo mismo que sus compañeros, Manfred se había quitado el casco desde que al remontar a la superficie habían dejado de ser unos hombres de fuego. Se lo puso nuevamente y habló a través del micrófono.

    La comunicación podía establecerse con todos los que poseyeran un aparato semejante, y éste era el caso de los centenares de hombres rana que les rodeaban, así como también de las tripulaciones de los navíos de guerra que se acercaban a Sti y de los paracaidistas que bajaban del cielo, a través del cual giraba el planeta demente.

    Manfred Arrowstim habló. Les dijo quién era, porque su nombre era conocido en todo Harrania, y que había luchado para salvar a los hombres de la dictadura colectivista para devolverles la verdadera democracia, el régimen de completa libertad.

    Dijo que, gracias a aquel Dios tan negado por ellos, había conseguido dominar bajo su voluntad al satélite Lenro, y que, para no retroceder ante lo que consideraba su deber, había sacrificado incluso a la mujer que amaba, la cual estaba cautiva en poder de Jorris Wead y, por lo tanto, corría los más terribles peligros como todos los que se hallaban en el pequeño planeta.

    —¡Hombres de Harrania, abrid los ojos, sed libres y recuperad la alegría de vivir! Tengo la victoria en mi mano, porque solamente yo puedo detener la loca carrera de Lenro. Me dirijo también a los hombres en posesión del disco de oro, que se hallan en Sti. Que no intenten detener el satélite maniobrando sobre la maqueta gigante o sobre el motor, porque se arriesgarían a provocar accidentes más graves todavía; y si estos aparatos quedaran destruidos, nada podría detener ya al planeta Lenro, que proseguiría su rotación acelerada hasta el fin de los siglos…quedaran destruidos, nada podría detener ya al planeta Lenro, que proseguiría su rotación acelerada hasta el fin de los siglos…

    Calló un momento y prosiguió:

    — ¡Hombres de Harrania, abandonad a Jorris Wead y abrazad todos mi causa!

    Manfred calló, agotado por los esfuerzos realizados durante su zambullida submarina, y esperó unos momentos, junto con Walm y sus restantes compañeros.

    Luego, un inmenso griterío subió del mar, de los navíos, de las aguas por las cuales nadaban los hombres rana, y también del aire, de donde descendían lentamente los paracaidistas. Convencidos y subyugados, comprendiendo que Manfred no hacía otra cosa que proclamar aquel amor a la libertad que todos conservaban en sus corazones a pesar del embrutecimiento producido por la doctrina, todos querían negar al monstruo y sus utopías y aclamaban a Manfred Arrowstim, dando el ejemplo al mundo de los diez planetas.

    Todas las cámaras y todas las radios de Sti y de la flota registraban y difundían esta fantástica escena. Incluso en Lenro —en donde todo saltaba, todo se hundía, todo se desmoronaba en medio de un pánico general— todavía existían emisoras que funcionaban, pantallas que reflejaban la victoria de Manfred y micrófonos que traían las palabras y el eco de las aclamaciones de los milicianos que se sublevaban.

    Cristal lo había oído. Estaba llena de sangre, mareada y molida por las terribles sacudidas del descentrado planeta; pero sentía estallar en sí una inmensa alegría. Había visto y oído a Manfred, sabía que había salido victorioso de la prueba y comprendía que todo había acabado para Jorris Wead, y que el joven físico había destruido para siempre su poder maldito, gracias a los árboles del planeta desconocido, con su formidable ciencia.

    “Tal vez moriré”, pensaba. “Pero al menos moriré contenta porque, en el porvenir, los hombres y las mujeres de Harrania y de los demás planetas volverán a descubrir la alegría de ser libres y de vivir como quieran”.

    Y creyó verdaderamente que todo había terminado para ella cuando vio entrar a un grupo de Altivos con el rostro verdoso, sufriendo náuseas como ella, titubeando, aferrándose aquí y allí, que se le acercaban llevando en la mano tubos de rayos inframalvas.

    Cristal murmuró el nombre de Manfred y cerró los ojos…

    Alguien entró entonces, empujando a los milicianos, que ya no estaban muy firmes sobre sus pies, y que intentaron oponer alguna resistencia. Pero el recién llegado, increíblemente ligero y seguro de sí mismo, parecía no notar la gravitación desequilibrada de Lenro y los derribó a puñetazos, tirándolos luego a un lado como si se tratara de muñecos rotos.

    Cristal reconoció a Methoodias. El robot de carne se adelantó y le dijo:

    —No tengas miedo, muchacha; no te deseo ningún mal. Vengo para salvarte.

    Cristal se sentía tan impresionada por Methoodias que hubiera deseado huir, pero después de lo que había sucedido en el laboratorio de los mnemotecnos comprendía que algo misterioso había en el comportamiento del hombre artificial, y que era preciso tener confianza en él. Además ya no le quedaban fuerzas para huir, así es que se dejó llevar sin oponer resistencia.

    El robot la tomó en sus brazos y conservando su prodigioso equilibrio en medio de toda aquella gente que se bamboleaba, saltó por encima de muertos y heridos llevándose a Wenda a través del planeta agonizante.

    En un salón del palacio, Dorothy Wead, aferrada a una columna, miraba a un hombre tendido a sus pies con una herida en la sien de la cual manaba mucha sangre. Jorris Wead había sido de las primeras víctimas. Desequilibrado por la brutal sacudida de Lenro, había sido lanzado contra el ángulo de un mueble y su cráneo se había roto. Todavía vivía, pero estaba semiinconsciente y parecía evidente que le quedaban pocos minutos de vida.vida.

    El loco movimiento del satélite acarreaba con él al dictador agonizante delante de su hija, que iba a quedar sola, y comprendía con terror que era Manfred Arrowstim quien les había vencido, tal vez con la inexplicable ayuda de Methoodias, ya que no comprendía la simpatía del robot por Cristal. La Amazona del Espacio pensaba también, horrorizada, en el deseo que el robot había manifestado por ella.

    Los sentimientos humanitarios no dominaban el alma de la orgullosa virgen, que no había querido ser más que una militante en espera del momento en el cual se convertiría en la dictadora de diez planetas; pero a pesar de esto se acercó como pudo hacia su padre moribundo, que daba señales de querer hablar.

    Por el amplio ventanal del salón, Dorothy podía divisar las inmensas llamas que empezaban a devastar las fábricas de Lenro. Los hombres intentaban huir por todas partes, caminando como si estuvieran ebrios, desequilibrados por la loca velocidad de aquel planeta aterrador.

    A veces incluso se producían incidentes debidos a la falta de gravedad, y podía verse a algunos cuerpos que perdían el contacto con el suelo y literalmente volaban, flotaban unos instantes, torpes y ridículos, y volvían a caer como hojas secas, incluso rebotando algunas veces en el suelo. También había entre estos seres lanzados fuera de la gravedad algunos cadáveres que erraban como siniestros meteoros.

    Dorothy vio todo esto, así como también a los Altivos vestidos de púrpura, los milicianos de azul, los tecnócratas de verde y los sabios de amarillo dorado, arrastrarse titubeando, perdiendo el contacto con el suelo, cerniéndose como grotescas aves, mezclados con aquellos a quienes habían avasallado de modo tan feroz, arrastrados todos ellos por la inmensa náusea que desolaba al pueblo de Lenro.

    —Dorothy…

    La Amazona del Espacio se arrodilló y alargó la mano para levantar la cabeza de su padre, pero tanta sangre le asustó y no se atrevió a hacerlo, porque había perdido el control de sí misma. Le parecía que el planeta era como un inmenso navío que naufagraba en medio de un fantástico océano. Y, en efecto, era algo parecido lo que sucedía.

    El moribundo movía los labios. Dorothy se inclinó y oyó vagamente:

    —Manfred… vencedor… todo… perdido… Methoodias…

    Pensando que él podía verla aun cuando fuera a través de una niebla sangrienta, la Amazona del Espacio hizo un signo afirmativo.

    El dictador todavía dijo algo más, pero su hija no lograba comprenderle y se acercó un poco más. La boca de Jorris Wead articuló todavía algunas sílabas antes de contraerse horriblemente en una última mueca.

    Dorothy se levantó, dominando su vértigo. Una llama desconocida brilló bruscamente en sus ojos verdinegros.

    —¡El Dispositivo! ¿Cómo no se me había ocurrido antes?

    En el momento de expirar, Jorris Wead le había recordado a su hija la existencia del terrible Dispositivo, preparado para destruir el universo en el caso de que algún acontecimiento imprevisto acabara con su poderío.

    —El dispositivo… Es preciso, pero…

    Sería espantoso, ya lo sabía. Tan espantoso, que el dictador había pensado que un ser humano consciente de las consecuencias de su gesto, vacilaría hasta el final y no se atrevería a realizar la acción fatal.

    Y ésta era la principal razón por la cual había dado prisa a los sabios del disco de oro para engendrar a Methoodias.

    —Si yo no puedo hacerlo, lo hará él… Methoodias.

    ¿Le obedecería esta vez? ¿No encontraría algún razonamiento inédito para demostrar a Dorothy que no quería accionar el dispositivo?

    Se levantó tambaleante, abandonó el cuerpo inerte de su padre e intentó dirigirse hacia la puerta. El aparato de siderotele todavía funcionaba, y le traía la visión de lo que sucedía en Harrania.

    Los milicianos y los tecnócratas se rendían y aclamaban triunfalmente a Manfred Arrowstim, que los aviones ultrarrápidos habían llevado ya a Harrania junto con sus compañeros. El pueblo entero celebraba su liberación, y algunos Altivos que intentaban intervenir eran muertos, mientras que los demás se rendían.

    Dorothy tuvo todavía el dolor de oír al comodoro Itzek, primer jefe militar de la causa, que hacía saber a Manfred, por dúplex, que Lenro no podía defenderse y que tanto él como el Estado Mayor le ofrecían la rendición del palacio-fortaleza.

    La Amazona del Espacio miraba la pantalla y escuchaba el altavoz con una cólera sorda. Manfred acababa de anunciar que, si así eran las cosas, iba a hacer inmediatamente lo necesario para detener la loca rotación del satélite.

    Dorothy se mordió los labios hasta hacerse sangre.

    —Si Methoodias rehusara…

    De pronto se le ocurrió una idea, y se levantó de un salto. Dominando sus náuseas se puso de nuevo en camino, lanzando hacia el aparato de televisión una mirada de desafío.

    —Crees que has obtenido la victoria, Manfred Arrowstim, pero el Dispositivo va a destruir Harrania, los satélites y el cosmos entero… —su voz se expandió por el dúplex a través del mundo. Todos reconocieron a la Amazona del Espacio, tristemente célebre en los diez planetas—. ¡Será como si el mundo no hubiera existido nunca! —gritó todavía.

    Se borró de la pantalla al salir de la habitación para correr en busca de Methoodias, porque de pronto había comprendido cómo debía hacer para obligarle a actuar, a destruir el universo, en su demente rabia de mujer humillada.


    CAPÍTULO VII


    Luchando contra la falta de equilibrio provocada por el loco movimiento del satélite, Dorothy salió a un ancho corredor, fuera de los apartamentos del dictador.

    Delante suyo podía ver a más de un Altivo o un tecnócrata ensangrentado o vomitando, a veces proyectado a poca distancia del suelo y gesticulando grotescamente para recobrar la estabilidad. El espectáculo era verdaderamente desconsolador, y los apuestos ayudantes, con sus deslumbrantes uniformes, no habían estado nunca tan lamentables.

    La Amazona del Espacio se detuvo y soltó el pomo de la puerta al cual se aferraba, pero al hacerlo estuvo a punto de perder el contacto con el suelo y volvió a cogerse a tiempo para no ser lanzada al aire en alguna postura humillante, sobre todo ante la pareja que acababa de ver y que se dirigía hacia ella.

    Era el mismo Methoodias quien venía. La falta de gravedad no parecía afectarle en lo más mínimo; conservaba un perfecto equilibrio y su aspecto era impecable. Llevaba a Cristal en sus brazos, y la novia de Manfred Arrowstim le había pasado los brazos alrededor del cuello en un gesto espontáneo.

    Este espectáculo dejó estupefacta a la Amazona del Espacio. El hombre artificial se adelantó a su encuentro.

    —Amazona —dijo—, he oído por los altavoces que deseabas verme. ¡Aquí estoy! Volvamos a tu apartamento.

    Dorothy apretó los puños, pero supo dominarse y asintió con un gesto.

    Llevada por Methoodias, Cristal se encontró en la sala de la que Dorothy acababa de salir. El robot la dejó suavemente sobre un sillón que se ajustaba muy exactamente al cuerpo que debía acoger.

    —Quédate aquí, Cristal. No corres ningún peligro.

    Los ojos de Dorothy lanzaron un destello de cólera, pero no dijo ni una palabra. En aquel momento Cristal lanzó un grito, porque acababa de ver el cuerpo de Jorris Wead.

    —Sí, mi padre ha muerto —dijo entonces Dorothy, sin ninguna sombra de emoción.

    Volvían a estar ante el aparato de televisión, y el dúplex funcionaba sin cesar. Lo mismo que ellos veían lo que sucedía en Harrania, los de allá les veían igualmente y les oían también.

    De este modo supieron que el doctor Walm había sido encargado por Manfred Arrowstim de ir a la ciudad de Sti, que iba a la deriva, y detener el funcionamiento del motor que accionaba la maqueta del satélite, la cual había provocado la catástrofe por medio de las diez mil clavijas de madera de hierro ligadas magnéticamente a las diez mil estacas clavadas en el suelo de Lenro. Dentro de unos momentos, Lenro se detendría y recuperaría su ritmo normal.

    Por otra parte, vieron elevarse un cohete que conducía a Manfred. Cristal lloraba de alegría.

    —¡Manfred! ¡Manfred va a venir! ¡Volveré a verle!

    La Amazona del Espacio apretaba los puños. Methoodias fue el primero en hablar:

    —Amazona, el dictador ha muerto. Los Altivos se rinden. Tu causa está perdida.

    Dorothy aún tuvo fuerzas para sonreír.

    —¿Quién sabe? Es preciso que me oigas, Methoodias. Tú y yo podemos dominar nuevamente el mundo de Harrania y los nueve satélites. Para esto, basta que me escuches.
    —¿Qué puedes ofrecerme? —preguntó Methoodias, con su voz infrahumana y siempre impresionante.
    —Lo que tú deseas, Methoodias. ¡Yo misma!

    Cristal se estremeció, pero no se atrevió a dejar su sillón. Veía a la Amazona del Espacio, que estaba verdaderamente muy hermosa, sacudiendo su hermosa cabellera oscura de reflejos leonados. Sus ojos, de extraños colores, brillaban.

    El robot la miró con unos ojos en los cuales no se transparentaba ningún alma.

    —No acepto, Amazona.

    Dorothy quiso levantarse de un salto, pero estuvo a punto de caer. Methoodias le alargó su fuerte mano y la obligó a sentarse cerca del cadáver de Jorris Wead.

    La Amazona del Espacio parecía trastornada al ver que sus planes fracasaban.

    —¿Por qué? Pero… ¿por qué? ¿No habías rehusado el amor de esta chica para decir que sólo me deseabas a mí?
    —Tal era mi deseo, Amazona. Pero en este momento estás fingiendo. No lo olvides, Dorothy: yo soy la inteligencia. Nadie puede engañarme.
    —¡Te odio! —gritó Dorothy.

    Methoodias se rió con una risa que infundía miedo.

    —¡Eres una mujer, y una mujer no puede odiar a un robot! —Cristal, a pesar de su angustia y su mareo, contemplaba aquella escena fantástica—. Eres una orgullosa —prosiguió Methoodias—. Te conservas virgen por orgullo, para ser la única en ese estado en el mundo de Harrania, en el cual todas las mujeres deben aceptar el rito. Por otra parte, tienes miedo del amor, porque es un sentimiento humano.
    —¿Cómo puedes hablar de eso? Tú no eres un hombre.
    —Pero soy la inteligencia; comprendo las cosas. Si ahora te ofreces a mí, es porque quieres obtener alguna ventaja.
    —¿Ya no me deseas?
    —Mi deseo no es más que un deseo condicionado, puramente mecánico. Te deseo, Amazona, es verdad. Pero razono, porque soy inteligente. Y contrariamente a lo que haría un hombre de verdad, antepongo el razonamiento al impulso carnal.

    Dorothy se mordía las uñas con rabia, pero todavía no quiso confesarse vencida.

    —¡Methoodias, escúchame! Hombre o robot, ¿qué importancia tiene? Te ofrezco el poder, el dominio, la alegría del cuerpo y del cerebro, ya que eres a la vez lo uno y lo otro, aunque no hayas nacido de ninguna mujer. Mi padre ha hecho establecer un prodigioso sistema para un caso de sublevación general. Basta con mover una manecilla y…
    —¿Y…? —preguntó Methoodias.
    —Y Harrania quedará sometida de nuevo —mintió Dorothy.

    Methoodias movió la cabeza.

    —No creas engañarme, Amazona. Ya sé lo que es el Dispositivo. Tú quieres destruir el universo.

    En aquel momento oyeron una señal por la emisora y vieron en pleno cielo al cohete que traía a Manfred. Casi al momento la imagen cambió, y Arrowstim apareció en la pantalla.

    —¡Manfred!
    —¡Cristal, amor mío! Ya llego…
    —Puedes venir —chilló la Amazona—. Pero has de saber que antes de que tu cohete haya llegado al suelo, el cosmos entero estará en vías de destrucción. ¡Ah! Ya sabes de qué se trata, Methoodias. Ahora entérate tú, Arrowstim, y tú, Cristal, pequeña idiota. Enteraos todos los hombres de Harrania. El Dispositivo es tan terrible, que ningún hombre se atreve a hacerlo funcionar. Del mismo modo que los electrones bombardean el núcleo del átomo, así los satélites bombardearán a Harrania todos a la vez con su masa y la harán estallar. Incluso si Lenro no funciona, bastarán los otros para hacerlo. Y el mundo de Harrania formará un caos formidable. Y nuestro sol, bombardeado a su vez, estallará y hará estallar no sólo otros planetas, sino otras estrellas, lo que ha sido sabiamente calculado. Y esto formará una nova, y luego, cuando todo el sistema haya estallado, una supernova. Y esta supernova engendrará, porque también se ha previsto así, diez novas a su alrededor. Y así sucesivamente.

    »Tal vez la destrucción se detendrá por sí misma, pero es posible que la galaxia entera, y luego todas las galaxias, sufran esta fantástica reacción en cadena. Y si el robot Methoodias no quiere mover la manecilla, os juro que yo, la Amazona del Espacio, yo misma lo haré.

    Cristal estaba medio desvanecida. Manfred gritó desde la pantalla:

    —Mujer, estás loca. Methoodias, impídele que realice este acto monstruoso…
    —¡No! —chilló Dorothy, intentando levantarse.

    Methoodias la hizo sentar nuevamente en el sillón con mano firme. En aquel momento tuvo lugar un formidable choque. Lenro se detuvo en su loca carrera; desde la ciudad de Sti, el doctor Walm acababa de detener el motor de la maqueta gigante.

    La Amazona del Espacio, después de haber soportado la violencia del choque al pararse el satélite, como todos los que se hallaban en él, quiso resistir todavía aferrándose a Methoodias.

    —¿Por qué no quieres? ¿Qué te importa la destrucción de Harrania, la destrucción del mundo?
    —Eso no ha de ser —dijo el robot con calma.

    Dorothy se sobresaltó.

    —Pero… ¿de dónde sacas este razonamiento, tú que eres «la inteligencia»? ¿Acaso crees en Dios?
    —No puedo comprender a Dios. No soy más que la inteligencia. Pero los hombres sí que lo comprenden. Es algo inexplicable, porque no pasa por su cerebro.

    Manfred seguía gritando todavía por la pantalla:

    —¡Ya llego, Cristal, ya llego!

    El contacto quedó interrumpido, y la televisión retransmitió otras imágenes de Harrania, en donde seguían los formidables cambios. Pero reinaba cierto pánico, porque mucha gente había oído la terrible amenaza de Dorothy. Y todos sabían que la Amazona del Espacio era capaz de destruir el universo para no quedar mal ante sí misma.

    —Di la verdad —gritaba Dorothy al robot—: ya no me quieres, porque de quien estás enamorado es de esta pequeña desvergonzada…
    —Soy la inteligencia —dijo tranquilamente Methoodias—. Ni amo ni odio. Soy lógico. Y la lógica quiere que esta chica se una con Manfred Arrowstim, y que sean ellos los que ocupen el lugar de Jorris Wead para gobernar el pueblo de Harrania.
    —¿Por qué? —preguntó la Amazona, con voz estridente.
    —Porque son humanos —respondió Methoodias.

    Dorothy se levantó, y el robot no se lo impidió porque la veía aparentemente tranquila.

    —Tal vez tengas razón, robot…

    De pronto, Cristal dio un grito:

    —¡Methoodias, cuidado!

    La Amazona, que había fingido convencerse, corría a través de la sala, sin vértigo ya, hacia un ángulo de la habitación, en donde se entreveía un objeto de color rojo detrás de un mueble. Era una manecilla. ¡La manecilla que debía poner en marcha el Dispositivo, y el bombardeo nuclear a escala planetaria! ¡La manecilla que debía permitir la destrucción del mundo de Harrania, y del cosmos entero, si el Dispositivo cumplía su cometido!

    Cristal corrió para detener a Dorothy. Un odio insensato brilló en la mirada de ésta, cuando vio al frágil obstáculo viviente que quería interponerse entre ella y la manecilla roja.

    Sacó de su cinturón —porque siempre iba armada— su puñal, gemelo del que llevaba siempre el dictador. En aquel momento volvía a aparecer Manfred en la pantalla.

    —Cristal —dijo—, yo… ¡Ah!

    El joven sabio había visto el puñal levantado sobre la aterrorizada Wenda. Pero esto no duró más que la fracción de un segundo, porque Methoodias se abalanzó y golpeó furiosamente a la Amazona, haciéndole perder el equilibrio.

    Dorothy estuvo a punto de caer, pero consiguió evitarlo, porque el planeta había recuperado su estabilidad alrededor de Harrania. Se escapó del robot, y aunque no pudo herir a Cristal se precipitó hacia la manecilla.

    —¡Methoodias! —gritó Cristal.

    Mientras tanto, Manfred, dentro de su cohete, sin poder hacer nada para impedirlo, creía asistir ya a la destrucción del cosmos. Parpadeó, aterrorizado a pesar suyo por esta terrible visión, aunque no pudo más que imaginársela.

    Cuando miró claramente y constató que no había sucedido nada, divisó el cuerpo de Dorothy tendido junto al cadáver del dictador.

    Cristal sollozaba de emoción, y también de alegría. Methoodias, muy tranquilo, miraba a la Amazona. Había conseguido alcanzarla en el momento en que ella iba a mover la manecilla. Dorothy blandió entonces el puñal que no había soltado, pero llevada por su ira tropezó y cayó al suelo con los dedos crispados sobre el arma, cuya hoja se le hundió en el seno.

    Cristal se había precipitado hacia el aparato de televisión y ponía sus labios sobre la pantalla, sobre la imagen fría —pero viva para ella— de Manfred Arrowstim:

    —¡Amor mío, amor mío! ¡El mundo está salvado! —Luego se volvió hacia Methoodias, y Manfred, desde su cohete, fue testigo de la escena—: Gracias, Methoodias. Tú has salvado al Cosmos, al salvarnos a nosotros.

    El robot respondió, siempre con la misma impasibilidad, sin demostrar la menor emoción:

    —No debes darme las gracias. El mundo no puede ser destruido. Yo lo sé. —Luego añadió—: Soy la inteligencia.

    Cristal le miró entonces, por largo rato, intentando en vano penetrar el misterio de aquellos ojos vacíos.


    FIN



    Título original: Methoodias
    Traducción: María Bello
    © 1965 Maurice Limat
    © 1966 Ediciones Picazo
    Depósito legal: B-20413-66

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    El estilo se copiará al estilo 9
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    8 -
    9 -
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             ● Aplicados:

             ● Aplicados:

             ● Aplicados:
    LY -
    LL -
    P1 -
    P2 -
    P3 -
    P4 -
    P5 -
    P6

             ● Aplicados:
    P7 -
    P8 -
    P9 -
    P10 -
    P11 -
    P12 -
    P13

             ● Aplicados:
    P14 -
    P15 -
    P16






























              --ESTILOS A PROTEGER o DESPROTEGER--
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      - ENTRE ITEMS - ESTILO LISTA -
      1 - 2 - Normal
      - ENTRE CONVERSACIONES - CONVS.1 Y 2 -
      1 - 2 - Normal
      - ENTRE LINEAS - BLOCKQUOTE -
      1 - 2 - Normal


      - DERECHA - 1 - 2 - 3
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      - BLUR INTERNO BLANCO - 1 - 2

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              TEXTO DEL BLOCKQUOTE
      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
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              FORMA DEL BLOCKQUOTE

      Primero debes darle color al fondo
      1 - 2 - 3 - 4 - 5 - Normal
      - DERECHA NEGRA - 1 - 2
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      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2
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      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
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      - Quitar
      - DERECHA - 1 - 2
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      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar -

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      BLUR NEGRO - 1 - 2
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      - Quitar
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
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      - Quitar -



      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
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      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
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      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA NEGRA - 1 - 2
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 -
      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - TITULO
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      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3
      - Quitar

      - TODO EL SIDEBAR
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      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3

      - BLUR INTERNO - NEGRO - 1 - 2
      - BLUR INTERNO - BLANCO - 1 - 2
      - Quitar

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     √

                 ● Eliminar Selección de imágenes

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      - Quitar -





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      - IZQUIERDA - 1 - 2 - 3

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