EJERCICIOS DE RESPIRACIÓN PROFUNDA (Orson Scott Card)
Publicado en
diciembre 16, 2016
Dale Yorgason nunca habría reparado en la respiración si no soliera distraerse con tanta facilidad. Pero subía a cambiarse, vio el titular del periódico y se distrajo; en vez de subir la escalera, se sentó en un peldaño y se puso a leer. Tampoco pudo concentrarse en eso. Prestó atención a todos los ruidos de la casa. Brian, su hijo de dos años, que dormía arriba, respiraba con la pesadez del sueño. Colly, su esposa, que amasaba pan en la cocina, también respiraba con pesadez.
Ambos respiraban al unísono. Arriba la respiración jadeante de Brian, densos resuellos de niño dormido. Abajo la respiración profunda de Colly, mientras sobaba la pasta. Dale se puso a pensar, olvidado ya del periódico. Se preguntó con cuánta frecuencia la gente respiraría al unísono varios minutos consecutivos. La coincidencia le intrigaba.
Y luego, como solía distraerse con facilidad, recordó que tenía que cambiarse y fue arriba. Cuando bajó en vaqueros y camiseta, disponiéndose a disfrutar de un buen partido de baloncesto en ese día de primavera, Colly lo llamó.
—¡Me he quedado sin canela, Dale!
—¡La traeré al regresar!
—¡La necesito ahora! —dijo Colly.
—¡Tenemos dos coches! —replicó Dale, cerrando la puerta. Por un instante se sintió mal por no haber colaborado, pero pensó que ya era tarde y que a Colly no le causaría problemas llevarse a Brian y salir un poco, pues no siempre estaba en casa.
Su equipo de amigos de Siempre Productos Domésticos, SA, ganó el partido y Dale regresó a casa deliciosamente sudado. No había nadie. La pasta del pan había levado demasiado, extendiéndose sobre la mesa y derramándose en el suelo. Colly había estado fuera más de la cuenta. Dale se preguntó qué la habría retrasado.
Entonces llamó la policía y Dale no se hizo más preguntas. Colly tenía la costumbre de saltarse los semáforos sin darse cuenta.
Hubo mucha concurrencia en el funeral, pues Dale tenía una familia numerosa y en la oficina todos lo apreciaban. Se sentó entre sus padres y los padres de Colly. Mientras hablaban los oradores, Dale, que solía distraerse, pensó que pocos habían acudido por una pena personal. Casi nadie conocía a Colly, quien prefería evitar los compromisos de la oficina y las reuniones sociales y se quedaba en casa con Brian como una perfecta ama de casa, leyendo libros y sumida en la soledad. La mayoría de los presentes estaba allí para consolar a Dale. «¿Me consuelan?», se preguntó. No los amigos. Tenían poco que decir, estaban incómodos y confusos. Sólo su padre comprendió la situación, y se limitó a abrazarlo y hablar de cualquier cosa menos de la esposa y del hijo de Dale, que estaban muertos, tan mutilados en el accidente que el ataúd permaneció cerrado. Hablaron de ir a pescar ese verano en el lago Superior, de esos canallas de Continental Hardware, que pensaban que la disposición de la jubilación a los 65 años era aplicable al presidente de la compañía; una charla vacía pero oportuna. Distrajo a Dale de su congoja.
Ahora, sin embargo, se preguntaba si había sido buen esposo para Colly. ¿Había sido feliz, encerrada en casa todo el día? Él había tratado de hacerla salir, de que conociera a otra gente, pero ella se resistía. Pero al final, al preguntarse si la conocía siquiera, no pudo encontrar una respuesta cierta. Y Brian… no había conocido a Brian. El niño era listo y rápido, y formaba frases cuando otros niños estaban luchando con palabras sueltas. ¿Pero de qué podían hablar Brian y Dale? Brian había sido muy compañero de la madre; Colly había sido muy compañera de Brian. Era como la respiración al unísono, esa última vez que Dale los había oído respirar, como si incluso sus cuerpos tuvieran el mismo ritmo. En cierto modo resultaba consolador pensar que habían exhalado juntos el último aliento, al unísono hasta la tumba; que descenderían juntos a la tierra, compartiendo un ataúd tal como habían compartido cada día desde el nacimiento de Brian.
La congoja embargó de nuevo a Dale, sorprendiéndolo porque había creído que ya no podía llorar más, y descubrió que aún le quedaban lágrimas. No sabía si lloraba porque tendría que regresar a una casa vacía, o porque siempre había estado apartado de la familia. ¿Era el ataúd una expresión visible de su relación familiar? De nada servía pensar en ello, y Dale se distrajo. Notó que sus padres respiraban juntos.
Era una respiración suave, casi inaudible. Pero Dale la oía, y los miró, observó el movimiento simultáneo del pecho. Lo perturbó. ¿La respiración al unísono era más común de lo que él creía? Escuchó a los demás, pero los padres de Colly no respiraban juntos, y desde luego la respiración de Dale seguía su propio ritmo. La madre de Dale lo miró, le sonrió e inclinó la cabeza en un intento de comunicación silenciosa. Dale no era muy hábil en eso de la comunicación silenciosa; las pausas enfáticas y las miradas cómplices siempre lo desconcertaban. Terminaba por mirarse la bragueta temiendo que estuviera abierta. Otra distracción, y ya no pensó más en la respiración.
Hasta que llegaron al aeropuerto y supieron que el avión se retrasaría una hora debido a problemas técnicos en Los Ángeles. No había mucho de qué hablar con sus padres; ni siquiera su padre logró continuar con su charla, y guardaron silencio como la mayoría de los pasajeros. Incluso una azafata y el piloto, que estaban sentados cerca de ellos, guardaban silencio mientras esperaban el avión.
En uno de los silencios más profundos, Dale advirtió que su padre y el piloto mecían las piernas cruzadas al unísono. Escuchó y oyó un intenso ruido en la zona de espera: el susurro rítmico de muchos pasajeros inhalando y exhalando simultáneamente. La madre de Dale, el padre, el piloto, la azafata, otros pasajeros, todos respiraban juntos. Lo perturbó. ¿Cómo era posible? Brian y Colly eran madre e hijo; los padres de Dale habían vivido juntos durante años. ¿Pero por qué la mitad de la gente de la zona de espera respiraba al unísono?
Se lo comentó a su padre.
—Es extraño, pero creo que tienes razón —dijo su padre, fascinado con esa rareza. Al padre de Dale le encantaban las rarezas.
Y luego el ritmo se quebró y el avión carreteó por la pista acercándose a los ventanales, y la muchedumbre se preparó, aunque todavía faltaba media hora para embarcar.
El avión se despedazó al aterrizar. Sobrevivió la mitad de los ocupantes. Todos los tripulantes y varios pasajeros, entre ellos los padres de Dale, murieron cuando el avión tocó tierra.
Dale comprendió que la respiración no era producto de la coincidencia, o de una relación íntima entre las personas. Era un mensajero de la muerte; respiraban juntos porque exhalarían juntos el último aliento. No comentó esta reflexión a nadie, pero cada vez que se distraía pensaba en ello. Mejor que detenerse a pensar que él, un hombre para quien la familia había sido muy importante, estaba totalmente solo; que las únicas personas con quienes se sentía a sus anchas se habían ido, y que ya no podría sentirse a sus anchas en el mundo. Mejor preguntarse si ese conocimiento serviría tal vez para salvar vidas. A fin de cuentas, pensaba, en un razonamiento circular sin fin, si reparo en ello de nuevo, podría alertar a alguien, advertirle, salvarle la vida. «Pero si yo fuera a salvarles la vida, ¿respirarían juntos? Si hubiera advertido a mis padres, y ellos hubieran cogido otro vuelo, no habrían muerto, y por tanto no habrían respirado juntos, así que yo no hubiera podido advertirles, así que no hubieran cogido otro vuelo, así que habrían muerto, así que habrían respirado al unísono, así que yo lo habría notado para advertirles…».
Ningún pensamiento lo había absorbido tanto, y no se distraía fácilmente. Comenzó a afectar su trabajo; iba más despacio, cometía errores, porque se concentraba sólo en la respiración, escuchando continuamente a las secretarias y los demás ejecutivos, aguardando el momento fatal en que respirarían al unísono.
Comía solo en un restaurante cuando lo oyó de nuevo. Los suspiros simultáneos, en todas las mesas cercanas. Tardó unos instantes en asegurarse; se levantó de la mesa y salió deprisa. No se detuvo a pagar, pues la respiración continuaba al unísono en todas las mesas, hasta la puerta del restaurante.
El maître, previsiblemente, lo llamó alarmado al ver que se levantaba sin pagar. Dale no respondió.
—¡Espere! ¡No ha pagado! —gritó el hombre, siguiendo a Dale a la calle.
Dale no sabía cuánto debía alejarse para quedar a salvo del peligro que se cernía sobre la gente del restaurante, pero no tuvo alternativa. El maître lo detuvo en la acera, a poca distancia del restaurante, trató de obligarle a regresar.
Dale se resistió.
—¡No puede irse sin pagar! ¿Qué demonios está haciendo?
—No puedo regresar —exclamó Dale—. ¡Le pagaré! ¡Le pagaré aquí!
Mientras buscaba el dinero en la billetera, una enorme explosión los tumbó al suelo. Brotaron llamaradas del restaurante, y se oyeron alaridos mientras la fuerza del estallido derrumbaba el edificio. No podía quedar ningún sobreviviente entre esos escombros.
El maître se levantó con ojos desorbitados de horror y miró a Dale, empezando a comprender.
—¡Usted lo sabía! —exclamó—. ¡Usted lo sabía!
Dale fue declarado inocente. Las llamadas telefónicas de un grupo radical y la compra de una gran cantidad de explosivos en varios estados condujo al arresto y la condena de otra persona. Pero lo que se dijo en el juicio bastó para convencer a Dale y varios psiquiatras de que tenía un problema serio. Se internó voluntariamente en una clínica, donde el doctor Howard Rumming pasó horas hablando con Dale, tratando de comprender su locura, su fijación en la respiración como indicio de muerte inminente.
—Soy cuerdo en todo lo demás, ¿verdad, doctor? —preguntaba Dale una y otra vez.
Y una y otra vez el doctor respondía:
—¿Qué es la cordura? ¿Quién es cuerdo? ¿Cómo he de saberlo?
Dale pronto descubrió que la clínica mental no era desagradable. Era una institución privada, y recibía mucho dinero; la mayoría de los pacientes eran voluntarios, lo cual obligaba a una excelente atención. Dale agradeció la fortuna de su padre. En el hospital estaba a salvo; el único contacto con el mundo exterior era la televisión. Poco a poco, al conocer gente y relacionarse con ella, comenzó a relajarse, a olvidar su obsesión con la respiración, y dejó de prestar atención al susurro de las inhalaciones y exhalaciones, a la concordancia del ritmo respiratorio de otras personas. Poco a poco recobró su afable personalidad.
—Estoy casi curado, doctor —anunció un día, en medio de una partida de backgammon.
El médico suspiró.
—Lo sé, Dale. Tengo que admitirlo… estoy decepcionado. No por su curación, por supuesto. Pero usted ha sido una bocanada de aire fresco, y perdone la expresión. —Ambos rieron un poco—. Estoy harto de mujeres maduras con ataques de nervios.
Dale perdió la partida. Los dados estaban en su contra. Pero se lo tomó bien, sabiendo que la próxima vez ganaría fácilmente, como de costumbre. Él y el doctor Rumming se levantaron de la mesa y caminaron hacia el frente de la sala de recreo, donde un boletín especial de noticias acababa de interrumpir el programa de televisión. La gente que miraba la televisión parecía perturbada; nunca se permitían las noticias en el televisor del hospital, y sólo un boletín de este tipo podía escabullirse. El doctor Rumming iba a apagar el aparato cuando oyó lo que decían.
«… de satélites con plena capacidad para destruir todas las ciudades importantes de Estados Unidos. El presidente ha recibido una lista de cincuenta y cuatro ciudades que son blanco de los misiles orbitales. Una de ellas, decía el comunicado, será destruida de inmediato para demostrar que la amenaza va en serio y puede cumplirse. Las autoridades de defensa civil han recibido la notificación, y los ciudadanos de las cincuenta y cuatro ciudades deberán prepararse para una evacuación inmediata». Siguió el habitual desfile de informes especiales y notas en profundidad, pero todos los periodistas tenían miedo. Sin embargo, Dale no pudo concentrarse en el programa porque reparó en algo que lo distrajo: todas las personas de la sala respiraban al unísono, Dale incluido. Trató de cambiar de ritmo, pero no lo consiguió.
«Es sólo mi temor —pensó Dale—. Sólo esa noticia, haciéndome pensar que oigo la respiración».
Un locutor de Denver salió en pantalla, anulando la emisión.
«Denver, damas y caballeros, es uno de los blancos. Las autoridades nos solicitan que informemos que se procederá de inmediato a una evacuación ordenada. Obedezcan las leyes de tránsito y diríjanse al este de la ciudad si ustedes viven en los siguientes vecindarios…».
El locutor calló. Respirando con pesadez, escuchó lo que decían por el auricular.
—Dale —dijo el doctor Rumming.
Dale sólo respiraba, sintiendo que la muerte revoloteaba en el cielo.
—Dale, ¿oye la respiración?
Dale oía la respiración.
El locutor habló de nuevo.
«Confirmado, Denver es el blanco. Los misiles ya han sido lanzados. Por favor, márchense de inmediato. No se detengan por nada. Se estima que tenemos menos de… menos de tres minutos. Por Dios».
Se levantó de la silla, respirando con pesadez, alejándose de la cámara. Nadie apagó el equipo en la emisora. La pantalla aún mostraba el plato, las sillas vacías, las mesas, el mapa meteorológico.
—No tenemos tiempo de escapar —dijo el doctor Rumming a los pacientes—. Estamos cerca del centro de Denver. Nuestra única esperanza consiste en tendernos en el suelo. Busquen protección bajo las mesas y las sillas.
Los aterrados pacientes obedecieron a la voz de la autoridad.
—De qué servirá mi cura —se lamentó Dale con voz trémula.
Rumming sonrió a medias. Estaban tendidos en el suelo, dejando los muebles para los demás porque sabían que los muebles no servirían de nada.
—Usted no tenía nada que hacer aquí —le dijo Rumming—. Jamás en mi vida conocí a un hombre más cuerdo.
Pero Dale estaba distraído. No pensaba en su muerte inminente, sino en Colly y Brian en el ataúd. Imaginó la tierra levantada por un potente vendaval, el ataúd reducido a cenizas por la blanca explosión que barrería el cielo. «Al fin cae la valla —pensó Dale—, y podré estar con ellos». Pensó en Brian aprendiendo a caminar, llorando al caerse. Recordó las palabras de Colly: «No lo levantes cada vez que llora, o aprenderá que llorar es conveniente». Y durante tres días Dale había escuchado los berridos de Brian sin alzar una mano para ayudarlo. Brian aprendió a caminar bien y pronto. Pero ahora Dale sintió el irresistible impulso de levantarlo, de apoyarse esa carucha roja y llorosa en el hombro para decirle: «Está bien, papá está contigo».
—Está bien, papá está contigo —murmuró Dale.
Estalló un fogonazo blanco, tan brillante que fulguró no sólo en la ventana sino también en las paredes, pero no había paredes, y todos quedaron sin aliento, despojados tan súbitamente de la voz que gritaron sin querer y luego callaron para siempre. El grito ascendió en un viento huracanado que elevó el sonido, arrancado al unísono de cada garganta, hacia las nubes que se formaban sobre lo que había sido Denver.
Y en el último instante, cuando le arrancaban el grito de los pulmones y el calor le derretía los ojos, Dale comprendió que sus premoniciones sólo habían servido para salvar al maître, cuya vida nada significaba para él.
Apostilla del autor
Título original: Deep Breathing Exercises. Primera edición en Omni, julio 1979.
La idea de este cuento surgió de modo bastante simple. Mi hijo Geoffrey era un insomne nato. Tardaba horas en dormirse todas las noches, y aprendimos que el modo más efectivo de dormirlo era que yo lo abrazara y le cantara. (Por alguna razón reaccionaba mejor ante una voz de barítono que de mezzosoprano). Así seguimos hasta que tuvo cuatro o cinco años; yo pasaba un par de horas por la noche junto a su cama, leyendo en la tenue luz del pasillo mientras le tarareaba una nana. Cuando era bebé, sin embargo, me quedaba en su habitación de pie, balanceándome sobre los talones, cantando canciones absurdas que incluían tiernas letras como «Duérmete, monstruito, papá va a morirse». A menudo fingía dormirse, y si lo acostaba demasiado pronto se ponía a berrear. El pedido de un bis me halaga tanto como a cualquiera, pero todo tiene un límite. Además Kristine dormía en el cuarto contiguo. En general no le guardaba rencor por eso, pues por la mañana se levantaba para cuidar de Geoffrey (siempre madrugador, sin importar a qué hora se hubiera dormido) mientras yo dormía, así que todo quedaba compensado. Sin embargo, pasé muchas noches balanceándome sobre los talones, escuchando la respiración de ambos durante las interrupciones de mi canción de cuna.
Una noche advertí que la respiración de Geoffrey seguía el ritmo de la respiración de mi esposa, que dormía en el cuarto contiguo. Los dos inhalaban y exhalaban al unísono. Mi mente comenzó a jugar con esta idea. Pensé: por mucho que su padre se quede aquí cantándole, el lazo del niño con la madre es siempre el más poderoso, incluso en la respiración. Madre e hijo comparten el mismo hálito durante tanto tiempo que no es sorprendente que el niño, una vez fuera del vientre, aún procure respirar con ella, asirse al ritmo de su primera y más acogedora morada. Y en mis divagaciones recordé que el niño nonato está tan ligado a la madre que morirá si ella muerte.
Antes de que Geoffrey se durmiera, había escrito mentalmente mi cuento: la respiración al unísono no indica que la gente haya nacido al mismo tiempo, sino que está irrevocablemente condenada a morir al mismo tiempo.
Fin