LA PASMOSA TRAVESÍA DEL S.S. OMEGA
Publicado en
noviembre 02, 2016
"En pocos minutos aquella negra sombra tomaría la forma de un submarino y enviaría al fondo del océano nuestro decrépito navío, que estaba a punto de arribar..."
Por el Capitán Douglas Gray.
AQUELLA mañana, en Gibraltar, el funcionario del Ministerio de Transportes me señaló el navío y me dijo:
—Allí lo tiene usted. No es ninguna joya, ciertamente, pero en estos días cualquier embarcación resulta valiosa. Si logra usted llevarlo de regreso a Inglaterra, en poco tiempo quedará acondicionado para el servicio de carga.
Contemplé escépticamente el triste y destartalado barco, anclado aparte como si estuviera en cuarentena. Para nadie era un secreto que su capitán y la mayoría de sus tripulantes lo habían abandonado, cansados de bregar con él. Tres veces se hicieron a la mar y otras tantas tuvieron que regresar a Gibraltar, porque las calderas del navío tenían fugas y funcionaba mal el mecanismo de gobierno. Y me lo ofrecían a mí, joven entonces de 26 años de edad que nunca había capitaneado un solo barco y, si era capitán, se debía únicamente a que en tiempo de guerra cuenta más la fortuna de sobrevivir que la experiencia.
El S.S. Omega, en efecto, no era ninguna joya. Construido poco antes de la primera guerra mundial, aquel carguero de 3600 toneladas había navegado con cinco nombres diferentes bajo el pabellón de cuatro países. La Marina Real de Inglaterra lo había apresado a principios del conflicto y llevaba amarrado en Gibraltar tanto tiempo que ya nadie recordaba cómo había ido a parar allí. Aquel día de octubre de 1942, sin embargo, semejante vejestorio me brindaba la oportunidad de regresar a Inglaterra.
Hacía ya dos meses que me encontraba "varado" en el Peñón, pues el barco en que yo servía quedó tan estropeado al forzar el bloqueo alemán que ya nunca estaría en condiciones de navegar. Anduve vagando por los muelles desde mediados de agosto, buscando alguna plaza.
—¿Y con qué tripulación contaré? —pregunté al comisionado del Ministerio de Transportes.
—Se compondrá de marinos ingleses sin barco, como usted mismo, dispuestos a embarcarse en cualquier cacharro que los lleve a Inglaterra.
Y era cierto que en Gibraltar había centenares de marinos que estaban en mi situación, sobrevivientes de naves aliadas hundidas por bombas o torpedos. Como yo, se encontraron abandonados en el Peñón, atenidos a sus propios recursos para volver a la patria. En realidad, de nuestra tripulación se debía decir que era una miscelánea de marinos de arribada. De los 40 que la componían (y de los cuales sólo seis habían puesto antes pie a bordo del Omega), apenas poco más de la mitad eran ingleses. Los demás formaban una mezcolanza de 14 nacionalidades; y había entre ellos fogoneros yugoslavos, marinos de cubierta franceses y, un grumete egipcio. El segundo de a bordo era un ruso blanco, documentado con pasaporte panameño, que había servido en la Marina Imperial rusa durante la primera guerra mundial y en la segunda andaba por los 50 años de edad. En contraste con él, Wilkinson y Bulmer, aprendices que sirvieron en mi barco arruinado, no tenían más que 18, y se les nombró tercero y cuarto oficiales. Ninguno de los maquinistas o fogoneros poseían certificados de aptitud, y el jefe de máquinas, de apellido Foulkes y natural de Liverpool, sólo tenía, oficialmente, el grado de tercer maquinista.
Encontré a Foulkes agazapado junto a la caldera de babor, estudiando con aire de preocupación el manual de instrucciones.
—Nos será de gran utilidad —comentó secamente—; está escrito en rumano.
—¿Y las calderas?
—Llenas de agujeros. Les he puesto tapones cónicos y ya forré la bomba con cemento, pero tendremos suerte si logramos que este vejestorio nos dé siquiera seis nudos.
Nuestras vituallas consistían en latas y alimentos deshidratados, suficientes para un viaje de cinco días, tiempo que se tardaba normalmente en la travesía de 1800 millas de Gibraltar a Glasgow. Para defendernos dispondríamos de dos ametralladoras Lewis y algunas bengalas con paracaídas, y de escolta tendríamos un carguero y un dragaminas armado. El día que zarpamos, 23 de octubre, un brusco descenso de la temperatura aumentó mi inquietud.
Durante toda esa noche y el día siguiente no cesó de azotarnos un viento que soplaba del noroeste con velocidad de 40 nudos. Al anochecer del 25 de octubre la caldera de babor empezó a soltar agua y, al perder fuerza, el Omega se desvió siete cuartas del rumbo previsto. A medianoche, una vez que la fuga quedó cerrada, Foulkes, con ojos enrojecidos de fatiga, subió al puente para informar que el cemento que cubría la bomba se estaba agrietando por el incesante golpeteo de las olas.
—Hacemos agua rápidamente, capitán —me anunció con voz de cansancio—. Si me permitiera reducir velocidad...
—¡Ni pensarlo! —repliqué— Debemos navegar contra el viento. Mantenga usted en marcha la bomba de la sentina.
No podíamos hacer otra cosa. Perderíamos el contacto con nuestra escolta si nos desviáramos más todavía, y si el viento nos obligaba a virar y teníamos que sufrir de costado el embate de aquel oleaje monstruoso, naufragaríamos.
El barómetro seguía descendiendo. Hacia mediodía del 27 de octubre nos encontramos en el centro mismo de una furiosa tempestad, en el golfo de Vizcaya. Olas inmensas, orladas de espuma, se alzaban sobre nosotros y rompían encima de la proa. Apenas avanzábamos. Cuando empezábamos a bambolearnos al choque del viento y del océano, resolví improvisar una vela con una pieza de lona alquitranada y con el toldo de la escotilla número cuatro. Tal vez con la ayuda de nuestra maltrecha máquina y la vela improvisada lográramos seguir navegando contra el viento.
Y así fue. La amañada vela hizo que el barco volviera a tomar el rumbo debido. Durante la noche entera la tormenta rugió con todo su furor y el vetusto navío avanzaba estremecido a paso de tortuga. Por no sé qué milagro, Foulkes y su gente, trabajando febrilmente con el agua hasta los tobillos, consiguieron que cuando menos una de las calderas siguiera funcionando. Luego, hacia el amanecer, se escuchó un trueno y se observó una sombra momentánea: la vela azotó el aire, cayó al agua por la popa y desapareció. Las gigantescas olas alcanzaron violentamente los costados del Omega, lo bambolearon al grado de cubrirlo hasta las barandillas y poco faltó para que lo echaran a pique.
—¡Firme a estribor! —grité.
Con lentitud, dolorosamente, el Omega obedeció al timón, y en seguida, en el momento en que viraba, el mar se desplomó contra la popa y lo impulsó en la dirección del viento. Nada podíamos hacer, sino rogar para que nuestro barco no zozobrara.
Hacia el oscurecer las viejas cadenas que movían el timón se rompieron con un estruendo espantoso. Llamé al contramaestre, un belga de apellido Thibermont a quien habían retirado la licencia para ejercer, a causa de una ceguera incipiente, y estaba muy interesado en volver a Inglaterra para someterse a tratamiento. Mientras bregábamos para mantener al Omega contra el viento, Thibermont bajó a la cámara del timón y, con alambres e ingenio avivado por la desesperación, consiguió arreglar al cabo de un tiempo el desperfecto.
La tormenta amainó durante la noche, y el día despuntó sobre un mar y un cielo grises; de nuevo viramos hacia el noroeste. Sin embargo, nos habíamos desviado del rumbo varios centenares de millas, habíamos perdido de vista al barco dragaminas que nos servía de escolta y no nos atrevíamos a recurrir a la radio por temor de atraer algún submarino enemigo.
Fue aquel un día interminable. Bajo cubierta, la bomba de la sentina, apenas suficiente para achicar el agua que estuvo entrando sin cesar, acabó estropeándose definitivamente. Foulkes y sus ayudantes conectaron la bomba extractora principal a la sala de máquinas, que no tardó en quedar más seca de lo que había estado en muchos días.
Hacía un frío penetrante. Como si no tuviéramos ya bastantes problemas, nuestras provisiones se agotaban, y el cocinero no podía prometernos más que galletas y café para el resto del viaje.
—Danos el café caliente —le dijo un marinero sueco—. Con eso nos arreglaremos.
Lo de "danos el café caliente" fue una frase irónica muy repetida entre la tripulación.
En las primeras horas del día 31 Wilkinson, mi adolescente tercer oficial, avistó un avión que volaba hacia nosotros a unos 300 metros de altura. No tardé en distinguir la aterradora silueta de un Focke-Wulf, avión de reconocimiento que los nazis empleaban para patrullar los mares. Advertí al contramaestre y a Bulmer, el cuarto oficial, que cuidaran de no dejar ver nuestras armas hasta que yo diera la orden de hacer fuego, pues tenía la remota esperanza de que nos confundieran con un carguero neutral.
Los nazis, con todo, no se dejaron engañar. Volaron a lo largo de nuestro estribor, reconocieron la nave cuidadosamente y, a continuación, se elevaron y barrieron con disparos de cañón rápido la cubierta de proa a popa.
Mandé a Wilkinson que izara la enseña inglesa: si habíamos de naufragar, lo haríamos desplegando nuestra propia bandera; y a voces ordené a Bulmer:
—¡Prepare la bengala! ¡Yo me encargaré de la Lewis!
Al ver que el Focke-Wulf volaba bajo sobre nuestra proa, me pareció gigantesco. La enorme extensión de sus alas parecía cubrir al Omega, y el rugir de sus motores dominaba todos los demás ruidos. Yo empecé a hacer fuego, y al mismo tiempo Bulmer lanzó la bengala; el contramaestre se armó de la otra ametralladora y empezó a disparar.
Fue la bengala lo que nos salvó. Vimos que el piloto alemán se cubría los ojos con el brazo, cegado por la luz que fulguró ante él. Tiró de los mandos para evitar enredarse entre los alambres del paracaídas de que pendía la bengala, y en un instante creí que el avión se desplomaría sobre nosotros. En ese momento el contramaestre y yo le metimos dos andanadas de balas en la parte inferior del fuselaje. Del lado izquierdo del avión escapaban humo y llamas. El fuego se extendió por las alas, y poco después, a unos 500 metros de nosotros, ocurrió un terrible estallido y el Focke-Wulf se desintegró en mil pedazos.
Durante breve tiempo sólo el dificultoso resoplar de la máquina del Omega rasgó el silencio de la madrugada. Luego alguien gritó:
—¡Le dimos!
El contramaestre exclamó desde la toldilla:
—On l'a abattu! (¡Lo derribamos!)
Y aunque nadie le entendió, todos prorrumpieron en aclamaciones.
Por increíble fortuna, el Omega aún sobrevivía. Pero ¿cuánto tiempo más resistiría?
Poco después seguíamos trabajosamente rumbo al norte, todavía a menos de la mitad de nuestro camino a Inglaterra, solos en el inmenso mar. Seguro de que antes de atacarnos los aviadores alemanes habían radiado nuestra posición, ordené cambiar de rumbo e insté al jefe de máquinas a que aumentara la velocidad. Cerró herméticamente las válvulas de seguridad y durante algún tiempo avanzamos con rapidez... a unos ocho nudos. Como era de esperar, en la caldera de babor no tardó en aparecer otra fuga.
—La fuga está allí, al fondo, encima de la cámara de combustión —me informó Foulkes cuando bajé a investigar—. Ya hemos apagado el fuego, pero tendremos que esperar 24 horas a que la caldera se enfríe antes de taponar el agujero.
No; ni pensar en perder 24 horas. Tenía yo la certeza de que en algún punto de aquel negro mar nos seguía un submarino alemán. Ofrecíamos un blanco seguro, en todo caso, y más desde que tuvimos que réducir nuestra velocidad a la mitad.
Guardaba yo silencio, desesperado, cuando Foulkes se dispuso a realizar otro milagro. Mientras él se calaba una vieja máscara antigás, los tripulantes de la sala de máquinas lo envolvían en harapos. Inmovilizado de horror, vi que empezaba a deslizarse por el estrecho espacio abierto debajo de la caldera.
A pesar de que lo empapaban con una manguera, su envoltura de harapos ardía y se consumía rápidamente en aquel intenso calor, y cuando tocaba con el cuerpo el metal ardiente, percibíamos todos el olor a carne chamuscada. Foulkes no hacía ruido y todos los demás guardábamos igual silencio; pasado un momento interminable, el maquinista ya se había introducido a duras penas en la cámara de combustión y metía un tapón cónico en la vía de agua. Hecho esto emprendió el regreso. Pero las quemaduras le habían hinchado el cuerpo y lo habían debilitado los fétidos gases. A la mitad del camino se vio atrapado por los hombros y las caderas; se esforzó para pasar, y en esto perdió el sentido. Al instante dos fogoneros se lanzaron al círculo de fuego, tratando de alcanzar las manos extendidas de Foulkes, y por fin consiguieron sacarlo a rastras de aquel infierno.
—Cúrenle esas quemaduras —ordené—. Y aumenten la velocidad hasta donde sea posible.
Para entonces era ya demasiado tarde. Cuando volvía yo corriendo al puente, una bengala gigantesca iluminó la noche como un sol sobrenatural, recortando la silueta de nuestro navío contra el cielo. Mientras empezaba a apagarse, una segunda luz fulguró en lo alto; luego, una tercera y, a lo lejos, un proyector de señales formuló la amenazadora petición de que nos identificáramos.
—¡Firme a babor! —ordené—¡Preparen las bengalas de popa!
Transmití una orden a la sala de máquinas:
—¡A todo vapor!
Durante tres horas navegamos virando y zigzagueando, pero nos fue imposible eludir aquella luz diabólica. No quedaba esperanza de salvación, y todo había sido inútil: los sobrehumanos esfuerzos de mi valerosa tripulación; el trabajo incesante de los marineros de cubierta contra toda posibilidad de éxito y soportando el frío inclemente; el sudor derramado por los fogoneros bajo los mefíticos gases de la sala de máquinas; todo en vano. En unos cuantos minutos aquella mole negra que nos daba alcance rápidamente tomaría la forma de un submarino y enviaría al fondo del mar nuestro decrépito navío, que en poco tiempo más nos habría llevado a puerto. Agotadas mis fuerzas, ordené arrojar por la borda los documentos y las claves, y que todos se dispusieran a abandonar el barco.
De pronto oí que Wilkinson gritaba:
—¡Es nuestra escolta!
Incrédulo, corrí hasta la borda. En efecto, frente a mí, apenas a unos 100 metros de distancia y destacándose con claridad al resplandor de sus bengalas, se mecía el barco dragaminas. Y por primera vez tuve la convicción de que el Omega llegaría a su destino.
Supimos entonces que el dragaminas se había separado del carguero por la tormenta y había virado para acudir en busca de nosotros. Y, como último milagro, sin tener nada con que guiarse, nos había localizado en aquel océano sin rastros.
Una vez más pusimos proa hacia Inglaterra. Aún teníamos ante nosotros ocho días de ardua navegación. Pero el 7 de noviembre, ante el asombro de cuantos volvieron los ojos hacia aquel ennegrecido y decrépito barco y su exhausta tripulación, poco menos que muerta de hambre, arribamos a Glasgow impulsados por nuestras propias máquinas. Según el libro de bitácora, habíamos recorrido más de 3000 millas.
Por desgracia jamás se volvió a tener noticia del carguero en compañía del cual habíamos zarpado de Gibraltar. Pero el barco S.S. Omega, debidamente reparado y rehabilitado, siguió navegando incólume hasta el fin de la guerra. Victorioso, aunque feo de aspecto, supo cumplir con su deber.
Al capitán Gray, que en mayo de 1974 cumplirá 58 años de edad, se le otorga la Orden del Imperio Británico por esta proeza. Actualmente es primer capitán de puerto en la Administración de los Puertos de Forth, en Edimburgo.