FORJADOR DE LA ESPELEOLOGÍA MODERNA
Publicado en
noviembre 14, 2016
Su afición al peligro y sus ansias de aventura le convirtieron en el más famoso explorador de las profundidades terrestres.
Por Nicolás Poulain.
CON UN vigoroso impulso, aquel hombre salió de las entrañas de la tierra. En los profundos surcos del rostro, en las vivaces pupilas que brillaban tras las gafas con montura de acero, se podían leer signos de fatiga y una honda satisfacción. Se quitó el casco y mostró la cabellera cana. Porque el hombre que en aquel día del mes de febrero de 1971 emergía de la gruta italiana de Tairano tenía 73 años de edad. Norbert Casteret acababa de terminar felizmente su exploración subterránea número 2008.
"En principio, para ser espeleólogo hay que ser joven", afirma Michel Siffre, as de la nueva generación, "pero Casteret es la excepción a la regla: seguirá bajando al subsuelo hasta la hora de su muerte".
Casteret es el nombre más estrechamente ligado al desarrollo de la espeleología moderna, es decir, a la exploración de las cavernas, cuevas y ríos subterráneos del globo, y al inventario de las reliquias prehistóricas, minerales, plantas y animales que contienen. Ha visitado grutas en todo el mundo, desde Inglaterra hasta México, y desde España hasta Ghana, y ha descubierto las más espléndidas "hoyas" del más profundo abismo del África: en Friouato, en las montañas del Atlas. Junto con su colega Robert de Joly ha perfeccionado las mejores técnicas de exploración subterránea. En él se conjugan el deportista, el científico y el poeta que lleva dentro de sí el auténtico espeleólogo. Los equipos jóvenes que actualmente impulsan en todo el mundo la espeleología a nuevas alturas —o, mejor dicho, a nuevas profundidades— se adiestraron a su lado y en su escuela.
La espeleología es la razón de vivir de Casteret. Ha escrito: "Es en las grutas donde yo sacio mis ansias de aventura. En ellas he contemplado los más espléndidos espectáculos que la naturaleza puede ofrecer, y en ellas he desentrañado sus más profundos enigmas".
Norbert Casteret nació en Saint-Martory, cerca de Saint-Gaudens, en las riberas del río Garona, a la sombra de las boscosas estribaciones de los Pirineos. Cuando tenía sólo 10 años de edad se tiraba al río desde un puente de 10 metros de altura para atrapar truchas con las manos, mientras sus amiguitos se quedaban prudentemente en la orilla, midiendo el tiempo de su inmersión. Al volver de sus arriesgadas diabluras se encerraba en su cuarto a devorar cuanto libro le caía en las manos. Fue la novela de Julio Verne Viaje al centro de la tierra la que le despertó el entusiasmo por el mundo subterráneo. Su comarca natal estaba acribillada de cuevas y el joven Norbert pasó rápidamente de la etapa de leer aventuras a la de realizarlas. A la edad de 15 años ya había descubierto y explorado la gruta de Montsaunes y, sin más avíos que una cuerda, había llegado al fondo de la cueva de Planque, de 65 metros de profundidad.
Al estallar la primera guerra mundial se enganchó en el ejército, a la edad de 17 años. Volvió a casa con la Cruz de Guerra. Cuando su padre, que era abogado, le preguntó qué profesión pensaba abrazar, le respondió sin rodeos:
—Quiero ser explorador de cavernas.
—Pero nadie se ha ganado jamás la vida en esa forma —replicó su padre.
—Precisamente —replicó Norbert, sin perder la compostura—. Yo seré el primero.
Casteret padre se mantuvo firme. Quería que Norbert fuera notario público. De manera que, muy a su pesar, Norbert pasó a ocupar su banco en la Facultad de Leyes y aplacó su tedio practicando deportes: a los 21 años fue campeón de los Pirineos en carrera, salto y clavados o zambullidas.
El joven contrajo matrimonio con Elisabeth Martin, muchacha inteligente y deportista que fue para Norbert su constante compañera de equipo y su más valiosa ayudante. Los cinco hijos que tuvieron —un varón y cuatro mujeres— heredaron la intrepidez de sus padres.
Después de su matrimonio, Norbert estaba más resuelto que nunca a realizar un sensacional descubrimiento que confirmara su vocación de espeleólogo.
Animado de ese propósito se equipó con sólo una vela y una caja de fósforos, y se introdujo en un estrecho túnel rocoso en Montespán (Alto Garona). La corriente subterránea del túnel se hacía poco a poco más profunda, hasta que el agua tocó con la piedra, situación que en la jerga de los exploradores de cavernas se llama un sifón. Depositando su vela y sus fósforos en un reborde, se zambulló en el agua.
Bucear sin luz era un riesgo mortal, y él lo sabía. Pero la esperanza de un gran descubrimiento lo impulsó a seguir. Volvió a emerger en una cámara. Desanduvo el trayecto y retornó a la boca del túnel. Al día siguiente regresó provisto de un saco de goma, donde guardó sus velas y sus fósforos. Luego se zambulló de nuevo y se deslizó a lo largo de una sucesión de galerías, a través de un segundo sifón.
"De pronto", narra, "descubrí algo extraordinario: había llegado a la última cámara. Estaba llena de rastros humanos y de armas de piedra. Había dibujos en las paredes y figurillas de osos, grandes felinos, caballos modelados en arcilla y atravesados con flechas. Tenían más de 20.000 años. Eran las más antiguas esculturas conocidas por el hombre". De la noche a la mañana la caverna se hizo célebre. El joven espeleólogo, hasta la víspera desconocido, había hecho una entrada deslumbrante en el reino de los exploradores.
El descubrimiento salvó a Casteret de la perspectiva —tan poco halagüeña para él— de pasarse la vida como notario público. Pero, lo que es más importante, los honorarios que obtuvo por sus primeras conferencias y libros (hasta el momento ha escrito 30, todos ellos traducidos a 17 idiomas) le proporcionaron los medios que le hacían falta para comprar trajes impermeables, aparejos y centenares de metros de cuerda, todo ello indispensable para proseguir su labor.
A la edad de 30 años Casteret se había colocado ya en la primera fila de los exploradores subterráneos. En el curso de esos años hizo detenidas observaciones bajo los Pirineos, al visitar más de 300 grutas, cavernas y redes fluviales; descubrió un río subterráneo en Izaut; encontró un refugio prehistórico en la cueva Labastide; reveló a los geólogos la existencia de perlas en la cueva del Mont Cagire y encontró pepitas de oro bajo el monte Negro. En compañía de su mujer incluso halló un tipo hasta entonces desconocido de glaciar en el macizo Marboré de los Pirineos —esta cueva llevaría su nombre posteriormente— llamado glaciar "fósil", porque se formó a principios de la era cuaternaria.
No obstante, los descubrimientos no lograban convencer a muchos hombres de ciencia respecto a las posibilidades de la espeleología. Entonces, en 1931, obtuvo Casteret uno de sus más notables triunfos sobre la ciencia "oficial", esa vez en el campo de la hidrología. Hasta entonces la doctrina aceptada situaba las fuentes del río Garona en el valle español de Arán, en la vertiente septentrional de los Pirineos catalanes. Casteret sospechaba que el Garona realmente se originaba en los montes Malditos, de Aragón, en un lugar llamado Agujero de Toro.
La cuestión revistió renovada importancia cuando una compañía hidroeléctrica española empezó a embalsar la corriente de Agujero de Toro con objeto de surtir de energía eléctrica a la región. En vano se esforzó Casteret para alertar a las autoridades francesas acerca del peligro que entrañaba la iniciativa. "Temblé por el valle del Garona", refiere el espeleólogo.
Como era imposible entrar en la caverna de Agujero de Toro debido a las arenas movedizas, llevó a los montes Malditos, a lomo de mula, 60 kilos de flourescina en latas. Al anochecer, bajo una lluvia torrencial, volcó la tintura en la cueva. A la mañana siguiente, en el camino de Goueil de Jouéou, se encontró con un pastor aterrorizado. "¡El Garona se ha vuelto verde!" exclamó el hombre. "¡Ha sido embrujado! ¡Es un signo de mala suerte!" Y Casteret demostró así que tenía razón. Una campaña de prensa, acompañada de vigorosas intervenciones políticas y diplomáticas, obligó a España a rendirse ante la evidencia. La testarudez del espeleólogo había salvado al valle del Garona.
Las actividades de este explorador de las profundidades terrestres han enriquecido los conocimientos de campos tan diversos como la geología, la mineralogía, la prehistoria y la hidrografía, y jamás perdió el deseo de descender a profundidades cada vez mayores.
El mejor ejemplo de la increíble obstinación de Casteret es, quizá, la exploración completa de la caverna de Henne Morte, que se logró en la decimaprimera expedición. Realizó su primer asalto en 1941. En esos días de guerra Francia se debatía en una grave escasez y no había elementos para explorar. Sin trajes de inmersión ni lámparas eléctricas, sin más comida que papas hervidas, los espeleólogos tuvieron que recurrir a una energía casi sobrehumana. En el octavo intento, en 1943, dos expedicionarios quedaron heridos, y llevarlos a la superficie fue un calvario para todos los participantes.
Con auxilio del Spéléo Club de París, Casteret volvió a la lucha en agosto de 1947. Los hombres llevaron consigo una cabina de acero que funcionaba con una polea y les permitía descender protegidos contra aludes de piedras. Sin embargo, poco faltó para que la expedición acabara en desastre. Una violenta tempestad estalló en la superficie; Casteret y un colega suyo estuvieron a punto de perecer ahogados mientras gateaban a lo largo de una corriente en una cámara de techo bajo.
Por fin, el 19 de agosto de 1947, día de su quincuagésimo cumpleaños, Casteret y su grupo llegaron al fondo de la caverna más profunda que se haya explorado, y rompieron la marca mundial del tiempo pasado bajo tierra: cinco días con sus noches.
El más poderoso incentivo de la vocación de Casteret es el indecible amor que profesa al mundo subterráneo. "Es todo mi universo", dice. "Los más conmovedores episodios de mi vida están relacionados con las sombrías bóvedas de las cavernas". Para él, la sola cueva de Esparros significó todo un mundo de alegrías, tristezas, peligros y fervor. Estaba en compañía de su mujer cuando, en 1939, descubrió esa suntuosa catedral subterránea decorada con columnas de minerales multicolores. Elisabeth gravó sus iniciales en una pared. Quizá presentía que aquella sería su última expedición. El 6 de mayo de 1940 murió al dar a luz a su quinto hijo.
Algunas semanas más tarde, poco después de consumada la invasión alemana de Francia, Casteret volvió a la cueva de Esparros, esta vez al servicio de su país. El cuartel general francés le había encomendado una misión confidencial: ocultar de la Gestapo un pequeño depósito de armas y dos sacos con documentos secretos.
El 15 de abril de 1945 Casteret escogió su amada caverna para que fuera escenario de una ceremonia sin precedentes en honor de la liberación de Francia. Ese día, siete hombres bajaron 140 metros hasta la más profunda y espléndida de las cámaras de la caverna, vasta sala resplandeciente de estalactitas, estalagmitas y columnas. Entre los siete figuraba el hijo mayor de Casteret, Raoul. El último era un sacerdote. Exactamente a medianoche, ante los espeleólogos arrodillados, por vez primera en la historia, se celebró misa en las entrañas de la tierra.
No obstante los peligros de la espeleología, Casteret, con su ejemplo y popularidad, ha atraído una corriente constante de reclutas a la actividad espeleológica. Entre los 5000 socios de la Federación Francesa de Espeleología —casi todos ellos de 17 a 25 años— son pocos los que no se consideran discípulos y sucesores del "precursor de las profundidades". Pero lo más trascendental es que Norbert ha ganado la apuesta que se hizo hace muchos años encarnando la certera definición del poeta Alfred de Vigny: "Una gran vida es una idea de juventud realizada en la madurez".