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octubre 26, 2016
Auguste Renoir en su casa de Cagnes-sur-Mer. Foto: Viollet/Harlingue
Un sueño realizado me abrió los ojos a la belleza.
Por Ryuzaburo Umehara (Uno de los más distinguidos pintores japoneses, nació el 9 de marzo de 1888. Sus obras, de factura occidental, le ganaron en 1952 la Orden del Mérito Cultural).
LA mañana siguiente de mi llegada a París fui al Museo del Luxemburgo, donde vi obras originales de Renoir. "¡Esto es lo que he soñado! ¡Así es como quiero pintar!" me gritó el corazón. Era el mes de julio de 1908. Tenía yo entonces 20 años y había ido a París a estudiar pintura en la Academie Julien. En aquel momento supe que hubiera valido la pena el viaje desde Japón aunque sólo contemplara aquellos cuadros.
Todas las mañanas iba al Museo y me quedaba sentado, a veces hasta cuatro horas cada vez, en un taburete frente al Molino de la Galette, Muchacha en el columpio o Muchacha tocando el piano. Por las tardes recorría las galerías de arte de la ciudad con la esperanza de descubrir algún Renoir. La belleza de los cuadros que más amaba me salía al encuentro en una calle bordeada de castaños, en una muchacha tocada con un sombrero de paja o enfundada en una blusa de color vivo. Incluso el espectáculo de unas manzanas apiladas en el escaparate de un tendero cobraban para mí un significado nuevo.
Al llegar el otoño conocía yo casi todos los cuadros de Renoir que había entonces en París. Pero lo que ansiaba más que nada era conocer al pintor en persona y verlo trabajar en su estudio. Me lo imaginaba de pie ante el caballete, dándome consejos y examinando mis pinturas. Jamás pensé que ese sueño se convirtiera en realidad.
Poco después de año nuevo me fui al sur, a Menton, donde una pregunta daba vueltas constantemente en mi pensamiento mientras paseaba entre eucaliptos y olivos, o por las playas del azul Mediterráneo, o me acercaba a la mesa de ruleta en Montecarlo con una moneda de cinco francos en la mano: ¿iré o no iré a visitar a Renoir?
Renoir, entonces de 68 años de edad y mundialmente famoso, vivía en Cagnes, a no más de una hora de viaje en tren. No llevaba yo cartas de presentación. ¿Cómo llegaría ante el gran hombre? ¿Qué le diría? ¿Se dignaría siquiera recibirme ?
De pronto, un día de febrero, me vi en el tren, con la paleta a punto y Renoir en el pensamiento. Dunte el trayecto las mismas preguns me daban vueltas en la cabeza.
Me alegraba secretamente que el tren fuera despacio. Al llegar a Cagnes anduve vagando un rato a orillas del mar. Finalmente pregunté a un cartero dónde quedaba el estudio de Renoir, y el hombre señaló una gran casa gris en lo alto de una colina.
Mientras andaba en torno al seto en busca de la entrada, una mujer rolliza de edad mediana me observaba con curiosidad desde una ventana del segundo piso. Encontré lo que me pareció la puerta trasera, mas no me atreví a llamar. Pero entonces la misma mujer, a la que yo había visto en muchos cuadros de Renoir, de cabellos negros y vestida con una blusa de estrellas blancas sobre fondo rojo, levantó la aldaba y abrió la puerta. Asombrada por las palabras con que me presenté —"He venido desde Japón a ver a Monsieur Renoir"— me condujo al interior de la casa.
En medio de una gran habitación había una mesa desnuda. Sobre la chimenea, una figurilla de bronce, de Maillol. Fue en aquella estancia, sorprendentemente austera para una sala europea, donde tuve que sufrir el examen crítico de la dama. Le expliqué lo mejor que pude que era pintor, que admiraba la obra de Renoir y que venía desde tierras muy lejanas sólo para verlo. "Pues entonces tiene usted que conocer a mon mari", asintió con sencillez la señora Renoir, y desapareció. Esperé allí solo presa del nerviosismo.
Había leído que Renoir padecía de artritis, pero no me esperaba la figura con muletas que tuve por fin ante mí. Vestía ropa de obrero, con una gorra y un pañuelo rojo al cuello, pero sobre la tosca indumentaria descansaba una cabeza espléndida, con ojos excepcionalmente bellos y penetrantes. Aquella estropeada humanidad me pareció de pronto más digna que nunca de reverencia. De no haber comprendido la inoportunidad de hacerlo, me habría puesto de rodillas ante sus muletas. Con profunda devoción toqué la mano que me tendió y me sentí invadido por un hondo y desconocido sentimiento de gratitud.
Todavía tengo presente el rostro de Renoir que vi en aquel momento. Ante el huésped inesperado parecía no saber qué decir, y tenía una expresión que no volví a verle. En mi vacilante francés le dije lo mucho que admiraba sus obras, de las que había visto reproducciones en Japón; que en mi país se conocía la escuela impresionista, y que algunos japoneses la estudiaban. Mientras escuchaba, Renoir adelantaba, ora una muleta, ora la otra, paso a paso, por el corredor que conducía a su estudio. De vez en cuando se detenía a mirarme por encima del hombro.
El estudio no era particularmente amplio. La puerta y el zócalo de madera eran amarillos, y las paredes de color azul pálido. Estaban ahí una joven vestida de rojo y un niño, a quienes recordé haber visto en más de un cuadro. La señora de Renoir me dijo que era Claude, el tercero de sus hijos, entonces de nueve años.
Renoir reanudó su trabajo ante un gran lienzo donde aparecían el chico y la muchacha escribiendo sobre un escritorio. La joven era Gabrielle, que desde hacía 15 años posaba para él, le limpiaba los pinceles y la paleta y lo llevaba a dar el paseo diario.
Ocupé la silla que me ofrecieron cerca del maestro y me fue dado contemplar con mis propios ojos la magia creadora del mundo de armonía que tanto amaba yo. Con sorprendente vigor el artista asía el fino pincel entre el índice y el medio, deformados por la artritis, equilibrándolo con el pulgar. En la mano izquierda, que sólo podía asumir la misma posición de la derecha, sostenía apenas la paleta con los colores limpiamente ordenados: blanco, amarillo, rojo, azul, verde, negro. Pincelada tras pincelada, sin despegar la vista de los modelos, aplicó una delgada capa de color sobre la tela. Obtenía las armonías más ricas mediante eficaces contrastes entre los colores más débiles. De pronto, Renoir abrió la boca bajo el cano bigote y empezó a cantar.
Su mujer me preguntó:
—¿Hay alguien en cualquier parte del mundo que sea capaz de pintar así con esas manos?
Todo lo que pude contestar fue:
—Non, madame.
Pero Renoir me miró y pronunció una de las, sentencias que luego me acostumbré a oírle:
—No se pinta con las manos, sino con los ojos. Observe usted bien la naturaleza... ¡Gabrielle! ¡Descansemos!
Y diciendo esto apoyó en el suelo las muletas y de un empujón se impulsó con silla y todo —que tenía cuatro ruedas— hacia atrás, a un metro del caballete.
—¿Ha venido a estudiar a París? —me preguntó de repente.
Le expliqué que estaba en la Academie Julien, pero que no me sentía a gusto.
—Y con razón; las academias de pintura perjudican a los artistas —dijo—. Lo que debe hacer es observar por sí mismo la naturaleza y pintar lo más que pueda.
Más allá de la ventana del estudio se veía un olivar. De la pared colgaban varias escenas del jardín. En un caballete estaba apoyada otra variante de la misma escena. Volviendo los ojos a esta pintura, Renoir me explicó:
—Esos olivos cambian constantemente. No los he podido captar como se debe. Los muy bribones son difíciles de pintar. Pero me fascinan. ¿Hay olivos en el Japón?
Mientras le daba mi lacónica respuesta de costumbre, pensaba: a este hombre no lo han afectado ni su fama ni sus 60 años de experiencia pictórica. Lo que ve en la naturaleza sigue interesándole vitalmente, con la misma frescura que si fuera un niño de pecho.
Era ya casi mediodía. En un arranque de atrevimiento pregunté al maestro si se dignaría echar un vistazo a mis pinturas alguna vez, cuando estuviera en su casa de París. Asintió con un movimiento de cabeza, y yo, sintiendo que había prolongado demasiado la visita, me levanté para despedirme. Renoir me preguntó si deseaba comer con ellos antes de despedirme. La invitación me halagó, pero pensé que me la había hecho como mera fórmula de cortesía, y no la acepté. Sorprendido, me preguntó si los japoneses no comían a mitad del día. No pude ya negarme. Volvimos a la sala, y Renoir, su esposa, Claude y yo nos sentamos a la mesa, cubierta por un mantel de rayas blancas y rojas.
Al terminar la comida salí con Renoir al jardín. Mientras admiraba los olivos y el espectáculo del Mediterráneo, al sur, me sentía ebrio de dicha. Imposible imaginar que de ahí a poco estaría estudiando bajo la guía del maestro. Aquel encuentro con Renoir transformó mi vida artística y me abrió los ojos a la belleza.
Condensado de Renoir no Tsuioku, © 1944 por Ryuzaburo Umehara, publicado por Yotoku-Sha.