LA ALDEA ENCANTADA (Alfred E. Van Vogt)
Publicado en
octubre 26, 2016
«Exploradores de una nueva frontera». Así los habían calificado antes de que saliesen hacia Marte.
Durante un rato, después que la nave se estrelló en un desierto marciano, matando a todos los que estaban a bordo excepto —y milagrosamente— a Bill Jenner, éste escupió aquellas palabras de vez en cuando, en el constante viento cargado de arena. Se despreciaba a sí mismo por el orgullo que había experimentado cuando las oyó por primera vez.
Su furor se fue desvaneciendo con cada milla que caminaba, y su negra pena por sus amigos se convirtió en un dolor gris. Lentamente se dio cuenta que había cometido un error de cálculo.
Había subestimado la velocidad a la cual la nave-cohete estuvo viajando. Calculó que tendría que caminar unas trescientas millas para alcanzar el bajío de la Mar Polar que él y los otros habían contemplado mientras planeaban desde el espacio exterior. En realidad, la nave debió proyectarse a una distancia inmensamente mayor antes de abatirse violentamente, sin control.
Los días se extendían tras de él, aparentemente innumerables como la extraña, roja y ardiente arena que le socarraba a través de sus harapientas ropas. Aquel enorme espantajo humano seguía moviéndose por la interminable y árida inmensidad desértica.
Para cuando llegó a la montaña, sus provisiones hacía ya tiempo que estaban agotadas. De sus cuatro bolsas de agua, solamente le quedaba una; y se hallaba tan próxima a las últimas gotas que meramente podían humedecer sus labios agrietados y su lengua hinchada cuando su sed se convertía en insoportable.
Jenner ascendió bastante alto antes de darse cuenta de que no era simplemente otra duna lo que obstaculizaba su camino. Se detuvo, y al mirar hacia arriba a la montaña que descollaba encima suyo, se encogió un, poco como ante un peligro o una dificultad insuperable.
Por unos instantes, sintió la carencia de esperanza de aquella loca carrera que estaba haciendo rumbo a ningún sitio... pero alcanzó la cumbre. Vio que abajo se hallaba una hondonada rodeada por colinas tan altas o más aún que aquella en que se encontraba. Anidando en el valle que formaban, había una aldea.
Podía ver los árboles, y el suelo de mármol de un patio. Una línea de edificios se apiñaba en torno a lo que parecía ser una plazoleta central. Eran construcciones en su mayor parte de una sola planta, pero había cuatro torres que relucían a la luz del sol con lustre de mármol.
Tenuemente llegó al oído de Jenner un débil sonido, agudo y silbante. Se elevó, fue decreciendo y se diluyó completamente, para de nuevo dejarse oír clara y desagradablemente. Y aun mientras Jenner corría hacia allá, el ruido arañaba en sus oídos, pavoroso y sobrenatural.
Continuó deslizándose por la roca lisa, y se magulló al caer. Rodó la mitad del descenso hasta el valle. Los edificios seguían siendo nuevos y relucientes, aun cuando vistos de cerca. Sus paredes destellaban con reflejos. A cada lado había vegetación — arbustos de un rojo verdoso— y árboles de unos verde amarillento cargados de frutos purpúreos y rojos.
En voraz impulso, Jenner se dirigió hacia el árbol frutal más próximo. De cerca, el árbol parecía seco y quebradizo. Sin embargo, el gran fruto rojo que arrancó de la rama más baja, era rollizo y jugoso.
Al llevárselo a la boca, recordó lo que le advirtieron durante su período de entrenamiento. No debía probar nada en Marte mientras tanto no hubiese sido examinado químicamente. Pero aquella era una advertencia sin sentido para un hombre cuyo único equipo químico estaba en su propio cuerpo.
No obstante, la posibilidad de un peligro le hizo cauteloso. Dio el primer bocado con mucho cuidado. Resultaba amargo en su lengua y lo escupió apresuradamente. Algo del jugo que quedaba en su boca le quemó en las encías. Sintió la quemazón y se bamboleó a efectos de la náusea.
Sus músculos empezaron a estremecerse, y se tendió en el mármol para evitarse la caída. Después de lo que le parecieron horas a Jenner, el horrible temblor desapareció finalmente de su cuerpo, y pudo ver de nuevo. Miró hacia arriba con desprecio y aversión al árbol.
Por fin el dolor se disipó y lentamente fue tranquilizándose. Una blanda brisa hacía susurrar las hojas secas. Los árboles contiguos reproducían aquel suave clamor, y descubrió que el viento aquí en el valle era sólo un murmullo por contraste con lo que había sido en el llano desierto al otro lado de la montaña.
Ahora no se oía ningún otro ruido. Jenner recordó repentinamente el agudo y cambiante silbido que había escuchado. Yacía muy quieto, escuchando intensamente, pero sólo alentaba el susurro de las hojas. La ruidosa estridencia había cesado. Se preguntó si fue una alarma, una sirena para avisar a los aldeanos de su presencia.
Ansiosamente logró ponerse en pie hurgando en busca de su pistola. Una sensación de desastre le repercutió por todas sus fibras. Ya no la tenía. Su mente era como un hueco en blanco, hasta que vagamente recordó que hacía ya más de una semana que por vez primera había notado a faltar su arma.
Miró en torno con inquietud, pero no había el menor indicio de seres vivientes. Se rehízo, animándose. No podía irse, ya que no había ningún otro sitio donde ir. Si fuera necesario, lucharía a muerte para permanecer en la aldea.
Cuidadosamente, Jenner tomó un sorbo de su bolsa de agua, mojándose los agrietados labios y la hinchada lengua. Luego volvió a enroscar el tapón y partió, por entre una doble hilera de árboles, hacia el edificio más cercano.
Describió un amplio círculo para observarlo desde varios puntos dominantes. A un lado una arcada ancha y baja daba acceso al interior. Al fondo podía percibir oscuramente el pulido fulgor de un suelo de mármol.
Jenner exploró los edificios desde el exterior, siempre manteniendo una respetable distancia entre él y cualquiera de los accesos. No vio signo alguno de vida animal. Liego hasta el lado más apartado de la plataforma de mármol en la cual la aldea estaba asentada, y regresó decidido. Era ya hora de explorar los interiores.
Eligió uno de los edificios de cuatro torreones. Al llegar a unos cuatro metros de distancia, vio que tendría que inclinarse mucho para poder entrar.
Momentáneamente, lo que implicaba aquello le detuvo. Aquellos alojamientos habían sido construidos para una vida que debía ser muy distinta a la de los seres humanos.
Prosiguió de nuevo hacia adelante, se encorvó, y entró con renuencia, cada músculo en tensión.
Se encontró en una estancia sin mobiliario. Sin embargo, había varias cercas de mármol, bajas, proyectándose desde una de las paredes de mármol. Formaban lo que tenía aspecto de un grupo de cuatro amplias y bajas casillas de establo. Cada casilla tenía un canal abierto, entallado en el suelo.
La segunda cámara contenía cuatro pianos inclinados de mármol, cada uno de los cuales se estrechaba hacia arriba en vértice. En conjunto había cuatro salas en la planta baja. Desde una de ellas, una rampa circular ascendía, aparentemente, a una sala de torreón.
Jenner no investigó lo que había arriba. Su primer temor de que pudiera hallar una forma de vida alienígena iba cediendo a la convicción letal de que no la había. Y esto significaba carencia total de alimento y de posibilidades de obtenerlo.
Con frenética precipitación, se apresuró de edificio en edificio, escrutando las habitaciones silenciosas, parándose de vez en cuando para gritar roncamente.
Finalmente, ya no le quedó duda. Estaba solo en una aldea desierta de un planeta sin vida, sin alimento, sin agua —excepto por el lastimoso resto en su bolsa— y sin esperanza.
Se hallaba en la cuarta y más pequeña sala de uno de los edificios con torreones cuando se dio cuenta de que había llegado al final de su búsqueda. La salita tenía un solo «establo» sobresaliendo de una pared. Fatigado, Jenner se tendió en su interior. Debió quedarse dormido instantáneamente.
Cuando despertó, fue percibiendo dos cosas, una inmediatamente después de la otra. La primera percepción ocurrió antes de que abriese los ojos... El ruido silbante había regresado, agudo y estridente; ondulaba al linde de lo que el oído podía tolerar.
La otra era que una fina atomización de líquido estaba siéndole proyectada desde el techo. Tenía un olor, de! cual el Técnico Jenner aspiró una sola vaharada. Rápidamente salió gateando de la sala, tosiendo, con lágrimas en los ojos, el rostro ardiendo ya por efecto de la reacción química.
Sacó su pañuelo y apresuradamente se frotó las partes expuestas de su cuerpo y rostro.
Llegó al exterior y allí se detuvo, esforzándose en comprender lo que había sucedido.
La aldea aparecía inalterada. Las hojas tremolaban en la suave brisa. El sol se hallaba suspendido en un pico montañoso. Jenner adivinó por su posición que nuevamente se había presentado la mañana de otro día más, y que había dormido por lo menos unas doce horas. La resplandeciente luz blanca bañaba el valle. Medio ocultos por árboles y vegetación, los edificios destellaban y rielaban.
Parecía hallarse en el oasis de un vasto desierto. Era en efecto un oasis, reflexionó Jenner sombríamente, pero no para un ser humano. Para él, con sus frutas venenosas, era más bien un espejismo atormentador.
Regresó al interior del edificio y cautelosamente asomó la cabeza al interior del cuarto donde había dormido. La aspersión del gas había parado, no flotaba ni un atisbo del olor, y el aire era fresco y limpio.
Se ladeó en el umbral, medio inclinado para hacer una comprobación. Tenía en su mente la imagen de un marciano inerte, perezosamente tendido en el «establo» mientras un producto químico revitalizante rociaba desde el techo su cuerpo.
El hecho de que aquel reactivo era mortífero para los seres humanos ponía énfasis sencillamente en cuan ajena al hombre era la vida que alentaba en Marte. Pero parecía bastante evidente el motivo del gas. Aquellos seres estaban acostumbrados a tomar una ducha matinal.
Dentro del «cuarto de baño», Jenner introdujo primeramente los pies en el compartimento. Cuando sus caderas estuvieron a nivel de la entrada al compartimento, el compacto techo pulverizó un chorro de gas amarillento directamente sobre sus piernas. Apresuradamente, Jenner arrastró las piernas fuera del compartimento. El gas cesó de brotar tan súbitamente como había surgido.
Lo intentó nuevamente para asegurarse de que era un proceso automático. Se abrió el chorro y volvió a cerrarse.
Los labios de Jenner, tumefactos por la sed, se separaron a efectos de la excitación. Pensó: «Si puede funcionar un proceso automático, cabe la posibilidad de que haya otros».
Resollando pesadamente, corrió hacia el cuarto más exterior. Cuidadosamente, adelantó las piernas dentro de uno de los compartimentos. Apenas entraron sus caderas cuando un, líquido espeso y humeante, semejando pasta de cereales cocidos, rellenó la entalladura junto a la pared.
Contempló fijamente aquella pasta de aspecto grasoso con horrorizada fascinación
¿alimento? ¿bebida? Recordó la fruta venenosa sintiendo repulsión, pero se obligó a inclinarse y colocar su dedo en la substancia caliente y húmeda. Lo llevó chorreante, a su boca.
Era algo insípido y pulposo, como fibra de madera hervida. Se deslizaba viscosamente dentro de su garganta. Sus ojos empezaron a licuarse, y sus labios se sumieron convulsivamente. Se dio cuenta que iba a ponerse enfermo, y corrió hacia la puerta exterior.
Cuando finalmente llegó fuera, sentíase renqueante, indiferente. En aquel deprimido estado mental, fue progresivamente percibiendo de nuevo el agudo estridor.
Se sintió atónito ante el hecho de que pudiera haber ignorado su chirrido aunque fuera por pocos minutos. Bruscamente miró en derredor, intentando determinar su origen, pero no parecía tener ninguno. Cada vez que se aproximaba a un punto donde aparentaba ser más ruidoso, entonces se atenuaba, o se escurría, quizás hacia el otro lado más lejano de la aldea.
Intentó imaginarse lo que una cultura alienígena podía pretender con un ruido que hacía añicos la mente, aunque, era lógico deducir, que para ellos no tenía que ser necesariamente desagradable.
Se detuvo y chasqueó los dedos cuando una noción disparatada y no obstante plausible entró en su mente. ¿Y si aquello era música?
Jugueteó con la idea, intentando visualizar la aldea como pudo haber sido tiempo atrás. Allí, una raza amante de la música había ido posiblemente a sus tareas diarias con el acompañamiento de lo que para ellos eran acordes de preciosas melodías.
El odioso chiflido continuaba incesante, en menguantes y crecientes. Jenner intentó colocar edificios entre él y el estruendo. Buscó refugio en varias salas, con la esperanza de que por lo menos una de ellas fuera insonorizada. Ninguna lo estaba. El silbo le seguía allá donde fuera.
Emprendió la retirada hacia el desierto, y tuvo que ascender casi toda una ladera antes de que el ruido fuera lo suficientemente bajo para no molestarle.
Por último, sin aliento casi pero inconmensurablemente aliviado, se desplomó en la arena, y pensó exhausto: «¿Y ahora, qué?»
El escenario que se extendía ante él contenía a la vez cualidades de paraíso y de averno. Todo le era ahora demasiado familiar —las arenas rojas, las dunas pedregosas, la pequeña aldea—, prometiendo tanto y concediendo tan poco.
Jenner miró hacia abajo, hacia aquel panorama, con ojos febriles, y se pasó la abrasada lengua por los agrietados y resecos labios. Sabía que era hombre muerto a menos que pudiera alterar las máquinas automáticas elaboradoras de alimento que debían estar ocultas en alguna parte, en las paredes y bajo los suelos de los edificios.
En días remotos, un remanente de la civilización marciana había sobrevivido allí, en aquella aldea. Los habitantes se habían extinguido pero la aldea siguió viviendo, manteniéndose ella misma limpia de arena, idónea para proveer de refugio a cualquier marciano.
Pero no había marcianos. Había únicamente un Bill Jenner, piloto de la primera nave- cohete que jamás se posó en Marte.
Tenía que lograr que la aldea proporcionase alimento y bebida que pudiese ingerir. Sin herramientas, salvo sus manos; con escasos conocimientos de química, debía forzar a las máquinas a mudar sus costumbres.
Tenso, sopesó su bolsa de agua, al alzarla. Tomó otro sorbo y pugnó en la misma lucha inflexible para vencer el impulso de engullir hasta la última gota. Y, cuando hubo ganado la batalla una vez más, se levantó iniciando el descenso de la ladera.
Podía durar, calculó, no más allá de tres días. En este tiempo debía domar la aldea. Estaba ya entre los árboles cuando le llamó súbitamente la atención un hecho: la
«música» había cesado. Era un gran alivio. Se inclinó sobre un pequeño arbusto, asiéndolo con firmeza, y lo arrancó, sin gran dificultad.
Había una laja prendida en el tallo. Jenner la miró fijamente, notando con sorpresa que se había equivocado al creer que el tallo salió a ¡a superficie a través de un agujero en el mármol. Estaba simplemente adherido a la superficie.
Luego notó algo más; el arbusto no tenía raíces. Casi instintivamente, Jenner miró hacia abajo al sitio del cual había arrancado la laja de mármol. Allí había arena.
Dejó caer el arbusto, y arrodillándose hundió los dedos en la arena. Arena suelta se escurrió por entre ellos. Penetró más hondo, empleando toda su fuerza para embutir su brazo y mano hacia abajo; arena, nada más que arena.
Se incorporó, y frenéticamente arrancó otro arbusto. También cedió con facilidad, trayendo consigo una laja de mármol. No tenía raíces y donde estuvo, ahora había arena.
Con una especie de insensata incredulidad, Jenner se abalanzó hacia un árbol frutal, y lo sacudió. Hubo una resistencia momentánea, y luego e! mármol sobre el cual se erguía, se resquebrajó elevándose lentamente en el aire. El árbol se desplomó con un crujido reiterado al quebrarse sus secas ramas desmenuzándose en numerosos pedazos. Debajo, donde había estado, estaba la arena.
Arena por todas partes. Una ciudad construida en la arena. Marte, planeta de arena. Esto no era por completo verdad, naturalmente. Había sido observada vegetación de temporada cerca de ¡os casquetes polares. Toda ella, salvo la más resistente, moría con la llegada del verano. Se había proyectado que la nave-cohete se posase cerca de uno de aquellos mares hueros, sin mareas.
Al estrellarse, perdidos los mandos, la nave había destrozado algo más que a sí misma. Había arruinado las oportunidades de vida del único superviviente del viaje.
Jenner emergió lentamente de su ofuscamiento. Tuvo entonces una idea. Recogió uno de los arbustos que ya había arrancado, aseguró los pies contra el mármol al que estaba adherido y estiró, con tiento al principio, luego con creciente fuerza.
Quedó finalmente suelto, pero no cabía duda de que los dos formaban parte de un. todo. El arbusto brotaba del mármol.
¿Mármol? Jenner se arrodilló junto a uno de los hoyos de los cuales había arrancado una laja, inclinándose sobre una sección contigua. Ere. enteramente porosa, roca calcárea, casi seguro, pero no era verdadero mármol en absoluto. Al alargar la mano hacia la sección, intentando romper un pedazo, cambió de color.
Atónito, Jenner retrocedió. En torno a la brecha, la piedra se iba tornando de un brillante amarillo-anaranjado. La examinó con incertidumbre y luego tentativamente, la tocó.
Fue como si hubiese hundido los dedos en ácido cauterizante. Sintió un agudo dolor, mordiente y quemante. Con un jadeo, Jenner dio un tirón como si tuviese que despegar su mano.
La continuidad de la angustia le hizo sentirse a punto de desfallecer. Osciló gimiente, apretándose los chamuscados miembros contra su cuerpo. Cuando la agonía finalmente desapareció, y pudo mirar la lesión, vio que la piel se había pelado y que se formaban ya rojas ampollas. Ceñudo, Jenner dirigió la vista hacia la rotura en la piedra. Los bordes permanecían con su brillo amarillento-anaranjado.
La aldea estaba alerta, preparada para defenderse de ulteriores ataques.
Súbitamente fatigado se arrastró hasta la sombra de un árbol. Solamente podía deducirse una conclusión de lo que había ocurrido, y casi desafiaba al sentido común. La aldea solitaria estaba viva.
Mientras permanecía tendido, Jenner trataba de imaginar una gran masa de substancia viviente creciendo dentro de la estructura de los edificios, ajustándose ella misma a la conveniencia de otra forma de vida, aceptando el papel de sirvienta en la más amplia extensión del término.
Si servía a una raza ¿por qué no a otra? Si podía adaptarse a marcianos, ¿por qué no a seres humanos?
Se presentarían dificultades, naturalmente. Calculó con lasitud que los elementos esenciales no estarían disponibles. El oxígeno para el agua podía sacarse del aire... miles de combinaciones podían ser hachas de la arena... aunque supondría la muerte si fracasaba en hallar la solución, se quedó dormido apenas empezó a meditar en cuáles podían ser las soluciones.
Cuando se despertó, era de noche. Jenner se puso en pie pesadamente. Notaba una rémora, un retardamiento en sus músculos, y se alarmó. Humedeció su boca con la bolsa de agua, y tambaleándose fue hacia la entrada del edificio más próximo. Excepto por el restriegue de sus zapatos en el «mármol», el silencio era intenso.
Se detuvo de pronto, escuchó, y miró en torno. El viento había cesado. No podía ver las montañas que festoneaban el valle, pero los edificios eran todavía oscuramente visibles, negras sombras en un mundo tenebroso.
Por vez primera, le pareció que a pesar de su nueva esperanza quizá sería mejor que se muriese. Aunque sobreviviera ¿qué porvenir se le ofrecía? Más que sobradamente bien recordaba lo arduo que había resultado suscitar interés en el viaje, y recolectar la copiosa cantidad de dinero que era precisa. Recordaba los colosales problemas que hubo de solventar para construir la nave, y algunos de los hombres que los habían solventado estaban enterrados en alguna parte del desierto marciano.
Podrían transcurrir veinte años antes que otra nave de Tierra intentase alcanzar el único otro planeta en el sistema solar que había mostrado indicios de ser idóneo para sustentar vida.
Durante aquellos incontables días y noches, aquellos años, estaría aquí a solas. Esta era la máxima esperanza que podía albergar, si sobrevivía. Mientras se dirigía por uno de los planos inclinados que en sesgo remataban en una especie de litera, Jenner consideró otro problema:
¿Cómo se conseguía hacer saber a una aldea viviente que debía alterar sus procedimientos? De un modo u otro, ya tenía que haber captado que tenía un nuevo inquilino. ¿Cómo podía él hacerla comprender que necesitaba alimentos en una combinación química distinta de la que sirvió en el pasado? ¿Que. le agradaba la música pero en un sistema de escala distinto? ¿Y qué podía tomar una ducha cada mañana, pero de agua, no de gas venenoso?
Dormitó a intervalos, como un hombre que está enfermo más que soñoliento. Por dos veces, se despertó, encendidos los labios, ardientes los ojos, su cuerpo bañado en transpiración. Varias veces se sobresaltó pasando al estado consciente por el sonido de su propia voz, ronca, gritándole colérica y temerosa a la noche.
Adivinó, entonces, que estaba muñéndose.
Consumió las largas horas de oscuridad agitándose, volviéndose, retorciéndose, ofuscado por ojeadas de calor. Al llegar la luz de la mañana, quedó vagamente sorprendido al darse cuenta de que todavía estaba con vida. Inquieto, descendió de la litera bajando hacia la puerta.
Soplaba un frío viento penetrante, pero le sentaba bien a su ardiente cara. Se preguntó si habrían suficientes «pneumococcus» en su sangre para que pudiera pillar una pulmonía.
En pocos instantes estaba temblando. Retrocedió al interior de ¡a casa, y por primera vez se dio cuenta de que pese a! umbral sin puerta, el viento no entraba en absoluto dentro del edificio. Los cuartos eren fríos, pero sin la menor corriente de aire.
Esto puso en marcha una asociación de ideas: ¿De dónde había surgido aquel terrible calor corporal? Ascendió vacilante hacia la litera empotrada en sesgo donde había pasado la noche. En unos segundos estaba achicharrándose en una temperatura próxima de los cuarenta grados.
Saltó fuera de aquel hueco, estremecido ante su propia estupidez. Calculó que había sudado por lo menos dos litros de humedad echándola fuera de su reseco cuerpo en aquel horno que semejaba una cama.
Aquella aldea no era para seres humanos. Aquí, hasta los lechos eran calentados para seres que necesitaban, temperaturas mucho más elevadas que las confortables calefacciones para hombres.
Jenner se pasó la mayor parte del día a la sombra de un gran árbol. Sentíase exhausto, y solamente en ocasiones recordaba siquiera que tenía un problema. Cuando el silbido arrancó, le molestó al principio, pero estaba demasiado cansado para alejarse del estridor. Había largos intervalos en que apenas lo oía de tan embotados que estaban sus sentidos.
Avanzada la tarde, recordó los arbustos y el árbol que había arrancado el día anterior, y se preguntó qué habría pasado con ellos. Se mojó la hinchada lengua con las últimas gotas de agua de su bolsa, se puso en pie lánguidamente y fue a buscar los restos resecos.
No había. Ni siquiera pudo hallar los hoyos de donde arrancó las lajas con sus vegetaciones. La aldea viviente había absorbido los tejidos muertos dentro de sí misma, y restaurado las brechas en su «cuerpo».
Esto galvanizó a Jenner. Empezó de nuevo a pensar... acerca de mutaciones, reajustes genéticos, formas de vida adaptándose a nuevos medio ambientes. Hubo conferencias sobre estos temas antes de que la nave dejase Tierra, más bien charlas en controversia destinadas a familiarizar a los exploradores con los problemas que los hombres podían afrontar en un planeta alienígeno. El principio fundamental era muy sencillo: adaptarse o morir.
La aldea tenía que adaptarse a él. Dudaba que pudiese dañarla gravemente, pero lo intentaría. Su propia necesidad de supervivencia debía ser planteada sobre una base así de áspera y hostil.
Frenéticamente, Jenner comenzó a rebuscarse los bolsillos. Antes de abandonar la nave, se había cargado con piezas sueltas de equipo de poco volumen. Una navaja de bolsillo, un vaso de metal plegable, un circuito impreso de radio, una menuda súper- batería que podía recargarse haciendo girar el rodete anexo, y para la cual había traído entre otras cosas, un poderoso encendedor eléctrico.
Jenner enchufó el encendedor a la batería, y deliberadamente arañó con el extremo al rojo vivo a lo largo de la superficie del «mármol». La reacción fue rauda. La substancia se convirtió esta vez en colérica púrpura. Cuando una sección entera del suelo cambió de color, Jenner se dirigió hacia el más próximo canal de «establo», entrando lo suficiente para activarlo.
Hubo una demora perceptible. Cuando el alimento fluyó finalmente en la gamella, resultaba evidente que la aldea viviente había comprendido la razón por la cual él había hecho lo que hizo. El alimento tenía un color pálido, cremoso, cuando antes había sido de un gris lóbrego, fangoso.
Jenner colocó el dedo en aquello, pero lo retiro con un grito, y se frotó la yema. Continuaba aguijoneando, pero sólo por unos momentos. La cuestión vital era: ¿le había sido ofrecida deliberadamente comida que podía dañarle, o estaba ella tratando de apaciguarle sin saber qué era lo que podía comer?
Decidió darle otra oportunidad y entró en el pesebre contiguo. La sustancia arenosa que esta vez manó era más amarilla. No quemaba su dedo, pero al probar la materia, la escupió. Tenía la sensación de que le habían ofrecido una sopa hecha de una mixtura grasienta de arcilla y gasolina.
Estaba ahora sediento con una ansiedad agudizada por el desagradable sabor en su boca. Desesperadamente se abalanzó al exterior y desgarró, abriéndola del todo, la bolsa de agua, buscando la humedad interna. En su vehemente chapuceo, derramó unas pocas gotas preciosas en el suelo del patio. Se tumbó boca abajo, lamiéndolas.
Medio minuto después, seguía lamiendo, y seguía habiendo agua.
El hecho penetró súbitamente. Se incorporó, contemplando pasmado las gotitas de agua que chispeaban en la piedra lisa. Mientras estaba contemplando aquello, otra gota se exprimió de la superficie aparentemente sólida, y centelleó a la luz del sol declinante.
Se inclinó y con la punta de la lengua esponjó cada gota visible. Durante un largo tiempo, yació con su boca apretada contra el mármol, chupando los minúsculos corpúsculos de agua que la aldea le donaba.
El resplandeciente blancor del sol desapareció tras una colina. Cayó la noche como la bajada de un telón negro. El aire se volvió frío, luego helado. Se estremeció al penetrar el viento por entre sus andrajos. Pero lo que finalmente le detuvo en sus succiones fue el colapso de la superficie de la cual había estado bebiendo.
Jenner se puso en pie sorprendido, y en la oscuridad tanteó torpemente la superficie rocosa. Se había literalmente desmenuzado. Evidentemente la sustancia había estrujado toda su agua asequible y se desintegró en el proceso. Jenner calculó que habría bebido en conjunto el equivalente a una veinteava parte de litro.
Era una demostración convincente de la buena voluntad de la aldea en agradarle, satisfacerle, pero había otra implicación, menos satisfactoria. Si la aldea tenía que destruir una parte de sí misma cada vez que le diera un trago, entonces indudablemente el suministro no era ilimitado.
Jenner se apresuró hacia el interior del edificio más cercano, trepó hasta una litera, y saltó fuera de nuevo apresuradamente al foguearle el intenso calor. Esperó, para darle a la Inteligencia una oportunidad de darse cuenta que necesitaba un cambio, y volvió a tenderse una vez más. El calor era tan intenso como siempre.
Renunció porque estaba demasiado agotado para persistir, y demasiado soñoliento para pensar en un método que pudiera hacer saber a la aldea que necesitaba una temperatura distinta en su dormitorio. Durmió en el suelo con la incómoda convicción de que no podría sustentarle por largo tiempo. Despertó muchas veces durante la noche, y pensó: «No hay bastante agua. No importa el que ella se esfuerce al máximo...», luego volvía a dormirse, sólo para despertar una vez más, tenso y desdichado.
No obstante, la mañana le encontró activo y decidido; y toda su acerada determinación le había regresado, aquella voluntad de hierro que le había permitido recorrer por lo menos unas quinientas millas a través de un desierto desconocido.
Se dirigió hacia el pesebre más próximo. Esta vez, después que lo hubo activado, pasó más de un minuto en la espera; y entonces, aproximadamente un dedal de agua formó una mancha de humedad en el fondo del canal.
Jenner lamió hasta secarla, y luego aguardó esperanzado a por más. Cuando no vino ninguna, reflexionó sombríamente que en algún sitio de la aldea, un grupo entero de células se habían desmoronado liberando su agua para él.
Allí mismo decidió que ya dependía del ser humano, que podía desplazarse, hallar una nueva fuente de agua para la aldea, que no podía moverse.
En el intervalo, naturalmente, la aldea tendría que mantenerle vivo hasta que hubiese investigado las posibilidades. Esto implicaba, por encima de todo, que debía disponer de algún alimento para sustentarle mientras exploraba.
Comenzó por registrar sus bolsillos. Hacia el término de sus provisiones, había transportado fragmentos y pedazos envueltos en pequeños retazos de ropa. Pizcas desmenuzadas en sus bolsillos. Y se había rebuscado con frecuencia durante aquellos largos días en el desierto. Ahora rasgando las costuras, descubrió menudas partículas de carne y pan, migajas de grasa y otras sustancias imposibles de identificar.
Cuidadosamente, se inclinó sobre el pesebre adjunto y colocó las raspaduras en la gamella o comedero. La aldea no estaría capacitada sino para ofrecerle más que un razonable facsímil. Si el derramamiento de unas pocas gotas de agua en el patio pudo hacerle sabedora de su necesidad de agua, entonces un ofrecimiento similar podría darle a ella la clave que necesitaba con respecto a la naturaleza química del alimento que podía comer.
Jenner aguardó, y luego entró en el segundo pesebre y lo activó. Casi la mitad de un litro de sustancia cremosa, espesa, se escurrió hacia el fondo del canal. Lo exiguo de la cantidad parecía denotar que tal vez contuviese agua.
La probó. Tenía un fuerte sabor mohoso, y un olor a rancio. Era casi tan seca como una harina, pero su estómago no la rechazó.
Jenner comió lentamente, plenamente consciente de que en momentos así la aldea le tenía a su merced. Nunca podría estar seguro de que uno de los ingredientes del alimento no, fuera un veneno de acción lenta.
Cuando hubo terminado su comida, se dirigió a otro pesebre en otro edificio. Se negó a comer el alimento que surgió, activó otro pesebre recibiendo unas gotas de agua.
Había entrado a propósito en uno de los edificios con torreones. Ahora, inició el ascenso por la rampa que conducía al piso superior. Se detuvo sólo brevemente en el cuarto al que llegó, ya que como ya había descubierto parecían ser alcobas adicionales. La familiar litera empotrada estaba allí en un grupo de tres.
Lo que le interesaba era que la rampa circular continuaba en espiral hacia arriba. Primero dando acceso a otro cuarto más pequeño que parecía no tener ninguna razón particular de ser. Luego, seguía ascendiendo a la cúspide de la torre, a unos veinticinco metros del suelo.
Lo bastante alto para que él pudiese ver más allá de la cresta de todas las colinas circundantes. Ya había pensado en aquel mirador, pero estuvo demasiado débil para emprender aquel ascenso antes. Ahora, miró hacia todos los horizontes. Casi inmediatamente, la esperanza que le había impulsado a subir, le abandonó.
La panorámica era desmedidamente desolada. Hasta donde podía ver todo era una extensión árida, y cada horizonte se ocultaba en una bruma de arena arremolinada por el viento.
Jenner oteaba con una sensación de desesperanza. Si en alguna parte, por ahí, había un mar marciano, se hallaba lejos de su alcance.
Bruscamente, crispó las manos encolerizado contra su destino, que ahora parecía inevitable. Poniéndose en lo peor, había esperado hallarse en una región montañosa. Mares y montañas eran por lo general las dos principales fuentes de agua. Debería haber recordado, lógicamente, que había muy pocas montañas en Marte. Habría sido una descabellada coincidencia que fuera a parar verdaderamente a una cordillera montañosa.
Se esfumó su furia, porque carecía de la fuerza necesaria para prolongar cualquier emoción.
Torpemente fue descendiendo por la rampa. Su vago proyecto de ayudar a, la aldea había acabado así de rápido y definitivo.
Los días fueron sucediéndose, aunque no tenía idea de cuántos eran. Cada vez que iba a comer, el agua que le era suministrada era cada vez más reducida. Jenner se repetía incesantemente que cada comida iba a ser su última. Era insensato que esperase que la aldea fuera a destruirse a sí misma cuando ya el destino de su visitante ya era seguro ahora.
Lo peor era que se hizo progresivamente claro que el alimento no era idóneo para él. Había inducido a erróneas conclusiones a la aldea al darle muestras rancias, quizás hasta corrompidas, y prolongando la agonía para él mismo. A veces después que había comido, Jenner se sentía mareado durante horas.
Con demasiada frecuencia, su cabeza le dolía, y su cuerpo se estremecía a ramalazos de fiebre.
La aldea estaba haciendo lo que podía. El resto dependía de él, y no podía siquiera adaptarse a una aproximación de los alimentos Tierra.
Durante dos días estuvo demasiado enfermo para arrastrarse hasta uno de los comedores. Hora tras hora, yació en el suelo. Algún instante durante la segunda noche, el sufrimiento de su cuerpo fue tan terrible que finalmente tomó una decisión.
«Si puedo llegar a una litera», se dijo a sí mismo, «el calor tan sólo me matará; y al absorber mi cuerpo, la aldea podrá recuperar parte de su agua perdida.»
Consumió por lo menos una hora en reptar laboriosamente, rampa arriba, hasta la litera más cercana, y cuando finalmente lo logró, quedó tendido como alguien ya muerto. Su último pensamiento antes de dormirse fue: «Estimados compañeros, ya vengo».
La alucinación fue tan completa que, momentáneamente, le pareció haber regresado a la cabina de mandos de la nave-cohete, y tener en torno a él a sus antiguos compañeros.
Con un suspiro de alivio, Jenner se sumió en un sueño sin imágenes.
Despertó al son de un violín. Era una música dulzona, melancólica que hablaba del esplendor y decadencia de una raza largo tiempo ya extinguida.
Jenner escuchó por unos instantes y luego con repentina excitación comprendió la verdad. Era un sustituto del silbido agudo. ¡La aldea había adaptado su música a él!
Otro fenómeno sensorio le inundó. La litera resultaba confortablemente tibia, en absoluto calurosa. Tuvo una sensación de maravilloso bienestar físico.
Anhelosamente gateó rampa abajo hasta el pesebre más próximo. Al arrastrarse hacia adelante, con su nariz muy cerca del suelo, el canal se llenó con una mixtura humeante. El olor era tan sabroso y agradable que hundió el rostro dentro, y fue sorbiendo vorazmente. Tenía el sabor de una sopa espesa, carnosa, y era caliente y confortante para sus labios y boca. Cuando la hubo comido toda, por primera vez ya no necesitó beber agua.
«¡He ganado!» pensó Jenner. «La aldea ha encontrado el miedo!»
Después de un rato, recordó algo, y se arrastró hacia el cuarto de baño. Cautelosamente, acechando el techo, se deslizó piernas primero en el compartimento de ducha. El rocío amarillento cayó, frío y delicioso.
Con éxtasis, Jenner meneó su rabo de casi un metro y alzó su largo hocico para dejar que los chorritos de líquido limpiasen las impurezas de alimento que se agarraban a sus afilados dientes.
Luego anadeó, hacia el exterior para calentarse al sol, y escuchar la música eterna.
FIN