EL BOSQUE ENCANTADO (Fritz Leiber)
Publicado en
octubre 28, 2016
La oscuridad era rancia como las hojas de un arbusto formalhautiano, acre como un monte rigeliano en llamas, y sin embargo temblaba tenuemente, igual que una de las danzantes casas de los salvajes. Estaba llena de un quisquilloso y débil zumbido, en nada semejante al ronroneo de una herida avispa de la Tierra.
La maquinaria zumbó floja y brevemente. Una ovalada puerta se abrió en la oscuridad. Se infiltró una suave luz verde, y el singular olor, aromático en este caso, pero de una herbosa acidez, de un planeta nuevo.
El color verde era dado a la luz por las espinosas ramas o las enredaderas que se deslizaban en entrelazadas formas junto a la entrada. Para los ojos cansados del profundo subespacio, el óvalo de entrelazados y gruesos zarcillos era un asombroso cuadro.
Una mano humana surgió delicadamente de la oscuridad, adelantándose hacia la verde barrera. Las translúcidas espinas largas como los dedos se estremecieron, se doblaron hacia atrás lentamente, luego batieron; a la distancia del ancho de un pelo, porque la mano se había parado.
La mano no se apartó, pero se demoró justamente al alcance, acariciando el peligro. Una viva y alegre risa se grabó frente a la herida, gimiente oscuridad.
«Tenemos que quitar esos endiablados pequeños puñales verdes para salir de los despojos», pensó Elven. «Fue una suerte que estuvieran ahí sin embargo. El efecto amortiguador del bosque de espinos quizás haya sido la fruslería que salvó el espinazo de la lancha espacial, o al menos el mío».
Luego Elven se enderezó. El susurro detrás de él se plasmó en indistinta habla inglesa alterada por siglos de farfullo, pero todavía esencialmente la misma.
—Vuelas de prisa, Elven.
—Más de prisa que ninguno de tus perros de caza —convino tranquilamente Elven sin mirar alrededor, y añadió—: MRL —significando Más Rápido que la Luz.
—Vuelas lejos, Elven. Decenas de años luz —continuó la voz quejumbrosa.
—Veintenas —rectificó Elven.
—Sin embargo te hablo, Elven.
—Mas no sabes dónde estoy. He salido a una oscura extensión a través del profundo subespacio. Y vuestra radio MRL no puede tomar ninguna posición de la nave espacial. Estás voceando al infinito, Fedris.
—Y siempre vuelas tan de prisa y tan lejos, Elven —insistió la voz quejumbrosa—, que finalmente has de dar en tierra, y entonces te buscaremos.
De nuevo Elven rió alegremente. Sus ojos estaban todavía posados en la verde entrada.
—¡Me buscaréis! ¿Dónde me buscaréis, Fedris? ¿En qué lado de los millones de planetas que alcanza el código de señales? ¿En cuál de los cientos de millones de planetas que están fuera del código?
—Vuestro planeta nativo está marchito, Elven —la voz quejumbrosa se volvió más débil—. Entre todos los Salvajes, sólo tú atravesaste nuestro cordón.
Esta vez Elven no hizo observaciones verbalmente. Palpó su cuello y cuidadosamente sacó de un brillante broche de allí una menuda y blanca esfera no mayor que un botón de señora. Manteniéndola como un pequeño tesoro en la ahuecada palma de la mano, la examinó con aire de cavilosa burla. Luego, todavía tocándola como si fuera un temible objeto, la repuso dentro del broche.
La voz quejumbrosa se había debilitado hasta quedar reducida a un susurro de duendes.
—Estás solo, Elven. Solo entre el misterio y el terror del universo. Lo desconocido dará contigo, aún antes que nosotros. El tiempo y el espacio y el sino, todos conspirarán contra ti. El azar mismo se…
La espectral voz de la radio MRL se extinguió mientras la misma potencia restante de la destrozada maquinaria se agotaba del todo. El silencio llenó la rota tripa de la lancha espacial.
Silencio que fue alegremente quebrado, cuando Elven rió una última vez. ¡Fedris el sicólogo! ¡Fedris el necio! ¿Pensaba Fedris minar mi fortaleza con amenazas de médico hechicero y el poder de la sugestión? ¡Como si un hombre —o una mujer— de los Salvajes pudiera ser inducido en modo alguno a creer en lo sobrenatural!
No es que no hubiera una sobrenatural calidad suelta en el universo. Elven se recordó a sí mismo sombríamente; una especie de sobrenatural belleza nacida del peligro y la primaria propia expresión. Pero sólo los Salvajes percibían esa sobrenatural condición. No podía ser conocida de las humildes y sumisas hordas del código, las cuales siempre reverenciarían la seguridad y la timidez como la mayor parte de los miembros del código humano —o sociedad— lo han hecho, y aborrecerían a todos los amantes de la belleza y el peligro.
Lo mismo que habían aborrecido a los Salvajes y de igual modo los habían destruido.
A todos excepto uno.
¿Uno solo, había dicho Fedris? Elven sonrió ocultamente, tocó el broche de su cuello, y se levantó prontamente de un salto.
Poco después tenía lo que necesitaba de los despojos.
—Y ahora, Fedris —susurró—, he de efectuar un trabajo de creación —y sonrió—. ¿O quizás debiera decir de recreación?
Apuntó a la verde entrada la embotada boca de una pistola de chorro. No hubo ningún ruido o fogonazo, pero las verdes ramas temblaron, se ennegrecieron —las espinas desaparecieron— y se transformaron en un flotante polvo fino y oscuro como las cenizas que alfombran la luna de la Tierra. Elven se precipitó a la entrada y, por un momento, estuvo suspendido allí, el pelo amarillo, los labios fríos, los ojos rientes, gallardo como un joven dios —o un adolescente demonio— con la negra túnica recamada de pía uno. Luego se inclinó hacia afuera y apuntó el ultrasónico de la pistola hacia abajo hasta que hubo clarificado un pedazo de terreno del bosque de espinos. Cuando este trabajo de un momento estuvo acabado, descendió ligeramente, el fino polvo subiendo hasta sus rodillas, al impacto.
Elven soltó el artefacto, se quitó el sudor del rostro con ligereza, riéndose de su creciente exasperación, y miró alrededor al bosque de espinos. No se había alterado un ápice durante las millas que había recorrido. Nuevamente las vítreas espinas y las hojas en forma de lanza y las ramas surgiendo de la rasa y rojiza tierra. No era un distinto planeta lo que se veía. Tampoco había captado la más menuda vislumbre de vida moviente, grande o pequeña, excepto los espinos mismos, que lo «avisaban» cuando quiera que se acercaba demasiado. Como experimento había dejado que uno pequeñito lo pinchara y había escocido terriblemente.
¡Qué medio ambiente! ¿Qué sugería, de cualquier modo? ¿Cultivo? O una hierba que saturaba los alrededores de ponzoña, como el pino gigantesco de California, en la Tierra, su leñoso cuerpo. Hizo una mueca al sentir el escalofrío que pasó como un relámpago a lo largo de su espina dorsal.
Y, si no hubiera vida animal, ¿para qué diablos estaban los abrojos?
¡Un bosque ridículo! En su simplicidad, sugiriendo los bosques encantados de los antiguos cuentos de hadas terrestres. ¡Esa idea debiera complacer al médico hechicero Fedris!
Si siquiera tuviese alguna percepción de la general posición del planeta en que estaba, podría hacer mejores conjeturas acerca de sus otras formas de vida. Los gérmenes de vida ciertamente flotaban por el espacio, de modo que los sistemas solares y hasta regiones de estrellas propendían a tener semejanzas biológicas. Pero había venido demasiado aprisa y con demasiada curiosidad, demasiado aprisa hasta para ver las estrellas, en la más veloz y más extraña lancha de los Salvajes, para saber dónde estaba.
O para que Fedris supiera dónde él estaba, se recordó a sí mismo.
O para que algún sistema de aviso de aproximación penetrante en lo profundo del espacio, suponiendo que hubiera uno en este planeta, hubiese localizado su llegada. Por lo que concernía a eso él mismo no había previsto su llegada. Había habido sólo el brusco ascenso del subespacio, el siniestro y negro confeti del enjambre de aerolitos, el choque, la violenta caída de la destrozada lancha espacial, asiéndose al planeta más cercano.
Debiera poder considerar su posición cuando llegara la noche y pudiera ver las estrellas.
Es decir, si la noche llegaba en modo alguno a este planeta. O si esa alta niebla se disipaba alguna vez.
Examinó la brújula. La aguja del primitivo, pero útil instrumento se mantenía fiel. Al menos este planeta tenía polos magnéticos.
Y probablemente tenía noche y día, para sostener la vida vegetal y una temperatura tan suave.
Una vez que saliera de este bosque, podría discurrir algo. ¡Que le dieran sólo ciudades! ¡Una ciudad!
Metió la brújula en su ropón, acariciando el broche del cuello de un modo extrañamente afectuoso, casi reverente.
Miró a las entrelazadas ramas al frente. Sí, era exactamente como esos bosques de hadas que cuestan a los caballeros de los libros de cuentos tanto trabajo de tajo con sus espadas de dos usos.
Era más fácil con una pistola de chorro; y tenía material para despejar veintenas de millas de senda en el depósito de cargas ultrasónicas.
Echó un vistazo atrás al ligeramente torcido túnel que había abierto.
Por entre las pizarreñas cenizas de su suelo estaban ya brotando juguetones retoños verdes.
Hizo funcionar la pistola.
Las ramas eran tan gruesas en su extremidad que el claro cogió a Elven de sorpresa. En un momento estaba observando una enredada esterilla verde que se ennegrecía bajo el invisible rayo del arma. En el momento siguiente, había salido, no a la tierra de las hadas, sino a la clase de lugar donde primero fueron contados los cuentos de hadas.
El claro tenía aproximadamente media milla de diámetro. Alrededor de él el bosque de espinos formaba un círculo. Un riachuelo salía murmurando del ponzoñoso verdor a un centenar de pasos a su derecha y atravesaba el claro por un bajo valle. Al otro lado del río se alzaba una pequeña colina.
En la ladera había un desigual grupo de grises casas. De una de ellas subía un lápiz de humo. Afuera había un par de carros y unos primitivos aparatos agrícolas.
Excepto por el espacio ocupado por las casas, el valle estaba bajo intenso cultivo. La colina estaba sembrada a regulares intervalos de arbolejos que llevaban racimos de fruta roja y amarilla. En otra parte había hileras de matosas plantas y campos de grano ondeantes con la brisa. Toda vegetación sin embargo, parecía terminar aproximadamente a una yarda del bosque de espinos.
Hubo un lastimero mugido. Alrededor de la ladera aparecieron media docena de reses. Un hombre con una sencilla blusa las estaba arreando despacio hacia las casas. Un menudo animal, quizás un gato, salió de la casa del humo y anduvo con el ganado, rozando las patas de las reses. Una joven se paró a la puerta después de que saliera el gato y estuvo observando con los brazos cruzados.
Elven embebía la atmósfera de paz y tierra fértil, sintiéndose como un hombre de un antiguo paraje. Paisajes tan idílicos como este debieron haber sido los de la Tierra en tiempos pasados. Sentía aflojarse sus tirantes músculos.
Otra joven salió de un matorral de árboles justamente al frente y se paró, mirándole con asombro. Llevaba una verdosa blusa de reblandecidas, hiladas y tejidas fibras vegetales. Elven percibió en ella cierto atractivo, medio sofisticado, medio primitivo. Era como una de las muchachas de los Salvajes con un sencillo trate de deporte. Pero su rostro era el de una niña espantada.
Elven se dirigió hacia ella a través del crujiente grano. La muchacha cayó de rodillas.
—Usted… usted —susurró con dificultad. Luego, más ligeramente, en perfecto inglés—: No me dañe, señor, Acepte mis respetos.
—No la dañaré, si responde a mis preguntas convenientemente —repuso Elven, aceptando la ventaja de posición que parecía haberle sido dada—. ¿Qué lugar es este?
—Es el Lugar —respondió simplemente la joven.
—Sí, pero ¿qué lugar?
—Es el Lugar —repitió la muchacha con temblor—. No hay otros.
—Después, ¿de dónde vengo? —preguntó Elven.
—No sé —los ojos de la muchacha se dilataron un poquito, con expresión de terror. Era pelirroja y realmente muy bella.
—¿Qué planeta es este? —dijo Elven, frunciendo el ceño.
—¿Qué es un planeta? —inquirió la joven, mirándole perplejamente.
«Quizás iba a haber dificultades de lenguaje al fin y al cabo», pensó Elven.
—¿Qué sol? —preguntó.
—¿Qué es un sol?
—¿No se va nunca ese chisme? —dijo Elven, señalando hacia arriba impacientemente.
—¿Quiere usted decir —balbuceó temerosamente la muchacha—, si el cielo se va alguna vez?
—¿El cielo es siempre el mismo?
—A veces se despeja. Ahora viene la noche.
—¿A qué distancia está el extremo del bosque de espinos?
—No comprendo —respondió la joven. Luego su fija mirada se deslizó más allá de Elven, hacia el desigual pasillo abierto por el artefacto. Su expresión de miedo se había hecho más intensa, había en ella una pincelada de horror—. Usted ha vencido a las agujas venenosas —susurró. En seguida se humilló hasta que su suelto cabello rojo tocó los bermejos retoños del grano—. No me haga daño, omnipotente —dijo, con sonidos entrecortados.
—No puedo prometer eso —le dijo brevemente Elven—. ¿Cómo se llama usted?
—Séfora —susurró la joven.
—Muy bien, Séfora. Condúzcame hacia su gente.
La joven se levantó de un salto y retrocedió, rápida como una liebre, hacia los edificios de la hacienda.
Cuando Elven llegó a la casa de cuyo tejado ascendía el humo, con el pausado paso propio de su rango de dios o todopoderoso señor, o sea lo que fuere aquello por lo que la muchacha lo había tomado, la comisión de bienvenida se había ya formado. Dos mozos inclinaron las rodillas ante Elven, y la joven que había visto parada a la puerta le ofreció un platel de fruta anaranjada y morada. El Vencedor de las Agujas Venenosas cató este refrigerio, luego lo apartó con una rápida seña de aprobación con la cabeza, aun cuando lo encontró delicioso.
Cuando entró en la tosca alquería fue recibido por la sonrojada Séfora, que llevaba manteles y un humeante cuenco. La joven, tímidamente, señaló a sus botas. Elven le enseñó el ardid de las ataduras y unos momentos después estaba tendido sobre un lecho de corambre relleno de hojas aromáticas, mientras que Séfora respetuosamente le lavaba los pies.
La muchacha tenía unos veinte años, descubrió Elven hablándole ociosamente, no preocupándose de importante información por el momento. Su vida era de trabajo de hacienda y sencilla diversión. Uno de los jóvenes —Alfors— recientemente se había hecho su compañero.
Afuera el grisáceo cielo se estaba oscureciendo rápidamente. El otro joven, al cual Elven había visto antes arrear el ganado y que respondía al nombre de Kors, ahora traía brazadas de nudosa leña, parte de la cual echó al flaco fuego, de suerte que crepitó con vivos matices amarillos y rojos. Mientras que Tulya —la compañera de Kors— se ocupaba cerca en trabajo que implicaba perfumes para lavados de la boca.
La atmósfera era hogareña, aun cuando algo tensa. Al fin y al cabo, Elven se recordó a sí mismo, no se tiene a un dios para la cena todas las noches. Pero después de una comida de estofado de carne, pan recién cocido, conserva^ de fruta, y un vino claro, sonrió con aire de aprobación y la atmósfera pronto se hizo más festiva, en verdad bastante alegre, Alfors cogió un arpa encordada con cuerda de tripa y cantó sencillas alabanzas a la naturaleza, si bien después Séfora y Tulya danzaron. Kors mantenía el fuego vivo y el vaso de Elven lleno, aunque una vez desapareció por algún tiempo, evidentemente para cuidar de los animales.
Elven se avivó. Esta rústica gente débilmente se asemejaba a su propia raza de Salvajes. Parecían tener una pizca de ese temerario y estático espíritu tan aborrecido por la sumisa gente del código. (Sin embargo poco después la semejanza se hizo tan fuerte que resultaba demasiado penosa, y con un imperioso gesto Elven moderó el alborozo de ellos).
Mientras tanto, por observación y preguntas, estaba averiguando rápidamente, aun cuando lo que averiguaba era asombroso más bien que útil. Estas cuatro jóvenes personas eran los únicos vecinos de su comunidad. No conocían otra cultura que la suya propia.
Nunca habían visto el sol o las estrellas. Evidentemente éste era un planeta cuyos centros de rotación y de revolución alrededor del sol eran los mismos, de modo que el clima era siempre uniforme en todas las latitudes, la presente localidad estando bajo una faja de nubes. Más tarde podría comprobar esto, se dijo a sí mismo, determinando si los días y las noches eran siempre de igual duración.
Lo más extraño de todo, las dos parejas nunca habían estado al otro lado del claro. El bosque de espinos, que imaginaban como extendiéndose hasta el infinito, era una barrera que estaba fuera de su alcance quebrantar. Los incendios, le explicaron, eran fuertes obstáculos para ello. Sus hachas más cortantes se embotaban rápidamente. Y ellos tenían un terrible miedo a los espinos diabólicamente sensibles.
Todo esto sugería un claro orden de preguntas.
—¿Dónde están sus padres? —Elven preguntó a Kors.
—¿Padres? —La frente de Kors se arrugó.
—¿Quiere usted decir los relucientes? —interpuso Tulya. Parecía estar triste—. Se fueron.
—¿Relucientes? —inquirió Elven—. ¿Personas como ustedes mismos?
—Oh, no. Seres de metal con ruedas por pies y largos y expertos brazos que se doblaban en todas partes.
—Siempre he deseado que yo estuviera hecha de lindo y brillante metal —comentó ansiosamente Séfora—, con ruedas en lugar de feos pies, y una dulce voz que nunca se alterara, y una mente que lo comprendiera todo y nunca perdiera los estribos.
—Nos explicaron cuando se fueron por qué tenían que hacerlo —continuó Tulya—. Para que nosotros pudiéramos vivir por nuestras propias fuerzas tan sólo, como debieran todos los seres. Pero los queríamos y siempre lo hemos sentido.
No se podía huir de ello, juzgó Elven después de hacer un accidental uso de sus facultades de exploración de la mente para comprobar la veracidad de las respuestas. Estas cuatro personas, en efecto, habían sido educadas por robots de alguna clase. Pero ¿por qué? Se le ocurrió una docena de fantásticas e indemostrables posibilidades. Recordó lo que Fedris había dicho sobre el misterio del universo, y sonrió torcidamente.
Luego fue su vez contestar preguntas, vacilantes y despavoridas.
—Soy un ángel negro de lo alto —respondió sencillamente—. Cuando Dios creó el universo juzgó que sería un lugar un poco aburrido si no hubiera unas cuantas almas en él dispuestas a correr todos los riesgos y arrostrar todos los peligros. Por tanto aquí y allá entre las infinitas multitudes de sumisos ángeles, parcamente, introdujo una clase salvaje, de suerte que siempre hubiera algunas almas que tascaran el freno y saltaran por encima de cualesquiera vallas. Sí, y abatieran esas vallas también, abandonando a los sumisos rebaños a las tinieblas con sus bellezas y peligros desconocidos —sonrió alrededor maliciosamente, la luz del fuego echando extraños reflejos sobre sus labios y mejillas—. Lo mismo que yo he abatido la valla de espinos.
Afuera estaba ya muy oscuro. La jarra del vino estaba casi vacía. Elven bostezó. Inmediatamente se hicieron preparativos para su reposo. El gato surgió del hogar y vino a restregar las piernas de Elven.
El primer pálido brillo del alba despertó a Elven y él se salió de la cama tan silenciosamente que no despertó a nadie, ni siquiera al gato. Por un momento vaciló en la grisácea habitación cargada del olor de ascuas y las heces del vino. Se le ocurrió que sería algo agradable pasar la vida aquí como un dios selvático adorado por ninfas y rústicos.
Pero luego su mano tocó su cuello, y movió la cabeza. Este no era un lugar para efectuar él su misión; por un lado, no había bastante gente. Necesitaba ciudades. Con una última mirada a sus anfitriones arrebujados en las mantas —el cabello de Séfora en este mismo instante había empezado a volverse rojo con la creciente luz—, salió.
Como había esperado, el bosque de espinos hacía mucho que había reparado la rotura que él hiciera cerca del río. Siguió la dirección contraria y ladeó la colina hasta que llegó a la verde pared al otro lado. Allí, examinando la brújula, desvió su dirección de la destrozada lancha espacial. Luego empezó a hacer funcionar la máquina fulminante.
A primera hora de la tarde —discerniendo el tiempo transcurrido por la cambiante intensidad de la luz— había hecho una docena de millas y estaba pensando que quizás debiera hacer permanecido cerca de los despojos el tiempo suficiente para intentar apañar una palanca. ¡Si siquiera pudiese subir un centenar de pies para ver lo que le iba a acaecer —si es que algo iba a ocurrirle— a este ridículo bosque!
Porque todavía le hacía frente de un modo inalterable, como alguna mágica vegetación de un libro de cuentos de hadas. Las vítreas espinas todavía se doblaban hacia atrás y batían todas las veces que él se acercaba demasiado.
Y detrás de él los verdes retoños aún surgían vigorosamente a través del pizarreño polvo.
«Qué transición», pensó, «del vuelo a una velocidad mayor que la de la luz en una lancha espacial, a este arrastramiento de gusano». Suficiente para aburrir a un Salvaje hasta la desesperación, para hacerle pensar dos veces respecto a los simples encantos de una vida pasada como un dios selvático.
Pero luego se desató el broche del cuello y sacó la menuda esfera blanca. Su sonrisa se avivó con un destello de inspiración mientras contemplaba fijamente el brillante objeto que mantenía en la palma de la mano.
Solo uno de los Salvajes había escapado de su sitiado planeta, había dicho Fedris.
¿Qué sabía Fedris?
Sabía que antes que Elven llegara a la lancha espacial, habia atravesado con disfraz los formidables cordones del código. Que en el curso de esa huida había por dos veces sido registrado tan a fondo que habría sido un milagro si pudiera haber ocultado algo más que esta menuda plancha.
Pero esta menuda plancha bastaba.
Dentro de ella estaban todos los Salvajes.
Los primitivos humanos con frecuencia habían sido fascinados por la idea de un hombre invisible. Sin embargo no se les habia ocurrido que el hombre invisible siempre ha existido, que cada uno de nosotros empieza como hombre invisible: la simple célula de la cual todo humano se desarrolla.
Aquí en el interior de esta blanca plancha estaban los elementos genéticos de todos los Salvajes, los cromosomas y los genes de cada individuo. ¡Aquí estaban el feroz Vlana, el fanfarrón Nar, el riente Forten! ¡Ellos y un billón de otros! Los idénticos gemelos de toda postrera persona destruida con el planeta de los Salvajes, esperando sólo ser encerrados en adecuadas células de crecimiento desnucleadas y recibir nutrición de alguna apropiada madre. Todo girando lindamente en la palma de la mano de Elven.
Suficiente por el lado de la herencia física.
Y en cuanto a la herencia social, ahí estaba Elven.
Luego todo ello podría volver a empezar. Otra vez los Salvajes podrían soñar sus formidables sueños de lanzarse a la conquista del Cosmos y arrostrar sus bellos peligros. Otra vez podrían intentar producir, si lo preferían, esos gigantescos átomos, semillas de nuevos universos, a causa de los cuales los del código los habían destruido. Muy atrás en la Edad de los Albores los físicos habían contemplado el único y gigante átomo del cual se había formado el entero universo, y ya era hora de ver si se podían crear más de tales átomos con energía sacada del subespacio. ¿Y quiénes eran Fedris y Elven y los del código para decir si los nuevos universos podían o no —o debieran o no— destruir al viejo? ¿Qué importaba hasta qué punto los sumisos rebaños temieran a esos preciosos huevos de creación submicroscópicos?
Todo ello tenía que volver a empezar, resolvió Elven.
Sin embargo, era tanto la percepción de los renuevos de espinos que surgían de debajo de sus pies, como su firme resolución, lo que le impulsaba.
Una hora después su máquina disgregó una maraña de ramas que tenía sólo cielo detrás de ella. Elven entró en un claro de media milla de diámetro. Justamente al frente un murmurante riachuelo atravesaba un pequeño valle, donde ondeaba bermejo grano, Al otro lado del valle había una menuda colina cubierta de huerto. En la ladera de acá, bajas y grises casas se agrupaban desigualmente. De una ascendía un hilo de humo. Un hombre rodeó la colina, conduciendo ganado.
La segunda reflexión de Elven fue que algo le debía haber ocurrido a la brújula, alguna fuerza la debió haber estado desviando invariablemente, para hacerlo retroceder en un círculo.
Su primer pensamiento, que había reprimido prontamente, había sido que ahí estaba el misterio que Fedris le ofreciera, algo sobrenatural del mundo de los antiguos cuentos de hadas.
Y como si también al tiempo se lo hubiera hecho retroceder en un círculo —Elven reprimió esta idea aún más prontamente— vio a Séfora parada en el familiar soto de árboles justamente al frente.
Elven voceó su nombre y corrió hacia ella, un poco sorprendido de su alegría de volverla a ver.
Séfora le vio afeó la mano y rápidamente le tiró algo. Elven hizo un movimiento para pararlo frente a su pecho, creyendo que era una brillante fruta.
Se apartó de un brinco escasamente a tiempo.
Era un reluciente cuchillo de hoja perversamente maciza.
—¡Séfora! —gritó.
—¡Alfors! ¡Kors! ¡Tulya! —vociferó la pelirroja ninfa, volviéndose y huyendo como una liebre.
Elven corrió tras de ella.
Fue justamente detrás de la primera dependencia accesoria que se metió en la emboscada, la cual parecía haber sido organizada de repente en una antigua carpintería. Alfors y Kors llegaron rugiendo hasta Elven desde el establo; el uno blandiendo un grueso mazo, el otro una larga sierra, Mientras que de la puerta de la cocina, más cerca, Tulya acometía con un hacha.
Elven agarró su muñeca y los dos se bambolearon con la fuerza del impulso. De mala gana luego —aborreciendo su acción y sólo obedeciendo a la necesidad— sacó la fulminante pistola para un rápido disparo, sin apuntar, al más cercano de los otros.
Kors se tambaleó, levantó la mano hasta sus ojos y se quitó el mortífero polvo. Ahora Alfors era el más inmediato. Elven podía ver los dientes de una pulgada de largo de la vibrante y cantante hoja de la sierra. En seguida la reluciente extensión inferior de ella se disolvió junto con la mano de Alfors, mientras que la mitad superior escapaba más allá de su cabeza chillando.
Kors avanzó, gritando de dolor, blandiendo el mazo ciegamente. Elven lo lanzó abierto de brazos y piernas al suelo con un disparo de plena intensidad que hizo de su pecho un pequeño volcán de polvo, y batió y derribó a Alfors; se agachó justamente a tiempo en el momento en que el hacha, trasladada a la otra mano de Tulya, descendía sobre su cuello. Cayeron juntos en un montón, la fulminante pistola junto al cuello de Tulya.
Quitándose frenéticamente la fina ceniza gris del rostro, Elven levantó la vista y vio a Séfora que corría hacia él de prisa. Su flameante cabello rojo y su lívido rostro estaban precedidos por las tres relucientes puntas de una horquilla.
—¡Séfora! —gritó Elven, y trató de levantarse; pero Alfors había caído contra sus piernas—. ¡Séfora! —gritó otra vez de un modo suplicante, pero la joven no pareció oírle y su rostro mostraba sólo odio.
Por tanto Elven hizo funcionar la pistola, y puntas de horquilla y rostro y cabello se disiparon en una nube gris. El descabezado cuerpo de la muchacha le acometió con un extraño saltito mientras la embotada horquilla enterraba su cabo en el suelo. La mucha pegó y se revolvió por dos veces. Luego todo quedó muy tranquilo, hasta que una vaca mugió inquietamente.
Elven se arrastró de debajo de lo que quedaba de Alfors y se levantó temblorosamente. Tosió un poquito, después con una repugnancia un tanto horrorizada salió corriendo de la sedimentada nube gris. Tan pronto como estuvo fuera al aire puro vació los pulmones varias veces, tembló un poquito, y sonriendo tristemente a las cuatro inmóviles figuras sobre las cuales el polvo se estaba posando, se puso a resolver las cosas.
Evidentemente alguna fuerza magnética había desviado la aguja de la brújula, haciéndolo andar a él en un círculo. Quizás uno de los polos magnéticos de este planeta estaba en la inmediata localidad. Por supuesto este no era un ordinario clima polar o un regular ciclo de día y noche; sin embargo, no había ninguna razón por la cual los centros de magnetismo y rotación de un planeta no pudieran estar muy alejados el uno del otro.
El comportamiento de sus anfitriones de la noche era un problema más difícil. Parecía increíble que su simple desaparición, aun concediendo que lo juzgaran ser un dios, los hubiera ofendido tanto que se hubiesen vuelto asesinos. Los antiguos pueblos de la Tierra habían destruido los dioses y los símbolos de las deidades, por supuesto, pero eso había sido un asunto de cauto ritual, no un repentino frenesí de sangre.
Por un momento se estuvo preguntando si Fedris había de algún modo envenenado sus mentes contra él, si Fedris poseía algún medio MRL que hubiera hecho al entero universo alérgico para Elven. Pero eso, lo reconocía, no era más que una morbosa fantasía, una especie de desabrido humor.
Quizás los agradables rústicos habían estado sujetos a alguna clase de locura cíclica.
Se encogió de hombros, luego entró resueltamente en la casa y se preparó una comida. Cuando estuvo lista el cielo se había oscurecido. Hizo un gran fuego y empleó algún tiempo construyendo con materiales de su burujo, una pequeña brújula giratoria. Trabajaba con una absorta destreza, como uno que talla un juguete para un niño. Advirtió que el gato le observaba desde la entrada, pero huyó cuando lo llamó y rechazó el señuelo de la comida que Elven había puesto sobre el hogar. Elven levantó la vista hacia las botijas de vino colgantes de las vigas, pero no las tocó.
Poco después se colocó sobre el lecho que Kors y Tulya habían ocupado la noche anterior. La habitación se volvía oscura a medida que el fuego se extinguía. Logró mantener sus pensamientos alejados de lo que yacía afuera, excepto que una vez o dos su mente imaginó el extraño saltito que el cuerpo de Séfora había dado inclinándose sobre él. En la entrada, los ojos del gato centelleaban.
Cuando se despertó era pleno día. Prontamente juntó sus cosas, agregando un poco de fruta a su burujo. El gato se apartó rápidamente mientras Elven trasponía la puerta. Elven no miró al escenario de la lucha de ayer. Podía oír zumbar las moscas allí. Atravesó la colina por donde había entrado en el bosque de espinos la mañana anterior. Los abrojos, con su ridícula insistencia de los cuentos de hadas, habían reparado la abertura que Elven había hecho No había señales de ella. Abrió la llave del menudo motor de la brújula giratoria, apuntó la fulminante pistola a la verde pared y empezó a polvorear.
Era una tarea tan monótona como siempre, pero la emprendió con un nuevo y casi ceñudo vigor. A regulares intervalos examinaba la brújula giratoria y volvía a apuntar cuidadosamente a lo largo del pasillo verde de retoños y recto como una flecha que se estrechaba con más perspectiva. ¡Era extraña la rapidez con que crecían esos espinos!
En su mente repasó su plan de acción de largo alcance. Podía contar, debía esperarlo, con la libertad de una generación fuera del dominio de Fedris y las fuerzas del código. Durante ese tiempo que tenía que encontrar una gran civilización, preferentemente urbana, o con un gran número de la conveniente especie de animales domésticos, y hacerse jefe absoluto de ella, probablemente estableciendo una nueva religión. Luego debían disponerse las adecuadas ayudas para la crianza. Después habían de separarse las simientes de los Salvajes encerradas en el broche de su cuello —tantas como lo permitieran las facilidades para ello— y colocarse dentro de las madres vivientes o no vivientes. Probablemente vivientes. Y probablemente no humanas; eso pudiera ofrecer demasiadas dificultades sociológicas.
Le divertía pensar en los Salvajes renacidos de ovejas o cabras, o quizás de algunos animales rumiantes o herbívoros totalmente extraños, y su mente evocó un gracioso cuadro de sí mismo conduciendo sus raros rebaños por montañosos pastos, tocando el caramillo como el antiguo dios Pan, hasta que se dio cuenta de que su mente había representado a Séfora y Tulya danzando a lo largo cerca de él y quebró el cuadro mental con vivo desagrado.
Luego vendría el asunto de la crianza y educación de los Salvajes. Su hipotética comunidad de subordinados cuidaría de aquéllos; estos últimos tenían todos que obrar de acuerdo con su propio cerebro, recibiendo suplementaria instrucción de la biblioteca de microcintas educacionales de la destrozada lancha espacial. Robots de alguna clase serían una absoluta necesidad. Recordó la conversación de anteanoche, la cual había indicado que había o había habido robots en este planeta, y se perdió su sutil especulación, aunque no olvidando la observación de la brújula giratoria.
Así se pasó lentamente el día para Elven, caminando hora tras hora detrás de una máquina pulverizadora dentro de una nube de polvo, hasta que estuvo casi hipnotizado a pesar de la vigilancia de sí mismo y una multitud de inquietantes recuerdos caprichosamente atestaba su mente: la oscuridad del subespacio; los ojos del gato en la entrada, la percepción de la piel del animal contra el tobillo; el polvo alzándose en olas del cuello de Tulya; el saltito que el cuerpo de Séfora había dado inclinándose sobre él, casi como si hendiera una invisible ola en el aire; una imaginaria vista del destruido planeta de los Salvajes, su lado oscuro encendido con elementos radioactivos visibles hasta en el profundo espacio; el zumbido semejante al de una avispa en la destrozada lancha espacial; el misterioso susurro de Fedris: «Lo desconocido dará contigo, Elven…».
La brecha del bosque lo cogió de sorpresa.
Entró en un claro de media milla de diámetro. Justamente al frente un riachuelo atravesaba murmurando un pequeño valle ondeante de bermejo grano. Al otro lado habla una menuda colina cubierta de huerto frente a cuya ladera en la parte inferior, grises casas se agrupaban desigualmente. De una ascendía una cinta de humo.
Apenas sintió que las espinas le pincharan mientras retrocedía hacia el interior de la maraña, si bien el estímulo que daban bastó para enviarlo hacia adelante otra vez unos cuantos pasos. Pero tales bagatelas no hacían ningún efecto en la furiosa actividad de su mente. Debía, se dijo a sí mismo, enfrentarse con una fuerza que falseaba una brújula giratoria tanto como un imán, que hasta falseaba las líneas visuales del espacio.
O bien estaba realmente en un mundo de cuento de hadas donde por más que uno intentara escapar a través de un bosque encantado, era siempre llevado atrás a la noche hacia…
Imaginó que podía ver una negra nube de moscas cerniéndose junto a las bajas y grises casas.
Y entonces percibió un crujido en el soto de árboles en frente mismo y oyó una voz horriblemente familiar que gritaba con excitación:
—¡Tulya! ¡Ven aprisa!
Elven empezó a temblar. Luego sus fibrosos músculos, obedeciendo a algún fortuito estímulo, lo lanzaron hacia adelante sin propósito, y lo pararon de un modo igualmente repentino. Hundido hasta los muslos en la fronda de grano, miró alrededor ansiosamente. En seguida su mirada se fijó en un movimiento del grano iluminado por la luz del crepúsculo; dos cursos de movimiento, que agitaban el grano pero no mostrando nada más. Dos cursos de movimiento que se abrían camino desde el soto, hacia Elven.
Y entonces de repente Séfora y Tulya aparecieron delante de él, saliendo de su escondrijo como niñas traviesas, los ojos fulgurando, las bocas sonriendo con un perverso gozo. El cuello de Tulya, que ayer había visto disolverse en ondas de polvo, se combaba de risa. El rojo cabello de Séfora, que había visto disiparse en una nube gris, se agitaba con la brisa.
Elven trató de retroceder hacia el interior del bosque pero las dos jóvenes lo interceptaron y lo agarraron con risotadas. Al contacto de sus manos toda fuerza huyó de Elven, y le parecía que sus huesos se estaban transformando en una helada masa blanda mientras las muchachas lo arrastraban a través del grano con tropiezos.
—No le haremos daño —le aseguró Tulya entre picarescas carcajadas.
—Oh, Tulya, ¡pero tiene miedo!
—Algo lo ha hecho desdichado, Séfora.
—¡Necesita cariño, Tulya!
Y Elven sintió que los fríos brazos de Séfora rodeaban su cuello y los húmedos labios apretaban los suyos. Sofocándose, trató de separarse, y los labios barbotaron más risa. Cerró los ojos estrechamente y empezó a sollozar.
Cuando después los abrió, estaba parado cerca de las grises casas, y alguien le había puesto coronas de flores alrededor del cuello y tiznado la barbilla con fruta: Alfors y Kors habían venido, y la totalidad de los cuatro estaban danzando bulliciosamente en derredor de él entre dos luces, de la mano, riendo, riendo.
Luego Elven rió también, más y más fuerte; los brillantes ojos de los otros lo animaron, y empezó a dar vueltas y más vueltas dentro del giratorio círculo, mientras que los otros expresaban con gestos su alegría por su compañerismo. Y entonces Elven levantó su máquina rociadora, la hizo funcionar, y siguió dando vueltas hasta que el círculo de los otros reidores fue sólo un creciente anillo de polvo. Después, todavía riendo, corrió por la colina, un gato pasando velozmente a su lado, hasta que llegó a una espinosa pared. Cuando sus manos y su rostro se estuvieron hinchando por las punzadas, se acordó de levantar algo que había estado sosteniendo con la mano y tocar un botón de su parte superior. Inmediatamente entró en una nube de polvo, cantando.
Toda la noche caminó y cantó, parando sólo para cargar el arma de nuevo con un alegre automatismo, o para sacar de su burujo otra lámpara de luz fría, que revelaba el pequeño mundo de verdes espinos y motas de polvo alrededor de él. Mayormente cantó un viejo lied centauriano que decía:
Descenderemos por entre las estrellas, Deborah mía.
Descenderemos por entre las madejas de luz.
Y te besaré otra vez de noche.
Sólo que algunas veces cantaba Séfora en lugar de Deborah y mataré en lugar de besaré. A veces le parecía que era seguido por cabras y ovejas cabriolantes y monstruos extraños que eran realmente sus hermanos y hermanas. Y otras veces danzaban a lo largo cerca de él dos ninfas, una pelirroja. Cantaban con él en agudas y melodiosas voces y le sonreían picarescamente. Hacia la mañana se sintió fatigado; desató el lío de su espalda y lo tiró; y más tarde soltó algo de su cuello y tiró eso, también.
A medida que el cielo palidecía por entre las ramas, las ninfas y las bestias desaparecían y Elven recordó que él era alguien peligroso e importante, y que verdaderamente le había ocurrido algo del todo imposible. Pero que si realmente podía arreglárselas para resolver las cosas…
El bosque de espinos terminó. Elven entró en un claro de media milla de diámetro. En frente mismo un río atravesaba borboteando un pequeño valle. Al otro lado habia una colina cubierta de huerto. Bermejo grano ondeaba en el vane. En la parte inferior de la ladera bajas y grises casas se agrupaban desigualmente. De una ascendía una delgada cinta de humo.
Y hacia él, atravesando flojamente el grano a zancadas, venía Séfora.
Elven gritó de un modo horripilante y apunto la fulminante máquina Pero la distancia era demasiado grande. Solo una faja de grano que se extendía a medio camino de Séfora voló hecha polvo. La joven se volvió y corrió hacia las casas de prisa. Elven la siguió, el arma todavía apuntada y la hizo funcionar a plena potencia, corriendo furiosamente a lo largo de la senda de polvo, atravesando las grises nubes con impetuosos saltos.
La senda de polvo se acercaba más y más a Séfora, hasta que casi le lamió los talones. La muchacha entró precipitadamente en un espacio entre dos casas.
Luego algo se estrechó como una culebra alrededor de las rodillas de Elven, y mientras él se inclinaba hacia adelante otra cosa se estrechó alrededor de la parte superior de su cuerpo, arrojando sus codos contra sus costados. El arma fulminante se escapó de su mano mientras él se daba un tope contra el suelo.
Después estaba yaciendo de espaldas, jadeante, y a través de la adelgazada nube de humo Alfors y Kors le estaban mirando mientras enrollaban los lazos más y más apretadamente alrededor de él, liándolo.
—¿Estás bien, Séfora? —oyó decir a Alfors.
—Sí. Déjame verle.
Y entonces el rostro de Séfora apareció a través de la nube de polvo y miró al suyo con fría curiosidad, su rojo cabello rozándole la mejilla. Elven cerró los ojos y gritó.
* * *
—Todo ello fue muy sencillo y no hubo, por supuesto, absolutamente nada de sobrenatural —aseguró el director del Centro de Investigación Humana a Fedris, tomando un sorbo de suave vino magallánico del vaso cerca de su codo—. Elven simplemente marchó en línea recta.
Fedris frunció el ceño. Era un hombre bajo de estatura, con un aire preocupado que el más eficaz psicoanálisis no había podido extirpar.
—Por supuesto, la Galaxia le está sumamente agradecida por apresar a Elven. No imaginábamos que hubiera llegado tan lejos como las Magallánicas. No se puede decir qué horrores quizás hayamos esquivado…
—No merezco buena fama —le dijo el director—. Todo ello fue pura casualidad, y también el asunto del colapso nervioso de Elven. Por supuesto, usted había preparado el terreno ahí insinuándole que lo sobrenatural pudiera tomar parte en ello.
—Eso fue meramente una vacía amenaza, nacida de la desesperación —interrumpió Fedris, poniéndose un poquito colorado.
—Sin embargo, ello preparó el terreno. Y entonces Elven tuvo la endiablada desdicha de aterrizar justamente en el centro de nuestro proyecto en la Magallánica 47. Y eso, reconozco, pudiera bastar para asustar a cualquiera.
—Exactamente, ¿qué es su proyecto? —dijo Fedris, levantando la vista—. Todo lo que sé es que es más bien algo que ha de mantenerse especialmente secreto.
—La comprensión científica del comportamiento humano siempre ha presentado extraordinarias dificultades —el director se reclinó en el sillón—. Desde la Edad de los Albores los hombres han querido analizar sus problemas sociales del mismo modo que analizan los problemas de física y química. Han querido saber exactamente cuáles causas producen exactamente cuáles efectos. Pero un gran obstáculo los ha vencido siempre.
—La falta de controles —dijo Fedris, con una seña afirmativa.
—Justamente —convino el director—. Con ratas, digamos, sería fácil. Se pueden tener dos familias de ratas, o un centenar; cada familia con idéntica herencia, cada una en un idéntico medio ambiente. Luego se puede variar un factor de una familia y observar los resultados. Y cuando se consiguen resultados se puede confiar en ellos, porque la otra familia es el control, mostrando lo que ocurre cuando no se varía el factor.
—¿Quiere usted decir…? —inquirió Fedris, mirándole con asombro.
El director asintió.
—En la Magallánica 47 estamos fomentando esa misma clase de trabajo, no con ratas, sino con seres humanos. Las jaulas son claros de media milla con clima, terreno, plantas y animales idénticos; todo idéntico hasta el más menudo detalle. Las rejas de las jaulas son los espinos, los cuales nuestros botánicos desarrollaron especialmente al propósito. Los huéspedes de las jaulas —los animales experimentales humanos— son gemelos idénticos, aunque centillizos se acercaría más a la justa palabra. Idéntica educación está asegurada para cada grupo por el servicio de amas y mentores robots, destinados a efectuar siempre la misma uniforme rutina. Estos robots son sacados cuando los miembros del grupo están suficientemente maduros para nuestros fines. Todas nuestras experiencias son, por supuesto, completamente secretas; y también intermitentes, lo cual tuvo la infortunada consecuencia de permitir que Elven hiciera algún serio daño antes que fuese capturado.
»¿Vislumbra usted la estructura, ahora? En el bosque de espinos en el cual Elven cayó había aproximadamente un centenar de idénticos claros establecidos en idénticos intervalos. Cada claro se parecía exactamente al otro, y cada uno contenía una Séfora, una Tulya, un Alfors y un Kors. Elven creía que estaba marchando en un círculo, pero realmente estuvo yendo en línea recta. Cada tarde era un claro diferente a que llegaba. Cada noche encontraba a una nueva Séfora.
»Cada grupo con que daba era idéntico excepto por un factor —el factor que estábamos variando— y eso tenía por consecuencia hacerlo un poquito más espantoso para él. Usted sabe, con esos grupos estábamos haciendo por casualidad un experimento para determinar las causas de las normas de comportamiento humanas para con extraños. Habíamos hecho ligeras alteraciones en su medio ambiente y en la educación dada por los robots, con el resultado de que el primer grupo que Elven encontró era sumiso para con los extraños; el segundo era violentamente hostil; el tercero favorable con la misma intensión: el cuarto sumamente receloso, Es una pena que no encontrase al cuarto grupo primero; aun cuando, por supuesto, ellos no hubieran podido gobernarlo, excepto que estaba medio loco de terror de lo sobrenatural.
»Por tanto usted ve que todo ello fue la más pura casualidad —el director terminó su vino y sonrió a Fedris—. Nadie se sorprendió más que yo cuando, haciendo un rutinario examen, encontré que mis “animales” tenían a este farfullante y liado intruso. Y me habrían podido derribar de un simple dedazo cuando descubrí que era Elven.
—Puedo compadecerme del pobre diablo —dijo Fedris tras de manifestar su asombro con un ligero silbido—, y puedo comprender, igualmente, por qué su proyecto ha de mantenerse secreto.
—Ciertamente —asintió el director—, experimentar con seres humanos es para la mayoría de la gente una idea algo difícil de aceptar. No obstante, vale más eso que manejar a toda la humanidad como un único y gran experimento sin controles. Y somos extremamente benévolos para con nuestros «animales». Tan pronto como nuestro experimento con cada uno ha terminado, es nuestra norma graduarlos, con adecuada instrucción suplementaria, en el código.
—Sin embargo… —dijo Fedris.
—¿Usted cree que es un poquito parecido a algunos de los planes de los Salvajes?
—Un poquito —concedió Fedris.
—A veces yo lo creo también —confesó el director con una sonrisa, y echó más vino para su invitado.
Mientras, en lo profundo del bosque de espinos de la Magallánica 47, retoños y zarcillos verdes se cerraban alrededor de un broche que contenía una blanca cápsula, sepultando a todos los Salvajes excepto Elven en una verde y menuda tumba.
Fin