Publicado en
octubre 12, 2016
¿Quién podría pensar siquiera en hacer amistad con un cuervo? Sin embargo...
Por Kan Shimozawa.
DURANTE dos días había estado revoloteando alrededor de nuestra casa un cuervo. En ocasiones se posaba en las ramas del árbol que crecía frente a la sala; de vez en cuando se acomodaba en la pared de piedra, fuera de la ventana, inclinaba la cabeza y volvía hacia nosotros una mirada penetrante. Parecía ser todavía polluelo.
"¡Pobre animal!" comenté con mi esposa. "Está herido probablemente, o quizá enfermo, y no puede volar".
A la mañana siguiente el cuervo entró volando en casa cuando nos desayunábamos. Cediendo a un impulso, decidí tratar de domesticarlo. Puse un poco de arroz en un plato y lo acerqué cuidadosamente hacia el pájaro. "Desayúnate, anda", le dije. El ave se fue aproximando paulatinamente, y poco después ya picoteaba el arroz. Al terminar salió al vuelo, pero a partir de entonces se convirtió en un visitante asiduo.
Puse al cuervo el nombre de Blackie ("Negrito"). No pasó mucho tiempo sin quedar tan domesticado que, cuando le extendía la mano, venía a posarse en mi muñeca. Luego, al ponerme la mano en la rodilla, Blackie se apeaba de ella y empezaba a darme vueltas sobre la pierna.
En cuanto al problema del hospedaje, pensé que sería. más conveniente dejarlo al criterio de Blackie. Antes de irme a la cama por la noche abría la puerta, y el ave, obediente, salía de casa volando. A veces se perdía pronto de vista; otras, se contentaba con posarse en cualquier árbol cercano. En todo caso, regresaba sin falta a la mañana siguiente, a la hora del desayuno.
Cierta noche, media hora después de marcharse el cuervo, lo oímos picotear con insistencia contra las persianas de nuestro dormitorio, que estaban bajadas. Opté por no hacerle caso. Blackie comenzó entonces a aletear con furor. Se habría dicho que se lanzaba contra las persianas con todo el cuerpo. Interpretando sus deseos, mascullé: "Sí, sí, espera; ya voy".
Abrí, pues, la ventana y el cuervo entró como una flecha. Unos minutos después tamborileaban en el tejado grandes gotas de lluvia y empezaba a soplar el viento.
"¡Blackie no habría podido soportar esto a la intemperie!" comentó mi mujer; y ambos nos miramos y reímos.
Desde entonces Blackie se instaló en casa. Lo bañaba todas las mañanas, y en días soleados me lo ponía en la muñeca y salíamos juntos al jardín. Mientras yo me estaba sentado en el césped, con las piernas cruzadas, el cuervo sacudía las alas para secarse y, vuelto hacia el Sol, extendía una después de otra, presentando el costado a los rayos del astro. De vez en cuando abría el pico cuanto podía y se volvía a mirarme con una expresión que significaba: "¡Qué delicia!"
No tardó en enfriar el tiempo.
—¿Qué vamos a hacer con Blackie? —preguntaba mi esposa, preocupada.
—No lo tenemos enjaulado —repuse—. Dejaremos que él decida si quiere marcharse o quedarse.
Blackie decidió quedarse. Por la noche encendíamos el fuego, y el cuervo se posaba en el borde de la chimenea y se rendía al sueño, como cualquier ser humano. En cierta ocasión se acercó demasiado y cayó entre las llamas. Batía las alas desesperadamente, haciendo volar las cenizas en todas direcciones como volutas de humo.
Me di prisa en sacarlo, pero sufrió, graves quemaduras en la pata izquierda. Aun cuando Blackie llegó a curarse por completo, después de aquel incidente le cobró prudente respeto al fuego y jamás volvió a acercarse a la chimenea.
Tornó la primavera. La primera alondra de la estación cantaba en el huerto y muchas especies de aves venían a congregarse en torno a la casa. Entre ellas, desde luego, no faltaban otros cuervos, con su característico y estridente graznido. Blackie salía entonces y en ocasiones no se dejaba ver durante dos días consecutivos.
Una vez salí a dar un paseo por los alrededores y avisté una bandada de cuatro o cinco cuervos posados en un poste del teléfono. De pronto uno de ellos descendió volando y se plantó delante de mí. Me pregunté si sería Blackie.
Alargué la mano y el ave se me posó en la muñeca. En efecto era Blackie. Lo reconocí en seguida por las cicatrices de las quemaduras en la pata. Al ver que le acariciaba yo el lomo, los otros cuervos empezaron a graznar enfurecidos, como si censuraran desde aquella altura a su compañero. De repente todos remontaron el vuelo, y nuestro amigo los siguió.
"Quizá no vuelva nunca", me dije. Pero esa misma noche reapareció el cuervo y se fue derecho a la sala.
La comida de Blackie estaba ya en la mesa, como de costumbre, mas no fue al plato como lo hacía cada dos o tres noches en el tiempo que llevaba con nosotros. Mi esposa lo contemplaba ansiosa.
—Se ha pasado el día volando con sus amigos —comenté—. Es probable que en el camino haya comido algo y no tenga hambre ahora. Eso es todo.
Pero mi esposa no estuvo de acuerdo conmigo.
—No parece muy contento —insistió—. Yo creo que está enfermo.
Convine en que así debía de ser.
Ignoro si Blackie comprendía nuestra conversación, pero al oír aquello acudió volando a posarse en mis rodillas, en las que apoyó el pico. Luego comenzó a sacudir la cabeza de atrás adelante una y otra vez, como si sufriera convulsiones o un violento acceso de hipo.
—Mira —me dijo mi mujer—: está arrojando algo por la comisura del pico.
Alcé a Blackie y lo observé detenidamente. En efecto, le salía por el pico un hilo delgado y trasparente, como de tres centímetros de longitud. Era un trozo de sedal, según pude ver. Sin duda el cuervo se había precipitado a devorar una cabeza de pescado y se la había tragado con anzuelo y todo.
Con la mayor suavidad que me fue posible traté de sacarle el sedal. El ave sacudía las alas con violencia; era evidente que sufría mucho. "Perdóname, Blackie", le dije. "Haría cualquier cosa para sacarte ese anzuelo de la garganta, pero no soy brujo".
Por último le abrí el pico mientras mi esposa le introducía en la garganta el extremo de unas tijeritas para cortar lo que pudo del sedal. No logramos más.
A la mañana siguiente, cuando nos levantamos, Blackie se había marchado. Le preguntamos a la sirvienta si lo había visto.
"Sí, claro", nos contestó. "Él sabe cuál es la primera ventana que abro todas las mañanas, y hoy, cuando fui a abrirla, Blackie ya estaba allí esperándome. Y apenas la abrí, salió, graznó dos veces y se alejó volando".
Pasaron algunos días y el cuervo no volvió; aunque lo del anzuelo nos tenía preocupados, nos decíamos que Blackie andaría disfrutando de la compañía de sus congéneres.
En eso nos visitó un amigo nuestro, dueño de una pajarería. Le conté el caso de Blackie y confesé que aguardábamos su regreso con impaciencia.
—No seas necio —me reconvino—. Los cuervos no saben qué es el cariño. Una vez que se han marchado, no vuelven jamás.
Sus palabras, sin embargo, no me dejaron convencido.
Tres días después, poco antes del alba, me despertó un insólito alboroto. Afuera de la ventana de nuestro dormitorio graznaba con voz siniestra una numerosa bandada de cuervos. Me levanté y fui a abrir las persianas. El firmamento parecía nublado y una densa neblina matinal lo cubría todo.
En el jardín encontré el cadáver de uno de los cuervos. Era Blackie. Lo reconocí inmediatamente.
—Los otros cuervos han estado armando alboroto para informarnos de su muerte —le dije a mi mujer—. Según parece, el anzuelo lo mató a fin de cuentas.
—Sin duda —repuso ella—. Y cuando Blackie sintió que iba a morir, quiso volver a casa para estar a nuestro lado.
Condensado de Aien-Ki, © 1956 por Kan Shimozawa, publicado por The Bungei Shunju Shinsha. DIBUJO: TATSUOKI ICHINO.