MÉDICO FORENSE QUE RESOLVÍA LOS CRÍMENES INDESCIFRABLES
Publicado en
septiembre 17, 2016
Dibujo: Cecil Vieweg.
El médico forense más distinguido de Gran Bretaña revisaba sin prejuicios, pero con suspicacia, ciertos casos dictaminados de "suicidio", "muerte accidental" o "muerte natural".
Por Nigel Morland (Director de la revista The Criminologist y cofundador de la Asociación de Escritores de Criminología. Entre sus libros figuran 200 novelas de misterio, firmadas con diversos seudónimos, así como An Outline of Scientific Criminology ("Esbozo de la criminología científica". Ed. Cassell) y Science in Crime Detection ("La Ciencia en la Investigación Criminológica". Ed. Hale)).
EN UNA reunión de criminólogos, se me ocurrió poner en tela de juicio la facilidad con que los villanos de cuentos y telenovelas se las arreglan para cloroformar a sus víctimas. A mi lado, una voz muy conocida citó el consejo de John Hunter, anatomista del siglo XVIII: "Hagamos el experimento".
En presencia de los abogados, detectives y hombres de ciencia que lo observaban, el profesor Francis Camps dobló un pañuelo en forma de cojincillo y trató de "cloroformizar" desde atrás, a un estudiante de medicina que se prestó a ello. Pero el estudiante forcejeó, como lo haría cualquier otra persona en esa situación, y Camps no pudo aplicarle el pañuelo, y mucho menos fijárselo en la cara el tiempo suficiente para que el cloroformo surtiera efecto. Nos miró radiante y preguntó: "¿Convencidos?"
Fue ese un rasgo característico del hombre cuya dedicación a hacer experimentos era legendaria entre los médicos forenses —los "doctores en criminología"—, que ponen sus muy especializados conocimientos al servicio de la ley. Al mirarnos con benevolencia a través de sus gruesos anteojos de miope, mientras se tentaba los bolsillos de un traje arrugado, en busca de la bolsa de tabaco o de los fósforos, Francis Camps parecía un amable médico de cabecera; pero sus brillantes investigaciones de asesinatos le habían valido la fama internacional de ser el más notable forense de Inglaterra. Más de un criminal tenía sobrados motivos para maldecir a Camps por su insistencia en que "es más prudente proceder a excluir todas las posibilidades que optar por el más fácil camino de aceptar lo evidente".
En 1953, cuando encontraron al sargento Ronald Watters ahorcado en el cuartel del ejército inglés en Duisburgo (Alemania), era "evidente" que se trataba de un suicidio. El patólogo militar que hizo la autopsia certificó que la causa de la muerte había sido "choque y asfixia provocados por la ahorcadura". Pero en 1954 la joven viuda de Watters se casó con otro sargento, llamado Frederick Emmett-Dunne, y el Departamento de Investigaciones Especiales del Ejército decidió recurrir a Scotland Yard.
Quince meses después de la muerte de Watters exhumaron el cadáver para hacerle una segunda autopsia, de la que se encargó Francis Camps. Descubrió, como anteriormente el patólogo del ejército, una lesión inusitada: la fractura vertical del cartílago tiroides (la nuez de Adán). Se había supuesto que esa lesión era consecuencia de la ahorcadura. Pero Camps no estaba satisfecho con tal hipótesis.
Experimentó con otros cartílagos, tratando de reproducir la misma fractura. Descubrió que el único medio de hacerlo era un golpe violento, aplicado horizontalmente en el cuello, con un objeto blando y elástico; tal vez el canto de la mano, como se suele ejecutar en el combate sin armas. Los detectives averiguaron que Emmett-Dunne sabía karate.
En el juicio que siguió a ese descubrimiento, Camps hizo con la mano un rápido movimiento circular para demostrar con autoridad irrefutable la forma exacta en que habían matado a Watters antes de colgarlo del cuello. Emmett-Dunne, declarado culpable de asesinato, fue condenado a muerte, aunque luego se le conmutó la pena por la de cadena perpetua.
Francis Camps sabía que los asesinos eluden fácilmente el castigo. En una ocasión me dijo: "Más que en los casos sin resolver, el verdadero problema está en los que no despiertan sospechas". Sabía por sus largos años de práctica que muchos médicos son alarmantemente negligentes al firmar los certificados de defunción. En el archivo de autopsias de su departamento había 260 casos de lo que él llamaba "muerte natural innatural", registrados en un período de cinco años. Aunque parezca increíble, en una ocasión examinó a una mujer declarada muerta de trombosis coronaria; pero él le encontró, anudada en torno al cuello, la media con que la habían estrangulado.
Muchas de sus deducciones eran dignas de Sherlock Holmes. Cuando un agente de la policía fue apuñalado durante una reyerta en cierto salón de baile del sector norte de Londres, Francis Camps analizó el ángulo y la profundidad de la herida, e hizo un cálculo tan exacto de la estatura del asesino que permitió a los detectives encontrar al culpable y entregarlo a las autoridades.
Siempre podía Camps reforzar sus argumentos con hechos o con algún experimento. Durante el proceso de una mujer acusada de asesinar a sus dos maridos, describió las pruebas que él había hecho con veneno para ratas. "El sabor es horrible", explicó a los sorprendidos jurados, "pero se puede disimular con jalea de grosella negra".
Camps era una persona excepcionalmente cordial, amable y sencilla, que no escatimaba tiempo, ni dinero ni hospitalidad en su casa de Essex. Solía ir más allá del estricto cumplimiento del deber para ayudar a cualquiera: a un enfermo encamado en un hospital, a un estudiante de medicina, a un periodista que luchaba para fundar una nueva revista, como el autor de estas líneas. En 1966 Camps dejó a un lado su propio trabajo para escribir un artículo en The Criminologist y persuadir a otras personas eminentes de que hicieran lo mismo.
Como catedrático de medicina forense en el Colegio Médico del Hospital de Londres, los casos de asesinato eran la parte del trabajo de Camps que recibía más publicidad. Pero los descubrimientos que hacía en sus autopsias también resultaban decisivos en muchas demandas de indemnización por accidentes automovilísticos o de trabajo. En total, practicó no menos de 80.000 necropsias. Y sabía lo que decía cuando llamaba a la sala de autopsias "el palacio de la verdad".
Ningún caso era insignificante para él si podía demostrar la inocencia de personas injustamente acusadas o convictas. Una vez murió un carnicero después de haber sido encarcelado por ebrio e irresponsable; su viuda pasó toda una semana atormentada por las murmuraciones de los vecinos, pero Francis Camps dejó limpio de mancha a ese esposo al explicar al médico forense encargado de la investigación: "El muerto tenía en el cuerpo muy poco alcohol y murió de una hemorragia cerebral que bien pudo dar la impresión de ebriedad".
Como se ocupaba todos los días en la muerte, Camps sentía verdadera pasión por salvar vidas. Fue su departamento en el Hospital de Londres el que atrajo la atención pública hacia los lactantes que mueren a consecuencia de golpes por la "enfermedad nueva", como él la llamaba, de la gente que no puede dominarse cuando oye a un niño llorar. Fue vicepresidente de la fundación establecida para indagar las "muertes en la cuna", de las que son víctimas muchos niños anualmente.
Como era padre de familia, le preocupaban especialmente los envenenamientos accidentales de los niños. Se mostraba aterrado de que pudieran obtenerse en las farmacias más de un cuarto de millón de posibles venenos, desde la aspirina hasta los insecticidas, y propuso que se inventara un símbolo internacional de peligro inteligible para los niños de cualquier edad.
Su preocupación nacía de su propia experiencia, pues, a diferencia de la mayoría de los patólogos, había iniciado su carrera como médico general. "Nunca quise dedicarme a ninguna otra actividad", me confesó en una ocasión, "que no fuese seguir los pasos de mi padre". Nacido en 1905, ingresó en el Hospital de Guy cuando tenía 23 años, y después de ejercer una temporada medicina general se consagró a la anatomía patológica en el Hospital Chelmsford y en Essex. Durante el decenio de 1930 a 1939 empezó a interesarse por la medicina forense, pero sólo después de 1945 hizo de ella su única ocupación y comenzó a dar conferencias en el Colegio Médico del Hospital de Londres.
Al cabo de cuatro años su nombre aparecía en los titulares de los periódicos cuando trabajaba en el extraño caso del torso sin cabeza y sin piernas que un cazador de patos había encontrado empaquetado y flotando en los pantanos de Essex.
Las huellas digitales indicaron que la víctima era Stanley Setty, vendedor de automóviles londinense desaparecido dos semanas antes con 1000 libras esterlinas en la cartera. El método del asesinato —a puñaladas— era evidente. Pero cuando llevaron el torso al laboratorio de Camps, los rayos X revelaron muchas fracturas y la dislocación de los huesos de la pelvis. Camps dedujo que el cuerpo había sido arrojado desde una altura considerable, probablemente desde un avión.
Con tan importante pista, los detectives de Scotland Yard no tardaron en aprehender a Brian Hume, socio de un club de aviadores aficionados, en Elstree (Hertfordshire). Hume insistió en que tres hombres habían llevado a su casa los paquetes, y le habían pagado 150 libras esterlinas para que los arrojara al mar, lo cual había hecho cerca de Southend. Reconoció que había sospechado que esos paquetes contenían parte de un cadáver, pero negó haber participado en el asesinato.
Las autoridades policiacas pidieron a Francis Camps que examinara la vivienda de Hume en Golders Green, del sector norte de Londres. Una serie de experimentos reveló huellas de sangre en una alfombra que había sido lavada y teñida, y entre las tablas de un piso inmaculado; también descubrieron huellas de sangre en los listones de madera y en la capa de yeso debajo del entablado, todas ellas del tipo sanguíneo de Setty. Camps probó que la cantidad de sangre que se había filtrado entre las tablas era bastante para corresponder a la que se derramaría en el descuartizamiento de un cuerpo hecho en el suelo, a condición de que hubiesen lavado en seguida el entarimado.
Aun así, no se puso de acuerdo el jurado en el juicio de Hume, celebrado en enero de 1950 en la cárcel Old Bailey, y el acusado no quedó convicto de asesinato. Como estaba confeso de haber dispuesto del torso, fue sentenciado a 12 años por "encubridor". Sin embargo, Francis Camps sabía que Hume había matado a Setty, y el mismo Hume confesó su crimen en varios artículos publicados en los periódicos ocho años después, cuando salió de la cárcel, y nuevamente cuando fue enjuiciado en Suiza, donde lo sentenciaron a cadena perpetua por otro asesinato.
Antes de que el caso Setty hiciera famoso a Camps, el más célebre médico forense había sido el extraordinario sir Bernard Spilsbury, quien murió en 1947 y dejó varios miles de fichas escritas con letra tan ilegible que se perdió su vasta experiencia. Francis Camps consideró que debía hacer honor a su profesión adiestrando a la generación siguiente de forenses científicos. Creó en el Hospital de Londres un departamento sin par de medicina forense, al cual acudían posgraduados de todo el mundo para estudiar con él.
"El departamento parecía unas Naciones Unidas en miniatura", recuerda uno de los alumnos. "Se nos llegó a conocer como los secuaces de Camps. Aquello era como el sistema feudal de maestro y aprendices: el profesor Camps enseñaba poniendo el ejemplo, mientras nosotros observábamos, escuchábamos, tomábamos notas, le llevábamos el maletín y poníamos marbetes en los frascos".
Dondequiera que iba, todo empezaba a agitarse. Tan pronto como irrumpía en su consultorio, por las mañanas, la gente entraba y salía precipitadamente, y el teléfono no cesaba de sonar. Camps esperaba que su grupo se entregara de lleno a las tareas, y él daba el ejemplo, prodigándose más que nadie. Su mente bullía de ideas. Un día fui a visitarlo a su consultorio y vi que los anaqueles estaban atestados de microscopios, especímenes en alcohol y cráneos de personas asesinadas. Me tomó entonces por su auditorio y dio rienda suelta a lo que le entusiasmaba en ese momento —por ejemplo, la defensa que los sombreros hongo proporcionan a la cabeza de peatones atropellados por automóviles—, mas de pronto comprendió que el tiempo apremiaba y suspendió sus explicaciones exclamando: "¡Válgame Dios! ¡Debemos seguir con lo nuestro!"
Francis Camps tenía una colosal capacidad de trabajo. Lo he visto llegar al depósito de cadáveres de Saint Pancras a las 7 de la mañana, hacer media docena de autopsias antes de dirigirse a paso vivo a prestar testimonio en tres investigaciones criminales, presentarse en un juicio en Old Bailey, dar conferencias a estudiantes y después pasar la mitad de la noche corrigiendo un texto médico.
Los automóviles deportivos y la pesca fueron sus aficiones. Era el hombre más sociable del mundo; no vacilaba en hacer un largo recorrido en automóvil para asistir a la cena de los cirujanos de la policía y llevar a su anfitrión un par de truchas recién pescadas. Durante una comida en Londres, con un grupo de colegas, lo llamaron para que investigara un caso en Saint Albans. "Vamos todos", dijo, y, ante el asombro de los agentes de la policía, el profesor Camps llegó al lugar de los hechos y examinó a la víctima en compañía de 13 de los patólogos más notables del país y de un grupo de espectadores.
Entre sus colegas peritos en medicina forense, la labor de Camps en el más sonado de los crímenes cometidos después de la guerra —el caso de John Christie— se consideraba el ejemplo clásico de una brillante investigación criminológica.
En marzo de 1953 se descubrieron los cuerpos de cuatro mujeres en casa de Christie, en el número 10 de Rillington Place, del sector oeste de Londres, y la policía comenzó a buscar en el jardín. Al poco tiempo descubrió huesos humanos, varios entre la ceniza de una antigua hoguera y uno, un fémur, que sobresalía de la cerca. Al remover y tamizar la tierra hasta una profundidad de 60 centímetros, descubrieron varias docenas más de huesos largos, dientes y fragmentos de cráneo.
Todos ellos fueron clasificados en el Hospital de Londres, y, en una hazaña notable de reconstrucción —uno de los cráneos estaba roto en 110 pedazos—, Francis Camps, a la cabeza de un grupo de anatomistas y dentistas, armó dos esqueletos casi completos. Pudo decir a los detectives la edad, el sexo y la estatura de cada una de las personas a que pertenecieron las osamentas. Eso y algunos cabellos y trocitos de ropa, así como una corona dental hecha en el extranjero, permitió a la policía identificar a dos mujeres que figuraban en su lista de personas desaparecidas. En Pentonville, el 15 de julio de 1953, Christie fue ahorcado por el asesinato de una de esas mujeres: su propia esposa.
Camps se entregó a la medicina forense, que consideraba la cenicienta de la profesión médica, indispensable para la investigación criminológica, pero privada del apoyo económico de la policía y del gobierno, sin preparación organizada y dependiente de hombres que, como él, eran catedráticos.
Cuando se retiró, en 1970, había hecho más que nadie en favor de su causa. Fundó la Academia Británica de Ciencias Forenses, en la que se reunieron por primera vez médicos, abogados, jueces, criminólogos y hombres de ciencia. El fin que perseguía: "Fomentar la ciencia forense en todos sus aspectos".
La influencia de Francis Camps cundió mucho más allá de Gran Bretaña. Eran sus amigos las más señeras figuras en su campo. Lo reconocían como paladín incansable de su profesión. No es extraño que, al morir de peritonitis en 1972, a la edad de 67 años, estuviera dedicado a introducir la medicina forense en el Sudán.
Tenía el don del entusiasmo, y la facultad inapreciable de contagiarlo. Su mayor legado fue el número de jóvenes a quienes adiestró para continuar su labor en otros países, imbuidos de su propia determinación de no aceptar nada como un hecho, sino siempre "hacer el experimento".
Aún puedo verlo en el estrado de los testigos, cuando el defensor comenzó untuosamente a poner en tela de juicio sus "teorías". Golpeando con el puño el pasamanos, como para reforzar sus palabras, Francis Camps interrumpió al abogado: "Esto no es una teoría. ¡Es un hecho!"