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septiembre 14, 2016
AL LLEGAR a los Estados Unidos, allá por el tercer decenio del siglo, el compositor austriaco Frederic Loewe, autor de My Fair Lady, estaba pasando las de Caín. Aunque era un buen pianista, no conseguía colocación.
Una mañana esperaba, alicaído, a los cargadores que iban a llevarse el piano, por falta de pago. Entonces se sentó a tocar. Inclinado sobre el teclado, sólo tenía oídos para la música, que ejecutaba con inusitada inspiración. Al terminar por fin y alzar la vista, le sorprendió ver que tenía un auditorio de tres cargadores de la compañía de mudanzas sentados en el suelo.
Los obreros no dijeron nada, ni dieron señal de acercarse al piano: se metieron las manos en los bolsillos y, entre todos, reunieron suficiente dinero para pagar la cuenta atrasada, lo depositaron sobre el instrumento y salieron de allí con las manos vacías.
—E.E.E.
JOHN COLEMAN, rector del Haverford College, instituto de educación superior que queda en las afueras de Filadelfia, pasó hace poco unas vacaciones de dos meses cavando zanjas, recogiendo basura y lavando platos. "Uno de mis propósitos", explica, "era ver si lograba comprender un poquito mejor a la gente con quien no estoy habitualmente en contacto. Deseaba alejarme del mundo de los libros, de los discursos, de la política, de las noticias muy bien filtradas. Anhelaba volver a aprender cosas que había olvidado".
Coleman comenzó su aventura trabajando en la granja de un amigo suyo en Ontario (Canadá), de donde es oriundo. Luego se empleó como peón y cavó zanjas. Un oficio de lavaplatos que tomó en Boston le duró sólo una hora. El gerente se le acercó y, dándole dos dólares, le dijo: "Tú no sirves para este trabajo".
LA ACTRIZ Helen Hayes declaró durante una fiesta: "Dios se encarga de que la vista se nos vaya nublando a medida que envejecemos, para que, al mirarnos en el espejo, podamos decir: Todavía estoy tan bien como siempre".
—Leonard Lyons
R. BUCKMINSTER FULLEA, inventor de la cúpula geodésica, cumplió el año pasado un programa tan agitado de conferencias y consultas en todo el mundo, que llevaba tres relojes. Uno de ellos marcaba la hora de Carbondale (Illinois), donde estableció su cuartel general como catedrático distinguido de la Universidad del Sur de Illinois. El segundo reloj señalaba la hora local del sitio donde estuviera. El tercero daba la hora del lugar adonde iba a ir al día siguiente.
—R. Z. Sheppard, en la reseña que hizo en Time del libro Bucky, de Hugh Kenner
LA PAREJA de actores Alfred Lunt y Lynn Fontanne coincide en que su experiencia más memorable en las tablas sucedió en Londres, durante los intensos bombardeos alemanes. La obra que representaban, del dramaturgo Robert Sherwood, se titulaba There Shall Be No Night ("No habrá noche"). Durante una de las escenas protagonizadas por Lynn, se produjo una alarma de bombardeo y bajaron inmediatamente el telón, pero Alfred ordenó desde el fondo del escenario que lo levantaran otra vez.
Lynn siguió actuando mientras se escuchaba al fondo el silbido de las bombas que caían; una de ellas estalló muy cerca del teatro. Lunt entró instantes después, pronunciando las primeras palabras de su parlamento:
—¿Te has hecho daño, mi vida? El público reaccionó con sonoros aplausos.
Cuando llegó el momento en que se revelaba el tema del drama, que es la resistencia contra la agresión, las bombas estaban reemplazando con gran precisión teatral al técnico de los efectos sonoros.
—¡Escucha! —declamó Alfred, recitando su papel tal cual había sido escrito—: El tenebroso ruido que percibes bien podría ser el estertor de agonía de la civilización.
El auditorio comenzó a sollozar.
"Aquel drama fue una catarsis", explica Lynn. "Los ingleses jamás se permiten el lujo de llorar sus desventuras nacionales o personales. Pero en el teatro podían derramar lágrimas con los protagonistas, y llorar con ellos la pérdida de la decencia y la tragedia de la humanidad".
—Paula Laurence, en Playbill Magazine
EN Sigmund Freud solía dominar la personalidad moral sobre la de sicoanalista. Por ejemplo, una vez se enfadó con un joven discípulo que se había olvidado de cumplir la labor encomendada. Un colega de Freud trató de disculpar al muchacho diciendo:
—Se olvidó, y eso es un acto inconsciente.
A lo cual replicó el fundador del sicoanálisis:
—¡Un caballero no debería tener ese inconsciente!
—S.J.H.
UNA VEZ que fui a entrevistarlo en su casa, Robert Frost me examinó de arriba abajo por la mirilla de la puerta. Tras identificarme ante él, me preguntó:
—¿Ha traído usted uno de esos aparatos? Me refiero a una grabadora...
—No, señor.
—Entonces, sea bien venido. Esa gente que graba hasta la última palabra, no cuenta después nada a derechas.
—J.K.