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septiembre 13, 2016
Foto: Pictorial Parade.
Sección de libros.
Algo había en este hombre que irradiaba bondad; su sola sonrisa parecía impartir una bendición. Era el sumo pontífice de la Iglesia Católica Apostólica Romana y, no obstante, Juan XXIII acogió a las personas de todas las creencias en una hermandad universal de paz y buena voluntad. Al mismo tiempo infundió en su Iglesia un nuevo y vigoroso espíritu de libertad. Lawrence Elliott evoca en esta biografía las cualidades que distinguieron al papa Juan: su afabilidad, sus rasgos de humorismo que nos hacían reír, y su profunda humanidad, que cautivó nuestros corazones.
Por Lawrence Elliott.
TODO EMPEZÓ como suelen comenzar los grandes acontecimientos: por un final. Durante tres siglos los papas habían ido a residir a Castelgandolfo, situado en las colinas del sudeste de Roma, para huir del calor del verano. Allí, el 9 de octubre de 1958, murió el papa Pío XII, agobiado por el peso de los años, exhausto por la carga de su sagrada investidura.
Al día siguiente volvieron al Vaticano sus restos mortales. Cuando la procesión llegaba ya a Roma, se extendía a lo largo de más de tres kilómetros, y centenares de millares de dolientes se agolpaban a su paso por las calles. Lentamente pasó el cortejo fúnebre frente al Coliseo y siguió hasta la basílica de San Pedro, donde, encabezado por un destacamento de la Guardia Suiza, llegó hasta un féretro colocado al pie del altar pontificio. Los cantos funerarios se elevaron hasta la imponente cúpula desde donde retumbaban en forma fantasmal contra las piedras silenciosas. Tres días después el cadáver del Papa descansaba en la cripta, bajo la basílica, muy cerca de la tumba de San Pedro.
Los cardenales de la Iglesia, diseminados en 21 países, en cinco continentes, acudieron a Roma a enterrar al Papa y a elegir un sucesor. A través de los años, la muerte había reducido el número de los príncipes de la Iglesia de 70 a 55. En ese momento su edad y delicada salud se vieron tristemente realzadas porque dos de ellos murieron cuando el cónclave iba apenas a iniciarse. (Otros dos debieron permanecer en su sede, detrás de la Cortina de Hierro.)
En los primeros cónclaves, el colegio de cardenales estuvo a menudo a merced de algún soberano despótico o del populacho amotinado. Pero desde 1276 los electores papales se han encerrado, aislándose del mundo, para tomar su decisión. Así, a las 5:30 de la tarde del 25 de octubre, una gran campana del patio tañó tres veces, advirtiendo a todas las personas no autorizadas que debían salir del recinto (de 200 habitaciones) del cónclave. Las paredes y pasadizos habían sido aislados, y las puertas se habían sellado; también habían desconectado los teléfonos y habían retirado los aparatos de radio.
Aunque situado en un ala majestuosa y célebre del Vaticano, el recinto del cónclave no abundaba en dormitorios y cuartos de baño. Los periodistas que lo visitaron habían observado durante su recorrido que la comida para Sus Eminencias la prepararían en cocinas improvisadas las religiosas de la orden de Santa Marta, que no descollaban por su excelencia en el arte culinario, y predijeron que el cónclave sería breve.
A las 6:08 se cerró por fuera la última entrada. Los cardenales quedaron solos. No saldrían de allí hasta que uno de ellos fuese elegido papa.
La inmensa piazza de San Pedro nunca estuvo desierta, ni de noche ni de día. Llegaban continuamente los sacerdotes a orar, las monjas a entonar himnos, y el pueblo de Roma a comentar los rumores y a esperar. Cuatro veces al día; en breves instantes de gran emoción, todo el mundo enmudecía y todas las miradas se volvían hacia la esbelta chimenea de la Capilla Sixtina y hacia las volutas de tenue humo color pizarra que escapaban de ella. Según la tradición, los cardenales iban quemando conforme votaban cada una de sus papeletas y añadían paja húmeda para producir humo negro, en caso de que no hubiera habido elección.
Transcurrió así el domingo y luego el lunes, y los rumores se intensificaban. Algunos decían que los cardenales buscaban un papa interino, un sumo pontífice de transición; otros, que se inclinaban por uno joven, capaz de adaptar al siglo XX las antiquísimas tradiciones de la Iglesia. Pero nadie sabía nada de fijo.
El martes, minutos después de las 5 de la tarde, salieron de la chimenea espirales de humo blanco. ¡Habían elegido pontífice! "Viva il Papa!" gritaron algunos; y pronto la multitud coreaba aquel grito en retumbantes ondas de gozosos acentos. Corrió la noticia, y de los rincones más apartados de la ciudad la gente comenzó a afluir a San Pedro, ennegreciendo la vasta plaza con su gran número. Todos ansiaban escuchar el nombre del nuevo Papa.
La banda de la guardia de honor de los carabinieri cruzó la plaza, y los penachos encarnados de sus bicornios de ceremonia ondeaban al aire. La Guardia Palatina del Vaticano ya se formaba en la escalinata de la iglesia, preparada para presentar armas en cuanto apareciera el Pontífice. Llevaron al balcón central de la basílica la cruz papal de oro, de tres barras, y apareció en la barandilla el cardenal diácono de mayor jerarquía, de 84 años de edad, quien tras aclararse la garganta, comenzó a hablar en latín. Tan cargada de emoción estaba su voz que se le quebró a mitad de su proclama:
"Annuntio vobis gaudium magnum. Habemus papam!" ("Os anuncio una gran alegría: ¡Tenemos papa!")
Estallaron los vítores y los aplausos. Mas la cuestión esencial era: ¿Quién?
"Es el eminentísimo y reverendísimo señor cardenal Angelo Giuseppe Roncalli".
Hubo un momento de asombro. Si acaso figuraba Roncalli en la lista de los elegibles, sería muy abajo..., casi como una opción de última hora. Mas no importaba: Habemus papam! Un grito ensordecedor surgió de la multitud.
En seguida el cardenal anunció el nombre por el cual el nuevo pontífice deseaba ser conocido: "Johannes XXIII", Juan XXIII.
Nuevamente hubo una pausa de asombro: ningún papa había llevado el nombre de Juan desde la edad media. Entonces, casi inesperadamente, el nuevo Papa salió al balcón: era una figura blanca, rechoncha. Otros papas se habían hecho llevar al balcón en la silla gestatoria, con toda la pompa de la corte del Vaticano. Juan XXIII se presentó solo y a pie, y tan quieto se mantenía que los que estaban abajo tardaron tiempo en darse cuenta de su presencia. Entonces se elevó una grandiosa aclamación acompañada del agitar de pañuelos.
El Papa sonreía con manifiesta satisfacción, y levantaba en alto las manos en ademán de dar la bendición; comenzó a recitar la tradicional urbi et orbi, bendición postólica a la ciudad y al mundo. Millares de personas se santiguaron y cayeron de rodillas. "Que la bendición de Dios Todopoderoso descienda sobre vosotros, en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo".
Durante mucho tiempo el Papa mantuvo los brazos extendidos sobre el pueblo de Roma. Luego se volvió y desapareció tras las cortinas. La multitud se fue dispersando, pasando por el peristilo hacia las calles laterales, por donde regresó a su casa. Todos hablaban de Juan XXIII. ¿Quién hubiese pensado que elegirían a aquel cardenal? ¡Y qué viejo es! Tiene ya 77 años, ¿no es verdad?
Y una y otra vez decía la gente: ¿Será buen Papa?
"NO TE HAGAS SACERDOTE"
EN LAS amarillas colinas del valle del Po, al norte de Italia, hay un caserío de barro y argamasa llamado Sotto il Monte (Bajo el Monte). Sus moradores han labrado el pedregoso suelo durante siglos. En el verano, los viñedos y las pequeñas sementeras de maíz languidecen al sol inclemente; en invierno, azotan el lugar los frígidos vientos de los Alpes, cargados de nieve o lluvia helada.
La mañana del 25 de noviembre de 1881 nació un hijo a Giovanni Battista Roncalli y su esposa Marianna: el primer varón después de tres hijas. Ya a mitad de la tarde, la madre se había levantado de la cama y salía con su marido en medio de la tempestad hacia la iglesia parroquial para bautizar al niño. Como el cura había salido a visitar a un enfermo, marido y mujer tuvieron que sentarse a esperarlo.
Giovanni era moreno, flaco, pero fuerte y nervioso; ostentaba un gran bigote negro. Tenía nariz aguileña y orejas prominentes, rasgos que posteriormente caracterizarían a su retoño. A los 27 años de edad, Marianna era ya voluminosa. Tenía el rostro amable y franco que su hijo heredaría. Labradores aparceros, los Roncalli trabajaban de sol a sol y procuraban economizar unas cuantas liras.
Iba cayendo la noche cuando regresó el sacerdote, don Francesco, que tiritaba de frío. Marianna le alargó a la criatura. "Hemos venido por el bautismo", dijo Giovanni.
El clérigo, dando un suspiro, los condujo a la capilla. Mientras leía el oficio, el viento aullaba y la lluvia golpeaba contra las celosías. Y así fue recibido en el seno de la Iglesia Angelo Giuseppe Roncalli.
Los Roncalli habitaban una alquería de 300 años de antigüedad cerca de la plazuela de Sotto il Monte, con abuelos y tíos, y los hijos de éstos, todos bajo un mismo techo. Había en total 28 bocas que alimentar. Tan pronto como fue capaz, Angelo salió a labrar los campos con sus mayores. Años más tarde recordaría con afectuoso ingenio la ruda vida de su padre, diciendo: "Hay tres cosas con que arruinarse: las mujeres, el juego y la agricultura. Mi padre escogió la más tediosa de las tres".
Tenía Angelo casi seis años cuando lo matricularon en la única escuela del pueblo, edificio de una sola habitación, con tres bancos, uno para cada curso. Su hermano menor, Zaverio, que se le unió al año siguiente, decía: "Me di cuenta de que Angelo estaba destinado a cosas de importancia, porque le gustaba la escuela. Yo asistía sólo cuando llovía".
Cuando Angelo hubo completado los tres primeros años de enseñanza elemental, don Francesco lo envió con su padre a una parroquia vecina, cuyo cura párroco tenía fama de excelente maestro de latín. "El muchacho no es tonto", le dijo Giovanni, "así que, si se atrasa, azótelo". El sacerdote no necesitaba tal recomendación. Angelo estudió a César, según diría él mismo, "a razón de página por palmetazo".
Al año siguiente ingresó en una escuela de segunda enseñanza en Celana, pueblo distante ocho kilómetros al otro lado de la montaña. Su padre dudaba de que su hijo requiriese tanta educación, pero don Francesco opinaba que, como era un zagal muy listo, tenía que aprender geografía y aritmética. Así pues, Angelo iba a pie todos los días de su casa a la escuela; casi siempre llevaba los zapatos colgados del hombro, para conservarlos, y un trozo de polenta fría (plato hecho con maíz) para el almuerzo. Por las noches no le quedaban ya energías sino para comer un bocado y echarse en la cama. Por las mañanas, mientras daba traspiés por los caminos de carro, iba con el libro abierto tenazmente ante los ojos, tratando de asimilar la lección del día.
La fe religiosa había prendido en el muchacho de manera tan espontánea como el respirar. Para él Dios era real. Angelo sentía viva su presencia. Pensaba que no podía haber carrera más noble que dedicarse a servir al Señor como cura párroco. No hablaba de aquella aspiración por temor de que la considerasen demasiada presunción en un hijo de labriegos. Pero, de algún modo, don Francesco lo supo. "Nunca te hagas sacerdote", solía decirle en broma al chico. "Mira cómo sudamos con esta ropa y cómo nos aprieta este cuello".
Pero en el otoño de 1892 don Francesco logró, pese a los mediocres estudios de Angelo en Celana, que lo aceptaran en el seminario de Bérgamo, cerca de Milán.
Tal cosa no obligaba a Angelo al sacerdocio, pero Giovanni sabía qué rumbo seguiría su hijo. "Como es hijo de campesinos pobres", decía, "será un cura pobre". Pero, a pesar de que los padres labriegos aspiran a que su hijo mayor les ayude en las faenas del campo, Giovanni dio su consentimiento.
Gracias a la intervención de don Francesco, un hermano del dueño de la tierra que los Roncalli tenían arrendada convino en pagar parte de la colegiatura. Pero Marianna juzgó que un muchacho que había de vivir tan lejos de casa debía llevar unas cuantas liras en el bolsillo. Ella y Giovanni no tenían dinero. Su familia había aumentado a 12, y siempre que había algo de numerario se gastaba en un par de zapatos o en una prenda de abrigo. Salió Marianna, pues, una mañana a rogar a los parientes que le diesen algunas monedas. Al regresar le temblaban los labios y se desplomó ante la mesa de la cocina llorando.
—¿Qué pasa, madre? —le preguntó Angelo.
Incapaz de responder, ella sacudió su raída bolsa. Unas cuantas monedas pequeñas rodaron sobre la mesa: sumaban un total de dos liras (el equivalente de unos 40 centavos de dólar).
Con esa suma, y el pecho henchido de esperanzas juveniles, Angelo Roncalli, ya casi de 11 años de edad, salió de su terruño a hacerse sacerdote.
DIARIO DE UN ALMA
BÉRGAMO, aunque distante sólo 13 kilómetros de Sotto il Monte, era otro mundo, pujante de cultura y de vida urbana. Sus tiendas estaban abarrotadas de galas y atavíos tales que un chico campesino jamás había podido imaginarlos. Atisbando dentro de los cafés, Angelo veía hombres y mujeres sobriamente elegantes que no se parecían a nadie conocido de él antes.
En el seminario, Angelo tenía dificultades con los estudios de ciencias y matemáticas. Sin embargo, leía muchos libros de historia y teología, y mientras la rigurosa rutina (largas horas de estudio y devociones que comenzaban a las 6 de la mañana) agotaba a los demás muchachos, la resistencia campesina del joven Roncalli le ayudaba a soportarla. Al cabo de dos años sus notas escolares eran satisfactorias, aunque no sobresalientes.
En la primavera de 1895, Angelo, que por entonces acababa de cumplir 13 años, adquirió un cuaderno negro de tapas duras. En su portadilla escribió un lema en latín: "Faltas que son leves dichas por seglares, son blasfemias en boca del sacerdote". En seguida copió una larga lista de preceptos que se proponía seguir cada día: "Dedica al menos un cuarto de hora a la oración mental antes de levantarte de la cama". "Cuídate de alabarte a ti mismo y de desear ser estimado más que los demás, o incluso tanto como ellos".
Tales fueron las primeras anotaciones de un diario espiritual que Angelo Roncalli llevaría fielmente durante el resto de su vida. Lo transportaba consigo a todas partes. Llegó a llamarlo su diario, el diario de un alma, y con el tiempo acabó llenando 38 cuadernos y carpetas. Escribía en él a la luz de velas, de lámparas de petróleo y de bombillas eléctricas.
En aquellos apuntes iniciales no es difícil descubrir al muchacho rechoncho de ojos negros reprendiéndose a sí mismo con gran seriedad, luchando contra incontables trasgresiones:
"Seré menos parlanchín durante el recreo y no me permitiré mostrar demasiada alegría".
"Debo evitar dormitar durante los ejercicios de meditación, como lo hice esta mañana".
"Otra cosa: soy realmente muy goloso con la fruta".
Se amonestaba a sí mismo contra las tentaciones del sexo opuesto: "En cuanto a la castidad, no tengo ninguna tentación fuerte contraria a esta virtud... Sin embargo, debo confesar que poseo dos ojos en la cara, y buscan ver más de lo conveniente".
Fue feliz en Bérgamo. Sentía estimulada su mente y elevado su espíritu, e iba adelantando concienzudamente, paso a paso. A los 14 años recibió la sagrada tonsura, ceremonia en la que entonces se afeitaba la coronilla del seminarista como signo de llegada al estado eclesiástico. Tres años después recibió las órdenes menores. De improviso se vio absorto en sus estudios. Sus notas, antes mediocres, lo colocaban ya entre los primeros de la clase.
La diócesis de Bérgamo mantenía desde hacía tiempo un pequeño colegio pontificio en Roma, el Apollinare, para sus más brillantes seminaristas. En 1900 escogieron tres, entre ellos Angelo Roncalli. Llegó a la Ciudad Eterna un oscuro amanecer de invierno. El Apollinare (de aspecto temible) era un viejo edificio de piedra que la pátina de los siglos había tornado gris. La habitación de Angelo tenía una sola ventana con barrotes, abierta en la pared a gran altura. El antiguo piso de piedra nunca parecía estar seco. Pero el joven escribió en la primera carta a su familia:
"Jamás pude imaginarme que sería tan afortunado. La comida de aquí es distinta; ¡vivimos como grandes señores!"
Al terminar su primer año en Roma tuvo que interrumpir sus estudios. El gobierno de Italia, anticlerical, no eximía a los seminaristas del servicio militar. Así, en noviembre de 1901, Roncalli sentó plaza en Bérgamo, en el 73 regimiento de infantería de la brigada de Lombardía. Cumplido un año de servicio, lo licenciaron con el grado de sargento.
De regreso en el Apollinare, Angelo se enfrascó en los estudios y en la oración. No le faltaba ya mucho para recibir la investidura sacerdotal. "¿Qué será de mí?" escribía. "¿Seré un buen teólogo o un simple cura rural? ¿Qué me importa nada de esto?... Al fin y al cabo, es fácil para Jesucristo esparcir a los cuatro vientos mi ilusión de ser una figura brillante a los ojos del mundo".
La idea de que sus aspiraciones eran demasiado mundanas lo seguía conturbando. Temía que hasta su ansia de aprender y de querer sobresalir en los exámenes fuesen pecados de orgullo. "La inteligencia y la memoria son dones de Dios", escribía en su diario. "¿Por qué descorazonarme si otros me superan en estas cualidades?"
Ordenado en 1904, partió hacia Sotto il Monte, su pueblo natal, a donde por fin llegó el 15 de agosto, fiesta de la Asunción. "Cuento este día entre los más felices de mi vida", anotó en su diario.
La vetusta iglesia donde había sido bautizado 23 años antes estaba atestada de parientes de los Roncalli, orgullosos y expectantes, y enfundados en el sombrío traje negro de los días de guardar, a pesar del calor veraniego. Concluida la misa, don Angelo pronunció su primer sermón: "Queridos hermanos", empezó, "mis queridos y verdaderos hermanos..." Algunos lloraron abiertamente y hubo un momento en que al mismo joven sacerdote, algo turbado, se le quebró la voz.
Después todos lo rodearon para felicitarlo. Un anciano, asiéndole la mano, le hizo la recomendación que se hace tradicionalmente a todo nuevo sacerdote: "Ahora debes trabajar con ahínco para llegar a papa algún día". Ambos rieron.
UNA ESTRELLA QUE SEGUIR
NO TARDARON en ofrecerle el puesto de secretario del nuevo obispo de Bérgamo, monseñor Giacomo Maria Radini-Tedeschi. Dicho nombramiento obró efecto incalculable en la vida del joven presbítero y en el mediato porvenir de la Iglesia.
Los dos eclesiásticos no hubieran podido ser más diferentes. Radini-Tedeschi pertenecía a la nobleza; era hombre alto, de regio porte, dotado de graciosos modales y gran elocuencia. Roncalli, de cepa de campesinos pobres, era una cabeza más bajo de estatura y de incipiente obesidad. Hablaba aún el italiano con el áspero acento de los aldeanos lombardos.
Apenas se habían instalado en Bérgamo, cuando los dos salieron a hacer una serie de visitas canónicas a los lugares santos de Italia y Francia. Luego visitaron también España, Palestina, Alemania, Austria, Hungría, Polonia y Suiza. Pronto don Angelo hablaba ya con soltura el francés y conocía a buen número de prelados extranjeros.
En Bérgamo se halló Roncalli inmerso en la corriente principal que seguía la Iglesia. Acudían al palacio episcopal, a conferenciar con el obispo, los dirigentes eclesiásticos y laicos de un naciente movimiento social católico. La cuestión estribaba en determinar hasta dónde debía intervenir la Iglesia en asuntos puramente temporales, especialmente en las adversidades que había originado la revolución industrial. La miseria y las privaciones, al decir de algunos, eran voluntad de Dios. Pero ciertos partidarios de la acción, entre ellos monseñor Radini-Tedeschi, no aceptaban tal tesis. Sostenían que la lucha en pro de la justicia social era parte inseparable de la ética cristiana.
Así pues, en aquella hora crucial, al comienzo mismo de su ministerio, don Angelo estuvo en contacto con el estimulante fermento de ciertas ideas en ebullición y con sus aplicaciones prácticas. Posteriormente el futuro Juan XXIII declararía que aquel obispo fue "la estrella polar de mi sacerdocio".
Radini-Tedeschi y Roncalli organizaron una oficina de emigración para ayudar a los millares de italianos que iban a otros países en busca de empleo. Luego el obispo dedicó su atención a las necesidades de las obreras; fue el primer dignatario eclesiástico que lo hizo en Italia. Fundó la Liga de Obreras, la Sociedad Protectora de Mujeres Jóvenes y, quizá la más importante de todas, la Cassa di Maternitá, que proporcionaba ayuda en muy diversas formas a las mujeres embarazadas y a los recién nacidos.
En 1909 estalló una huelga en la fábrica de hilados y tejidos de Ranica, situada en las afueras de Bérgamo. Los obreros pedían una reducción de las 63 horas semanales de trabajo y aumento de salarios. Al prolongarse el paro varias semanas, monseñor Radini-Tedeschi y don Angelo aportaron dinero a un fondo de auxilio, organizaron cocinas para distribuir alimentos y asistieron a las familias de los huelguistas. El apoyo que el obispo prestaba abiertamente a la causa de los obreros enardeció a la oposición, y Roncalli comentaba: "Enviaron a los superiores del obispo en Roma algunos informes no precisamente benévolos".
La huelga terminó a los 50 días de iniciada, al confesar los patronos su derrota. El obispo Radini-Tedeschi fue justificado. Cuando todo aquel asunto terminó, recibió una carta autógrafa de Su Santidad: "No podemos desaprobar lo que usted ha considerado prudente hacer", decía el Padre Santo, "puesto que está plenamente familiarizado con el lugar, las personas del caso y las circunstancias".
Prudente. He ahí la palabra en que hacía hincapié el clero católico, y Angelo Roncalli ya la entendía mejor. "Prudente", le decía Radini-Tedeschi, mostrándole la carta del papa. "Como muchas veces he dicho a usted, la prudencia no consiste en no hacer nada, sino en obrar, y obrar bien".
Estalló entonces la primera guerra mundial. Italia declaró la guerra a Austria-Hungría en mayo de 1915, y al día siguiente Roncalli fue llamado a filas y adscrito al hospital militar de Bérgamo.
En el norte, las divisiones italianas iniciaron una ofensiva contra los austriacos en un estrecho frente que daba a las estribaciones meridionales de los Alpes. Era un terreno en extremo difícil; el camino seguía siempre en ascenso, cubierto de barro y rocas, y luego por la nieve, mientras la artillería austriaca sembraba la muerte desde arriba. En el frente oriental la situación no era mejor. En los primeros ocho meses de lucha, los italianos contaron 66.000 muertos y 190.000 heridos o desaparecidos. En los 18 meses siguientes sólo lograron mezquinas victorias a costa de la pérdida de cientos de miles de hombres.
Bérgamo se convirtió en un importante centro de concentración para la interminable procesión de bajas. El sargento Roncalli prestaba servicios de enfermero al mismo tiempo que de sacerdote, y rara vez durmió más de cinco horas seguidas durante aquella época convulsa.
En octubre de 1917 los austriacos, reforzados por siete divisiones alemanas, lanzaron una ofensiva para romper aquel frente estancado. En cuestión de días, la poderosa fuerza despedazó el frente, y el diezmado ejército italiano inició la retirada general. Sólo el envío rápido de refuerzos franco-ingleses del frente occidental permitió a los italianos reagruparse y sostenerse, pero sufrieron 70.000 bajas entre muertos y heridos y la pérdida de otros 290.000 soldados que cayeron prisioneros.
Las víctimas de la batalla no cabían ya en los albergues disponibles en Bérgamo, y fue necesario llevarlas al hospicio y a otros edificios públicos. Allí yacían en el suelo, esperando a alguno de los escasos médicos, enfermeros y enfermeras que trabajaban sin cesar. Entre ellos, a veces bregando toda la noche, estaba Roncalli, que con un puñado de ayudantes llevaba a los heridos los auxilios médicos que podía.
Años más tarde Angelo diría: "Doy gracias a Dios de haberme permitido servir como enfermero y capellán militar en la primera guerra mundial. ¡Cuánto aprendí acerca del corazón humano durante aquel tiempo! ¡Cuánta experiencia obtuve; cuánta gracia recibí!" Pero en ese tiempo su espíritu sensible sufría a la vista de tanta brutalidad y por el desperdicio de vidas humanas. De rodillas sobre el suelo frío ante algún soldado herido, podía mostrarse valiente y consolador, pero luego, a solas en su dormitorio, "muchas veces", decía, "solía yo caer de rodillas y llorar como un chiquillo, incapaz ya de contener la emoción que me causaba el espectáculo de la sencilla, de la santa muerte de tantos desdichados hijos de nuestro pueblo".
Foto: © Karsh, Ottawa.
EL OBISPO COMPASIVO
DOS CUALIDADES caracterizaron invariablemente al ministerio de Roncalli: gran afabilidad y honda preocupación por sus feligreses. Aunque consciente de su propia ambición de descollar, seguía haciendo caso omiso, no obstante, de la política interior de la Iglesia y se concentraba en auxiliar al pueblo. Fue una gran ventura que pudiese hacerlo, pues en los 20 años que siguieron a la guerra lo enviaron a los puntos más apartados y difíciles de la Iglesia: primero a Bulgaria, donde había sólo 50.000 católicos, y luego a Turquía, que tenía aun menos.
En 1925, cuando llevaba en Bulgaria apenas tres semanas, Roncalli emprendió un recorrido que lo llevó a cada uno de los lejanos enclaves católicos del país. Toda la primavera y el verano viajó, alentando a los fieles a rezar sus oraciones en idioma búlgaro. En automóvil recorrió montañosos caminos calcinados por el sol, propios para cabras, y, cuando el auto ya no podía seguir, cabalgaba en una yegua renca. Tenía ya casi 45 años y estaba acostumbrado a una vida menos ardua, pero no había otra manera de llegar a aquellas apartadas comunidades, ni de conocer a sus clérigos.
Por todas partes la gente salía de sus chozas y de sus modestas casas de piedra: eran pastores, labradores, refugiados; todos atónitos de que un personaje tan encumbrado (era ya obispo) hubiese cruzado las montañas para verlos. En realidad, hacía siglos que Roma no había mandado a nadie a visitar a aquel aislado puñado de fieles que aún se aferraban a la fe católica.
Después de tales visitas pastorales el obispo hizo muchas recomendaciones constructivas, mas, con contadas excepciones, sus ideas no hallaron eco en Roma. "Fue esta", escribió Roncalli en su diario, "una forma de mortificación y humillación con la que yo no contaba".
Siempre que tenía oportunidad de hacerlo, don Angelo asistía a los oficios de la Iglesia Ortodoxa Oriental, principal religión de Bulgaria. Un día se presentó en el monasterio ortodoxo de Rila, santuario situado en las afueras de Sofía. Aunque sorprendidos por la súbita aparición del obispo católico romano, los monjes le mostraron el antiguo y hermoso templo, y les conmovió mucho verlo arrodillarse a orar ante el altar. Alguno le llamó "El monseñor cuyo lema es: Tengamos buena voluntad entre nosotros".
Fueron transcurriendo los años sin ascensos ni palabras de aliento, y Roncalli luchaba contra las frustraciones que sentía y que a veces se enconaban en sus periódicas visitas a Roma. Una vez, cosa rara en él, reveló su estado de ánimo en una carta a sus hermanas: "Debo confesaros que me alegró alejarme de Roma, donde el espectáculo de tanta mezquindad me ponía nervioso. Todos allí intrigan para adelantar en su carrera. ¡Oh! ¡Cuán ruin es la vida del sacerdote cuando desea más su propia comodidad que la gloria de Dios!"
Durante su estancia de 20 años en los Balcanes, las cartas de Roncalli a su familia lo retratan más íntimamente que lo que puedan hacerlo sus biógrafos. En ellas brillan el ingenio festivo y la bondadosa sabiduría por los que el mundo entero llegaría a conocerlo. Una Navidad escribió que pensaba celebrar la misa solemne con los padres capuchinos: "Espero predicar en búlgaro"; y como riendo de sí mismo, añadía: "El sermón será breve".
En 1934 lo transfirieron a Estambul, puesto aun más retirado de Roma. Sin embargo, sus nuevas obligaciones abarcaban a la pequeña población católica de Grecia, y ésta pronto se convirtió en grey de vital importancia.
Con el encumbramiento de Adolfo Hitler empezaron a cernirse negras nubes sobre Europa. En octubre de 1940 Italia atacó a Grecia, que fue arrollada con el apoyo de un impresionante refuerzo de tropas alemanas. En abril de 1941 capituló el ejército griego; durante los años de ocupación murieron más de 400.000 griegos y millones de personas sin hogar vagaban hambrientas por aquella desolada tierra.
Roncalli visitó a Grecia varias veces en 1941 y 1942, y, con fondos que le proporcionó el Vaticano, estableció unos cuantos centros de distribución gratuita de alimentos. No obstante, durante aquel crudo invierno diariamente morían de hambre un millar de personas. Los ingleses habían bloqueado los puertos griegos para que no recibieran pertrechos las fuerzas germano-italianas. Por intercesión de Roncalli, ambos bandos, los aliados y el Eje, llegaron a un acuerdo: pronto llegaban a puertos griegos cargamentos de víveres, con los que se salvaron cientos de millares de vidas.
Desde su sede en la neutral Turquía, Roncalli también pudo sustraer del terror nazi a centenares de judíos. Su principal hazaña en este sentido ocurrió en 1944. Ira Hirschmann, enviado del presidente Roosevelt y representante especial de la Junta Norteamericana de Auxilio a los Refugiados de Guerra, pidió hablar con él en Estambul. Hirschmann, armado de estadísticas y relatos de testigos presenciales de la desesperada suerte de los judíos en Hungría, solicitó ayuda. Roncalli, arrimando su silla, le preguntó si tenía relaciones directas con los judíos húngaros. Hirschmann le respondió afirmativamente. Entonces Roncalli esbozó un plan digno de los años que pasó en Turquía, país de innumerables intrigas políticas.
Enterado de que algunas religiosas de Budapest habían proporcionado fes de bautismo a varios judíos, principalmente niños, y que los nazis no habían molestado a los poseedores de tales certificados, Roncalli declaró que estaba dispuesto a otorgar cuantos certificados de bautismo fuesen necesarios, sin tener en cuenta si los judíos recibían o no el sacramento o si conservaban la fe católica una vez terminada la guerra. Y así se acometió la "operación. bautismo".
En Budapest, durante ese otoño y ese invierno, casi no hubo templo católico donde no hallaran refugio los perseguidos. Y cuando los rusos tomaron la ciudad, en febrero de 1945, miles de judíos se habían salvado gracias a la estratagema de Roncalli y al auxilio clandestino de los norteamericanos.
"¡QUÉ HÁBIL ES ESTE HOMBRE!"
A FINES de 1944 le llegó la noticia de que había sido nombrado nuncio apostólico en París, el puesto diplomático más importante del Vaticano. Parecía casi increíble: darle ese nombramiento a él, que nunca había pasado de representante semi-oficial del Papa en remotas y oscuras comarcas, y que a sus 63 años de edad había llegado a pensar que su único porvenir era la tumba... "Necesitaría tener diez años menos", escribió; "mas haré todo cuanto pueda".
Roncalli no se hacía ilusiones respecto a su nombramiento. A buen número de candidatos más viables para ese puesto se les había pasado por alto porque eran más necesarios donde estaban, o porque cada uno de ellos era persona non grata al presidente provisional, general Charles de Gaulle, por servicios prestados a países enemigos de Francia. Roncalli mismo apuntó: "Cuando fallan los caballos, se echa mano de un asno".
El primer día del nuevo año Roncalli presentó sus credenciales al Presidente en el palacio del Elíseo. El general de Gaulle, cuya gran estatura contrastaba mucho con la del obispo, se mantenía rígido y serio. No había olvidado el nefando ataque de Italia a Francia en 1940, ni la aquiescencia del Vaticano a la ocupación alemana. Tras una devota oración para implorar el auxilio divino, Roncalli comenzó a leer un discurso cuidadosamente redactado: "Con sincero afecto vengo a esta querida nación sobre la que ha pasado la guerra con toda. su devastación y tragedia..."
Nadie podía oír hablar a Roncalli, ni aun en las huecas frases de la diplomacia, sin sentir que aquellas palabras le salían del corazón. Y las decía en buen francés. Cuentan que el general reaccionó; que su dura mirada se suavizó levemente.
Toda la habilidad y la sensibilidad de Roncalli, así como su inagotable paciencia, fueron puestas a prueba durante su misión en Francia, en el agitado torbellino de la posguerra. La nunciatura de la avenida Président Wilson no tardó en convertirse en el lugar de reunión predilecto del cuerpo diplomático, de los principales ministros de Estado de Francia y de los dignatarios visitantes. Acudían allí, no porque fueran excelentes su mesa y sus vinos, sino por el nuncio mismo. Robert Schuman, ministro francés de Relaciones Exteriores, decía: "Es el único hombre de París en cuya compañía siente uno físicamente una sensación de paz".
Cierta vez que lo felicitaron por su habilidad como representante del Vaticano, Roncalli replicó:
—No merezco el elogio. Lo que pasa es que mis amigos del gobierno están acostumbrados a las formas indirectas de la diplomacia; cuando descubren que estoy diciendo la verdad, simple y llana, exclaman: "¡Qué hábil es este hombre!"
No creía que Dios castigara a nadie por no ser católico. Llegó al extremo de incluir en sus oraciones a los incrédulos. E hizo algunas amistades extraordinarias. El embajador turco, frío y distante en su propio país, se vio en libertad para expresar sus verdaderos sentimientos respecto al nuncio, en París.
—Lo que no pudimos hacer por Vuestra Excelencia en Turquía, lo hacemos en Francia —le dijo a Roncalli en la primera entrevista de ambos.
Desde entonces fueron muy amigos, y una vez el prelado se refirió al embajador como "mi infiel favorito".
El ingenio del nuncio conquistaba a todos. En una recepción diplomática conversaba con el Gran Rabino de París. Al pasar al comedor, este último le dijo:
—Después de usted, Excelencia.
—No, no —respondió Roncalli, empujando suavemente a su interlocutor—. El Antiguo Testamento antes del Nuevo.
Siguió viajando mucho, e iba hasta el último rincón de Francia cumpliendo un programa agotador. Anotó en su diario que aún se sentía "joven, entusiasta, ágil y lúcido". Sin embargo, se mostraba cada vez más consciente de su edad. Sus padres habían muerto antes de la guerra, y él no había podido abandonar su puesto en Turquía para asistir a los funerales. El obispo podía otra vez tomarse regularmente unas vacaciones en Sotto il Monte con su numerosa familia: hermanos, hermanas, sobrinos y sobrinas. Sus propias raíces en el suelo pedregoso de Lombardía eran más preciosas para él que todo el oropel de París.
Cierta vez escribió a su familia que estar en la compañía de reyes, príncipes, estadistas y dignatarios eclesiásticos sólo le hacía añorar la "sencillez de nuestros campos". A su hermano Zaverio le dijo que en medio del esplendor del palacio del Elíseo había pensado en su madre: "Era como si la estuviera viendo, asomada por alguna esquina y diciendo con su sencillez de costumbre: ¡Madonna! ¿A dónde ha llegado mi don Angelo?"
Toda la vida había enviado dinero a su familia, aun a costa de pedir prestado para subvenir a sus propias necesidades. "Acaso el obispo parezca rico, pero en realidad es pobre", declaraba. "Sin embargo, no hay mucha satisfacción en hacer el bien si ello no implica alguna dificultad". Aunque su corpulencia era casi una marca de fábrica, en realidad comía muy poco. Había sufrido de una dolencia estomacal en Bulgaria, y desde entonces se había puesto a dieta. Su cocinero de París se lamentaba: "Para ser hombre tan grueso como un cura, come como un pájaro. Deben de ser todos esos libros y periódicos que devora lo que lo engorda".
En noviembre de 1952 le llegó un mensaje del Vaticano: el patriarca de Venecia padecía de una enfermedad incurable, y el Papa había elegido a Roncalli, de 71 años de edad, para reemplazarlo cuando esa sede quedara vacante. Dos semanas después el Vaticano anunció que su nombre figuraba en la lista de cardenales de próxima designación. Al cabo de un mes murió el prelado enfermo.
Roncalli recibió con su habitual humildad y gracejo la noticia de su nombramiento. Escribió a un sobrino suyo seminarista previniéndolo contra el peligro de soñar despierto al pensar en la nueva posición de su tío: "En nuestras oraciones pedimos el pan de cada día, y no los lujos de mañana". Volvió a escribirle cuando el muchacho estaba en vísperas de recibir la sagrada tonsura: "El Señor bendice los amaneceres y los atardeceres. Tú te encaminas hacia el albor de tu sacerdocio; yo, hacia el ocaso del mío. Pero debemos bendecir al Señor juntos, pues ambos obtenemos fortaleza de la misma luz".
Era privilegio muy antiguo de los jefes de Estado de los países católicos conferir la birreta encarnada a los nuncios nombrados cardenales. Roncalli recibió tal honor de manos de su buen amigo Vincent Auriol, Presidente de Francia. El nuevo cardenal se arrodilló ante el Presidente, que bajó la vista un instante hacia la cabeza inclinada, y luego, suavemente, le colocó la birreta. "Vi a sus amigos llorar de alegría", comentaría después el Presidente. "Y yo no me avergoncé de hacer otro tanto".
PASTOR DE CALCETINES ROJOS
EL PUEBLO de Venecia tributó una cordial y tumultuosa bienvenida a su nuevo patriarca; salió a su encuentro en todas las lanchas y góndolas disponibles. La flotilla siguió luego en procesión tras la embarcación que llevaba a Roncalli a la plaza de San Marcos y su milenaria basílica, gloria de la arquitectura bizantina.
Fueron a visitarlo delegaciones y huéspedes distinguidos; él los recibía con sencilla cortesía, aunque, como suele suceder, las atenciones de los visitantes no iban dirigidas tanto a su persona cuanto a su nuevo cargo. Cierto individuo de la nobleza menor que buscaba un favor le preguntó astutamente si un tal conde Roncalli era acaso pariente suyo. "Hasta el momento, no", repuso el prelado, "pero tengo la impresión de que, de ahora en adelante, se ampliará mucho mi círculo familiar".
Los venecianos estaban encantados con él, y el cardenal correspondía a este afecto. En su primer discurso dijo: "Nunca he aspirado a otra cosa que ser el simple pastor de mi diócesis natal de Bérgamo, pero hasta hoy la Providencia lo ha dispuesto de otra manera. Ahora que por fin soy pastor, vuestro pastor, mi primer deseo es contar las ovejas una por una".
Poco después era el primer ciudadano de la urbe. La gente se acostumbró a ver su figura rechoncha deambulando por las calles y, a no ser por la ancha banda de oro y escarlata de su capelo y los calcetines rojos que asomaban bajo la sotana, presentaba el aspecto de cualquier cura párroco. No poseía góndola propia ni lancha particular de motor, y las alquilaba cuando era necesario, o, más a menudo, se trasladaba en el vaporetto, embarcación colectiva que en Venecia hace las veces de autobús. Al reconocer a su cardenal-patriarca, otros pasajeros se apresuraban a dejarle sitio. Pero él deseaba tenerlos cerca. "No. Vengan a sentarse aquí a mi lado", les decía. "Pagan el mismo pasaje que yo. Charlemos".
Muchas veces, cuando las inundaciones primaverales anegaban la gran plaza, frente a San Marcos, Roncalli acortaba su camino a través de un café llamado "Cervecería de los Leoncitos". Al principio su aparición causó un incómodo silencio entre los parroquianos y el propietario. Mas luego alguien le preguntó:
—¿Desea humedecerse la garganta, Eminencia?
—No; ni tampoco los pies —fue la respuesta del patriarca al pasar a toda prisa.
Aquellos fueron quizá los días más felices de su vida, pero en medio de la dicha llegó también el pesar. Durante sus años en Venecia dos de sus hermanas, Ancilla y María, murieron de cáncer. Eran sus parientes más allegados, como él mismo decía: "Somos los tres como tres velas que arden ante un mismo altar". Otra hermana, Teresa, también murió. Un sobrino se mató en un accidente de automóvil. Un hermano, Giovanni, sucumbió víctima de un tumor intestinal maligno.
En los pensamientos de Angelo estaba muy presente la muerte. Había ordenado muchas reformas en el palacio patriarcal y, como los trabajos de construcción se retrasaban, dijo al conserje del edificio: "Verás, Bruno, que cuando al fin esté construida la jaula, el pájaro ya habrá muerto".
Sin embargo, solía trabajar de las 4 de la madrugada a las 10 de la noche, sin que menguaran sus energías. Cuando se terminaron los trabajos de restauración del ángel que corona el campanario de San Marcos, Roncalli subió por la angosta escalera para bendecirlo. Su secretario, Loris Capovilla, lo seguía de cerca. Equilibrándose sobre un estrecho rellano; a 90 metros de altura, el patriarca dio la bendición. Luego ("ya que estamos aquí") se encaramó a un andamio y desde allí bendijo a toda la ciudad.
Al igual que los parisienses, los venecianos gustaban del ingenio y el estilo de Roncalli. Uno de sus comentarios satíricos fue dirigido a los turistas que invadían a Venecia en verano y que iban a San Marcos mostrando más superficie corporal de la que se atreverían a enseñar en una iglesia de su propio país. "Italia, al fin y al cabo, no está en el trópico", dijo el cardenal. "Y aun allí los leones llevan su melena, y los cocodrilos su valiosa piel".
Mas su permanencia en Venecia (cinco años) no fue larga. En octubre de 1958 hubo inquietantes indicios del creciente empeoramiento de la salud del papa Pío XII. A medida que los partes médicos sobre el estado del Pontífice eran más alarmantes, cada individuo del colegio de cardenales, en todos los rincones del mundo, comprendió que debía prepararse a emprender el viaje a Roma.
En la madrugada del 9 de octubre, poco antes del alba, Roncalli estaba escuchando la radio y orando por el hombre de espiritualizada figura y corazón de oro que personalmente lo había designado nuncio apostólico en París. Se escuchó entonces la conocida frase de Radio Vaticano: Laudetur Jesus Christus, y una voz cansada leyó un boletín: "El Sumo Pontífice ha muerto". Incorporándose pesadamente, Roncalli se dirigió solo a su capilla.
Salió para Roma el día 12. Aunque llovía, muchos venecianos se congregaron a despedirlo. Existe una última foto del cardenal, de pie, asomado a la ventanilla abierta del vagón de ferrocarril, sonriendo a sus amigos que estaban en el andén. Mas hay cierto dejo de tristeza en aquella sonrisa, reflejo del momento, seguramente, pero también de sus pensamientos más íntimos. El pasado, de la larga preparación, quedaba atrás. Delante lo aguardaba su destino esencial.
"ACEPTO"
A CADA uno de los 51 cardenales que el 25 de octubre entraron en el recinto del cónclave del Vaticano se le permitió llevar consigo dos ayudantes. Había allí además un pequeño equipo de trabajo: dos médicos, personal de oficina, bomberos, barberos, fontaneros, carpinteros y cocineras. En total, unas 250 personas fueron confinadas en el sector sellado del palacio apostólico. Roncalli llegó al Vaticano acompañado de su secretario Capovilla. Se le había asignado como aposento la oficina del comandante de la Guardia Noble, celda número 15; era una habitación pequeña, modestamente amueblada.
Cerrada y sellada la zona del cónclave por dentro y por fuera, los prelados compartieron una frugal comida y luego se recluyeron en sus habitaciones. A la mañana siguiente, a las 10 en punto, se reunieron en la Capilla Sixtina para dar comienzo a la votación. Los grandes sillones de damasco púrpura se alineaban a lo largo de las paredes, cada uno cubierto por un dosel. En el altar había un cáliz de plata en el que los cardenales depositarían sus votos, y, muy cerca, una estufa en la que se quemarían las papeletas. El alto techo abovedado y la dorada luz que baña los frescos (el incomparable Juicio final de Miguel Ángel en el muro del fondo) hacen de la capilla un sitio eminentemente apropiado para elegir al sumo pontífice de los 500 millones de católicos romanos diseminados por el mundo.
El domingo se hicieron cuatro votaciones y el humo salió negro. El lunes sucedió lo mismo. Al final de aquel día las fuerzas antagónicas habían llegado a un callejón sin salida. Aunque un juramento de secreto rodea a todos los cónclaves, haciendo de cualquier supuesto informe interno mera conjetura, los cardenales se habían dividido en dos campos: los que tendían a oponerse a cualquier cambio y los que veían la modernización de la Iglesia como una urgente necesidad.
Una a una fueron desmoronándose las candidaturas de los favoritos. A algunos se les consideraba en exceso rígidos y conservadores; a otros, demasiado modernos e imperantes. Entonces un grupo de cardenales franceses emitió su voto por alguien a quien tenían razones para considerar dúctil al cambio: Angelo Roncalli. Manteniéndose firmes en tal posición, comenzaron a ganarse otros partidarios. En vista de las disparidades de opinión, la avanzada edad de Roncalli era un factor favorable a su candidatura.
Más tarde Roncalli contaría de aquella noche: "Cuando por ciertos indicios supe que podía ser yo el elegido, me puse en manos de Dios". Y tranquilamente se fue a dormir.
El martes por la mañana el resultado de la votación aún era incierto, pero Roncalli había ganado los votos de los moderados y de algunos entre los más conservadores. Aquella tarde en la capilla se palpaba la expectación al comenzar la undécima votación. Los cardenales iban diciendo cada uno en voz alta: "Pongo por testigo a Jesucristo, Nuestro Señor, mi juez, de que estoy eligiendo a aquel que creo debe ser electo por la voluntad de Dios". Cuando todos hubieron votado, tres de los prelados leían los nombres de cada papeleta, mientras los demás llevaban la cuenta. Muy a menudo el nombre pronunciado era el del "reverendísimo cardenal Roncalli". Cuando terminaron, el patriarca de Venecia había recibido muchos votos más que los 35 requeridos.
El cardenal francés Tisserant, decano del Sacro Colegio, avanzó lentamente hacia donde se hallaba Roncalli, pálido y silencioso en medio de todos los demás, pero ya solo.
—¿Aceptáis la elección que se ha celebrado canónicamente? —le preguntó el decano.
El cardenal Roncalli repuso:
—Oyendo vuestra voz "tiemblo y siento miedo" y lo que sé de mi propia pobreza e insignificancia basta para explicar mi confusión. Pero al ver en el voto de mis hermanos cardenales la señal de la voluntad de Dios, acepto la elección que han hecho.
En el instante en que pronunció la palabra "acepto" quedó convertido en papa. Los ayudantes tiraron de los cordones con que se bajan las colgaduras del dosel de los otros solios, en señal de que los demás cardenales dejaban de ser iguales a él.
—Hijos míos —dijo— amaos los unos a los otros, porque este es el más grande mandamiento del Señor.
Le colocaron en la cabeza el zucchetto, o solideo blanco, y fue solo hasta el altar mayor a orar; luego a la sacristía, a cambiarse la púrpura por las vestiduras papales. Aunque los sastres oficiales habían preparado ropas pontificias en diversas tallas, los cien kilos de Roncalli no cabían ni en la más amplia de ellas. "Me siento empaquetado y preparado para la entrega", comentó cuando un ayudante le ajustaba la sotana.
Llamado por los aplausos ensordecedores, se encaminó al balcón de San Pedro. Allí, dando un paso, salió al resplandor de las luces y a la mirada del mundo entero.
El papa Juan XXIII celebra la misa y bendice a los fieles el Domingo de Resurrección de 1962. Foto: Pictorial Parade.
UN PAPA DIFERENTE
EN Sotto il Monte, la hermana del Papa, Assunta, estaba comprando pan cuando llegó la noticia por la radio del panadero. "¡Dios mío!" exclamó en voz alta. "El pequeño Angelo!"
Angelo Roncalli también lo hallaba difícil de creer. "Hoy me hicieron Papa", escribía en su diario; y por dentro le asaltaba la negra duda, la incapacidad de comprender un hecho tan extraordinario: que él, Angelo Giuseppe Roncalli ("el pobre hijo de Giovanni y Marianna, buenos cristianos, ciertamente, pero tan modestos y humildes") fuese el sumo pontífice.
A la mañana siguiente dijo misa para los cardenales en la Capilla Sixtina, luego pronunció por Radio Vaticano una conmovedora alocución en pro de la paz. Ese mismo día, más tarde, consignaba en su diario una dolorida súplica de apoyo espiritual dirigida a sus seres queridos desaparecidos: "¡Oh, madre!, ¡oh padre!, ¡abuelo Angelo!, ¡tío Zaverio!, ¿dónde estáis? ¿Quién nos ha elevado a tan alto honor? ¡Rezad por mí!"
En horas tan agitadas halló, no obstante, la fortaleza que necesitaba. Resolvió hablarle de sus aprensiones al Papa, y al darse cuenta cabal de que él mismo era el Padre Santo, se serenó y dijo en voz alta: "¡Está bien! ¡Le hablaré entonces a Dios Nuestro Señor!" Y presentando al mundo un rostro sereno y confiado, asumió la abrumadora carga de su ministerio.
El Vaticano, aunque centro nervioso y corazón de la Iglesia, es un reino diminuto, de menos de 45 hectáreas. Juan, que no había vivido ni trabajado allí antes de su elección, sentía gran curiosidad por cuanto lo integraba y se presentaba en los lugares más inesperados.
Cierto día un visitante, perdido en el laberinto de corredores y patios del palacio apostólico, entró sin saber cómo en un suntuoso recinto con paredes de espejos. Una vez que cerró tras de sí la adornada puerta, se encontró mirando su propia imagen en cualquier dirección que dirigiera la vista. Y en esto vio espantado que uno de los grandes espejos se movía lentamente hacia él, y en la estancia penetró... el Papa Juan, dándose cuenta inmediata de la situación, se llevó un dedo a los labios y dijo en voz baja: "¡Chist! ¡Yo también me he extraviado!"
El vicario de Cristo comenzó a prescindir inmediatamente de gran parte del riguroso protocolo al que los papas habían estado sujetos a través de los siglos. Después de sufrir una semana de comidas solitarias y de buscar en las Sagradas. Escrituras "alguna razón para que el papa deba comer solo", comenzó a invitar a otros a sentarse con él a la mesa. También le molestaba ver que hasta sus más cercanos colaboradores le hacían genuflexiones cada vez que comparecían ante él. Insistió en que se limitaran a hacerlo una vez por la mañana y otra por la noche.
La primera vez que lo llevaron en andas en la sedia gestatoria, el dorado trono portátil, Juan XXIII miró a la gente que circulaba a sus pies y comentó pensativamente: "Sopla viento aquí arriba".
A diferencia de otros papas de este siglo, Juan solía salir fuera de las murallas del Vaticano. Todos los pontífices de que se tiene memoria habían usado zapatillas o mulas de terciopelo rojo, pero éstas no habrían sido apropiadas para tales excursiones. Por tanto, Juan ordenó a un zapatero que le confeccionara unas mulas con fuertes suelas, y emprendió la exploración de las 180 parroquias de Roma.
El día que siguió a la Navidad de 1959, Juan hizo una memorable visita a la prisión de Regina Coeli. "Ya que no pueden ustedes venir a verme, he venido yo a verlos", dijo a los reclusos con una amplia sonrisa.
"Viva il Papa!" fue la espontánea respuesta de los presidiarios.
Al llegar a un sector reservado para incorregibles, aislado del resto de la prisión, pidió que le abrieran la reja. "No me impidan llegar a ellos... Son todos hijos del Señor". Adentro, un asesino convicto se arrodilló implorando: "¿Puede haber perdón para hombres como yo?" Por toda contestación, Juan lo levantó y lo abrazó.
Al finalizar el primer año de su papado había concedido audiencia a más de 240.000 personas.
Lo que dijese en tales ocasiones no importaba tanto como el fulgor de su presencia, su carismática afabilidad. Se interesaba por todos; recibía a todos cordialmente, no en forma protocolaria, sino con profundo sentido humano.
VENTANAS ABIERTAS
EN UN principio Juan no tuvo ningún plan consciente de transformar la Iglesia, mas no pasó mucho tiempo sin que varias tradiciones quedaran rotas a sus pies. A las dos semanas de su coronación anunció que nombraría 23 nuevos cardenales; noticia sorprendente, pues así el total excedería del límite de 70 fijado en 1586. En su primer viernes santo como sumo pontífice, Juan expurgó del rezo tradicional la alusión a los "pérfidos judíos e infieles".
No era revolucionario y se mantenía firme contra cualquier impulso destinado a desechar 2000 años de dogmas y doctrina. Creía, eso sí, que había que poner a la Iglesia a compás con el siglo XX. El mundo había cambiado. Más de un tercio de la humanidad vivía en un régimen comunista. Aun en Francia e Italia, apenas uno de cada tres católicos asistía a misa con regularidad. En todas partes la vocación sacerdotal iba declinando. Era evidente que se requerían algunos cambios en la administración y en la liturgia de la Iglesia.
Una mañana, a sólo tres meses de su elección, Juan discutía tales asuntos con el cardenal Tardini. De pronto, según él mismo se referiría luego a ese momento: "Dentro de Nos brotó la inspiración como una flor que se abre... ¡Un concilio!" Cinco días después proponía a 17 integrantes del Sacro Colegio que se convocara a un concilio ecuménico.
Recibió por respuesta un profundo silencio. En 1870, en el Concilio Vaticano I, la doctrina de la infalibilidad del papa había dado una respuesta única para todas las preguntas: "Roma ha hablado; la causa ha terminado". ¿Qué razón, humana o divina, había para celebrar un concilio, convocando a los dirigentes de la Iglesia de todo el mundo?
Cuando alguien le planteó el problema a Juan, éste se encaminó a la ventana de su despacho y, abriéndola de par en par, dijo: "Esperamos que el concilio deje entrar un poco de aire fresco".
Para él con eso bastaba. No impuso ningún programa, pero no tardó en resultar evidente que el Concilio Vaticano II sería una tribuna abierta donde se examinarían libremente casi todos los aspectos de la vida católica. En el seno mismo de la Iglesia se planteó la posibilidad de modificar todo cuanto le atañía: desde la liturgia hasta la vigilia de los viernes. Y, en sentido más amplio, la Iglesia se preparaba a estudiarse a sí misma dentro del contexto de un mundo nuevo y desconcertante.
No tardaron en escucharse voces de oposición por los corredores del Vaticano. Pero Juan seguía con serenidad adelante en su propósito. Cuando un dignatario de la curia objetó que sería imposible organizar el Concilio para 1963, Juan repuso: "¡Magnífico! Entonces lo celebraremos en 1962".
En realidad la preparación del Concilio habría de tardar 45 meses. Mientras éste adelantaba, Juan promulgó una magna encíclica, Mater et Magistra ("Madre y maestra"), que trataba del cristianismo y el progreso social. Se manifestaba en ella la preocupación de la Iglesia por los pobres explotados de las naciones industrializadas, así como de las subdesarrolladas. Juan nunca había olvidado la huelga de los obreros de la fábrica de hilados y tejidos en 1909, ni la moraleja que dice: "La prudencia no consiste en no hacer nada, sino en obrar, y obrar bien".
El Concilio comenzó el 11 de octubre de 1962, con una solemne procesión de obispos enfundados en blancos ropajes que cruzó la plaza de San Pedro hasta las enormes puertas de bronce del templo más grande de la cristiandad. El papa Juan se empeñó en caminar entre ellos. Sólo unos cuantos sabían que ya estaba gravemente enfermo, pero aquel esfuerzo constituía una prueba para su fortaleza y su valor.
Después de su sermón de bienvenida, el Papa permitió que el Concilio se celebrara sin su intervención. Citando a Pío IX, advirtió: "En un concilio hay tres etapas: la del demonio, que trata de revolver los papeles; la del hombre, que contribuye a la confusión; y la del Espíritu Santo, que lo aclara todo".
Al cabo de casi un mes de acalorados debates, el Concilio aprobó algunas limitadas reformas litúrgicas, entre ellas el derecho de los obispos a decidir si algunas partes de la misa podrían decirse en el idioma vernáculo. El voto fue de 1922 contra 11. Era una clara señal de que sí eran posibles los cambios.
También ganó terreno el espíritu ecuménico. No se proclamaron vibrantes decretos de universalidad, pero el Concilio habló en nombre de la "santa libertad" y se dispuso que se reuniría nuevamente en septiembre de 1963.
Los obispos habían llegado a conocerse unos a otros, y a medir también sus respectivas fuerzas. Habían dado el golpe de gracia al vetusto dictado de "Roma ha hablado; la causa ha terminado". En vez de ello flotaba en el aire cierto optimismo; una audacia divina que habría de preocupar al Vaticano e inspiraría al mundo.
Algunas ventanas, una vez abiertas, ya no se pueden volver a cerrar.
ID, LA MISA HA TERMINADO
LA DOLENCIA había acometido al Papa más o menos al cumplir éste los 80 años, en noviembre de 1961. "Advierto en mi organismo el principio de algún trastorno", escribió en su diario. "No es muy grato pensar mucho en esto; pero nuevamente me siento preparado para cualquier cosa".
Al decirle los médicos que sufría de una "gastropatía", él repuso sonriente: "Eso lo dicen por ser yo el Papa. Si se tratara de otro, lo llamarían ustedes dolor de estómago". Daba la impresión de que no se percataba de la gravedad de su padecimiento. Pero es difícil creer que para un hombre que había perdido a un hermano y dos hermanas a causa del cáncer pudiese pasar inadvertido el comienzo de tal enfermedad en su propio organismo.
En octubre de 1962, después de una serie de análisis, el diagnóstico fue inequívoco: cáncer inoperable. El médico de Juan le dijo que padecía de un tumor. "Un tumor", repitió el anciano, muy preocupado por su amigo. "Ebbene (está bien)... que se haga la voluntadde Dios. Pero no se preocupe usted por mí, porque ya tengo hechas las maletas. Estoy dispuesto a partir".
Durante el verano, mientras el Concilio ponderaba el derrotero futuro de la Iglesia, Juan XXIII seguía las deliberaciones desde sus aposentos. Aunque pálido y a ojos vistas cada vez más débil, observaba un programa fijo de audiencias y conferencias. Al terminar el invierno y entrar la última primavera de su vida, la busca de una paz justa y duradera en un mundo sembrado con las semillas de su propia destrucción se convirtió en la más dolorosa preocupación del Papa. El 11 de abril de 1963 puso su firma al magnum opus de su pontificado. Era su octava y última encíclica, Pacem in Terris ("Paz en la tierra"), la primera dirigida no sólo a los obispos y a los fieles católicos, sino a "todos los hombres de buena voluntad".
Audazmente concebida, razonada con brillantez, la encíclica ofrecía el plan piloto para una comunidad mundial en que los hombres de diferentes religiones y creencias políticas pudieran vivir en armonía, justicia, seguridad y libertad. El diario Times de Nueva York la calificó de una de las "más profundas y comprensivas formulaciones del camino hacia la paz que jamás se hayan escrito".
En mayo se otorgó al Papa el premio Balzan de la Paz. Aunque padecía dolores casi constantes, se empeñó en salir del Vaticano para asistir a la ceremonia en honor de los otros galardonados. "¿Por qué no?" preguntó. "¿Qué podría ser más hermoso para un padre que morir entre sus hijos reunidos?"
Ya el 30 de mayo se iba acercando la que él, reverentemente, llamaba "hermana muerte". El estómago no toleraba ningún alimento, y había que suministrárselo por vía intravenosa. Esa noche fue víctima de una hemorragia y se le presentó peritonitis.
Por la mañana yacía exhausto y demacrado. La camisa de dormir, de lino blanco, le colgaba del cuerpo enflaquecido. Juan miraba a través de la ventana el cielo primaveral. Volvió luego los ojos al crucifijo que tenía en la pared, enfrente de la cama, colocado "de modo que sea lo primero que vea al abrir los ojos por la mañana y lo último que vea al cerrarlos por la noche".
Se confesó, comulgó y recibió la extremaunción. Una y otra vez repetía en un susurro las palabras de Jesucristo en la última cena: Ut unum sint ("Para que ellos sean uno"). Lentamente la estancia empezó a llenarse de cardenales y otros dignatarios. Al anochecer los parientes del Pontífice habían llegado de Sotto il Monte.
Al otro lado de la ventana de la alcoba, las luces para la televisión bañaban la gran plaza atestada de gente que esperaba condolida; muchas personas estaban arrodilladas. Y, más allá de la plaza, el mundo aguardaba, también afligido. Ya tenían la respuesta: Juan había sido un buen papa.
Otros pontífices habían condenado la guerra y defendido la paz, además de alabar la virtud y censurar el mal. Pero dentro de la experiencia de sus contemporáneos, ninguno antes que Juan XXIII había llevado a la Iglesia a seguir la corriente de las aspiraciones humanas ni acogido a todos los hombres y todos los credos en la lucha común. Aun más profundamente, millones de seres humanos habían sido conquistados por el hombre que alentaba bajo las vestiduras de sumo pontífice de la Iglesia Universal, obispo de Roma, vicario de Jesucristo en la tierra y soberano de la Ciudad del Vaticano. Para las multitudes, algunas creyentes, otras desafectas, aquel rostro campesino de franca afabilidad significaba más que los más solemnes títulos, y mientras el papa Juan recorría el penoso camino hacia la muerte, se dolían con un sentimiento de pérdida personal.
El lunes 3 de junio perdió el conocimiento por última vez y respiraba con dificultad. Aquella noche el cardenal Luigi Traglia celebró una misa al aire libre para los millares de personas congregadas en la plaza de San Pedro. Tan suave era la brisa primaveral, que los cirios del altar apenas titilaban. Poco antes de las 8 el cardenal Traglia pronunció las palabras tradicionales: Ite, missa est ("Id, la misa ha terminado"). En ese preciso momento exhalaba el último suspiro el hombre nacido Angelo Giuseppe Roncalli, nuevo candidato a la santidad.
"I Will Be Called John", © 1972 por The Reader's Digest Association, Inc., publicado por Reader's Digest Press y distribuido por E. P. Dutton & Co., 201 Park Ave., SO., Nueva York, N.Y. 10003.