EL MONSTRUO DEL MAR (Alfred E. Van Vogt)
Publicado en
septiembre 06, 2016
El monstruo surgió del agua y permaneció unos instantes balanceando sus piernas humanas, como si estuviese intoxicado. Todo lo veía de manera confusa; su cerebro estaba oscurecido por una niebla, y luchó para acomodarse a su cuerpo humano y a la fría y húmeda arena que crujía bajo sus pies.
Detrás de él las olas susurraban contra la playa iluminada por la Luna. Y al frente...
Sintió una cruel incertidumbre al contemplar al mundo en sombras que se extendía ante él; una reluctancia, una gran melancolía al tener que abandonar el borde del agua. Una inquietud medrosa que le recorría los nervios acuáticos de su cuerpo humano, como si comprendiese que su mortal y necesario propósito no le dejaba otra alternativa que seguir adelante. Su cerebro acuático no se sentía tocado por el temor, y sin embargo...
El extraño ser se estremeció cuando escuchó la sonora risotada de un hombre, quebrando la quietud de la noche. El sonido pareció arrastrarse por el cálido viento, extrañamente distorsionado por la distancia..., una risa sin cuerpo que recorrió la isla desde el otro extremo a través de la penumbra nocturna. Una risa arrogante, desdeñosa, que puso un grueso nudo en la garganta del monstruo. Una mueca helada y cruel contorsionó las líneas del rostro humano del monstruo hasta que por un breve y terrible momento fue la cara de un tiburón-tigre la que expresó la odiosa mueca, una cabeza cruel y feroz que apenas tenía forma humana. Los acerados dientes chocaron con un sonido metálico como los de un tiburón cuando los hinca en su presa.
Con una aspiración violenta, aquel raro ser llenó de aire su boca humana y luego la garganta. El aire le pareció súbitamente seco, desagradable y muy cálido después de aquel instante de reversión a su estado normal de tiburón, una ardiente y áspera sensación que le produjo un ataque de tos que amenazó con asfixiarle. Se llevó ambas manos humanas a la garganta, y durante un terrible momento luchó por aclarar la bruma de su cerebro.
Colérico contra aquel cuerpo humano que se veía obligado a llevar, sintió un escalofrío de ira a lo largo de sus acuáticos nervios. "Odiaba" su nueva forma..., aquel amasijo de piernas y brazos, aquella pequeña construcción globular que era la cabeza, con el cuello de serpiente, como atornillado a una masa casi sólida dé huesos y carne. No sólo aquel cuerpo de nada le servía en el agua, sino que parecía inútil para cualquier otro propósito.
Esta idea se desvaneció cuando con todos los músculos en tensión, miró hacia el otro extremo de la isla. A lo lejos, las tinieblas se apelotonaban fantásticamente en medio de otras sombras más oscuras: ¡árboles! Había grupos sombríos en lontananza, pero resultaba muy difícil acertar si eran árboles o colinas..., ¡o edificios!
Una era, inconfundiblemente, una casa. Una luz anaranjada surgía de una abertura situada en su parte inferior. Mientras el monstruo la estaba contemplando, una sombra cruzó por la luz. ¡La sombra de un ser humano!
Aquellos hombres blancos formaban un grupo difícil, muy distinto de los naturales de la isla, de color moreno, que poblaban también las demás islas del archipiélago. Todavía no amanecía, pero ya estaban despiertos, disponiendo la labor del naciente día.
El monstruo escupió con ferocidad y odio, cuando la idea de tales labores se filtró como un hierro fundido en su cerebro. Sus labios humanos se entreabrieron en una perversa mueca de furia incontrolable contra los seres humanos que se atrevían a pescar y matar tiburones.
Que se cuidasen de la tierra, a la que pertenecían. El mar —aquel vasto y bravío mar— no era para los de su raza; y de todas las cosas del mar, los tiburones eran los seres sagrados intocables. Lo demás no importaba, pero ellos no "debían" ser pescados sistemáticamente. ¡La defensa propia era la primera ley de la Naturaleza!
Con un gruñido de inmenso furor, el monstruo comenzó a alejarse de la playa gris con la venida del alba, encaminándose tierra adentro, hacia donde resplandecía la luz amarillenta, que poco a poco comenzaba a fundirse con el lívido fulgor del amanecer.
La Luna, resplandeciente y majestuosa iba cabalgando sobre las aguas en dirección a Occidente, cuando Corliss sacó su macizo, casi cuadrado cuerpo, del agua, donde había estado bañándose, y emprendió el camino del embarcadero hacia el barracón de la cocina. El individuo que iba delante de él, Progue, el holandés, cruzó el umbral de la choza y su corpachón casi privó el paso de la anaranjada luz procedente del interior.
Corliss oyó el profundo vozarrón que brotó de la garganta de Progue:
— ¿Todavía no está listo el desayuno? ¡Has vuelto a dormirte, maldito gandul!
Corliss juró para sí. En cierto modo, le gustaba el tremendo holandés, pero el hombre podía resultar fastidioso por culpa de su levantisco temperamento.
— ¡Cállate, Progue! —le gritó el jefe.
—Cuando tengo hambre, Corliss —contestó el holandés, volviéndose hacia el umbral—, tengo hambre; y tengo que maldecir el alma de este granuja por tenerme esperando. Yo...
Calló y Corliss vio cómo su cabeza se ladeaba. Las pupilas del individuo destellaron con una chispa amarillenta, al mirar la pálida bola de la Luna. Cuando volvió a hablar, su voz tenía un tono extraño, como de apremio.
—Corliss, estamos todos aquí, los dieciséis, ¿verdad? Quiero decir, en esta parte de la isla.
—Al menos, hace un instante —replicó el jefe, pensativamente—. Vi a todo el grupo saliendo del barracón para lavarse. ¿Por qué?
—Observa la Luna —dijo Progue por toda respuesta—. Tal vez volverá a hacerlo.
El enorme cuerpo del holandés se puso tan rígido con la fijeza de su mirada que Corliss se tragó su pregunta. Siguió la mirada del otro.
Los segundos fueron transcurriendo y una rara sensación de irrealidad se apoderó de Corliss. La isla, en las inmediaciones, era una masa oscura, excepto en el lugar donde el resplandor de la Luna trazaba un sendero pálido sobre la silenciosa Tierra.
Más allá de la isla, podía divisar las negras aguas de la albufera, el océano aún más oscuro y la forma como los blancos y misteriosos rayos de la Luna trazaban un camino de luz muy remoto en la inmensidad del agua.
Era una increíble visión en aquella noche bajo el firmamento azulino del hemisferio Sur. El "lap, lap" del agua contra la arena de la playa; el débil y distante rugido de las rompientes, cuando las olas desperdiciaban su inútil fuerza contra la línea rocosa que formaba un círculo que protegía la isla. Los rompientes, visibles en la oscuridad, eran como una hilera de vidrios rotos, esparcidos en gran profusión, que saltaban y se hundían, se quebraban y se unían, gritaban y ululaban en su eterna y amarga batalla del mar contra la tierra.
Y por encima de todo se hallaba suspendido el cielo nocturno; mientras la Luna, brillante, blanca, como de satén, se hundía lentamente por detrás del océano, hacia Occidente.
Con un poderoso esfuerzo de su voluntad, Corliss prestó atención al susurro apenas audible de Progue, el holandés:
—Hubiese jurado..., sí, hubiese jurado que he visto un hombre silueteado contra la Luna!
Corliss despreció el hechizo de aquella madrugada.
— ¡Estás loco! —se burló—. Un hombre aquí, en los islotes más solitarios del rincón más aislado del Pacífico. ¡Empiezas a delirar!
—Quizá —concedió Progue—. Sí, de acuerdo con tus palabras, debo parecer un loco. Dio media vuelta a regañadientes, y Corliss le siguió en dirección al desayuno.
El extraño monstruo aflojó su marcha instintivamente, cuando el resplandor anaranjado que salía por el umbral de la puerta le iluminó los pies. Hasta sus oídos humanos llegaban los rumores de una conversación en la que intervenían varios hombres. Como fondo, habían otros ruidos y el inconfundible olor de unos desconocidos alimentos.
El monstruo vaciló una fracción de segundo y después avanzó hasta el cono de luz. Con todos sus músculos en tensión, traspuso el umbral y contempló con sus ojos de pez la escena que tenía delante.
Dieciséis hombres estaban sentados a una amplia mesa, en tanto su apetito era servido por un decimoséptimo individuo.
Fue el servidor, la horrible caricatura de un hombre con un grasiento delantal blanco, quien antes divisó al individuo que se hallaba en el umbral.
— ¡Cáscaras! —exclamó—. ¡Un tipo desconocido a estas horas! ¿De dónde diablo vienes?
Dieciséis cabezas se levantaron al unísono. Y treinta y dos ojos, fríos y duros por la sorpresa y la especulación, miraron fijamente al monstruo. Ante aquel escrutinio, sintiese alarmado, con la intuición de que aquellos hombres iban a resultar más difíciles de lo que había previsto.
El momento se fue eternizando, y el monstruo tuvo de repente la impresión de que, no unos cuantos, sino millones de ojos estaban fijos en él, un millón de ojos escrutadores, suspicaces, que se movían borrosamente, con una mirada dura, ardiente. El monstruo trató de ahuyentar aquella impresión; y fue entonces cuando de las entrañas de su ser humano surgió su primera y perturbadora reacción a la pregunta del cocinero. Y mientras la trastornadora idea se agitaba a las puertas de su cerebro, otro individuo repitió la pregunta:
— ¿De dónde vienes?
¡Venir! ¿De dónde? La respuesta abrió como un surco en el cerebro del monstruo. ¡Del mar, naturalmente! ¿De dónde, si no? En muchas millas a la redonda no había más que mar, y las olas que se elevaban y descendían con su ritmo incesante, relucientes como gemas en la eternidad de los soleados días, turgentes y grises por la noche. El amoroso mar que susurraba, se retorcía y hablaba de cosas indescriptibles.
— ¿Y bien? —inquirió Progue, antes de que Corliss pudiera hablar—. ¿No tienes lengua? ¿Quién eres? ¿De dónde vienes?
—Yo... —tartamudeó el extraño ser—, yo...
Sentía cierto desmayo a lo largo de sus nervios de pez. De pronto le pareció increíble que no hubiese preparado de antemano una explicación. ¿De dónde podía venir, que satisficiese la curiosidad de aquellos hombres tan duros?
—Yo... —repitió. Frenéticamente, su memoria buscó en su cerebro recuerdos de lo que sabía de los hombres. Y vio una barca zozobrando. Añadió, con más seguridad en la voz—: Mi... mi bote... volcó. Yo iba remando y...
— ¡Un bote! —le cortó Progue. A Corliss la pareció que la inteligencia del holandés acababa de ser cruelmente ultrajada ante tal explicación, a juzgar por su tono de voz—.
¡Maldito embustero! ¡Un bote de remos a mil millas del puerto más cercano! ¿Qué intentas? ¿Qué buscas aquí? ¿Qué ocultas? ¿Piensas poder engañarnos?
— ¡Basta ya, Progue! —le atajó Corliss. ¿No comprendes lo que le ha pasado a este sujeto?
Se levantó de la silla en que había instalado la maciza mole de su cuerpo y rodeó la mesa. Cogió una toalla de una especie de alacena y se la entregó al monstruo en forma humana.
—Toma forastero, sécate el cuerpo con esto —luego se volvió hacia los demás—. ¿No veis que acaba de pasar por un infierno? Seguro que ha estado nadando por esas aguas infestadas de tiburones. De repente, ha llegado a la isla. Este tipo debe estar casi loco. Tiene el cerebro ligeramente trastornado y ha perdido la memoria. Amnesia lo llaman. Toma, forastero, aquí tienes algo que ponerte.
Corliss le arrojó unos pantalones viejos y una camisa gris que cogió de un estante y contempló al recién llegado mientras se vestía.
— ¡Vaya —observó uno de los reunidos—, se está poniendo los pantalones del revés!
— ¿Lo veis? —agregó Corliss, mientras el monstruo corregía su equivocación—. No tiene memoria de nada. Ni siquiera recuerda cómo debe vestirse. Al menos, nos entiende. Bien, forastero, siéntate aquí y llena tu panza. Después, verás cómo te sientes mucho mejor.
El único sitio vacante se hallaba delante de Progue; el monstruo se hundió en la silla, vacilando, y cogió el plato colmado de comida que el cocinero le puso delante, usando el tenedor y el cuchillo como vio hacer a los otros.
— ¡No me gusta el aspecto de ese tipo! —rezongó Progue—. ¡Estos ojos! Tal vez no tenga ahora más inteligencia que un bebé, pero seguro que algo hizo y le arrojaron del barco por la borda. ¡Sí, estos ojos me dan escalofríos!
— ¡Cállate! —rugió Corliss, furioso—. ¡Ninguno de nosotros puede blasonar de tener buena apariencia, por lo cual debemos hallarnos aún agradecidos!
—Bah... —musitó Progue. A continuación pronunció algunas frases inconexas—. Si yo fuese el jefe..., creedme, este equipo... Un maldito crimen... Cuando yo no me fío de un individuo... Probablemente, este sujeto iba en un buque..., en un barco pirata... y sus compañeros le echaron por la borda...
— ¡Imposible! —le interrumpió Corliss—. Ningún barco pirata se aventuraría por esas aguas. Ni habrá ningún buque hasta que llegue el nuestro dentro de cinco meses. La explicación de este tipo, aunque a medias, resulta clara. Iba en un bote, y sabéis todos tan bien como yo que hay varias islas al sur, con pequeñas comunidades de nativos y algunos blancos. Puede ser uno de éstos.
—Ya... —se burló Progue, su bovino rostro encendido por una llamarada de ira. Corliss reconoció la obstinación que a veces tornaba intratable al holandés—. Bien, pues este fulano no me gusta. No me gusta, ¿lo oyes?
El monstruo levantó la mirada, con un vago aunque ardiente furor pulsando en su extraño cerebro. En la hostilidad de aquel hombre adivinaba un peligro para sus propósitos, una mente suspicaz, que inquiría cada una de sus acciones. La garganta del extraño ser pareció quedar obstruida por un nudo de cólera.
— ¡Sí! —contestó con su voz humana—. ¡Lo he oído!
De un solo movimiento estuvo de pie. Y con más rapidez aún, extendió ambos brazos a través de la mesa y asió al holandés por la camisa, que pareció flotar bajo su enorme cuello... ¡y la retorció!
El holandés rugió de rabia cuando aquella fuerza de acero le arrojó al suelo, chocando contra la mesa y yendo a parar más allá del umbral.
Media docena de platos cayeron al suelo de cemento, pero como estaban hechos de una loza durísima no se rompieron.
—Tal vez padezca de amnesia —comente una voz—, pero ahora comprendo que haya podido estar nadando varías millas.
En medio de un mortal silencio, el monstruo se sentó y siguió comiendo. Su cerebro se veía agitado por el deseo asesino de saltar sobre el caído y desmenuzarle con sus humanas manos, pero gracias a un terrible esfuerzo logró controlar aquel salvaje impulso. Ahora sabía que acababa de causarles buena impresión a aquellos hombres.
El silencio para Corliss era una cosa que pesaba, como una losa. La luz anaranjada que surgía de las lámparas suspendidas del techo ponía sombras extrañas en los rostros reunidos en torno a la mesa. Confusamente, observó que la claridad del amanecer se filtraba por la ventana situada a su izquierda, formando como un cono de luz en el suelo.
Del exterior llegó el susurrante rumor de Progue cuando se despojó de su desgarrada camisa. Era un ruido iracundo, mezclado con una sensación de violencia, rabia y humillación. Y, sin embargo, Corliss sabía que el holandés era un hombre imprevisible. Podía ocurrir cualquier cosa.
Corliss sostuvo la respiración cuando la contraída cara del holandés asomó por la puerta. Después, Progue entró de nuevo en la estancia, con su enorme corpachón estremecido de rabia.
—Progue, no intentes nada si quieres que sigamos siendo amigos —le ordenó Corliss con su más tajante tono de voz.
El holandés le obsequió con una terrible mirada, sombrío el rostro.
—No intentaré nada. Ya me gané mi merecido. Pero siguen sin gustarme sus ojos.
Nada más.
Dio la vuelta a la mesa, y era raro, pensó Corliss, pero a pesar de la facilidad con que el forastero le había derribado, el holandés seguía teniendo la estimación y el respeto de los demás. Seguro que Progue no sentía ningún temor, ya que era obvio que era ésta una sensación desconocida para él.
Volvió a sentarse y comenzó a devorar su desayuno silenciosamente. Corliss hizo coro al audible suspiro de los demás..., tan audible como un silbido. Había tenido la visión del barracón destrozado y reducido a ruinas.
Uno de los hombres, el regordete francés Perratin, dijo apresuradamente, y su prisa sugirió que estaba ansioso de despejar la tensión:
—Jefe, creo que dos de nosotros deberíamos ir a ver si ha vuelto a reaparecer aquel monstruo que divisamos ayer. Estoy absolutamente seguro y le bon Dieu es mi testigo, de que le acerté entre los ojos.
— ¡Un monstruo! —exclamó un individuo alto y delgado, al otro extremo de la mesa—.
¿De qué se trata?
— ¡Fue avistado desde el bote número dos! —le explicó Corliss sucintamente—. Perratin me contó algo anoche, pero yo estaba casi adormilado. Dijo algo respecto a un enorme pez con unas aletas como las del pez-diablo.
—Sacre du nom! —gritó Perratin—. El pez-diablo, es un niño de teta inofensivo comparado con ese monstruo. Era de un color gris azulado, muy difícil de distinguir en el agua, y poseía una descomunal cabeza y una cola muy larga y tremenda... —calló de pronto—. ¿Qué te pasa, Brains? A juzgar por tu expresión, creo que ya has visto antes algo semejante.
—Visto, no, pero sí he oído hablar de esta clase de peces —replicó el inglés, lentamente.
Había algo tan raro en su tono que Corliss le miró agudamente. Sentía un gran respeto por Brains Stapley. Se susurraba que tenía un título universitario; claro que su pasado era un misterio, pero esto no era extraño. Todos los reunidos en la cocina tenían un misterio en su pasado.
—Tal vez no te des cuenta, Perratin —continuó el inglés—, pero lo que has descrito es la forma natural del mítico tiburón-dios. No creí que existiese en la realidad...
— ¡Por amor de Dios! —intervino uno—. ¿Es que tenemos que escuchar la sarta de supersticiones de estas islas? Continúa, Perratin.
El francés contempló al delgado Stapley con el mismo respeto que todos sentían por el inglés, pero éste estaba callado, perdido ya en sus pensamientos.
—Fue Dentón quien lo vio primero. Cuéntaselo, Dentón.
El aludido era un hombre bajito con unos ojos biliosos y voz quebrada. Habló con su estilo cortante.
—Como ha dicho Perratin, Corliss, estábamos sentados en el bote, con el enorme pedazo de carne como cebo bailando sobre el agua. Ayer llevábamos la carne negra, y ya sabes cómo actúan los tiburones con esta clase de cebo. Bien, así fue. Subieron todos como locos a la superficie, atraídos por el olor de la carne, pero asustados por su color oscuro. Eran unos quince, y de repente divisé el destello en el agua... y entonces surgió el monstruo.
"No estaba solo. Con él iban un enjambre de peces-martillo, los más grandes y feroces tiburones de todos cuantos infestan estos mares. Pero aquéllos eran más grandes que ninguno, con unas cabezas inacabables, y cuerpos de torpedo. Bien, matamos un par... Ya lo has visto. Y mientras tanto, el monstruo de las descomunales aletas nadaba en el centro del grupo, como si fuese el rey.
"Esto no es sorprendente. Ya hemos visto otras veces cómo los peces espada se mezclan con los tiburones de distintas especies, como si supieran que son parientes; aunque, pensándolo bien, jamás he visto a un pez diablo con tiburones, a pesar de que son de la misma familia. "Lo cierto es que aquél era tan grande como la vida. Se paró, contempló el cebo, como diciendo: ¿De qué estáis asustados, muchachos?, y lo embistió. Entonces, todo el grupo se abalanzó sobre la carne, devorándola como demonios..., que era lo que habíamos estado esperando.
Corliss observó que el forastero estaba mirando a Dentón con una fijeza rayana en fascinación. Durante una fracción de segundo, comprendió la repugnancia que Progue sentía hacía aquel nuevo individuo.
—Dentón quiere decir —comentó, procurando apartar de sí aquel sentimiento— que una vez el tiburón se decide a atacar, pierde todo su miedo, por muchos que sean los tiburones que mueran. En realidad, nuestra industria, traficamos con sus durísimos pellejos, se basa en este hecho.
El forastero le miró dándole a entender que lo sabía.
—Bien, esto es lo que sucedió —prosiguió Dentón—. Tan pronto como el agua empezó a agitarse con sus movimientos, comenzamos a atraparlos con...
—Entonces me di cuenta —le interrumpió Perratin, ávidamente— de que el enorme monstruo se había apartado a un lado y nos estaba contemplando... Bueno, al menos esto me pareció. Seguro, estaba aparte, mirándonos con sus ojos fríos, duros y sosegados, y vigilaba todas nuestras maniobras. Entonces, le clavé el arpón entre los ojos. Saltó como un mulo cuando le pica una abeja y se hundió en las profundidades, y ahora debe estar flotando por la superficie; por eso repito que un par de nosotros debemos ir a recogerle.
—Hum... —Corliss frunció el ceño, contrayendo su curtida faz—. No podemos desprendernos más que de un solo hombre. Bien, Perratin, tendrías que ir tú en el bote pequeño.
El forastero sentía latirle una vena en la frente, con indecible ferocidad, mientras contemplaba a Perratin. Aquél era el hombre que había disparado el instrumento que le golpeó la cabeza con tanta potencia. Sintió un profundo escalofrío en sus nervios al pensar en aquel momento. Se sintió tentado a saltar sobre el individuo, y sólo gracias a un poderoso esfuerzo físico consiguió calmarse.
—Me gustaría ayudarte, compañero —dijo en cambio, procurando parecer amigable—.
Así me ganaré mi desayuno. Puedo prestar mi ayuda en cualquier tarea física.
—Gracias —respondió Corliss, esperando que Progue se avergonzara de sus sospechas relativas al forastero, después de un ofrecimiento hecho con tan buena voluntad—. Y, a propósito, como ignoramos tu nombre y tú tampoco lo recuerdas, al parecer, te llamaremos Jones. Bien, en marcha. ¡Nos espera una dura jornada!
Mientras el monstruo seguía a los hombres al exterior, bañado ya por los tintes del amanecer, iba pensando malignamente:
"Será más fácil de lo que había esperado".
Se estremeció ante la pronta realización de sus siniestros propósitos. Sus músculos de acero vibraron ante la idea de lo que iba a ocurrirle a aquel hombrecillo cuando los dos se encontrasen solos dentro del bote.
Temblando de satisfacción, con la pasión colérica que estremecía su sangre, siguió a los demás por la esponjosa hierba, a través de una hondonada, hacia el lugar donde un saliente del terreno parecía unirse a las aguas grises de la albufera. Allí había un edificio achaparrado que al final se disolvía en una estructura de madera con una plataforma que llegaba hasta el borde del agua.
Del edificio surgía un olor nauseabundo. A la primera vaharada de aquel increíble y afrentoso hedor, el monstruo se paró en seco. ¡Tiburones muertos! El olor de los peces en descomposición. El monstruo reanudó la marcha, sombríamente. Su cerebro se hallaba agitado por un torbellino de ideas lacerantes, y a medida que el hedor fue más fuerte, sus pensamientos se tornaban más salvajes, más violentos.
Contemplaba las espaldas de sus compañeros con centelleantes pupilas, luchando contra el poderoso impulso de saltar sobre el más próximo y hundir sus afilados dientes en aquella suave nuca, y acto seguido matar a otro con su aplastante fuerza, desgarrándole las entrañas antes de que los demás comprendiesen lo sucedido.
Y cuando se diesen cuenta... los labios del monstruo se entreabrieron en una silenciosa mueca de odio inhumano. Durante un instante, casi sucumbió al furor de su afán de muerte; todos sus nervios le palpitaron con horrible fascinación ante la idea de aplastar a los que le precedían, arrancando la vida de sus débiles cuerpos.
Pero el recuerdo frenó aquel impulso. Se acordó de que también su cuerpo era ahora humano y, por lo tanto, débil. Un ataque contra todos aquellos hombres duros y animosos sería un verdadero suicidio.
Sobresaltado, el monstruo observó que Perratin se ponía a su lado.
—Tú y yo iremos por aquí, Jones —le espetó el francés—. Me gusta este nombre de Jones. Lo tapa todo... como Perratin. Bien, tú y yo cogeremos aquel bote. Por supuesto, tendremos que remar duramente. Nos dirigiremos directamente al Oeste. Es la mejor manera de salir de la albufera. En algunos sectores de ésta hay rocas que afloran casi a la superficie; tendremos que rodear la costa a fin de esquivarlas y después saldremos por una grieta de las rompientes que rodean la isla. Es gracioso, ¿verdad? ¡Una grieta en los rompientes! ¿Lo entiendes, Jones?
"¡Gracioso —pensó el monstruo—, gracioso..." ¿Qué era gracioso y por qué? No sabía si tenía que contestar algo a lo que, claramente, era una pregunta. Se puso en tensión ante la idea de que si no contestaba, el francés podía entrar en sospechas..., precisamente ahora que iba a meterse en una trampa. Lentamente, el forastero se fue tranquilizando al ver que el hombrecillo colocaba los remos dentro del bote y gritaba:
—¡Vamos, salta a bordo!
Ya en el agua, todavía reinaba la oscuridad, pero las olas empezaban a adquirir un hermoso tono azulado, a medida que el alba se arrastraba hacia la tierra, procedente del sol naciente. Por Oriente, el horizonte fue abrillantándose cada vez más hasta que toda la Tierra quedó inundada de un mágico resplandor.
Bruscamente, el primer rayo del sol chispeó en el agua.
—¿Qué te parece si empuñas un rato los remos? —le propuso Perratin al monstruo—;¡Dos horas dejan agotado a un tipo como yo!
Cuando cambiaron de puesto, el monstruo pensó con intensa pasión: "¡Ahora!"
Pero no lo hizo. Se hallaban demasiado cerca de la isla. Esta se alzaba a sus espaldas, yaciendo en su lecho de agua, resplandeciente como una esmeralda en un engarce de platino, con el sol directamente detrás. Todo el océano era un vasto, reluciente y maravilloso espectáculo, dominado por la bola de fuego que trazaba su sempiterno círculo sobre el horizonte.
—Mon Dieu! —exclamó Perratin—. Esto está lleno de tiburones! He visto más de dos docenas en los dos últimos minutos. Los hombres tendrán que volver a salir hoy de pesca.
Jugueteó con el rifle que empuñaba en la mano.
—Quizá deberíamos atrapar unos cuantos y halarlos. Tengo mucha cuerda.
Cuando el monstruo divisó el arma en manos del francés sintió como una puñalada en sus entrañas. La alarma recorrió sus tensos nervios. Aquel rifle representaba una gran diferencia.
Una maldita diferencia. El monstruo sintió una oleada de furor contra sí mismo por haber aceptado los remos, dejando en libertad las manos del francés. Ahora, el rifle disminuía en gran manera la posibilidad de que su poseedor fuese una fácil presa.
El sol llevaba ya varias horas brillando en el cielo, y la isla era un puntito en aquella inmensidad de agua.
—Tiene que estar por aquí —observó Perratin—. Abre bien los ojos, Jones. Suponiendo que estos malditos tiburones no lo hayan terminado de devorar. ¡Eh, que harás zozobrar el bote!
Su voz, estridente por la inquietud, parecía venir de muy lejos. Y también su cuerpo estaba a gran distancia, aislado al otro extremo de la embarcación. Y sin embargo, el monstruo podía verlo con suma claridad.
El enjuto rostro del francés, sus mejillas extraordinariamente pálidas bajo la atezada frente, abierto y alerta los ojos. Los brazos y las manos flojos, aunque aun sosteniendo el rifle.
—¿Qué demonios tratas de hacer? Este lugar está plagado de tiburones. Sacre du nom!, di algo y deja de mirarme con esos repelentes ojos...
Dejó caer el rifle y se asió a la borda. Con un alarido de rabia, el monstruo se precipitó contra el desdichado francés y con un rápido movimiento de sus músculos le arrojó al agua. Hubo un revuelo, una agitación, y unos largos cuerpos grises como cigarros corrieron como flechas hacia su víctima. La sangre tino las azules aguas y el monstruo empuñó los remos.
Todos sus nervios temblaban de excitación, con una sensación de satisfacción en su cerebro. Claro que ahora tenía que meditar una explicación. Fríamente, reflexionando sin cesar, fue remando hacia la isla que se hallaba tumbada al calor y al centelleante brillo del matutino sol.
¡Había vuelto a la isla demasiado pronto! El sol colgaba en medio del cielo sobre la silenciosa tierra. El cocinero se hallaba atareado en su barracón, pero no hacía ruido. Las barcazas de los otros no estaban a la vista, seguramente más allá del horizonte marino que parecía temblar contra el fondo del cielo.
La espera le resultó penosa. Los segundos y los minutos de la eternidad de la tarde fueron transcurriendo con mortal lentitud. El monstruo recorrió la playa, tenso todo su cuerpo; se tumbó inquieto sobre la lujuriante hierba, a la sombra de unas palmeras, y a cada segundo de cada hora su mente estuvo trastornada por una serie de caóticos pensamiento, y por una incesante reiteración mental de la explicación que había preparado.
Una vez oyó el ruido de platos en la cocina. El corazón le latió con más fuerza, y su primer anhelo fue correr a aniquilarlo. Pero la malicia detuvo aquel impulso. Tal vez fuese preferible ir a verle, en cambio, y contarle la historia para ver qué efecto le hacía..., pero por fin descartó este plan por su inutilidad.
Al final regresaron los hombres arrastrando a los tiburones que habían pescado. El monstruo los contempló con sus ojos implacables y resplandecientes, torturado su cuerpo por el afán de abalanzarse sobre la barcaza más próxima y apalear a aquellos hombres hasta matarlos.
En aquel momento, Corliss saltó de la barca y el monstruo exclamó con voz ahogada una serie de frases entrecortadas.
—¡Os atacó! —rugió Corliss, incrédulamente—. ¿El monstruo alado atacó el bote y mató a Perratin?
Corliss apenas se dio cuenta de los demás que venían corriendo desde los botes, vomitando preguntas. El sol, ya bajo por Occidente, parecía lanzar sus últimos rayos al interior de sus duras pupilas, y el monstruo continuó mirándole, parpadeando, de pie sobre el suelo de tablas del embarcadero. Instintivamente, separó las piernas como si se dispusiera a repeler una agresión. Corliss estaba mirando fijamente el afilado y oscuro semblante del forastero con malévolos ojos, y una profunda arruga en sus mejillas, y un extraño escalofrío recorrió el espinazo del monstruo hasta alojarse como una espada de hielo en su cerebro.
"No, no era la muerte", pensó Corliss.
Ya la había visto antes, una muerte horrible y sabía muchas cosas que les había ocurrido a otros hombres que fueron amigos suyos. Y siempre había presentido que algún día las leyes del azar dictarían una penosa conclusión a su propia existencia. Más de una vez había experimentado aquella sensación, pareciéndole que el día estaba ya cercano.
No, no era la muerte, era la impresión de irrealidad, de incredulidad, de enfermiza sospecha contra Jones, aquel Jones que ahora parecía estrujarle el cerebro con su sola presencia.
Su voz, cuando consiguió recobrar el uso de la palabra, le sonó dura y quebrada a la vez en sus propios odios.
—¿Por qué no disparó Perratin contra el tiburón? Con un par de balas...
—¡Disparó! —gritó apresuradamente el monstruo, tratando de ajustar su mente a aquel nuevo ángulo del asunto. No había vuelto a pensar en el rifle ahora, pero si Corliss quería que el francés hubiese disparado por su parte no había ningún inconveniente. Añadió rápidamente—: Pero no pudimos hacer nada. El monstruo embistió, con tanta furia la embarcación que Perratin cayó al agua. Intenté cogerle, pero llegué demasiado tarde. El pez se llevó a Perratin al fondo, y yo me eché a temblar pensando que el monstruo volvería a embestir el bote, por lo que cogí los remos y vine lo más de prisa que pude a la isla. El cocinero podrá probar que llegué a mediodía.
Progue, que estaba situado más allá de Corliss, lanzó una despreciativa carcajada, que pareció rasgar el aire de la tarde.
—De todas las mentiras que he oído en mi vida, ésta es la peor urdida de todas. Mira, Corliss, en todo esto hay algo muy raro. La primera vez que aparece por aquí un desconocido, se produce un asesinato. ¡Sí, he dicho un asesinato! —rugió el holandés.
Corliss le contempló un instante, y por unos momentos su expresión fue la misma que la de su amigo: dura, calculadora, suspicaz.
Y entonces... Corliss comprendió la ridiculez que se escondía tras las palabras de Progue, que por un momento estuvieron a punto de convencerle. ¡Asesinato! ¡Vaya, altamente ridículo!
—Progue —gruñó—, tienes que aprender a dominar tu lengua. Esto es completamente absurdo.
El monstruo miró al holandés con el cuerpo tenso. De extraña manera, su única emoción era la conciencia egoísta del control de la situación; la sensación fue tan poderosa que ni siquiera pudo experimentar cólera alguna.
—No quiero pelearme con ninguno de vosotros, y comprendo que parezca casi inverosímil lo ocurrido —dijo, en cambio—, pero recordad que ambos íbamos tras lo que el mismo pobre Perratin describió como un nuevo y peligroso tipo de tiburón. ¿Por qué querría yo asesinar a un perfecto desconocido? Yo...
No terminó la frase, ya que Progue acababa de volverle la espalda para ir a examinar el bote de Perratin. Se hallaba amarrado al extremo del embarcadero, y Progue se detuvo enfrente, limitándose a mirarlo. De pronto saltó a bordo y el monstruo contuvo el aliento cuando el holandés desapareció de su vista.
—Está bien, Progue —estaba diciendo Corliss—. Creo que acusas con demasiado facilidad. ¿Qué motivos puede tener un...?
El monstruo no siguió escuchando. Su cerebro era un agitado remolino de entrecruzadas ideas, más aún cuando vio de nuevo a Progue. El holandés se había enderezado y en sus manos sostenía el reluciente rifle de Perratin. Pero del mismo había extraído algo que brillaba en su mano.
—¿Cuántas balas disparó Perratin? —preguntó con suavidad.
Un extraño horror pareció atravesar la mente del monstruo, porque acababa de captar la dureza de la expresión en la muscular cara del holandés. ¡Una trampa! ¿Pero qué... cómo?
—Pues... dos... o tres —tartamudeó—; mediante un gran esfuerzo, se serenó—. ¡Dos, sí, dos! Entonces, el tiburón con las grandes aletas chocó con el bote y Perratin soltó el rifle y...
Calló. Calló porque Progue estaba sonriendo, con mueca sardónica y triunfal en su semblante, en su odioso semblante.
Su voz pareció líquida, profunda, casi acariciadora.
—¿Entonces, cómo no ha sido disparada ni una sola bala del cargador de este rifle automático? Explica esto, querido y desconocido Jones —su voz estalló como una carga explosiva—: ¡Maldito asesino!
Fue extraño la manera cómo el reconfortante mundo de la isla pareció de repente desvanecerse en la lejanía. Para Corliss el efecto resultó altamente curioso, casi frío y malévolo, como si el grupo de pescadores estuviera de pie, no en medio de una isla del Pacífico, sino sobre una plataforma de madera, sin protección, en medio del vasto océano. La enloquecedora sensación se veía reforzada por la forma cómo el alargado y bajo barracón surgía de la verde seguridad de la isla. Sólo las estremecedoras sombras de las oscuras aguas continuaban a cada lado y en su cerebro comenzó a latir el ritmo incesante, monótono, del agua golpeando suavemente las pilastras de madera que sustentaban la plataforma.
Tenía sentido lo que Progue acababa de decir. El corpachón del holandés se erguía ante él, y en el rostro del mismo flotaba la sonrisa felina de la certidumbre, dura y enconada. Por un momento, con los ojos de la mente, Corliss captó el horror que representaba el rechoncho francés, Perratin, siendo arrastrado a dentelladas por un monstruo marino hasta las profundidades del Pacífico. Pero lo demás no tenía sentido.
— ¡Estás loco, Progue! ¿Por qué, en nombre de todos los ignorados dioses de este océano, tenía que matar Jones al francés? ¿Ni a otro cualquiera, si a eso vamos?
La caótica mente del monstruo se asió velozmente al amparo ofrecido por estas palabras.
—¡Un cargador! —exclamó, estupefacto—. No sé qué es eso.
La bovina faz del holandés se inclinó hacia adelante hasta estar sólo a un palmo de distancia de la sorprendida cara del monstruo.
—¡Ya! —gruñó—. Esto es exactamente lo que te traiciona: no conoces los rifles automáticos. Bien, en su interior hay un cargador, un cargador de balas..., veinticinco tiene éste, y ninguna ha sido disparada.
La fuerza de la trampa en la que él mismo se había metido pareció cerrarse con mandíbulas de acero en el cerebro del monstruo. Pero ahora que conocía el peligro, de su mente desaparecieron la incertidumbre y la confusión. Continuó anidando en él la precaución, y una feroz cólera contra sí mismo por su torpeza.
—No sé cómo ocurrió, pero disparó —balbuceó—. Dos veces, y si nadie puede saber cómo es posible, yo nada tengo que ver con ello. Repito: ¿qué motivo puedo tener para querer matar a nadie? Yo...
—Creo que puedo dar una explicación —el alto y delgado Brains Stapley forzó su avance por entre el corro de pescadores que asistían a la escena en ominoso silencio—. Supongamos que Perratin disparó dos veces..., con las dos últimas balas que le quedaban en el otro cargador. Pero cuando insertó éste, ya era tarde, Jones debió estar tan excitado que ni siquiera reparó en las maniobras del francés.
—¡Jones no es un tipo que se excite por nada! —refunfuñó Progue, aunque en su voz había la aceptación de aquella nueva idea.
—Pero hay algo más que no está suficientemente aclarado —continuó Stapley con tono duro—. Considerando que un tiburón puede recorrer unas setenta millas por hora, no es posible que hallasen a ese monstruo en el mismo lugar que ayer. Dicho de otro modo, Jones miente cuando afirma que vio al tiburón, a menos...
Vaciló y fue Corliss quien le apremió:
— ¿A menos qué?
Brains dudó y al final exclamó, de mala gana:
—Vuelvo a referirme a mi idea: el tiburón-dios.
Antes de que nadie pudiese interrumpirle, siguió hablando con frenesí:
—No me digáis que es inverosímil. Lo sé. Pero todos nosotros llevamos ya varios años en el Sur y hemos visto cosas inexplicables. Nuestros cerebros se han negado a aceptar las cosas más imprevistas en este período de tiempo. Sé que según la ciencia, yo no soy más que un ignorante supersticioso, pero he llegado a un punto en que dudo ya de este veredicto. Creo que en realidad estoy estupefacto ante este misterio. Veo cosas, intuyo cosas, sé cosas que no tienen ningún significado para el espíritu occidental. "Durante muchos años he vivido en sitios aislados, escuchando el murmullo de la marea contra un centenar de remotas playas. He visto la luna del Sur, y me he sentido saturado con una sensación de eternidad en este mundo de agua; la increíble eternidad del Pacífico.
"Los hombres blancos hemos llegado aquí como de costumbre, con nuestros buques movidos a motor, y hemos edificado ciudades al borde del agua. ¡Ciudades irreales! Ciudades que siguieron el paso del tiempo en donde el tiempo no transcurre, y ya sabéis que las ciudades no sobreviven mucho en este lugar. Algún día no habrá ni un solo blanco en este extremo del mundo; no habrá más que las islas y los naturales de las islas... y las cosas del mar.
"Y a esto quería referirme: yo he estado sentado entre los nativos junto a sus hogueras y he escuchado viejas historias sobre los tiburones-dioses, y de qué modo se transforman cuando salen del mar. Sí, todo concuerda. Te aseguro, Corliss, que este monstruo es el mismo que describió el infeliz Perratin. Al principio, me sorprendió que pudiese existir un tiburón como el descrito, pero cuanto más pienso en ello, más alarmado y convencido me siento.
"¡Porque lo cierto es que un tiburón-dios, puede adoptar la forma humana! ¿Y existe otra explicación para un hombre que ha llegado a esta isla, que se halla a más de mil millas del puerto más cercano? Jones es...
—¡El maldito supersticioso ya vuelve a estar en danza! —ante el asombro de Corliss fue Progue quien interrumpió el monólogo del inglés con mordiente sarcasmo—. Brains, será mejor que te hagas examinar la cabeza. Siguen sin gustarme los ojos de este individuo, no me gustan en absoluto, como no me gusta nada de él, pero si un día llego a tragarme un cuento tan grande como el tuyo...
—¡Callaos ambos! —gritó en aquel momento el pequeño Dentón. Corliss vio que aquél se hallaba junto al edificio, donde la isla podía dividirse casi en su totalidad—. Si venís donde yo estoy, veréis lo que yo veo; se aproxima una canoa con un nativo; se halla ya dentro de las rompientes, y viene a nuestro encuentro. Esta es la prueba de que Jones pudo llegar en un bote.
El nativo era un joven de espléndido porte, musculado y de piel muy atezada. Cuando avanzó hacia el grupo, después de dejar debidamente amarrada su canoa a una roca de la playa, iba sonriendo con la natural cordialidad de los naturales de las islas hacia el hombre blanco. Corliss le devolvió la sonrisa, pero cuando habló fue para dirigirse a Progue y al forastero.
—Dentón tiene razón... y también Jones; y créeme, forastero, lamento mucho todo el alboroto que estamos haciendo en torno a tu persona.
El monstruo recibió la disculpa con un simple asentimiento. Pero ni su cuerpo ni su mente estaban tranquilos. Contemplaba al nativo con los músculos en tensión consciente de una frialdad interior al recordar que los naturales de las islas poseían una especie de sexto sentido.
Casi enfermo por la ansiedad, estaba a punto de alejarse, cuando el recién llegado se detuvo delante de Corliss. Escondido en parte por el corro de hombres, procedió a atarse el lazo del zapato para disimular su presencia. Oyó como Corliss preguntaba en uno de los dialectos de las islas:
— ¿Qué te trae de bueno por aquí, amigo?
—Se aproxima una tormenta —contestó el nativo con su melódica voz—, y yo estaba en medio del mar. La tormenta se acerca de la dirección de mi isla, por tanto me he visto obligado a buscar refugio donde he podido. Y he venido...
Su voz enmudeció de extraña manera, y Corliss observó que el nativo estaba contemplando intensamente a Jones, con los ojos desorbitados.
—Vaya, ¿le conoces?
El monstruo se puso en pie, como un tigre en acecho; indudablemente, había una extremada ferocidad en la helada mirada con la que intentó traspasar los ojos del nativo. El increíble odio de aquella mirada cruzó de un salto el abismo entre el isleño y el monstruo. El primero abrió la boca, quiso hablar, se humedeció los resecos labios y después, dando media vuelta, echó a correr alocadamente hacia su bote.
—¿Qué diablos...? —exclamó Corliss, estupefacto—. ¡Eh, vuelve aquí!
El nativo ni aun volvió la cabeza. A toda velocidad llegó a la canoa, y de un solo movimiento la echó al agua y saltó a bordo. En medio de la penumbra del crepúsculo empezó a remar furiosamente, sin hacer caso del peligro que suponían los bajíos y las rocas que afloraban a la superficie del agua en aquel lugar de la albufera.
—Progue, llévate el resto de los hombres al almacén! —gritó Corliss. Luego levantó aún más la voz—. ¡Eh, loco! ¡No puedes hacerte a la mar con esta tempestad! ¡Nosotros te protegeremos!
El nativo debió oírle, pero en medio de la luz crepuscular resultó imposible adivinar si había vuelto o no la cabeza. Corliss se volvió hacia el monstruo, su expresión dura y suspicaz.
—Esto está claro. Este joven te ha reconocido. Lo cual significa que procedes de una de estas islas. Y te teme, te teme tanto que ha preferido afrontar la tempestad, pensando que podía caer en tus manos. Progue tenía razón. Eres un malvado. Bien, voy a hacerte una advertencia: nosotros formamos el equipo más duro de todos cuantos puedas haber visto en tu vida. No volverás a quedarte solo con uno de nosotros, aunque debo admitir que todavía no creo que matases a Perratin. Es una cosa que no tendría sentido. Pero tan pronto como haya cesado la tormenta, te acompañaremos a las islas hasta descubrir quién eres.
Se alejó bruscamente. Pero el monstruo apenas se dio cuenta de su marcha. Estaba reflexionando a toda velocidad.
"El hombre de las islas volverá obligado por la tormenta. Recordará lo que dijo Corliss de protegerle y también recordará que los hombres blancos son fuertes. En su terror, me denunciará. ¡Sólo puedo hacer una cosa!"
El monstruo se dirigió velozmente a un lugar donde una cascada de agua saltaba a la albufera. Era casi de noche, por lo que sus movimientos apenas eran visibles. La albufera era allí bastante profunda, ya que el terreno se hundía verticalmente desde la playa. El monstruo estaba tan absorto en el tiburón que estaba dando vueltas en el agua caliente de la cascada, que no oyó los pasos de Corliss, amortiguados por el ruido del agua. De repente, dando un respingo, el monstruo giró sobre sí mismo. Corliss se hallaba a muy poca distancia, contemplando muy interesado las negras aguas.
Corliss no podía explicarse el impulso que le había obligado a seguir al monstruo. Parcialmente se hallaba interesado en el nativo, pero de pronto captó el movimiento del tiburón en el agua, cerca de donde se hallaba Jones, y en la extraña manera como éste se inclinaba hacia el repelente animal.
Un escalofrío de horror recorrió todo su cuerpo cuando, a la luz de los últimos destellos del día, vio desvanecerse la ahuesada forma del tiburón entre las sombras de la albufera. Bruscamente, levantó la vista hasta el monstruo, consciente de un peligro mortal.
El monstruo permaneció inmóvil un instante, devolviéndole la mirada. Se hallaban solos, al borde del agua, y el hombre-tiburón sintió la tirantez de sus músculos, fríamente decidido a arrastrar a su enemigo al agua. Estaba ya medio agachado, dispuesto a saltar como un muelle elástico, cuando percibió el destello de algo que refulgía en la mano de su contrincante, y su arrollador deseo se evaporó como la niebla bajo los rayos del sol ante aquel instrumento de muerte.
—¡Seguro que era un tiburón —exclamó Corliss, aún incrédulo—, y he visto cómo le hablabas! ¡O yo estoy loco...!
—¡Claro que estás loco! —vociferó el monstruo—. ¡Era un tiburón y he conseguido ahuyentarlo! Si mañana por la mañana ha pasado la tormenta, quiero bañarme aquí y no deseo tener tiburones a mí alrededor. ¡Quítate estas ideas tontas de la cabeza! Yo...
Fue interrumpido por un estridente alarido, pidiendo auxilio, que estremeció la oscuridad como el chillido de la maldad agitando la tierra. Era un grito de agonía. Procedía de la albufera, donde el nativo era una débil silueta recortada contra el agua negra y el cielo brumoso y sin luna. Fue un grito que heló la sangre en las venas de Corliss.
Las densas tinieblas de la tormenta se aplastaron contra Corliss como un sudario, pesadas y cálidas, opresivas. A muy poca distancia se hallaba Jones, un hombre alto y musculoso, de ojos muy duros e inhumanos, que centelleaban vagamente en la penumbra del anochecer. La sensación de que aquel desconocido iba a atacarle fue tan fuerte que Corliss asió la pistola con toda su energía y por un momento sólo se atrevió a lanzar una ojeada al sudoeste, donde el nativo era un manchón en medio del agua.
Instintivamente, se apartó del borde del agua y del forastero... y volvió a contemplar el mar de ébano. El nativo estaba luchando contra algo que le atacaba desde el agua, golpeándolo con un remo, arriba y abajo, una vez otra más, intentando inútilmente apartarlo de la canoa. Tres veces tuvo que asirse a la borda, tratando de enderezar la frágil embarcación seriamente comprometida en su equilibrio.
Apresuradamente, Corliss centró su mirada en el monstruo, amenazándole con la pistola.
—¡En marcha... delante de mí! —levantó la voz para que pudieran oírle los demás—.
¡De prisa, Progue! ¡Prepara la lancha y pon el motor en marcha! ¡Tenemos que salvar al isleño! ¡Vosotros dos, venid aquí!
Los dos que se acercaron eran Dentón y un tal Tareyton, un marinero de nariz roma y cerebro obtuso.
—¡Llevaos a este sujeto al almacén —les ordenó Corliss—, y tenedle bien vigilado hasta que yo vuelva! ¡Dentón, coge mi pistola!
Le arrojó el arma al inglés, y lo último que oyó, mientras corría a reunirse con Progue, fue la voz de Dentón.
—¡Vamos, muévete, amigo!
Cuando Corliss saltó a bordo, el motor de la lancha ronroneaba ya y, bajo la experta guía del holandés, inmediatamente se alejó del embarcadero. Jadeando, Corliss se acomodó al lado de Progue, que estaba al timón. El holandés se volvió hacia él, sin el menor rastro de humorismo en su semblante.
—Somos unos estúpidos al arriesgarnos por entre estos bajíos en la oscuridad.
—¡Tenemos que salvar al isleño del monstruo que le está atacando! —le gritó Corliss por encima del ruido del motor y el bramido del vendaval—. Tenemos que descubrir por qué está tan condenadamente asustado de Jones. Seguro, Progue, esto es sumamente importante si queremos seguir con vida.
Todavía no era exactamente de noche. El rayo de luz del faro de la motora abrió un blanco surco en las negras aguas. Corliss miraba atentamente al frente, en tanto la lancha empezaba a abrirse paso lentamente por entre las rocas y escollos que sembraban el fondo poco profundo de aquella parte de la albufera, donde ya estaba demasiado oscuro para poder divisar al nativo a simple vista; demasiado oscuro debido a las amenazadoras nubes negras que se acumulaban rápidamente en el horizonte, ensombreciendo el firmamento nocturno.
Bruscamente, un balanceo. La lancha resbaló y Corliss se vio levantado de su asiento. Frenéticamente buscó un asidero, cogió un brazo de la rueda del timón y consiguió sostenerse. La lancha continuó unos segundos balanceándose peligrosamente con el motor rugiendo a toda velocidad y luego prosiguió su marcha.
—¡Hemos chocado contra una roca! —murmuró Corliss.
Esperaba la inundación que les sumiría en el fondo de la albufera. La voz de Progue llegó a sus oídos, profunda, intrigada, alarmada.
—No ha sido una roca. Llevamos más de un minuto fuera de los escollos. Estamos en aguas profundas. Por un instante pensé que se trataba de la canoa del isleño, pero es imposible porque la hubiésemos avistado antes con el faro.
Corliss se serenó... y volvió a sentirse lanzado hacia la borda con gran violencia. Se asió frenéticamente, buscando soporte alguno y entonces, borrosamente, vio que la lancha estaba equilibrada en un ángulo inverosímil. Lanzando un grito, cambio de postura a fin de arrojar su peso al otro lado de la embarcación. Solo, no habría podido conseguir nada. Le agradeció a Dios la intuición que le hizo escoger aquel equipo de hombres duros y bien entrenados como pescadores de tiburones, hombres que, como él mismo, se habían ya enfrentado con mil peligros mortales en todas las formas y no necesitaban ningún jefe que les dijese que tenían que hacer en una emergencia. Como un solo hombre, todos unieron sus pesos para mantener el equilibrio de la lancha.
De nuevo la débil embarcación se enderezó y continuó su carrera.
—¡Más despacio! —ordenó entonces Corliss—. Y gira el faro hacia el agua. Tenemos que ver dónde estamos.
Alguien maniobró el faro, y el rayo de luz atravesó las aguas de la albufera. Por un momento, centelleó y se reflejó de tan brillante manera que Corliss quedó deslumbrado. Y entonces...
Entonces, Corliss se echó para atrás. Jamás, ni aun viviendo muchos años, podrá Corliss olvidar el terror escalofriante de aquellas formas de pesadilla que giraban, se retorcían y se agitaban violentamente bajo el nocturno resplandor.
A la luz del faro, el agua parecía estar rebosante de tiburones. Unos cuerpos macizos, alargados, en forma de torpedo, con aletas triangulares. Centenares de monstruos marinos. "¡Miles!"
Su vista captó parte del mutilado cuerpo del isleño.
Corliss sintió cómo la lancha resbalaba como si tuviera vida propia cuando tropezó contra un gigante marino. Vio cómo el poderoso holandés giraba el timón rápidamente, en tanto la embarcación parecía zozobrar para volver a enderezarse en el instante siguiente.
—¡Atrás! —ordenó Corliss desaforadamente—. ¡Atrás!, o moriremos todos! ¡Hacia la playa! ¡Hay que llevar la lancha a la arena! ¡Están intentando volcarla...!
El agua parecía estar hirviendo; el motor rugía bajo el poder de su combustible; la embarcación se estremecía como un ser vivo, temblando de vigor y excitación, y en lo alto, el cúmulo de nubes lo contemplaba todo malignamente desde el cielo. La primera ráfaga del viento, como un golpe de émbolo, los roció a todos, al tiempo que intentaban llevar la lancha a la arena.
—¡De prisa, de prisa! —les animaba Corliss—. ¡Amarrad la lancha y corred todos hacia el almacén! ¡Hemos dejados solos a Dentón y Tareyton con el diablo en persona! ¡Y no tienen ninguna probabilidad de salvarse porque ignoran con lo que se enfrentan!
Una sólida cortina de lluvia le azotó la cara, y estuvo a punto de enviarle al suelo antes de poder volverse de espaldas. La lluvia y el viento le golpearon a latigazos, lo mismo que a los demás, que echaron a correr, formando una fila de hombres que trataban desesperadamente de ponerse a salvo de la furiosa tormenta.
El furor del vendaval llegó a oídos del monstruo, que estaba sentado con los músculos tirantes y los nervios tensos en el almacén. Para sus encolerizados sentidos, atentos sólo a la huida, aquel mundo de chozas de madera era un lugar irreal, fantástico. Unas sombras amarillas se filtraban por las junturas de las paredes cada vez que un relámpago cruzaba el firmamento, oscureciendo casi la sombría luminosidad procedente de las lámparas que colgaban del techo.
Entonces llegó la lluvia, un alborotador estruendo que amenazó con hundir la techumbre. Pero ésta, al menos, estaba sólidamente asegurada y ni siquiera tenía goteras. El cerebro del monstruo, atento sólo a sus pensamientos, los olvidó un instante para acordarse de los hombres que se hallaban fuera, en plena tempestad. Sí, ahora debían estar regresando al barracón si habían escapado a la amenaza de los tiburones. No esperaba que hubiesen perecido todos bajo el ataque de aquellos monstruos.
También apartó de sí este pensamiento y una vez más todo el poder de su anormal cerebro se concentró en los dos hombres que se hallaban entre él y la salvación, dos hombres que tenían que morir antes de dos minutos, si quería huir antes de la llegada de Corliss y los demás.
¡Dos minutos! El monstruo volvió su helada mirada a sus dos guardianes, calculando por centésima vez en menos de media hora la situación en que se hallaba.
El llamado Dentón estaba sentado al borde de una especie de camastro. Bajo, de recia complexión, extraordinariamente nervioso, retorciendo el cuerpo, jugueteaba sin cesar con la pistola que sostenía en la mano con suma energía. Captó la calculadora mirada del monstruo y se envaró; las palabras que surgieron de entre sus labios sólo sirvieron para confirmarle al monstruo la opinión que ya se había formado sobre las tremendas cualidades del inglés.
—¡Sí! —rezongó Dentón—. Hay una mirada en tus ojos que indica que esperas una oportunidad. ¡Bien, no la tendrás! Llevo más de veinte años por estos mares y cree que sé manejar a los tipos duros como tú cuando se presentan. No tiene que decirme nadie la fuerza que posees, que eres capaz de destrozarme incluso; ya vi cómo te abalanzaste sobre Pregue esta mañana y sé de lo que eres capaz, pero recuerda que este juguetito de acero te puede convertir en una víctima de mi buena puntería.
Blandió el revólver con infinita confianza.
"Si cambio a mi verdadera forma —pensó el monstruo—, podré matarle a pesar de la pistola, pero ya no podré volver a transformarme nunca más en hombre, ni podré escurrirme fuera de esta cabaña. ¡Entonces estaría completamente atrapado!"
Se dio cuenta de que el americano estaba hablando.
—Lo que ha dicho Dentón yo lo certifico y lo aumento en mi caso. No hay nada que yo no haya realizado en mis buenos tiempos, ni puedo apartar de mi cerebro el recuerdo del pobre Perratin, que era un buen chico, sí, señor, y no me gusta la manera cómo murió. Sí, creo que me gustaría que intentases algo, para que Dentón y yo pudiéramos ver qué efecto hace el plomo en tu cerebro. Mira, Dentón —sé convirtió hacia el inglés, chispeantes las pupilas, dilatada la chata nariz—, ¿por qué no hacemos blanco en él, y luego le contamos a Corliss que intentaba escapar?
—No... —Dentón meneó la cabeza negativamente—. Corliss no tardará en llegar con los otros. Además, no me gusta asesinar a nadie.
—¡Bah! —gruñó el otro con ferocidad—. ¡No es un asesinato matar a un asesino!
El monstruo contemplaba con inquietud a Dentón. Era éste quien empuñaba el revólver, lo cual era lo único que importaba.
—Vosotros sois unos tontos y unos cobardes —dijo, con un poderoso esfuerzo para aparentar calma—. Aquí estamos en una isla. No hay manera de que ninguno de nosotros pueda salir de ella. Si yo salgo de esta cabaña, quedaré completamente expuesto a la tormenta, pasaré una noche de pesadilla y por la mañana me encontraréis de todas maneras. ¿Qué pensáis hacer, vigilarme toda la noche sin dormir?
—¡Diantre! —exclamó Tareyton—. No es mala idea. Echémosle fuera, atranquemos la puerta por dentro y así podremos dormir.
El cerebro del monstruo saltó ante la nueva esperanza, para volver a hundirse en las tinieblas del desengaño al escuchar la respuesta de Dentón.
—No, no le gastaría esta jugarreta ni a un perro rabioso. Pero lo que ha dicho me ha dado una idea —su voz adquirió un tono burlón—. Tareyton, enséñale al caballerete qué vamos a hacer con él. Coge la cuerda que está colgada de este gancho detrás de ti y átale fuertemente.
Yo, mientras tanto, le vigilaré con atención durante toda la operación con la pistola, a fin de que no se le ocurra ninguna idea tonta. ¿Lo haces tú o lo hago yo?
—Sería un imbécil —carraspeó el monstruo— si atacase a Tareyton, para que tú hundieses una bala en mi espalda...
"El americano bloqueará la pistola por un instante —pensó el monstruo en cambio—. Y aunque no sea así, no importa. Estará a mi lado, cualquiera de los dos estará a mi lado, y esto es lo único que necesito. No tienen ni la más remota idea de mi tremenda fuerza y..."
"¡Ahora!"
Con ligereza felina, saltó sobre Tareyton. Tuvo una fugaz visión de unos ojos borrosos, una boca que se abría para gritar, pero al momento lo arrojó al suelo y embistió directamente a Dentón.
El alarido del inglés, agudo, penetrante, se mezcló con el grito desmayado, más profundo de Tareyton, en un doble chillido de agonía, cuando juntos chocaron en el suelo, rodaron en un confuso montón, que fue a golpear contra la pared.
El monstruo saltó por encima de ambos. Hubiera querido desmenuzarlos con sus uñas, pero no tenía tiempo ni siquiera para ver si estaban muertos. Los dos minutos de gracia habían transcurridos ya. ¡Era demasiado tarde para todo lo que no fuese una rápida fuga!
Abrió la puerta y tropezó con inusitada fuerza contra Corliss. Trastabilló hacia atrás, perdió el equilibrio, y en aquel medroso instante divisó al poderoso Progue detrás del jefe. Y otros hombres avanzaban también hacia el barracón.
Aquel momento padeció una eternidad en aquella noche de fragorosa tormenta. La luz amarillenta del interior del barracón, formaba extrañas sombras en los semblantes de los sobresaltados hombres que estaban agazapados contra las pavorosas ráfagas de la tempestad; un relámpago les mostró el afilado y felino rostro del monstruo, cuando luchaba por incorporarse.
La sorpresa fue igual, pero infinitamente más intensa para Corliss. Los músculos del monstruo fueron los primeros en recobrarse. Golpeó a Corliss con un puñetazo cargado de odio, que envió al otro de espaldas contra Progue..., y acto seguido saltó hacia la noche, la furia del viento y el horrísono temporal.
Atacó la majestad de la tormenta con la cabeza inclinada, tenso el cuerpo contra la feroz presión de los elementos, y entonces, por precaución, dándose cuenta de que con su lento avance presentaba un formidable blanco para sus enemigos, echó a correr hacia el lugar donde las aguas relucían siniestramente a la incesante luz de los relámpagos, desafiando al huracán que se abatía sobre la isla.
Mientras corría se fue despojando de todas sus prendas —camisa, pantalones, zapatos, calcetines—, y los hombres a la puerta del barracón pudieron contemplar durante unos instantes el espectáculo de aquel alto y reluciente cuerpo desnudo, que corría hacia el agua.
Le vieron una vez más, como una forma inconquistable, posado sobre el borde de una roca del mar Estigio. Y entonces desapareció, como un destello blanco hundiéndose en las negras aguas de la albufera. Corliss logró recobrar el uso de la palabra.
—¡Lo tenemos atrapado! —rugió por encima del clamor del temporal—. ¡Ese monstruo está en un sitio del que no podrá escapar!
Antes de continuar, se vio barrido al interior del barracón, por sus compañeros que deseaban guarecerse de la inclemencia del tiempo. La puerta se cerró y Progue preguntó:
—¿Qué diablos quieres decir con que lo tenemos atrapado? ¡Ese maldito loco se ha suicidado! ¡Me apuesto lo que quieras a que no podrá salvarse!
Corliss se tranquilizó, pero cuando miró a Progue las palabras se atropellaron en su garganta.
—¡Tengo la prueba! Brains tenía razón. Ese maldito monstruo es un tiburón-dios en forma de hombre... ¡Y te aseguro que lo atraparemos si nos apresuramos!
Su voz adoptó la cualidad de una máquina.
—¿No lo veis? No hay ninguna salida al mar por el sitio donde ha saltado, excepto a través del canal que utilizamos para nuestras barcas. En un punto dado, el canal abraza la plaza, y allí es donde tenemos que impedir que llegue a la seguridad del mar abierto.
¡Brains!
—Sí, jefe —el alto, delgado e intelectual inglés se adelantó briosamente.
—Llévate a media docena de hombres, coge un paquete de cartuchos de dinamita del depósito de municiones, y un faro, y sitúate en la costa junto al canal. Arroja la dinamita a intervalos en el agua. No hay ningún pez ni cosa viviente que pueda resistir la expansión de la onda sonora procedente de una explosión sub-marina. Sondea el agua con el faro. Allí, es muy estrecho. ¡No puedes ni debes perderle! ¡De prisa!
Cuando los hombres se hubieron marchado, habló Progue:
—Olvidas una cosa, jefe. Hay una salida al mar en el sitio por donde ese monstruo se ha arrojado al agua. Recuerda aquella especie de gollete entre las dos rocas. Un tiburón puede deslizarse por allí.
Corliss meneó la cabeza.
—No lo he olvidado, y estás en lo cierto... al parecer. Un tiburón puede salir por allí. Pero este monstruo en su forma natural posee unas aletas descomunales. Y son demasiado grandes y recias para que puedan pasar por aquella estrecha abertura. Se le romperían en mil pedazos. ¿No me entiendes todavía? Ese monstruo tiene que conservar su forma humana si quiere pasar por esa grieta al mar abierto; y en su forma humana tiene que ser terriblemente vulnerable, o no se habría mostrado tan precavido con nosotros. Si...
Una amortiguada explosión rasgó la tormenta. En el semblante de Corliss se dibujó una lenta y maliciosa sonrisa de satisfacción.
—La primera explosión. Esto significa que el maldito animal ha intentado pasar por el canal. Bien, ahora ya lo sabemos. Lo tenemos acorralado. O se arriesga a nadar con su forma humana, o lo mataremos mañana por la mañana, sea cual fuese su forma. Y ahora, rápido, que todo el mundo coja linternas y rifles, y andando a la playa. ¡No debe volver a tierra!
El mar estaba fuertemente agitado, las olas eran muy altas, y la noche demasiado oscura. Una sensación de inminente desastres recorrió los nervios acuáticos del monstruo mientras luchaba por mantener su cuerpo humano en un lugar donde su cabeza pudiera respirar. Forcejeaba con inhumana fuerza, pero el mar estaba embravecido, y gemía, ululaba y gritaba.
El agua formaba como una muralla de tinieblas a cada lado, salvo en un punto. Y aquel punto se hallaba al frente, donde el agua se tornaba blanca. Incluso en la oscuridad era visible el blanco furor de los rompientes. En aquel espumeante mar la muerte sólo mostraba una cinta negra..., el único camino a la salvación, el vasto océano; una estrecha franja de tinieblas, donde el agua era profunda e increíblemente rápida.
Y a través del canal agitado por la tormenta, un tiburón estaba escurriéndose hacia el océano, mostrándole el camino.
El monstruo forcejeó para mantenerse erguido en el agua, chapoteando furiosamente con sus piernas humanas, braceando en el furioso mar, y aguzando su vista hasta el límite, luchando para percibir el débil centelleo de la oscura y triangular aleta del tiburón piloto a través del estrecho canal.
Ahora el tiburón se movía frenéticamente, luchando con la furia del agua que se vertía incansablemente por la estrecha abertura hacia la salvación. La aleta se desvaneció, para volver a ser visible de nuevo, recortada contra las olas blancas y grises.
Pero aquella aleta, aquel signo de seguridad, no tardó en desvanecerse como una borrosa mancha en el océano.
El monstruo vaciló. Ahora era su tumo, pero no estaba aún plenamente dispuesto a arrostrar la furia de los desencadenados elementos, desafiando los peligros del canal con su forma humana.
Rugió de rabia, con un grito inhumano, estridente, espeluznante, de inigualable odio, y volvió hacia la playa, impulsado por una salvaje desesperación, deseando abrirse paso por entre el cordón de hombres, despreciando el peligro que representaban.
Pero volvió a gruñir y escupió su ferocidad cuando divisó la línea de relucientes linternas que punteaban la costa. Cada una arrojaba un cono de luz, aun en medio de la tormenta, hacia el mar, y cada luz estaba sostenida por un hombre que se movía incesantemente, llevando un rifle en la otra mano.
Tenía aquel camino bloqueado. El monstruo lo comprendió en el mismo instante en que se le ocurrió la loca idea de precipitarse a la costa. Comprendió la trampa que le tendían. Aquel pequeño sector de la albufera estaba completamente bloqueado como si la Naturaleza hubiese esperado millones de años para este momento, para atrapar al monstruo de las profundidades.
Una vez más, el monstruo volvió sus fríos ojos hacia la mortal salida. Los acerados dientes se apretaron en terrible desafío, comprimió los labios en una sola línea..., y volvió a arrojarse al brioso furor de las aguas.
Sintió una sensación de increíble velocidad; instintivamente, giró la cabeza, procurando recordar el camino seguido por el otro tiburón. El agua penetró en su boca humana, escupió, tosió, gruñó y entonces tuvo una breve visión de su horroroso destino: un muro rocoso se alzaba al frente, de varias yardas de altitud, negro, pavoroso, implacable. Frenéticamente, se echó a un lado con sus doloridos brazos, agitándose alocadamente. Pero ningún músculo podía resistir los embates del mar.
Un destello de su destino, un gruñido de estupefacción, increíblemente feroz, y una puñalada lacerante cuando su humana cabeza chocó contra la dura roca, músculos desgarrados, carne destrozada..., un cuerpo torturado en medio del alborotado mar.
El tiburón-piloto que olió la carne humana, regresó dando vueltas. Al cabo de un momento, otros doce le seguían ávidamente.
La tormenta continuó durante toda la noche. El grupo de pescadores estaba entumecido, helado, agotado. Cuando Corliss dirigió la primera barca hacia las tranquilas aguas de la albufera, al estrecho embudo de la muerte, tenía el semblante desencajado por la fatiga de la larga vigilia, pero firme por la determinación.
—Si el monstruo lo logró, jamás lo sabremos. Pero procuraremos enterarnos. Existe una corriente subterránea en el sitio donde el canal forma el recodo, que sólo un poderoso pez puede afrontar. Sólo esto pudo impedir morir aplastado.
—¡Eh! —gritó Dentón, alarmado, blanco el rostro por el dolor sufrido—. No os acerquéis tanto a este lugar. Tareyton y yo ya hemos tenido bastante por un solo día.
Era mediodía cuando Corliss se convenció que no quedaba ningún monstruo con vida en la albufera. Cuando se dirigieron a tierra, agotados, pero aliviados, el sol del Sur ponía en la isla reflejos esmeraldas que brillaban y resplandecían en el vasto zafiro del océano.
Fin