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agosto 30, 2016
El padre Wasson y su familia de "Pequeños Hermanos" han demostrado que un orfanato se puede convertir en un verdadero hogar.
Por Richard Dunlop.
EN LAS afueras de la Ciudad de México, junto a los muros de piedra de lo que en el siglo XVI fue la "casa grande" de una hacienda, se detiene dando tumbos un viejo autobús donde llega un grupo de 41 niños y niñas, y varios centenares de muchachos salen corriendo a su encuentro. Cada chiquillo que se apea recibe grandes exclamaciones de bienvenida.
Un pequeño alza su raído osito de felpa para que todo el mundo lo vea, y su rostro refleja temor de que el juguete no sea bien visto. Pero también el oso es objeto de ruidosa aprobación, y su dueño lo estrecha contra sí y sonríe muy complacido.
Se apea luego otro muchacho, con la cara cubierta de cicatrices de quemaduras. El recién llegado teme que lo apoden "el Quemado" o "el Feo". Los demás lo miran un momento. Un chico se adelanta.
—Eres mi hermano —le dice, y toma de la mano al de las quemaduras.
Por último baja del autobús una familia compuesta de diez cuyas edades fluctúan entre los nueve meses y los 16 años. Muestran todos un semblante ceñudo; un mes después de nacer el benjamín, el padre de estos chicos asesinó a su madre en un acceso de furor y huyó de casa. La amarga expresión de los desdichados se desvanece por obra de la alegría y el amor que encuentran en los chiquillos que han acudido a recibirlos.
La escena es característica de lo que se presencia entre "Nuestros Pequeños Hermanos", singular institución establecida hace 19 años en Cuernavaca por el padre William Wasson para proporcionar a los niños huérfanos un sitio donde poder vivir como integrantes de una misma familia.
El orfanato se estableció a raíz de que Hans, vagabundo de 15 años de edad, hijo de alemanes emigrados a México, fue sorprendido en el acto de robar en una iglesia. El padre de Hans había fallecido y el padrastro del muchacho lo había arrojado a golpes a la calle. Sin hogar y espoleado por el hambre, había dado en sacar del cepillo de los pobres de la iglesia de los Tepetates, en Cuernavaca, las monedas que necesitaba para comer.
Cierta noche de 1954 el sacristán del templo detuvo al chico con ayuda de un agente policiaco, quien lo llevó a la delegación de policía. Al cerrarse tras de sí la reja de la celda, Hans empezó a sollozar, convencido de que nadie en el mundo se preocupaba por él.
Pero Hans no contaba con el padre Wasson, joven sacerdote norteamericano que en su Estado natal de Arizona había sabido de las dificultades que persiguen a algunos muchachos. Cuando era adolescente, Bill solía acompañar a su padre en las excursiones dominicales que organizaba para los muchachos del reformatorio local. Entonces resolvió estudiar la carrera eclesiástica y dedicarse a auxiliar a los menores en apuros.
El padre Wasson era el cura párroco de la iglesia de los Tepetates, y su sacristán le contó que por fin habían atrapado al que robaba el cepillo y lo habían enviado a la cárcel.
—¿Es un anciano? —inquirió el sacerdote.
—No, padre. Es uno de esos muchachos chiflados.
Sin decir una palabra más, el cura se encaminó a la comandancia de policía.
—Permítame que me lleve a ese muchacho —suplicó al oficial de la policía—. No está en edad de ir a la cárcel.
—Si se lo lleva, sólo le traerá líos y contrariedades —le advirtió el oficial.
Pero acabó abriendo la reja y dejando al muchacho en libertad bajo la custodia del padre Wasson. Hans salió, pues, a casa del sacerdote, donde le dieron comida abundante y cama. Pocos días después el mismo oficial aparecía a la puerta del padre Wasson, a preguntarle si querría hacerse cargo de otros ocho muchachos, reos todos de delitos menores. El sacerdote accedió desde luego a recibirlos. Ya maduraba en él el proyecto de fundar un hogar permanente para Hans y otros chicos caídos en situación parecida.
El padre Wasson expuso su plan al obispo Méndez Arceo, quien lo aprobó con entusiasmo, aunque advirtiéndole que no podría proporcionarle ayuda económica, porque su iglesia carecía de fondos. Al poco tiempo un hombre de negocios alemán, residente en Cuernavaca y feligrés del templo de los Tepetates, oyó hablar de los esfuerzos del padre Wasson para dar albergue a los chicos sin hogar y, al enterarse de que el primero a quien había socorrido era un muchacho de ascendencia alemana, dio al sacerdote el dinero suficiente para pagar el alquiler de un mes por el local de una cervecería abandonada. Allá se mudaron el padre Wasson y sus pupilos el 4 de agosto de 1954. Los chicos se encargaron de barrer y limpiar el ruinoso edificio, fabricaron una mesa con una puerta desvencijada y un par de caballetes, y con varias cajas de madera (que harían las veces de sillas) completaron el mobiliario. En una hoguera cocían frijoles y preparaban tortillas, que servían en la tapa de un perol, a falta de platos. Por la noche dormían en el suelo húmedo, sin nada con que cubrirse, aunque un viento frío entraba silbando por las ventanas sin cristales.
Para entonces ya habían empezado a tratarse como individuos de una misma familia, compuesta por un padre y varios hermanos de verdad. Tenían trabajo en que ocuparse, alimentos y una casa donde vivir, aunque todo esto no fuera mucho ni siquiera para un niño de la calle. El padre Wasson leía a los chicos el pasaje bíblico que dice: "Siempre que lo hicisteis con alguno de estos mis pequeños hermanos, conmigo lo hicisteis". Y dio en llamar a su familia "Nuestros Pequeños Hermanos".
Unos amigos del sacerdote donaron a su establecimiento una cocina usada, varias sillas y colchonetas. Una anciana llevó un saco de frijoles. Otra dejó en la casa un poco de arroz. Los chicos trabajaban con martillos y tablas para hacer de su domicilio un lugar más habitable, pero no acababan de arreglar la cervecería de forma que pudiera acomodar a su creciente familia, cuando llegaban más muchachos y había que reanudar el trabajo.
Al principio el recién llegado miraba con asombro el alegre grupo de chicos al que se había incorporado. Vestían harapos y apenas saciaban el hambre, pero eran amigos de bromas, reían a menudo y se trataban con afecto y compañerismo, como si en verdad fueran hermanos. El padre Wasson contrató un maestro para que enseñara a sus pupilos a leer y escribir, así como aritmética y nociones de historia y geografía de México.
Alguno de los "nuevos" se quedaba allí sólo durante el tiempo necesario para recuperar las fuerzas, y luego volvía a la calle. De todas maneras, a los de nuevo ingreso se les acogía con gusto, aunque quisieran quedarse sólo una noche. Si regresaban, sin embargo, tenían que decidir de una vez por todas si permanecerían o preferían marcharse.
Todos aquellos muchachos habían tenido graves dificultades. A algunos les habían matado al padre en reyertas suscitadas en el campo por cuestión de tierras; otros se habían criado faltos de padre o habían visto morir a su madre víctima de la enfermedad o la desnutrición. Otros más habían sido arrojados a la calle por un padrastro despiadado (como en el caso de Hans). Cuando algún huérfano acudía a "Nuestros Pequeños Hermanos", llegaba buscando la seguridad, y respiraba con alivio al comprobar que nadie podría adoptarlo y llevárselo de allí, y que, incluso en el caso de mala conducta, quizá lo castigaran, mas no lo expulsarían.
Cierta noche que se les habían agotado los víveres y el dinero, los 24 Pequeños Hermanos rezaban de rodillas en una estrecha habitación convertida en oratorio. En eso estaban cuando llamaron a la puerta, y el chofer de una señora norteamericana residente en Cuernavaca les entregó un sobre con dinero suficiente para que los chicos subsistieran durante varias semanas. Unos meses después un filántropo escocés regaló a los muchachos una casa situada en Cuernavaca. Ya para entonces los Pequeños Hermanos sumaban 30, muchos de ellos rescatados de la cárcel.
El 19 de septiembre de 1955 los chicos oyeron por la radio la noticia de que un violento huracán había azotado al puerto de Tampico, y rogaron al padre Wasson que se trasladara allá y trajera consigo algunos huérfanos que estuviesen en mala situación. El sacerdote se negó al principio, pues apenas tenían fondos para el sostenimiento de la familia durante una semana, pero consintió en hacer lo que le pedían, no sin advertir a los muchachos que todos tendrían que compartir su cama y resignarse a media ración.
La empresa Mexicana de Aviación regaló un billete al padre Wasson y dispuso un avión de carga para el viaje de regreso. Ya en Tampico el sacerdote reunió a 39 huérfanos que habían perdido en el desastre a uno de sus progenitores o a ambos. Asimismo (cosa en él característica), antes de su partida visitó la cárcel municipal y obtuvo la libertad de otros seis muchachos. Y así los Pequeños Hermanos de Cuernavaca llegaron a sumar 75.
Poco después el padre Wasson fue a visitar a una moribunda que le suplicó se hiciera cargo de sus cuatro hijos: dos niños y dos niñas. Pero, se preguntaba el padre, ¿cómo iba a hospedar a dos niñas en su hogar para varones? Esa misma noche cenaba con Walter y Virginia Nolan, matrimonio amigo suyo que desde hacía tiempo socorría a los Pequeños Hermanos. A la mesa estaba también María de la Luz Blanco, quien gratuitamente trabajaba de secretaria en el orfanato. El padre Wasson les habló de la moribunda y de la petición que ésta le hizo, y explicó que le sería imposible recibir a las chicas. María de la Luz, con cierta impaciencia, exclamó:
—Se desvive usted ayudando a los muchachos, pero nunca hace nada por las niñas.
—Es que no tengo donde acomodarlas —repuso el padre Wasson—, y no cuento con una mujer que las atienda.
Los Nolan pusieron su propia casa a disposición del sacerdote, María de la Luz se brindó a servir de directora de la casa para niñas y los cuatro firmaron al reverso de una servilleta de papel el compromiso de hospedar niñas en los Pequeños Hermanos. No había transcurrido una semana cuando ya tenía 71 mujercitas el nuevo orfanato, hermanas todas de los muchachos del padre Wasson.
En 1965 un acaudalado ciudadano mexicano donó a la institución una hacienda enorme, aunque en ruinas, situada en Acolman, cerca de las pirámides de Teotihuacán. El casco de la hacienda, construido en 1582, había sido en otro tiempo residencia de una familia aristocrática. Sólo quedaban fragmentos de las tierras que originalmente constituían la propiedad, y la casa misma (que comprendía vastos graneros, caballerizas, grandes habitaciones, varios patios, una capilla particular e incluso una amplia cochera) fue destruida en parte durante la Revolución. Las ventanas estaban destrozadas y una parte del techo se había desplomado, pero el padre Wasson y su familia convinieron en que el edificio sería una espléndida casa de campo para los niños y las niñas más pequeños. Los muchachos mayores se encargarían de las duras faenas campestres y de enseñar y asesorar a los demás. Las jovencitas cuidarían de los párvulos y de los niños de brazos, además de enseñar. El resto de los adolescentes permanecería en Cuernavaca.
Poco a poco el mismo espíritu que 11 años antes había impulsado a los Pequeños Hermanos a convertir la cervecería en un hogar, fue transformando en lugar habitable el antiguo caserón. Edificaron una escuela contigua a los viejos muros y un dormitorio para las chicas.
Ya para entonces los jóvenes que se habían formado entre los Pequeños Hermanos volvían de la escuela normal para dar clases en lo que había sido su hogar. Algunos otros muchachos, así como varias monjas católicas llegadas de los Estados Unidos, prestaban servicio voluntario en calidad de maestros y consejeros, tanto en Cuernavaca como en Acolman. El padre del sacerdote Wasson donó a la casa de la hacienda un rebaño de vacas Hereford de casta, y la Universidad de Cornell envió otro hato de vacas finas. Los especialistas de una empresa lechera enseñaron a los muchachos a cuidar del ganado. Los Pequeños Hermanos de Acolman sembraron maíz, trigo y hortalizas con las semillas que recibieron de una institución agronómica. En poco tiempo gran parte de los alimentos destinados a los orfanatos de Acolman y Cuernavaca se producían en la hacienda.
En 1970 los Pequeños Hermanos recibieron como donativo una segunda hacienda, la de San Salvador de Miacatlán, situada al lado de la carretera de Cuernavaca a Taxco. De 30 a 40 muchachos hacen allí cultivos diversos, tales como maíz y caña de azúcar. Las cosechas obtenidas ayudan a alimentar "la familia" en todos los hogares de los Pequeños Hermanos.
Según el cálculo más reciente, en la actualidad hay más de 1000 Pequeños Hermanos, y todos trabajan activamente para acomodar entre ellos algunos más. En esos hogares se han formado varios centenares de jóvenes, entre hombres y mujeres. De ellos han salido más de 300 maestros, dos ingenieros, tres sicólogos, ocho secretarias bilingües y varios cientos de agricultores, técnicos y comerciantes. Daniel Pineda, joven e inteligente abogado que ejerce en la Ciudad de México, fue uno de los primeros Pequeños Hermanos, así como José Jesús Vázquez Mata, odontólogo joven e innovador que además tiene dos títulos de pedagogía y que sirvió un tiempo como director de la casa para aspirantes a maestros fundada por los Pequeños Hermanos en la Ciudad de México. Hasta mayo de 1973, Juan Osorio, pedagogo y economista, fue el director del dormitorio para varones en Cuernavaca, cuyo director actual es Rodolfo González Obregón, otro ex Pequeño Hermano que también tiene dos títulos de especialización pedagógica. El dormitorio para jovencitas, en la misma población, está a cargo de Rosa Monterrubio de García, que fue una de las primeras Hermanítas; hoy está casada con un maestro que también fue uno de los primeros Pequeños Hermanos.
Pocos son los Pequeños Hermanos que hayan desertado de su "familia" y hayan olvidado los principios vitales de la institución al llegar a la edad adulta. Pero Hans, el primero de los Pequeños Hermanos, abandonó la universidad, reincidió en la ratería y finalmente la policía lo aprehendió. Nuevamente Hans se hizo el propósito de regenerarse, y en la actualidad sirve en el Ejército de Salvación en los Estados Unidos. "Es que a algunas personas les es más difícil encontrarse a sí mismas", explica el padre Wasson.
Hoy asesora a Nuestros Pequeños Hermanos una junta formada por destacados ciudadanos mexicanos y estadounidenses, y la institución cuenta con varios organismos asistenciales que se encargan de recaudar fondos. Pero su índole se mantiene inalterada, y a pesar de su rápido y notable progreso, el espíritu de los Pequeños Hermanos y Hermanitas sigue siendo tan efusivo y vital como siempre.
Visitar cualquiera de los tres hogares de la institución nos deja una impresión alentadora y confortante. Cuando recorrí la hacienda de Acolman en compañía de su director, Alfredo Provencio, había varios niños recién llegados que se sometían a reconocimientos médicos en la clínica, o saboreaban su primera comida caliente en el comedor. En la cocina, algunos chicos estaban "echando" miles de tortillas para las tres comidas del día; otros metían en un horno de gran tamaño apetitosas hogazas de pan. Íbamos cruzando el patio cuando pasó por allí un muchacho que llevaba una guitarra.
—¡Ese compañero canta fabulosamente! —exclamaron los demás muchachos.
—¿Quieres cantarme algo? —le pedí.
El chico contempló su instrumento con tristeza.
—Cantaría para usted con mucho gusto, pero mi guitarra no tiene cuerdas.
En seguida sonrió, y su sonrisa fue como una canción.
—Vuelva usted por aquí —me dijo el señor Provencio—. Nos agradan los visitantes; cada uno de ellos se lleva al salir un poco del amor que estos niños respiran. Es el amor mismo de Dios, aunque lo refleje una cara sucia.
EL 28 de agosto pasado conmovió a la región central de México uno de los peores terremotos que hayan ocurrido en el país en medio siglo. El padre William Wasson se dirigió inmediatamente a la zona del desastre, donde cientos de personas yacían muertas y muchos niños huérfanos lloraban entre las ruinas de docenas de ciudades y aldeas.
Ocho de sus "Pequeños Hermanos" acompañaron en esa ocasión al sacerdote. Su primera lección en la vida comunitaria había sido aprender a compartir; en aquella situación de urgente necesidad, deseaban repartir su pan entre los sobrevivientes de la tragedia. Hicieron paquetes de víveres y empezaron a distribuirlos bajo la lluvia tan generosamente como si en su propia comunidad dispusieran de una despensa inagotable. Y se conmovieron profundamente cuando unos niños huérfanos y sin hogar quisieron corresponder con un puñado de peras verdes.
Aunque en los hogares de los Pequeños Hermanos se atestaba ya un total sin precedente de 1182 niños y niñas huérfanos o abandonados, hasta el punto de saturar la capacidad de las instalaciones, las puertas de la institución se abrieron de par en par y dejaron entrar a los que llegaban. Un visitante, sabedor de que "Nuestros Pequeños Hermanos" vive al día de los donativos, preguntó al padre Wasson qué haría para alimentar, vestir y educar a sus nuevos protegidos.
El sacerdote sonrió y contestó serenamente: "Dios proveerá".