LA REINA BALQIS Y EL REY SULAYMÁN (Anónimo)
Publicado en
febrero 12, 2016
Relato árabe de duendes
Los yinns pueden ser considerados unos duendes árabes, que actuaban preferentemente en los desiertos y en los mares que bordeaban el Golfo Pérsico. Controlaban los vientos al formar parte de los mismos; sin embargo, también podían materializarse para actuar como unos magos prodigiosos: capaces de edificar palacios en un día, adivinar los más complicados acertijos y realizar otras maravillas.
Sin embargo, al ser demasiado vanidosos, con astucia se les podía encerrar en botellas, lámparas y otros recipientes. Algo como lo que logró el astuto Aladino, después de sacar accidentalmente al genio o duende yinn de la lámpara mágica. Las leyendas árabes cuentan que más de una docena de magos y sacerdotes consiguieron encerrar a los yinns, para servirse de sus poderes.
Aunque debían andar con mucha cautela, sin llegar a humillar a estos seres casi infernales, ya que al encolerizarse demasiado se movían con tanta violencia en su encierro, que terminaban haciendo saltar el tapón del recipiente. Entonces daban muerte al mago o al sacerdote.
En este relato hemos recogido una de las muchas leyendas árabes sobre los amores del rey Sulaymán (el Salomón bíblico, aunque aquí se ofrece en su versión coránica) y la reina de Saba.
El argumento en nada tiene que envidiar a los de Las mil y una noches. Confiamos que guste tanto como a nosotros.
Balqis había tenido la suerte de ser la hija de Al-Hadhad, monarca de Saba, y de Rawaha, la descendiente más directa del rey de los yinns.
El relato de las andanzas de Balqis se inicia muy temprano, ya que hemos de situarnos una mañana, horas antes de que viniera al mundo, al decidir el soberano de Saba que se organizara una partida de caza. Sin embargo, se sintió agotado al poco tiempo, lo que le llevó a descabalgar de su montura, para sentarse a descansar bajo la sombra de un árbol.
De repente, la tranquilidad ambiental se vio interrumpida por la aparición de dos serpientes, una blanca y lisa, y otra negra y venenosa. En seguida entablaron una mortal pelea. El rey se quedó mirando, extasiado, hasta comprobar que el ofidio oscuro parecía ir a obtener la victoria, a pesar de ser más pequeño. Esto le llevó a intervenir, cogiendo una piedra de gran tamaño para aplastar la cabeza de la negra. Seguidamente, echó agua sobre la blanca, con la intención de reanimarla y, al final, la permitió que reptara por el suelo hasta perderse entre la maleza.
El monarca volvió a su palacio y, en seguida, tomó la decisión de recluirse en una de sus habitaciones privadas. Deseaba encontrarse solo. Pero sus propósitos se vieron alterados por la aparición de un hombre de gran estatura, al parecer surgido de ninguna parte, que se quedó plantado ante él.
—No os asustéis —pidió amablemente—. Soy la serpiente blanca a la que esta mañana habéis salvado la vida dando muerte a la negra. Os diré que era uno de mis esclavos; sin embargo, después de rebelarse contra mí, dio muerte a varios de los componentes de mi casa. Como recompensa por tu ayuda, voy a brindarte el poder de sanar y muchas riquezas.
—Tengo lo suficiente para no necesitar dinero —dijo el rey de Saba—. Respecto al poder de sanar, considero que le sería más útil a un médico que a un soberano. Pero voy ha solicitaros un favor: si tenéis una hija, concededme el honor de entregármela como esposa.
El aparecido aceptó la nueva recompensa, aunque impuso una condición:
—A pesar de lo que ella pueda realizar, por mucho que os contraríe, jamás le llevéis la contraria. De no cumplir esta norma, mi hija os abandonaría al momento.
El rey contrajo matrimonio con la princesa yinn y convivieron en un ambiente de felicidad. Hasta que vino al mundo su primer descendiente, que fue un hijo.
Todavía se escuchaban los gritos de júbilo del pueblo, al conocer la noticia del nacimiento de un heredero, cuando la madre abandonó su aposento llevando al niño en los brazos. El rey la siguió con la mirada. Así vio que ella cruzaba por el salón principal y entraba en la cocina. Se detuvo junto a un caldero puesto sobre el fuego.
Sin mediar palabras, en una reacción inesperada, arrojó a su hijo a las llamas. El rey se quedó aterrorizado, sin poder creer lo que acababa de contemplar. Pero, al momento, recordó la promesa hecha a su suegro; y aunque le dolía un crimen tan atroz se sintió obligado a no formular ningún comentario.
Casi un año después volvió a sufrir otro momento aterrador. La reina acababa de darle una hija. Sin embargo, comportándose de la misma forma que la vez anterior, salió de sus aposentos meciendo en sus brazos a la pequeña. Su esposo la siguió presintiendo que iba a la cocina. Hizo un intento de impedírselo al cerrarle el paso.
Entonces la reina dio un grito, acudió un perro a su llamada y cogió con sus dientes a la princesita. Antes de que el monarca pudiera intervenir, el animal escapó con su presa. Sumido en una pena indescriptible, el rey permaneció callado, al entender que la promesa que le ataba a su suegro le forzaba a no reprocharle nada a su esposa.
Pocos meses más tarde, Saba se vio sacudida por una rebelión. El rey y la reina organizaron un poderoso ejército y, a la cabeza del mismo, marcharon a enfrentarse contra los sublevados. Una de aquellas noches, cuando se habían detenido a descansar en medio de una arboleda, se produjo un suceso de lo más insólito: unas manos invisibles echaron al suelo el cargamento que llevaban los camellos y, luego, se dedicaron a esparcir por la arena el contenido, que en su mayor parte eran las provisiones.
El rey intuyó lo que estaba ocurriendo, porque aquellas manos sólo podían corresponder a los yinns. Y éstos obedecían las órdenes de la princesa, en su condición de duendes de los vientos del desierto. En esta ocasión no pudo acallar sus quejas, al comprender que miles de hombres iban a perecer de hambre y sed. Por eso agarró a la reina por un brazo y la llevó a un lugar apartado. En éste se quedó mirando a la hierba, para terminar gritando muy enojado:
—¡Oh, tierra ingrata! He venido sufriendo sin protestar al contemplar cómo el fuego abrasaba a mi hijo o como un perro devoraba a mi hija... ¡Pero hoy has llevado demasiado lejos tu maldad, y seremos miles los hombres que moriremos!
—Te habría ido mejor de haber mantenido algún tiempo más tu paciencia —le reprochó la reina—. Has de saber que tu wazir (consejero principal) fue pagado por el enemigo para que envenenase todos los alimentos y la bebida. Si hubierais hecho uso de las provisiones, pronto estaríais muertos. No obstante, en las proximidades de este lugar hay un oasis, que os proporcionará todo el agua y la comida que necesitéis. En lo que se refiere a tu hijo, lo eché al fuego para que se hiciera más fuerte y, después, lo puse al cuidado de una nodriza; sin embargo, falleció hace unas semanas preso de una enfermedad desconocida. No ha corrido la misma suerte Balqis, tu hija, ya que el perro la llevó a un lugar seguro, lejos de nuestros enemigos. Hoy día crece llena de salud y hermosura.
Al mismo tiempo que estaba hablando el suelo comenzó a abrirse, con lo que se desplazaron muchas rocas y algunos árboles, iluminados momentáneamente por el resplandor que brotaba de las entrañas de la tierra. De allí surgió una bellísima joven de inmensos ojos oscuros y una espesa mata de pelo negro, la cual se quedó de pie ante ellos. Su padre la contempló y ella corrió a abrazarle.
Sin embargo, al producirse este contacto la reina desapareció; y nadie la volvió a ver jamás.
Con el paso de los años Balqis se transformó en una mujer de gran belleza, querida y agasajada en exceso por su padre. Pero un mal día éste sufrió una grave dolencia y murió. Heredó la corona el primo de Balqis, que era un ser perverso y lujurioso, al que ella detestaba desde siempre.
Una de las costumbres de este tirano era engañar a las muchachas más bonitas, para llevarlas a sus aposentos, donde las mancillaba. Enterada de tan abyecto proceder, la princesa tomó la decisión de atajarla. Un día mandó a un mensajero, para ofrecerse como esposa de su primo. Dado que el rey consideró que se le hacía una oferta que jamás había supuesto, la aceptó de inmediato.
En la misma noche de bodas, Balqis llegó al palacio encabezando un numeroso grupo de personas, entre las que destacaban sus guardias y sus doncellas. En el momento que se vio a solas con el rey, le convenció para que bebiese tanto que, al final, ni fuerzas le quedaron para mover las piernas sin caerse. Dado que se hallaba borracho, ella cogió una espada y le cortó la cabeza.
Un castigo que los sabeos aplaudieron, con lo que propusieron a Balqis que fuera su reina, comprometiéndose a honrarla y a servirle fielmente hasta el fin de sus días.
Sus nuevos súbditos construyeron para ella un palacio de ónice, mármol y alabastro, provisto de unas cúpulas doradas que casi llegaban al cielo. El esplendor del labrado trono, tan famoso en las leyendas árabes futuras, resultaba inconmensurable: baste mencionar que la corona del dosel alcanzaba los ochenta metros de altura; unas ramas magistralmente talladas se enroscaban por los laterales y la zona de atrás; y de cada una de ellas colgaban guirnaldas de hojas y manojos de flores que refulgían con el resplandor de innumerables piedras preciosas. Brillaba igual que el sol de las mañanas sobre las arenas del desierto.
Lo mismo que Balqis gobernaba con generosidad y justicia a su pueblo en el país de Saba, el rey Sulaymán, hijo de Dawud (David), llevaba los destinos de Palestina. Sulaymán, al que en Occidente se le da el nombre de Salomón, se había ganado la justa fama de sabio y, al mismo tiempo, era considerado profeta de Dios, lo que suponía que su mandato marchaba en la línea del equilibrio y la serenidad.
Cuando obtuvo el trono, suplicó a Dios que le concediese un mayor poder que el conocido por todos los soberanos que le habían antecedido. En respuesta a sus oraciones, le fue otorgado que los yinns y los demonios se pusieran a su servicio. Con esto se le brindó el dominio sobre los vientos y todos los animales, ya estuvieran en la tierra, en el aire o en el agua. También se le otorgó la facultad de dominar los idiomas, lo que supuso que pudiese dialogar con todas las gentes de la tierra, aunque viniesen de los extremos más alejados de la misma.
Cada vez que el rey Sulaymán decidía viajar, mandaba que su trono fuera montado en una plataforma de madera similar a una enorme alfombra. A la derecha y a la izquierda de la misma se sentaban los nobles de su corte, y detrás iban los yinns y los demonios. Cuando todos se hallaban bien acomodados, Sulaymán llamaba a las grandes aves, para que volasen encima de la plataforma, con el fin de que compusieran un palio que le defendiera de los rigores del sol. Seguidamente, ordenaba a los vientos que actuasen, para que el más fuerte se encargara de elevar la alfombra, mientras que los más ligeros se encargaban de que el rumbo fuese el correcto.
A primeras horas de una mañana, Sulaymán y su corte subieron en la alfombra y salieron en viaje hasta unos territorios muy lejanos. Sin embargo, entre las aves que servían de gigantesco parasol se encontraba la inquieta abubilla Yafur.
Horas más tarde, el rey sabio y los suyos aterrizaron en una llanura poblada de árboles para descansar. Este momento lo aprovechó Yafur para realizar algunas exploraciones sin que se advirtiera su desaparición. Estuvo unos momentos revoloteando juguetona, hasta que descubrió un magnífico huerto, en el que se encontraba una abubilla posada en la rama de un árbol frondoso. Yafur dijo su nombre como presentación, y su amiga le contó que se llamaba Afeer.
—¿De dónde provienes? —preguntó ella muy asombrada.
—De las tierras de Sham (Siria), ayudando a dar sombra a nuestro señor Sulaymán, el soberano más poderoso, que gobierna sobre los humanos, los yinns, los animales y las aves. ¿Y tú de dónde eres?
—De este mismo país, que es gobernado por la justa Balqis —contesto Afeer orgullosa—. Es soberana del reino de Saba y manda sobre más de diez mil señores. Si vienes conmigo, podrás comprobar su hermosura sin par.
—He abandonado mis obligaciones sin pedir permiso, Si tardara mucho, es posible que me echaran en falta —recordó Yafur bastante intranquila.
Por la tarde, el rey Sulaymán advirtió que el sol le estaba dando en la cara. Levantó los ojos hacia el cielo, y pudo comprobar que sus pájaros estaban desobedeciendo sus órdenes. En seguida comprobó que el hueco en el «parasol» correspondía al lugar que debía ocupar Yafur. Entonces llamó al halcón, el ave jefe, y exigió que se le informara sobre la desertora.
—Desconozco dónde puede encontrarse esa inquieta abubilla —expuso el halcón—. Yo no la he mandado a cumplir ninguna otra misión.
En seguida el halcón se entrevistó con la reina de los pájaros, el águila, y le ordenó que se encargara de localizar a Yafur lo antes posible. La alada soberana se lanzó al aire, dispuesta a recorrer el país intentando dar con la abubilla. Al poco rato la vio saliendo del Yemen con un vuelo lento, propio de un ave que se siente muy triste.
Y antes de que la desertora dispusiera de tiempo para explicarse, el águila cayó sobre ella.
—Recuerda a quien te hizo más fuerte que yo —rogó Yafur—. Ten piedad de mí. Si me perdonas la vida, podré contar a nuestro señor Sulaymán algo muy importante.
Para ser creída la abubilla había adoptado una postura de sumisión: la cabeza agachada y las alas vencidas. Fue llevada ante el rey sabio, el cual se mostró enojado con la desertora, por eso la reconvino con severidad, y hasta llegó a decirle que iba a matarla.
—¡Oh, sublime monarca del mundo, he podido ver a una reina celestial, de una hermosura que envidiarían las mujeres más bellas que hayáis conocido! Vive en un palacio excelso y se sienta en un trono extraordinario. Sin embargo, tanto ella como su pueblo adoran al sol —balbuceó muy intranquila Yafur, casi sin fuerzas en la lengua.
—Voy a perdonarte por ser la primera vez. Anda, vuela a ocupar tu lugar de trabajo —decidió el rey rigurosamente.
Sin embargo, había quedado intrigado por lo que acababa de oír. Esto le decidió a escribir una carta a la reina de Saba. En ésta le comunicaba:
«Os conmino a ti y a todo tu pueblo a que veneréis al único Dios auténtico y que abracéis el Islam.» Finalizó el comunicado invitando a la soberana a que le visitara en su país. Por último, ordenó a Yafur que llevara el mensaje a Balqis.
Ésta se hallaba sola en sus aposentos cuando la abubilla entró por una de las ventanas, que alguien había abierto para aliviar el calor. El mensaje le cayó en el regazo. A la reina le sorprendió mucho la carta. Se quedó pensativa, sin encontrar la respuesta adecuada. Al día siguiente celebró una reunión con su corte para informarles:
—He recibido un mensaje de un poderoso rey, el cual nos pide que acudamos ante él dispuestos a someternos a su Dios. Propongo que le enviemos un obsequio que nos pruebe si es un profeta.
Después entregó a uno de sus sabios un pequeño recipiente de cristal, en el que se había introducido una gran perla sin perforar y una enorme esmeralda taladrada defectuosamente. Esto debía ser entregado personalmente al rey.
Sulaymán se hallaba acompañado de su corte y del numeroso grupo de yinns, demonios, animales y pájaros. Cuando tuvo en sus manos el recipiente de cristal, esperó a saber en qué consistía la prueba:
—Mi soberana desea que perforéis la perla y, después, enhebréis la esmeralda mal taladrada que ahí se guardan —dijo el sabio—. ¿Podréis realizarlo?
De la primera tarea se cuidó la carcoma, al perforar la perla con suma velocidad y eficacia. Seguidamente, intervino la oruga, recogiendo una hebra de hilo con la boca y, arrastrándose por el interior de la esmeralda, la atravesó por completo. Esto significó que el rey pudiera introducir y la perla y la gema en el recipiente de cristal y, luego, se lo devolviera al sabio.
Balqis decidió aceptar la religión de ese Dios que concedía tantos dones. De esta manera, Sulaymán se vio ante una mujer cuya hermosura esplendorosa empalidecía todo lo bello que había en la corte... ¡De tan perfecto como era su físico, los que no creyeran en un solo Dios hubieran pensado que tenían delante a una diosa!
—Me gustaría que respondieras a un acertijo, oh, el más sabio de los monarcas del mundo —pidió Balqis.
—Por difícil que sea yo te ofreceré la solución —contestó Sulaymán.
—¿Qué agua hay en el mundo que no tiene relación con la tierra ni con el cielo? —preguntó ella.
Los yinns dieron en seguida con la respuesta y la susurraron en el oído de su rey.
—La cosa es sencilla —dijo éste—. Si todos mis caballos galoparan por el desierto hasta que el sudor chorreara por sus patas, y yo encargase que fuera recogido en una jarra, podría contar con un agua que no proviene del cielo ni de la tierra.
Al contestar el acertijo, el rey y la reina alcanzaron el privilegio de gozar de su compañía en la intimidad. Se cuentan mil leyendas sobre este encuentro, que algunos calculan que duró varios meses o algunos años. Miles de sesiones de sensualidad; mientras, los yinns y los demonios les amenizaban las veladas con su música, sus cantos y preparándoles unos banquetes paradisíacos.
Hay quien escribió que el rey Sulaymán llegó a casarse con la reina de Saba, después de que los yinns fabricasen un producto que quitó para siempre el vello de las piernas de Balqis.
Claro que son más los historiadores partidarios de que la reina de Saba regresó a su país, pasada una larga temporada de amor. Seguía creyendo en un solo Dios: el de su amante. Una vez en su palacio, terminó contrayendo matrimonio con un rey que siempre había sido su aliado. Los dos vivieron en paz, siendo ayudados también por los yinns. Dado que éstos siguieron las órdenes de Sulaymán: se encargaron de edificar infinidad de palacios y fortalezas, sirviendo a la reina de Saba hasta la muerte del monarca profeta.
Fin