Publicado en
febrero 03, 2016
Si la hija salió hippie, si mas tarde se casó y luego se divorció, ¡pobrecita!, fue que mamá le dijo... o no le dijo... o usaba unos pantalones... ¡horribles!
Por Elizabeth Subercaseaux.
Las mamás de antes eran unas señoras que estaban por ahí. Nunca sabían los hijos, con certeza, dónde se encontraban. Solían aparecer de repente, a la hora de las tareas, para echar un vistazo y preguntar si estaba todo bien. Después desaparecían con el mismo sigilo con que habían llegado, como volando, dejando una estela de perfume y olor a flores.
La mayoría de los escritores de comienzos de siglo recuerdan a una mamá medio inalcanzable, etc. , de manos finas y uñas perfectas, blanca como una rosa blanca, parecida a un hada y casi igual a la Virgen María. Encantadora siempre.
Es que las mamás de antes eran como un suspiro, y los hijos crecían mirándolas desde lejos, adivinándolas, soñando con ellas y sus suavidades, sintiéndose premiados cada vez que podían darles un beso.
Además, las casas se prestaban para cobijar en un ala a los hijos y por allá, a la mamá. La mamá tenía su cuarto, su baño propio, su salita para tejer y algunas veces, su patio. Ella se paseaba regando las flores y sumida en quién sabe qué pensamientos lejanos, mientras los hijos jugaban en el patio de al lado, bajo la mirada de una "nana".
Pero, claro, todo eso no podía continuar así. En la vida moderna no había cupo para una mamá sumida en su mundo propio ni para "nanas" encargadas de la crianza de los hijos.
Las casas se achicaron, las "nanas" comenzaron a trabajar "puertas afuera" y las mamás tuvieron que hacerse cargo del mercado, la cocina, la educación de los chiquillos, el planchado, las reuniones del colegio y el marido. A poco caminar, la señora etérea, bella y suspirante, se convirtió en una mujer agotada, más bien aburrida de la vida, que subía y bajaba escaleras con un plumero en una mano y la lista de las compras en la otra.
Hacia los años cincuenta, la convivencia entre las mamás y los hijos se estrechó... Y yo no sé qué fue, exactamente, lo que pasó, pero lo cierto es que de allí en adelante, la mamá pasó a tener la culpa de todo. Si la chiquilla salía hippie, era la culpa de la mamá. Si salía ensimismada y taciturna, quien tenía la culpa era la mamá. Si le iba bien, si le iba mal, si encontraba trabajo, si la echaban de todas partes... La culpa de la mamá. Y más tarde, si se casaba y luego se divorciaba, ¿quién tenía la culpa? ¡La mamá!
Para la generación que nació hacia finales de los sesenta, la cosa se puso aún más grave. Era frecuente escuchar a las jóvenes de quince años enfrentando a la mamá: "¿Por qué me obligaste a ir a la fiesta de cumpleaños de Cristina cuando yo tenía doce años? ¿No te diste cuenta que yo no quería ir a esa fiesta?" "¿Por qué no me dijiste que era mentira que a los bebés los traían las cigüeñas desde París?" "¿Por qué ibas a buscarme al colegio con los labios pintados y esos pantalones que me daban vergüenza?"
También era frecuente escuchar historias de los siquiatras (que de pronto se pusieron de moda) intentando convencer a sus pacientas de que todo cuanto les había sucedido en la vida, tenía sus raíces en la relación con la mamá. Una podía ir al siquiatra porque estaba gorda, pero lo probable es que el doctor, en vez de recomendarle que dejara de comer chocolates, le recomendara revisar la infancia. A ver si la mamá le pegó o no le pegó una cachetada, si le dio o no le dio un beso de buenas noches, si le preguntó o no le preguntó cómo le fue en el colegio, si le dijo o no le dijo que la primera menstruación podía ser dolorosa. "¿No le dijo nada? ¡Ah! Ahora me lo explico. Ahora me explico por qué está tan gorda usted, es por la ansiedad que produce el vacío que deja la ausencia de la madre, porque mire, cuando la imagen de la madre es la imagen de una mujer ausente y lejana, que no está al alcance de nuestros anhelos de niños..." ¡Pamplinas!, habría dicho mi abuela.
Hacia los setenta se puso de moda el método de "Fisher Hoffman", un sistema demencial, inventado quién sabe por quién, que consistía en que el "paciente" debía escribir en un papel todo lo que no le gustaba de su existencia culpando a su mamá de todo cuanto le estaba aconteciendo en la vida. Del marido que se fue con la secretaria, de los dos niños que sacaban malas notas en el colegio, de sus horarios de trabajo y hasta de los veinte kilos que ganó con el divorcio. La mamá tenía la culpa. Hasta que Anita se encontró con un siquiatra que le recomendó hacerse el "Fisher Hoffman". Y pasó tres meses encerrada en su casa, escribiendo en un papel los defectos de su mamá y confeccionando un listado de rencores escondidos. "Es para liberarme de ella y ser yo misma", explicaba. El siquiatra la había convencido de que Anita había "superpuesto" la imagen de su madre sobre su propia imagen. Y ahora, resultaba que Anita no era ella, sino su mamá, y si Anita no lograba liberarse de su madre, "extirparla de su vida" (dijo el doctor), estaba condenada a vivir el papel de la mamá y no el suyo. Para liberarse tenía que anotar en un papel todo lo que le cargaba de su madre, no importaba que la terminara odiando. "Es sano atreverse a odiar a los padres", dijo el doctor. Y Anita se lanzó a la tarea. Al tercer mes de estar encerrada escribiendo tonteras, terminó aborreciendo a su madre, cuatro kilos más gorda, extenuada y sin trabajo, porque el jefe la despidió. "Por faltar sin justificación". Y la pobre mamá de Anita, sin entender ni una palabra de lo que estaba susucediéndole a su hija, llegaba a visitarla, preguntándole: "Pero, ¿qué te hice, Anita?" Y ella, a modo de respuesta, le lanzaba la puerta en la cara.
Pasó dos años sin verla, negándose a contestarle el teléfono, hasta que un día, alguien le avisó que su madre había muerto dejándole una notita, breve, muy breve: "Yo quiero pedirte perdón Anita, pero no sé por qué".
Cuando llegué a Estados Unidos, pensaba que esto de andar echándole la culpa de todo a la mamá era una moda latinoamericana. Sin embargo, me encontré con que aquí, el problema es muchísimo más serio. Y no sólo se ve dentro de las casas, sino que lo ventilan hasta en la televisión. El otro día me tocó ver el programa de Oprah Winfrey. Oprah había invitado a su programa a un grupo de mamás con sus hijas. "Hijas que odian a sus madres" , se llamaba el programa de aquella tarde. Y allí estaban. Unas chiquillas con cara de odio, chasconas, gordas casi todas, mirando a unas señoras (que eran sus mamás) como quien mira a un asesino de niñitos.
"Y a usted, ¿qué le pasó con su mamá?", le preguntó Oprah a una de las chiquillas. Y ella, con una cara de fiera como para salir arrancando, miró a su madre directo a los ojos y le dijo: "Aborrezco todo lo de ella. Su olor, sus vestidos, esa manera que tiene de decirle a mi papá que le dé la plata para el arriendo, la forma cómo me peinaba cuando yo era chica, pero lo que más odio es el timbre de su voz" . Y la pobre señora (me recordó a la mamá de Anita) la miraba impotente, con los ojos llenos de lágrimas, incapaz de articular una sola palabra.
Otra de las invitadas al programa odiaba a la mamá por haber sido tan sumisa con el papá. "Porque no tiene personalidad propia y pasa la vida con cara de víctima".
Una tercera aborrecía a su madre porque cuando ella tenía diez años, la mamá se enamoró de otro hombre. Y la mamá, medio llorando, explicó que sí, que se había enamorado del que ahora era su segundo marido, porque el primer marido le pegaba, tenía amantes en cada esquina y solía pasar dos meses sin aparecerse por la casa. Pero la hija, lejos de comprender ninguna de esas razones, se dirigió a Oprah y le dijo: "Mire, Oprah, mi mamá podrá decir lo que tenga ganas, pero para mí, es una prostituta".
Hacia el final del programa, una persona del público, le preguntó a una de las mamás: "¿por qué se ha prestado usted, para venir a ventilar esta clase de problemas frente a las cámaras de televisión?" La señora miró a su hija y luego dijo: "Porque hace tres años que no estoy con mi hija sin que nos gritemos, y ahora, frente a todo el país, quisiera pedirle que tratemos de ser amigas". Le estiró una mano y la chiquilla le volvió la espalda.
¿Qué diablos pasa?, me pregunto. ¿Qué tiene que ver la mamá con nuestras propias neurosis? ¡Madre santa! Quiere decir que ya ni siquiera somos capaces de ser adultos. "¡Give me a break!", dirían los norteamericanos, ¡basta ya de cuentos!
Si las mamás fueran eternas, no importaría tanto culparlas de lo que nos pasa, pero sucede que las mamás se mueren también, como toda la gente. Y ahí queda una, la hija furiosa. Triste y arrepentida... Para siempre.
ILUSTRACION: MARCY GROSSO
Fuente:
REVISTA VANIDADES, ECUADOR, ABRIL 28 DE 1992