Publicado en
enero 17, 2016
Ahora el hombre se relaciona de manera distinta con su trabajo. Y lo peor es que le ha pasado a la mujer esa especie de locura...
Por Elizabeth Subercaseaux.
Yo prefiero como era antes. Definitivamente, prefiero como las cosas eran antes. No teníamos tres televisores, vivíamos en casas mucho más modestas, si alcanzaba la plata se compraba un auto y, si no, se andaba en bus, no existían maquinitas para el teléfono y la palabra competencia solamente andaba en boca de unos cuantos banqueros, que no alcanzaban ni a gozar de la vida, porque a los 50 años "paraban las patas" y se convertían en los muertos más ricos del cementerio.
La relación con el trabajo era sana. Se trabajaba para vivir y no se vivía para trabajar. Mi abuelo siempre decía que si no fuera por las partidas de "cacho" en el club, su vida habría terminado veinte años antes, "y la mía habría sido bastante más tranquila", suspiraba mi abuela; pero lo cierto es que él sabía combinar las cosas: un ratito en la casa, otro ratito en la oficina y toda la tarde en el club. El nunca fue rico y nunca le importó. Murió cuando ya no le quedaba nada más que hacer en este mundo y diez minutos antes de su muerte declaró que estaba encantado de partir y que daba gracias a la vida. Lo único que pidió fue que no olvidaran poner su baraja de naipes y sus dados en el cajón.
¿Cuántos hombres de nuestros días entienden la vida así? Yo no conozco a ninguno. El empresario, el ejecutivo, el médico, el profesor, el arquitecto, el oficinista, el político... la mayoría de los hombres de hoy en día no han visto nunca un pollo con plumas, no saben que la luz de la mañana es azulada y la de la tarde, amarillenta; no se han fijado en los distintos verdes de los árboles, jamás han visto un pedazo de sol encerrado en una botella, pasan el día frente a una computadora, un cenicero, una taza de café o viendo los rostros cansados de cinco colegas de trabajo, y cuando llegan a la casa están tan agotados, que solamente atinan a encender el televisor, afirmando que la pantalla los relaja.
¡Quién sabe de dónde salió esa idea tan absurda de que la felicidad está en un Mercedes-Benz y en ser el hombre más poderoso de la empresa! Pero desde que empezó la carrera por tener más cosas y ser exitoso, el hombre se está relacionando con el trabajo de manera completamente enfermiza. Se levanta al alba, toma el tren o se interna en una carretera, deja el auto en un estacionamiento y, de ahí para adelante, el pobre oficinista pierde la cuenta de todas las cosas que tiene que hacer durante el día.
Esta ha sido desde hace mucho tiempo la manera de ser masculina; el problema es que ahora la locura se ha pasado también a las mujeres. Se acabó aquello de que la mujer es la que está en la casa poniendo flores en el florero, preparando una rica comida y equilibrando los vaivenes de la familia. Observe a cualquier mujer que tenga un cargo ejecutivo, que esté a la cabeza de una empresa, que esté metida en política... y verá cómo se está matando.
Reuniones en la mañana, un almuerzo a toda carrera, más reuniones por la tarde, llamadas a larga distancia, viajes innecesarios, cartas para arriba y cartas para abajo... todo eso le provoca un estrés insoportable.
Ocurre que como a la mujer le ha costado mucho más que al hombre llegar al cargo que desempeña, pasa la vida dando examen... que no vayan a creer que ella, por ser mujer, es menos capaz, menos eficiente o despreocupada con su trabajo, que no vayan a decir "¡Ah, mujer tenía que ser!". Si es escritora trata de investigar el doble antes de escribir un libro, no se vayan a reír de ella, no vayan a empezar con el cuento de que su literatura es liviana; si es empresaria se mete hasta en el precio de las cajas de fósforos que han comprado, no vayan a creer que por ser mujer es manirrota o desordenada. Siente que debe hacer las cosas perfectas y termina sometiéndose a una intensidad aún mayor que la de los hombres; no para en todo el día, no delega en nadie por temor a que no hagan las cosas como a ella le gusta, intenta abarcar el máximo de responsabilidades y el resultado es que la mitad de las cosas que hace, las está haciendo mal y, encima, se está echando al personal, se va neurotizando, empieza a engordar (porque para matar la angustia, come), para calmar sus nervios, fuma, y en la noche, cuando por fin ha quedado otro día atrás, llega a la casa rabiosa y a veces se duerme llorando.
Hasta ahora nadie ha logrado explicar cuál es el beneficio de vivir la vida así, porque la verdad es que a esta mujer de la que hablamos comienza a irle mal en las únicas cosas realmente importantes: el marido anda con cara de furia la mitad de la noche (único rato en que lo ve), los chiquillos se disparan cada uno por su lado, la hija mayor ha decidido que ella nunca se casará ni tendrá hijos, porque "si esto es el matrimonio, prefiero quedarme soltera"...
La solución no es, desde luego, dejar de trabajar, sino empezar a trabajar racionalmente. ¿No alcanzó a hacer esa llamada? No la haga, no importa, nadie se va a caer muerto porque usted no hizo la llamada. La puede hacer mañana. ¿Ese viaje es o no es indispensable? Si no es indispensable, no vaya, no se acabará el mundo ni se chocarán las estrellas porque usted no va. ¿Está escribiendo un libro y se siente angustiada porque piensa que si no lo termina pronto, no lo terminará nunca? Deje su libro tranquilo; si no lo termina, a nadie le importará un pepino, se escriben miles de libros al año y se publican otros miles; la humanidad no perderá nada si no aparece su libro. ¿Piensa aceptar ese trabajo extra para ganar el doble de sueldo? No lo acepte. ¿Para qué va a servirle el doble del sueldo si el doble de trabajo va a terminar enfermándola? Más vale que hable con ese jefe explotador que tiene y le haga entender que su trabajo vale un salario decente.
Un día, mi tía Amanda se miró en el espejo del baño de su oficina y lo que vio reflejado en el cristal le produjo espanto. Estaba pálida, envejecida, le había salido una papada que nunca antes había notado, tenía surcos en todas partes, el pelo medio blanco, la piel ajada, en fin, las huellas de los años; pero no fue eso lo que la asustó, sino esa cara de estrés tan grande que por primera vez descubría. Trató de sonreír y no pudo; tenía las mandíbulas apretadas de tanto fumar, de tanto reclamar porque las cosas se hacían mal, de tanto hablar por teléfono, de tanto mirar a la computadora revisando las cuentas de la empresa y de tantos malos ratos que pasaba. Al cabo de unos minutos de estar observando ese rostro entristecido que parecía el de otra mujer, tomó la decisión de renunciar ese mismo día.
—¿Te volviste loca, Amanda? —le preguntó su jefe.
—Sí, por suerte —le dijo ella y agarró su bolso, su impermeable, le dio un beso a cada uno de sus colegas y enfiló rumbo a su casa, a su tiempo, a su salud mental, a su marido, a las flores de su jardín, a su única vida y a su libertad.
ILUSTRACION: MARCY GROSSO
Fuente:
REVISTA VANIDADES, ECUADOR, AGOSTO 27 DE 1996