Publicado en
enero 27, 2016
Mi abuela decía que a los 50 años había que sentarse a reflexionar. Echar una repasada. Eso fue lo que hizo mi tía Cristina. Se sentó frente al espejo a ver cómo la había dejado el medio siglo. Y lo que vio le gustó. Tenía el pelo negro, el busto más o menos levantado y sólo 10 kilos de más...
Por Elizabeth Subercaseaux.
¿Qué hace una cuando cumple medio siglo de vida? ¿Se sienta a llorar a gritos porque la vejez está mirándola fijo desde el umbral de la puerta? ¿Piensa que menos mal que las cosas para la mujer han cambiado un poco y tener cincuenta años ya no es sinónimo de vieja, ni de buena para nada, ni de jubilada del amor, del sexo y otros triunfos? ¿Se mira al espejo y procura descubrir la clave de sus ojos serenos, como hizo mi tía Cristina? ¿O no hace nada distinto y sigue dejando pasar la vida, pase lo que pase, venga como venga y hasta que lo disponga Dios?
—Cuando cumpla los cincuenta años voy a ser sabia y voy a entender todas las cosas de este mundo —le decía segura a mi hermano Tomás cuando yo tenía siete años y él sólo seis.
—Cuando cumplas cincuenta años vas a estar vieja como una secuoya, arrugada como una iguana, y muerta —me contestaba invariablemente él.
Yo creí que nunca me iba a llegar la hora del medio siglo, esas cosas le pasaban a otra gente... Pero, claro, me llegó como a todo el mundo y aunque no me siento vieja como secuoya, ni arrugada como iguana, ni muerta, cada día entiendo menos cosas de este mundo y, de más está decir, que no terminé convertida en sabia ni mucho menos.
Mi abuela decía que a los cincuenta años había que sentarse en una silla y reflexionar. Echarle una buena repasada a la vida para atrás e intentar descubrir la clave de las cosas.
Por qué uno había sido feliz, por qué había sido desgraciado, qué había hecho mal, cómo podría haberlo hecho mejor, qué cosas fueron gratuitas, cuáles fueron importantes, por cuáles valió la pena jugarse y por cuáles no.
Eso fue lo que hizo mi tía Cristina. Cuando cumplió cincuenta años, se sentó frente al espejo a ver cómo la había dejado el medio siglo. Y lo que vio le gustó. Todavía tenía el pelo negro, el busto más o menos levantado y sólo diez kilos más de peso. Su rostro aún lucía algo de la tersura de antes y sus ojos seguían reflejando esa misma mirada serena que surgía desde lo más profundo de sus pupilas brillantes.
"Gracias a la vida", suspiró e inmediatamente se puso a entonar, despacito, la canción de Violeta Parra. "Gracias a la vida, que me ha dado tanto...".
Gregorio no la había engañado nunca, los cuatro hijos gozaban de buena salud, no eran drogadictos, ni políticos corruptos, ni médicos sinvergüenzas, ni abogados multimillonarios. Todos se habían casado con muchachas decentes, dedicadas por entero a quererlos y al hogar, y salvo el menor, que había tenido la mala idea de ser escritor, todos vivían bien y sus trabajos eran honrados.
Sus dos nietos la tenían enferma de orgullo, y su perro, salvo unas pocas pulgas, no había sufrido males mayores y ya los había acompañado durante más de quince años.
Ella no era rica ni nada por el estilo, pero no le faltaba nada importante, tenían justo lo necesario para vivir tranquilos, se daban uno que otro gusto y como Gregorio era el hombre menos gastador de la Tierra y ella nunca había sido consumista, vivían contentos con lo poco que tenían.
Su trabajo no era el mejor trabajo de la Tierra, ganaba sueldo de mujer y nunca le sobraba un peso; su jefe era abusivo y explotador, pero se entendía bien con los compañeros de trabajo y lo que hacía le gustaba. Su casa era vieja y no muy espaciosa y su auto partía cuando le daba la gana; pero así y todo, se sentía feliz.
De pronto pensó que había muchas mujeres como ella, con la misma suerte de ella, pero no eran felices. Andaban por la vida arrastrando una cierta tristeza, como si les doliera el corazón. No se quejaban, no hablaban de su desdicha, pero en el fondo de sus ojos era posible adivinar la frustración y el desengaño.
"¿Cuál podría ser la clave de su felicidad?", se preguntó ese día y al cabo de un momento cayó en la cuenta de que, en su caso, la clave había sido el amor.
Ella había sido afortunada con el amor, se había sentido amada siempre. No era que Gregorio fuera el hombre más atractivo de la Tierra, pero ella lo quería. Roncaba como locomotora todas las noches, era sonámbulo y amanecía con el genio descompuesto. No se le podía hablar antes de las doce del día, no comía más que sardinas con ensalada de repollo y papas fritas, y nunca en toda su vida había ganado un sueldo verdaderamente decente. Pero así y todo, ella lo quería.
Gregorio medía un metro cincuenta y cinco, tenía una barriga más bien prominente, había quedado calvo a los treinta años y resultaba bien difícil conversar con él, porque era bizco. La verdad es que era el hombre más feo de cuantos se había visto por aquellos lados, pero mi tía lo quería.
Se habían conocido en una fiesta, cuando mi tía tenía apenas 15 años y Gregorio 16. Mi tía salió al jardín a tomar aire y ahí, junto a una fuente de agua, estaba él. En ese tiempo era delgado y un mechón de cabello lacio le caía en medio de la frente. El también se había sentido ahogado adentro y había salido a tomar un poco de aire fresco, le confesó que no le gustaban las fiestas, prefería los panoramas al aire libre o leer, y la estridencia de la música lo exasperaba notablemente.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó él a mi tía.
—Cristina —le dijo mi tía, intentando verle el color a aquellos ojos escurridizos y preguntándose cómo se las arreglaría para leer con un ojo mirando al norte y el otro mirando al sur.
Así había empezado todo.
A partir de entonces, no se separaron más. Gregorio empezó a enviarle flores y poemas. Las flores eran del jardín de su mamá, los poemas de Neruda. "Me gustas cuando callas porque estás como ausente", le escribía. Otras veces le enviaba listas de "te quiero" en distintas lenguas.
Cuando se casaron, mucha gente pensó que el matrimonio estaba destinado al fracaso. Mi abuelo, desde luego, vaticinó lo peor de lo peor.
—Con este pelafustán no vas a llegar a ninguna parte —le dijo el día de la boda, y mientras mi abuela la interrogaba con los ojos, sus amigas se preguntaban cómo había podido casarse con ese espantapájaros con olor a sardinas.
Pero como el amor encierra los misterios más insondables, aun contra todos los malos pronósticos de su familia, mi tía Cristina fue feliz.
Fue feliz en las buenas y en las malas, en las duras y en las maduras, en los altos y en los bajos del amor. Bizco y todo, con su barriga y sus defectos, Gregorio siempre había estado a su lado.
Ese día de su medio siglo recién cumplido, lo que mi tía Cristina entendió frente al espejo fue muy simple: de los cincuenta años lo que menos importa en realidad es cumplirlos.
ILUSTRACION: MARCY GROSSO
Fuente:
REVISTA VANIDADES, ECUADOR, DICIEMBRE 06 DE 1994