Publicado en
diciembre 30, 2015
Mi tía Eulogia, que estaba viviendo en Pennsylvania, se descubrió un bulto del tamaño de una mandarina en la ingle y empezó a dar gritos: "¡Hasta aquí llegué!", le dijo sollozando a Roberto. Esa misma tarde fueron a ver al doctor...
Por Elizabeth Subercaseaux.
En tiempos pasados las mujeres se enfermaban de tuberculosis, de pena, de fatiga, de amor, de resfriados que duraban tres meses, y de ganas de salir arrancando. Pero ahora, insertas de lleno en el fatigoso y estresante mundo masculino, teniendo que hacer cosas de hombre todo el día, levantar pianos, mover sillones, encerar la casa, escribir en las computadoras, ser gerentes de empresas, directoras de revistas, médicas y tractoristas, se están enfermando de cosas de hombre. Cunden los infartos, las hernias, las presiones altas, los colesteroles anormales, las piedras en los riñones, en la vesícula... De casi lo único que no se enferma la mujer de fin de siglo XX es de la próstata, porque no tiene.
Hace un par de semanas, mi tía Eulogia, que se encuentra viviendo por un tiempo en Pennsylvania, estaba en la ducha cuando de pronto miró hacia abajo y en vez de ver su vientre liso (que tanto esfuerzo le había costado), sus muslos más delgados después de la rigurosa dieta y sus pies flacos de dedos finos, lo que vio fue un bulto del porte de una mandarina encima de su muslo derecho, en la ingle. Se puso a gritar como condenada a muerte (y ése era justamente el sentimiento que la invadía), hasta que entró Roberto asustadísimo, creyendo que le había ocurrido algo grave.
—¿Qué te pasa?
—Hasta aquí no más llegué —le dijo mi tía, sollozando— te dejo mi cuenta corriente, mi pulsera de oro, la computadora, mi guitarra y las obras completas de Henry James.
—¿De qué estás hablando, Eulogia? Dímelo, por favor.
—Mira la mandarina.
—¿Cuál mandarina? —preguntó Roberto, temiendo que su mujer se hubiera vuelto loca de remate.
—La que me salió en la ingle, cuál va a ser —bramó mi tía, al borde de un ataque de histeria.
Y ahí fue cuando Roberto bajó la vista y vio el bulto. Efectivamente, era del tamaño de una mandarina. La ayudó a salir de la ducha y a secarse, y esa misma tarde fueron al doctor.
—No es tumor ni usted se va a morir en cuatro días —le dijo amablemente el doctor Klinger—. Lo que tiene, señora, es una hernia.
—Una hernia. Pero si eso es enfermedad de hombres —rugió mi tía.
—Era —le dijo el doctor circunspecto, y enseguida le preguntó si quería operársela ahora o en seis meses más.
Ante la cara de estupor de mi tía, el doctor Klinger le explicó que en los Estados Unidos no se obligaba a ningún paciente a operarse de nada. Allí los derechos civiles funcionaban y la gente tenía derecho de operarse, de no operarse, de morirse, de lo que le diera la gana.
—Así que usted decide, señora.
Y mi tía, con los ojos nublados de lágrimas, recordó su antigua operación de apendicitis en su país latinoamericano, cuando el doctor Rolando González, íntimo amigo de la familia, la había tomado de ambas manos y le había dicho con una sonrisa paternal y amorosa:
—Eulogita, es mejor que te operes, mi linda, yo te voy a dar unos caramelos en cuanto haya terminado este mal rato, no te preocupes. Tu tío Rolando tiene manos de Dios, confía en mí.
Y la había llevado abrazada al quirófano, donde estuvieron bromeando con los anestesistas y con la enfermera, y donde una gorda con cara de abuela milenaria le había dado un pedacito de chocolate antes de ponerle la mascarilla, "para que tenga un sueño dulce, mi niña", le había dicho. Y ella había entrado al mundo de la anestesia como un ángel que entra al cielo .de vuelta.
Despertó a las dos horas con Rolando González al lado de su cama, con uno de los anestesistas alcanzándole una muñeca y con los rostros de su mamá y su papá que la observaban emocionados.
Ahora nadie decidía por ella.
—Me opero cuanto antes —dijo.
Y a partir de ese momento se echó a andar la maquinaria de la máxima eficiencia norteamericana. Lo primero que le pidieron hacer fue firmar un papel donde autorizaba a que la operaran, que le tomaran fotos (para estudio solamente), que el doctor hiciera lo que creyera necesario en caso de urgencia y que, además, ella juraba estar consciente de que todo podía salir mal y que incluso era posible que muriera en la operación.
Alguien le explicó que todo aquello era para proteger al doctor y al hospital en caso de un pleito y ella firmó con la mano temblorosa.
Luego la sometieron a todos los exámenes imaginables; una enfermera que nunca sonrió la estuvo interrogando con total profesionalismo por espacio de tres horas y, finalmente, le dijeron:
—El lunes a las siete en punto en la sala verde del hospital.
A las siete llegó a la sala verde, donde la estaba esperando otra enfermera.
—Venga —le dijo y la condujo a otra sala, donde había cuatro camillas, cada una con el nombre del paciente a los pies—. Esta es su camilla, sáquese la ropa y métala en esta bolsa.
Mi tía, entregada a su destino, hizo caso y se desvistió.
—Páseme el brazo para inyectarle el suero. En 5 minutos la vienen a buscar.
Y en 5 minutos justos llegó un hombre recién afeitado, recién lavado, recién planchado, recién todo, con un delantal y un gorro verdes.
—Yo soy el anestesista —le dijo y le clavó una aguja en el suero que la enfermera le había dejado instalado.
En menos de un instante mi tía se esfumó en los vapores del Pentotal. Despertó en una pieza con una señora quejándose en la cama de al lado; 20 minutos más tarde entró Roberto y le dijo que ya la habían dado de alta y se la llevó a la casa. Nunca vio al doctor Klinger, nadie le dio ningún chocolate y nunca supo lo que le habían hecho... hasta que cuatro días más tarde se quitó la venda que le habían dejado puesta y vio que la mandarina había desaparecido y en su lugar había una cicatriz de una cuarta de largo.
ILUSTRACION: MARCY GROSSO
Fuente:
REVISTA VANIDADES, ECUADOR, MAYO 06 DE 1997