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noviembre 06, 2015
El doctor Epstein en un quirófano del Centro Médico de Nueva York. Foto: © Lou Manna.
Las palabras lo confundían; los números lo abrumaban. Y sus padres empezaron a preocuparse.
Por Fred Epstein.
EL RECUERDO de aquel día sigue vivo en mi memoria. Me encontraba ante el pizarrón, en la escuela primaria, concentrado en escribir unas palabras que me había dictado la maestra. Cuando me aparté de lo escrito, la risa de mis compañeros me indicó que había cometido algún grave error. ¿De qué se reían? No tenía idea.
—¡Fred, hiciste todas las "e" al revés! —me reconvino la maestra.
Al año siguiente las cosas fueron de mal en peor. Por mucho que me aplicara, no entendía la aritmética; hasta sumar dos y dos me costaba trabajo. ¿Qué me pasa?, me preguntaba constantemente.
Transcurrió un año más, y la preocupación de mis padres iba en aumento. "¿Qué va a ser de Fred?", repetía mi madre. Los dos habían triunfado en la vida y tenían en mucha estima la excelencia académica. Mi padre, Joseph, se había graduado en la Facultad de Medicina de la Universidad Yale y había llegado a ser un psiquiatra eminente. Mi madre, Lillian, era una trabajadora social psiquiátrica con grado de maestría. Simon, mi hermano mayor, no tenía problemas en la escuela, y Abram, el menor, también estaba en camino de ser un alumno brillante.
Y heme allí, comprometido en la lucha, pero a punto de claudicar. Con frecuencia me fingía enfermo para librarme de la escuela. Hacia el final de la primaria me empezó a perseguir la idea de que tal vez no era inteligente. Pero mi maestro, Herbert Murphy, me hizo cambiar de opinión. Un día, después de las clases, me llamó aparte para mostrarme el examen que le había entregado. Todas las respuestas estaban marcadas como incorrectas.
—Sé que entiendes este tema, Fred —me dijo—: ¿Te parece bien que lo repasemos?
Tomé asiento, y él comenzó a repetir las preguntas para que yo se las fuera contestando oralmente.
—¡Muy bien! —exclamaba después de cada respuesta, con una sonrisa radiante—. ¡Estaba seguro de que lo sabías!
Dio por buenas todas mis respuestas en el papel, y cambió mi nota de reprobado a aprobado.
El profesor Murphy me enseñó a recordar cosas relacionando palabras de distintas maneras. Por ejemplo, yo era totalmente incapaz de pronunciar la palabra "alarma" cuando la veía escrita.
—Para que te acuerdes —me aconsejó—, imagínate que tienes un amigo llamado Al que sabe arreglar bicicletas. Un buen día tu bicicleta se desarma, y te dices: "Al la arma". Cada vez que veas la palabra "alarma", piensa: "Al la arma". Así podrás pronunciarla.
Dio resultado. Desde entonces, cada día, no veía la hora de que se terminaran las clases para quedarme en la escuela con el profesor Murphy. ¡Era tan paciente, y me alentaba tanto!
—Tú eres inteligente, Fred —me dijo una vez—. No me cabe la menor duda de que vas a salir adelante.
A pesar de todo, yo creía ver una barrera infranqueable delante de mí.
Para el siguiente año me cambiaron de escuela. Mi nueva maestra, la señorita Shaw, también reconoció mis esfuerzos y me ayudó cuanto pudo. Una vez, cuando terminé un ejercicio de caligrafía al que me había aplicado tenazmente, me propuso que fuera con la directora, quien siempre me había hecho menos, para mostrarle cuánto había mejorado mi letra. Estaba emocionado. Ahora sabrá lo listo que soy, pensé mientras corría a su oficina.
Pero ella no entendió por qué me había enviado la señorita Shaw, y se pasó media hora criticándome.
—Lo que pasa —concluyó— es que no tienes voluntad. Para acabar pronto, no te importa.
Ella no sabía cuánto me importaba. Regresé al salón de clases tan vapuleado, que no le referí lo ocurrido a la señorita Shaw.
En casa, sin embargo, empecé a concebir esperanzas basadas en una curiosa facultad de la que, por cierto, estaba muy bien dotado: la memoria. Me acordaba perfectamente de lo que habíamos cenado y de cómo había estado el tiempo tres o cuatro semanas antes. Uno de mis grandes logros en la escuela de enseñanza media fue memorizar el discurso que Lincoln pronunció en Gettysburg, Pensilvania. ¿Cómo lo hice?, pensé. ¿Por qué soy tan bueno para unas cosas, y tan malo para otras?
Mis padres estaban perplejos y terminaron por enviarme a un psicólogo para que me hiciera una prueba de inteligencia. Cuál no sería su sorpresa, y la mía, al ver que obtuve excelentes resultados. Entonces sí que me quedé confundido.
Más tarde me mandaron con mi tía Lottie, la hermana menor de mi madre. Era una mujer muy amable y considerada, maestra de primaria, que con frecuencia ayudaba a los niños atrasados en lectura. Todos los sábados y los domingos, hasta que terminé la enseñanza media, recorrí en mi bicicleta los tres kilómetros que separaban su casa de la nuestra, y ella me ayudaba con una paciencia inagotable.
—No te preocupes —me aconsejaba—. Vamos a dejarlo para mañana, y ya verás cómo lo entiendes.
Siempre que yo escribía algo, resultaba una mezcolanza incomprensible de palabras, así que mi tía Lottie me ponía a hacer composiciones sobre lo que había hecho en la semana. Si no encontraba motivos para alabar mi redacción, al menos celebraba mis ocurrencias.
—¡Es una idea maravillosa! —decía— Pongámosla por escrito.
Después me obsequiaba con abrazos, galletas y refrescos.
Poco a poco fui haciendo algunos adelantos. Se me desarrolló una voz potente, y empecé a actuar en las obras de teatro de la escuela. Por mi buena memoria, aprendía los parlamentos con facilidad. También llegué a desenvolverme bien en las ciencias, lo que alimentó mi primer sueño dorado: estudiar medicina y convertirme en psiquiatra, como mi padre. Cuanto mayor la empresa, tanto más enérgica era mi voluntad de acometerla. Sin embargo, por cada victoria que alcanzaba sufría muchos reveses, y el misterio de mi trastorno se hacía cada vez más insondable.
—QUISIÉRAMOS que asistieras a la Escuela Halsted— me dijo mi padre en las vacaciones de verano anteriores a mi segundo año de secundaria.
—Creemos que será lo mejor para ti— agregó mi madre.
Halsted era una escuela para chicos con serias deficiencias académicas. Allí sobresalí por primera vez en mi vida. Me eligieron presidente del consejo estudiantil y capitán del equipo de futbol, que constaba de seis jugadores; yo ocupaba un puesto en la ofensiva. Al terminar el último año me nombraron estudiante y atleta destacado, y me entregaron un trofeo grande.
La directora le escribió una enfática carta de recomendación en mi favor al jefe de admisión al bachillerato de la Universidad Brandeis, en Waltham, Massachusetts. Cuando me aceptaron, pensé que era un milagro. Pero la competencia con los estudiantes de aquella universidad era abrumadora. Mis calificaciones se vinieron abajo, y con ellas mi orgullo. Me las ingenié para hacer un papel decoroso durante dos años, y luego decidí cursar los dos últimos en la Universidad de Nueva York.
Después de un importante examen de química orgánica, me sentía como un condenado a muerte que aguarda su hora. El día en que dieron a conocer las calificaciones corrí al edificio de química. Al encontrar mi nombre en la lista me dio un vuelco el corazón: salí reprobado.
—¡Adiós, facultad de medicina! —comentó un amigo.
Empeñado en no dejarme vencer, recurrí a un profesor particular y aprobé el curso con una calificación suficiente. Luego continué los estudios hasta graduarme de bachiller.
No ignoraba que me iba a resultar difícil ingresar en una facultad de medicina. Y, en efecto, todas las universidades a las que acudía me negaban la admisión.
—Usted no es apto para estudiar aquí —me dijo el director de una conocida facultad de medicina—. Sus antecedentes académicos dejan ver que es inestable.
Pero yo sabía que no era inestable. Sólo me costaba trabajo dominar ciertas materias. Por fin, con ayuda de mi padre, pude inscribirme en el Colegio Superior de Medicina de Nueva York.
—Va a ser duro —me advirtió—, pero no dudo de que lo lograrás.
Si él lo cree, pensé, tal vez así será.
Me apasionó la medicina. En el tercer año, cuando me adentré en la clínica y comencé a hacer prácticas de neurocirugía, supe que iba a alcanzar una posición en la vida. Casi todos los días veía pacientes que, habiendo sufrido malformaciones vasculares o tumores graves, volvían a nacer gracias a la habilidad y el cuidado de un cirujano. Los que más me conmovían eran los niños, con su inocencia, su fragilidad y sus callados temores y anhelos. Todo eso influyó poderosamente en mí, y en el curso de mi adiestramiento final elegí especializarme en neurocirugía pediátrica.
En la primavera de 1963, cuando caminaba por el estrado para recibir mi título de médico, vi lágrimas en los ojos de mi madre y en los de mi tía Lottie. Vi también la sonrisa de orgullo de mi padre. Los abracé a todos. Cosechaba ese triunfo gracias a su apoyo, pero todavía no me explicaba por qué me había costado sudor y lágrimas.
VEINTE AÑOS DESPUÉS, mi esposa, Kathy, y yo consultamos a un psicólogo por Ilana, nuestra hija de diez años. El psicólogo nos confirmó su alto nivel intelectual. Sin embargo, Ilana tenía que hacer grandes esfuerzos para aprender al ritmo de sus compañeros de escuela, tal como me había ocurrido a mí. Cuando recibió los resultados de las pruebas, el psicólogo dictaminó que nuestra hija padecía serios trastornos del aprendizaje. Repentinamente se me desprendió una venda de los ojos.
Según averigüé, las pruebas psicotécnicas practicadas cada año a los niños en edad escolar revelan que cierto porcentaje de ellos padecen alteraciones de su facultad de aprender. Son niños de inteligencia media o superior que tienen dificultades en una o más de las cuatro etapas del aprendizaje: percepción, elaboración, memorización y expresión de la información verbal. Más aún, estos trastornos con frecuencia no reciben la atención debida, o resultan difíciles de diagnosticar. A muchos niños que los padecen se les tilda de flojos, perturbados emocionales o débiles mentales.
Cuando me enteré de esto, fue como si se iluminara un oscuro rincón de mi infancia.
—Ahora que sé lo que le pasa a Ilana —le dije a Kathy—, entiendo mejor lo que yo sufrí en la escuela.
En la actualidad, después de años de investigación, los educadores tienen más experiencia para detectar las deficiencias del aprendizaje y enseñar a los niños afectados a superarlas. Muchos escolares se han beneficiado con ello. Ilana, ahora en su tercer año de bachillerato, figura en la lista de estudiantes distinguidos y planea cursar la carrera de medicina.
Durante años no tuve contacto con muchos de los maestros y amigos que me ayudaron en la vida. Pero el año pasado, después de que se publicó mi libro Gifts of Time ("Regalando tiempo"), decidí enviarle un ejemplar a Herbert Murphy. La dedicatoria decía: "Al señor Murphy, mi maestro predilecto. Nunca olvidaré la consideración que me tuvo cuando yo era un alumno en dificultades. Siempre llevaré conmigo su recuerdo".
El doctor Fred Epstein dirige la división de neurocirugía pediátrica del Centro Médico de la Universidad de Nueva York. Es uno de los neurocirujanos más destacados del mundo y un pionero de muchas técnicas quirúrgicas, como las que hoy se emplean para extirpar tumores de la médula espinal y del tallo cerebral. Antes de que él lograra esas innovaciones, ambos tipos de tumor se consideraban inoperables.