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noviembre 04, 2015
Foto: © Charley Mace.
Treinta y tres alpinistas habían perdido la vida en la majestuosa montaña. Pero Scott Fischer y Ed Viesturs estaban decididos a superar todas las dificultades.
Por Peter Potterfield.
CUANDO SCOTT FISCHER se agachó para despedirse de su hijo Andy, de cinco años, en su casa de Seattle, Washington, el chiquillo tenía los ojos arrasados. En seis de los últimos siete años, el alpinista de 36 años de edad había dejado a su esposa y a sus dos hijos para escalar las altas montañas de Asia y Alaska. Ver el dolor en sus rostros se volvía para Fischer cada vez más difícil de soportar.
El tormento de la partida, sin embargo; era el precio que debía pagar si quería cumplir una promesa hecha a sí mismo: conquistar el majestuoso K2, en Pakistán, la montaña que por su altura —8610 metros— es la segunda en el mundo. Treinta y tres personas habían perdido la vida intentando tal hazaña, 13 de ellas tan sólo en 1986.
En mayo de 1991, cuando conoció a otro alpinista de Seattle, Ed Viesturs, en Katmandú, Nepal, Fischer acordó con él que intentarían alcanzar juntos la cumbre del K2. A la sazón Viesturs conservaba todavía fresco el júbilo de su ascenso exitoso al monte Everest. Fischer había estado en dos ocasiones a unos cuantos cientos de metros de la cima, y ambas veces había tenido que retroceder debido al mal tiempo o a la necesidad de rescatar a otros montañistas. La amargura de esos fracasos avivaba su deseo de escalar el K2.
El curioso nombre de esta montaña es un recuerdo de la dominación británica en esa parte del mundo. Los topógrafos del imperio la llamaron K2 porque fue la segunda que estudiaron en la cordillera de Karakoram. Los alpinistas la consideran el pico más difícil de escalar en el mundo.
Cuando Fischer se disponía a partir, Andy le dio un haz de listones de vivos colores como los que ondean en lo alto de templos y casas en el Himalaya. El chico y sus compañeros del jardín de niños los habían hecho para darles buena suerte a los alpinistas.
FISCHER, VIESTURS Y THOR KIESER, alpinista de Colorado, llegaron a Pakistán el 8 de junio de 1992, mucho antes que las otras 13 personas que integrarían la expedición. En la confluencia de los imponentes glaciares Baltoro y Godwin, vieron por primera vez la pirámide del K2, tumba de tantos alpinistas.
El K2 no sólo es difícil de escalar; el descenso por sus laderas también es muy arduo.
El 12 de julio ya estaban listos el campamento I (a 6100 metros de altitud) y el campamento II (a 6700 metros). Esa mañana, Scott Fischer y Ed Viesturs partieron del campamento base para instalar el campamento III, a 7300 metros. El acceso al campamento I era particularmente azaroso.
Había bloques de hielo verdiazul, del tamaño de un automóvil, en precario equilibrio unos sobre otros; el paso era tan inestable que la ruta cambiaba de un día para otro. Fischer y Viesturs se veían diminutos en su penoso avance entre altas formaciones de hielo y grietas hasta de 30 metros de profundidad.
Cuando Fischer estaba a punto de dar un paso muy largo y difícil, justo encima de una grieta, un bloque de hielo se movió bajo sus pies y lo hizo perder el equilibrio.
—¡Me caigo! —gritó.
Se precipitó de cabeza por la estrecha hendedura hasta quedar atascado entre sus paredes. Afortunadamente, estaba unido con una cuerda a su compañero: Sintió un intenso dolor en el hombro derecho, y supuso que se le había dislocado.
—¡Scott! ¡Scott! ¿Te encuentras bien? —gritó Viesturs.
—¡Ed! ¡Me lastimé un hombro! ¡Ayúdame!
Viesturs se arrimó al borde de la fisura, cogió la chaqueta y el arnés de su compañero y tiró hasta ponerlo a salvo. Como a Fischer ya se le había hinchado mucho el hombro, entre los dos improvisaron una férula antes de emprender el regreso al campamento base. Al cabo de unas horas, el accidentado no pudo más.
—Tendrás que ir por ayuda, Ed —dijo, con el rostro desfigurado de dolor.
FISCHER ESPERÓ casi dos horas. Poco antes del mediodía, Viesturs volvió con seis miembros de la expedición, entre ellos, el doctor Yuri Stefanski. Después de inyectar a Fischer un analgésico, el médico lo tomó por la muñeca y le dio un tirón. Se oyó un crujido, y Fischer sintió que el brazo volvía a acomodársele.
—¿Ya está en su lugar? —le preguntó al médico.
—Sí —dijo Stefanski—. Pero olvídate del ascenso.
Fischer miró a sus compañeros.
—¡Denme cinco días! —suplicó—. ¡Sólo cinco días de descanso en el campamento base, y podré volver a escalar!
DURANTE más de dos semanas Fischer vivió como recluso en el campamento. No soportaba ver a los demás ascender la cumbre sin él. Acostado en su tienda de campaña, cerca de los listones que le había dado su hijo y que ondeaban en el extremo de un tirante, tomó una decisión. Tengo que lograrlo, pensó. Cueste lo que cueste, tengo que lograrlo.
El 1 de agosto, un mensaje recibido por radio causó revuelo en el campamento base. El jefe de la expedición, Vladimir Balyberdin, de nacionalidad rusa, había llegado con un compatriota a la cima del K2. Ante esa noticia, la desesperación de Fischer se convirtió en un ardiente deseo. Si Vladimir pudo, yo también podré, tenga o no tenga lastimado el brazo, se dijo.
Había improvisado un burdo cabestrillo, pero en vez de sujetarse el brazo prefirió dejarlo colgando, por si acaso necesitaba usarlo en una caída. Quizá era una locura, pero valía la pena correr el riesgo.
—¡Cueste lo que cueste! —le comentó a Viesturs en el momento de emprender el ascenso.
Cuando llegaron al campamento III, empezó a nevar, y a medida que el viento arreciaba la nieve iba cayendo en forma cada vez más oblicua. Los dos alpinistas se metieron en sus bolsas de dormir para esperar a que escampara.
DESPERTARON a la mañana siguiente y vieron que la nieve se había amontonado alrededor de su tienda. El radio, que estaba guardado en la bolsa de dormir de Fischer para que las baterías no se congelaran, emitió un ruido como de chisporroteo.
Thor Kieser los llamaba desde el campamento IV, más de 600 metros arriba de donde se encontraban. Les informó que dos alpinistas (un ucraniano y una francesa) habían llegado a la cima, pero habían tardado toda la noche en regresar; presentaban lesiones por congelamiento y estaban desesperados. Kieser pensaba acompañarlos hasta el campamento III, y necesitaba ayuda. Fischer y Viesturs intentaron inmediatamente acudir al rescate. Por desgracia, el viento y la nieve los obligaron a retroceder.
A las 11 de la noche, Viesturs se asomó por la entrada de la tienda para ver el estado del tiempo. Seguía nevando. En eso, distinguió algo que se movía.
Era una figura solitaria, tambaleante y cubierta de nieve: el ucraniano, Alexei Nikiforov. Estaba exhausto, demacrado, y respiraba con resuellos cortos, pues llevaba 36 horas de alpinismo. Había dejado a Kieser y a la francesa sobre una acumulación de nieve cercana al campamento IV.
A las 7:30 de la mañana siguiente, Fischer y Viesturs se dieron cuenta de que, a pesar de la tormenta, no tenían opción. Eran los únicos que estaban en posibilidades de ayudar a los alpinistas varados.
Avanzando penosamente entre la nieve, que les llegaba a los muslos, alcanzaron a media mañana una pronunciada pendiente, unos 300 metros abajo del campamento IV. Entonces advirtieron un peligro mortal. El ángulo de la pendiente y la pesada capa de nieve creaban las condiciones ideales para un alud. En tanto consideraban la manera de retirarse de ahí, Viesturs, que estaba más abajo que Fischer, comenzó a hacer un hoyo en la nieve, para meterse en caso de que se desatara el alud y lograr que le pasara por encima. En eso, sucedió lo que más temían. Fischer se sintió arrastrado por la ladera, y pensó: Esto es el fin.
Viesturs se quedó agazapado en el hoyo mientras la nieve se deslizaba con terrible estruendo. Pero la cuerda que lo unía a su compañero se tensó y lo arrancó de su refugio como si hubiera sido un títere. Sin embargo, consiguió clavar su hacha en el hielo, gracias a lo cual ambos alpinistas se detuvieron a escasos metros de un precipicio de 1200 metros en el que sin duda habrían muerto. Quedaron ilesos.
LOS DOS HOMBRES reanudaron el intento de rescate y ascendieron poco a poco, aunque la tormenta disminuía considerablemente la visibilidad. Por fin hallaron una cuerda que Balyberdin había dejado como indicador. Allí encontraron a Kieser y a la alpinista francesa, Chantal Mauduit. En un acto de valentía, Kieser había amarrado con una cuerda a Chantal, que estaba exhausta y cegada por la nieve, y la había ayudado a alejarse de la cornisa donde pasaron la noche.
Cuando los cuatro llegaron al campamento base, dos días después, ya era el 8 de agosto. Habían transcurrido más de dos meses desde que Fischer salió de su casa. La cima del K2 nuevamente se le escapaba de las manos. El rescate había llevado varios días, y el verano es corto en la cordillera de Karakoram. Ya eran menos las probabilidades de llegar a la cima. Con todo, se tomó la decisión de tratar otra vez.
Por fortuna, los percances ocurridos habían tenido un efecto benéfico: tanto Fischer como Viesturs estaban aclimatados a la altura y en condiciones inmejorables para escalar. Así pues, recorriendo terreno ya conocido, ascendieron 2130 metros desde el campamento base hasta el campamento III en un solo día. Una hazaña notable.
Al día siguiente, Fischer, Viesturs y otros ocho alpinistas que también habían pasado la noche en el campamento III salieron con destino al campamento IV, y fueron colocando varas de bambú en el camino para que sirvieran de señales. Pero al llegar, la suerte volvió a abandonarlos: cayó una terrible tormenta.
Fischer y Viesturs instalaron su tienda en la desolada pendiente, azotada por el viento, y se metieron allí para esperar a que pasara el mal tiempo. Los demás también se guarecieron en sus tiendas.
Los pilotos de avión usan máscaras de oxígeno cuando vuelan a 3800 metros de altura. En cambio, aquellos alpinistas se encontraban a más de 7900 metros sin oxígeno adicional. A dicha altitud, los efectos del enrarecimiento del aire se agudizan; los músculos se aflojan, entre otras cosas. Pasaron lentamente dos, tres días. Los expedicionarios permanecieron la mayor parte del tiempo en sus bolsas de dormir, moviéndose apenas. De noche, la temperatura descendía a 29 grados centígrados bajo cero.
EL 15 DE AGOSTO recibieron otra mala noticia. Durante el descenso desde el campamento más alto, un integrante de una pareja de alpinistas mexicanos había perdido la vida al caer más de 1200 metros (detalles más adelante).
Por fin el cielo se abrió un poco. Los picos más bajos de la cordillera de Karakoram se pudieron ver por primera vez en varios días. Pero, ¿cuánto duraría el buen tiempo?
Fischer y Viesturs decidieron escalar a buen ritmo los últimos 610 metros, con tan poco equipo como se atrevieran.
—Nada de bolsas de dormir, ni estufa, ni tienda de campaña —dijo Fischer, repasando su plan.
Emprenderían el ascenso a la 1:30 de la mañana, con la intención de llegar a la cima y volver al campamento IV antes del anochecer.
Fischer no lo comentaba, pero le preocupaba su hombro. Podía valerse de él hasta cierto punto, pero el dolor había aumentado a raíz de la avalancha. Tengo que intentarlo, pensó, cueste lo que cueste.
Ya no podían subir más; estaban en la punta del K2. Foto: Scott Fisher.
SUS LINTERNAS de cabeza proyectaban una tenue luz cuando partieron, en plena oscuridad, el 16 de agosto. Los otros alpinistas no se movieron. Por las laderas de la montaña iban trepando nubes de tormenta.
Escalar a esas alturas sin oxígeno suplementario requiere una voluntad inimaginable para quienes nunca lo han hecho. Aunque algunos de los mejores alpinistas de grandes alturas se hallaban en las laderas del K2, Fischer y Viesturs creían ser los únicos que estaban tratando de llegar a la cima ese día. Pero en cierto momento miraron hacia abajo y vieron a lo lejos el brillo de una linterna. Por lo menos un alma les seguía los pasos.
Fischer clavó su hacha y subió otros 30 centímetros sobre la pendiente de 60 grados. Luego se detuvo, respiró trabajosamente tres veces, y en seguida subió un poco más. Los dos hombres escalaban maquinalmente; sus cerebros sedientos de oxígeno hacían lo que tenían que hacer sin pensar. Ya se encontraban en la parte del K2 conocida como "zona de la muerte". Estaban unidos con una cuerda, así que si uno caía, se llevaría al otro.
En lo alto de una garganta de hielo llamada Cuello de Botella, que por sus empinadas paredes era uno de los obstáculos más difíciles de superar en el ascenso, el tercer alpinista los alcanzó. Era Charley Mace, miembro de la misma expedición de Fischer y Viesturs, quienes compartieron con él la cuerda que los unía.
Los tres continuaron la subida, turnándose en la delantera. De pronto vieron un paraje mágico, de cielo color azul intenso y nieve resplandeciente. Les faltaban sólo 60 metros para alcanzar la cúspide. Se quedaron pasmados ante la austera belleza de la montaña.
Al mediodía llegaron a una acumulación de nieve de unos seis metros de diámetro. Ya no podían subir más; estaban en la cima del K2. Eran los primeros estadounidenses en conquistar esa cumbre por el espolón Abruzzi. Profirieron vítores y levantaron sus instrumentos en son de triunfo. Ed Viesturs estaba tan emocionado que no podía hablar. Ninguno de los tres olvidará los 35 minutos que pasaron en la cima del K2.
Luego surgió la pregunta: ¿podrían adelantarse a la tormenta y llegar al campamento antes del anochecer? Pasar la noche a la intemperie en aquella montaña y en pleno temporal significaría, como bien lo sabía Fischer, una desgracia.
Casi tan pronto como emprendieron el descenso de la soleada cima se metieron entre nubes espesas. Estaba nevando de nuevo. Las huellas que habían dejado al subir desaparecieron. Bajaron hacia un extraño mundo de blanco silencio.
Al cabo de cuatro horas, Fischer pensó que debían de encontrarse cerca del campamento IV. Si se desviaban de la ruta correcta, aunque fuera muy poco, podían pasar de largo. Gritaron en medio de la tormenta, con la esperanza de que sus compañeros los oyeran.
—¡Eh! ¡Por aquí! —se oyó una respuesta.
Tras 53 días en el K2, Scott Fischer había alcanzado su objetivo. Me lo he ganado, pensó. Ya podía volver a casa a ver a su familia.
MUERTE DE UN ALPINISTA
ADRIÁN BENÍTEZ, biólogo mexicano de 34 años y soltero empedernido, trabajaba arduamente para varias dependencias gubernamentales y compañías privadas como asesor en el tratamiento de aguas. Lo hacía con objeto de procurarse los medios para dedicar todo el tiempo posible a su verdadera pasión: el alpinismo. Hombre entusiasta y afable, estaba dispuesto a desplazarse a cualquier punto del orbe si se trataba de desafiar una montaña. Era tal su amor por ese deporte, que consideraba un honor y un privilegio morir en alguna cumbre de los montes Himalaya.
El fatídico verano de 1992, Adrián y dos compatriotas suyos, Ricardo Torres Nava, médico de 39 años que había sido el primer latinoamericano en coronar el monte Everest, y Héctor Ponce de León, de 26 años, integraron una de las expediciones que intentarían la conquista del monte K2 en esa temporada. El 13 de agosto, todos los grupos habían llegado al Campamento IV, situado a 8100 metros de altura: Al equipo mexicano le faltaba un día de ascenso para llegar a la cima.
Debían acometer la etapa final de la escalada a la medianoche del día 14, pero una violenta tormenta se abatió entonces sobre la montaña, y ellos se vieron obligados a esperar. A las 4 de la mañana, las condiciones climatológicas no habían mejorado. Ricardo y Adrián, preocupados por los efectos que surtiría en ellos la escasez de oxígeno si permanecían demasiado tiempo a esa altitud, prefirieron bajar al Campamento III hasta que la tormenta cesara. Héctor se quedó en el Campamento IV con otros escaladores.
En el descenso, Adrián y Ricardo encontraron un empinado tramo de nieve y hielo en el que resultaba difícil asegurar una cuerda. Ante ello, decidieron turnarse para descender un metro cada vez, hasta alcanzar una cornisa de 30 centímetros de ancho situada unos 20 metros abajo. Más allá de esa saliente se abría un precipicio de 1500 metros.
Ricardo bajó primero, tras lo cual se apartó y se afianzó con su pico de alpinista. Era el turno de Adrián. Este descendió unos centímetros, se detuvo y le indicó a Ricardo que se sujetara bien, porque se disponía a alcanzar la cornisa de una sola vez. El siguiente recuerdo que conserva Ricardo es el de la cuerda oscilando en el aire y Adrián precipitándose en el abismo.
Sobrecogido de pesar y terror, Ricardo permaneció inmóvil durante 10 minutos. Luego, empleando el pico, consiguió llegar a la cornisa. Estaba tan asustado, que tardó una hora en recorrer los 20 metros de longitud de la saliente. En cuanto pudo, pidió socorro por radio.
Hora y media después comenzó a caer una espesa nevada, y aún no había llegado ayuda. Ricardo decidió continuar el descenso en medio de la tormenta. Al cabo de una hora se encontró con unos norteamericanos que lo condujeron al Campamento III.
Si volviera a la vida, Adrián quizá consideraría que su ardiente pasión lo consumió, literalmente. Al parecer, el K2 escuchó su deseo de terminar sus días en una montaña.
—Carmen Gómez