Publicado en
octubre 31, 2015
Un hombre se estaba desangrando en una de las islas más remotas del mundo. ¿Podrían rescatarlo a tiempo?
Por Richard Shears.
MIKE FRASER puso el visor y se zambulló en las heladas aguas del océano Antártico. Bucear con tubo de respiración era su manera predilecta de descansar de su trabajo como jefe de una estación meteorológica en la isla Campbell, uno de los lugares más aislados del planeta. La isla, una mota de tierra entre Nueva Zelanda y la Antártida, normalmente recibe el embate del viento del oeste, pero aquel 24 de abril de 1992 no soplaba más que una brisa, y el mar se veía de un color azul intenso.
Mike dejó a sus cuatro compañeros en un lugar poco profundo y se alejó 35 metros de la orilla. Le encantaba la sensación de ser uno con la naturaleza. Allí medraban los pingüinos de ojo amarillo, y los leones marinos nadaban junto a él sin miedo alguno.
Examinó el fondo para conocer la profundidad de la bahía, pues tenía intenciones de ir a nadar con las ballenas cuando llegaran a procrear en el invierno. Se sentía relajado. En aquellas aguas nunca se habían visto tiburones grandes y, aunque la temperatura del agua podía bajar hasta seis grados centígrados, su traje de buzo era lo bastante grueso para protegerlo del frío.
Al cabo de 30 minutos, Mike se cansó de mirar. Eran alrededor de las 3:30 de la tarde; hora de regresar. De pronto sintió un golpe, como de algo muy pesado, en el hombro derecho. Debe de ser un león marino, pensó. Pero algo lo impulsó hacia arriba y lo mantuvo un momento con el agua hasta la cintura. Entonces Mike se dio cuenta de que su brazo derecho estaba atrapado en la boca de un tiburón, la cual mediría unos 80 centímetros de ancho.
Comenzó a golpear furiosamente con el puño izquierdo la puntiaguda nariz del animal. Debo alertar a los otros, pensó, y gritó:
—¡Tiburón!
Pero su grito se convirtió en un borboteo inaudible, pues el monstruo lo sumergió.
La meteoróloga Linda Danen, segunda en autoridad, estaba buceando 13 metros más cerca de la playa. Ella y Jacinda Amey, agente de conservación del ambiente, Robin Humphrey, técnico en electrónica, y Gus McAllister, mecánico, contemplaban los reflejos del sol, rara vez visible en la isla, sobre el fondo arenoso. De pronto oyeron un grito apagado. Salieron a la superficie y miraron a su alrededor. Nada.
Luego vieron un violento chapoteo. Era Mike, que emergía del agua gritando y luchando ferozmente. Sus compañeros se quedaron paralizados al distinguir al animal que lo tenía atrapado. El tiburón blanco hizo una breve pausa y sacó la cabeza del agua. En seguida abrió la boca y la volvió a cerrar sobre su presa.
¡Piensa!, se apremió Linda a sí misma. ¡Debe de haber algo que puedas hacer! Y les gritó a los demás:
—¿Alguien tiene un cuchillo?
Sin embargo, ella sabía que no podían ayudar. El tiburón blanco es el depredador más temible del océano: 600 kilos de músculos y cartílagos contra los cuales un cuchillo de buzo resultaría inútil. A juzgar por la cabeza, el monstruo debía de tener por lo menos cuatro metros de largo. Linda observó, impotente, cuando el tiburón se llevó a Mike bajo las olas.
EN EL MOMENTO de hundirse, Mike comprendió que sólo unos segundos lo separaban de la muerte. ¡Si no te zafas ahora mismo, estás perdido!, pensó. Entonces le dio al escualo un fuerte puntapié abajo de la boca. Volvió a hacerlo varias veces, tirando desesperadamente del brazo atrapado. El tiburón lo zarandeaba y le desgarraba la carne. Mike le dio otro puntapié, sintió un tirón muy fuerte, y quedó libre.
En un instante subió a la superficie, tomó aire y empezó a patalear frenéticamente hacia la orilla. Pero a medida que avanzaba penosamente por el agua, su cuerpo reaccionaba de una manera extraña. Volvió la vista hacia su brazo derecho. ¡No está!, pensó. Abajo del codo no había más que un muñón desgarrado del que brotaba sangre.
Comprendió que su única esperanza era que alcanzara a sus compañeros antes de desangrarse. En alguna ocasión les había dicho: "Debemos cuidarnos unos a otros. Aquí no hay nadie más que pueda ayudarnos". Era el momento de poner en práctica esas palabras.
El instinto lo apremiaba a nadar tan aprisa como le fuera posible, pero en los años que llevaba de vivir en lugares apartados había aprendido a no dejarse dominar por el pánico. Sabía que con cada latido de su corazón perdía sangre, así que procuró agitarse menos para que la hemorragia fuera menor.
De repente sintió un tirón en el cuello, y vio un visor de buceo. Era Jacinda. ¿Por que no se puso a salvo? pensó Mike, mientras ella se colocaba debajo de él para llevarlo hacia la playa.
Los demás, que estaban ya en la orilla, sacaron al herido del agua. Linda vio de inmediato que del brazo de Mike no quedaba más que un muñón con jirones de músculo y de piel. Antes de ir a trabajar a la isla Campberi, ella había aprendido a entablillar extremidades rotas, inyectar y suturar. Pero no estoy preparada para esto, se dijo con desesperanza. Se encontraban a más de 640 kilómetros del hospital más cercano. No había pista de aterrizaje en la isla, y un barco tardaría tres días en llegar. ¡Dios nos ampare!, rogó. ¡Somos la única esperanza de Mike!
Mike había caído en estado de choque, y respiraba con dificultad. Linda le abrió el traje de buzo y le quitó el visor. Poco a poco, Mike comenzó a respirar con menos esfuerzo. Luego, mientras Robin ejercía presión sobre el muñón, Gus arrancó la banda de goma del visor de Mike y se la apretó fuertemente, a manera de torniquete, sobre el antebrazo. La hemorragia se detuvo.
El campamento base del equipo, que contaba con un potente transmisor de radio y provisiones médicas, quedaba a seis kilómetros de distancia por un camino difícil.
—Yo iré —dijo Gus, y echó a correr por el matorral.
Jacinda sabía que si Mike perdía el conocimiento, las probabilidades de que sobreviviera serían menores.
—Hay que hacerlo hablar —le dijo a Robin.
Mientras tanto, Linda corrió casi 300 metros cuesta arriba, hasta una cabañita donde tenían un botiquín de primeros auxilios, una tienda de campaña y un radio de alta frecuencia. Con suerte habría un barco o un avión cerca de la isla.
—¡Socorro! ¡Socorro! —anunció— ¡Tenemos a un hombre gravemente herido en la isla Campbell!
Mas su llamado de auxilio solamente tuvo por respuesta el siseo de la estática.
A trompicones, con el transmisor de radio y la bolsa del botiquín a cuestas, Linda bajó la pendiente. Cambió muy cuidadosamente el torniquete por un vendaje de presión, y luego se ocupó del brazo izquierdo de Mike, que tenía cortaduras profundas y parecía estar fracturado. También improvisó una férula con el tubo de respiración de su amigo.
—Debemos protegerlo del frío —dijo Linda.
Robin improvisó una tosca camilla con un saco de dormir que sacó de la cabaña, un viejo remo y una tabla acarreada por el mar. Luego, los tres llevaron a Mike a terreno más plano e instalaron una tienda de emergencia. Mike mostraba síntomas de choque severo: tenía la tez blanquecina, fría y pegajosa, y los labios azulados. El tratamiento para contrarrestar este estado es darle calor al paciente, levantarle las piernas para que haya bastante sangre en los órganos vitales, y administrarle suero salino para aumentar el volumen de su sangre, así como medicamentos para elevar la presión arterial. Linda y los demás le cortaron el traje de buzo, lo metieron en un saco de dormir y le echaron encima dos sacos más. Lo único que podemos hacer es levantarte las piernas y darte calor, pensó Linda.
Poco después de las 5 de la tarde, la voz de Gus, quien había llegado a la base principal, se escuchó por la radio.
—Llamé a Wellington —informó—. Están haciendo todo lo posible por enviarnos ayuda. ¿Cómo sigue Mike?
—Todavía frío —dijo Jacinda en voz baja—. Muy frío.
EN SU OFICINA del aeropuerto de Taupo, en la Isla Norte de Nueva Zelanda, el piloto de helicóptero John Funnell puso el auricular del teléfono en su lugar, muy despacio, mientras se le agolpaban los pensamientos. La isla Campbell está lejos, pero tenemos que intentarlo.
Funnell se había hecho de fama por haber llevado a cabo rescates muy difíciles. Sin embargo, este lo sería más aún. Su helicóptero Aerospatiale Squirrel, de seis plazas, podía recorrer uná distancia de 354 millas náuticas sin reabastecerse de combustible. Para llegar adonde se encontraba Mike Fraser tendrían que adaptar a la cabina tanques adicionales. Primero, Funnell se desplazaría 570 millas náuticas, hasta el extremo sur de Nueva Zelanda, y después 370 más sobre el mar. El tiempo necesario para hacer ese viaje podía costarle la vida a Fraser.
Pero un audaz plan estaba tomando forma en la mente de Funnell. Iba a necesitar la ayuda de dos personas. Una de ellas era Pat Wynne, experimentado paramédico que lo había acompañado en decenas de misiones de rescate. La otra era Grant Biel, navegante aéreo y náutico con mucha experiencia en recorridos largos; alguien que podía ayudarlo a llegar en helicóptero a una islita perdida en la vastedad del océano Antártico, y además en la oscuridad. John los llamó a los dos.
—¡Tenemos que rescatar a un hombre que fue atacado por un tiburón! —les dijo.
Cuando Wynne y Biel se reunieron con él, Funnell les explicó su plan: Biel iría en la cabina de mando, y Wynne en el compartimiento de pasajeros con tres tanques de combustible y una bomba eléctrica portátil, para pasar el combustible al tanque principal del helicóptero durante el vuelo. Estrategia poco usual, pero de ella dependía la vida de Mike.
EN LA OSCURIDAD de la tienda de campaña, Mike sentía un frío terrible, y oleadas de dolor que recorrían su cuerpo. Al menos sigo con vida, pensó. Perdí el brazo derecho, pero todavía puedo salvarme. Confío en mis compañeros. Ellos no se darán por vencidos, y yo tampoco.
Eran poco más de las 6:30 de la tarde cuando Gus regresó con un paquete de medicamentos, vendas y sacos de dormir. Linda le inyectó a Mike un analgésico y un antibiótico en el muslo; su respiración resultaba ya casi imperceptible.
A LAS 2 DE LA MAÑANA, tras un vuelo de cinco horas desde Taupo, el helicóptero Squirrel pasó a toda velocidad sobre el extremo sur de Nueva Zelanda y continuó su viaje en la negrura. Los tres tripulantes guardaban un silencio lúgubre. Les faltaba recorrer 370 millas náuticas sobre mar abierto, y lo único que los protegía de la muerte por congelación era su diminuta aeronave y la habilidad de Grant Biel como navegante.
Para dar con la isla en la oscuridad, Grant pensaba valerse de un receptor de radio computadorizado que, por medio de las señales vía satélite del Sistema Mundial de Localización, indicaba la posición, la velocidad y la distancia del helicóptero con respecto a su destino. Sin embargo, los satélites del sistema no estaban en servicio pues, por un cruel designio de la fortuna, en ese momento se estaba llevando a cabo una operación ordinaria para reubicarlos en el espacio. Las transmisiones iban a reanudarse 90 minutos después, cuando el helicóptero estuviera a la mitad del camino hacia la isla Campbell. Hasta entonces, Grant tendría que orientarse por medio de estimaciones de la velocidad del viento y de la nave.
Después de más de una hora y media de vuelo, el receptor del Sistema Mundial de Localización seguía sin responder. Con base en los informes que les transmitieron desde un avión que volaba 14,000 pies arriba que ellos, Grant calculó una nueva dirección. John, quien llevaba 21 horas trabajando sin descansar, hizo los ajustes correspondientes, y el vuelo en la oscuridad continuó.
DURANTE TODA LA NOCHE Linda estuvo dándole a Mike sorbos de agua para que no se deshidratara. Pero él se puso peor, y comenzó a vomitar todo lo que tragaba. Tenía el cuerpo empapado de sudor. Jacinda le quitó de encima un saco de dormir, y Linda preparó otra jeringa de analgésico. Poco después de las 5 de la mañana, Mike logró conciliar el sueño. Linda siguió verificando sus signos vitales, y moviéndolo ligeramente de vez en cuando para asegurarse de que no hubiera perdido la conciencia.
GRANT VÍO POR FIN unos números negros que parpadeaban en la pantalla del receptor del Sistema de Localización. La trayectoria calculada por él había sido casi perfecta.
—Nos hemos desviado una milla náutica y media —dijo.
Pero cuando el helicóptero se aproximaba a la isla surgió un nuevo obstáculo: una gruesa capa de nubes sobre el mar.
John sabía que el Tangaroa, un barco de investigación pesquera del gobierno neozelandés, había puesto rumbo hacia Campbell tras captar por radio una de las conversaciones del equipo. Sintonizó un canal de transmisiones marítimas y llamó al barco.
—Aquí el Tangaroa —respondieron—. Las nubes están a unos 1000 pies de altura. Lanzaremos bengalas para guiarlos.
—Allí están! —dijo Grant al ver un tenue destello anaranjado hacia la izquierda.
John descendió a ciegas hasta que llegó a una altura de 1000 pies. En ese momento las nubes desaparecieron y se vieron a lo lejos las luces del barco, como un broche de perlas en medio del mar. Con el Tangaroa como punto de referencia, John siguió bajando, hasta una altura de 300 pies.
—Viren hacia la izquierda —les indicó el operador de radio del navío, para que esquivaran dos islotes rocosos.
Un minuto más tarde, Grant vio una luz en tierra.
—Allí están! —gritó.
Poco después de las 6 de la mañana, y 15 horas después del ataque del tiburón, Pat entró en la tienda de campaña. Encontró a Linda y a Jacinda arrodilladas junto a Mike. El lesionado tenía el rostro de un color blanco azuloso, y los ojos cerrados. ¡Demasiado tarde!, pensó Pat. Colocó los dedos sobre la arteria carótida de Mike y sintió una pulsación muy débil. Luego le puso en el brazo la abrazadera de un esfigmomanómetro, y le tomó la presión arterial. Era de 70/40; tan baja que estaba a punto de que le fallaran los riñones.
Lo más urgente era una trasfusión de sangre. Pero en la tenue luz de la tienda resultaba imposible insertarle a Mike la aguja en una vena.
—Tenemos que llevarlo a la base en el helicóptero —les dijo Pat a las mujeres.
Una vez allí, con buena luz, buscó la vena principal del tobillo derecho de Mike y, orando en silencio, introdujo la aguja hipodérmica. ¡Gracias a Dios! Un hilillo de oscura sangre venosa entró en la jeringa. Mientras Jacinda sostenía una bolsa de plasma, Pat separó la jeringa de la aguja y la sustituyó con el conducto de tierra y la sustituyó con el conducto de instilación gota a gota. Luego repitió la operación en el tobillo izquierdo. Los líquidos revitalizadores empezaron a fluir por las venas del paciente.
SEIS HORAS DESPUÉS, Mike entró en una camilla al Hospital Southland, en Invercargill, Nueva Zelanda. Pronto recuperó su fuerza, aunque los médicos calculaban que había perdido la mitad de su sangre.
En su viaje de 19 horas y media, John Funnel, Grant Biel y Pat Wynne se desplazaron más de 3200 kilómetros, y buena parte de esa distancia sobre el mar, en un helicóptero diseñado para vuelos cortos sobre tierra. Su hazaña se considera uno de los rescates más arriesgados en la historia de Nueva Zelanda. Pero Pat lo ve de otra manera: "Sólo cumplimos con nuestro trabajo", dice.
Después de haberse sometido a un tratamiento de cirugía reconstructiva con injertos de piel, Mike Fraser está trabajando para el servicio meteorológico de Wellington. Su brazo izquierdo, del cual perdió dos tendones, se fortalece con ejercicio. La difícil prueba por la que pasó le dejó una gran admiración por el valor y la inventiva del ser humano: "Mi experiencia", comenta, "es sólo una muestra de las cosas extraordinarias que podemos conseguir cuando nos cuidamos unos a otros".
FOTO: © JAMES WATT/WATERHOUSE