LA AMADA INMÓVIL (J. Rubio & J. Cuesta)
Publicado en
octubre 16, 2015
¡Yo (el mago) entro en tu cuerpo como una mosca! ¡Veo tu cuerpo desde dentro y doy vuelta para atrás tu cara...! Ostracón Armytage, ll. 6-9; A. Shorter en The Journal of Egyptian Archaeology 22 (1936), 165-8 J.F.Borghouts, o.c., 1-2, n° 3.
Este insecto que ha entrado completamente en este su cuerpo (el del paciente), tan pronto como él abandone (el cuerpo del paciente), ¡se arrastrará sobre la tierra como un efluvio!
J.F. Borghouts, Ancient Egyptian Magical Texts (Leyden, 1978), 17, n° 19.
Informe para el oficial médico del Departamento de Psiquiatría
Hospital Universitario
26-oct-03
Me piden un informe sobre lo sucedido en el museo y eso voy a hacer, aprovechando la oportunidad que tan amablemente me concede el Dr. Xavier para explicar todos los detalles, y su insistencia en que cuente algo de mí mismo. Espero que mi buena disposición acelere los trámites para volver con mi amada.
Mi nombre es Juan Ribera Martínez, y soy, o era, el guarda nocturno, vigilante, portero o como se lo quiera llamar, del Museo Arqueológico de Valencia.
He trabajado en este oficio toda mi vida laboral, y lo cierto es que empecé como si se tratase de algo pasajero; pero ya han transcurrido más de veinte años. Hace poco cumplí los cuarenta.
También, desde que recuerdo, he trabajado de noche. Al principio, porque buscaba una tarea que me permitiese, a la vez, estudiar una carrera universitaria –¿qué mejor que el retiro y la tranquilidad de la noche para estudiar?–. Después porque parecía que mi forma de ser, reservada y misántropa, se avenía perfectamente con la vida nocturna, sin compañeros pesados, sin jefes agobiantes, sin demasiados esfuerzos ni compromisos. Era feliz envuelto en la soledad y el silencio.
Nunca tuve problemas por mi predisposición, es más, mis compañeros siempre lo agradecieron. En realidad les hacía un favor, pues al realizar el turno de noche, ellos podían ir a dormir a casa con sus mujeres, o salir de fiesta para conquistarlas. Así, lo que empezó como una opción provisional, día a día, mes a mes, se convirtió en una forma de vida que ha durado años.
Yo era consciente de la decisión que tomaba y de sus consecuencias, ya que el trabajo de noche no está exento de complicaciones y problemas. Conocí a otros compañeros en las mismas circunstancias y reconocían que a veces era insoportable, sobre todo si se encontraban aislados en un edificio solitario, durante largas e interminables noches. Las consecuencias eran: soledad, alteración del ritmo de vida, dificultades para dormir de día, y múltiples pequeños detalles agobiantes. A algunos les había cambiado el carácter, volviéndose irascibles y violentos. Los casados o con pareja no tardaban en discutir con sus cónyuges, y todos iban perdiendo paulatinamente a sus amigos. Los que no podían soportarlo pedían un cambio de servicio a los pocos días, o se marchaban de la empresa; otros simplemente se excusaban por enfermedad o se pasaban el turno durmiendo, y los extremadamente débiles, pocos, es cierto, pero alguno hubo, se suicidaban.
Llevado por mi natural investigador, hablé con amigos médicos y psicólogos –en aquel entonces aún tenía amigos–, y hasta con expertos del sindicato, y todos coincidieron en sus apreciaciones: el trabajo a turnos y, especialmente el de noche, produce el número más alto de absentismo laboral, estrés, depresiones y, lo más significativo: separaciones y divorcios. No se duerme ni se hace vida social. Los padres no ven a sus hijos, los esposos no duermen juntos, lo que conduce a terminar haciendo cada uno su vida por separado. ¿No es al caer la noche cuando las parejas se comentan lo ocurrido durante la jornada, y comparten un poco de la alegría de lo que llamamos familia?
Yo me prometí no pasar por esa triste realidad.
Había tenido un par de novias y, he de reconocerlo, era y soy muy celoso. Sólo de pensar que mientras yo estoy trabajando en quién sabe qué fábrica inmunda, otro pueda estar gozando con mi chica, me exaspera. Esta actitud me complicó la vida. No podía evitar la desconfianza, las ironías y los malentendidos; qué enfermedad más terrible son los celos y cómo corrompen los corazones. Por eso, cuando mi última novia, Judit, me dejó agobiada por el excesivo control sobre sus idas y venidas, la inspección de su correo e, incluso, lo admito, el olfateo de su ropa, decidí pasar de las mujeres, o al menos de las obligaciones que impone una relación estable. Con esa decisión quitaba a mi vida una gran cantidad de preocupaciones.
Como este informe va dirigido a psicólogos, no dudo en confesar que hay muchas maneras de disfrutar del sexo sin tener que practicarlo, necesariamente, con una mujer, y no es desconocido para el común de la gente lo que algunos hombres en solitario hacen para satisfacer esa, llamémosla “necesidad fisiológica”. De una u otra manera me fui apañando, y no eché de menos, salvo en contadas ocasiones, la parte dulce de una relación de pareja: el que alguien te quiera y se preocupe por ti, que te diga con cariño “te quiero”, o “te necesito”. Al menos fue bien al principio, aunque a veces era una tortura ver como algunas parejas se comían a besos en los parques, felices, y yo, en cambio, no tenía a nadie a quien coger de la mano.
Pero siempre he sido realista. Cuando las demás personas volvían a sus hogares a la caída de la tarde, para encontrarse con sus seres queridos, yo cogía mis bártulos y me dirigía a mi puesto de trabajo. ¿Qué mujer iba a aceptar algo así: pasar en soledad las veladas nocturnas, dormir sola, soportar los fines de semana –cuando más horas trabaja un vigilante– , abandonada porque su cónyuge está de servicio o duerme?
Con el tiempo acepté mi propia decisión, y los “placeres” que la noche ofrecía, me hicieron soportable la soledad. De modo que, al final, como si fuera una droga, autoconvenciéndome de que eran más las cosas buenas que las malas, aquella “forma de vida” se convirtió en “mi” forma de vida.
Cuento estos detalles en el informe, porque el Dr. Xavier me lo ha pedido, y, además, porque deseo que comprendan que, a pesar de mi decisión y adaptación al tipo de vida nocturna, nunca se murió en mí el anhelo de amor verdadero. Por muy inalcanzable que parezca, dudo que nadie rechace sinceramente ese anhelo interior. Por eso, cuando al fin llegó hasta mí, lo mantuve en secreto, como si temiese perderlo. Tal vez, de nuevo, por mis celos incontrolados. Si me han de acusar de algo, tendrá que ser de eso.
Como he comentado, llevo veinte años en este oficio, y he pasado por muchas empresas y lugares, unos mejores, otros peores, hasta que hace cosa de un año tuve la oportunidad de ocuparme de la vigilancia del Museo Arqueológico de Valencia.
Aquello fue una gran oportunidad para mí, pues la licenciatura que he nombrado al principio era la de Geografía e Historia, y mi pasión más feroz, la lectura y la arqueología. Disfrutaba con los clásicos de Grecia y Roma, y todo lo relacionado con la arqueología egipcia, helénica o persa. Qué placer fue para mí pasear por los largos pasillos llenos de vitrinas, contemplando las obras de arte que han sobrevivido al naufragio de las antiguas civilizaciones, e informarme de sus orígenes e historia.
Aprendí maravillas sobre la cerámica celta, los bronces íberos y las terracotas cartaginesas que procedían de los yacimientos encontrados en el litoral mediterráneo, pero más disfruté en las secciones dedicadas a las culturas orientales, que empezaban con Micenas y Creta y terminaban en la lejana Babilonia. No tardé mucho en aprender al dedillo todo el museo, y no sólo cada una de sus habitaciones, alarmas, extintores, salidas de incendio y demás parafernalia de mi oficio. No, cada una de las piezas engalanadas en las vitrinas de cristal: sus nombres, su material de fabricación, su pequeña historia. Los museos, aunque parezca lo contrario, están llenos de vida, y para quien sabe oír, siempre hay esperando un relato, un hecho, una leyenda, un mito.
Me hice amigo de casi todos los profesores universitarios que allí venían a trabajar y que solían quedarse hasta muy tarde enfrascados en sus estudios; además del personal propio del museo que coincidía con mi turno. A ellos remito para que pidan informes sobre mi persona. Alguno de ellos había sido mi profesor en mis años de estudiante. Al recordarles que había aprendido con ellos, me dieron su confianza, y siguieron enseñándome.
Me prestaban libros difíciles de encontrar, y charlaban conmigo en sus descansos, mientras se tomaban una cerveza, contándome sus investigaciones, algunas un tanto reservadas. Muchas veces miraba o leía directamente los libros extraídos de las estanterías de sus despachos, cuando en las distintas rondas debía inspeccionar todo el edificio. Evidentemente tenía su permiso, como pueden comprobar si lo desean. Siempre he sido un hombre de fiar y me atrevo a decir que, incluso, soy un buen tipo. Matizo este punto por algunos comentarios despectivos que he oído sobre mí en las últimas horas.
Voy ahora a relatar la parte de la historia que más les interesa. He de decir, para ser sincero, que lo ocurrido no pensaba contárselo a nadie, y si ahora lo hago es por la presión a que me están sometiendo, apartándome de mi amada. Espero dejarles satisfechos y demostrar que lo sucedido, aunque aparentemente inverosímil, sucedió. No sabría explicar bien el cómo, pero sucedió.
El cuatro de julio de 2003 arribó una partida de material egipcio, proveniente del museo del Cairo. Llegó al atardecer y, como era mi obligación, estuve presente mientras descargaban las cajas en el almacén de la parte trasera del edificio, una sala espaciosa destinada precisamente a esos menesteres. Aunque mi horario comienza a las 21 horas, como Jefe de Equipo debía estar presente en envíos tan importantes como el mencionado.
Aquella partida era el descubrimiento, por parte de un equipo arqueológico de la Universidad de Valencia, de una tumba del Imperio Medio sita en el Valle de las Reinas.
Eran ya las diez de la noche cuando los bártulos terminaron de colocarse en el lugar adecuado del almacén y, debido a lo adelantado de la hora, se dejó para el día siguiente el desembalaje. Como el día siguiente era sábado, no se abrió ninguna caja hasta el lunes.
Aquella noche presentí que algo importante iba a suceder. Noté una sutil pero agradable sensación que parecía emanar de los objetos envueltos en paja y telas, como si el perfume de Egipto estuviera impregnado en la madera, y el cálido aire del Nilo fuera en mi busca. Además, para mi deleite, en una pequeña caja de cartón sin precintar se encontraban varios libros e informes sobre el descubrimiento.
Esa noche di las rondas inevitables para cerrar el edificio y, en la madrugada, abrirlo. Se me pasó el turno tan rápido, que me pareció como si una ronda siguiera a la otra sin descanso. Lo que hice fue sentarme en mi despacho, con mi termo de café y la caja de informes, y devorar hora tras hora todo lo que allí se decía de la expedición arqueológica, sobre todo de Sebeknefrure, la reina egipcia que yacía en el sarcófago, aún guarecido dentro de la caja de transporte.
La expedición, según detallaba el informe, había encontrado la entrada de la tumba –como suele ocurrir a menudo en el mundo de la arqueología–, por casualidad, cuando una tromba de agua, de las que solo se precipitan cada veinte años, arrasó los escombros amontonados en una ladera del norte del Valle de las Reinas, dejados allí precisamente por otros arqueólogos, pensando que en ese lugar no había nada.
Cuando accedieron al pasillo de las almas, descubrieron que la losa que protegía la tumba tenía roto el sello de Anubis, y que las primeras estancias del hipogeo habían sido saqueadas. Pero, de nuevo por suerte, el lodo arrastrado por el agua durante siglos había inundado las salas interiores hasta el techo, solidificándose en una argamasa que parecía hormigón; en esas circunstancias era imposible que saquearan la tumba los ladrones. Cinco años habían tardado en romper y vaciar los escombros hasta dejar tres salas libres, y lo que descubrieron en la sala central fue más de lo que nunca hubieran soñado, compensando el esfuerzo y los muchos sacrificios. En lo más profundo del mausoleo, en la última habitación evacuada de tierra, se encontraba una puerta sellada con el signo del dios de la muerte, el conductor de las almas, y detrás, una vez abierta, hallaron un tesoro que no tenía nada que envidiar al de Tutankamon.
Después de catalogar los objetos encontrados y leer por encima los jeroglíficos, sobre todo los cartuchos con los nombres de dioses, faraones y nobles, llegaron a la conclusión de que aquella era la tumba de Sebeknefrure, una misteriosa reina del Imperio Medio que, al parecer, sucedió a Amenemes IV y reinó en solitario. No se sabía casi nada de ella, hasta el punto de que no estaban seguros tan siquiera de si había existido.
Disculpen si soy prolijo en estos detalles. Sé que esta información fue publicada en los periódicos y en los medios de comunicación de aquellos días, y ustedes deben de conocerlos de sobra, ahora bien, espero que comprendan que para mí, en aquel momento, era como si me hubiera tocado la lotería. Era una sensación maravillosa estar tan cerca de aquellos objetos sagrados. Doy gracias a los arqueólogos, al gobierno egipcio y a los dioses de ese país de ensueño, por permitir que una de sus hijas llegara a aquel profano santuario donde yo trabajaba.
Los días siguientes fueron apasionantes. El profesor Julio Casares se encargó del proyecto; sobre todo del desembalaje de los objetos y su colocación en una sala preparada exprofeso –por su orientación y medidas–, para alojarlos, recreando la equivalente del Valle de las Reinas. Lo ayudaban diligentemente un grupo de becarios de la Facultad de Historia. Dada la confianza que el profesor tenía conmigo –y me atrevería a decir que la amistad–, pude presenciar todo el proceso, de modo que aquellas semanas dormí muy pocas horas, empalmando la noche con el día.
Un mes tardó el profesor Casares en “montar” el panteón fúnebre según el modelo original, siguiendo las fotos y diagramas preparados por los arqueólogos que lo descubrieron, los que seguían en Egipto en otra temporada arqueológica. Cuando, exultante, colocó el último vaso canope y paseó largamente alrededor del sarcófago, situado en el centro de la sala, repasando todos los detalles, yo me sentí tan feliz como él.
Era magnífica la visión del conjunto sepulcral, destellando vida con los reflejos del oro y la plata. Diamantes, amatistas, pasta de vidrio de variados colores, se incrustaban en las láminas de oro que forraban la mayoría de los objetos. También había algunas piedras de alabastro y pórfido negro espléndidamente pulidas. Destacaban numerosas estatuas, vasijas y utensilios de madera del Líbano, restaurados con todo el brillo y suavidad del original; barcos en miniatura sobre peanas de granito, ejércitos construidos con figuras de barro, apoyacabezas, sillas de ergonómico diseño con los reposa manos acabados en cabeza de león… Esas y otras mil maravillas y detalles demostraban que, si bien para nosotros Sebeknefrure era una reina olvidada, para sus contemporáneos fue la auténtica hija de Ra e Isis, sus padres celestes, y que la honraron con todo el fasto de la dignidad imperial egipcia.
Pero lo más alucinante era el sarcófago, aún sellado. Una estructura de forma antropomorfa, ricamente decorada con oro y lapislázuli que formaba la figura alada de la diosa Nuth, y que en la parte superior tenía pintado un rostro de mujer, adelantándose cientos de años a las modas de los enterramientos griegos y coptos.
¡Qué rostro! El pintor era, sin duda, un Leonardo, y había apresado con los pigmentos, todavía esplendorosos, los rasgos a la vez tiernos y maduros de una mujer, de una diosa, que parecía mirarme con sus ojos pardos, profundos, cautivadores. Era el rostro de la reina Sebeknefrure, a la que iba conociendo cada vez más, según el profesor Casares avanzaba en sus investigaciones.
A partir de aquel día no hubo noche que no pasara cuatro o cinco veces para verla, realizando más rondas de las necesarias, quedándome en ocasiones largos minutos contemplando su rostro sublime, y leyendo a su lado los escasos libros en los que se hablaba de ella.
Poco se conocía de tan esplendorosa mujer. Que fue regente en una efímera franja de tiempo indeterminado, y que su muerte, prematura, se debió a la eterna lucha por el poder. Me sentía su esclavo, su guardián, protegiendo su sagrado descanso. Mis noches eran gozosas veladas que pasaba hipnotizado contemplando a la mujer de mis sueños. Pero eso sólo fue el principio.
Ya he comentado que algunos profesores realizaban investigaciones más o menos reservadas. Eso es algo propio de los intelectuales en el competitivo mundo universitario, y lo era aún más en el caso del profesor Casares. Su interés en las ciencias heterodoxas le llevó a preocuparse con fruición de los llamados “papiros mágicos griegos”, una amalgama de tradiciones y supersticiones gnósticas, herméticas y cabalísticas, fruto del sincretismo de las religiones y culturas que coincidieron en la zona mediterránea y oriental, cuyo foco fue la ciudad de Alejandría. Nunca mejor dicho lo de “foco”, si recordamos su famoso faro. Allí lo egipcio, griego, judío, cristiano y hasta caldeo e hindú, se fusionaron en una extraña y fecunda mezcla.
Al principio su interés fue –tal como me comentó–, de tipo meramente erudito, sin relación con ningún grupo sectario o influencia ocultista; aunque su recopilación de papiros mágicos era, como pude apreciar, la mayor colección de ensalmos, invocaciones, himnos, conjuros, fórmulas y demás rituales de poder mágico que había visto en mi vida. Es decir: el sueño de cualquier ocultista teórico o práctico.
El profesor Casares no creía en la eficacia de esas fórmulas de magia. Le interesaban, por encima de todo, los detalles de la vida cotidiana que se desprendían de su atenta lectura y estudio. Tampoco le atraía el posible efecto de sus invocaciones, las que eran, por cierto, una serie ininteligible de abracadabras que casi no se entendían, con procedimientos ilógicos y descabellados, aderezados con términos judíos, griegos, egipcios y coptos.
Confieso que yo tampoco creía en esas paparruchas, supersticiones que tanto interesan a los espíritus débiles, espíritus que no soportan la vida tal como es, con sus contradicciones y miserias; un puro y fortuito fluir de causas y efectos mecánicos. Sus débiles personalidades buscan en un echador de cartas, o en una pitonisa de tres al cuarto, la “solución” a sus turbaciones y anhelos; la mayoría de las veces mediocres. No, yo tampoco creía, hasta que sucedió algo maravilloso que cambió totalmente mi percepción del mundo.
Fue fruto de una casualidad, de un acontecimiento fortuito.
Como he dicho, pasaba largas horas en aquella improvisada tumba, y, gracias a la cortesía del profesor, leía, con cierto escepticismo al principio, algunos de los rituales de los papiros mágicos. Recuerdo que en ellos se explicaba cómo preparar amuletos, encantamientos amorosos de efecto inmediato, fórmulas apotropaicas, petición de revelaciones oníricas para conseguir victorias, etc., detallando perfectamente, como si fueran efectivos, los procedimientos a cumplir, los instrumentos, las horas adecuadas y las palabras mágicas, además de los dibujos cabalísticos indispensables para algunos de los ritos, y las combinaciones y proporciones para confeccionar misturas y otras drogas necesarias para la invocación del dios al caso. Era, en verdad, un tratado de magia práctica en el que se detallaban, gracias a los traductores de los papiros, las sustancias modernas equivalentes a algunos de los productos usados en los rituales, como la mirra troglitis, la planta de artemisa, el heliópalo, el dedo de Hermes, etc. Pero yo leía aquello tan sólo por curiosidad y casi con aburrimiento. Mi interés era otro.
En aquellos meses el profesor se dedicó a transcribir los signos jeroglíficos que rodeaban el sarcófago, al tiempo que los traducía. Una noche se dejó las notas en lo alto de la tapa. Al realizar mi primera ronda y llegar a la habitación, las encontré y no pude evitar echarles un vistazo. Entre los dibujos de signos jeroglíficos y su traducción, había notas explicativas, observaciones de por qué elegía una palabra y no otra, e ideas que surgían en su mente de sabio al hilo de su discurso mental. Por ejemplo, algunas de sus reflexiones trataban sobre una diosa egipcia de la que yo nunca había oído hablar: Meruty, que al parecer, según las notas del profesor, era el prototipo egipcio de lo que se denominó en Grecia “brujas de la Tesalia”, luego “Dipsas”, y más tarde, en la Edad Media, se popularizó con el nombre de “Brujas”. Era una diosa misteriosa, relacionada con el alma del difunto, que podía transformarse en insecto o en serpiente. Yo no era consciente, en ese momento, de lo importante que iba a ser para mí la vieja diosa.
Pero había en ese texto del profesor algo que me cautivó con mucha más fuerza: las frases copiadas del borde longitudinal del sarcófago, eran semejantes a las de una de las invocaciones de los papiros mágicos griegos. Pensé que aquel descubrimiento encantaría al profesor, porque demostraba y dejaba resuelta, definitivamente, una de las polémicas respecto a estos papiros: la posibilidad de que gran parte de ellos pertenecieran a los Libros Herméticos de Thot, los Libros de Magia perdidos, o al menos no encontrados todavía, perpetuados generación tras generación y degradados notoriamente hasta llegar al siglo I.
Había, también, otra consecuencia más importante para mí, por la promesa futura que contenía. Esa invocación grabada en el sarcófago y recreada en el papiro, se refería y permitía, siguiendo los pasos del rito, devolver la vida a la materia muerta.
El descubrimiento me llenó de consternación, poblando mi mente de alucinantes ideas. Tanto es así, que decidí no contar nada al profesor y guardarme el secreto para mí mismo, hasta decidir qué debía hacer.
Deben entender que yo estaba enamorado de la reina egipcia, y consideré el descubrimiento como un regalo de sus dioses, o de ella misma que me enviaba un mensaje a través del tiempo. Me convertía en el instrumento para cumplir sus sueños, y los míos. ¿Acaso la mujer encerrada en el sarcófago no amaría apasionadamente a quién la liberase de su ajada mortaja?
He dicho que no creía en las promesas de los papiros mágicos, y es cierto, pero no podía dejar de preguntarme: ¿y si hubiera algo de cierto en ellos? ¿No habían pervivido durante milenios? Si fueran falsos, ¿no habrían sido desechados por ineficaces al poco de ponerse en práctica? ¿Y si funcionaban? Los Libros de Thot eran considerados como la suma de la ciencia egipcia, y de la ciencia egipcia había surgido un conocimiento médico profundo, además de la alquimia y numerosas disciplinas herméticas, seguidas con fruición por humildes y grandes sabios; fieles discípulos de los últimos arcanos. Ahora yo poseía una de esas fórmulas, que habían pervivido durante generaciones sin fin. ¿Y si funcionaba? ¿Qué perdía por intentarlo? Nada. ¿Qué ganaba? Todo.
Llevado por el deseo y una férrea determinación, comencé a prepararme para el rito. Pese a mi amistad con el profesor Casares, mantuve mi proyecto en secreto, y algunas preguntas que dejé caer sobre dudas en el procedimiento, productos y conceptos de los papiros, lo hice con tal tacto, que no sospechó nada sobre mis intenciones; al menos al principio.
La fórmula del Conjuro Amoroso dirigido a Anubis, detallado en los papiros 1.167, 1.179 y 574, exigía la preparación previa de varios requisitos. En primer lugar tenía que precisar el día exacto para la ceremonia. Para ello era imprescindible conocer cuándo la órbita de la Luna iba a pasar por la constelación de Virgo: “Magia cuya realización todo lo somete”, y el mejor momento del día: “La tercera hora de la noche”. Grabé con un clavo sobre una lámina de plomo la figura de Meruty, y luego preparé un brebaje con dos quénices de sal y de miel con vino, pronunciando mientras lo mezclaba las siete letras de los magos: “a eêioyô”, y las ocho letras de Seleno que están fijadas en el corazón de Helios. Este brebaje lo tuve que tomar todos los días previos al rito. También me purifiqué física y mentalmente, preparando mi cuerpo y mi alma para el instante supremo.
Qué días más inquietantes aquellos, disponiendo los detalles en secreto, llevando a escondidas los productos necesarios y repasando una y otra vez las indicaciones de los papiros, mientras esperaba el día y la hora precisa para realizar la ceremonia. Mi corazón permanecía en un perpetuo latir apresurado, y los que me vieron en aquellos días —pueden comprobarlo si lo desean—, contemplaron a un niño feliz esperando la llegada de los Reyes Magos; aunque ellos no comprendían el porqué de mi afable rostro, talante y entusiasmo.
Un rito, explicaban los traductores de los papiros mágicos, es como la preparación de un producto químico, se han de tener en cuenta todos los componentes, sus proporciones, incluso el momento adecuado para mezclarlos y las condiciones atmosféricas óptimas. Si se hace bien, y eso pretendía yo, el fármaco conseguido, por poner un ejemplo, lograría milagros.
Al fin llegó el día fasto.
La Luna se encontraba en la órbita de Virgo y Júpiter cruzaba el horizonte en oposición a Neptuno y Plutón. Éste último planeta y dios era especialmente importante para la ceremonia, pues es el equivalente romano del Hades griego y del Osiris egipcio: el dios de los muertos.
Esa noche llegué al museo como de costumbre, media hora antes del relevo, e hice mi primera ronda con premura, pero al mismo tiempo con serenidad, preparando mi ánimo para la ceremonia. Por suerte era viernes, y al finalizar la ronda no quedaba nadie en el edificio. Apagué las luces y encendí las alarmas exteriores con más interés que nunca, porque no quería ser molestado ni interrumpido en mi labor mágica.
Cuando confirmé que me encontraba absolutamente solo, tomé de nuevo la pócima descrita en el papiro, que tanto me había costado preparar por los inencontrables ingredientes —llevaba tres días de ayuno—, y seguí memorizando las fórmulas que, junto al resto de procedimientos, harían que la magia fuese efectiva. Aún recuerdo el conjuro, porque era imprescindible sabérselo de memoria y recitarlo en el momento justo. Para potenciarlo, dibujé con una tiza en el suelo la combinación de vocales adecuada:
Cuando sólo faltaban treinta minutos para el punto álgido de la influencia planetaria, miré por última vez el cielo, límpido, sin luna, y, entonces, quitándome las ropas de vigilante, me coloqué la toga de lana prescrita para el ritual, que previamente había dejado a la intemperie en tres noches de luna llena, para que se impregnara de sus efluvios. Adorné mis manos con guirnaldas de flores, al tiempo que pasaba alrededor de mi cuerpo aromáticos palitos de incienso.
No puedo describir aquí toda la ceremonia, porque he decidido mantenerla en secreto, así que me guardaré ciertos detalles fundamentales. Sin esos detalles, como he dicho respecto a la preparación de un producto químico, el rito no puede funcionar correctamente. Espero que comprendan mi decisión.
En la sala coloqué cuatro velas, confeccionadas por mí mismo con el género habitual, al que había añadido algunas hierbas y excrecencias de animales, además de grabar en sus curvas superficies los símbolos de Adonai, Hécate, Anubis, Basma, Charakõ, Jacob, y, sobre todo, el de la diosa insecto Meruty.
Inciensos y mirras traídos expresamente de Constantinopla y Bagdad, a los que añadí unos polvos fabricados con huesos de cadáveres, invadieron la estancia de modo que casi no se podía ver nada. Sus aromas inhalados por mí se mezclaron con el brebaje que ya había tomado, ayudándome a adquirir el magnetismo y el poder que todo mago necesita y usa en sus ceremonias. Como, creo, es evidente, me he convertido en todo un experto en estas ciencias nigrománticas.
Luego, en la hora adecuada, la tercera de la noche, la sexta de la duada egipcia, cuando el invisible Plutón se situó perpendicular a la Tierra en el punto donde estaba colocado el sarcófago, inicie el rito, empezando por una fórmula para conseguir el amor de la reina Sebeknefrure y terminando por otra que la resucitaría. Quería asegurar el éxito de la ceremonia, el renacimiento de la mujer y su amor sin reservas.
Para la primera invocación abrí la tapa del sarcófago. Contuve la repugnancia que me producía la reina en ese estado de descomposición, y unté su sexo y los senos con un producto especial, colocando después en su boca una pequeña cantidad de un producto mezclado con mi bello púbico, además de una hoja doblada en cuatro partes con palabras sagradas. Luego corté el cuello de una paloma blanca y derramé su sangre por el interior del sarcófago. Cerré la tapa y recité la fórmula para conseguir su amor, que decía así:
“Te conjuro, demon de muerto. Te invoco a ti, el inexorable Eros, con tu nombre más grande: azarachtharaza latha iathal, y y y lathaï, athallalaph ouerieu, legeta, rhamaiama, rhatagel; el que aparece primero, el que se manifiesta en la noche, el que se alegra en la noche, padre de la noche, el que presta oídos, erekisthpe araracharara ephthisikere Iabezebyth iõ, profundo, beriambõ beriambebõ, marino, mermergou; oculto y muy anciano achapa Adonáis, basma, charakõ, Jacob, Iao, Caruer, Aruer, Laïlam, Semesilam, soumarta, marba, karba menabõth, ema. ¡Oh, dios!, dirige el alma de Sebeknefrure hacia mí, Juan Ribera, para que me quiera, para que me ame, para que me dé todo lo que tiene en sus manos. Que me diga lo que hay en su alma, porque yo he invocado en mi auxilio tu gran nombre. Invoco la fuerza inmortal e infalible del dios, dame la sumisión del alma por la que te invoco, tráeme a la reina en este día de hoy y a partir de esta hora, con su sexo y su corazón encendidos. ¡Ya, ya, pronto, pronto!”
Una vez recitada la Invocación del Amor, exhorté a su alma inmortal para que ocupara de nuevo su cuerpo rejuvenecido por el sortilegio. En medio de las tinieblas grité:
“Así pues, Meruty, Anubis y demás Dioses Infernales, traed a Sebeknefrure hasta mí, sin ser sometida a tormentos, rápidamente: eiout Abaot psakerba, Arbatiao, lalaoïth, iõsachõtou, allalethou; y tú, señora, borphorophorba, synatrakabi baubarabas enphnoun, Morca, Eresquigal Nebutosualet, envía a Erinia, Orgogorgoniotrian, que atiza con fuego a las almas de los que han muerto; héroes infortunados y desdichadas heroínas de este lugar, de este día, de esta hora, de ataúdes de mirra olorosa: escuchadme y despertad a Sebeknefrure en esta noche, apartad el dulce sueño de sus párpados y dadle una odiosa preocupación, una terrible pena y búsqueda de mis huellas y un querer lo que yo quiero, hasta que haga lo que yo le ordene. Soberana Hécate Phorba phorbõbar barõ phõrphõr phõrbaï, protectora de los caminos, perra negra. ¡Obedece al que te invoca, por la fuerza de la magia que todo lo domina!”
Entonces callé y esperé, postrado de hinojos ante el sarcófago como si fuese un altar, rezando a los Dioses Infernales y repitiendo la salmodia aprendida en el papiro mágico una y otra vez, tantas como pedía el Rito, hasta que cumplí todas las prescripciones.
La niebla creada por los perfumes e inciensos se disipó, las velas se consumieron, dando antes una última explosión de luz, y el lugar se quedó en silencio. Creo que entonces vi una serpiente que se arrastraba por el suelo, y entraba luego en el sarcófago como si éste fuera intangible.
Yo me quedé postrado en la posición de oración egipcia una hora entera, como si fuese un escarabajo, y luego, siempre siguiendo las órdenes del papiro mágico, me erguí. Di tres vueltas alrededor del féretro, rozando con mis dedos la trabajada superficie de oro y piedras preciosas, como si estuviese acariciando a Sebeknefrure, y me situé en el lado derecho.
Todo era oscuridad, una niebla espesa producida por los inciensos que llenaban la habitación, a excepción de un pequeño resplandor que emanaba del sarcófago, lo suficiente para distinguir los ojos pardos del primoroso rostro pintado, que parecían mirarme inquietos y penetrantes. Entonces, intentando controlar mi alocado corazón, levanté lentamente la pesada tapa, dejándola en el suelo con suavidad, para contemplar luego el interior de la cámara del tiempo que tantos milenios había retenido a mi amada.
Es aquí, seguramente, donde su incredulidad se hará más manifiesta, y lo entiendo. Pero yo sé lo que vi, ¡yo lo sé!, y no podré olvidarlo mientras viva.
Dentro del sarcófago, anidando entre sus estrechas paredes, reposando plácidamente en un sueño de milenios, se encontraba una mujer joven, bella, perfecta, cubierta con una vaporosa gasa transparente que dejaba adivinar sus voluptuosas formas.
Era la reina Sebeknefrure vuelta a la vida, rejuvenecida por el Rito y el poder de la diosa Meruty. Espléndida, emanando vida por cada poro de su piel morena y tersa; respirando suavemente, como si estuviese inmersa en un profundo sueño.
Como un devoto permanecí largo rato contemplándola, admirando las primorosas líneas de su delicado cuerpo, los turgentes senos que se elevaban con cada inspiración, las caderas redondeadas como las dunas del desierto, sus labios aún rojos, brillantes como si el carmín egipcio también hubiera rejuvenecido; sus ojos cerrados, protegidos por largas pestañas, oscuras como el azabache.
¡Dios! Cuánta hermosura, ni en mis más alocados sueños me hubiera imaginado que la reina Sebeknefrure fuera tan bella. Aquel maravilloso ser que se mostraba ante mí, con todo el esplendor de la juventud, no era la andrajosa momia del principio de la ceremonia, sino la mujer ideal que cualquier hombre desearía. Y era mía.
Mi júbilo era inmenso, pero aún fue mayor cuando, cumpliendo un elemento primordial del Rito, di tres suspiros fuertes sobre su boca mirándola fijamente. Entonces sonrió, pues esa es la señal del amor. Sí, aquella hermosa hembra abrió los ojos y me miró.
Mis palabras son torpes para describir lo que sentí en aquel instante de gozo supremo. Les aseguro que no fue miedo, ni terror, ni espanto, nada más lejos. Fue amor, deseo infinito, pasión ilimitada. Mi diosa, mi amada inmóvil despertaba de entre los muertos, levantando lentamente su brazo derecho y acariciándome el rostro. ¿Se lo imaginan? Sus delicados dedos enjoyados con tres primorosos anillos acariciaron mi rostro, mientras una sonrisa se dibujaba en el suyo ¡Qué maravilla! ¡Qué gozo! ¡Qué delirio!
Confieso que al principio me turbé, no sintiéndome merecedor de su afecto, pero cuando se levantó del sarcófago y me pidió con un gesto aristocrático que le ayudara a salir, abrazándome con pasión y ternura, me sentí el hombre más afortunado de la tierra. Sebeknefrure, la hija de Isis, la Señora de Egipto estuvo entre mis brazos; su cuerpo escultural pegado al mío, susurrando palabras en mis oídos que no entendía, pero que sonaban a agradecimiento, como si escuchara las melodiosas notas de las arpas de Menfis flotar por el Nilo. Sí, fue un breve instante, pero para mí duró una eternidad.
Alcanzo el final de mi historia, y como ven, estoy siendo totalmente sincero, detallando sucesos e impresiones que otro se callaría, y eso sabiendo que les hablo de hechos muy difíciles de creer, si no imposibles, y que seguramente usaran en mi contra. Yo mismo era profundamente escéptico, pero ahora sé que el universo que nos rodea es mucho más amplio de lo que la ciencia de “este” momento histórico en concreto conoce. Lo cierto es que el rito cumplió su cometido, y la reina Sebeknefrure regresó a este mundo, enamorada.
Después de la ceremonia la llevé a una habitación escondida que había preparado en el sótano, un lugar al que sólo yo tenía acceso. Procuré que no le faltase de nada: un lecho, comida, agua, incluso música y lecturas. Al principio música antigua egipcia y textos escritos en jeroglífico, para ir después acostumbrándola a nuestro mundo y sus novedades. Allí la tuve recluida unas semanas, mientras yo denunciaba el robo de la momia y esperaba que se calmaran los ánimos. Mi intención era llevármela después a mi casa.
Mientras tanto, por las noches bajaba a hacerle compañía y yacía con ella. Nuestro amor era inmenso, y más aun la pasión que nos embargaba, como si los milenios de muerte de ella y mi prolongada abstinencia nos hubieran despertado un apetito sexual inagotable. Ya he descrito la cruda realidad de los que, como yo, trabajamos por la noche, y los sacrificios que hemos de hacer en este ritmo de vida; pero gracias a Dios, yo, al fin, he sido compensado espléndidamente.
¡Qué noches de amor, de deseo, de lujuria! ¡Qué pasión desenfrenada! Ir al trabajo ya no era un penoso deber ni un suplicio, era un premio, una cita, un encuentro caluroso con la persona que amas, lleno de dicha.
Así fue hasta que el profesor Casares descubrió mi secreto. ¡Y yo creía que era mi amigo! No sé si fue una pregunta mal medida por mi parte, o que envidiaba mi felicidad buscando su causa y mi desgracia, siguiéndome hasta mi rincón secreto; no lo sé. Lo cierto es que él me delató a las autoridades y ayer vinieron a detenerme. Me colocaron grilletes idénticos a los que he usado durante tantos años, y me llevaron a la comisaría. Lo que todavía no me han dicho es dónde recluyen a mi amada, ni cuándo me dejarán volver con ella.
Espero que esta sincera confesión les ayude a comprender el milagro que se ha realizado en este museo, y tengan a bien permitirme volver con la reina Sebeknefrure; ella es la prueba de que tengo razón.
Por favor, déjenme volver a su lado, aún no entiende en qué mundo ha renacido, y necesita que la vaya preparando para aceptar la realidad de su viaje en el tiempo y la victoria sobre la muerte. Nos amamos, y nuestro amor es eterno. Hemos roto los límites del tiempo y el espacio, vencido un asalto a Hades y Plutón, y los derrotaremos definitivamente cuando practique conmigo mismo un hechizo que me dará la inmortalidad. Así podremos amarnos por el resto de los tiempos.
Disculpen si este informe es un poco largo, pero quería ser prolijo en detalles para que fueran conscientes de lo sucedido y se dieran cuenta de que no estoy loco.
Gracias.
Atentamente:
Juan Ribera Martínez
Informe del Dr. Xavier Besalduch. Psiquiatra del Hospital Universitario de Valencia.
27 de Octubre de 2004
Adjunto en mi informe la “confesión” de la persona física, Juan Ribera, vigilante del Museo Arqueológico de Valencia, realizado por propia voluntad, que ayer fue retenido por la policía local y puesto en nuestras manos inmediatamente, al descubrir la aberración que dicho sujeto ha estado practicando las últimas semanas.
Según puede leerse en el informe, cree haber realizado un viejo rito mágico extraído de los conocidos papiros griegos, esa amalgama de supersticiones y fantasías de la época helenística –hecho éste reconocido por todos los historiadores serios–, por el cual cree haber conseguido resucitar la momia de la reina Sebeknefrure, muerta hace más de cuatro milenios y que fue traída al museo el cuatro de julio del año en curso, con todo su ajuar funerario.
Llevo muchos años ejerciendo esta profesión y no he visto nunca un caso más claro de alucinación, agudizada por una intensa esquizofrenia. Pero por respeto a mi vocación y cargo, no expresaré un dictamen definitivo hasta que conozca con más detalle las características psicológicas del sujeto y las distintas facetas de su personalidad. No quiero tergiversar los acontecimientos ni influir sobre el juez y su sentencia; de momento sólo me atendré a los hechos proporcionados por la policía y el profesor Casares.
El día 25 se notificó la desaparición de la momia de dicha reina. El mismo vigilante denunció su sustracción y colaboró activamente en su búsqueda. Tras un intenso escrutinio e investigación por parte de las fuerzas de seguridad, ayudadas incluso por prestigiosos detectives –hay que tener en cuenta que el gobierno egipcio estaba extremadamente interesado en la recuperación intacto de su patrimonio–, no se llegó a encontrar la momia, ni ninguna explicación razonable. El ajuar se encontraba intacto, el oro, las joyas, las obras de arte; lo único que faltaba eran los restos de la reina.
Tres semanas después, el profesor Casares –según propia declaración–, notó un comportamiento extraño en su amigo. Le pareció verlo en un perpetuo “limbo” –textual–, como si estuviera inmerso en su mundo mental y no fuese consciente de sus obligaciones ordinarias. Ese indicio, en sí mismo, no era muy revelador, pero como también rechazaba sus invitaciones para conversar, algo habitual cuando se quedaba hasta altas horas de la madrugada trabajando, la sospecha se agudizó. Además, en multitud de ocasiones desaparecía de su puesto por intervalos muy largos.
Por casualidad, hace unos días, el profesor tuvo que quedarse a trabajar hasta tarde, y cuando fue a despedirse de Ribera no lo encontró en su despacho. En cambio, le pareció ver una figura al fondo del pasillo que descendía a los sótanos, por las escaleras de servicio. Le llamó pensando que era él, pero no recibió respuesta.
Dado su extraño comportamiento, decidió seguirle a escondidas. Tal vez, pensó, su cambio de personalidad se debía al uso de algún tipo de drogas, pues es sabido que mucha gente no soporta largas horas de soledad o el mismo trabajo nocturno. Su intención, según nos ha confesado, era obligarle a hablar del tema, como amigo, para intentar ayudarle.
Así que le siguió y bajó tras él hasta el segundo sótano del edificio, una sección que no conocía y que no estaba documentada en ningún plano –lo comprobó la policía–. Allí lo vio entrar, en una habitación cuya puerta cerró tras de sí.
Se acercó hasta ella sigiloso y colocó su oído en la hoja de madera, intentando escuchar lo que decía, pues al parecer estaba hablando con alguien, pero no se oía otra voz excepto la suya. Al poco le pareció escuchar cómo Ribera se quitaba la ropa y, poco después, jadeos y movimientos propios de alguien que realiza el acto sexual.
El profesor Casares se indignó, pensando que su amigo había traído al museo una prostituta, y que tal vez por eso tenía ese extraño comportamiento de las últimas semanas. Prefería eso a la droga, por supuesto, pero, según comentó a la policía, algo dentro de él se irritó, y no un trasnochado puritanismo. Pensó que no era conveniente traer ese tipo de mujeres al museo y que estaba en juego, no sólo la propia dignidad de su amigo, sino el prestigio y buen nombre de la institución si se descubría. Así que, enfadado, decidió irrumpir en el recinto.
Pero cuando el profesor Casares abrió la puerta y entró en la habitación, sufrió el shock más grande de su vida. No estaba preparado para lo que iba a contemplar, y la sola visión de aquella escena le hizo llevarse la mano al pecho y vomitar repetidamente. Lo que ante sus ojos se realizaba era un episodio de pura necrofilia, el insano acto de un demente perturbado, sin el mínimo atisbo de discernimiento entre lo real y lo imaginario, entre el bien y el mal. Allí, delante de él, su amigo Ribera hacía el amor con… una mujer, eso sí, pero con una mujer muerta cuatro milenios atrás, un andrajo vagamente humano de carne podrida, envuelto en telas resquebrajadas y polvorientas: la momia corrupta y maloliente de la reina Sebeknefrure. Aquel loco, aquel desequilibrado hacía el amor con una muerta, hablándole con suavidad en las deterioradas y apergaminadas orejas, y acariciando los huecos de los inexistentes senos, como si fueran los de una mujer real, al tiempo que la penetraba con mórbido deseo.
A pesar de todo, el individuo sigue creyendo que ha resucitado a una reina egipcia. En su distorsionada percepción de la realidad no hay muestras de ninguna otra enfermedad ni conducta alterada, salvo, quizás, un indicio de depresión propio, por otra parte, de los trabajadores nocturnos.
Sé que el juez necesita mi dictamen para emitir un juicio, pero, como he escrito más arriba, he decidido darme un tiempo para estudiar su extraño comportamiento; más adelante comunicaré mi opinión profesional. Mientras tanto, pretendo conocerlo mejor y ganarme su confianza. No puedo evitar sentir cierta pena por él.
En verdad, hay hombres que no soportan la soledad y buscan maneras inimaginables para escapar de ella. Y el deseo de amor y pasión puede trastornar la mente más cuerda.
Firmado:
Xavier Besalduch
José Rubio Sánchez y José Miguel Cuesta Puertes (ambos nacidos en 1963), residen en Valencia, a orillas del Mediterráneo. Desde hace décadas compaginan sus respectivos trabajos con su verdadera vocación: la escritura. Su producción abarca campos tan amplios como las Nuevas Tecnologías y la Literatura en diversos géneros.
Dentro de la categoría de producción multimedia se pueden destacar varios Libros Electrónicos, como los realizados en colaboración con AMD Media Consulting: Andalucía contada por si misma, para el Foro Andaluz de Ediciones; El Puente sobre la Estación: una muestra de la arquitectura de Santiago Calatrava; o las Obras Completas en Castellano de Helena Petrovna Blavatsky, un adelanto de los cada vez más difundidos E-book.
Hasta la fecha han recibido diversos premios y publicado varias obras, entre ellas: El Loto tras el Muro (octubre de 2005 por Edebé); La Ciudad de las Puertas de Oro (octubre de 2006 por Timunmas); El Durmiente (septiembre de 2007, también en Edebé), y próximamente la novela finalista en Planeta 2007: El Ocaso del Sol Invicto (Grupo Sirius), o El Tao de la Carretera y Pasajes sobre el Porvenir (Corona Borealis).
La Amada Inmóvil forma parte de un proyecto más amplio denominado «NecroEroticon». Son historias, como la presente, en las que se aúnan terror, misterio y, como no: sexo. Este proyecto será editado próximamente por AJEC.
Fin