Publicado en
octubre 22, 2015
"Tócanos una pieza, Billy" , pedían en su pronunciado acento irlandés esas personas que intuían en mi padre algo que durante mucho tiempo a mí se me escapó.
Por Joe Duffy.
—¡PAPA ES PODEROSO! —decía, alzándome muy alto, cuando volvía a casa de su trabajo en la fábrica, en Hartford, Connecticut.
Luego me ponía de nuevo en el piso de la cocina, y yo le pedía que me mostrara sus músculos. Mi padre había sido jardinero, limpiador de estufas de petróleo y cavador de tumbas; incluso había coqueteado con el boxeo. En algunas ocasiones, mientras atendía la barra en la taberna de mi abuelo, había despachado a algún buscapleitos. Para un hijo único que disfrutaba del favor de aquel hombrón, todo esto no significaba más que una cosa: fuerza.
En el verano, después de la cena, nos íbamos tomados de la mano al cruce del ferrocarril para ver pasar los trenes. Ocasionalmente, percibía yo en el aire un olorcillo a aceite industrial que él no había logrado quitarse pese al agua, el jabón y la loción. Mientras caminábamos, silbaba sus canciones preferidas, que tenían que ver con locomotoras, como The Wreck of the Old 97 ("El descarrilamiento de la vieja 97"). A mí me encantaba oír las historias que habían dado lugar a las canciones, y le pedía que me las repitiera una y otra vez.
Mi padre era capaz de explicar las señales y los cambios de vía como si hubiera ayudado a tender los rieles. Todo esto me parecía mágico.
—No te olvides de agitar la mano —decía, cuando oía que se acercaba un tren.
Y, cuando pasaba alguno haciendo un ruido ensordecedor y lanzando chispas, papá me apretaba la mano. ¡Qué seguro me sentía yo entonces! Viendo a los hombres de gorra devolvernos el saludo, yo me maravillaba del poder que tenía mi padre para hacer que ocurrieran cosas estupendas.
De vuelta en casa, sacaba su armónica y se ponía a tocar las melodías que acababa de silbar. Los vecinos comentaban después que aquello había sonado como una orquesta entera; así de bueno era. Mi padre había heredado de mi abuelo ese talento. Me sentí realmente importante cuando los responsables del programa radiofónico irlandés, que se difundía los domingos por la mañana, lo contrataron para que tocara.
Mi padre no nació en Irlanda, pero a los irlandeses les encantaba visitarnos. "¡Tócanos una pieza, Billy!", pedían con su pronunciado acento, y él los complacía gustoso.
Si ponían a papá junto a un violinista y un acordeonista, él quería tocar toda la noche. Estaba convencido de que los irlandeses tenían más energía que el común de los mortales. En cierta ocasión, cuando terminó una fiesta; invitó a los músicos a la casa y siguieron tocando hasta casi el amanecer.
Los inviernos eran divertidos porque él se consideraba el mejor paleador de nieve y carbón. Regresaba del trabajo cuando ya había oscurecido, comía y enseguida cogía la pala. Yo me vestía de prisa con ropa abrigadora y lo seguía a la calle. Años después hice una investigación sobre los antepasados celtas de mi padre, que construyeron el canal de Connecticut, en Enfield Falls, a fines de la década de 1820, y escribí sobre ello. El recuerdo de mi padre silbando al palear aquellos montones de nieve me ayudó a imaginar cómo debieron de asombrar nuestros antepasados a la gente de su tiempo cuando hacían gala de su fuerza muscular.
Cuando papá entraba de nuevo en la casa, rebosante de satisfacción, mi madre le entregaba una taza de té caliente y yo le daba una palmada de felicitación en la espalda, que parecía de hierro. Entonces bajábamos al sótano para encender la caldera de carbón.
Mi padre siempre hacía que mi ayuda pareciera indispensable. Me pedía que le pasara un atizador, con el que abría la puerta metálica, cubierta de hollín, y revolvía entre las llamas para ver cuánto combustible se necesitaría para calentar la casa esa noche. Luego atacaba el montón de carbón. Todavía oigo la pala raspando el piso de cemento en la atestada carbonera.
Papá se deleitaba con las faenas sencillas. Y a mí me encantaba su capacidad de encontrarle chiste hasta a las cosas más insignificantes para darme gusto. Yo lo adoraba.
Era tan tímido que le costaba trabajo usar ciertas palabras, como "amor", pero yo sentía su amor a pesar de todo. Él tenía su propia manera de transmitírmelo.
Me compró un guante de beisbolista, de segunda mano. En las tardes de verano, jugábamos a la pelota en el jardín hasta que oscurecía. Con meses de anticipación reservaba entradas para que asistiéramos a un concurso anual de cuartetos de aficionados. A veces se me permitía llevarle la comida a la fábrica, y él llamaba a sus compañeros para que me vieran.
Los billetes de 20 dólares que me daba para mis caprichos de estudiante de enseñanza media provenían de sus horas de trabajo extra. ¡Pero qué radiante se veía cuando obtuve la beca de su empresa para asistir a la universidad, y publicaron nuestra fotografía en el periódico!
Aunque siempre escaseó el dinero, rara vez se quejó. "Soy afortunado de tener lo que tengo", aseguraba. El día en que mi abuelo murió de una enfermedad pulmonar común entre los canteros, mi padre dejó la escuela de enseñanza media superior y se puso a trabajar.
Creció entre gente muy fogueada en la vida de los barrios bajos, pero de gran corazón. Algunos de ellos iban a veces a la casa a tomar una taza de té. Cuando la conversación bajaba de tono hasta convertirse en un murmullo, yo sospechaba que papá estaba escuchando sus penas. Y, si las visitas se marchaban con mejor estado de ánimo, yo sabía que era por la absolución que les había dispensado el famoso paleador.
Mi padre, en distintas épocas, trabó amistad con un antiguo profesor alcohólico, con un ex boxeador y con un músico desempleado. Yo estaba en casa, de vacaciones de la universidad, cuando falleció el boxeador, un hombre sin familia. Papá me pidió que lo acompañara al velorio. Al acercarnos al sencillo ataúd de madera, vimos que no había flores y que, aparte de nosotros, sólo había acudido una persona.
No era la forma en que yo había planeado iniciar mis vacaciones. Ya para entonces había cierta tensión en mi relación con mi padre. La universidad me había distanciado de mis raíces.
Al salir de la funeraria, comentó:
—Eddie era un buen hombre.
—Y nadie lo ha recordado —le dije yo, en un tono que reflejaba la brecha que se iba abriendo entre nosotros.
—¡Nosotros sí! —replicó él.
Papá había empezado a parecerme cursi; tonto, incluso. Como me desenvolvía entre hijos de familias acaudaladas, pensaba con vergüenza que él debía de haber fallado en algo: no era médico ni abogado; no poseía nada y no había viajado por el mundo.
Ya frisaba los 70 y padecía una peligrosa hipertensión. Yo estaba furioso con él porque desatendía mi consejo de que no corriera, riesgos.
—No te preocupes —me respondía siempre—. Todavía soy fuerte.
El estribillo de toda la vida.
Cuando se jubiló, mi madre me rogó que le insistiera en que debía ahorrar. De nada sirvió que lo hiciera. Él daba todo lo que tenía a cualquiera que lo necesitara. Y lo que más me molestaba era que, sin consultarme, ofreciera mi ayuda para alguna de sus causas.
Yo había aprendido a tocar la armónica bastante bien, y cierto día mi madre me llamó por teléfono a la escuela donde enseñaba.
—Quiere que lleves la armónica al centro cívico de jubilados hoy, a las tres y media en punto —me dijo.
Acepté de mala gana.
Papá me recibió en la puerta y me informó que acompañaríamos a un violinista y a un tipo que tocaba el banjo, en el primer acto de una función de variedades que estaba a punto de empezar. Luego, los dos tocaríamos a dúo viejas canciones de trenes. Papá conservaba su chispa y su ritmo. Por cierto, el público se entusiasmó de veras con nuestra pieza preferida: The Wreck of the Old 97. Cuando cesaron los aplausos, Billy y su hijo comenzaron a acercarse de nuevo.
Después, cada vez que iba yo a la casa, tocábamos y platicábamos. En esos conciertos que nadie más escuchaba, empecé a sentirme ligado a mi hogar. Al poco tiempo hablábamos por teléfono todas las noches. Incluso le pedí consejo a mi padre sobre cómo tratar con ciertos adultos difíciles en mi trabajo. No olvidaba que él era una especie de experto en gente.
El día en que mi esposa y yo tomamos posesión de nuestra nueva casa, papá se enteró de que padecía insuficiencia renal. En menos de un año, ya tenía que someterse a diálisis tres veces por semana, cuatro horas cada vez. Durante los primeros dos años, su legendaria paciencia lo ayudó, y a mí también. Pero después, las complicaciones se combinaron con su edad para que la diálisis resultara menos efectiva y más dolorosa. Yo permanecía a su lado para darle masaje en las manos y los pies cuando la pérdida de potasio le causaba dolorosísimos calambres.
Una vez, durante un reconocimiento médico, se miró los brazos, largos, delgados y amoratados por las inyecciones intravenosas, y los flexionó.
—En una época fueron poderosos... ¿Te acuerdas?
Esa noche salí a caminar solo en la oscuridad, y lloré.
Aun en su lecho de enfermo, papá curaba las almas. Uno de sus compañeros de habitación era ex presidiario. Agradecido, al parecer, de que mi padre lo hubiera escuchado, aquel hombre me aseguró:
—No le faltará nada mientras yo esté aquí.
Todavía era enorme su don de gentes.
Cierta vez me convenció de que llevara a escondidas al hospital una armónica, y tocara algo "para los muchachos". Esperamos a que no hubiera moros en la costa, como dijo papá. Entonces interpreté —¿cuál si no?— The Wreck of the Old 97. Pero esta vez lo hice yo solo.
—Algún día escribirás sobre esto —vaticinó el hombre que una vez más había organizado una función.
Durante la última hospitalización de mi padre, después de que se le consumieron los brazos, yo le daba de comer en la boca. Esto nos brindó la oportunidad de hablar de la vida y la muerte. Confesó que todos los días pensaba en la muerte. Me contó que su padre había muerto en su propia casa. Le pregunté si deseaba que lo llevara a la suya. Me respondió que lo pensaría. Unos días después, el doctor me llamó a las 3 de la mañana para informarme que papá había sufrido un paro cardiaco, y lo habían llevado a la unidad de terapia intensiva.
Mucho habíamos avanzado en los últimos cuatro años; sin embargo, hay algo que nunca llegué a decirle: que era sin duda el hombre más feliz que había conocido, y uno de los más generosos.
Aquellos vagabundos que seguían buscándolo habían intuido algo que a mí se me había escapado por completo. En esos momentos, aunque tarde, lo comprendí: papá hizo todo lo mejor que pudo y disfrutó cuanto tuvo. La pesadumbre y el temor, esas arpías gemelas, nada pudieron contra la armónica y la pala fiel.
De todas estas cosas tuve la certeza cuando sonó un timbre en la unidad de terapia intensiva, y una enfermera dijo:
—Se fue.
Cuando el corazón que había movido tanta nieve y tanto carbón —pero sobre todo a tanta gente— se detuvo, yo tenía entre las mías la mano de mi padre.
© 1988 POR JOE DUFFY CONDENSADO DE "NORTHEAST MAGAZINE", SUPLEMENTO DOMINICAL DE "THE HARTFORD COURANT" (19-VI-1988), DE HARTFORD CONNECTICUT. FOTO. ERNEST COPPOLINO.