EL LABERINTO REFLEJADO (José Miguel Vilar Bou)
Publicado en
octubre 02, 2015
Déjame que te relate, oh amo del porvenir, cómo Saad, tras escapar de la isla de los hombres incompletos a bordo del barco que le había entregado la princesa de Kessra, navegó cuatro días con sus cuatro noches por mares desconocidos hasta por Alá, que todo lo ve. Y aquellas fueron horas interminables bajo un sol que regalaba oro a la piel del mar.
Y fue justo al amanecer del quinto día cuando el marino divisó en la lejanía una escala dorada que descendía de una nube solitaria al mar. Saad se maravilló mucho de aquello, porque no es dado a los hombres hacer caminos que vayan de la tierra al cielo ni del cielo a la tierra. Y sabía también que aquello no podía ser obra de hijos de Adán, sino de efrits1 o acaso de seres más terribles.
Pero como el hambre y la sed le mortificaban, decidió aprovechar el viento favorable y poner velas rumbo a la escala de oro que se perdía en las alturas. Y hete aquí, oh cifra del tiempo, que el vagabundo llegó al pie de la escalera y se encaramó a ella. Y subió y subió. Y su barco amarrado quedó cada vez más pequeño y el mar se revelaba en toda su inmensidad. La escala rozaba lo interminable. Tanto que el marino temió caer al vacío derrotado por el cansancio.
Pero no fue así porque Saad llegó arriba y saltó a la nube y supo maravillado que podía caminar sobre ella.
—¡Por Alá! ¿En qué sueño estoy viviendo? —exclamó al descubrir el nuevo prodigio que se le revelaba ahora.
Un palacio inabarcable como jamás se haya visto hundía sus cimientos en aquellas tierras gaseosas. Tenía cuatro torres, a cada cual más alta y vertiginosa. Sus cúpulas coloridas ambicionaban rascar el dosel añil del cielo. Un camino hecho con rubíes grandes como cabezas conducía a la puerta de la mansión celestial.
El intruso se preguntó qué seres habitarían tales regiones aéreas. Y aunque temeroso, ya no había vuelta atrás, así que hizo camino por la senda de rubíes y penetró en el palacio cuyas altas puertas le aguardaban abiertas.
—¡Hola! ¿Hay alguien? —exclamó desde el dintel.
Sólo el eco respondió.
Atravesó una sala que conducía a otra sala. Y esta sala a otra sala y esa a otra más. Espejos de todos los tamaños pendían de todas las paredes de todas las habitaciones. Reflejado en todos ellos, el intruso deambuló hasta que se supo definitivamente perdido. Subió por escaleras que nunca terminaban. Bajó por otras que descendían hasta lo remoto. La única compañía de Saad era su propia imagen que se multiplicaba y prosperaba a lo largo de los espejos incontables y omnipresentes.
—¿Dónde estás, amo del castillo? —preguntó Saad. Pero sólo respondía el eco que es a su vez el espejo de la voz.
Transcurrieron cuatro días con sus cuatro noches sin que nadie se le apareciera. Las sombras se acortaban y alargaban conforme lo dictaban la aurora y el atardecer. Sucesivamente, cuatro soles y cuatro lunas se asomaron a las ventanas y se reflejaron en los espejos. Saad no pudo evitar sospechar que la luna es el espejo del sol.
Pero he aquí, oh rey de las horas, que el amanecer del quinto día sorprendió a Saad dormido entre dos vasijas altas como negros gigantescos. Y al despertar recordó que se había amodorrado en un salón circular con 16 puertas. Abrió los ojos y ahí estaban tal como las recordaba la nocheanterior. Éstas se alternaban con 16 espejos de idéntica forma a la de las puertas. El marino emergió del sueño con un miedo nuevo e indescifrado: había soñado que los 16 espejos eran también 16 puertas.
—¿Quién hay ahí? —preguntó. Porque le llegaba un sonido insistente y delicado.
Y como no obtuvo respuesta, atravesó una puerta que daba a una gran galería. La luz entraba cegadora por las ventanas. Había decenas de espejos. Una figura desdibujada por la luz solar pasaba un paño por las superficies pulidas. Saad se le acercó. Era un hombre o un ser semejante a un hombre. Vestía túnica. Su cabeza rutilaba calva y redonda. Aunque su piel era joven, tenía la mirada vieja, como si la hubiera paseado por todos los rincones de la Creación. Era alto y flaco, de cuello estrecho y nariz y orejas prominentes.
—Sé bienvenido a mi palacio —saludó el anfitrión.
Parecía cosa injustificada cuestionarse si aquella figura talluda y estrecha, acariciada por una mano de sol, había nacido de mujer o no. Parecía absurdo dudar si se había metido en la casa de un demonio o de un efrit. Y como el dueño del palacio respetaba las divinas normas de la hospitalidad, el marino maldito devolvió el saludo y se presentó:
—Me llamo Saad. Busco Basora.
—Ese camino lo conozco —afirmó el hombre de piel joven y ojos viejos mientras sacaba brillo a un espejo con su paño—. Pero antes de irte deberás permanecer en este palacio cuatro días y cuatro noches. Después podrás marcharte.
Saad, impaciente, inquirió irritado:
—¿Y a qué cosa obedece esa imposición?
—Porque esas son las normas de la casa —lo dijo como si tales normas fueran superiores a su dueño y éste sólo se limitara a transmitirlas—. Porque cuatro es el número que el palacio impone. Cuatro lados tiene la mesa donde comes. Cuatro la silla donde te sientas. Cuatro la cama donde dormirás las cuatro noches. Cuatro fachadas tiene esta morada. Norte, sur, este y oeste son cuatro. Lo mismo que vivimos en un mundo concebido en cuatro dimensiones, la última de las cuales, y más incomprensible de todas, es el tiempo.
Saad se sonrió ante las locas costumbres de su anfitrión. Pero comprendió también que no podía contradecirle.
—Veo que has dormido en la sala de las 32 puertas —dijo el poseedor del castillo.
—No son 32, sino 16 —respondió Saad—. El resto son sólo espejos.
El anfitrión sin nombre le tomó del brazo y le condujo de nuevo a la cámara circular donde había pasado la noche.
—Cuenta de nuevo, marino —ordenó.
—Son 16 puertas y 16 espejos —se reafirmó el interpelado.
El otro sonrió y le empujó suavemente hasta ponerle delante de uno de los espejos.
—¿Qué ves? —le preguntó el amo de la mansión.
—Me veo a mí mismo.
—¿Y qué más?
—Te veo a ti, dueño de esta tierra. Y veo los otros espejos. Y la ventana. Y más allá el cielo. Y el sol.
—Has de saber, Saad, que los de mi casa no son espejos corrientes — dijo con voz profunda—. Al otro lado de cada uno de ellos hay un mundo exactamente igual al que tú habitas. Y a su vez ese mundo contiene miles de espejos que encierran otros miles de mundos que a su vez conducen a otros miles más. Los espejos son los eslabones que enlazan la cadena del infinito y la eternidad. Son mundos gemelos, idénticos y simultáneos. En este mismo instante, miles de millones de Saads contienen el aliento como lo haces tú ahora ante mi revelación. Ese que te mira desde el otro lado eres tú, pero no eres tú. Es otro. Es alguien.
Esa idea espantó al marinero. No pudo tolerar la visión de su propio yo, de modo que se apartó del espejo. Pero el joven de ojos viejos le retuvo con fuerza de demonio y le empujó contra el cristal. Saad esperaba romperse la cara en el vidrio. Pero en vez de eso lo cruzó libre y se fundió con su reflejo mismo. Cayó al suelo. Abrió los ojos y vio cómo el espanto y la perplejidad se pintaban en su yo reflejado. A su lado estaba aquel hombre horrible, que dijo:
—Has atravesado el cristal. Ahora estás al otro lado y al mismo tiempo estás donde has estado siempre.
Saad se apartó temeroso y primordialmente confuso.
—¿Quién eres? —interrogó.
El interpelado cruzó las manos a la espalda y se observó a sí mismo multiplicado en los 16 espejos.
—Es algo que nunca me he preguntado —respondió despacio. La luz del sol le doraba la piel y la mirada—. De ser algo, puedo decir que soy un viajero. Desde que tengo noción de existir (y ese día se ha perdido en la memoria de los planetas, porque yo nací con este palacio y este palacio nació conmigo) no hago más que viajar. Seré más preciso. No hago más que buscar.
—¿Buscar? ¿Y qué puedes buscar si nunca has salido de tu laberinto?
El pretendido inmortal sonrió lento como la arena que mueve las dunas. Puso sus ojos extenuados en el sol que refulgía tras las ventanas.
—Como te he dicho, cada uno de espejos de mi palacio es una puerta. Una puerta que conduce a un mundo gemelo. Y ese mundo gemelo contiene otros miles de espejos que conducen a mundos iguales entre sí. Llevo una vida entera recorriéndolos, viajándolos. Saltando de parte a parte. Como puedes ver, las combinatorias son infinitas. Pero hay un mundo, uno entre infinitos, que es diferente. Y ese universo único, desligado de todos los demás, descifra el resto.
Saad asintió atemorizado. Así que lo que él creía inocentes espejos constituían caminos que hacían más infinita la ya de por sí infinita mansión.
—He consagrado mi tiempo a la conquista de ese universo de universos —prosiguió el otro—. Quiero encontrarlo. Quiero habitarlo para descifrarme. Para descifrar el mundo. Para descifrar el infinito.
El marino temblaba exactamente igual que sus 16 reflejos.
—Pero hay un peligro terrible en mis trabajos —añadió con poso desazonado el viajero de los espejos—. Hay infinitos yo e infinitos tú reflejados. Pero entre todos ellos existe uno, uno solo, que también es diferente. Y ese doble nuestro nos estará buscando empecinadamente desde el día en que nacemos a través de todos los espejos. Nos perseguirá hora a hora. Segundo a segundo. Y cuando nos encuentre, cuando pongamos nuestros ojos en él, habrá llegado el final.
Y dicho esto se fue. Y Saad se quedó sólo y pensativo, maldiciendo la hora en que había subido a aquella nube.
Y ahora que asoma la luna a nuestras ventanas, déjame que te cuente, oh hacedor de infinitos, cómo Saad pasó aquel tiempo de reclusión inexplicable extraviado por el palacio sin mapa. Las horas se devoraban unas a otras mientras vagaba por pasillos que se perdían en lo indescifrable. Por galerías, pórticos y cámaras. Siempre le acompañaba su propio reflejo que se desdoblaba espejo tras espejo, como una imagen desvinculada de su dueño, un reflejo perplejo de sí mismo.
A veces se cruzaba con el glabro dueño de aquel reino arquitectónico con trazas de ser inabarcable. Los encuentros sucedían en los lugares más inverosímiles y alejados los unos de los otros. Porque el viajero consumía su tiempo atravesando los espejos en busca de ese mundo filosofal que explicaba los otros.
Fue en el transcurso de la segunda noche cuando el vagabundo se atrevió a preguntar a su anfitrión. Más allá de las ventanas rutilaba el firmamento. Dijo Saad:
—¿Y no es para volverse loco vivir solo y rodeado de espejos?
A lo que respondió el joven con alma y ojos viejos:
—No estoy tan solo. Los espejos tienen memoria. Y son capaces de atrapar el alma de quien se refleja en ellos. Un espejo es una mirada — pasó su paño sobre uno de ellos—. Nos acechan. Nos hacen preguntas. Nos interrogan sobre quiénes somos. El que observa y el observado no son el mismo. No estoy solo, no.
Y pasó después, oh letra que da sentido al verbo, que el tercer amanecer sorprendió a Saad despierto y tembloroso. Porque había soñado que alguien igual a él, pero que no era él, le miraba desde el fondo de un cristal. Como ese otro yo que no es yo y que nos busca a través de todas las superficies pulidas para darnos muerte, según le había revelado el propietario del palacio.
Amaneció, decíamos, y los espejos circundaron a Saad. Y se sabía vigilado por sí mismo en todos ellos. Y por eso se refugiaba bajo las escaleras. En las cámaras menos reveladas. Tras las cortinas polvorientas y dormidas.
En cuanto a su captor, aparecía y desaparecía en busca del quimérico mundo que servía de vértice a todos los otros. Esa colección fabulosa de dimensiones que contenía la cifra que daba lógica a la ecuación de lo existente. Esa pieza clave en la bóveda de la Creación.
Y cuando atardecía, escuchó Saad unos pasos en un corredor cercano.El marino siguió el eco y se encontró con el morador de la casa. Éste, sin embargo, no le dirigió la palabra. Continuó con su camino y desapareció.
Saad se alzó de hombros y se sentó al pie de una escalera. Pero no había pasado una hora cuando se escucharon otra vez pisadas. El viajero de los espejos apareció por segunda vez en el pasillo.
—De nuevo nos vemos —le saludó Saad.
El otro le miró perplejo al principio. Inquieto después:
—¿De nuevo? —repitió como si no le hubiera entendido.
—Sí —dijo el vagabundo—. No hace una hora que nos hemos cruzado en este mismo corredor.
El motilón abrió mucho los ojos. Un temblor sacudió su alargada persona.
—No era yo —respondió lacónicamente.
Y se marchó. Su paso, menos decidido que en otras ocasiones, se perdió por los recovecos de aquella casa olvidada de Alá.
El anochecer llegó silencioso. Las sombras se alargaron. Los rincones se oscurecieron. Las cámaras más recónditas se anegaron de tinieblas. Se iba el tercer día. La noche se hacía interminable para Saad en el laberinto de los espejos que le miraban, que estaban vivos. Se sabía observado a través de todas las superficies pulidas que eran sendas a mundos iguales donde iguales suyos vagaban y dejaban escapar suspiros iguales a los suyos. Y esa era toda la verdad.
El cuarto día nació como un tímido cinturón de perlas. Se dibujó la frontera entre el mar y el cielo. Un día más. Uno sólo y sería libre. Porque Saad supo que jamás iba a encontrar él solo la salida. Que aquel palacio tenía voluntad y que no toleraría que su huésped escapara.
El sol ya alimentaba todos los rincones del laberinto cuando el marino se topó sin quererlo con la sala circular de los 16 espejos y las 16 puertas. Se preguntó si había llegado allí por casualidad o si era el palacio quien le guiaba. Porque aquellas paredes parecían estar siempre cambiando sin realmente llegar a cambiar. Igual que el alma humana. Las escaleras aparecían y desaparecían. Los pasillos se alargaban o morían. Se engendraban grandes salones donde segundos antes sólo languidecían tabucos. O eso al menos sospechaba el prisionero.
Y llegó la cuarta noche y las estrellas se prendieron a la vez que se prendían las velas sobre los candelabros. Y los cortinajes susurraron amedrentados por la brisa nocturna. Y tampoco esta vez pudo dormir el ladrón. Porque jamás había deseado tanto que regresara el sol. Porque la noche caminaba despacio como si fuera definitiva.
Pero he aquí que se escuchó un revuelo lejano de carreras y gritos. También de cristales que se rompían. El marino corrió al lugar de donde venía la escandalera. Se perdió por pasajes injustificados, sucesiones de salones y escaleras. Estaba cerca. Abrió una puerta y se encontró con el buscador de universos que estaba rompiendo todos los espejos contra el suelo. Miró a su invitado temblando:
—¡Me ha encontrado! ¡Me ha encontrado!
Saad no sabía a quién se refería ni entendía tampoco por qué destruía desordenadamente sus caros espejos.
Y se escucharon entonces pasos en la escalera. Y de entre las sombras emergió alguien idéntico al dueño del castillo. O acaso él mismo. Y ese alguien irrumpió en la sala sin hacer caso del marino y fue directo a porsu doble. Éste se llevó las manos al cabeza aterrorizado. Y tartamudeó con voz derrotada:
—Ha llegado mi hora. Pero dime, ¿has visto ese lugar que siempre he buscado y que nunca encontraré?
—No existe —respondió su reflejo. O acaso él mismo.
Y sin más palabras, la representación echó las manos al cuello del original y le estranguló. Saad asistió sin intervenir. La agonía transcurrió en silencio. Los ojos de la víctima se hincharon como huevos hervidos. Su piel enrojeció como una cresta de gallo. Y al cabo quedó quieto, con la boca groseramente abierta al infinito. La lengua morada e impúdica, colgando.
Sólo entonces el asesino reparó en Saad. Dejó caer al muerto (que no dejaba de ser él mismo). Las velas doraban su rostro y sus pupilas. Su sombra se acortaba y alargaba al capricho de los candelabros. Y dijo el reflejo encarnado señalando el cadáver:
—Yo soy él y por tanto tú eres mi huésped. Y según las normas de esta casa ahora deberás permanecer conmigo cuatro días con sus cuatro noches. Y a esos cuatro días les seguirán cuatro semanas. Y a esas cuatro semanas, cuatro meses. Y a esos cuatro meses, cuatro años. Y a esos…
Pero no pudo continuar porque Saad le agarró del cuello y le empujó hasta un espejo y juntos lo atravesaron y aparecieron en un pasillo que daba a una escalera de caracol. Y el amo del palacio tropezó y se precipitó escalones abajo. Y sus quejidos y sus costillas moliéndose de peldaño en peldaño resonaron durante mucho tiempo. Y dicen, oh hacedor de hacedores, que los gemidos y el estrépito de su caída interminable se escucharán por los siglos de los siglos, pues la escalera no tiene fin. Pero eso es algo que no se sabe porque nadie hay allí para comprobarlo.
Que amanezca es cosa ordenada por Alá. Y ese día no fue distinto. Saad encontró la salida del laberinto con el alba. Abandonó el palacio y la nube no sin antes llevarse muchas gemas. Y descendió la escala de oro y desamarró su barco y escapó de aquel lugar maldito.
Y dicen también, oh propietario del tiempo, que después de muchos días sobre las olas, divisó un islote con una torre blanca. Y que en torno a esa torre volaban en círculo aves de una especie desconocida.
Fin
José Miguel Vilar-Bou (Alfafar, Valencia,1979) es periodista. Ha vivido en Italia, Bélgica y los Balcanes. En España ha trabajado para numerosos diarios, revistas y televisiones, principalmente en las secciones de sociedad, sucesos y tribunales.
Es autor de la novela Los navegantes (Grupo AJEC, 2007) y ha publicado cuentos en la antología Visiones, la revista Galaxia y el diario El País, para el que fue también corrector de estilo de un suplemento especial sobre el cambio climático. Fue ganador del concurso de literatura breve de la Universidad Cardenal Herrera-CEU en el año 2002 y obtuvo el segundo premio en 2003.