TIEMPOS REMOTOS (José Manuel Sala Díaz)
Publicado en
septiembre 11, 2015
La planicie se expandía sin límites.
El olor de la tierra húmeda les había acompañado durante toda la búsqueda. La hierba que pisaban sus bestias poseía el color apagado de las cosas a punto de sucumbir. Hierba asfixiada, sin vida. Sin color. Debía hacer meses desde que la última lluvia arreciara sobre aquel campo inconmensurable, y los charcos habían ahogado con demasiada rapidez cualquier esperanza de que volviera a crecer en aquellas tierras. Las tormentas que arreciaban más allá de la ciudad del jardín eran frenéticas batallas eléctricas donde los rayos alcanzaban la tierra al mismo tiempo que el agua caía, en demasiada cantidad, con demasiada rapidez. El mayor lo sabía. El joven ingenuo que le acompañaba, también. Tras toda una noche de intensa lluvia el amanecer se les presentaba de nuevo con la niebla que comenzaba a desvanecerse en el horizonte, fundiéndose con el mismo cielo gris plata de intenso albor. El aprendiz sujetaba las riendas de su montadura con la misma quietud que ésta le permitía, zarandeándolo de un lado a otro sin demasiada brusquedad, sin que le permitiera mostrardemasiado su inexperiencia ante su superior. Éste, sin embargo, no le prestaba atención.
Sus ojos expertos observaban la llanura por la que avanzaban con lentitud.
Fue entonces cuando la niebla que cubría el firmamento empezó a apartarse.
El mayor levantó la mano y detuvo la marcha.
—Oh, qué...—escuchó decir al joven tras de sí.
La planicie que se expandía sin límites mostraba en la lejanía el primer relieve en forma de tenue sombra. A pesar de que estaban a mucha distancia, la niebla se levantaba con velocidad.
Y enseguida divisaron el árbol.
Debía de medir unos treinta metros hasta la cima, sin tener en cuenta la anchura de sus ramas que expandía la copa en un abanico imposible de describir. Aunque no podían distinguir su espesor, el mayor pudo apreciar la oscuridad que se escudriñaba entre las ramas más altas, la extraña lobreguez en la que se hallaban sumergidas las ramas más gruesas que parecían atadas a una materia oculta que, ya sí, no podían vislumbrar. Sus ojos parpadearon, lo contemplaron con tranquilidad. Las hojas del árbol eran rojizas y contrastaban con fuerza ahora que apenas quedaba niebla y tan sólo existía el cielo gris.
Pero no fue eso lo que más le llamó la atención.
El tronco era grueso como una columna de Puertas Sagradas. Al mayor le pareció así. Pero donde en uno había pureza y vida allí tan sólo se podía atisbar madera ennegrecida, dura como la roca, silvestre, nacida en la planicie desde hacía siglos, tal vez más. Uno de los pocos árboles que debían quedar en el exterior del jardín.
Y bajando la vista hasta el suelo, el mayor distinguió una frágil silueta que yacía a sus pies.
—¿Es ella?—le preguntó con voz emocionada el joven detrás de él—. ¿Es la noctívaga?
El mayor chasqueó los dientes. Apartó la chaqueta de su cintura, echándola hacia atrás, dejando a la vista la daga del cinto.
—Podría ser —contestó.
El joven soltó una exclamación de satisfacción. Su montura emitió como respuesta un gorgoteo y dejó caer por sus colmillos un hilo de saliva. Se recompuso con rapidez.
—¿Qué hay en el árbol?—le preguntó el joven acercando su bestia junto a la de su maestro—. Parece que hay algo entre...
—Un hombre-pájaro —le susurró el mayor—. El árbol debe pertenecerle.
—¿Supone eso un problema?
El mayor volvió a chasquear los dientes y también la lengua. Le cansaba hablar. El joven lo recordó.
Reanudaron la marcha con lentitud.
Los primeros metros transcurrieron en silencio. Sin embargo, conforme la figura del árbol se hacía ante ellos más y más grande el joven no pudo evitar preguntárselo. Sólo una vez.
Una vez más.
—¿Es cierto que pueden viajar con la mente? ¿Es cierto que pueden hacer todo lo que cuentan?
La respuesta, como siempre, fue la misma que al principio de la búsqueda.
—No nos importa.
Los asuntos de Puertas Sagradas eran asunto de los sacerdotes de Puertas Sagradas, de puertas adentro. Ellos tan sólo eran los guardianes encargados de vigilar el jardín en el extrarradio, y de encargarse de aquella misión. Por eso estaban allí, y nada más.
Prosiguieron con la misma parsimonia. Las rachas de viento apenas levantaban sus capas y éstas continuaban pegadas a sus espaldas. El mundo a su alrededor permanecía en silencio, quebrantado sólo por las pisadas de sus monturas.
La niña no tenía miedo.
La inmensa copa del árbol era un manto que no dejaba pasar la luz del sol. Sus pasos de sonámbula la hacían moverse de aquí para allá, alrededor del tronco, más grueso que su propia estatura, tan robusto como podía para aguantar el peso del espeso follaje que se abría entre las ramas.
—Niña, niña, niña....—le llamó el árbol.
La niña no tenía miedo. La niña no era consciente. Su traje estaba manchado por el barro, y los pliegues que llegaban hasta sus tobillos destrozados por el caminar. Sus ojos miraban perdidos a la frondosidad de aquel bosque aislado. La sombra era tan profunda como la humedad y frío reinaba en torno al árbol. Continuó dando vueltas.
—Niña, niña, niña...—volvió a llamarla.
Y de nuevo volvió a ignorarle. Sus pasos de bailarina hipnotizada siguieron su curso hasta que tropezó con una raíz seca que sobresalía entre la tierra muerta. Cayó sin hacer apenas ruido, boca arriba.
—Niña...
La niña no escuchaba. Observaba el manto negro del árbol.
Y contemplaba sus luces. Ajetreadas allí arriba, moviéndose de un lado para otro en la frondosa, impenetrable oscuridad. Sus miles de luces.
El viento agitó suavemente sus cabellos levantándolos ligeramente, dejándolos caer sobre su rostro de forma enmarañada y harapienta. Pero no le importaba. Ni lo más mínimo. La inmensa copa llenaba toda su vista, y algunas luces empezaron a descender lentamente junto a ella. Sus oídos escuchaban el crujido de las ramas más altas, el susurro incontenible de las hojas. Y el sonido de las alas de las luciérnagas.
Cuando quiso darse cuenta tenía a varias encima de su cabeza. Sonrió, divertida. Un par de luces sobrevolaban su cuerpo y tres jugueteaban posándose en sus pómulos, para esquivar al instante sus manos infantiles que querían cogerlas. La niña exclamó una risa alegre, ingenua. Sobre sus pupilas las luciérnagas se proyectaban como haces de colores, fulgores ámbar que siseaban por el aleteo incesante de sus extremidades de crisálida.
La niña noctámbula se rió, despreocupada.
La criatura oculta entre las ramas del árbol aspiró el aire. Olfateó el aroma de aquella presencia. Su única visita desde hacía siglos. La reconoció con rapidez.
—¿?— graznó en voz baja—. ¿Ashmen-Rak?¿Niña de la Fuente?
Las luciérnagas comenzaron a alejarse rápidamente del rostro de laniña. Ésta las despidió con la mano, pero les instó a que permanecieron un rato más con ella. Las luces, por el contrario, ascendieron. Perdiéndose en la oscuridad frondosa. Con temerosa precipitación.
—Niña...—volvió a susurrar.
La niña no tenía miedo. La niña no era consciente. Apenas se dio cuenta de las ramas del árbol que empezaban a inclinarse. Apenas pudo observar cómo toda la gigantesca copa se inclinaba, cómo los chasquidos de cientos de pequeñas ramas al romperse daban paso al estiramiento de huesos y músculos, demasiado tiempo aletargados.
Apenas pudo darse cuenta de nada.
Cuando consiguió comprenderlo varias ramas colgaban encima de ella. El tronco había girado más de cuarenta grados y podía aspirar la putrefacción de la savia muerta. Y la voz sonaba terrible, terriblemente más cerca.
—Niña...
La niña trató de moverse. De manera instintiva, de manera automática. Lo primero que intentó fue levantarse pero pronto se dio cuenta que gran parte de la enmaraña de la copa lo rodeaba, como si un inmenso bosque se abriera sobre su cabeza a ras de suelo, claustrofóbico, rodeándola. Muy pronto se dio cuenta de la realidad.
Y muy pronto observó los ojos de la criatura. Frente a ella. Reflejando su propio cuerpo tumbado en cada una de aquellas pupilas rojizas.
—Creo que tú y yo nos vamos a llevar muy bien, ¿verdad, asquerosa niñita del Agua?— le susurró a través de una boca situada justo debajo de aquellos ojos, a través de varias hileras de dientes que sobresalían deformados y expectantes. El resto de la cabeza apenas podía atisbarse pero aquello le bastó a la niña como para permanecer quieta, paralizada—. No tengas miedo. Seré rápido.
A unos escasos centímetros de su cuerpo, a sólo unos escasos y miserables centímetros. La criatura guarnecida entre las ramas se inclinó un poco más, su peso terminó de declinar al árbol hacia el suelo, hacia ella. Observó cómo aquella boca se abría de par de par, cómo sus mandíbulas se preparaban.
La niña no tuvo tiempo de gritar.
El destello fue tan rápido que apenas lo pudo apreciar. La criatura lanzó un chillido infernal, empujó hacia atrás echando el árbol hacia su posición natural, terminando de apresarla, liberándola.
El fuego se extendió por las ramas que aún no habían recobrado la verticalidad. Las llamas se extendieron, y se extendieron. A la niña le parecieron luces de colores, de tono ámbar. Luciérnagas.
A los dos jinetes, ninguna de estas cosas.
—Cubre a la Niña —le ordenó el viejo a su discípulo, mientras espoleaba a su montura con la daga aún en mano, humeante tras el corte. Dispuesta—. Aléjala.
El joven montó a la niña en su bestia y comenzó a retroceder hasta una distancia segura.
El viejo continuó su camino. Hacia el centro de aquel bosque, hacia el tronco. A menos de veinte metros de distancia.
Aceleró el paso de su montura pese saber que la carrera de hacía unos instantes le había producido una enorme fatiga. La bestia escupió saliva, cansada. El viejo la espoleó con fuerza de nuevo. No volvió a protestar.
—Vamos allá.—le susurró.
Sus pisadas se aceleraron. El ritmo del galope, también. El viejo miró hacia delante, hacia el árbol inmenso como una montaña. La parte ardiente era tan sólo un pequeño trozo, minúsculo en comparación con toda la frondosidad que le amenazaba sobre su cabeza. Pese a todo el hombre-pájaro aullaba en el interior del árbol y sus movimientos eran tan bruscos que producían una incesante lluvia de hojas secas. El viejo aún no había tenido tiempo de vislumbrarlo con claridad. No le importó mucho.
No demasiado.
Se apartó un par de hojas de la cara y continuó su carrera hacia el centro del árbol. Alzó la daga cuando estuvo a unos pocos metros del tronco. Esperó el momento apropiado.
Blandió el arma produciendo un corte en la madera. Un corte leve. Suficiente.
Las llamas surgieron enseguida y recorrieron parte del tronco, ascendiendo con rapidez. Escuchó sobre su cabeza cómo chillaba la criatura, sintió cómo el torrente de hojas que caían aumentaba convirtiéndose en una auténtica cascada. Pero al viejo ya no le importó.
No demasiado.
Continuó avanzando hasta que salió del radio del árbol. Luego dio la vuelta realizando un amplio arco, sin atreverse a introducirse bajo la copa que lloraba pétalos fúnebres y despojos de las ramas, donde caía con tanta densidad que resultaba imposible apreciar algo al otro lado. La montura resopló, pidiendo un descanso. El viejo no se lo permitió. No hasta dar la vuelta completa y encontrarse con el joven.
Éste había desmontado, y se hallaba al lado del cuerpo de la niña, tumbado en la hierba seca. Inconsciente.
—Ha tenido una conmoción —le informó el joven al verlo acercarse—. Debe de continuar con los efectos de la última ceremonia. Por eso se dejó atrapar.
—¿Cuánto tardará en recuperarse? —al joven le gustaba hablar demasiado. Sin demasiada determinación.
—Poco, supongo —el joven observó su rostro durmiente y angelical, y luego le miró a él—. ¿No te parece inofensiva?
El viejo desmontó también de su montura. Se quitó las hojas muertas que aún le colgaban de la reciente lluvia.
Y luego, la miró.
—Los ángeles también parecen inofensivos. Y las sombras de la Estigia —sacó de su bolsillo una cantimplora y bebió un trago largo. Luego estiró las piernas—. Nos quedaremos aquí hasta que los animales descansen. Estamos fuera de su alcance.
—¿Del árbol?
—De su dueño.
Volvieron la vista.
El árbol había sufrido dos incendios que se prolongaban aún con fuerza. El primer corte, al rescatar a la niña, había sido demasiado precipitado, demasiado bajo para producir una herida mayor para cualquier experto en curación instantánea. Habían espoleado a sus bestias nada más observar el inclinar del árbol y nada más llegar el viejo no había tenido una opción más apropiada. Al intentar apreciar ahora algún rastro de aquel golpe apenas podía atisbar ya un par de llamas perdidas en la copa, que se esfumaban con rapidez. No se sentía totalmente satisfecho.
Del segundo incendio, bien no podría decir lo mismo.
Las llamas ascendían por el tronco dominadas por una fuerza ingobernable, y la criatura del interior del árbol así lo sabía, y chillaba y zarandeaba su hogar con furia, presa de pánico, o de odio con más exactitud. Las llamaradas anaranjadas lamían el tronco y ascendían por las ramas principales, pero, y el viejo lo reconoció a su pesar, no con la suficiente velocidad. Nada más llegar a la masa negruzca y enmarañada de los árboles las lenguas de fuego se dividían vertebrándose por el armazón de ramas y recovecos, para tras un intervalo, esfumarse.
El joven, que lo observaba al igual que el viejo, no pudo evitar reprochárselo. Con su ingenua y cotidiana perplejidad.
—¿Por qué el fuego no continúa ascendiendo? —le preguntó, mientras se sentaban en el suelo de la explanada a la vez—. ¿Por qué se detiene en la copa?
—Porque tiene conjurado al árbol —le susurró el viejo, molesto.
Las criaturas que sobrevivieron a la Gran Plaga habían adquirido pequeños poderes de nigromante. El viejo lo sabía. El hombre-pájaro debía tener protegido su hogar, pero eso no significaba que la protección fuera eterna.
Sacó la daga de su cinto y examinó su filo.
—El corte ha sido intenso —aseguró—. Kasjar-Narl —al pronunciar la palabra se volvió hacia el joven, que lo miraba con una curiosa mezcla de incertidumbre y pavor. Sonrió. Y guardó el arma—. El hechizo cederá. Tarde o temprano.
El sonido que brotó de sus labios al musitar la palabra apenas se escuchó. Inmediatamente el crujido de las ramas al zarandearse desapareció para dar paso a un graznido desolador.
—¡! ¡! —gritó el ser oculto en el árbol—. ¡Devoradores de la Luz!
Nervioso, el joven se incorporó. El viejo observó cómo su labio inferior temblaba, vacilante. Su cuerpo, sin embargo, no se movió un centímetro. Se limitó a esperar.
—¡Hojas, tierra, mugre! ¡Apartaos!
El árbol gigantesco se zarandeó una última vez. La lluvia de hojas se reanudó con fuerza, pero sólo durante un instante de tiempo muy breve. El viejo escuchó cómo decenas de huesos crujían, cómo se estiraban extremidades longevas. Ahora la copa entera crepitaba y se movía en su interior una masa negruzca y deforme.
Cuando consiguió sacar las garras, el joven soltó un gemido de terror. Cuando consiguió apreciar la cabeza y el tórax, estuvo a punto de desvanecerse. El viejo se levantó con precaución. Y le ayudó a reponerse.
—¡Celadores de la Fuente! —chilló el hombre-pájaro—. Estad preparados.
El viejo no lo reconoció en voz alta, pero en su interior tuvo que admitir que impresionaba, pese a estar lo suficientemente apartados para saber que nada podía ocurrirles. Había leído las historias de la llanura y de las criaturas que habían sobrevivido a la devastación, pero nunca había visto a ninguna tan grande, ni tan cerca. Decir que era parecida a un extraño pájaro no tendría sentido, pues ahí estaba su rostro putrefacto y humano, pero tan grande como un individuo, con aquellos ojos rojos justo en medio que dejaban fuera de duda su terrible condición. Mutante, desecho de la llanura. Superviviente de la Plaga.
Los ojos expertos del viejo podían apreciar sus alas deformadas y recogidas entre las ramas, y podía atisbar también el enorme laberinto que recorrían sus brazos hasta salir al exterior.
El joven había recuperado algo la compostura. Los suficiente como para observar los cuarenta metros de ramas y monstruo que se presentaban ante él, a menos de veinte de distancia. Pese al gesto, el viejo continuó oliendo su miedo. Y le liberó de él.
—No puede llegar hasta aquí.
—¿Cómo?
—Los hombres-pájaro viven en sus árboles —le susurró—. Crecen y se mantienen en ellos. Su cuerpo está atrofiado y prisionero entre las ramas. No puede salir.
—Pero puedo ver cosas, maestre celador —les respondió la cabeza que sobresalía entre las ramas—. Veo cosas. Y profetizo. Profetizo lo que todos mis congéneres también sueñan.
El viejo se separó del joven y miró atrás. La niña aún continuaba dormida, y las monturas aún continuaban resoplando.
No había por qué preocuparse. Se hallaban a kilómetros de distancia de Puertas Sagradas, en mitad de una llanura y delante de un milenario árbol. Lo suficientemente lejos para estar a salvo de cualquier embestida pero tan cerca cómo para seguir observando su gigantesco tamaño.
No había por qué preocuparse.
El hombre—pájaro se movió de un lado para otro. El viejo continuó observándole.
En silencio.
—Veo fuego —continuó hablando la cabeza a través del pico deformado, mientras zarandeaba ligeramente y sus ojos se desviaban para observar las llamas crepitantes que ascendían por el tronco—. Fuego artificial, de armas blancas bañadas en el Agua Primaria. Armas otorgadas por los soñadores de la Fuente, armas que hicieron arder el tronco de mi casa y rasgaron mi conjuro para siempre. Pero esta no ha sido la primera herida que la Hermandad producirá en la llanura. No será éste el último árbol quemado más allá de los jardines dorados, ¿me equivoco?
—¿De qué está hablando? —le susurró el joven al viejo.
La criatura respondió por él. Con rapidez y vehemencia.
—Hablo de la condena, pequeño. De la condena que la Hermandad impuso al mundo que vivía alrededor de la Fuente. Hablo de la Plaga. De antes de la esterilización. Hablo de los tiempos remotos antes de la llegada del Agua. Hablo de esta llanura cuando era un bosque inexpugnable que se expandía sin límites. Hablo de la reclusión de la Luz. La Luz que debió ser libre y que desde años siglos la mantenéis presa. Y hablo de vuestra prosperidad, de vuestra gloriosa civilización que habéis alcanzado en vuestra burbuja. Hablo de vuestra casa. Puertas Sagradas.
El viejo escuchó cómo lo pronunciaba. Luego miró al joven, que lo continuaba mirando con la misma expresión de desconcierto. Y tenía toda la razón.
El hombre-pájaro les había confundido con hermanos y cuidadores de la Fuente, cuando tan sólo eran guardianes del jardín. Y como guardianes, al igual que la gran mayoría de Puertas Sagradas, desconocían los secretos del mundo. Desconocían el porqué de la Plaga, el inicio de la vida de la Fuente.
Sólo cumplían órdenes. Los asuntos de Puertas Sagradas eran asunto de los sacerdotes de Puertas Sagradas, de puertas adentro. Sólo cumplían órdenes. Misiones. Por eso estaban allí.
Y nada más.
El hombre-pájaro, ajeno a esto, continuó culpándoles.
—Vuestra civilización aún está en su cenit —habló la criatura—. Veo en mis sueños, y así lo he visto. Vuestros logros máximos están por venir. El poder de la Fuente es imprevisible. Dinámico. Os trasladará a confines del universo que no conocéis. Vuestros asquerosos niños enfermos os conducirán. Viajaréis eones de luz a través de la materia oscura. Armaréis navíos cuyas alas se desplegarán por sistemas indescifrables. Navegaréis con ellos gracias al poder del Agua. Vuestras mentes infantiles trazarán mapas de galaxias. La conciencia propia será un anatema dentro de miles de años —lanzó un graznido sordo. Continuó, sonriendo—. Pero el cenit llegará a su fin. Y pagaréis el precio de la decadencia. Y expiraréis.
El viento sopló con fuera por la llanura desierta haciendo oscilar las ramas del árbol. La criatura se detuvo un instante.
Los guardines, esperaban.
—No desapareceréis —siguió— pero el Agua se quebrará. El poder desaparecerá. Y serán tiempos conflictivos. Decadentes. Veo en mis sueños navíos del tamaño de montañas ardiendo con crudeza, perdidos en los confines de las galaxias hasta el fin de los tiempos. Veo niños ahogados por el frío, ojos inexpresivos que mirarán al cielo pero que nada contemplarán. Veo vuestra Hermandad extinta porque dejaréis de tener hogar. Veo la Fuente aislada de la realidad y transformada en un sueño que los supervivientes hermanos tratarán de sostener. Pero ya no serán hermanos, sino cofrades errantes, en busca de los trazos que sostengan la Cofradía. Porque toda vuestra historia, toda, habrá desaparecido. Las generaciones que pueblen los planetas futuros no os conocerán. Ignorarán vuestras vidas. Os habrán olvidado. Y así empezaréis desde el principio. Y ése será vuestro resurgir.
El viejo chasqueó la lengua. Empezaba a cansarse.
—Despierta a la niña —ordenó al joven—. Nos vamos.
El joven asintió con la cabeza. Observó cómo el hombre-pájaro se enfurecía. Sus pupilas rojas estaban clavadas en el viejo.
Éste le miraba sin temor.
—¿Crees que no es cierto? —le espetó con furia—. ¿Crees que no es verdad?¡Contéstame!
—No creo en profecías—. Pese a todo, le seguía molestando hablar.
—¡Estúpido! —el pico lanzaba hilos de espuma y saliva—. ¿Crees que os he hablado para preveniros? ¿Crees que me interesa salvaros?— soltó una risa salvaje y desquiciada—. Nada más hayáis renacido, en vuestra pobreza, convertidos en la sombra de lo que fuisteis, algo sucederá. El universo se tornará, la materia oscura caerá. Ni mis sueños en noches de tormenta pueden prevenir el horror que se os acontecerá. Será el fin. El fin de los tiempos.
—Qué divertido —suspiró el viejo.
—¿Sabes lo que es divertido, carne de cañón? —sus brazos se movieron por el interior del bosque rompiendo algunas ramas que cayeron al suelo—. Lo divertido será cuando os veáis insignificantes, incapaces de hacer frente al caos y al terror. Y entonces será cuando os deis cuenta de vuestro error. Comprenderéis el error que cometisteis al acaparar la Fuente olvidándonos del mundo que os rodeaba. Recordaréis la Plaga, y vuestra vanidad se vendrá abajo. Y tendréis remordimientos. Remordimientos de cuando fuisteis algo y no conseguisteis manteneros. Y entonces, os acordaréis de nosotros. De la llanura. De los tiempos perdidos. Y de nuestros hijos.
El hombre-pájaro realizó un nuevo movimiento. Rompió un par de ramas más. Su cabeza se echó hacia atrás y el viejo observó cómo su cuerpo se retorcía hasta darse la vuelta. Su cabeza salió de nuevo al exterior, por lo más alto de la copa.
Lanzó un graznido. El viejo le dio la espalda.
—¿Cómo está la niña? —le preguntó, acercándose a las monturas. El cuerpo de la pequeña reposaba en el suelo entre las dos bestias, sus ojos observaron cómo su tronco ascendía suavemente a cada respiración—. Ayúdame a subirla —le ordenó al joven, situado tras de él. Acarició los cabellos que colgaban de la cabeza de la bestia situada a su izquierda y tras un cansado ronroneo empezó a incorporarse—. Vamos, ayúdame— le repitió, cansado.
Le molestaba que no le prestara atención. Volvió la vista hacia su discípulo.
Se hallaba atónito, a un par de metros delante de él.
Observando el árbol.
El segundo graznido del hombre-pájaro fue más grave que el anterior. Su cabeza se movía hacia arriba, hacia el cielo azul sin nubes de la llanura sin fin. Furiosa, vengativa. El viejo la observó y la observó cuando graznó por tercera vez. Hacia el cielo. Fue entonces cuando comprendió adónde miraba el joven en realidad.
Por si fuera aún más evidente, su voz temblorosa se lo advirtió. Sin poder apartar la vista.
—El cielo... —le informó de forma titubeante—. El cielo...
El viejo no dijo nada. Aparte de la molestia, no serviría de nada.
De modo que sólo se limitó a mirar.
Se aproximaban desde la lejanía del firmamento, y en la claridad tras la tormenta nocturna se apreciaban bastante bien, pese a la distancia que les separaba y que disminuían con acelerada rapidez. Al principio parecían únicamente un trazo difuso y oscuro en mitad del fondo celeste. Pero conforme volaban hacia ellos sus rasgos propios los hacían distinguirse unos de otros. Con terrorífica y pasmosa perfección.
La pregunta del joven no se hizo esperar. Aún sin poder apartar la vista.
—¿Cuántos... cuántos son?
El viejo chasqueó la lengua, trató de agudizar la vista. Cuando se le acabaron los dedos de las manos decidió dar una cifra aproximada.
—Una docena. Tal vez más.
El joven consiguió darse la vuelta. Miró al viejo y caminó hasta él. Sin ocultar el enrojecimiento de su rostro. Ni el tono nervioso de su voz.
—¿A cuánto están? —balbuceó.
Las alas ya se apreciaban al igual que las cabezas. Los picos eran la mitad de grande que la de la criatura del árbol. Pese a ello, el viejo creyó vislumbrar el reflejo de sus dientes. Destellos de cuchillas.
—Tres minutos —calculó con voz templada—. Menos quizás.
—Creía que los mutantes eran estériles —recordó el joven, visiblemente alterado.
—Pregúntale a la sirena —le replicó, señalando a la cabeza que sobresalía del árbol.
Tras unos instantes gorgoteando ahora emitía graznidos cortos y silbidos. Parecía que se había olvidado de ellos, que había olvidado su presencia.
Evidentemente, no era el caso.
—¡Sí, maestres! —les chilló, volviendo su cráneo hacia ellos tras otro graznido—. Subestimasteis a la Llanura. Subestimasteis vuestros errores pasados. Y ahora, los hijos de la Plaga cobrarán ese precio. No lo dudéis.
La prole que se avecinaba ante ellos así lo probaba. El joven trató de recuperar la compostura. —Somos más rápidos. Podemos intentar escapar.
— Los animales aún no se han recuperado. Y menos para otra carrera—el viejo le miró, sereno, impávido—. No duraríamos más de media hora bajo su rastro. La llanura es demasiado grande.
El joven resopló. El viejo apartó la vista del cielo de una vez por todas.
—Saca tu daga —le ordenó. El metal brilló nada más salir de su cinto. El viejo le acompañó al instante—. Ante todo irán a por la niña. Volarán bajo, en picados cortos. No son tan estúpidos para atreverse a aterrizar. No se lo permitiremos.
Volvieron junto a las monturas, se colocaron frente al cuerpo aún dormido.
Esperaron.
Pero no mucho.
Atacaban de frente. El viejo lo supuso al principio y lo supo al observar cómo descendían los dos primeros a cien metros de distancia, raspando el suelo de la llanura. El resto continuó en lo alto, realizando círculos.
A la espera.
—¡Estad preparados! —escuchó que les chillaba el hombre-pájaro.
El viejo ignoró sus palabras. Sus ojos estaban puestos en las dos criaturas. Sus zarpas rozaban el suelo y sus alas aprovechaban el escaso viento para ir a toda velocidad. Como proyectiles lanzados a presión hacia ellos. Listas para demoler a su paso. Sin contemplación.
—Ocúpate de la de la derecha —le susurró al joven al observar que se dividían—. Levanta el Kasjar-Narl nada más pasen.
Escuchó cómo asentía pero continuó sin apartar la mirada. A menos de diez metros se dio cuenta que había subestimado su tamaño. Eran demasiado grandes.
Cuando se dio cuenta dos ojos rojizos estaban frente a él. La criatura no aminoró la marcha, embistió con el pico, rabiosa. El viejo giró su tronco agachándose, sin dejar desprotegida a la niña. Sintió el aliento ácido de la boca de la criatura y cómo ésta inclinaba la cabeza tratándole de darles caza. Por suerte fintó con suficiente velocidad, y cuando la bestia quiso darse cuenta ya los tenía debajo de su tripa. El viejo hundió con fuerza la daga, dejó que su propio movimiento le abriera una brecha.
Inmediatamente toda su carne estalló en llamas. Su cuerpo transformado en un meteoro ardiente continuó hacia delante. Pero el viejo ya no le prestó atención.
No demasiada.
Se incorporó con rapidez, comprobó que el cuerpo de la niña continuaba intacto. Miró hacia la izquierda, hacia el joven. La segunda criatura había pasado de largo sin que pudiera herirla, y continuó en su trayectoria rasa hasta dar con los restos ardiendo de su compañera. Una vez entonces se alzó hacia el cielo junto al resto que los contemplaban sobrevolando. Expectantes.
En cuanto se reunió con ellas, cuatro iniciaron el descenso. Pero el viejo ya no le prestó atención. Ni siquiera acaso le importó.
El joven estaba sangrando.
Le había alcanzado con alguna de las garras y su túnica se teñía de rojo desde el hombro extendiéndose hasta la cintura. Su daga estaba en el suelo, caída, inofensiva.
—No les estamos impresionando mucho, ¿verdad? —masculló, dolorido.
—No —le respondió el viejo recogiéndole el arma. Al dársela hizo que apretara la empuñadora, sujetándole la mano con fuerza—. ¿Puedes seguir?
—Lo intentaré.
Los graznidos de la nueva ofensiva empezaron a oírse. Volvían a atacar de frente al igual que los anteriores, a toda velocidad. El viejo maldijo en voz baja. Levantó la daga.
—Lo harás —le corrigió.
Lanzó una estocada al aire, tragó saliva. Sus ojos observaron el impacto de las garras y picos incluso antes que se produjera. Sus piernas se aferraron al suelo. El filo de su daga desprendía pequeños hilos de humo que se desvanecían en el aire. Estaba fría.
Volvió a calentarse con rapidez.
La niña no era consciente. La niña estaba soñando.
Soñaba con luciérnagas.
Luciérnagas pequeñas, diminutas. Luciérnagas que se movían por el cielo en un amplio círculo en torno a ella. Luciérnagas con alas, luciérnagas con dientes.
Criaturas extrañas.
La niña lo observaba todo como si estuviera inmersa en una burbuja de agua. No del tipo de agua con la que la bañaban en casa. No ese tipo de agua. Agua fresca, cálida. Una burbuja de calor. A través de ella observaba los juegos de luces que se producían en el exterior, en el frío, frío exterior.
Pero también veía sombras.
Sombras extrañas.
Siluetas deformes que arremetían contra ella. Con dolor, con rabia. Por venganza, por furia. ¿Por qué lo hacían?, se preguntó la niña. ¿Qué estaba sucediendo?
La niña no era consciente. La niña no conocía todas las respuestas. Sólo sabía que estaba lejos.
Lejos de casa.
Sabía que en casa había estado aprendiendo las danzas del agua junto con los maestres, a la orilla del agua en la diminuta playa de arena. Luego la habían bañado, su decimotercero baño en lo que iba de día. Había permanecido quieta, con los ojos abiertos, totalmente sumergida al igual que el resto de los baños. Su cuerpo había comenzado a estremecerse, y había sido en ese instante, allí, en la soledad abisal, cuando había empezado. Empezado con las visiones.
Al principio no había sido diferente. Los mismos destellos, los mismos astros. El cosmos se había abierto ante ella con la misma e intuitiva rapidez. Sus pupilas se habían llenado de galaxias anaranjadas y turquesas, planetas desconocidos se habían abierto ante sus ojos, regiones del espacio. Improntas.
Pero algo había pasado. Algo extraño. De pronto las visiones habían sido demasiado fuertes, demasiado rápidas. De repente había sentido como si hubiera dejado de tener el control del viaje, como si una fuerza externa tirara de un hilo invisible arrastrándola consigo. Las estrellas se mezclaban unas con otras ante sus ojos.
La alejaban de casa. La arrastraban hacia más adentro de la materia oscura.
Y entonces recordó que sintió miedo. Un miedo atroz. Se sintió atrapada, presa del mismo tipo de fuerza que ella había invocado pero que ahora le era imposible controlar.
Cerró los ojos.
Y decidió irse.
Dentro del agua había sentido frío, frío glacial. El frío del Agua.
Cuando había despertado se había encontrado pisando tierra seca, trozos de hierba quejumbrosa. Había levantado la vista y se había encontrado en mitad de ninguna parte, bajo un cielo abrasador. Ya entonces había comprendido cuán lejos había llegado a parar en esta ocasión.
Ya entonces se sintió perdida. Como ahora, observando ajena los fuegos que explotaban en sus retinas.
Una llamarada pasó muy cerca de la superficie de su burbuja. Brilló con intensidad durante unos instantes hasta que se perdió en la oscuridad.
Casi estuvo a punto de despertarla. Pero no lo hizo. Pese a todo, continuó sin tener miedo.
Y continuó dormida.
El viejo escupió al suelo. La daga estaba al rojo vivo. Los restos de la última criatura afortunada se esparcieron en forma de una nube de cenizas sobre su cabeza. Su rostro se llenó de mugre, se limpió la cara con rapidez.
Miró al joven, arrodillado en el suelo, en una pose lo suficientemente disimulada para fingir una posición calculada, estratégica. El viejo observó el hilo de sangre que ya le llegaba a la altura de la pierna. Pero no dijo nada.
Acababan de matar a dos. El par restante apenas había tratado deembestirles. Únicamente se habían procurado alcanzar una de las monturas.
Observaron cómo se llevaban al animal por los aires, sujetándolo por el cuello entre ambas. Los colmillos de la bestia trataron de zafarse de sus captores, los guardianes escucharon cómo gemía nada llegaron al círculo donde el resto de hombres-pájaro les esperaban.
Una vez allí tan sólo se dedicaron a descuartizarlo y a pasarse los restos por el aire. Les dio suficiente alimento para todas.
El viejo rió, pese a todo.
—Al menos recuperarán energía.
Más que una molestia esta vez fue un suspiro de agotamiento. El animal que quedaba junto a ellos gimió, asustado. El joven lo calmó a base de acariciar los cabellos que le cubrían la cabeza.
—¿A qué esperan? —le preguntó al viejo, desesperanzado.
El círculo de criaturas no se había apresurado a enviar una nueva embestida. Permanecían a la espera, silbando.
Expectantes.
—Deben de estar pensando en atacarnos a la vez —supuso el mayor, apoyándose levemente en la tierra—. Saben que ya no podemos escapar.
Y estaba en lo cierto. Observaron cómo empezaron a descender lentamente, ampliando cada vez más el radio de la circunferencia. Escucharon sus graznidos de furia.
El hombre—pájaro, desde el árbol, volvió a maldecirles.
—Los hijos venideros que pasen por estas tierras, se preguntarán, hablarán entre sí. Y recordarán con miedo los desechos de la llanura, los desechos que ignoraron durante tanto tiempo. El resultado de la Plaga que acabó con el bosque. Y sabrán que nunca tuvieron que dejarlos a su suerte. Que nunca debieron condenarles.
El viejo ignoró el soporífero comentario. El fuego que quemaba el árbol había alcanzado ya las primeras ramas y muy pronto dejaría de tener fuerzas para contenerlo. Sus graznidos de aviso debían de haberlo cansado aún más.
Se incorporó con dificultad y observó a la niña.
Continuaba durmiendo.
—No lo conseguiremos, ¿verdad? —le preguntó el joven—. Llevarla de vuelta, quiero decir.
El viejo volvió a reírse en voz baja mientras sacaba su cantimplora y acababa con las últimas gotas. Las criaturas, desde el cielo, empezaron a cercarlos.
—¿Vamos a conseguirlo? —le repitió con voz cansada—. Dime, ¿vamos a hacerlo?
Pensaba obviar la pregunta al igual que la primera vez. Pero no quería ser pesimista. Le miró y volvió a sonreír.
—Claro —le mintió— ahora pégate a mí, junto a la niña. Y prepárate. Nos van a dar por todos los lados.
No se equivocaba. Ni lo más mínimo.
Los ojos cansados del viejo observaron cómo formaban tres líneas y cómo descendían a toda velocidad al mismo tiempo, en picado. El joven le susurró algo, pero no se dio la vuelta. Ya no pudo apartar la mirada.
Ya no.
Las figuras le cegaban la vista al estar contra el sol. Tan sólo podía atisbar las siluetas negruzcas lanzándose hacia su cabeza, y podía saber cuán cerca estaban por el sonido de sus alas contra el viento, y por los graznidos y el silbido de sus mandíbulas.
Cerró los ojos. Esperó el momento justo, hasta casi sentir que los tenía encima. El joven volvió a llamarle. El viejo, de nuevo, no contestó. Ya le había contestado a suficientes cosas.
— Kasjar-Narl —musitó tan sólo para sus adentros.
Alzó la daga y sintió cómo cortaba un ala. Giró el tronco, dio dos pasos hacia atrás y se dio la vuelta haciendo una vuelta invertida de aspa. Un chasquido frente a él que pronto se convirtió en una explosión de cenizas. Abrió los ojos.
La criatura que tenía tras de sí se consumía en la tierra con una extremidad en falta. El joven maldijo, él en voz alta. El viejo tan sólo tuvo tiempo de moverse hasta llegar donde él y de partir en dos una de las bestias que se lanzaba hacia su espalda. Giró de nuevo su tronco, de nuevo tan sólo tuvo tiempo de contemplar, de observar durante un corto instante el cuerpo del joven, tendido en el suelo. Derrumbado. Inmóvil.
Escuchó tras de sí unas garras que lo empujaban, y cuando quiso darse cuenta estaba derribado en el suelo. Notó cómo se fracturaba la rodilla ante el peso de una de las criaturas sobre su pierna. Chilló de dolor. A ciegas lanzó una estocada hacia arriba, con la suerte de decapitar la garra que le mantenía preso. Dolorido giró por la tierra para que no le alcanzaran las llamas. Sintió la ola de calor en la cara.
Todo pasaba deprisa, demasiado deprisa.
Se acercó hacia el cuerpo caído del joven. Gemía de sufrimiento, pero estaba vivo. Vivo. El viejo observó con horror la herida en forma de flecha que le recorría la cara, llena de sangre. No tuvo tiempo de hablar.
Escuchó cerca la montura, enloquecida, corriendo de un lado a otro, intentando huir de las criaturas. Una de ellas se hallaba con las garras casi acariciando su piel. El viejo la observó a tiempo, alcanzó la daga del joven arrojada en el suelo y se la lanzó con fuerza. La criatura se convirtió en una bola de fuego y cayó en algún lugar fuera de su alcance. Al viejo ya no le importó.
En todo aquel caos, buscó a la niña. Cuando la encontró soltó una maldición ahogada.
Dos bestias se acercaban hacia ella. A vuelo raso. Listas para embestirla.
El viejo se incorporó con dificultad. Una tercera criatura le alcanzó en un vuelo raso y lo arrojó a unos veinte metros de distancia. Al caer desde el aire notó que toda su pierna ya no le obedecía. Se dio la vuelta, incapaz, furioso.
Sólo tuvo tiempo de observar la colisión.
Luego cerró los ojos.
La niña no tenía miedo. La niña sólo estaba soñando.
Las llamas empezaban a acorralar su burbuja. Llamaradas inmensas, explosiones de color. Todo se había vuelto difuso, borroso. Difícil de explicar.
La niña no tenía miedo. Aún no. La niña era valiente, era una niña diferente al resto. Ya en casa le decían que era demasiado impetuosa para su edad, demasiado temeraria. Aquella no había sido la primera vez que se había escapado, aquella no era la primera de las muchas transportaciones que había realizado en su corta infancia.
Pero sin duda había sido la más arriesgada. Si de algo estaba empezando a estar segura es que había aparecido muy, muy lejos de casa. De Puertas Sagradas.
Y ahora estaba perdida. Perdida en sueños terribles, en pesadillas.
Pero la niña no sintió miedo por eso. La niña no solía temer las cosas reales que la rodean. Tan sólo temía las visiones y aquella visión agotadora que la había arrastrado por el cosmos.
Por un instante la recordó. Recordó la visión.
Todo su cuerpo tembló con fuerza.
La niña no tenía miedo. Pero sí que lo tenía. Allí, sumergida en la Fuente, había tenido miedo. Había sentido miedo. Y por ello había huido, se había alejado lo máximo posible.
La niña era una cobarde. La niña se acaba de dar cuenta.
Había huido. Había desobedecido las órdenes de los hermanos. Le habían hecho prometer que nunca más lo haría, que nunca volvería a escapar. Pero les había fallado y había incumplido su promesa.
Y ahora estaba allí.
Viviendo en sueños.
Una bola de fuego volvió a pasar delante de ella. Su cuerpo volvió temblar. El destello brilló con intensidad encarnada en sus pupilas y esta vez tardó mucho más tiempo en apagarse. La niña empezó a tener miedo, miedo de verdad. Pero lo cierto es que siempre había tenido miedo, miedo desde el primer momento, terror y desconcierto desde que conoció la Fuente. Miedo durante toda su vida.
Miedo a perderse.
Y la niña lo comprendió, y lloriqueó por esto, sollozó por tener miedo. Sollozó por ser tan cobarde. Y por saberlo. Por ser consciente. Por estar soñando y estar expuesta a las luces extrañas, a las sombras.
Su mente empezó a alterarse, sintió cómo el descubrimiento del miedo le impedía estar tranquila y sosegada. Un nuevo destello volvió a sacudirla. El terror se había adueñado de ella, siguió sollozando. Sollozaba con fuerza, sintió en su sueño cómo los ojos se les enturbiaban por las lágrimas y cómo su visión a través de la burbuja se hacía cada vez más y más turbia. Las sombras y las luces se mezclaron, todo se convirtió en algo complicado e imposible de definir. Y se lamentó por ser tan débil y tan cobarde, y de su propia existencia, de su propios pensamientos, y de que soñara tanto tiempo, y de que apenas prestara atención a los hermanos, y de que las luciérnagas se hubieran marchado nada más verla, y del extraño ser que se había acercado con intenciones extrañas. Su mente se aceleró más y más, ante ella pasaron los niños de la Fuente, las galaxias, los cometas, los astros, las estrellas. Y volvió a lamentarse de todo otra vez, y otra, hasta que no le quedó nada más de lo que hubiera lamentarse, hasta que se hubiera despellejado su memoria y una pregunta, la pregunta, surgiera de repente en su cabeza, como una solución premeditada, extrañamente optimista. Y pura.
Bien, tonta. Y ahora que has llorado suficiente, ¿qué vas a hacer?
La niña abrió los ojos. La niña era consciente.
Las dos criaturas se acercaban a ella a toda velocidad y sus picos estaban abiertos y mostraban dientes afilados como cuchillas. Pero no sabían que estaba despierta.
Extendió las manos hacia ellos.
La explosión interna de sus cuerpos apenas hizo ruido. Ni tan siquiera hubo tiempo para las llamas.
Simplemente, explotaron.
La niña se incorporó, aún con las manos puestas sobre las nubes de cenizas. Rígida. Fría. Escuchó unos graznidos y silbidos de terror sobre su cabeza.
Levantó hacia arriba la vista.
Seres extraños, sombras extrañas. Como en su sueño, pero esta vez ya no se acercaban. Se alejaban, ascendían a toda velocidad. Se hallaba en mitad de ninguna parte y el cielo era azul, radiante.
Tosió. Su vestido estaba manchado de barro. No le importó.
Con la vista puesta en el firmamento alzó las manos. Sin miedo. Sin pavor.
Como una paleta de colores el cielo dejó de ser únicamente azul. Líneas naranjas empezaron a dibujarse, trazos líquidos que descendían con lentitud, lenguas de fuego que caían despacio acompañadas por graznidos ahogados que muy pronto dejaron de escucharse.
La niña se mantuvo impávida observándolos. Los pequeños trozos de fuego brillantes que planeaban hasta el suelo les recordó algo.
Luciérnagas.
Los escombros empezaron a caer sobre ella y alrededor. Calientes, una lluvia cálida. Le gustaba el calor. La niña dejó que le cayeran hasta que empezó a oír de nuevo graznidos. Graznidos fuertes, de rabia.
Giró hacia la izquierda.
Un árbol ardiente. Una criatura guarnecida entre las sombras de su copa.
Recriminándole.
—Mis hijos...—gritaba—. ¡Malditos, hijos de la Fuente! ¡Ashmen-Rak! ¡Monstruo! ¡Monstruo!
La niña dobló débilmente la cabeza. La distancia que les separaba era muy grande, y el árbol grandioso, ocupaba toda su visión. Parecía difícil.
No lo sería.
Extendió las manos.
La primera embestida fue brutal. Las ramas de los árboles se inclinaron hacia atrás por un viento incontrolable. El fuego inundó al instante al árbol y lo convirtió en una titánica antorcha. El calor desprendido por las llamas le llegó a la cara de la niña. Pero no le preocupó.
La criatura del interior aullaba de dolor. Su cuerpo trataba de romper las ramas carbonizadas que lo aprisionaban pero todo su cuerpo ardía, también. Los graznidos se fundían con el crepitar de las llamaradas. A la niña siguió sin preocuparle. Continuó con las manos extendidas.
La segunda embestida casi levanta el tronco del suelo, casi arrancando el árbol y separándolo de las raíces profundas que lo mantenían firmemente sujeto en la Tierra. Pero no quiso hacerlo.
La masa negruzca que se retorcía de dolor entre las llamas había cesado de gritar y un instante después dejó de moverse. Y fue entonces cuando la Niña de la Fuente decidió bajar las manos. Y ver lo que había hecho.
El árbol se había transformado en un inmenso faro de fuego cuya columna de humo se elevaba sin aparente fin por el cielo. Un destello incontenible que permaneció reflejado en sus ojos, y que decidió retener manteniendo la vista, dejándose iluminar por la luz de la purificación, el miedo que había liberado, el resultado de su terror al dejarlo liberar. Y continuó mirándolo. Disfrutándolo.
—Brilla como las luciérnagas —consiguió susurrar al ver al hombre que se venía desde su izquierda, arrastrando la pierna con dificultad—. Como luciérnagas.
El viejo decidió no detenerse. Pasó de largo hasta llegar junto a la montura agotada por el ataque, hasta llegar junto los restos calcinados de las criaturas cuyas cenizas esparcía el viento.
Hasta llegar al joven.
—¿Ha sido ella? —le preguntó cuando movió su cuerpo ya consciente. La herida aún sangraba por su hombro y el viejo comenzó a realizarle el torniquete—. Dime, ¿ha sido ella?
El viejo no le respondió.
Ayudó al joven a subir a la bestia. Alcanzó su daga que yacía en el suelo y se la tendió mientras intentaba mirar la cicatriz que le atravesaba el rostro en dos. Luego avanzó los metros que la separaban de la niña, y luego tan sólo esperó al momento oportuno. Su cuerpo pequeño contemplaba con tanta fascinación el fuego que le fue difícil encontrar el momento de interrumpir su visión. Pero lo hizo.
—¿Niña? —la llamó, aún con el sabor de la sangre en su garganta, aún con el dolor de la pierna que arrastraba sin disimulo y el cansancio que soportaban sus piernas—. ¿Niña?
La pequeña se dio la vuelta.
—Luciérnagas —le repitió— como en mi sueño.
El viejo suspiró.
—Llevamos tres días buscándoos tras desaparición— le informó, ajena a su comentario—. Tras buscar en los jardines los hermanos atisbaron que yaceríais en alguna parte de la Llanura Externa —carraspeó la voz—. Somos vuestros guardines.
La niña volvió la vista hacia el último árbol de la llanura. Sus restos empezaban a precipitarse unos con otros, aumentando sin embargo el volumen de la hoguera y las llamas.
El viejo escuchó acercarse al joven tras de sí, subido en el animal.
—¿Qué haremos ahora? —le preguntó, extrañamente energético. Animado pese a sus heridas—. Esa criatura ha hablado de cosas extrañas, de profecías. Hemos descubierto que pueden tener descendencia. Y luego está la niña..¿Es cierto entonces lo que se cuentan que pueden hacer?¿Es cierto que viajaremos por las galaxias?
El viejo maldijo en voz baja.
—Estoy cansado —le confesó únicamente, aunque también le hubiera querido decir más cosas. Hubiera querido decirle que nunca sabrían que había pasado en aquella llanura interminable, que nunca descubrirían quién provocó la Plaga. Pero no se lo dijo. Las preguntas le abrumaban, pero tan sólo era un guardián y no necesitaba respuestas. En tiempos remotos como aquél, las palabras eran vacuas y no merecía la pena perder el tiempo.
De modo que calló. Tocó el hombro de la niña y ésta se volvió hacia él, aturdida por el largo tiempo que llevaba observando la hoguera, ingenua.
Inofensiva.
—¿Qué haremos? —le volvió a preguntar, insistente—. ¿Qué haremos ahora?
El viejo le miró. El joven observó aquella mirada y entonces recordó que debía callarse. Ayudó a subir a la niña consigo en el animal.
—Atravesaremos las montañas —le dictó el viejo—. Al igual que a la salida, dispondremos de la Estrella de la Cúpula como guía de orientación. Será fácil seguir el camino. No nos perderemos.
El mayor cogió las riendas y empezó a nadar tirando del animal, pese al dolor de la pierna y pese que sabía que se iba a prolongar. Descubrió que la niña yacía de nuevo semidormida, pero protegida ahora bajo los brazos del joven que le observaba desconcertado. Sin saber qué decir.
Y fue entonces, y por si quedaba alguna duda, cuando el viejo le contestó.
—La niña está salvo. Hemos cumplido nuestra misión —carraspeó la voz, tosió, miró hacia atrás, hacia las llamas del árbol que tardarían horas en apagarse y hacia los misterios que escapaban a cualquier explicación. Y por último, le miró a él, sonriéndole—.Volvamos a casa.
Fin
Escribí este relato antes de iniciarse el verano de 2005, mientras ideaba la ilusa tarea de configurar un mundo de relatos conectados entre sí. Tiempos remotos no fue el primero, pero sí podría decirse que es, bajo mi ingenua experiencia, un prólogo de «esos días pasados», basado en la idea de una gran civilización (presumiblemente humana) que vivió su cénit hace millones de años… para caer en el olvido y sobrevivir en los sueños. Tal y como lo cuenta el hombre-pájaro en su cháchara de profecías con gran sentido.
La literatura fantástica actual como inspiración, al menos, no ha sido nunca una gran aportación en mis cuentos. Ideas como el agua o los niños se inspiraron más en los mitos griegos o leyendas, y el tema del tiempo es mi gran obsesión desde siempre. No creo que quisiera crear tampoco unos «buenos» y unos «malos», ya que un editor me comentó estar de acuerdo con la posición del hombre-pájaro. No obstante, los motivos que mueven a estos ridículos y diminutos personajes quizás no sean de nuestro alcance, por lo que mejor será «devolverlos a casa».
Y aquí estoy yo. Espero volver a colaborar con el grupo AJEC y con El Melocotón Mecánico. Y cuanto a vosotros, sólo espero que os guste (de eso se trata, ¿no?)
Muchas gracias.
José Manuel Sala Díaz (Alicante) ha recibido varios premios por sus relatos y publicado cuentos y ensayos en fanzines como Axxón o NGC.