Publicado en
septiembre 17, 2015
Setenta y tres segundos» trata de parodiar la digresión y el humor irónico que tan bien cultivó Herman Melville. Con estas maneras (a su modo, fingidas), narra las desventuras de un mono listo para despegar de un transbordador espacial que se verá atrapado en un curioso bucle y al que aguarda un destino sorprendente.
La explosión
Setenta y tres segundos después de haber despegado del Kennedy Space Center, el transbordador espacial explotó, tal y como había sucedido hacía unos años, en concreto un día de invierno de 1986. Entonces, en aquel mismo lugar y tras esos mismos breves segundos, uno de sus cohetes propulsores decidió inmolarse y con él lo hicieron los siete tripulantes. Habían transcurrido veinte años y, como si se tratara del título de una novela de Dumas, la mañana del infausto aniversario despegó una nave que repitió la desgracia. La primera vez que sucedió, se achacó al frío. Agujas de hielo perforaron la piel del Challenger y el combustible escapó a la superficie. Al líquido inflamable no debió de parecerle bien la baja temperatura de aquella mañana, de modo que se produjo un incendio, que se extendió al tanque que almacenaba oxígeno e hidrógeno líquido, una combinación que en cantidades suficientes reventaría los dos polos e inundaría cada chiringuito de playa del planeta. En menos de lo que tardó en explosionar la materia primigenia durante el big bang, el cohete saltó en pedazos, iluminó el cielo y conmocionó a los telespectadores de todo el globo, de manera particular, naturalmente, a aquellos que no se reunían sobrecogidos delante del televisor desde que murió Kennedy o, más recientemente, desde que Michael Jordan encestaba con un desparpajo que sofocaría al mismo asombrado padre de Wolfgang Amadeus Mozart cuando escuchó la primera sinfonía que compuso su hijo a los ocho años de edad.
El Challenger OnO explotó, otra vez, a pesar de que por cumplirse el aniversario de un accidente de tan doloroso recuerdo, las precauciones se extremaron y todo se miró y remiró hasta en los más ínfimos detalles. Al principio, abotargados por lo que sucedía delante de sus ojos, en Houston sólo pudieron abrir la boca para gritar: ¡Oh mierda, mierda!, pero luego, cuando se fijaron en el reloj de las imágenes grabadas, que repitieron desde diferentes ángulos lo que había ocurrido, no salieron de su asombro: un transbordador había reventado otra vez, sí, a los veinte años de aquel célebre desastre de la aeronáutica, de acuerdo, pero lo hizo a los setenta y tres segundos de haber despegado, como la primera vez, lo que, sin emprender ningún análisis de la situación, parecía burlarse del sentido común e invocar al demonio que administraba las casualidades imposibles.
La explosión de 1986 pasó a la historia porque en ella falleció el primer civil que viajaba al espacio, una maestra de escuela de treinta y siete años llamada Sharon Christa Corrigan McAuliffe, y la segunda pasaría a la historia, si alguien se animaba a desvelarlo, porque en ella falleció un chimpancé llamado Hall, como el celoso ordenador que se volvía majareta en la película de Kubrick. Además del primate, la tripulación la componía una ensalada de nacionalidades, como en los chistes: dos norteamericanos, un brasileño, un español, un francés y un japonés, y en cuanto al reparto de sexos, empataron, si excluimos a Hall del recuento. Puede que estos detalles no fueran los más relevantes, pero el primer comunicado de prensa facilitó sus nombres y nacionalidades antes de contar cualquier otra cosa, y se calló, al menos al principio, el más llamativo detalle: que el Challenger OnO había estallado exactamente en el mismo momento que lo hizo su predecesor.
Hall, primeros segundos
Cuando el universo es grande, el resultado de los lanzamientos puede predecirse. Habito un universo que se ramifica constantemente en nuevas variantes, de modo que cada vez que ocurre un incidente, por pequeño que sea, como la caída de una hoja, esas millones de posibilidades caben dentro de su Historia, que incluye todas las historias posibles. Lo que quiero decir es que en alguno de esos sucesos paralelos, el transbordador espacial explotará, y en algún otro universo reventará incluso, para regocijo de Mobymelville (desolación, ruina, tránsito último, eso sugiere su nombre), exactamente a los mismos segundos que la primera vez.
De modo que yo, primate convidado a esta partida, puedo estallar dentro de pocos segundos, un pensamiento nada halagüeño.
¿Por qué justo ahora me aborda esta preocupación? Cualquiera de estos seis Homo Sapiens Sapiens que me acompaña recurriría a la psicología de bolsillo para revelar que se trata de una neurosis, de un temor infundado parecido al que asalta a ciertos pasajeros cuando suben a un avión, pero yo, que aplico otros razonamientos, debo concluir, no sin cierta sorna, que se equivocarían al suponerlo. ¿Por qué? Porque yo, al contrario que ellos, lo percibo.
A Mobymelville.
Está aquí, de visita. Y nunca acude para mirar. Fue él quien sugirió que meditara acerca de ello, y cuanto más lo hago, más me convenzo de que va a ocurrir. Explotaré a los setenta y tres segundos. La historia va a repetirse.
Fausto, ópera en dos actos de W.A.Mozart
Ludwig van Beethoven adoraba a Goethe y a su Fausto, pero, como en las historias de amor no correspondido, Goethe no guardaba para el de Bonn una estima que pudiera equipararse. De hecho, Goethe opinó que si algún músico intentaba convertir Fausto en una obra de teatro musical, sólo Mozart lo conseguiría de manera satisfactoria. Ignoramos lo que hubiera respondido el salzburgués, que entonces jugaba a las cartas en el limbo reservado a los muertos, y que antes de fallecer, en lo que se entretuvo fue en escenificar un mundo de serpientes, flautas con poderes mágicos y cazadores de pajarillos, bastante alejado de las almas vendidas al demonio tan caras a Goethe. El universo debía dar muchas vueltas para incluir, en alguna de sus posibilidades, un encuentro entre Goethe y Mozart que se saldara con el compromiso del primero de componer un libreto sobre Fausto que el segundo musicaría. En alguno de aquellos retruécanos, el diablo protagonista no se llamaría Belcebú, ni Leviatán, ni Pedro Botero, sino Mobymelville. Para mayor gloria suya. La insistencia de aquella criatura pagana venida de lejos en adoptar la fisonomía de alguna deidad de tintes aciagos de las que poblaban la imaginería de los, entonces, arrendatarios del tercer planeta, rallaba en lo extravagante, y aún así, Mobymelville se esforzó en que el universo se desdoblara una y otra vez, hasta que en alguno de aquellos consecutivos lanzamientos de dados coincidieran todas las cifras. No deja de resultar paradójico que mientras que en alguna de las múltiples realidades de aquel planeta de cubierta azul, a los veinte años del desastre del Challenger ningún transbordador explotara, en otra no sólo sí lo hiciera, sino que repitiese los guarismos, setenta y tres segundos, y que, además, como guinda del pastel, el capitán de la nave llevara consigo una grabación de Fausto de Wolfgang Amadeus Mozart grabada por Herbert von Karajan a finales de los cincuenta para el sello Deutsche Grammophon, en la que Elizabeth Schwarzkopf interpretaba el papel de Margarita, Leopold Simoneau, el de Fausto, y Cesare Siepi, el difícil y endiablado de Mobymelville.
Antes de la cuenta atrás
—Control a Challenger OnO.
—Astronauta Uno.
—¿Qué es eso?
—¿Qué es qué?
—El brillo dentro de la cabina.
—¿A qué te refieres?
—¿Sucede algo o continuamos con el programa?
—¡Eh!
—¿Qué ocurre en la cabina, Challenger OnO?
—El chimpancé de las narices.
—¿Qué ocurre?
—Nada, continuamos con el programa de lanzamiento.
—Pero ¿qué sucede?
—Hall ha sacado un espejo de alguna parte y está jugando con él.
—Hall no tiene acceso a ese material.
—Pues emplea algo reflectante. Espera, es el traje de Hall.
—Que deje de hacerlo.
—¿Cómo se lo pido? ¿Por favor?
—Haced lo que sea, pero que el chimpancé deje de levantar el brazo. Nos está deslumbrando.
—Se despide de vosotros.
—Sí, en código morse. Ahora lanza un S.O.S.
—Eso es porque le asusta volar.
—Bien, en serio, Hall no debería poder moverse.
—Ahora lo solucionamos. Astronauta Uno a Astronauta Tres.
—Astronauta Tres.
—¿Lo has escuchado?
—Estoy en ello. Hall está muy nervioso, a pesar de los sedantes.
—¿Está ya sujeto?
—Listo.
—Hall, resígnate, te vienes con nosotros a las estrellas.
—Hasta el infinito y más allá.
Los hermanos de Hall
En aquella posibilidad, dentro de todas las posibles que incluía el universo, la madre o el hermano de Hall se llamaba Dolly. La portada de la revista Nature del número que salió a la venta en febrero de 1997, incluía una fotografía de Dolly, el ancestro primitivo, en un segundo plano, justo detrás de Hall, el organismo genéticamente idéntico que provenía de una célula de Dolly y que invadía la portada con una expresión que los lectores quisieron leer como triunfante, como si Hall ironizara acerca de la dotación genética de la que presumía Dolly, que se creyó diferente, o, peor aún, única, y de la que Hall descendía, después de que hubieran implantado aquel minúsculo elemento de Dolly en un ovocito enucleado de una raza de chimpancés conocida como Scottish Blackface.
Lo que ya se había logrado con plantas, se logró entonces con mamíferos superiores. Y había que celebrarlo. Y qué mejor ceremonia que incluir a Hall en un programa espacial y compararlo, cuando regresara después de dar un par de vueltas siderales, con alguno de sus hermanos gemelos, igualmente nacidos de una célula de la glándula mamaria de Dolly, de dotación genética similar en todos los casos, según pudieron comprobar los científicos. ¿No se refirió Einstein, para explicar la curva del espacio y el tiempo, al ejemplo de dos hermanos gemelos, uno de los cuales viajaba por el espacio a la velocidad de la luz mientras el otro esperaba en la Tierra? Aunque Hall no viajaría un suficiente número de años ni, muchísimo menos, se desplazaría a la velocidad de la luz, existía curiosidad por contrastar a Hall con sus compañeros de promoción, la quinta de Dolly. A fin de cuentas, con los viajes interestelares, como quien dice, a la vuelta de la esquina, bueno era tener una referencia experimental que certificara que los desplazamientos a través del vacío que separaba la materia de un universo en expansión no provocaban cáncer, ni impotencia en los hombres, ni disminuían la libido, ni, lo más importante, alteraban la configuración genética en modo alguno, ni envejecían tampoco, pues, sobre esto último, aunque los estudios prometían que, en todo caso, los viajes espaciales rejuvenecían a quien se atreviera a lanzarse hacia las estrellas dentro de una diminuta cápsula sin apenas resguardo, casi todos reclamaban una prueba que lo confirmara. Einstein sería un genio, no lo ponían en duda, pero ¿acaso el físico y violinista aficionado navegó por los sistemas solares? ¿Acaso sacó una balanza para pesar la materia oscura? ¿Acaso trató de tú a alguna estrella supermasiva, de las que existían antes de que se formaran las primeras galaxias? ¿Acaso se vio salpicado por los haces de radioondas intermitentes de un púlsar? No, y no, y de nuevo, no, y por último, no. Y allí se encontraba Hall, atado a su asiento del transbordador espacial Challenger OnO, dispuesto a convertirse en el primer clon que viajaba al espacio.
Sin bordes ni fronteras
Hall abrió los ojos. No podía ser. Acababa de morir, envuelto en llamas, una ignición vertiginosa de la que aún creía sentir el calor, y, sin embargo, allí se encontraba de nuevo, en la cabina del Challenger OnO.
—Hall, estate quieto —dijo el Astronauta Tres.
Ese enunciado, según constató, fue lo único que diferenció el primer despegue del segundo, porque todo lo demás sucedió de la misma manera, incluido el estampido que perforó sus membranas timpánicas, entre otros efectos, a los setenta y tres segundos.
Abrió los ojos una tercera vez. Una mosca se posó en uno de sus guantes. Pero ¿cómo habían permitido que se colara una mosca en el interior de la cabina? Intentó, en vano, que atendieran a sus señales luminosas. La nave despegó y estalló a los setenta y tres segundos.
A la cuarta ocasión, aunque ya estaba prevenido y podía tomárselo con más calma, repitió los aspavientos con los que pretendía llamar la atención de aquellos que podían abortar el lanzamiento. Lo único diferente, en esta ocasión, fueron sus premoniciones: la primera vez percibió la presencia amenazante de Mobymelville, que auguraba el desastre, pero ahora, aunque Mobymelville seguía allí, en algún punto de aquella cáustica posibilidad, no se molestaba en advertirle de nada, simplemente se reía. Y a la quinta vez, percibió que las carcajadas de Mobymelville eran tan fuertes que descoyuntarían al entretenido bárbaro. Como a la sexta vez. Y a la séptima, y a la octava ocasión.
La broma
A Hall lo despertó una música suave que reconoció enseguida: el aria del vendedor de almas perteneciente a la ópera Fausto, compuesta por Mozart (al menos en aquel facsímil del universo originario), en la que el tenor preguntaba a Margarita si no se embovedaba el cielo en las alturas, si no se afirmaba la tierra a nuestros pies, si no se elevaban los astros inmortales y nos miraban con ojos infinitos y afables, si el sentimiento no lo era todo y los nombres sólo humo, sonidos (a lo que Margarita, con los pies en el suelo, replicó que toda aquella palabrería estaba muy bien, pero que ya la conocía, pues, coma a coma, el cura repetía lo mismo, aunque, eso sí, el sacerdote no pretendía, como Fausto, introducirse en su lecho).
En las horas libres, los astronautas podían elegir entre practicar algún ejercicio o dormir, y cuando escogían esto último, luego los despertaba una música que les sosegaba, como sucedió en ese momento en el que Hall vislumbró las estrellas, hacia las que el Challenger OnO se dirigía, como si la nave pretendiera abrazarlas. El Astronauta Tres, al lado del primate, seguía dormido. Llevaba puesto un antifaz opaco que impedía que los cambios de luz le molestaran. El transbordador nadaba en el vacío, en busca de la estación espacial. Aquella cuenta atrás de setenta y tres segundos formaría parte de una pesadilla provocada, tal vez, por un atracón de cacahuetes.
Escuchó un ruido que le pareció que provenía del tanque externo, lo que era imposible. La cabina en la que se alojaban debió desprenderse del pesado tanque, que albergaba el combustible criogénico en tres zonas — una con oxígeno, delante; otra con hidrógeno líquido, detrás; y una tercera que los mezclaba y alojaba el impulsor del cohete—. El ordenador tuvo que soltarlo unos minutos después del ascenso, de modo que en el espacio, el resto de la nave, liviana, se impulsaría como una pluma a la que lanzaron a una velocidad de veintisiete mil kilómetros por hora. Sin embargo, volvió a oírlo, un murmullo que sonaba como un ronroneo metálico, como si un gato frotase una uña en el revestimiento térmico del tanque.
Alguien lo llamó. Soñaba.
—Despierta, Hall, salimos dentro de un par de minutos.
—No sé por qué le administran tantos sedantes al pobre chimpancé. Fíjate, apenas puede abrir los ojos.
—Estoy contigo. Ni que fuera a darle una crisis de pánico.
—Deberían sedarme a mí. Yo sí que estoy nervioso. Que despegue el mono en mi lugar.
—Y los demás, mientras, dormimos.
Los seis astronautas rieron, como Mobymelville, que raspó, otra vez, el revestimiento térmico del tanque justo antes de la cuenta atrás. Así, el transbordador no soportaría las extremas temperaturas que se alcanzaban durante el lanzamiento. Aunque durante esta variante, algo más cambió: Hall esperó sin inmutarse el final de la cuenta atrás, que concluyó, como siempre, no al llegar a cero, sino al contar hasta setenta y tres.
Hall, últimos segundos
Después, quizá, durante años, las naves evitarán este lugar. Saltaremos como ovejas necias que siguen a la primera, la cual se despeñó por un vacío sólo porque alguien la azuzó con una vara. A eso lo llaman costumbre, rutina, tradición, precepto, creencia, protocolo, rito.
Atiendan bien, si pueden escucharme: Este viaje inanimado y endeble que nos arrastra, obedece a una voluntad ajena a la nuestra, como si fuéramos insectos que deberían renunciar a cualquier conocimiento, o como si fuéramos aldeanos excluidos de la evolución que aún sostienen velas para alumbrarse, como si no mereciéramos otro destino que tropezar una y otra vez, como si tuviéramos que presenciar cien veces la batalla de Waterloo, con cien desenlaces distintos o siempre con el mismo, como si las chimeneas de Dachau no cesaran de repetir: de aquí no vas a salir sino como humo, como si ciertos olores pudieran olvidarse y no quedara otro remedio que evocarlos en cada giro completo, como si no nos mareásemos ni sintiéramos náuseas, como si un vodevil pudiera calcar la misma frescura que la primera vez que se representó, como si los perros no hubieran aprendido a ladrar y necesitaran un ensayo cada noche, como si Margarita no muriese en cada representación, como si aquel que vendió su alma pudiera comprarla a precio de saldo.
Preparativos antes del lanzamiento.
El chimpancé, durante una de aquellas repeticiones, se soltó de nuevo. El Astronauta Tres no lo había sujetado correctamente y ahora observaba cómo el animal trataba de quitarle un rotulador.
—Estate quieto, Hall —ordenó.
El chimpancé apretó el objeto con el pulgar y el índice y pintarrajeó sobre su traje.
—Hall está juguetón —dijo el Astronauta Tres. Y añadió, dirigiéndose al Astronauta Uno, el capitán del transbordador espacial—: Deberían haberle administrado más sedantes.
—Quítale eso de una vez.
—Ya lo intento —dijo el Astronauta Tres mientras el chimpancé se zafaba de sus manos y terminaba de garabatear.
—¿Lo tienes?
—Sí. Y al mono bien sujeto. Pero deberías darte la vuelta.
—¿Qué ocurre?
—Hall ha escrito algo en su traje.
—Es un chimpancé. No sabe escribir.
El Astronauta Uno se giró para poder ver el traje del animal, como hicieron los otros cuatro ocupantes de la cabina. Podía leerse una palabra, caligrafiada con pulso irregular, cinco letras separadas por espacios en blanco:
D O L L Y
Los seis astronautas se miraron alternativamente unos a otros. ¿Qué significaba aquello? ¿Hall se acordaba ahora de su madre? ¿O era una hermana? ¿Cómo se denominaba aquel grado de parentesco que soldaba una célula de Dolly a los calcos que sucesivamente se obtuvieron a partir de ella?
—Un chimpancé listo —sugirió el Astronauta Uno.
—Por eso viaja con nosotros. Si se desconfigura el ordenador central, Hall lo arreglará antes de que la nave se vaya a paseo —ironizó el Astronauta Tres.
—¿Por qué se acuerda ahora de Dolly? —preguntó el Astronauta Cuatro.
—La pregunta es —intervino el Astronauta Dos— cómo conoce la existencia de un chimpancé llamado Dolly. ¿También tiene conocimientos de biología molecular?
—Todo esto es muy extraño —dijo el Astronauta Tres.
—Control a Challenger OnO.
—Astronauta Uno.
—¿Qué ocurre?
—Hall ha aprendido a escribir.
—¿Qué?
—Ha escrito el nombre del chimpancé primigenio en su traje.
—¿Dolly?
—Sí, y ahora me pide que le acerque una libreta y un rotulador.
—Queda poco para el lanzamiento. Vamos a dejar las bromas para después.
El chimpancé cogió el rotulador que le tendió el Astronauta Uno y empezó a garabatear sobre un papel en blanco.
—¿Challenger OnO? ¿Me escucha alguien? Challenger OnO, ¿qué ocurre? Challenger OnO, ¿me escucháis?
—Astronauta Uno. Hall acaba de anotar algo.
—¿Qué?
—Fallo en el revestimiento térmico. Escape de combustible. Eso es lo que ha escrito.
En realidad, el chimpancé anotó tres palabras más que el Astronauta Uno no leyó:
No soy Hall.
Poco después, les comunicaron que el lanzamiento iba a ser abortado, ya que tras revisar el estado del revestimiento térmico, llegaron a la conclusión de que existía un riesgo alto de que el transbordador se incendiase al despegar. Pero, de manera inexplicable, a los setenta y tres segundos de abortar el lanzamiento, el Challenger OnO estalló.
Dolly, ¿Dolly?, al final de la cuenta atrás
De repente, sintió un dolor horrible que lo partía en dos. Y lo hizo. El dolor lo dividió en dos chimpancés idénticos. Primero sintió que se le condensaba la cabeza. Luego se disolvió la cubierta de pelo y piel. Los dedos se multiplicaron, diez en cada extremidad superior, y se escindieron, cinco a cada lado, como una cremallera que se abriera en dirección al hombro. Gritó entonces, salvajemente. A continuación la experiencia se repitió en los miembros inferiores. Luego las vísceras, como pudo percibir por sus abultados movimientos, se duplicaron. Los intestinos hincharon el vientre, ya que apenas encontraban espacio para encajonarse, y cuando parecía que iba a estallar, lo hizo, se rompió, y los órganos se distribuyeron en dos mitades idénticas. Por último, sin revelarse cómo, le invadió un sufrimiento indecible, perdió la vista y dejó de oír durante un minuto, pasado el cual volvió a ser él mismo, y a su lado, reflejando un dolor similar, como en un espejo, se encontraba su doble.
Entonces escuchó su risa. Tú no eres Dolly, susurró una voz.
No, no lo era. En aquel ramal del caprichoso y variado universo expansivo, el nuevo lanzamiento de dados deparó una variante que Hall trató de aprovechar: metió a Dolly en su jaula y ocupó la de Dolly. De este modo, supuso, escaparía de la incansable repetición de estallidos, de aquellas dos enumeraciones; la primera, hacia atrás: nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno, cero; ceeeeero; la segunda, hacia delante, hasta setenta y tres, ni un segundo más ni un segundo menos; luego, cada una de sus fibras reventaba, con la detonación ardía como Juana de Arco y, por último, o de nuevo, como se prefiera, despertaba en la cabina del Challenger OnO, listo para el siguiente lanzamiento. ¿Resulta extraño que intentara escapar, aunque para ello condenara a Dolly a la suerte que Mobymelville había reservado para él?
Pero a Mobymelville le divirtió la variante de Hall.
Y rizó un nuevo bucle, otra posibilidad en la que Dolly estallaba en la cabina mientras Hall, en el laboratorio, se duplicaba como una célula.
Creced y multiplicaos
Como si fuera un embrión, inmediatamente después Hall volvió a dividirse, al mismo tiempo que lo hizo su doble recién aparecido, de manera que en menos de cinco minutos se juntaron cuatro chimpancés idénticos en el laboratorio, que no jugaron al parchís, sino que volvieron a dividirse, y poco después fueron ocho, y los ocho se convirtieron en dieciséis, los dieciséis en treinta y dos, y los aullidos de sufrimiento, cada vez más fuertes, ya que cada vez eran más las gargantas que los despedían, alarmaron a los hombres que, absortos, contemplaban una y otra vez las imágenes ofrecidas por la televisión en las que el transbordador espacial Challenger OnO explotaba a los setenta y tres segundos del lanzamiento. Los científicos, que no salían de su asombro, vieron entonces aquello que sucedía en el laboratorio, que les pareció aún más sorprendente. Se miraron boquiabiertos unos a los otros, y a los sesenta y cuatro chimpancés, que pronto fueron ciento veintiocho, y esta vez, incluso los hombres escucharon su risotada, la de Mobymelville, que no podía contenerse, como tampoco aquella ramita de realidad del tercer planeta podría contener, en muy pocos días, la proliferación de monos domésticos.
El primero de los dobles se volvió hacia Hall, a su lado, que aún se retorcía después de la última división y ya notaba que se aproximaba la siguiente. El primer doble abrió la boca y, sin que nadie le hubiera enseñado a hablar, dijo:
Padre, ¿para esto me has traído al mundo?
Los espejos
Dolly contempló con los ojos caídos el arrancar del sol. Los rayos le cegaron momentáneamente. La visión de la mañana se nubló, adquirió un tono pajizo, de fosforescencias intermitentes y de sorprendente negrura en medio de tanta luz. Acomodó sus pupilas a la nueva gradación de colores y, con resignada calma, esperó. El transbordador iba a comenzar la cuenta atrás. El siguiente lanzamiento.
Pudo contemplar, al desviar la vista hacia la derecha, cómo un pájaro cruzó de derecha a izquierda la cabina. Aunque algún curtido hombre de campo ibérico no habría dudado en asegurar que aquel espécimen que volaba alrededor de la nave —quién sabe por qué capricho— era un gorrión, un Rufous—collared Sparrow según los habitantes de Houston, un confiado chingolo para los uruguayos y los argentinos, si es que algún habitante de esos dos países lo observaba también, a Dolly se le ocurrió compararlo a un diminuto fénix de quince centímetros. Porque era eterno. Porque renacía de sus cenizas después de poner un huevo y arder.
Se esforzó en mirar más allá, en descubrir un detalle diferente o un pequeño acontecimiento que hubiera pasado desapercibido durante las repeticiones. Trató de animarse con una idea imbuida de cierto panteísmo: amanecía a diario, y siempre de la misma manera, pero eso no convertía la salida del sol en un espectáculo monótono.
Buscaba algo diferente y lo encontró. Podía llamarse un espejo. Lo colocó Mobymelville, a izquierda y derecha de la cabina. Al principio no identificó la figura, intangible, nebulosa, pero luego sí. Se trataba de un extraño reflejo del transbordador, o de una alucinación provocada por aquel claustrofóbico encierro, o, por qué no, de una copia de la nave. Y detrás de ella, descubrió un tercer transbordador, y luego un cuarto, un quinto, y siempre, detrás de cada uno de ellos, asomaba uno más, hasta que se emborronaron en un punto distante, como sucedía en los laberintos de espejos, se le ocurrió, en los que su propio reflejo se multiplicaba en infinitas copias, como una pesadilla dentro de otra pesadilla. En cada uno de los idénticos transbordadores distinguió a un chimpancé con sus mismos rasgos, que se desesperaba, o bien lloraba, o reía, o se apartaba de la vista ajena, o mostraba una mirada triste, o esperanzada, o temerosa. Cuando no pudo soportar más la visión, cerró los ojos y esperó el inicio de la cuenta atrás.
Trece
Ocho, siete, seis, cinco...
…Cinco...
…Cuatro, tres, dos, uno...
…Uno… Cero… Ceeeeero… Ceeeeerooooo.
Fin
Daniel Pérez Navarro (Córdoba) nació en 1968. Escritor inédito hasta el año 2006, en el que obtiene diversos galardones en premios literarios, como ganador, finalista o mención especial del jurado, tanto en concursos generales como en los especializados en literatura fantástica. A lo largo del 2007 han aparecido algunos de sus relatos en diversas editoriales
Ha editado en la editorial Grupo AJEC el libro «Mobymelville». A él pertenece la siguiente historia.