ODA A UN AMIGO ENTRAÑABLE
Publicado en
septiembre 30, 2015
Más que una mascota, fue un compañero sabio y gentil.
Por Robert James Waller.
YO TENÍA un amigo llamado Solovino. A los desconocidos lo presentaba como mi asistente. Nos pasábamos las tardes grises y frías del invierno revisando las páginas de mis libros y de mis manuscritos, mientras la leña crepitaba apaciblemente en el fondo de la estufa.
En ocasiones se tendía sobre mis piernas y hacía las veces de atril. Era un atril "ronroneador" que de cuando en cuando extendía la pata para pasar la hoja. En la primavera, apenas comenzaban a calentarse los días, se mudaba al escritorio y, para despejarlo, tiraba al suelo el papel, las plumas, las engrapadoras y los demás implementos propios de mi oficio.
Solovino llegó a nosotros cuando era muy pequeño. Salió un día de un pastizal que daba a la parte trasera de la casa. Georgia, mi esposa, lo metió en la cocina y le ofreció el consabido plato de leche.
En el largo y suave pelaje de su lomo y de sus costados predominaban el color negro y el gris. El blanco de la barba se convertía en castaño claro al llegar al pecho y al extenderse luego por la barriga. Sus pintas eran perfectamente simétricas. El animal contemplaba el mundo con unos inmensos ojos verdes.
Lo subí a mis piernas y dije:
—Se va a poner precioso.
Días después, el veterinario me informó que tenía lombrices, garrapatas, pulgas y una bronquitis de padre y señor mío.
—¿Se trata de un gato callejero? —le pregunté.
—De un auténtico gato callejero —contestó con una sonrisa.
Volví a casa con los bolsillos repletos de medicamentos. El animalito hizo el viaje sin maullar, sentado en el asiento de adelante y mirándome con su carita esperanzada. Así comenzamos Solovino y yo a recorrer juntos el camino de la vida.
Juntos le quitábamos las hojas al calendario y juntos marcábamos las páginas. En las tardes de sol nos instalábamos en la terraza. Él se acurrucaba en el hueco de mi brazo y nos pasábamos las horas sonriendo el uno al otro. Luego, ya cerca del alba, clavábamos la pupila en la bóveda celeste. Los ojos verdes miraban. Los ojos azules miraban. Pensábamos en nosotros mismos y en los seres que, allá arriba, nos miraban también.
Eso hicimos durante doce años y un mes, poco más o menos. Y llegamos a querernos mucho. Llegamos a confiar el uno en el otro.
Sólo en una ocasión traicioné esa confianza. Un día, con motivo de la feria local, cierta asociación de admiradores de gatos anunció una exhibición de animales "de categoría". Georgia y yo no resistimos la tentación de inscribirlo.
¡Y ahí va el pobre Solovino a la exhibición! Yo lo sentía temblar de terror mientras lo llevaba en brazos por entre la muchedumbre y cuando pasamos junto al tiovivo y a un montón de perros escandalosos.
El mundo de Solovino era el bosque, la estufa de leña y, en el verano, la silla plegadiza de la terraza. No necesitaba un reconocimiento patente para demostrar que valía; pero yo sí lo necesitaba. La familia en pleno acudió al lugar vistiendo unas camisetas azules a las que les habíamos mandado estampar, en negro, la palabra "Solovino".
Yo lo observé de cerca en la sala de exhibición. En algún momento me miró directamente a los ojos y advertí, para vergüenza mía, que estaba decepcionado de mí.
Aunque de ordinario se sabía comportar entre desconocidos, esta vez desgarró el papel que forraba su jaula, quiso abrirse paso por la tapa de metal y, cuando la juez lo puso sobre una mesa para que todos lo vieran, hizo por rasguñarla.
Le dieron una buena puntuación en aspecto. La juez opinó: "Tiene un pelaje soberbio, una cara linda y unos ojos verdes como nunca los he visto". Sin embargo, por haber intentado zafarse y por haber tirado zarpazos a cuanta vena yugular tuvo a su alcance, lo calificaron mal en comportamiento. Al final, le otorgaron el cuarto lugar.
Pasado el incidente, el gato me aplicó la ley del hielo. Hubo de transcurrir un buen tiempo para que aceptara mis disculpas y se reanudara la amistad.
Solovino parecía disfrutar de las mil tonterías que se nos ocurrían en nuestra convivencia con él. En las noches en que cenábamos pasta, le llamábamos "Sologhetti". Cuando Georgia organizaba sus ventas de alfarería en la casa, él hacía las delicias de los clientes sentado sobre una gran vasija, desde donde contemplaba la barahúnda. Era el inspector de todo lo nuevo que llegaba a nuestra casa: instrumentos musicales, canoas, hornos...
Incluso toleraba que cantara yo algo relativo a su comida. Si, por ejemplo, le tocaba pescado, entonaba una vieja canción de balleneros acompañándome con el abrelatas. Y, si el platillo era más bien elegante —hígado o riñones—, se lo servía con una pizca de música romántica.
Era un animal prudente y dócil. No exigía más que un poco de respeto. Comía lo que se le ofrecía y jamás tocaba nuestra comida, excepción hecha del vaso de leche que me dejaba Georgia en la mesa a la hora de almorzar. ¡Imposible resistirlo! Al menor descuido, me lo encontraba sentado junto al vaso, lamiéndose la pata cubierta de leche. Pero ese era su único pecado.
La bronquitis de la infancia lo había dejado casi sin voz. Por eso, cuando quería llamar la atención y yo estaba escribiendo en la computadora, se echaba sobre la impresora y se ponía a ronronear a todo volumen. Si esa táctica fallaba, se metía en la caja del papel y tiraba de él hasta sacarlo de la máquina. Y, si yo seguía sin prestarle atención, se echaba a correr como loco por la casa, saltaba el escritorio y, por último, saltaba a mis piernas. Esto no fallaba.
Cuando comenzó a encanecer, tuve que espantarme la melancolía. Al fin y al cabo, Solovino conservaba joven el espíritu y todavía era capaz de saltar a un árbol de hasta diez metros de altura en cualquier mañana de primavera.
No obstante, a fines de septiembre de 1987 advertí que titubeaba un poco antes de encaramarse a la mesa donde le daba de comer. De no haber compartido cientos y cientos de veces aquellos desayunos, no me habría extrañado; pero ahí estaba ese ligerísimo titubeo. Además, me pareció que comía menos de lo normal.
Días después, Solovino no se presentó a su paseo matutino. Diariamente, al despuntar el alba, iba a echarse cerca de mi almohada y esperaba a que lo dejara salir. Era un ritual que practicaba religiosamente, y la mañana en que lo violó sentí una punzada en el estómago.
Luego de registrar la casa, lo encontré tendido en una silla, en la alcoba de atrás. Me arrodillé junto a él, le hablé suavemente y le pasé la mano por la piel. Solovino ronroneó como si nada, pero algo andaba mal.
Recapacitando, recordé que la noche anterior había estado muy inquieto. Repetidas veces se encaramó a mis piernas y se bajó de ellas. La última vez, trepó hasta mi pecho y frotó su mejilla contra la mía. Quería decirme algo.
El veterinario creyó, en principio, que se trataba de un trastorno renal y me pidió que se lo dejara. A los pocos días lo regresé a casa. Estaba terriblemente débil y a duras penas podía caminar, así que lo acosté en un poncho de lana para que pasara la noche.
A la mañana siguiente lo llevé a su caja de arena, en el sótano, y me acuclillé a su lado. Parecía como desorientado y tropezó varias veces. Tenía, además, paralizada la pata derecha.
Lo volví a llevar al veterinario, quien me telefoneó al otro día para decirme que, en su opinión, Solovino había sufrido una apoplejía que le había paralizado el lado derecho y lo había dejado ciego. Encima, tenía un tumor alrededor de su corazón. Más valía abreviar su sufrimiento, aunque, claro, la decisión era mía.
Echando mano de todo mi coraje, me dirigí a la clínica del veterinario. El sol se estaba poniendo en un derroche de rojo y amarillo.
Solovino yacía en la mesa de exploración, sobre un papel blanco, y me senté junto a él. Al percibir mi voz y mi olor, alzó la cabeza, irguió las orejas y frunció la nariz. Aunque había abundante luz en la habitación, las pupilas de sus ojos verdes estaban tan dilatadas como si estuviera en plena oscuridad.
Emitió un sonido muy leve cuando le acaricié el pescuezo. Trataba de ronronear, pero no se lo permitían los tubos que tenía en la garganta.
Con la cabeza le hice una seña al veterinario y coloqué la cara junto a mi amigo a fin de ocultarle mi desolación. Le hablé en voz baja, tratando con todas mis fuerzas de decirle cuánto le agradecía el haberlo tenido conmigo. Instantes después, dejó caer la cabeza. Todo había terminado. Georgia y yo lo llevamos a casa envuelto en una frazada y lo sepultamos en el bosque, en uno de los senderos donde se había ganado la vida.
Solovino fue mucho más que un compañero. Participó de buen grado en los asuntos de la casa. Fue bueno con nosotros, como nosotros lo fuimos con él. Recuerdo cómo, al llegar yo en las noches, él bajaba por una vereda del bosque, trotando con las patitas tiesas y la cola en alto, como un signo de interrogación. Cuando me acuclillaba para saludarlo, él se acostaba panza arriba y me miraba parpadeando.
Georgia y yo dejamos a un lado la pala y permanecimos un rato cerca de su tumba. A guisa de despedida, mi esposa comentó: "Era un buen tipo". Incapaz de pronunciar palabra, asentí con la cabeza. En efecto, era un buen tipo... Y un verdadero amigo que me había acompañado en el camino de la vida; un amigo que, en el invierno, me había ayudado a pasar las páginas de mis libros mientras la leña crepitaba apaciblemente en el fondo de la estufa.
CONDENSADO DE "JUST BEYOND THE FIRELIGHT: ESSAYS AND STORIES". © 1988 POR IOWA STATE UNIVERSITY PRESS.
PUBLICADO POR IOWA STATE UNIVERSITY PRESS, DE AMES, IOWA. ILUSTRACIÓN: STEVE JOHNSON.