HORIZONTE (Álvaro Bruno Aparicio)
Publicado en
septiembre 04, 2015
Mi herencia genética no es comparable a la de los primeros hombres que, previamente seleccionados, honraron a su nación ofreciéndose como viajeros del confín. Yo soy una variable derivada de muchas noches sonámbulas por manos prófugas y besos tristes acompañados, tal vez, por un susurro que imagino articulando el siguiente interrogante: ¿cuándo llegaremos? Descendiente de presuntos héroes, heredero final de lo que se creyó una empresa realizable, yo sólo soy jirones de futuro. Y por más que busco en la infinidad de las estrellas, contando y nombrando, como así me enseñó mi padre, cada centímetro cúbico de la inmensidad inalcanzable del cosmos, no logro hallar una respuesta a la pregunta que se realizó el primer hombre ensombrecido por la incertidumbre: ¿por qué hacia allá, qué diferencia hay entre esa exhalación nebulosa y ese ojo zafiro que parpadea como pulsado por un campo electromagnético? Yo no lo sé y he logrado advertir en mis años de estímulo y estudio que tampoco quienes legislaban el proyecto eran sabedores de la absurda necesidad de llegar a un destino favorable para la colonia. Lamentablemente, de haber sido éste último el objetivo principal de la misión, incluso podría haberse conseguido con éxito ulterior; pero la mezquindad y la codicia, ambas hermanas de la curiosidad y la ambición de conocimiento y prestigio, empujaron absurdamente a la tripulación hasta extremarla, quebrándola. Hueca suena la palabra tripulación al resucitar aquel recinto deshabitado y destartalado por desmanes y egoísmos: para los de la cuarta generación como yo, el concepto de coordinación y equipo sólo simboliza una utopía. Pero será inteligente por mi parte que abandone los preludios y trate de manifestarme de forma cronológica. Empezaré por la quimera de un grupo de científicos: alcanzar el sistema planetario vecino y localizar mundos aptos para la habitabilidad. Proseguiré con la locura de los sociólogos que intervinieron: integrar en una comunidad quinientos individuos de distinta genética para hacer viable la subsistencia intelectual de las generaciones futuras alumbradas abordo. Concluiré con el orgullo henchido de aquellos doscientos cincuenta matrimonios de disímiles religiones, naciones y profesiones o conocimientos de las ramas científicas, marchando marcialmente sobre la rampa de abordaje hasta la escotilla principal del Astral Rider, como fue bautizado en su etapa de construcción por sus operarios sajones.
O como lo conocí yo: El Indómito Pedazo de Mierda.
La algarabía de los pueblos unidos no podría haber sido más profusa. La sombra del hongo que se erguía sobre las alianzas que se disputaban por motivos económicos y ecológicos entre potencias de gran calibre fue relegada a un segundo plano… durante un par de meses. El relajamiento político abrió nuevos canales de diplomacia, pero el mar cubrió las huellas y, dado que el proyecto no se sabría viable hasta mucho tiempo después, las belicosidades retomaron su vigencia. Y el símbolo del hongo, acentuado por la insignia “Trinity 16/7 México”, colmó el temor de la gente hasta que perdimos contacto con la Tierra.
Puesto que siempre confié en la supervivencia del suelo que originó los genes de mis ascendentes, incluso cuando las últimas noticias auguraron trágicos designios, seguí buscando claves en el espacio: trataba de hallar la estela invisible de nuestra nave para redescubrir el punto hacia el cual debía dirigir mis ojos cuando evocaba la esfera azul repleta de vida —y formas de ella— que en fábulas y verdades mis padres y tutores supieron retratar.
A partir de la incomunicación con las centrales de la Tierra a causa de una barrera electromagnética provocada por un cinturón de asteroides, lo que estuvo diezmado por el cansancio murió finalmente por agotamiento. Oriundo de El Indómito Pedazo de Mierda y nacido en una fecha que desconoce de cambios de estación, no comprendo vivamente otra cosa más que pasillos de aluminio y luces de neón de bajo consumo recargables y reciclables. Porque aquí todo era recargable y de bajo consumo: incluso nuestros movimientos.
Mis padres, también ellos nativos de la nave, cometieron la torpeza que con ellos cometieron mis abuelos: aguijonearles la necesidad de prosperidad contrastando el presente con lo que alguna vez fue un glorioso inicio. No me lo creí y nunca se lo creyó nadie. Los problemas en la nave comenzaron recién concluido el primer año de viaje. ¿Cómo apaciguar la ira que puede desembocar tras un malentendido entre tantos individuos enclaustrados y sin posibilidad de echarse atrás? ¿Cómo hacerles ver a esos matrimonios jóvenes, porque de más está decir que no se aceptaban parejas solteras unidas por vínculos amorosos por cuestiones protocolares, que acababan de tirar su vida al cubo de la basura y, por añadidura, habían también condenado a sus descendientes a rematar lo empezado por ellos? La imposibilidad de encontrar el orden de simulacro que antes de despegar les habían enseñado a conseguir los planificadores fue provocando asperezas. La bajada y subida de tripulantes de baja estofa a cargos jerárquicos colaboró a resentir la injusticia y la imparcialidad de los legisladores. El fallo de experiencias científicas en busca de nuevos métodos de mantenimiento de la flora hidropónica o la subsistencia hidroregenerativa no ayudaron a amortiguar el caos inminente.
Los primeros seis años se emplearon en preparativos para facilitar la tarea de los descendientes que, naturalmente, se esperaban; pero siquiera con el ocio exterminado se logró frenar la pasividad anímica con que muchos tomaban el suicidio. La densidad demográfica de la nave descendió de un 100% a un 65%, siendo los pisos de habitaciones inferiores, los más cercanos al reactor, utilizados, ya vacíos, para la implementación de sistemas de energía secundarios, optativos en caso de no disponer del número estipulado de tripulantes operativos. Bajones de esta índole vivieron mis progenitores en reiteradas ocasiones: por boca suya llegué a imaginarme, para luego vivirlo, los corredores vacíos a lo largo de muchas habitaciones deshabitadas. El silencio y su eco; los pasos y mi respiración. El vapor de mis exhalaciones ante el frío de un invierno eterno. Los espejos que reflejan sólo sombras y todas mías. El zumbido de las lámparas térmicas que pasan al sistema de bajo consumo, dejando en penumbras el sector transpuesto. El traslado de las discusiones lejanas o los gritos desgarradores a través de los respiraderos. Viviendo en el terror la mente se acostumbra a las señales del dolor. Uno puede elucubrar razones y lógicas para la muerte de otras personas pero, al final, todo se pierde en el olvido, incluso la propia existencia. Perder el sentido del espacio y el tiempo es un síndrome natural cuando se está rodeado de vacío. Vivir en ochocientas habitaciones no da sensación de espacio y autonomía, sino de desamparo.
En fin…, sentimientos que un servidor está firmemente dispuesto a sentir y se reafirman tras años de convivencia con tantos otros de idéntico raciocinio. De este modo, si colocamos en la balanza la distancia temporal de adaptación y los factores de haber nacido al aire libre, sacaremos en limpio que la primera generación del Astral Rider sufrió pérdidas cuantiosas por falta de visión en los organizadores del proyecto, que creyeron posible la supervivencia, al menos para el ánimo, dentro de un paisaje abiótico sin previa conciliación forzosa con el nuevo entorno, luego de haber gozado del oxígeno puro de los pinares del mediterráneo. ¡Porque ése fue el destino al que enviaron a los miembros de la tripulación a modo de despedida el día antes del despegue! Increíble, ¿verdad? Con ese recuerdo nadie se va…, supongo. Yo sólo conocí esos parajes en fotos.
Cuando la tasa de suicidios disminuyó y se construyó lo que cómicamente mis tutores apodaron “colmena estable”, fueron siendo ejercidos con mayor ahínco y respeto los puestos de mando. No comprendo cómo los fallecimientos prematuros pudieron ser óbice para el correcto funcionamiento de la comunidad cuando se suponía que todos estaban preparados para afrontar momentos de dura convivencia, pero la verdad es que sólo con los primeros nacimientos médicos y enfermeras pudieron realizar sus tareas para urgencias optimistas y no sólo necropsias. Imperó la necesidad de alcanzar triunfos en el campo al que fueron destinados inicialmente. Dado que los hijos fueron la salvación, no tuvieron mejor idea que seguirlos teniendo hasta abrumar la nave de llantos. El declive numérico de habitantes dio paso, exponencialmente, a la pronta superpoblación. Siempre me causó aversión el impropio criterio de relojería que utilizaron los constructores de la nave para conservar un número exacto de habitantes, como si no se esperase, por ejemplo, como sucedió varias veces, el nacimiento de mellizos o trillizos. Pero más aversión creó siempre el criterio del Juez que subía al estrado. No importa en qué generación haya sido elegido este Juez o por quiénes: la nave siempre ostentaba un dueño de la ley, usualmente un carcamán más o menos sabio, que subía y bajaba el dedo cual Herodes cuando los nacimientos resultaban una clara ofensa a la limpieza genética de la nave. Todo aquel que arribaba a la enfermería desde algún recóndito punto del Limbo y no traía consigo su equipaje para sobrevivir a las pruebas era automáticamente señalado de lastre. Y, como tal, era juzgado por el Juez para valorar su importancia en cuanto a distribución de víveres y espacio libre, siendo esto último lo de menor importancia ya que, como se espera de una comunidad mal regulada en lo que a población se refiere, en muchas ocasiones se hizo de las salas de máquinas refectorios o albergues. Los que pasaban las pruebas, agraciados en minoría, eran rehabilitados a la sociedad para la correcta crianza que sus padres debían brindarles. Los que, en cambio, demostraban poseer una cantidad ingente de defectos graves eran inhumanamente arrojados al vacío luego de recibir una inyección letal que adormecía hasta detener todas las funciones cerebrales y cardíacas. Pero no llegaba hasta aquí el poder de los Jueces: eran pontífices, cada uno en su período de solicitud y lucidez, en cuanto a temas materiales e incluso espirituales. Dado que la religión en la nave era un asunto para el estudio mas no para el adiestramiento, los Jueces muchas veces se vieron obligados a abandonar sus ataduras prosaicas para enlazarse directamente con el deber Divino, uniendo matrimonios con rituales cristianos o musulmanes, separándolos, debidamente, luego de un tiempo y castigando simbólicamente a quienes ultrajaban el derecho de pertenencia de los demás. Eran partes fundamentales que ligaban grano con grano, idea con idea, maquinaria con necesidad y funcionalidad con inflexibilidad. Pero por sobre la cabeza —y el poder— del Juez estuvo, algunas veces, una figura partidaria a realizar la misión sin errores, inmiscuyéndose lo menos posible con la clase trabajadora de la nave, irrumpiendo en la vida cotidiana de los mismos de forma esporádica y por necesidades obligatorias que su jerarquía imponía: el Capitán. En la historia del Indómito Pedazo de Mierda hubo dos simas políticas a destacar: la primera fue producto de lo planeado; la segunda, la resaca que trajo la marea. El señor Paradis, seguro y serio, adusto y amanerado, es para mí poco menos que una figura heroica en tiempos donde lo último que se requería era probar el arrojo de los hombres. Mis padres nunca se cansaron de relatarme las peripecias de este señor que, enardecido por el contaminante aburrimiento de una tarea inacabable, hilaba y deshilaba las más controvertidas situaciones. Indomable y orgulloso, siempre con su tesitura sospechosamente homosexual, sin ser esto segundo un comentario prejuicioso sino, más bien, informativo, tomó contadas veces la decisión unánime —por ser suya— de desviar el curso del trayecto para corroborar la dimensión y geografía que los astrofísicos y astrónomos habían decretado desde sus puestos de avanzada en la Tierra.
Alegremente incrédulo ante la simple idea de tener que llevar el mando hasta legarlo poco antes de morir, el señor Paradis disfrutó de la nula vigilancia de los gobiernos y surcó el infinito a sus anchas hasta agotársele las ideas. Su muerte fue decretada por un gremio anarquista formado en la nave: sus miembros —el médico, el farmacéutico, y los sicarios de ambos— querían formar un Parlamento unicameral para discutir los pormenores con todas las jerarquías de la nave, y no sólo con la oposición —siempre en boga— del Capitán. El Juez de aquel entonces ante la desalentadora idea de tener que procesar a los miembros más indispensables del equipo operativo optó inteligentemente por hacer creer a todos que había sido un accidente. Adiós, señor Paradis. Ante semejante fechoría, los guardias —contados pero selectos— se amotinaron y quisieron impulsar sin éxito un golpe de estado. La tarea de responder las misivas de la Tierra que antaño caía en responsabilidad de los representantes del Ejército Internacional fue derivada al gremio agricultor por ser éste de mayor relevancia para la subsistencia. Al final, gracias a una fortaleza civil implacable, los guardias fueron despojados de su poder.
Los años cruzaron la inmensidad sin conocer capitanes. El Juez, luego del Parlamento, tomó las riendas de las decisiones de escala jurídica y los tripulantes de navegación de mayor escalafón las de índole técnico y práctico para lo que significaba la misión. El período de vacío gubernamental no hizo mella en la sana evolución de la comunidad. Como sectores autónomos, lejos del Parlamento y del poder intraspasables del Juez, los técnicos, los científicos de distintas ramas y los tripulantes no operativos, siendo éstos últimos niños e incapacitados, llevaron sus propias ideas a muelles distintos sin por esto entrar en conflicto. Un próspero cuadrilátero donde afloraban novedades y mejoras en cada una de las cuatro esquinas.
Sin embargo, veinte años de actividad idílica, política, científica o íntegramente ociosa, no pueden borrar lo subrayado: faltarían décadas para llegar al borde del siguiente sistema planetario. A raíz de esto y de mis estudios previos a mi especialización profesional asignada y obligatoria dentro de la nave, evoco en estos momentos desesperantes el recuerdo de Pedro el Ermitaño, que promulgó en los albores de las Cruzadas a los más humildes el fervor de proteger la Ciudad Santa. Reunió una armada de pecadores que quisieron lavarse las manos con armas que ni siquiera tenían. Trazaron rutas erráticas por Alemania, Hungría y los Balcanes hasta ver en la distancia Constantinopla. En su viaje triste y mustio, marcha mecánica de engranaje gastado, túnicas sucias de plegarias pidiendo y nunca dando, preguntaban a cada viajero peregrino si acaso esos tejados que se veían bajo la luna próxima era Jerusalén. Vigilados de cerca por la incordia de la pasión ignorante, navegaron el Bósforo con ayuda de Alejo I, sólo para morir en manos de los selyúcidas. Pedro y algunos regresaron a Constantinopla con el golpeteo de la derrota en la nuca. Nunca habían visto la ciudad a la que querían salvaguardar.
Cualquier poblado era en verdad Jerusalén. Una capilla, una efigie: un salmo. La nada no deja de serlo sólo por verla. Pero ya es demasiado tarde pretender, no diré hacer, que quienes enviaron a mis antepasados a esta nevera ambulante, comprendan que la negrura no es más interesante por distante. Conociendo el filo del segundo sistema planetario no se siente uno más cerca de la verdad: sólo más ignorante.
No quiero dejar por la mitad la línea que dibujé con respecto a los capitanes, así como tampoco la cronología del relato.
Arriba mencioné la abolición del más elevado rango como una suerte de tranquilidad laboral y científica, donde cada rubro se abrió a sus anchas, quitando del medio las asperezas conyugales y las disputas sociales de bajo o alto nivel, como una suerte de bonanza. Cierto es que en aquel entonces se vivían nuevas formas y tendencias: la carencia de mandatos supuso una libertad de acción superior pero, al mismo tiempo, un descontrol impune que el Juez no podía atribuir más que a la situación preponderante. Nadie era culpable de que no hubiera una voz que alertara a los tripulantes en no reincidir en irresponsabilidades y desapegos. ¿Por qué, entonces, la nave llegó a un punto de deplorable no retorno cuando se la pensó capaz de perdurar lo máximo necesario? Lo que se había programado a base de energía atómica y con las firmes intenciones de ser un medio de conducción viable para la subsistencia de cualquier género viviente es, hoy por hoy, y como bien lo dice su alias, una mierda destartalada que se desarmaría al penetrar cualquier atmósfera. Si es que no se ha desarmado ya en algún recodo del horizonte. Eso no lo puedo saber.
La tripulación, sin orden, no lograba impulsarse por los móviles iniciales: sin horarios, sin intenciones, además, de esbozarlos, caían en letárgicos períodos de pobreza intelectual y laboral. No obstante, tampoco cometeré el daño de hacer creer que no hubo, por lo menos, algún grupo, reducido seguramente, de veraces e intensos trabajadores. Los docentes albergaban aún su necesidad de adoctrinar; el Juez de sentenciar y los pilotos de tripular. Los agricultores y operadores del agua nunca fallaron. Lo que sí falló fue el equipo de reparación del mecanismo de fusión de materia — oxígeno, hidrógeno— para crearla y potabilizarla. Inevitablemente llevó esto a una confrontación entre ambos grupos: operadores e ingenieros. La debacle no duró más que un par de careos con un jurado integrado por un miembro de cada colectividad profesional, pero a causa de este breve lapso —una semana— los tanques se redujeron a la mitad proporcional de uso estándar. El mayor error, sin duda, fue no exponer la rencilla al resto; de haber sido así el agua hubiera sido racionada. No fue el caso. Sequía espacial, mencionó el Juez en un atisbo de sutileza metafórica. Murió el 65% de los niños en aquel incidente y cuatro adultos por avanzada deshidratación. La maquinaria de reposición no pudo hacerse funcionar al mismo ritmo que el índice de consumo. Un mes más tarde no hubo agua para verter en las canaletas hidropónicas. Feneció otro 20%. La falta de agua debilitaba las ya de por sí pobres fortalezas humanas para contrarrestar los efectos contraproducentes de las radiaciones emitidas por pésimo mantenimiento de los reactores a causa del apagado momentáneo del sistema de refrigeración. Los médicos comunicaron este agravante a la Tierra…
Y por primera vez fueron conscientes de la distancia: la Tierra no podía hacer nada. El equipo médico puso manos a la obra en conjunto con los farmacéuticos anarquistas y desarrollaron un componente químico que endurecía el sistema inmunológico al punto tal en el que corrían peligro, incluso, algunas bacterias propias del organismo, necesarias para su natural proceso cíclico. Fue utilizada de forma experimental en un caso terminal sintomáticamente similar a los pretéritos: no sirvió de nada. Una vez más el cuerpo humano decidió no comportarse como el de una rata de laboratorio. Restaba cruzarse de brazos; sin embargo, algunos ilustrados, análisis de Geiger—Müller previo, expusieron una idea convincente: clausurar las habitaciones de los reactores y todo el sector de la nave inseguro a los mayores niveles de radiactividad. Sólo recorrerían los pasillos infestados quienes tuvieran un deber técnico o científico y el permiso neutral del Juez, siempre presente pero nunca opinante en lides extendidas a otros rubros de la sapiencia. Como una bóveda mortuoria fueron selladas las puertas secundarias del sector, apagadas las luces para un menor consumo de energía y tapiadas con planchas de metal los respiradores provenientes de aquella zona prohibida, mencionada por muchos con el aire enigmático de las catacumbas. Al reducido espacio sobrevino espectacularmente un ataque masivo de claustrofobia. Una rama del pánico, en igual escala pero menor potencia, se extendió por las pocas familias de más de dos miembros.
Se acostumbraron. Y pasaron los años…
La segunda y tercera generación nació y creció en un mundo de aluminio y aleación; de aromas de plástico y sudor. Cincuenta años después de haber avistado de cerca Marte y su turbulenta superficie roja, la vida ya no era igual. Los conceptos uniforme, rango, especialización o misión “siguiente sistema planetario”, incluso el nombre Astral Rider, fueron siendo atrapados en la neblina de lo informe y abstracto. El Parlamento terminó convirtiéndose en una liturgia para jubilados politiqueros. ¿Qué sentido tiene colocarse un uniforme raído? ¿Qué sentido tiene respetar un protocolo que obstruye el procedimiento rutinario? ¿Qué sentido tiene llamar a una nave por su nombre de bautizo si la misma se comporta más como una mula que como un pura sangre? ¿Qué sentido tiene todo si al fin y al cabo sólo nos queda la quimera y la mitad del espacio habitable del estreno? ¡Eh, porque lo segundo no fue una quimera! La reducción de área se hizo notar en la convivencia y lo sé por las fuentes. Las trifulcas vecinales se hicieron costumbre y fueron ganando popularidad como eventos sociales de interés. Los adolescentes no distinguían etnia, idioma o cultura: el sexo era su vía de escape a tanto aburrimiento. Lo tradicional era encontrar los baños hechos una mugre y de fondo los gemidos apresurados de alguna nueva pareja. Lo subsiguiente: la temprana maternidad y las enfermedades venéreas, el contagio iracundo de padres a padres y las muestras de rebelión por parte de los más afectados: en suma, los menos culpables.
Sin embargo, el auténtico caos que tuvo que vivir la segunda y tercera generación fue el tener que alistarse a una profesión ilustrada por algún “terrano” —mote categórico y separatista impuesto por los jóvenes extraterrestres para con los extintos miembros del viejo linaje terráqueo— tan anciano y olvidadizo en cuanto a sus propios conocimientos que incluso albergaba cierto resentimiento ante la obligación de tener que impartirlos. De las academias salían nuevos médicos, técnicos, y futuros, por qué no, Jueces. Pero de talla mediocre: incapaces de innovar, sufrientes de encuadramientos y encasillamientos de profesiones que, en apariencia, ya no podían ser renovadas. Todo estaba inventado; según los profesores, sólo restaba ponerlo en práctica. Muchos frustrados se encauzaban en largas gestas por la liberación del yugo y formaban conciliábulos donde exponían sus diatribas sociales. Los carteles comenzaron a verse en los corredores a la hora de dormir. “¡Movimiento extraterrestre: hijos de Antares! Exigimos la posibilidad de decidir y ser.” Mi padre formó parte de ese movimiento y me contó que nunca faltaba el extremista que clamaba por la cabeza rodante de algún terrano que se imponía a sus fines. Precisamente por éste motivo jamás los tomaron en serio, y con el tiempo y la maduración mental de sus respectivos miembros la cofradía se disolvió y la diferencia entre terranos y extraterrestres quedó sólo como una distinción de procedencia sin ánimos de ofensa. Todos éramos miembros, al fin y al cabo, del Indómito Pedazo de Mierda y nacer entre galaxias no garantizaba una mayoría de neuronas activas, como la misma experiencia demostró.
El inicio de las sucesivas batallitas se desencadenó después de un acontecimiento que se forjó en la historia de la expedición a fuego lento: un campo electromagnético se interpuso en la senda de los pilotos y los sistemas de comunicación con la Tierra resintieron la interferencia con las microondas de emisión y recepción. En los altavoces de la nave, en cada pasillo, en cada habitación, la actividad se detuvo; sólo se oyó el mugido gutural de las ininteligibles palabras que llegaban audibles. Un minuto más tarde el silencio desató el único nudo del lazo que mantenían con la civilización. Adjudicaron la interferencia a un error del receptor; el Juez dictaminó esto como un fallo por negligencia. Pero todos sabían que la maquinaria era operativa. Un jurado convocado por emergencia sentenció a muerte al operador, ayudante primero del jefe del gremio de agricultores, y fue aislado a una celda cercana al sector de radiactividad. Poca falta hizo bajar el dedo pulgar para asistir al hombrecillo en su destino final: con la piel deshidratada y los ojos purulentos, a las cuatro semanas de habitar en una celda sin otros respiradores que los de la zona prohibida expiró. Este suceso revistió un enigma que duró meses de rumores. Cuando el gremio de agricultores entró en revuelta a modo de protesta con el firme propósito de hacer abdicar al Juez y revelar la poca seriedad de su acción torturando al prisionero que impunemente había dejado desgraciarse hasta morir, los niveles de oxígeno comenzaron su estrepitoso descenso. Hubo un proceso de purga ideológica: comenzaron a manifestarse facciones. Dos caras de la moneda. Los agricultores se cruzaron de brazos y alertaron a la población que no habría vegetación suficiente para refinar el oxígeno. Los civiles que estaban a la vanguardia de las ideas hicieron suyas las horas de sueño con sus barbijos puestos murmurando palabras de revolución y nuevas propuestas. Al poco tiempo los pasillos fueron tomados por una niebla ligera y pegajosa. Las exhalaciones del mecanismo de la nave entorpecían la vida diaria, cosa harto sabida desde hacía tiempo, y sólo aumentando la cantidad de vegetación en los receptáculos hidropónicos podría detenerse el progresivo avance de las toxinas. La fuerza del pueblo es una sola cuando trabaja unida. Aplicaron este poder irrebatible quitándole al Juez su magisterio y otorgándoles a los agricultores la aceptación de todas sus demandas. Entre ellas, un nuevo capitán y la disolución del caduco Parlamento. Su líder agrónomo: Archenar Vega. Agraciado por sus padres, cuya sangre latina hervía en cada expresión, con el poder de una estrella, sólo visible sin artefactos desde el hemisferio sureño de donde provenían, Archenar Vega fue el segundo y último Capitán que Astral Rider acogió al mando; y el portador de todas nuestras desdichas.
Contradictorio en sus decisiones, inseguro en su mando: sus órdenes no fueron las de un Capitán sino las de un Rey. Sin un planeta madre al cual pedir consejo, los tripulantes se sintieron perdidos siguiendo los mandatos de un individuo de pobre estirpe y grandes pretensiones. Hosco de habla y cejijunto de mirada, infundía más miedo que respeto, elementos tradicionalmente asociados, pero muy distantes cuando el vasallo no es imbécil. Mi madre me alumbró en éste período: hoy ya cuento con sesenta años. Abrí los ojos en un hábitat que nunca, in mente, podré abandonar. Nací sin politeísmos o monoteísmos: hablé un idioma que alguna vez fueron decenas. De rituales y tradiciones sólo logré captar lo dicho por los ancianos. Archenar Vega desagradaba a la sociedad y, al mismo tiempo, la subyugaba con su idiosincrasia pueblerina: mantenía al margen las formalidades, como buen hijo de vecino criado lejos del servicio militar terrano, pero cometía la torpeza de violar demasiado el código ético de quienes lo acompañaban abordo. Un sinnúmero de veces lo escucharon decir que al Astral Rider era mejor estrellarlo contra el primer satélite; y asentían con la cabeza como bueyes. Expresó su desagrado para con los jubilados, alegando que eran un estorbo y la sobrecarga era mejor verla flotar a la deriva para luego chocarla con la popa. Yo tenía seis años cuando mi padre —descendiente de altos mandos y, por herencia, especialista en física aplicada— me llevó a una reunión para conocer la sala de mandos. Mi padre no lo sabía, pero uno de sus compañeros había optado por absolver al Capitán de su mando, ignorando, como era de esperar en hombres que no tenían el control del futuro en sus manos, que los demonios astados ven más lejos por tener a su alrededor más cabezas inclinadas. Un anciano que tendría mi edad actual se levantó para iniciar un monólogo cuando dos de los principales sicarios de Archenar lo tomaron por los brazos y lo llevaron hasta un rincón. Lo sometieron a fuerza de puño y le hicieron escarmentar por sus intrigas hasta la muerte. Aquellos dos sicarios fueron, más tarde, encontrados víctimas de sodomía y puñaladas cerca de la zona prohibida. Era una batalla disputada por oposiciones poderosas: el Capitán era el visible, el lícito; los sabios ostentaban otro tipo de fuerza: la que se escurre por los pasillos, abre con códigos robados las puertas, se acerca al camastro y acierta con la daga a poner otro gramo a su lado de la balanza.
En otro orden de cosas, el funcionamiento de la nave fue sometido a prueba luego de largos y regulares apagones. La oscuridad se mimetizaba con la del espacio y sólo los colores de las nebulosas iluminaban los corredores desolados. Los camarotes hervían de susurros clandestinos. Archenar temía una revuelta que se hacía inminente. La tensión entre poderes hacía desigual la capacidad de triunfar sin recibir cuantiosas pérdidas. Deduzco que por este motivo, erróneamente, decidió revalidar su puesto y hacerlo satisfactorio con la legalidad que ofrece le redención. Apareció un día de intensa actividad y comenzó a pregonar por la sala de maquinarias y pilotaje que celebraría un discurso en el salón de reuniones. Tal era su informalidad. Los sabios y sus mercenarios ocuparon sus lugares junto con la plebe ignorante y los esbirros agrónomos. De haber podido las cabezas emanar sus ideas y hacerlas prevalecer sobre el resto, aquello hubiera sido una batalla legendaria. Pero Archenar hizo valer su posición destacada y no permitió que otro se expresara. En su extensa oratoria manifestó su gratitud para con todos quienes le fueron fieles en sus años de liderazgo. Para recompensar sus vicisitudes invertiría el trayecto: volveríamos a la Tierra. El pasmo súbito y general quitó aliento a la informe muchedumbre. ¿Volver a la Tierra? ¿Para qué? Un viejo alzó la voz y con el puño en alto gritó a voz de pregón que nadie ansiaba regresar a un páramo desértico. Que, incluso, aunque viraran y la Tierra no hubiera sucumbido por el desenlace de las guerras, ¿qué sentido tendría si todos correrían el mismo destino de la guadaña, separados por una distancia de al menos ciento cincuenta años? ¡Nadie llegaría con vida! Tergiversaciones varias acaecieron sobre lo dicho por Archenar: sus palabras habían obrado el efecto contrario. Con un dedo perentorio señaló a los problemáticos y sus hombres los llevaron a salas contiguas. El sonido de los azotes alimentó la mudez de los presentes hasta hacer patente la aceleración de las palpitaciones. Nunca nadie más que los poderosos se habían visto envueltos en un acto de tal incordia y agresión. Aquellos extraterrestres, como yo, de mi sangre, no conocían la violencia en tal grado. Habían visto trifulcas vecinales tras gozar con la mujer de otro. Incluso suicidios pasionales o agonías decretadas por los magisteriales, pero… ¿un asesinato en la sala de al lado? ¿Matar a un abuelo de quince nietos? La gente se puso de pie, asustada, e hizo sentir su repudio. Se retiraron del salón previendo futuras represalias por parte del gobernador. Los agrónomos tenían el poder en todos los sentidos representables y simbólicos: el alimento y el oxígeno, la burocracia y la política. Afortunadamente ninguno de los dos primeros puntos fueron tasados a modo de tortura; pero tanto las leyes como los códigos protocolarios se hicieron más estrictos y firmes. Nadie podía alterar su ciclo laborable para descansos. Las conversaciones quedaban depuestas para los momentos de ocio. La nave llevó a cabo el giro de 180º que provocó la avería clave del sistema de velocidad: el destino había sido hilvanado con cuerdas de fuego restallante. La Tierra ¿aguardaría? por sus hijos. Las expresiones artísticas relativas al modo de gobierno eran vistas como un acoso a la estabilidad social. Fueron acusados de desacato quince ingenieros y mecánicos por no vestir el uniforme correctamente. Su pena: un 30% de trabajo extra semanal por tiempo indefinido. El disgusto latente fue exteriorizándose progresivamente; y, mientras tanto, las voces de los intelectuales se hacían escuchar en los reductos de la nave. No podíamos volver con las manos vacías. De regresar sin haber concluido la misión, decían, nos ganaríamos el rechazo popular. ¿Queremos eso, darles a nuestros descendientes el epíteto de parias? Vivimos décadas sin nadie al mando. La franqueza y honestidad de nuestros móviles como comunidad siempre se interpusieron a cualquier expolio o acto delictivo, ¿por qué dejar atrás nuestro derecho a elegir? Volver es degradarse: somos extraterrestres.
Cumplí veinte años y los acordes de la primera sinfonía sangrienta se estaban rasgando. Los rebeldes, guiados por los intelectuales supervivientes de la rabia represora, con el ideal presente de que retornar a la madre patria sólo era una revelación de los deseos de Achernar, se hicieron con las armas de los antiguos y olvidados soldados del Ejército Internacional. El secuestro se efectuó con mi ayuda en las horas de sueño: violamos las cerraduras viejas y el sistema de vigilancia por cámaras con relativa sencillez. Los censores térmicos habían dejado de funcionar hacía un siglo. Los mecanismos de autocierre y alarma también. Fue tan sólo abrir la puerta, acceder al Arsenal, llevarse todo en bolsas y cerrarla como si nunca hubiera sucedido nada.
Así comenzó la guerra.
Limpiamos las balas con el improcedente amor de los poetas. Lustramos los gatillos y los cañones. Ver aquellas muestras de fuego primigenio ardiendo en nuestras entrañas nos provocó una nerviosa necesidad de corroborar nuestra masculinidad. Guardamos el arsenal hasta que los sabios dieran su visto bueno. En aquel entonces Archenar se ocupaba regalándole sueños imposibles al pueblo. Su discurso preferido y el más ocasional hacía referencia al futuro placentero que les esperaba a sus restos mortales y a sus descendientes. La sola idea de sentir mis huesos vertidos en una fosa de tierra, material avistado pocas veces en los laboratorios de los agrónomos, me apabullaba a tal punto que, precisamente, ese miedo era un acicate para mi rebeldía hacia el ideal impuesto. El aroma húmedo y su tacto áspero y frío me repugnaban. Muerto, mi único deseo era flotar en el cosmos. Muchas veces reincidí en mi deseo, comunicándoselo a mis padres para que lo llevaran a cabo. La sombra de la duda rellenaba sus arrugas.
Muy distinto al apocado joven supersticioso era cuando traspasaba el umbral de nuestro camarote, tan pequeño y destartalado. Una cama de una plaza para tres personas. Cumplida mi mayoría de edad hacía rato, a modo de retribución, le ofrecí a mi padre la total disponibilidad del lecho. Antes nos turnábamos al lado de madre, algo inaudito siendo padre su marido y yo su hijo. Les prometí que me enlazaría con una mujer de la casta de los Ofiuco y nos estableceríamos en alguna habitación del piso alto, donde está —si aún existe— el domo abovedado y pueden contemplarse las providencias. Todo era mentira. Todo, excepto mi miedo a morir.
Bosquejamos en secreto conciliábulo la mejor manera de tomar el control de la sala de pilotaje. Los sabios nos alumbraron con sus querellas murmuradas entre sí: había que actuar deprisa, sin detenerse, sin pensar en futuras consecuencias. El Astral Rider tenía que voltearse una vez más para proseguir su curso para el cual fue concebido. Pasaron algunos meses hasta que pudimos urdir lazos entre los camaradas que voluntariamente se habían ofrecido como guardias de Archenar para vigilar los pasillos. Algunas semanas más se esfumaron entre nuestras manos vacías hasta que maquinamos las tareas y su debido orden de ejecución. Sólo días para despedirnos de nuestras familias y tomar aire. Horas para vencer al miedo y creer en un futuro mejor. Apenas minutos para arrepentirnos, víctimas de la vergüenza y el orgullo extraterrestre. Exoneramos nuestras cadenas con los sabios y prometimos salvaguardar sus identidades para no enviarlos también a ellos a la muerte en caso de ser capturados: los ancianos eran la luz y, como tales, tenían que seguir de pie incluso cuando nosotros, los jóvenes, cayéramos sin remedio al frío espacio maternal. Enfundamos con nerviosismo las armas de fuego y arremetimos hacia el corredor de salida, a oscuras, con una sola palabra entre ceja y ceja: triunfo. Contábamos con quince células, todas compuestas por un número aproximado de cinco o seis rebeldes: a la misma hora, en todos los rincones recónditos y prohibidos de la nave, se oyeron los pasos estrepitosos de los que iban a encontrarse con la apertura de una nueva Era. Infaustamente recordé, sin remedio, la humedad de la tierra, su granuloso tacto y el contaminado aliento del viento que la acariciaba: imaginé mi cuerpo corrompiéndose en aquel ambiente y me horroricé. En uno de los pocos baños comunales sólo para hombres hallamos al resto del enjambre aliado. Pensábamos como uno solo. Dirigimos nuestros pasos sin cuartel hasta la sala de máquinas y detuvimos el mecanismo funcional que mantenía en marcha los espolones de popa y proa. Mantuvimos encendidos los de estribor y babor para luego, una vez tomada la sala de pilotaje, producir el lento giro sobre el eje. Yo, apostado para hacer guardia en la entrada, fui uno de los primeros en recibir fuego enemigo. A causa del silencio que provocó el cese del movimiento en línea recta fuimos cercados por un pequeño grupo de soldados entrenados recientemente por la presunta elite de Archenar. Salimos airosos tras disparar varias ráfagas que fueron a perderse en paredes y puertas. No habíamos recibido entrenamiento y los fusiles eran viejos. Teníamos las balas contadas y una puntería horrible; pero nuestros conocimientos se elevaban del arte de la matanza y aterrizaban de lleno en el de la estrategia. Sectores abandonados nos saludaban a nuestro paso fugitivo con los gritos sobresaltados de nuestros perseguidores siguiendo nuestro rastro. Abandonamos la esperanza de hacernos fuertes con los fusiles y apelamos a la astucia y la velocidad: en defensa propia, debo aclarar, ambos elementos me fueron útiles para esconderme rastreramente cuando intuí que la causa estaba perdida. Otros, sólo más veloces, fueron atrapados poco antes de llegar a la sala de pilotaje, donde Archenar hacía guardia con el resto de su legión.
Condenados a muerte. Esas fueron sus palabras el día posterior al ataque que él designó como terrorista. La juventud entera sobre el cadalso. ¡Muerte a la cuarta generación!, bramaron sus hombres más leales a modo de vitoreo. Yo estaba entre los inocentes. Me desvistió el repudio generalizado de quienes desde el estrado de los culpables me observaban. Ofrecí mi vida como un cordero se abalanza sobre el cuchillo del fariseo. Absurdo sacrificio. El depuesto Juez, ya viejo y maltrecho, los médicos, los farmacéuticos, los operadores, los ingenieros mecánicos y científicos, los propios científicos: padres y madres de quienes habían sido señalados por la suerte injusta —todos— alzaron sus manos cuando los viejos insurrectos, sabios entre sabios, esperanzados por la salvación, irguieron a la masa como una sola para arremeter con la ira del cometa.
Fui absuelto para no echar más leña al fuego. Castigado con el epíteto de cobarde, nada más. Nada menos. A la semana, ya procesados todos los culpables, se iba a llevar a término la pena genocida. Iba a ser un festín público para que nadie osara recobrar aquel brío díscolo y utilizaran las mermadas fuerzas para faenas lícitas y cooperativas. Los milicianos de Archenar se frotaban las manos de ansiedad: querían ser los primeros en implementar aquellos fusiles en desuso para su fin verdadero. La ejecución del mandato divino: dador de vida, cosechador de muerte. Todo había sido dispuesto como en los cumpleaños o las bodas: un espectáculo inigualable. Los padres que iban a presenciarlo penetraron en el inmenso refectorio vacío de mesas y sillas, y se posicionaron en sus sitios diestramente escogidos para el procedimiento de liberación. Cincuenta y cinco jóvenes; cuarenta guardias, incluido Archenar; doscientos varones de edad madura con intenciones de ajusticiar al tirano; y los ancianos ilustrados mimetizándose con el batallón, acechando y recordando. Al menos aquella vez, yo estuve ahí para levantar mi porra. El epíteto de cobarde, pensado indeleble, se borró con el primer cráneo roto. En el fragor de la batalla, diezmada la primera línea guerrera a causa de las balas, algunos jóvenes asaltaron la retaguardia del enemigo mientras otros huían para refugiarse. Archenar exhortó a sus hombres a la retirada temiendo lo que sus ojos habían corroborado: el fin de una guerra que no le concedía la victoria. Los cadáveres retirados fueron ofrecidos en un ritual reservado, de aquel entonces en adelante, únicamente para los bravos caídos en batalla. Anotados sus nombres en láminas de aluminio, los cadáveres, a diferencia de otras veces, fueron guardados en los refrigeradores del piso más austral del Astral Rider. Eran héroes. O padres. Para el caso, lo mismo. Recogimos y agrupamos las armas de los caídos del bando contrario y nos vimos en la difícil tarea de asumir que estábamos tecnológicamente atrasados en cuanto a defensa y ofensa. Aquellos treinta soldados —diez habían perecido— de Archenar pronto se doblarían en cuanto avisaran de su suerte a sus compañeros aislados en el Hemisférico, una pequeña estructura anexada a último momento cuyo único acceso solía estar bien protegido. Su objetivo era el de vigilar el movimiento de los astros; ahora, vestido de bastión, el de oír las palabras que reclamaban venganza. En esencia: un hombre con fusil, entrenado y a una distancia prudente, equivalía a diez de los nuestros. Pero nosotros éramos más. Muchos más; y utilizamos esa fortaleza para hacer desaparecer de nuestros corredores a los marginados que habían azotado al pueblo en un momento que ya parecía remoto. El Hemisférico era su sitio: rara vez salían de ahí; y, si lo hacían, era para recibir atención médica o reclamar una parte de la comida generada por los cultivos hidropónicos que les correspondía. Los nuevos agrónomos, biólogos en su mayoría, acudían a este pedido sin mezquindades: sólo pedían algunos consejos a cambio. Era en beneficio de la comunidad, musitaban con una sonrisa gélida.
Sobrevino, más o menos un mes después, que el Astral Rider no pudo recuperarse del segundo giro abrupto de 180º. Letárgicamente, como un enfermo agónico lindante al valle de las sombras, la nave mantuvo su silencio y su escasa luz en los corredores a lo largo de quince interminables jornadas. Se perdieron cultivos; el oxigeno, contaminado, tuvo que ser depurado en su totalidad, tarea harto consumidora de energía mecánica y humana. El pavoroso semi-apagón alimentó el temor de los núcleos familiares y durante aquel reinado de niebla todos se exiliaron en sus propios camarotes, saliendo lo imprescindible por miedo a toparse de frente con algún hombre de Archenar. Pero lo cierto es que éstos no eran guerreros de ley. Tan asustados como los civiles, urdían planes de defensa para que nadie traspasase sus murallas. Se supo de familias que, una vez recuperada la nave, tuvieron que hacer uso de baldes para transportar las heces que se habían acumulado entre las literas.
Pasaron, perezosos, tiempos de pequeñas guerras y desidia. Cuando el miedo quedó atrás y Archenar recuperó su seguridad y sus ambiciones, comenzó a movilizar sus patrullas a corredores antes impensables. Varias veces me topé con presencias hostiles que me estudiaban desde el otro extremo del corredor para luego, ya satisfechos con su certeza, echar a correr. Corrían. Corrían como bestias. Pocas veces iban armados. Quienes portaban fusiles los habían robado del arsenal de Archenar por miedo a verse vulnerados por fuerzas opositoras.
Los años de guerrilla se situaron en la historia de la expedición como un episodio sin buen término. Los cadáveres amanecían sobre las aguas de los cultivos hidropónicos, contaminando el único componente sano y exclusivamente regenerativo de la alimentación, mermada, por cierto, hacía ya décadas. La cerrazón galáctica se internaba con mayor frecuencia en la nave. Los apagones duraban semanas enteras. Sólo se escuchaba la reverberación de los cristales blindados cuando un disparo era proyectado hacia su blanco. La población disminuyó y la natalidad se volvió nula: la cuarta generación era, de entre todas, la decadente, recibidora de una nave de mierda, un sistema político de mierda y una situación sociológica y psicológica que, para no defraudar al convencimiento, era una increíble mierda. Desmayado por la rutina y el ocio, enfrascado en mis tareas maquinales, autómatas, de llevar de aquí para allá encargos u ofrecerme, de tanto en tanto, para tareas de bajo rango en los consultorios médicos, contraje matrimonio con una jovencita de la casta de Ofiuco. Era, además del temor a la muerte que en épocas de rebelión sentí, la primera verdad de entre todas las mentiras enunciadas. Sustraer hasta aquí mis vivencias privadas no haría más que provocar una digresión fatal a la información hasta este momento otorgada. No obstante, de aquí se desprende una sucesión de acontecimientos radicales: cambio de camarote, paz y un cierto arraigo a nuevos —en mí— ideales burgueses. Que las guerrillas se hicieran solas. Que a los muertos los lloren sus familiares. Que la nave se vacíe de una puta vez. Que jodan lo que quieran pero no se metan con lo que no es suyo. Un sinfín de razonamientos egoístas e individualistas que emergían por mi boca mucho antes que pudiera terminar de pensarlos.
De forma regular anunciaban los tripulantes de proa que se redoblaría el tiempo para llegar a destino —¿qué destino?— a causa de los desbarajustes en los motores de popa que por motivos inexplicables se sometían a largos minutos de autonomía, provocando una desaceleración total. Se sospechó de Archenar: luego se descubrió que la nave hacía lo que quería. Daba igual, pensaba en mi fuero interno, de todos modos hemos logrado lo que nos propusimos; y esto era no regresar a la Tierra.
Hasta ahora nunca se me ocurrió pensar qué tanto mejor vivirían mis descendientes, que no tengo, pero es por decir algo, en un trozo de metal que va dejando sus restos al pasar como si se desarmara por el mero roce invisible de la inercia. Nunca se me había ocurrido siquiera concebir otro destino para mis hijos: era natural en mí despertar cada ¿mañana? con el ronroneo de los intercomunicadores informándome acerca de las tareas de la jornada que aguardaban a ser cumplidas. Descender mis pies hasta la alfombrilla harapienta y salir del camarote con los suspiros silentes de mi mujer aún dormida. ¿Qué era para mí la Tierra? Más arriba creí certero asegurar que nadie se iría a navegar el cosmos luego de haber visto posarse el sol en un bosque mediterráneo. Finalicé dicha frase con un “supongo”. Pero es más fuerte el que lo crea que el que lo suponga. Sin embargo, sólo es una cuestión estética. Mi odio hacia la tierra como elemento que compone la superficie del planeta es incuestionable. Con toda certeza sería inviable mi alegría en aquel manantial de descomposiciones biológicas. A duras penas pude soportar transportar los muertos que quedaban de las guerrillas. Imposible es decir poco si tengo que catalogar el nivel de eficacia con el cual muchas veces evadí dichas responsabilidades. Entonces, si odio la tierra húmeda, granulada, ¿cómo soy capaz de enamorarme de fotos roídas por el tiempo? Fotos que mis bisabuelos conservaron con amor descansaban en mi armario, heredadas por parte de mis padres fallecidos. Las arrojaba sobre la cama y las posicionaba en distintos ángulos para recomponer una composición nebulosa de aquel planeta madre del cual no tenía recuerdos auténticos: sólo ajenos. Para mí aquellos atisbos de la realidad no tenían nada que ver con la mía. Un extraterrestre rodeado de caos y convulsiones sociales y políticas, ¿cómo podría imaginar una ciudad más que a través de la imaginación, activa por descripciones orales o relatos populares? Me sentía más propio de Marte por su áspera y aniquiladora superficie que de la suave y vívida Tierra. ¿Era yo, acaso, un ser insensible a la belleza natural? No: era un extraterrestre. Un ser del otro extremo del confín. Nada me ataba a los límites políticos de las naciones o a las etnias tribales o civilizadas que pugnaban por hacerse con la vigencia exclusiva del poder. Desconocer la forma de un animal no es, en tanto, tan terrible como ignorar sus movimientos, el influjo primitivo de su mirada, de sus costumbres: de su jerarquía involucionada pero aún embravecida y nada derrotada. Agonía es no entender lo que significa disfrutar del aroma de la hierba húmeda que augura tormenta; y yo entendía.
Con el tiempo hice mío el término y lo abarqué como nombre. Agonía es mi nombre. Ignorante cabalgador de astros, alguna vez me tuviste tiranizado por tu letárgica letanía sin rumbo fijo ni objetivo concreto. ¿Buscábamos vida extraterrestre o acaso sólo la posibilidad de colonizar un planeta? Ninguna de las dos cosas: alargábamos nuestro porvenir, fuera éste benéfico o nefasto.
Era nuestro mundo viajero.
Negábamos la colonización por dos motivos claves: a) descender a una superficie habitable nos parecía tan simétricamente horroroso como regresar a la Tierra y b) no disponíamos de los elementos necesarios siquiera para erguir un puesto de avanzada. Y negábamos el contacto con otras razas extraterrestres por desinterés. Si no conocíamos a los de la nuestra, ¿qué sentido tendría el creer que llegaríamos a un acuerdo tácito de paz con aquellos desconocidos si apenas lográbamos tener armonía en nuestro pequeño ecosistema humano? Llegué a creer que éramos ermitaños malvados carentes de toda aspiración: sólo viles embusteros haraganes que vegetaban a costa del sueño de otros que dieron su vida por un fin honrado. Mi estadía obligada en el Indómito Pedazo de Mierda reforzó esta, en principio, débil percepción.
Los soldados de Archenar seguían presos del servilismo al cual su amo les había acostumbrado. El Hemisférico era un recinto sellado incluso para los médicos. Pero quiso el destino que esto cambiara… para mal. El hacinamiento, la malnutrición y la suciedad, según había indicado uno de los doctos del cuerpo humano, habían propagado con velocidad una pandemia de pronta evolución. El informe que éste mismo señor expuso ante el resto de médicos señalaba el estado higiénico del Hemisférico como lamentable. Se entretuvo manifestando su desagrado ante los fétidos aromas que arrojaban las habitaciones hacia el pasillo. Remató la gracia anunciando que Archenar y los suyos estaban destartalando el Hemisférico, quitando paneles y cables, para echarlos a una pira que mantenían encendida constantemente. ¿Qué locura era aquella?, preguntó uno de sus compañeros, atónito. El ingenuamente divertido disertante no supo contestar a la inesperada amargura de su compañero. Que sí, acertó a decir al fin, que utilizan fuego para mantener el calor en su bastión: lo alimentan con todos los elementos combustibles que tienen a su alcance. Ese frío, continuó, está ligado de alguna manera a la fiebre que afecta a los habitantes del lugar. Calló y lanzó una mirada hacia arriba. Muy hacia arriba, como si quisiera observar los pies de Archenar andando entre sus camaradas para darles ánimos y fuerzas. Con cuarenta años, yo seguía siendo un sencillo mandadero que colaboraba una magra cantidad de horas con el único fin de recibir su ración diaria de comida; pero esto me sirvió para atestiguar la noble decisión unánime del equipo médico. Todos visitarían las puertas del bastión y ofrecerían su colaboración para diezmar la plaga. Temían el contacto humano con Archenar, pero más temían la propagación de las fiebres en el resto de la nave, tanto o más mugrienta, en proporción, con el Hemisférico. Fue de esa manera que se desenlazó el más inesperado y fatal factor para que se produjera un desentendimiento profesional por parte del equipo médico con todo lo referente a Archenar.
El médico que había arrojado al suelo la idea de ir todos juntos para que los demás la recogieran y la aceptaran, también obró subrayando que el envío de un enfermero para anunciar su pronta llegada a Archenar era una obligación para no despertar la alarma en la presunta facción enemiga. Una impertinencia, sería, sino, el aparecer sin más para intentar curar a los convalecientes aún cobijados tras su honor frustrado de guerreros mal adiestrados en las lides de la batalla. El joven enfermero, dispuesto, marchó con las palabras que el médico le había confiado grabadas a fuego. Nunca regresó: ni al día siguiente ni a la semana entrante. En principio, el equipo había optado por no subir por cuestiones protocolares: sin respuesta afirmativa, era arriesgarse vanamente. La ausencia de réplica encumbró la incertidumbre.
Si el físico de la nave, el único que había sobrevivido a la purga de la cuarta generación, ya entrado en años como yo, no hubiera visto desde su centro de observación el cuerpo flotante del enfermero recién arrojado al abismo, ¿los médicos hubieran esperado eternamente? Archenar envió a uno de sus hombres para pedir disculpas y relató los hechos con la mayor franqueza posible… en él. Todo había sido un accidente, se disculpó también el heraldo. Un error. Pensamos que era un enemigo, un espía. ¿Un espía?, indagó el médico planificador, absurdamente insultado en su buena acción. No lo conocíamos, ratificó el otro; y con una breve disculpa, rehizo el camino andado hasta el Hemisférico. En el camino fue capturado y asesinado por la familia y los amigos del enfermero. Arrastraron el cadáver por los pasillos, trayendo la sombra de la peste sin saberlo. Pregonaban a voz ardiente que el fin de la guerrilla estaba por llegar. Que se enlistaran quienes tuvieran los “huevos bien puestos”, obtusa expresión ampliamente terrana, y se presentaran en la sala de maquinarias: se innovarían nuevas armas si hacía falta. No faltaban inventores para el arte de la muerte cuando la vida de los inocentes era la víctima. Cuando la familia, encuadrada por otros hombres, traspuso el umbral de mi camarote arrastrando el cadáver con un barbarismo siniestro, empujé suavemente a mi mujer hacia atrás, sin saber que la estaba salvando, sin efecto, pero por instinto, de la guadaña que no se previene ni se contraataca: sólo se padece. Un pequeño batallón de guerra floreció en la nave y marchó con distinción por los corredores para presentarse como los nuevos guardianes. Todos jovencitos e inexpertos que querían reforzar su hombría. Los extraterrestres no nos diferenciábamos demasiado de los terranos en lo primario: la sangre nos hervía de emoción por el odio y el amor. Salvo la cultura, que no teníamos propia, y los límites geográficos, que en nuestro caso sólo se encontraban en coordenadas numéricas, nada nos desunía lo suficiente como para hacer propicio comentarios peyorativos entre ambas clases. Huelga decir que ya no vivían terranos entre nosotros. Pero la nostalgia no es óbice para creer aún de pie el puño firme de un anciano indoblegable a las carcomas de los lustros. Incluso, creo, siempre tuvimos un ápice por encima de nosotros a los pioneros terranos. Qué absurdo. Mitos y leyendas…, pero qué reales.
Ver aquel carrusel de rostros inexpertos y, en el fondo, cobardes, me provocó la extraña sensación de estar encallado en la cresta de un ciclo social disputado por períodos casi regulares en épocas inexplicables. Armados aquellos vagabundos de la autoestima con garrotes y cuchillos, sentía más inseguridad que tranquilidad. El desquite definitivo sobrevino el día del famoso ataque triunfal. Los familiares y amigos del enfermero muerto anunciaron a sus “soldados” enrolados que la hora había llegado. Los vi despedirse en el mismo sitio donde había contemplado cómo arrastraban al cadáver del vasallo de Archenar. Observándome de soslayo, sabiendo que no contaban con mi entusiasmo, de más está decir pacifista, el mejor amigo del enfermero que encabezaba la marcha me saludó con una inclinación de cabeza. Tanto circo me hizo sonreír, pero contesté al gesto con el respeto que se le debe a un hombre que busca encontrarle un final a su daño sufrido… y, ¿por qué no?, a su vida. Supe, por el voceo que recorrió las sombras luego del enfrentamiento, que no hubo tal. Los médicos ocultaron todo en la trastienda. Lo sabía todo el mundo y todo el mundo lo negaba. Los médicos, creyéndose únicos poseedores de dicha verdad, decidieron con firmeza no dejarse sonsacar por los curiosos.
Los soldados que habían arribado al Hemisférico, desaparecieron tras los consultorios. Quienes vocearon fueron los obreros que soldaron la entrada del Hemisférico: no habían cadáveres frescos, decían ebrios de atención aunque esto les costase la reputación, sólo un intenso olor a descomposición que databa, sin duda, de muchas semanas. Dado que Archenar y sus hombres estaban muertos, ¿qué sucedió entonces?, se preguntaron todos. ¿Suicidio colectivo? ¿Inanición atada a la soberbia de no querer pedir comida? Irracional creerlo: por comida el hombre dejar de ser hombre, y el orgullo sólo puede ser llevado por imbéciles de dos pies. Los médicos, silentes, quitaron la cortina y dejaron que la luz de la verdad nos quemara los ojos. La plaga estaba entre nosotros. Quienes habían buscado fuerza en el sufrimiento para aniquilar al tirano destituido fueron velozmente incorporados al hospital. Todos los jóvenes de la quinta generación yacían dentro junto con algunos adultos de la cuarta. ¿Quién lo hubiera dicho? Un filósofo de pacotilla, embebidas sus palabras en sustancias etílicas, demostró su encono con la muerte y disfrazó su ignorancia con retóricas indomables: la muerte, según creí entender, se había cansado de nuestros vaivenes y se había dispuesto cercenarnos a todos el pescuezo para no tener que ir y venir cada vez que se nos ocurriese matarnos sin llevarlo a término. Del filósofo sólo quedó su camarote vacío cuando la peste decidió llevarse su alma sobre su lomo. Y, con la fuerza del impulso, prosiguió dejando a su paso de jinete galopante una estela de seres sin habla, de ojos vidriosos, que habitaron conmigo y los otros supervivientes en la prisión en la que se transformó el Astral Rider. En un sitio cerrado las exhalaciones pútridas legislaban los pasillos, convirtiéndolos en túneles directos hacia el sueño inmortal. Poco a poco, los cuchicheos de los camarotes fueron cubiertos por el polvo del mutismo. Las sombras desaparecieron y sólo quedó la luz y la pared. Los médicos cayeron sin mediar palabra con nosotros. Se confinaban en recintos cerrados o iban a parar a la zona prohibida, creyendo que de esa manera el contagio sería menor y el sistema inmunológico podría generar defensas antes de que fuera demasiado tarde. En su afán de santidad sólo lograron perpetuar su solitaria agonía. De los niños sólo tenía misteriosos recuerdos. De la vida, sólo mi existir. Con la pérdida de mi mujer comprendí que estábamos llegando al fin. La velé hasta que sus párpados cedieron a la fiebre y sus manos, hinchadas, no tuvieron el vigor de acariciar mi frente. La perdí sin llorar porque tenía la falsa sensación de que pronto me reuniría con ella. Pero no fue así. Jardinero de un bosque que moría a mi alrededor, adiviné la sentencia que me tocaba: valerme hasta el final con las últimas palabras de los queridos. Sin tripulantes la nave no era operativa; sin agricultores nadie podía comer; y fue de éste modo que la peste le otorgó protagonismo a otros factores decisivos. Quedamos, para nuestra sorpresa, los más mediocres en cuanto a profesión y desempeño: los zánganos prescindibles aún nos aferrábamos a la postergación arbitraria de nuestro sino. En un momento dado las luces y los motores se apagaron y no volvieron a encenderse. Sólo teníamos una idea rondando en nuestras cabezas cuando contemplamos el parpadeo de la última luz: ¡faltaba tan poco para arribar al siguiente sistema planetario! ¡Apenas días de arrastrar polvo solar para chocar con la barrera del ensueño que nuestros antepasados nos inculcaron como único fin en la vida! Pero no la alcanzaríamos todos juntos. Los rincones se convirtieron en tumbas. Los enfermos se acurrucaban en los recovecos más apartados y ahí, nómadas, morían con los ojos cerrados, de antemano sabedores de su suerte.
En el fin de todas las cosas que alguna vez conocí, sólo quedé yo; luego de mí, la nave. ¿Hasta donde llegaría este bólido de acero si la perdurabilidad de sus materiales se suspendiera en la eternidad? ¿Acaso podría caerse en las cataratas de estrellas que mis abuelos estimaron saludable describir? ¿Podría internarse en las tormentas electromagnéticas o hundirse en la inconmensurable gravedad de algún gigante gaseoso? ¿Remataría su destino la absorción titánica de un agujero negro en busca de más material para recomponer su estructura química?
Arrastré los pies a lo largo de cuatro semanas creyendo que encontraría la paz si lograba reunir todos los cadáveres antes que la putrefacción les quitara la expresión humana de sus rostros. Sesenta años distan mucho de estar compuestos por la vitalidad de un hombre de cuarenta, más aún cuando nunca se hizo verdadero ejercicio físico. Mi fortaleza menguaba a causa de la pobre ración alimenticia que ingería cada dos días para tolerar el hambre. El agua podrida, donde flotaban aureolas de aceite que fragmentaban los colores, recorría mi garganta rasgándome el interior y produciéndome una descompostura estomacal que dejaba mis nalgas con un ardor de hierro al rojo vivo. El hedor de los laberintos se intensificaba en la penumbra de los sectores que no tenían ventanas. El nivel de oxígeno, lo supe por mi dificultad para respirar, descendía. No tanto porque yo lo consumiese, sino porque se mezclaba con los miasmas del sistema mecánico de la nave. La rutina que llevé a cabo consistía en recopilar datos pasados y en recorrer sectores que antes me estaban vedados. Alcancé sin orgullo el asiento que alguna vez había ocupado el Juez y leí con atención todos los tratados y papeles. De las mil leyes que se habían promulgado, ninguna se había llevado a buen término, siendo vigentes la anarquía y el despotismo. Tantos números codificados, tanta enumeración de leyes ajadas y depuradas, tanta burocracia sacudida y asesinada, para que, al final, venciera el mismo viento que respiramos desde el día de nuestro nacimiento. La desazón que me acometía pudo servirse de todos los cotilleos que el añejo magistrado había anotado en su época de servicio. Me sentí peor que un correveidile al hurgar en el pasado y el recuerdo de individuos sin gloria ni paz, pero no podía culparme: tenía la confianza de ser el siguiente. Infidelidades, atracos, mentiras y engaños: no había ningún ciudadano extraterrestre que pudiera ostentar un legajo impecable. Cierto es, hay que decirlo, que el Juez incluso anotaba penas y correcciones a nimios crímenes y que, por añadidura, jamás claudicaba su sentencia en la gran mayoría de los casos, dejando el asunto en una simple conversación a puertas cerradas con los implicados.
El Hemisférico se me apareció como la cabeza de un lobo de cuya boca manaba el aliento de la peste. Anduve por sus corredores como si hubiera caminado por la casa de la Parca. En mi solemnidad, con un mendrugo de pan mohoso que había encontrado en las bodegas, recorrí las habitaciones de paredes desnudas, sin paneles, y sentí la reverberación de la agonía y el miedo. La opresión capturó mi pecho y me quitó el aliento. Sin hambre, guardé el mendrugo en el bolsillo y continué mi pesquisa hasta el escritorio donde Archenar había estado anotando su bitácora. Pobre, pobre infeliz. De haber sabido el nefasto destino que sus canalladas le habían reservado, hubiera quedado postrado suplicando perdón. Su orgullo y el de todos los hombres que le siguieron fue la causa de la defunción de toda una raza. Recuerdo haberme sentado detrás de aquel escritorio, leyendo con la luz de las nebulosas, cuando la nave se detuvo completamente. Alcé mis ojos de las escrituras de enmarañada caligrafía. ¿Acaso el motor del Astral Rider había resucitado? ¿Acaso, en algún lugar, vivía un reducto de seres humanos que controlaban, desde algún lugar, quien sabe, la zona prohibida, el funcionamiento de la nave? Descarté las ideas a medida que las iba esculpiendo: cuatro semanas gritando y peregrinando en los pasillos no puede dejar exento a nadie de la revelación de mi presencia. Salí del Hemisférico con el corazón en el puño y los ojos abiertos de desconcierto. Una nave que recorre el espacio a una velocidad similar a la de la luz no se detiene por simple casualidad. Bajé escaleras, traspuse escenarios de desolación y llegué a la sala de mandos, luego de cuarenta minutos de subidas y bajadas, traspiés y maldiciones. El cadáver de un piloto descansaba su cabeza sobre el teclado de órdenes. Quité al desgraciado del asiento y lo dejé tirado en el suelo como un títere. Busqué el botón que activaba el micrófono y lo encontré luego de percibir que ningún comando respondía a mis insistencias. Si acaso había gente aún en la nave que de un modo u otro era capaz de producir un desacelere tan grave, entonces sería cuestión de tiempo hasta que me los cruzase. No pensé, en aquel entonces, que de ocurrir algo así, posiblemente no sería mi presencia bien recibida. Ni el alimento ni el agua estaban en condiciones de ser repartidos. Un zángano de mi talante sólo hubiera simbolizado un impedimento. Escuché unos pasos a mis espaldas. No temí la singularidad del suceso: quería vencer mi soledad. Giré sobre el asiento del piloto, corriendo con un pie la pierna derecha del cadáver, y quedé frente a una silueta robusta y bien formada que me observaba fijamente. Saludé a aquel sobreviviente. Adelanté una mano para ofrecerle mi ayuda. Quise hacerle saber que si acaso nuestra condición de supervivientes nos colocaba en el más alto escalafón de la selección natural, entonces podríamos acondicionarnos a un nuevo estilo de vida, siempre cooperando. La silueta dejó escapar una frase extraña, incomprensible, gutural, y oteó el corredor que le antecedía, sospechando de otras presencias. Razoné que la soledad vuelve reluctante a los individuos, incluso cuando el peligro es inexistente. Pero, ¿cómo convencerlo de que un vejestorio como yo no representaba peligro alguno? Lentamente, con su voz llenando el aire cerrado de la sala de mandos, levantó una mano en mi dirección. Con una sonrisa y los brazos extendidos, me paré para saludarlo en nuestra fortuna. Recuerdo una luz azul, fugaz, que se hundió en mis pupilas para luego marcharse, como una víbora, entre las rendijas de un respiradero. Mis ojos se acostumbraron a ese azul suave y temí que aquel color hubiera suplantado al resto. Sacudí la cabeza y de mi cabello largo y sucio lloviznó algo ligero y granulado. Bajé la mirada y contemplé una inmensa planicie amarilla. El rugido de unas ondulaciones azules a mi izquierda, más oscuras bajo el celeste perpetuado hasta la línea de la distancia. Vertical, con las rodillas temblando, temiendo que aquel viento fuerte que me arrancaba susurros de las orejas me impulsara hacia las temibles ondulaciones, empecé a elucubrar, a regenerar los recuerdos de mi juventud, de la herencia de mis padres. Las fotos de la Tierra emergieron y desfilaron ante mí. La similitud me dejó desarmado: estaba frente al mar. Caí de rodillas, amortiguando mi confusión, y observé con detenimiento aquel material inmundo denominado arena. Estaba sucio de él: uñas, pelo, ropa. Y el viento me empujaba, me hendía con su violencia. Me erguí con un tesón desconocido y huí lejos del bramido del agua. A pocos metros vislumbré una franja verde manchada de sombras y pilares marrones. Penetré en aquel refugio de mansedumbre y abandoné mis músculos cansados entre dos prominencias grises y duras como el metal. De ellos se desprendía un calor que me adormecía. Dejé caer mi cabeza hacia atrás y vi un disco dorado que refulgía en las alturas. Sonreí, con la lucidez en fuga, y en mi piel quedó sellado aquel mohín rufián, cargado de odio y desprecio hacia ese extraño ser que me arrancó de la nave… No olvidaré sus enormes ojos azules ni la determinación con la cual me devolvieron a la Tierra para alejarme de sus dominios.
Fin
Horizonte quiso ser ciencia ficción de corte clásico. Cuando el relato fue concebido, no pretendía otra cosa más que plasmar algunas ideas «interesantes» en pocos renglones de folio; incluso, en su avance inicial, pudo haberse extinguido mi interés creativo de no haber sido por las esclarecedoras lecturas de los pilares del género, de los escritores que esgrimieron la filosofía como verdadero telón de fondo para sus sobrios altares dedicados al tan lejano como cercano futuro social y tecnológico. Mi mayor temor era verter palabras en sopa fría…, sopa muchas veces recalentada por el microondas comercial, de modo que busqué desmarcarme de la alargada sombra de lo ya visto en demasía y busqué un sendero más personal y posiblemente más confuso, pero mucho más satisfactorio en su conjunto. Durante tres semanas de producción el relato me acompañó a la cama, despertándose conmigo, cenando conmigo. Mi mujer, física aplicada, aportaba valiosos datos para darle un sustento científico al argumento sobre el cual giraban los sucesos: el peregrinaje no podía estar exento de minuciosidad numérica.
En trance, escogía la melodía más «universal» del caos de cedés apilados y regresaba al gélido ambiente de los asépticos pasillos sin luz, al griterío de los tripulantes que resonaban en los rincones de la nave. Lo disfruté de principio a fin, de ahí mi confianza al publicarlo, cosa que no siempre ha ocurrido, puesto que, si no soy el primer satisfecho con el trazo final, no pretenderé que los demás lo adoben con opiniones manidas; y dado que he conseguido una posición, eso sí, humilde, entre los seleccionados, doy mi bienvenida al lector, a todo el que busque perderse entre los tubos de neón de este galeón de acero.
Buen viaje, marinero.
¡Qué extraña escena describes —dijo— y qué extraños prisioneros! Iguales que nosotros…
Platón