Publicado en
septiembre 15, 2015
Bill Patton
Su crimen era abominable. ¿Se haría justicia?
Por Tom Hallman.
BILL PATTON, de 30 años de edad, no tenía planes para la noche del sábado 26 de marzo de 1994. Si su amigo Clayton Rayburn no lo hubiera llamado por teléfono, se habría ido a dormir. Pero Rayburn estaba muy alicaído porque había roto con su novia, y deseaba compañía.
—No hay problema —le dijo Patton, quien vivía en el sureste de. Portland, Oregon.
Una vez que llegó a casa de Rayburn, los dos charlaron un rato, y luego decidieron salir a beber.
Patton condujo, aunque tenía suspendida la licencia de conductor por haber desacatado una orden del tribunal de tránsito. Pararon en una taberna y cada uno se tomó un vaso de cerveza. Después fueron al Videobar Mission, donde compartieron una jarra de cerveza. Más tarde se bebieron una jarra más en otra taberna.
Entonces se le antojó a Patton ir a Bagby Hot Springs, balneario situado 88 kilómetros al sureste de Portland, para relajarse en las aguas termales. Cogieron 12 latas de cerveza, una botella de ron y algunos refrescos, y se pusieron en camino.
Hacia las 7 de la mañana llegaron al balneario y se dirigieron a las tinas. Inmersos en el agua caliente, platicaron y bebieron tres horas más.
MARK PULCINELLO, de 37 años, miró el reloj. Eran las 7 de la mañana del domingo. Se había quedado dormido en el sofá la noche anterior, después de haber conducido un camión de Portland a Spokane, Washington, y de regreso, sin dormir durante la noche del viernes. Había querido volver pronto a su casa de Estacada, pueblo situado en las afueras de Portland, para estar con su familia.
Para Mark, Ramona Golding, de 36 años, y la hijita de ambos, de cinco, eran su vida. La pareja había ansiado un hijo durante diez años. Entonces ocurrió un milagro, al que llamaron Monica.
Mark sintió unos golpecitos. Monica estaba de pie a su lado, todavía en pijama. Su padre vio en ella el vivo retrato de Ramona. La pequeña tenía, como su madre, el cabello denso y castaño, la nariz un poco respingada, las mejillas rollizas... ¡y una sonrisa resplandeciente!
—Ven acá, mi cielo —le dijo, abriendo los brazos y estrechándola con fuerza.
UNOS MINUTOS antes de las 10 de la mañana, Patton y Rayburn determinaron regresar a Portland. Se vistieron, recogieron las latas de cerveza y refresco, así como la botella de ron, vacía ya, y se subieron a su coche azul. Poco después tomaron el camino a Estacada.
A LAS 10:30, Linda Meyer, de 30 años, había convencido a sus hijos, Kenny y James, de seis y tres años respectivamente, de que le ayudaran a limpiar la casa. Cuando Linda los miraba, sabía que un día iban a robarle el corazón a alguna joven. Eran unos niños encantadores, de sonrisa fácil.
El esposo de Linda, al que todos llamaban "J.R.", trabajaba en un aserradero de Estacada. Se conocieron de adolescentes, se casaron jóvenes, y pronto tuvieron familia.
Cuando la casa quedó limpia, Linda les dijo a los niños que se habían ganado un viaje a Estacada. Los llevaría a almorzar y los dejaría elegir un vídeo para que lo vieran esa noche. Luego llamó a Ramona, su mejor amiga, quien decidió acompañarlos, llevando a Monica.
EN LA CARRETERA, Jerry Childers vio aparecer un coche azul en su espejo retrovisor. Había sido chofer de camiones, y tenía la costumbre de utilizar los espejos al conducir. El auto azul iba zigzagueando. Childers aceleró para alejarse de él. Su velocímetro indicaba 95 kilómetros por hora, y aun así el vehículo se acercaba cada vez más.
—Algo le pasa a ese tipo de atrás —le comentó a su esposa, Kathy.
Adelante vio a dos mujeres y tres niños cruzando el carril de emergencia hacia la orilla de la carretera. Al acercarse a ellos, volvió a ver el retrovisor. A unos 45 metros de los peatones, el coche azul se desvió a la derecha y se metió en la cuneta.
—¡Dios mío! —le gritó Childers a su esposa—. ¡Los va a atropellar!
En el espejo solamente se vio una nube de polvo y, luego, unos cuerpos en el aire.
MARK PULCINELLO estaba trabajando en su camioneta cuando oyó el estruendo de un choque. Un accidente, pensó. Los niños van a ir a mirar, y algo podría pasarles. Rápidamente montó en su bicicleta y bajó a la carretera. Al oír el ulular de una sirena y ver luces intermitentes a su derecha, comenzó a pedalear. Luego vio un coche en la cuneta, un auto patrulla... y la pierna de Ramona.
Su mujer yacía en el pavimento, torcida y ensangrentada. Mark la abrazó, pero ella había dejado de respirar. Al ver a Monica tendida en la cuneta, su padre corrió y alzó el cuerpecito despedazado en sus brazos. "¡Mi angelito!", decía una y otra vez. En eso oyó un gorgoteo. Era Linda, luchando por respirar.
Angela Blanchard, agente de la comisaría del condado, estaba con Patton, cuyo aliento alcohólico no le había pasado inadvertido. Al verlos, Mark le gritó a Patton:
—¡Mataste a mi familia!
CUANDO LLEGÓ Craig Durbin, agente de la policía estatal, los bomberos estaban cercando el lugar. Como el accidente tenía relación con el alcohol, se ejercería acción penal contra el responsable. Los bomberos dieron a Durbin un informe de las víctimas: cuatro muertos, una mujer gravemente herida y un hombre con lesiones leves.
Angela Blanchard vigiló al detenido mientras Durbin reconocía la carretera; para dirigir al equipo de reconstrucción de accidentes que estaba por llegar, el agente debía familiarizarse con la situación.
Siguió con los ojos la huella de un patinazo. Más adelante vio una fila de zapatos tenis, y comprendió en seguida con qué violencia la embestida había arrancado del suelo a las víctimas.
—El padre quiere hablar con usted —le dijo uno de los circunstantes, señalando a Mark.
Durbin lo llevó aparte y se sentó con él en una barra de contención.
—Es mi familia —le dijo Mark con voz hueca.
—Lo siento —repuso Durbin, y añadió con delicadeza—: ¿Por qué no se va a casa y le pide a algún amigo que lo acompañe? Luego me pondré en contacto con usted.
Mark asintió con la cabeza, y luego dijo:
—¡No deje escapar a ese tipo!
De izquierda a derecha: James Meyer, de 3 años; Kenny Meyer, de 6; Linda Meyer, de 30; Monica Golding, de 5; Ramona Golding, de 36.
Foto: (Linda Meyer) © Michael Lloyd/The Oregonian
AYUDADO por el sargento Dale Rutledge, Durbin esposó a Patton y lo hizo subir en el auto patrulla. Rutledge decidió interrogar al detenido sobre lo que había hecho la noche anterior, y grabar el interrogatorio en vídeo. Cuando le preguntaron si había bebido, contestó:
—Un vaso de ron... hace varias horas.
Se lo llevaron al hospital para tomarle una muestra de sangre y determinar su contenido de alcohol. Una vez allí, Durbin le preguntó si daría la sangre voluntariamente.
—No —respondió.
Si se atenía estrictamente a la ley, Durbin necesitaría una orden judicial para hacerle tomar la muestra a Patton sin su consentimiento. Pero juzgó que se trataba de una situación apremiante, ya que el alcohol en la sangre del detenido podía disiparse durante las horas que llevaría obtener la orden. Así pues, decidió efectuar la prueba en forma obligatoria. El laboratorio encontró un contenido alcohólico de 0.12 por ciento, muy por encima del límite estatal de 0.08 por ciento.
Patton fue encarcelado y acusado penalmente.
EL FISCAL de distrito Dennis Miller, de 55 años, estaba en casa ese domingo cuando le informaron del accidente por teléfono. Rodeado de fotografías de su propia familia, imaginó con mucho realismo el horrendo cuadro. Tenía tres hijos y dos nietos, y no pudo olvidar la llamada en todo el día. Luego tomó una decisión: en vez de asignar el caso a uno de los 12 fiscales de su oficina, él mismo se encargaría del juicio.
Podía ser un proceso difícil. Si cometía un error o hacía que el juez declarara inadmisible alguna prueba, y a causa de ello se reducía la condena de Patton, nadie lo aceptaría. El fiscal no podía fallar.
EL JUEVES 31 de marzo, un gran jurado encausó a Patton, imputándole cuatro cargos de homicidio impremeditado en primer grado, uno de agresión en segundo grado por las lesiones a Linda Meyer, uno de agresión en tercer grado por las lesiones leves a Clayton Rayburn, y uno por conducir ebrio. Para obtener una condena por homicidio impremeditado en primer grado, Miller debía probar que Patton había mostrado una indiferencia extrema por la vida humana, y que la tragedia había sido algo más que un simple accidente. No era tarea fácil.
El defensor de Patton podía alegar que los peatones iban caminando por la carretera, y no a un lado de ella. Pero un testigo ocular, Jerry Childers, le había dicho a Durbin que las mujeres y los niños ya estaban muy lejos del carril de emergencia cuando Patton los embistió. Linda Meyer, la única sobreviviente, no recordaba nada. Como Miller necesitaba hechos, el 4 de abril fue a la oficina de peritajes, en Portland.
—Por favor —les dijo el fiscal a los expertos—: necesito saber dónde estaban estas personas cuando las atropellaron.
Las matemáticas y la física, más el examen del ADN de unas muestras de sangre, permitirían saber la ubicación de las víctimas. La oficina prometió tener resultados en breve.
Miller se reunió con los familiares de las víctimas para ponerlos al corriente. Patton se quedaría en la cárcel porque no podía pagar la fianza. El fiscal mencionó los cargos hechos por el gran jurado, y calculó que, si declaraban a Patton culpable de todos, podían sentenciarlo a 21 años y ocho meses de prisión como máximo.
—¿No piensa usted negociar una reducción de cargos con la defensa? —le preguntó J.R. Meyer.
—De ninguna manera —respondió Miller.
LLEGÓ JUNIO, y el fiscal se preguntaba: ¿Podrá la defensa encontrar alguna falla que permita al asesino salirse con la suya?
Sabía que Richard Wolf, el abogado de Patton, pediría que no se admitiera la prueba de alcohol en la sangre, por haberse obtenido sin permiso del acusado. También podía recurrir a la "defensa del agua caliente", alegando que su defendido estaba cansado después del baño, y que el accidente se había debido a la falta de sueño. De ser así, Patton podía ser declarado culpable de homicidio por negligencia criminal y estar sólo cinco años tras las rejas.
Si Miller no podía demostrar que Patton había bebido, necesitaría tener preparada otra estrategia. Colocó fotografías e informes sobre la mesa del comedor y se puso a estudiar el caso. Aunque Patton hubiera tenido sueño, concluyó, debía haber sabido que, si no se detenía, iba a herir a alguien. Su vehículo iba haciendo eses. Debió haberse detenido; pero no lo hizo.
El fiscal recibió buenas noticias: los peritos habían determinado que los transeúntes estaban muy apartados del pavimento cuando el automóvil los golpeó. El abogado Wolf ya no podía alegar que las víctimas se habían interpuesto en el camino de Patton.
A PRINCIPIOS de agosto, Wolf visitó a Miller para decirle que Patton estaba dispuesto a declararse culpable de un cargo menor: homicidio impremeditado en segundo grado. El abogado no creía que su defendido hubiese mostrado imprudencia temeraria por la vida humana. Con ese cargo, Patton pasaría menos de 13 años en prisión.
—Eso no es aceptable —le dijo a Wolf—. Creo que tenemos suficientes pruebas de lo contrario.
EL JUICIO comenzó el lunes 22 de agosto. En las audiencias previas, el juez, Sid Brockley, había dispuesto que se admitiría la prueba de alcohol en la sangre. Miller estaba frente a los 12 jurados. Para ganar el proceso tenía que convencer por lo menos a diez de ellos.
Mientras exponía los cargos contra Patton, iba mirando a los ojos a cada jurado.
—La cuestión es esta —dijo—: ¿Conducía el acusado de manera imprudente y con indiferencia extrema? Presentaremos pruebas de que así fue, y les pediremos un veredicto de culpabilidad.
Luego le tocó hablar a Wolf. Después de aconsejarle al jurado que no se dejara llevar por las emociones, agregó:
—No hay lugar a dudas. El señor Patton es responsable de muertes y lesiones... pero no por imprudencia temeraria, sino por negligencia.
Wolf se sentó, y el juez se dirigió a Miller:
—Llame a su primer testigo.
Jerry Childers declaró lo que había visto. Miller aprovechó la parte final de su interrogatorio para anular el argumento del agua caliente.
—Señor Childers, en su experiencia como chofer de camiones, ¿ha visto conducir a personas somnolientas? —preguntó.
—Sí —contestó el testigo.
—¿Hay alguna diferencia entre ellas y un conductor ebrio?
—Sí —dijo, y explicó que los conductores con sueño no van haciendo eses—. Por lo general se desvían hacia un lado, y cuando se dan cuenta rectifican el rumbo.
—Eso es todo —concluyó Miller.
Una vez que Durbin, otros agentes ejecutores de leyes, varios bomberos y personal médico dieron testimonio, Miller llamó a Linda Meyer. Mujer pequeña de cabello castaño, Linda acababa de someterse a una operación en las piernas destrozadas, y necesitó una andadera para llegar al estrado.
—Señora Meyer, ¿recuerda lo que pasó inmediatamente después de que salieron a caminar ese día?
—No.
—¿Cuál es su siguiente recuerdo?
—Desperté en el hospital muy adolorida.
Luego enumeró sus lesiones: fractura de cráneo, de ambas piernas y de la mandíbula. Un miembro del jurado se estremeció.
Miller le entregó una fotografía por conducto del alguacil.
—¿Nos puede decir qué es esta prueba?
A Linda le temblabán las manos.
—Son mis hijos —contestó, bajó la fotografía y rompió a llorar.
—No hay más preguntas —concluyó el fiscal.
Los jurados siguieron con la mirada cada paso de Linda hasta que volvió a su asiento.
Wolf sólo llamó a un testigo: un investigador privado al que había contratado para que grabara un vídeo del tramo de carretera en que había ocurrido el accidente. Era un camino sinuoso, y Wolf pretendía probar que Patton no habría podido transitar por él de haber estado realmente ebrio.
A LA MAÑANA SIGUIENTE, Wolf insistió en que sólo se estaba juzgando un caso de negligencia criminal. Luego Miller se levantó a pronunciar su alegato final: la desgracia no había sido producto de un error. Había 28 lugares en los que Patton podía haberse detenido a descansar si tenía sueño. Pero, en vez de ello, siguió manejando.
Miller miró uno por uno a los miembros del jurado.
—Les pido que lo declaren culpable —dijo.
EL 26 DE AGOSTO, al cabo de dos días de deliberación, el jurado estaba listo para emitir su veredicto. La sala del tribunal estaba atestada. J.R. y Linda Meyer se sentaron en la primera fila, y Mark Pulcinello en la última, rehuyendo a los reporteros.
—¿Tienen ya su veredicto? —preguntó el juez Brockley.
—Lo tenemos —respondió la presidenta del jurado.
Le dio un papel al alguacil, y este se lo entregó al juez. Miller, Wolf y Patton se pusieron de pie en tanto Brockley leía:
—Culpable de todos los cargos.
Los Meyer se lanzaron hacia Miller, que se sintió aliviado y satisfecho. Había hablado en nombre de otros cuyas voces quedaron silenciadas para siempre... y se había hecho escuchar.
El 3 de octubre de 1994, William Patton fue sentenciado a 21 años y ocho meses de prisión. Actualmente cumple su condena en la Institución Correccional del Este de Oregon.
CONDENSADO DE "THE OREGONIAN" (11 AL 15-IX-1994). © 1994 POR OREGONIAN PUBLISHING CO., DE PORTLAND, OREGON.
FOTO DE BILL PATTON EN LA PORTADILLA: © MICHAEL LLOYD/THE OREGONIAN.