¡CON UNA LANZA EN EL CEREBRO!
Publicado en
septiembre 28, 2015
En un extraño accidente, una lanza de metro y medio de largo penetró en el cerebro de un niño. Para salvarle la vida, sus padres tenían que actuar pronto.
Por William Hendryx.
LUANNA STEWART saludó de lejos a su hijo de nueve años, Robin, que jugaba con otros niños en un concurrido prado. Los chiquillos parecían encontrarse a prudente distancia del campo provisional donde se estaba llevando a cabo el torneo anual de tiro de lanza de la Reserva para Indígenas Crow, en el estado de Montana.
El torneo, que data de principios de este siglo, es una prueba de destreza y estrategia en la que se enfrentan varios clanes de los pieles rojas crow. Los participantes arrojan lanzas de metro y medio de largo a un blanco consistente en una lanza hincada en el suelo a unos 35 metros de distancia. Las lanzas utilizadas para tirar tienen plumas que sirven para estabilizar su dirección, y una punta metálica de 15 centímetros sujeta al vástago de madera.
Luanna, menuda mujer indígena de 45 años, no estaba preocupada por Robin. Su esposo, Marvin, de 57 años, tenía un cargo oficial en la reserva y era entrenador del equipo de su clan, y Luanna sabía que le había enseñado al niño las debidas normas de seguridad.
—¡Dios mío! ¡Es Robin! —gritó de pronto la hermana de Luanna, imponiendo silencio en el campo.
Escudriñando la multitud, Luanna vio a Robin andar despacio hacia su padre, con la cabeza inclinada a un lado. Al mirarlo con más detenimiento, vio que tenía una lanza clavada en la cabeza. La punta de acero le había entrado por encima de la oreja derecha y había seguido un curso hacia abajo hasta detenerse en algún lugar del cerebro.
—¡Ay, Dios mío! —gritó Luanna, corriendo hacia el chico.
Dominada por el miedo, pidió entre sollozos: ¡Por favor, Señor, no te lleves a mi único hijo!
Hasta ese momento Robin (cuyo nombre indígena es Águila Conocida) había conservado la calma, pero la reacción de su madre pareció alarmarlo.
—¡Mamá! ¡Mamá! —gritó, con los ojos repentinamente anegados en llanto—. ¿Qué me va a pasar?
De la herida no salía ni una gota de sangre. Marvin tomó con cuidado la cabeza de su hijo entre sus manos y lo miró a los ojos.
—No llores, Robin —le dijo en voz baja—. No debes llorar.
El niño se calmó en seguida, y Marvin le pidió a su esposa que hiciera lo mismo.
En eso surgieron unos gritos de entre la muchedumbre:
—¡Sáquenle la lanza! ¡Sáquenle la lanza!
Haciendo caso omiso de la propuesta, Marvin dijo:
—Llevémoslo al coche.
Alguien abrió la portezuela trasera derecha del pequeño auto de los Stewart, mientras Luanna subía por el otro lado. Sin soltarle la cabeza a su hijo, Marvin lo puso con delicadeza en el asiento trasero. Luego Luanna lo atrajo lentamente hacia sí, pero la lanza era demasiado larga y no cabía en el coche.
Sin pérdida de tiempo le entregaron un serrucho a Marvin, pero cuando intentó cortar el vástago de la lanza Robin se estremeció de dolor. Su padre se detuvo de inmediato. Luego abrió la ventanilla y, dirigiendo la lanza al exterior, cerró con cuidado la portezuela. Finalmente subió el vidrio lo necesario para que la lanza descansara sobre el borde.
Luanna se puso al volante. Echó una mirada por el. espejo retrovisor y apartó los ojos. Le sorprendía la serenidad de su hijo, pero no soportaba verlo en ese estado.
El hospital más cercano estaba en Sheridan, Wyoming, aproximadamente 65 kilómetros al sur. Y antes tenían que atravesar 550 metros de abruptos pastizales.
—Tranquilízate —le dijo Marvin a su hijo.
Iba sentado al sesgo en el asiento trasero, sosteniendo la lanza con el hombro y agarrando firmemente a Robin por la frente y la nuca.
El guardabosque Robert Curtis "Monta a Caballo", hermano de Luanna, iba delante de ellos en su camioneta.
Una vez que alcanzaron el pavimento, se dirigieron hacia el sur a la máxima velocidad que les permitía el coche. Robert trasmitió una llamada de auxilio por su aparato de radio; Marvin rezaba en silencio, sin soltar la cabeza de Robin, y Luanna se esforzaba por contener el llanto, consciente de la necesidad de concentrarse al conducir a tan alta velocidad.
HABÍAN RECORRIDO 37 kilómetros cuando vieron unas luces intermitentes que se les acercaban. Luanna detuvo el auto a la orilla del camino y pronto se vio rodeada de vehículos de emergencia.
Después de revisar los signos vitales de Robin, conectarle un equipo de venoclisis y suministrarle oxígeno, los paramédicos decidieron que sería mejor dejarlo en el coche hasta llegar a Sheridan. Entre tanto, un agente de policía sacó gasolina de su auto y se la puso al de los Stewart, cuyo tanque estaba casi vacío. Reanudaron la marcha, y unos minutos después llegaron a la sala de urgencias del hospital.
La primera dificultad fue sacar a Robin del auto. Para cortar el vástago de la lanza se emplearon unos grandes alicates. Hicieron falta dos intentos, que le arrancaron sendos gemidos al valiente chico, para reducir la longitud del proyectil a 25 centímetros, incluyendo el tramo que tenía dentro de la cabeza.
En la sala de urgencias, unas radiografías revelaron la gravedad de la herida. Se necesitaba la intervención de un neurocirujano competente, y el más próximo vivía en Billings, Montana, a 215 kilómetros de distancia en dirección opuesta a la del recorrido que acababan de hacer. Trasladarían a Robin en ambulancia aérea, pero no había lugar para sus padres en la avioneta.
Marvin y Luanna subieron a la camioneta de Robert y enfilaron otra vez hacia el norte. Durante el viaje de dos horas por las escabrosas laderas del sur de Montana, los tres rezaron en silencio. Cuando las luces de Billings aparecieron por fin en el horizonte, Luanna se dijo: ¡Alabado sea Dios!, y concibió nuevas esperanzas.
En el Centro Médico Deaconess les dijeron que Robin aún no había llegado, pero que lo esperaban de un momento a otro. Luego los llevaron a una salita de espera. Robin llegó a las 12:30 de la noche. Para las 2:30 de la madrugada la salita ya estaba atestada de familiares y amigos.
Casi una hora después, el médico responsable les informó que para extraer la lanza se requería una intervención especializada. Había que trasladar a Robin al Centro Médico Sueco, de Englewood, en las afueras de Denver, Colorado, a 765 kilómetros de distancia hacia el sur. Si Luanna y Marvin querían acompañarlo, se podía conseguir un avión más grande, pero ello implicaría un retraso de hora y media.
Aunque estaba a punto de desfallecer, Luanna resistía.
—¡Que se lo lleven ya! —repuso valerosamente.
Marvin y ella tomarían el siguiente avión comercial a Denver.
Esta radiografía del cráneo de Robin Stewart muestra cómo la lanza entró por el lado derecho de la cabeza y se alojó detrás del hueso orbital izquierdo. RADIOGRAFÍA: Cortesía del Instituto de Neurología de Colorado.
LA DOCTORA Cynthia Norrgran, neurocirujana de 42 años de edad, estaba durmiendo en su casa de Denver cuando, a eso de las 3 de la mañana, el teléfono la despertó con un sobresalto. Se requería urgentemente su presencia en el Centro Médico Sueco. Tras escuchar el informe preliminar sobre el estado de Robin Stewart, las preguntas se le empezaron a agolpar en la cabeza. ¿Habrá hemorragia abundante? ¿Presentará derrame de líquido cefalorraquídeo? ¿Qué curso habrá seguido la lanza en el interior del cerebro?
Alrededor de las 6:30 de la mañana, Robin fue llevado a la sala de urgencias, bajo los efectos de un sedante y de una droga paralizante. El informe preparado en Billings mencionaba la posibilidad de una lesión en uno de los senos cavernosos del cráneo, por los cuales pasan las arterias carótidas. Si la arteria de ese lado había sufrido daños, las consecuencias podían ser mortales.
Cuando la doctora Cynthia Norrgran vio a Robin, no pudo menos que estremecerse.
De inmediato llevó a cabo un examen preliminar. El ojo izquierdo no reaccionaba, pero, para su sorpresa, no había rastros de sangre ni de líquido cefalorraquídeo alrededor de la herida. ¿Cómo es posible?, se preguntó.
Al observar la angiografía realizada en el Centro Deaconess quedó estupefacta. Como neurocirujana, sabía dirigir una sonda de alambre microscópica a cualquier lugar del cerebro con una aproximación de un milímetro. Y he allí una lanza que, arrojada al azar, había entrado en la cabeza del niño como guiada por la mano de un hábil cirujano.
La punta de acero había penetrado diez centímetros en el cráneo. Después de entrar por la parte alta de la sien, había atravesado el hemisferio derecho del cerebro, a pocos milímetros de la arteria carótida de ese lado; luego había pasado por la cisura media sin perforar ninguno de los dos vasos principales, hasta detenerse en la carótida izquierda y el hueso orbital del ojo del mismo lado. Un milímetro más y el niño habría muerto.
No había manera de saber si la carótida izquierda estaba perforada. Si así fuera, Robin podía morir de una hemorragia unos segundos después de sacarle la lanza. La doctora Norrgran pidió ayuda al doctor Gary VanderArk, presidente del Instituto de Neurología de Colorado.
A las 8 de la mañana Robin fue llevado al quirófano. Habían transcurrido casi 12 horas desde el accidente.
A LA MISMA HORA, Luanna y Marvin, exhaustos y afligidos, abordaron un avión a Denver. Cuando llegaron al hospital, los recibieron unos parientes que vivían en la región. Los médicos les informaron que la operación de Robin podía durar 12 horas. Para pasar el largo día que les esperaba, los padres del chico y sus familiares entraron en una sala de espera y se pusieron a rezar.
VESTIDA con un traje quirúrgico azul, la doctora Norrgran abrió el cráneo de Robin por el lado izquierdo, dejó el cerebro al descubierto y lo levantó con cuidado para ver la carótida izquierda. Pero ni así pudo saber si estaba perforada.
Sólo quedaba una cosa por hacer. Mientras el doctor VanderArk observaba y se preparaba para pinzar la arteria en caso de que estuviera cortada o perforada, la doctora Norrgran sacaría la lanza por el mismo camino que había seguido al entrar. Con delicadeza, pero firmemente, asió el vástago con la mano derecha, y luego se inmovilizó el puño con la izquierda.
—¿Está listo? —preguntó, alzando los ojos hacia VanderArk.
Si la arteria estaba seccionada, comenzaría a salir sangre. Pero cuando la doctora hizo fuerza hacia afuera no ocurrió nada. Al instante comprendió por qué: la punta se había encajado en el hueso orbital del ojo izquierdo de Robin. Muy probablemente eso le había salvado la vida, pues había evitado que la lanza se moviera durante el traslado al hospital.
La doctora Norrgran hizo girar la lanza con todo cuidado, hasta desencajarla del hueso. Luego la sacó con un movimiento lento, recto y continuo. Para su sorpresa, no salió de la herida más que una gota de sangre. La carótida estaba intacta. ¡Vaya suerte la de este niño!, pensó.
A LAS 11 de la mañana llamaron a la puerta de la sala de espera. ¿No es demasiado pronto para que haya terminado la operación?, pensó Luanna con temor. ¿Qué habrá pasado?
—Robin ya salió del quirófano —anunció la enfermera—. No hubo hemorragia.
—¡Bendito sea Dios! —exclamó Luanna.
Media hora más tarde llevaron a los Stewart a ver a su hijo en la unidad de terapia intensiva.
—Tenemos que esperar a que vuelva en sí para saber si sufrió lesiones cerebrales —les explicó una enfermera.
Pero cuando Luanna tomó a Robin de la mano sintió un apretón.
A sus ojos asomaron lágrimas de alegría. Marvin se acercó a su hijo y le susurró en lengua crow:
—Te vas a aliviar.
Los Stewart: Marvin, Luanna y Robin. Foto: Ted Wood / Black Star
ROBIN Y SUS PADRES volvieron a casa en avión al cabo de una semana y media. Tres días después celebraron el décimo cumpleaños del chico. Aunque perdió la vista del ojo izquierdo, el accidente no tuvo más consecuencias. "Fue un milagro", dice Marvin. "No hay otra explicación. Le damos gracias a Dios".
© 1994 POR WILLIAM M. HENDRYX. CONDENSADO DE "FAMILY CIRCLE" (28-VI-1994), DE NUEVA YORK.
FOTO DE LA PORTADILLA: HARDIN PHOTO.