CIRUGÍA MECÁNICA EN EL ESPACIO
Publicado en
septiembre 25, 2015
Después de varios años en las alturas, el telescopio no había cumplido su cometido. ¿Podría repararlo un astronauta cirujano?
Por John Dyson.
STORY MUSGRAVE se relajaba flotando de espaldas en el Atlántico, frente a Cabo Cañaveral. Bañado por las olas en la oscuridad, el astronauta de 58 años miró a la costa de Florida, donde unos reflectores iluminaban el trasbordador espacial Endeavour. De sus inmensos tanques de combustible salían blancas bocanadas de oxígeno líquido en evaporación. Había comenzado la cuenta regresiva para el lanzamiento.
Musgrave alzó la vista al cielo nocturno, y sus avezados ojos distinguieron la luz constante de un satélite que se movía entre las estrellas. Mañana seré uno de esos puntos, pensó, maravillado.
Estaba previsto que en unas horas, poco antes del amanecer del 2 de diciembre de 1993, Musgrave participara en una de las misiones espaciales más ambiciosas desde la llegada del hombre a la Luna. Una tripulación compuesta por seis hombres y una mujer iba a reparar el telescopio espacial Hubble.
En órbita alrededor de la Tierra a 595 kilómetros de altura, el Hubble, cuya fabricación se llevó 13 años y costó 1500 millones de dólares, es uno de los instrumentos científicos más complejos de todos los tiempos. Como se encuentra a gran distancia sobre la atmósfera, recibe sin interferencia imágenes de los rincones más apartados del espacio. Su lanzamiento, realizado en 1990, despertó entusiasmo en todo el mundo, pues serviría para esclarecer enigmas fundamentales de la ciencia: ¿Qué edad tiene el universo? ¿Cuánto durará? ¿Hay otros sistemas estelares con planetas como la Tierra?
Pero sucedió lo impensable. Le había faltado una motita de pintura a la herramienta utilizada para medir la curvatura del gigantesco espejo principal del telescopio a la hora de darle forma. En consecuencia, la superficie del borde quedó más plana de lo debido por apenas dos micras (la quincuagésima parte del grosor de un cabello humano). Desgraciadamente eso bastaba para que las imágenes captadas resultaran defectuosas: las estrellas distantes se veían como manchones nebulosos.
Musgrave iba a dirigir a otros tres astronautas en la tarea de reparación: Kathy Thornton, Tom Akers y Jeff Hoffman. Además de astronauta, él era un destacado cirujano y piloto de aviones, y ya había participado en cuatro misiones espaciales.
Pero esta sería diferente. El Endeavour operaría a más del doble de la altitud habitual. En ninguno de los 58 viajes anteriores del trasbordador, los tripulantes habían salido más de tres veces; en esta ocasión harían falta por lo menós cinco salidas.
4 DE DICIEMBRE
El comandante de la misión, Dick Covey, y el piloto, Ken Bowersox, siguieron al Hubble por el cielo durante dos días hasta salvar los cerca de 10,000 kilómetros que los separaban de él. Una vez que lo alcanzaron, comenzaron a describir círculos frente a él.
Claude Nicollier, astronauta e ingeniero de vuelo, extendió un brazo robótico de 15 metros de largo, semejante a una grúa con caseta; con él agarró el telescopio de 12.5 toneladas, lo subió a bordo y lo aseguró en el compartimiento de carga. El cañón del telescopio, del tamaño de un autobús urbano, sobresalía de la nave como una chimenea. Dos baterías de 12 metros de largo, encargadas de transformar en electricidad la luz del sol, flanqueaban el cañón como alas de oro.
Aparte de su complicado mecanismo de orientación, el Hubble es básicamente como cualquier otro telescopio reflector. La luz de las estrellas rebota en un espejo de gran tamaño situado en la parte media del cañón, y luego en un espejo más pequeño que la dirige a la parte inferior del aparato. Allí, cinco instrumentos científicos recogen la imagen y la transmiten a la Tierra junto con las mediciones correspondientes.
En la primera jornada de reparación, Musgrave y Hoffman salieron de la esclusa neumática del Endeavour con sus trajes de astronauta y, flotando en el espacio, echaron una rápida ojeada a la parda y polvorienta masa de Sudamérica y al azul zafiro del Pacífico. Aunque se sentían inmóviles, estaban desplazándose a más de 28,000 kilómetros por hora, y cada 95 minutos daban una vuelta al mundo.
Su tarea consistía en reparar el mecanismo de orientación del telescopio. Así pues, abrieron el juego de puertas de acceso, de 2.5 metros, situadas a un costado del Hubble y, una vez dentro, volvieron a cerrarlas. Musgrave sustituyó cuatro giroscopios que formaban parte del mecanismo de orientación. Todo marcha a pedir de boca, pensó. Entonces sobrevino lo inesperado.
Hoffman había cerrado las puertas de acceso, pero los seguros no funcionaban. En la parte superior el ajuste era perfecto, pero por debajo quedaba una rendija. Por alguna razón (quizá la falta de gravedad o la enorme diferencia de temperatura a la luz y a la sombra), las puertas estaban inclinadas.
Musgrave vio que entre el pestillo inferior y su cerradero había una separación de casi 1.5 centímetros, y que de nada servía empujar. La tarea habría sido sencilla en la Tierra, pero resultaba imposible en el espacio por falta de un punto de apoyo. Cada vez que Musgrave hacía presión sobre la puerta, comenzaba a dar volteretas.
El astronauta recordó que entre sus herramientas había una especie de torno, consistente en una banda sujeta por uno de sus extremos a un trinquete con manubrio. Podía pasar el otro extremo de la banda por los tiradores de la puerta y meterlo luego en el trinquete. Así, al accionar el manubrio, tiraría de la banda, deslizando gradualmente la puerta inferior hasta hacer que el pestillo encajara en el cerradero.
Pero la idea de Musgrave suscitó un acalorado debate en el Centro Espacial Johnson, en Houston. Algunos ingenieros pensaban que el potente torno podía averiar las puertas y poner en peligro el telescopio.
El director de vuelo, Milt Heflin, zanjó la discusión diciendo:
—La tarea no podía estar en mejores manos. Confiemos en nuestros hombres.
Hoffman sujetó la puerta superior, y Musgrave pasó la banda por los tiradores de la inferior y, moviendo el manubrio del torno, tiró de la banda y apretó las puertas.
—La puerta inferior ya encajó —informó con calma.
En Houston, los ingenieros dejaron escapar un suspiro de alivio.
5 DE DICIEMBRE
Mientras se vestía para su salida al espacio, la astronauta Kathy Thornton, de 41 años, pensó en sus cinco hijos. Ella era física nuclear y estaba en su tercera misión espacial. Su compañero Tom Akers, de 42 años, había sido director de una escuela antes de alistarse en la Fuerza Aérea de Estados Unidos, hacía 14 años.
Kathy y Akers debían reemplazar las baterías solares del telescopio. Tan altas como edificios de cuatro pisos, aquellas frágiles alas oblongas habían ocasionado problemas imprevistos desde que el Hubble se puso en órbita. La vibración causada en ellas por los bruscos cambios de temperatura había afectado la precisión del telescopio. Luego, una de las baterías se combó debido al desgaste del metal, y ya no era posible enrollarla para aprovecharla.
El desafío consistía en desconectarla y deshacerse de ella sin dejar que se enredara con el Endeavour o con el telescopio. La operación exigiría que Kathy Thornton, el comandante Covey y el ingeniero Nicollier ejecutaran una danza meticulosamente planeada.
Colgada cabeza abajo en la caseta de la grúa, Kathy sujetó con fuerza la batería combada mientras Akers quitaba los tornillos con una llave automática y retiraba los conectores eléctricos. La astronauta hizo fuerza con los brazos, y la relumbrante ala dorada se separó del telescopio sin dificultad.
Accionada por Nicollier, la grúa apartó a Kathy del Endeavour. Era un momento crítico: al menor error de la astronauta, la batería podía estrellarse contra el telescopio.
—Suéltala —le indicó Akers.
Kathy abrió los brazos con ademán dramático, y la batería se quedó inmóvil.
Luego, como estaba previsto, Ken Bowersox encendió los turborreactores del Endeavour e hizo retroceder trasbordador y telescopio; las llamas de los motores ayudaron a impulsar la batería inservible hacia la atmósfera de la Tierra, donde ardería hasta consumirse.
—¡Parece un pájaro! —gritó Kathy Thornton.
Acto seguido, ella y Akers destornillaron la segunda batería y, tras almacenarla en el compartimiento de carga del trasbordador, instalaron dos baterías nuevas.
—¡Se merecen un diez! —les dijeron desde el centro de control.
6 DE DICIEMBRE
Las tres últimas salidas al espacio servirían para averiguar si el Hubble era capaz de cumplir debidamente su función. La primera tarea consistía en sustituir la cámara planetaria gran angular (CPGA), del tamaño de un piano, por un modelo más avanzado que estaba en construcción cuando se lanzó el Hubble.
La CPGA-II, que había costado 101 millones de dólares, tenía unos diminutos espejos correctores, conformados especialmente para compensar el defecto del espejo principal antes de reflejar las imágenes de este a una cámara de televisión sumamente sensible. Esta última enviaría nítidas imágenes de planetas lejanos al Instituto Científico del Telescopio Espacial, en la Universidad Johns Hopkins, de Baltimore.
Una vez que desmontó la cámara vieja y la guardó en el compartimiento de carga, Hoffman sacó cuidadosamente la nueva CPGA de su embalaje. Musgrave tenía que quitar la cubierta del espejo corrector saledizo sin siquiera rozarlo.
Con el aplomo de un cirujano, sujetó la cubierta. Saca el perno; baja la palanca; dale vuelta a la cubierta; quítala y cuélgala a tu espalda, se dijo. El importantísimo espejo se encontraba a no más de 15 centímetros de la visera de su casco.
Entre los dos insertaron la gigantesca cámara en su compartimiento y la pusieron a funcionar. Las imágenes comenzaron a transmitirse una vez más al Centro de Vuelos Espaciales Goddard, en Greenbelt, Maryland. Las conexiones eran perfectas.
7 DE DICIEMBRE
Poco antes de medianoche, Jim Crocker y su equipo de ingenieros se reunieron en el Instituto Científico del Telescopio Espacial, en Baltimore, para esperar a que los astronautas ejecutaran la tarea más difícil de la misión: instalar un dispositivo que corregiría el error transmitido por el espejo principal a los demás instrumentos. Era un invento de Crocker. Más vale que funcione, pensó este.
El ingeniero y un equipo de 17 personas habían discurrido más de 100 maneras de reparar el espejo principal, pero todas se habían descartado, muchas veces por las objeciones de Bruce McCandless, miembro de la tripulación que había puesto en órbita el Hubble. "Demasiado difícil", decía. "Demasiado peligroso". Tras un receso de varios meses, el equipo había vuelto a reunirse en Múnich, Alemania.
Los especialistas en óptica pensaban que la única solución sería recurrir a unos juegos pequeños de espejos para corregir cada haz de luz que entrase en los diversos instrumentos, entre ellos el espectrógrafo de imágenes difusas. El problema radicaba en instalar los espejos en lo profundo del telescopio con la gran precisión requerida.
Crocker pensaba en el asunto mientras tomaba una ducha en el hotel de Múnich, antes de la reunión. Para disponer de más espacio, este hombre de 1.88 metros aflojó la perilla que mantenía fija la alcachofa de la ducha en un riel vertical, y deslizó esta hacia arriba.
Fue entonces cuando se le ocurrió la idea. Mientras el agua le caía en la cabeza, se quedó mirando el sencillo mecanismo de perilla y riel, y corrió a buscar lápiz y papel.
Más tarde, al presentar su idea en una pizarra, recibió la aprobación del equipo.
—Eso sí se puede hacer —dijo Bruce McCandless.
Dos días después, de vuelta en casa, Crocker tomó el juego de construcción de su hijo de diez años y armó un modelo, el cual expuso luego a la NASA. Su plan se basaba en una sencilla idea que a todos se les había escapado: si se le quitaba al telescopio el instrumento menos utilizado, quedaría lugar para instalar otro dispositivo.
El repuesto axial de espejos correctivos, o RAEC, estaba compuesto por cinco pares de espejos construidos con toda precisión y montados en delgados brazos de metal, como los espejos de los dentistas. El mecanismo saldría de una caja por una orden transmitida desde la Tierra. Impulsado por motores, cada par de espejos se deslizaría e inclinaría (como la alcachofa de la ducha) hasta ocupar la posición deseable frente a cada uno de los instrumentos. El primer espejo interceptaría el rayo y lo reflejaría al segundo, que tenía la forma adecuada para corregirlo antes de enviarlo al instrumento. En suma, se iba a equipar al Hubble con unos anteojos de 50 millones de dólares.
Kathy Thornton y Tom Akers insertaron sin dificultad el voluminoso RAEC en su compartimiento y lo afianzaron; concluyeron la tarea en sólo 35 minutos.
8 DE DICIEMBRE
Hoffman y Musgrave salieron al espacio por quinta y última vez. Había que sustituir una de las unidades de mando que orientaban las baterías solares.
Del tamaño de una caja de zapatos, la unidad estaba sujeta en su lugar por seis tornillos de arandela. En ella estaban insertos diez conectores de múltiples clavijas, cada uno asegurado con un par de tornillos de apenas 2.5 milímetros de largo.
Mientras Hoffman flotaba a su lado y lo alumbraba con la lámpara de su casco, Musgrave trabó sus botas en la caseta de la grúa y empezó a desatornillar los conectores para sacarlos del enchufe hembra. Pero entonces se enfrentó con un problema que nadie había previsto.
En la Tierra, el tornillo de un conector permanece en su lugar por efecto de la gravedad y la fricción. Pero en el espacio se queda dando vueltas dentro del conector hasta que se suelta y se aleja flotando.
Musgrave atrapó el tornillo y lo guardó en la bolsa de desechos que llevaba atada a su traje. Luego logró atrapar otro tornillo que se desprendió del conector. Pero cuando abrió la bolsa, el primer tornillo volvió a salir flotando. El astronauta lanzaba manotazos a los tornillos como si hubieran sido mosquitos.
Hoffman y él terminaron la tarea escrupulosamente y se pusieron a esperar a que el centro de control les confirmara que la nueva unidad de mando hacía contacto.
Por fin, el centro de control informó que los instrumentos estaban recibiendo energía eléctrica. Musgrave comenzó a guardar sus herramientas, en tanto Hoffman esperaba en la esclusa neumática, mirando las estrellas. En la Tierra, muchos de los especialistas del centro de control se habían apartado de sus pantallas para relajarse.
De improviso, la voz de Musgrave rompió el silencio:
—¡Arriba, Claude! ¡Pronto!
Desde la cabina, Nicollier extendió hábilmente la grúa para subir la caseta con rapidez. La bolsa de desechos, llena de arandelas y tornillos, se había soltado del traje de Musgrave, y la tripulación no quería perderla en el espacio.
—¡Vamos por las herramientas! —gritó el piloto Bowersox, mientras el comandante Covey tomaba los mandos del trasbordador en las ventanas traseras.
—No podré alcanzarlas —dijo Musgrave.
—¡Claro que sí! —replicó Covey. Con una breve llamarada de los turborreactores, el comandante impulsó el trasbordador hacia la bolsa. Pero no debía encender los motores más de tres veces, con intervalos de 18 segundos, pues de otro modo podía chocar con el telescopio.
Tras una segunda puesta en marcha, Musgrave quedó cerca de la bolsa. Covey consultó el cronómetro y encendió los motores por última vez. La grúa estaba extendida al máximo a un lado del trasbordador. En el extremo, Musgrave se estiró cuanto pudo... y atrapó la bolsa.
—¡Bájame, Claude! —gritó, satisfecho de haber terminado su misión.
DÍAS MÁS TARDE, el trasbordador aterrizó en Cabo Cañaveral. Jim Crocker se reunió con sus colegas astrónomos en el Instituto Científico del Telescopio Espacial, en Baltimore, para ver las primeras imágenes corregidas por el dispositivo que había inventado. Si la cámara de imágenes difusas enfocaba la mayor parte de la luz dentro de un círculo pequeño de la pantalla, los errores ópticos que aún quedaran podrían subsanarse con mandos electrónicos desde la Tierra. Pero fuera de ese círculo, nada podría hacerse.
No apareció mancha alguna. Las imágenes obtenidas eran casi perfectas. Antes de la gran reparación, el espejo del Hubble sólo concentraba en las cámaras cerca del 15 por ciento de la luz disponible. Aunque el propósito del RAEC era captar el 75 por ciento, en realidad se alcanzó casi el 85: mucho más de lo esperado.
—¡Bravo! —exclamó Crocker.
Desde su reparación, el Hubble ha enviado una serie interminable de asombrosas fotografías que han transformado nuestros conocimientos sobre el universo. En el verano pasado captó sorprendentes imágenes de la colisión del cometa Shoemaker-Levy 9 con Júpiter. Ha obtenido pruebas de un formidable agujero negro, casi tan grande como el sistema solar y capaz de contener entre 2500 y 3000 millones de soles. Además, ha descubierto una apartada galaxia que se formó cuando el universo tenía, según se cree, menos de 2000 millones de años de edad. Por último, el telescopio ha detectado la presencia de helio en las profundidades del espacio, con lo cual se fortalece la teoría de que el universo tuvo origen en una explosión de tremendas proporciones.
Y estas no son más que bagatelas, en comparación con el torrente de descubrimientos por venir.
FOTO: CORTESÍA DE LA NASA