• 10
  • COPIAR-MOVER-ELIMINAR POR SELECCIÓN

  • Copiar Mover Eliminar


    Elegir Bloque de Imágenes

    Desde Hasta
  • GUARDAR IMAGEN


  • Guardar por Imagen

    Guardar todas las Imágenes

    Guardar por Selección

    Fijar "Guardar Imágenes"


  • Banco 1
    Banco 2
    Banco 3
    Banco 4
    Banco 5
    Banco 6
    Banco 7
    Banco 8
    Banco 9
    Banco 10
    Banco 11
    Banco 12
    Banco 13
    Banco 14
    Banco 15
    Banco 16
    Banco 17
    Banco 18
    Banco 19
    Banco 20
    Banco 21
    Banco 22
    Banco 23
    Banco 24
    Banco 25
    Banco 26
    Banco 27
    Banco 28
    Banco 29
    Banco 30
    Banco 31
    Banco 32
    Banco 33
    Banco 34
    Banco 35

  • COPIAR-MOVER IMAGEN

  • Copiar Mover

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1 seg)


    T 2 (3 seg)


    T 3 (5 seg)


    T 4 (s) (8 seg)


    T 5 (10 seg)


    T 6 (15 seg)


    T 7 (20 seg)


    T 8 (30 seg)


    T 9 (40 seg)


    T 10 (50 seg)

    ---------------------

    T 11 (1 min)


    T 12 (5 min)


    T 13 (10 min)


    T 14 (15 min)


    T 15 (20 min)


    T 16 (30 min)


    T 17 (45 min)

    ---------------------

    T 18 (1 hor)


  • Efecto de Cambio

  • SELECCIONADOS


    OPCIONES

    Todos los efectos


    Elegir Efectos


    Desactivar Elegir Efectos


    Borrar Selección


    EFECTOS

    Bounce


    Bounce In


    Bounce In Left


    Bounce In Right


    Fade In (estándar)


    Fade In Down


    Fade In Up


    Fade In Left


    Fade In Right


    Flash


    Flip


    Flip In X


    Flip In Y


    Heart Beat


    Jack In The box


    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


    Shake


    Slide In Up


    Slide In Down


    Slide In Left


    Slide In Right


    Swing


    Tada


    Wobble


    Zoom In


    Zoom In Down


    Zoom In Up


    Zoom In Left


    Zoom In Right


  • OTRAS OPCIONES
  • ▪ Eliminar Lecturas
  • ▪ Ventana de Música
  • ▪ Zoom del Blog:
  • ▪ Última Lectura
  • ▪ Manual del Blog
  • ▪ Resolución:
  • ▪ Listas, actualizado en
  • ▪ Limpiar Variables
  • ▪ Imágenes por Categoría
  • PUNTO A GUARDAR



  • Tipea en el recuadro blanco alguna referencia, o, déjalo en blanco y da click en "Referencia"
  • CATEGORÍAS
  • ▪ Libros
  • ▪ Relatos
  • ▪ Arte-Gráficos
  • ▪ Bellezas del Cine y Televisión
  • ▪ Biografías
  • ▪ Chistes que Llegan a mi Email
  • ▪ Consejos Sanos Para el Alma
  • ▪ Cuidando y Encaminando a los Hijos
  • ▪ Datos Interesante. Vale la pena Saber
  • ▪ Fotos: Paisajes y Temas Varios
  • ▪ Historias de Miedo
  • ▪ La Relación de Pareja
  • ▪ La Tía Eulogia
  • ▪ La Vida se ha Convertido en un Lucro
  • ▪ Leyendas Urbanas
  • ▪ Mensajes Para Reflexionar
  • ▪ Personajes de Disney
  • ▪ Salud y Prevención
  • ▪ Sucesos y Proezas que Conmueven
  • ▪ Temas Varios
  • ▪ Tu Relación Contigo Mismo y el Mundo
  • ▪ Un Mundo Inseguro
  • REVISTAS DINERS
  • ▪ Diners-Agosto 1989
  • ▪ Diners-Mayo 1993
  • ▪ Diners-Septiembre 1993
  • ▪ Diners-Noviembre 1993
  • ▪ Diners-Diciembre 1993
  • ▪ Diners-Abril 1994
  • ▪ Diners-Mayo 1994
  • ▪ Diners-Junio 1994
  • ▪ Diners-Julio 1994
  • ▪ Diners-Octubre 1994
  • ▪ Diners-Enero 1995
  • ▪ Diners-Marzo 1995
  • ▪ Diners-Junio 1995
  • ▪ Diners-Septiembre 1995
  • ▪ Diners-Febrero 1996
  • ▪ Diners-Julio 1996
  • ▪ Diners-Septiembre 1996
  • ▪ Diners-Febrero 1998
  • ▪ Diners-Abril 1998
  • ▪ Diners-Mayo 1998
  • ▪ Diners-Octubre 1998
  • ▪ Diners-Temas Rescatados
  • REVISTAS SELECCIONES
  • ▪ Selecciones-Enero 1965
  • ▪ Selecciones-Agosto 1965
  • ▪ Selecciones-Julio 1968
  • ▪ Selecciones-Abril 1969
  • ▪ Selecciones-Febrero 1970
  • ▪ Selecciones-Marzo 1970
  • ▪ Selecciones-Mayo 1970
  • ▪ Selecciones-Marzo 1972
  • ▪ Selecciones-Mayo 1973
  • ▪ Selecciones-Junio 1973
  • ▪ Selecciones-Julio 1973
  • ▪ Selecciones-Diciembre 1973
  • ▪ Selecciones-Enero 1974
  • ▪ Selecciones-Marzo 1974
  • ▪ Selecciones-Mayo 1974
  • ▪ Selecciones-Julio 1974
  • ▪ Selecciones-Septiembre 1974
  • ▪ Selecciones-Marzo 1975
  • ▪ Selecciones-Junio 1975
  • ▪ Selecciones-Noviembre 1975
  • ▪ Selecciones-Marzo 1976
  • ▪ Selecciones-Mayo 1976
  • ▪ Selecciones-Noviembre 1976
  • ▪ Selecciones-Enero 1977
  • ▪ Selecciones-Febrero 1977
  • ▪ Selecciones-Mayo 1977
  • ▪ Selecciones-Septiembre 1977
  • ▪ Selecciones-Octubre 1977
  • ▪ Selecciones-Enero 1978
  • ▪ Selecciones-Octubre 1978
  • ▪ Selecciones-Diciembre 1978
  • ▪ Selecciones-Enero 1979
  • ▪ Selecciones-Marzo 1979
  • ▪ Selecciones-Julio 1979
  • ▪ Selecciones-Agosto 1979
  • ▪ Selecciones-Octubre 1979
  • ▪ Selecciones-Abril 1980
  • ▪ Selecciones-Agosto 1980
  • ▪ Selecciones-Septiembre 1980
  • ▪ Selecciones-Diciembre 1980
  • ▪ Selecciones-Febrero 1981
  • ▪ Selecciones-Septiembre 1981
  • ▪ Selecciones-Abril 1982
  • ▪ Selecciones-Mayo 1983
  • ▪ Selecciones-Julio 1984
  • ▪ Selecciones-Junio 1985
  • ▪ Selecciones-Septiembre 1987
  • ▪ Selecciones-Abril 1988
  • ▪ Selecciones-Febrero 1989
  • ▪ Selecciones-Abril 1989
  • ▪ Selecciones-Marzo 1990
  • ▪ Selecciones-Abril 1991
  • ▪ Selecciones-Mayo 1991
  • ▪ Selecciones-Octubre 1991
  • ▪ Selecciones-Diciembre 1991
  • ▪ Selecciones-Febrero 1992
  • ▪ Selecciones-Junio 1992
  • ▪ Selecciones-Septiembre 1992
  • ▪ Selecciones-Febrero 1994
  • ▪ Selecciones-Mayo 1994
  • ▪ Selecciones-Abril 1995
  • ▪ Selecciones-Mayo 1995
  • ▪ Selecciones-Septiembre 1995
  • ▪ Selecciones-Diciembre 1995
  • ▪ Selecciones-Junio 1996
  • ▪ Selecciones-Mayo 1997
  • ▪ Selecciones-Enero 1998
  • ▪ Selecciones-Febrero 1998
  • ▪ Selecciones-Julio 1999
  • ▪ Selecciones-Diciembre 1999
  • ▪ Selecciones-Febrero 2000
  • ▪ Selecciones-Diciembre 2001
  • ▪ Selecciones-Febrero 2002
  • ▪ Selecciones-Mayo 2005
  • CATEGORIAS
  • Arte-Gráficos
  • Bellezas
  • Biografías
  • Chistes que llegan a mi Email
  • Consejos Sanos para el Alma
  • Cuidando y Encaminando a los Hijos
  • Datos Interesantes
  • Fotos: Paisajes y Temas varios
  • Historias de Miedo
  • La Relación de Pareja
  • La Tía Eulogia
  • La Vida se ha convertido en un Lucro
  • Leyendas Urbanas
  • Mensajes para Reflexionar
  • Personajes Disney
  • Salud y Prevención
  • Sucesos y Proezas que conmueven
  • Temas Varios
  • Tu Relación Contigo mismo y el Mundo
  • Un Mundo Inseguro
  • TODAS LAS REVISTAS
  • Selecciones
  • Diners
  • REVISTAS DINERS
  • Diners-Agosto 1989
  • Diners-Mayo 1993
  • Diners-Septiembre 1993
  • Diners-Noviembre 1993
  • Diners-Diciembre 1993
  • Diners-Abril 1994
  • Diners-Mayo 1994
  • Diners-Junio 1994
  • Diners-Julio 1994
  • Diners-Octubre 1994
  • Diners-Enero 1995
  • Diners-Marzo 1995
  • Diners-Junio 1995
  • Diners-Septiembre 1995
  • Diners-Febrero 1996
  • Diners-Julio 1996
  • Diners-Septiembre 1996
  • Diners-Febrero 1998
  • Diners-Abril 1998
  • Diners-Mayo 1998
  • Diners-Octubre 1998
  • Diners-Temas Rescatados
  • REVISTAS SELECCIONES
  • Selecciones-Enero 1965
  • Selecciones-Agosto 1965
  • Selecciones-Julio 1968
  • Selecciones-Abril 1969
  • Selecciones-Febrero 1970
  • Selecciones-Marzo 1970
  • Selecciones-Mayo 1970
  • Selecciones-Marzo 1972
  • Selecciones-Mayo 1973
  • Selecciones-Junio 1973
  • Selecciones-Julio 1973
  • Selecciones-Diciembre 1973
  • Selecciones-Enero 1974
  • Selecciones-Marzo 1974
  • Selecciones-Mayo 1974
  • Selecciones-Julio 1974
  • Selecciones-Septiembre 1974
  • Selecciones-Marzo 1975
  • Selecciones-Junio 1975
  • Selecciones-Noviembre 1975
  • Selecciones-Marzo 1976
  • Selecciones-Mayo 1976
  • Selecciones-Noviembre 1976
  • Selecciones-Enero 1977
  • Selecciones-Febrero 1977
  • Selecciones-Mayo 1977
  • Selecciones-Octubre 1977
  • Selecciones-Septiembre 1977
  • Selecciones-Enero 1978
  • Selecciones-Octubre 1978
  • Selecciones-Diciembre 1978
  • Selecciones-Enero 1979
  • Selecciones-Marzo 1979
  • Selecciones-Julio 1979
  • Selecciones-Agosto 1979
  • Selecciones-Octubre 1979
  • Selecciones-Abril 1980
  • Selecciones-Agosto 1980
  • Selecciones-Septiembre 1980
  • Selecciones-Diciembre 1980
  • Selecciones-Febrero 1981
  • Selecciones-Septiembre 1981
  • Selecciones-Abril 1982
  • Selecciones-Mayo 1983
  • Selecciones-Julio 1984
  • Selecciones-Junio 1985
  • Selecciones-Septiembre 1987
  • Selecciones-Abril 1988
  • Selecciones-Febrero 1989
  • Selecciones-Abril 1989
  • Selecciones-Marzo 1990
  • Selecciones-Abril 1991
  • Selecciones-Mayo 1991
  • Selecciones-Octubre 1991
  • Selecciones-Diciembre 1991
  • Selecciones-Febrero 1992
  • Selecciones-Junio 1992
  • Selecciones-Septiembre 1992
  • Selecciones-Febrero 1994
  • Selecciones-Mayo 1994
  • Selecciones-Abril 1995
  • Selecciones-Mayo 1995
  • Selecciones-Septiembre 1995
  • Selecciones-Diciembre 1995
  • Selecciones-Junio 1996
  • Selecciones-Mayo 1997
  • Selecciones-Enero 1998
  • Selecciones-Febrero 1998
  • Selecciones-Julio 1999
  • Selecciones-Diciembre 1999
  • Selecciones-Febrero 2000
  • Selecciones-Diciembre 2001
  • Selecciones-Febrero 2002
  • Selecciones-Mayo 2005

  • SOMBRA DEL TEMA
  • ▪ Quitar
  • ▪ Normal
  • Publicaciones con Notas

    Notas de esta Página

    Todas las Notas

    Banco 1
    Banco 2
    Banco 3
    Banco 4
    Banco 5
    Banco 6
    Banco 7
    Banco 8
    Banco 9
    Banco 10
    Banco 11
    Banco 12
    Banco 13
    Banco 14
    Banco 15
    Banco 16
    Banco 17
    Banco 18
    Banco 19
    Banco 20
    Banco 21
    Banco 22
    Banco 23
    Banco 24
    Banco 25
    Banco 26
    Banco 27
    Banco 28
    Banco 29
    Banco 30
    Banco 31
    Banco 32
    Banco 33
    Banco 34
    Banco 35
    Ingresar Clave



    Aceptar

    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:56
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:52
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:49
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:41
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:46
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 132. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 133. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 134. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 135. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 136. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 137. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 138. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 139. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 140. Mysterious Celesta - 1:04
  • 141. Nightmare - 2:32
  • 142. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 143. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 144. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 145. Pandoras Music Box - 3:07
  • 146. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 147. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 148. Peques - El Extraño Mundo De Jack - Esto Es Halloween - 3:08
  • 149. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 150. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:59
  • 151. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 152. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 153. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 154. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • 155. Scary Forest - 2:41
  • 156. Scary Spooky Creepy Horror Ambient Dark Piano Cinematic - 2:06
  • 157. Slut - 0:48
  • 158. Sonidos - A Growing Hit For Spooky Moments - Pixabay-Universfield - 0:05
  • 159. Sonidos - A Short Horror With A Build Up - Pixabay-Universfield - 0:13
  • 160. Sonidos - Castillo Embrujado - Creando Emociones - 1:05
  • 161. Sonidos - Cinematic Impact Climax Intro - Pixabay - 0:28
  • 162. Sonidos - Creepy Horror Sound Possessed Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:04
  • 163. Sonidos - Creepy Soundscape - Pixabay - 0:50
  • 164. Sonidos - Creepy Whispering - Pixabay - 0:03
  • 165. Sonidos - Cueva De Los Espiritus - The Girl Of The Super Sounds - 3:47
  • 166. Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • 167. Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
  • 168. Sonidos - Ghost Whispers - Pixabay - 0:23
  • 169. Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:40
  • 170. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 171. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:18
  • 172. Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • 173. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 174. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • 175. Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • 176. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 177. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 178. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • 179. Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • 180. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 181. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 182. Tense Cinematic - 3:14
  • 183. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 184. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:26
  • 185. This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 186. Trailer Agresivo - 0:49
  • 187. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 188. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 189. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 190. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 191. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 192. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 193. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 194. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 195. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 196. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 197. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 198. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 199. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 200. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 201. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 202. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 203. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 204. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 205. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 206. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 207. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 208. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 209. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 210. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 211. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 212. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 213. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 214. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 215. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 216. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 217. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 218. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 219. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 220. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 221. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 222. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 223. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
  • 224. La Pandilla Navideña - Venid, Venid, Venid - 2:15
  • 225. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 226. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 227. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 228. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 229. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 230. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 231. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 232. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 233. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 234. Noche De Paz - 3:40
  • 235. Rocking Around The Chirstmas - Mel & Kim - 3:32
  • 236. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 237. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 238. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 239. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 240. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 241. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 242. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 243. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 244. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
  • Código Hexadecimal


    Seleccionar Efectos (
    0
    )
    Normal
    Aleatorio
    Activar Desactivar Borrar
    Seleccionar Tipos de Letra (
    0
    )
    Normal
    Aleatorio
    Activar Desactivar Borrar
    Seleccionar Colores (
    0
    )
    Elegir Sección

    Bordes
    Fondo

    Fondo Hora
    Reloj-Fecha
    Normal
    Aleatorio
    Activar Desactivar Borrar
  • OPCIONES


  • Estilos Predefinidos
    Bordes - Curvatura
    Bordes - Sombra
    Borde-Sombra Actual (
    1
    )

  • ▪ B1 (s)

  • ▪ B2

  • ▪ B3

  • ▪ B4

  • ▪ B5

  • Sombra Iquierda Superior

  • ▪ SIS1

  • ▪ SIS2

  • ▪ SIS3

  • Sombra Derecha Superior

  • ▪ SDS1

  • ▪ SDS2

  • ▪ SDS3

  • Sombra Iquierda Inferior

  • ▪ SII1

  • ▪ SII2

  • ▪ SII3

  • Sombra Derecha Inferior

  • ▪ SDI1

  • ▪ SDI2

  • ▪ SDI3

  • Sombra Superior

  • ▪ SS1

  • ▪ SS2

  • ▪ SS3

  • Sombra Inferior

  • ▪ SI1

  • ▪ SI2

  • ▪ SI3

  • Colores - Posición Paleta
    Elegir Color o Colores
    Fecha - Formato Horizontal
    Fecha - Formato Vertical
    Fecha - Opacidad
    Fecha - Posición
    Fecha - Quitar
    Fecha - Tamaño
    Fondo - Opacidad
    Imágenes para efectos
    Letra - Negrilla
    Letra - Tipo
    Desactivado SM
  • ▪ Abrir para Selección Múltiple

  • ▪ Cerrar Selección Múltiple

  • Actual
    (
    )

  • ▪ ADLaM Display-33

  • ▪ Akaya Kanadaka-37

  • ▪ Audiowide-23

  • ▪ Chewy-35

  • ▪ Croissant One-35

  • ▪ Delicious Handrawn-55

  • ▪ Germania One-43

  • ▪ Irish Grover-37

  • ▪ Kavoon-33

  • ▪ Limelight-31

  • ▪ Marhey-31

  • ▪ Normal-35

  • ▪ Orbitron-25

  • ▪ Revalia-23

  • ▪ Ribeye-33

  • ▪ Saira Stencil One-31

  • ▪ Source Code Pro-31

  • ▪ Uncial Antiqua-27

  • CON RELLENO

  • ▪ Cabin Sketch-31

  • ▪ Fredericka the Great-37

  • ▪ Rubik Dirt-29

  • ▪ Rubik Distressed-29

  • ▪ Rubik Glitch Pop-29

  • ▪ Rubik Maps-29

  • ▪ Rubik Maze-29

  • ▪ Rubik Moonrocks-29

  • DE PUNTOS

  • ▪ Codystar-37

  • ▪ Handjet-53

  • ▪ Raleway Dots-35

  • DIFERENTE

  • ▪ Barrio-41

  • ▪ Caesar Dressing-39

  • ▪ Diplomata SC-19

  • ▪ Emilys Candy-35

  • ▪ Faster One-27

  • ▪ Henny Penny-29

  • ▪ Jolly Lodger-57

  • ▪ Kablammo-33

  • ▪ Monofett-33

  • ▪ Monoton-25

  • ▪ Mystery Quest-37

  • ▪ Nabla-39

  • ▪ Reggae One-29

  • ▪ Rye-29

  • ▪ Silkscreen-27

  • ▪ Sixtyfour-19

  • ▪ Smokum-53

  • ▪ UnifrakturCook-41

  • ▪ Vast Shadow-25

  • ▪ Wallpoet-25

  • ▪ Workbench-37

  • GRUESA

  • ▪ Bagel Fat One-32

  • ▪ Bungee Inline-29

  • ▪ Chango-23

  • ▪ Coiny-31

  • ▪ Luckiest Guy -33

  • ▪ Modak-35

  • ▪ Oi-21

  • ▪ Rubik Spray Paint-29

  • ▪ Ultra-27

  • HALLOWEEN

  • ▪ Butcherman-37

  • ▪ Creepster-47

  • ▪ Eater-35

  • ▪ Freckle Face-39

  • ▪ Frijole-29

  • ▪ Nosifer-23

  • ▪ Piedra-39

  • ▪ Rubik Beastly-29

  • ▪ Rubik Glitch-29

  • ▪ Rubik Marker Hatch-29

  • ▪ Rubik Wet Paint-29

  • LÍNEA FINA

  • ▪ Almendra Display-45

  • ▪ Cute Font-49

  • ▪ Cutive Mono-31

  • ▪ Hachi Maru Pop-25

  • ▪ Life Savers-37

  • ▪ Megrim-37

  • ▪ Snowburst One-33

  • MANUSCRITA

  • ▪ Beau Rivage-27

  • ▪ Butterfly Kids-59

  • ▪ Explora-47

  • ▪ Love Light-35

  • ▪ Mea Culpa-45

  • ▪ Neonderthaw-37

  • ▪ Sonsie one-21

  • ▪ Swanky and Moo Moo-53

  • ▪ Waterfall-43

  • SIN RELLENO

  • ▪ Akronim-51

  • ▪ Bungee Shade-25

  • ▪ Londrina Outline-41

  • ▪ Moirai One-34

  • ▪ Rampart One-33

  • ▪ Rubik Burned-29

  • ▪ Rubik Doodle Shadow-29

  • ▪ Rubik Iso-29

  • ▪ Rubik Puddles-29

  • ▪ Tourney-37

  • ▪ Train One-29

  • ▪ Ewert-27

  • ▪ Londrina Shadow-41

  • ▪ Londrina Sketch-41

  • ▪ Miltonian-31

  • ▪ Rubik Scribble-29

  • ▪ Rubik Vinyl-29

  • ▪ Tilt Prism-33

  • Ocultar Reloj - Fecha
    No Ocultar

    Dejar Activado
    No Dejar Activado
  • ▪ Ocultar Reloj y Fecha

  • ▪ Ocultar Reloj

  • ▪ Ocultar Fecha

  • ▪ No Ocultar

  • Ocultar Reloj - 2
    Pausar Reloj
    Reloj - Opacidad
    Reloj - Posición
    Reloj - Presentación
    Reloj - Tamaño
    Reloj - Vertical
    Segundos - Dos Puntos
    Segundos

  • ▪ Quitar

  • ▪ Mostrar (s)


  • Dos Puntos Ocultar

  • ▪ Ocultar

  • ▪ Mostrar (s)


  • Dos Puntos Quitar

  • ▪ Quitar

  • ▪ Mostrar (s)

  • Segundos - Opacidad
    Segundos - Posición
    Segundos - Tamaño
    Seleccionar Efecto para Animar
    Tiempo entre efectos
    SEGUNDOS ACTUALES

    Animación
    (
    seg)

    Color Borde
    (
    seg)

    Color Fondo
    (
    seg)

    Color Fondo cada uno
    (
    seg)

    Color Reloj
    (
    seg)

    Ocultar R-F
    (
    seg)

    Ocultar R-2
    (
    seg)

    Tipos de Letra
    (
    seg)

    SEGUNDOS A ELEGIR

  • ▪ 0.3

  • ▪ 0.7

  • ▪ 1

  • ▪ 1.3

  • ▪ 1.5

  • ▪ 1.7

  • ▪ 2

  • ▪ 3 (s)

  • ▪ 5

  • ▪ 7

  • ▪ 10

  • ▪ 15

  • ▪ 20

  • ▪ 25

  • ▪ 30

  • ▪ 35

  • ▪ 40

  • ▪ 45

  • ▪ 50

  • ▪ 55

  • SECCIÓN A ELEGIR

  • ▪ Animación

  • ▪ Color Borde

  • ▪ Color Fondo

  • ▪ Color Fondo cada uno

  • ▪ Color Reloj

  • ▪ Ocultar R-F

  • ▪ Ocultar R-2

  • ▪ Tipos de Letra

  • ▪ Todo

  • Animar Reloj
    Cambio automático Color - Bordes
    Cambio automático Color - Fondo
    Cambio automático Color - Fondo H-M-S-F
    Cambio automático Color - Reloj
    Cambio automático Tipo de Letra
    Programar Reloj
    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

    ▪ Eliminar

    ▪ Guardar
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    Prog.R.1

    H M

    Reloj #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días
    Prog.R.2

    H M

    Reloj #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días
    Prog.R.3

    H M

    Reloj #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días
    Prog.R.4

    H M

    Reloj #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días


    Programar Estilo
    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desctivar

    ▪ Eliminar

    ▪ Guardar
    ▪ V↔H
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    Prog.E.1

    H M

    Estilo #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días
    Prog.E.2

    H M

    Estilo #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días
    Prog.E.3

    H M

    Estilo #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días
    Prog.E.4

    H M

    Estilo #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días

    Programar RELOJES

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

    ▪ Guardar
    Almacenar


    Cargar


    Borrar
    ▪ 1 ▪ 2 ▪ 3

    ▪ 4 ▪ 5 ▪ 6
    HORAS
    Cambiar cada
    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    MINUTOS
    Cambiar cada
    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    RELOJES #
    Relojes a cambiar
    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 10

    T X


    Programar ESTILOS

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

    ▪ Guardar
    ▪ V↔H
    Almacenar


    Cargar


    Borrar
    ▪ 1 ▪ 2 ▪ 3

    ▪ 4 ▪ 5 ▪ 6
    HORAS
    Cambiar cada
    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    MINUTOS
    Cambiar cada
    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    ESTILOS #
    HORIZONTAL
    A B C D

    E F G H

    I J K L

    M N O P

    Q R T S

    TODO X
    VERTICAL
    AA BB CC

    DD EE FF

    GG HH II

    JJ KK LL

    MM NN OO

    PP QQ RR

    SS TT

    TODO X


    Programar lo Programado
    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar
    Programación 1

    Reloj:
    h m
    (s)
    (s2)

    Estilo:
    h m
    (s)
    (s2)

    RELOJES:
    h m
    (s)
    (s2)

    ESTILOS:
    h m
    (s)
    (s2)
    Programación 2

    Reloj:
    h m
    (s)
    (s2)

    Estilo:
    h m
    (s)(s2)

    RELOJES:
    h m
    (s)
    (s2)

    ESTILOS:
    h m
    (s)
    (s2)
    Programación 3

    Reloj:
    h m
    (s)
    (s2)

    Estilo:
    h m
    (s)
    (s2)

    RELOJES:
    h m
    (s)
    (s2)

    ESTILOS:
    h m
    (s)
    (s2)
    Ocultar Reloj - Fecha

    ( RF ) ( R ) ( F )
    No Ocultar
    Ocultar Reloj - 2

    ( RF ) ( R ) ( F )
    ( D1 ) ( D1-2 )
    No Ocultar
    Almacenado en RELOJES y ESTILOS
    1
    2
    3


    4
    5
    6
    Borrar Programación
    HORAS
    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    MINUTOS
    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X


    Restablecer Reloj
    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
    3 2 1 E 1 2 3
    X
    Guardar - Eliminar
    Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    Para guardar, elige dónde, y seguido da click en la o las imágenes deseadas.
    Para dar Zoom o Fijar,
    selecciona la opción y luego la imagen.
    ---------------------------------------------------
    Slide 1     Slide 2     Slide 3




















    Header

    -------------------------------------------------
    Guardar todas las imágenes
    Fijar "Guardar Imágenes"
    Desactivar "Guardar Imágenes"
    Dar Zoom a la Imagen
    Fijar Imagen de Fondo
    No fijar Imagen de Fondo
    -------------------------------------------------
    Colocar imagen en Header
    No colocar imagen en Header
    Mover imagen del Header
    Ocultar Mover imagen del Header
    Ver Imágenes del Header


    Imágenes Guardadas y Personales
    Desactivar Slide Ocultar Todo
    P
    S1
    S2
    S3
    B1
    B2
    B3
    B4
    B5
    B6
    B7
    B8
    B9
    B10
    B11
    B12
    B13
    B14
    B15
    B16
    B17
    B18
    B19
    B20
    H

    OPCIONES GENERALES
    ● Activar Slide 1
    ● Activar Slide 2
    ● Activar Slide 3
    ● Desactivar Slide
    ● Desplazamiento Automático
    ● Ampliar o Reducir el Blog
  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
  • Ancho igual a 1360
  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)


    ---------- C A T E G O R I A S ----------

    ----------------- GENERAL -------------------


    ------------- POR CATEGORÍA ---------------




















    --------REVISTAS DINERS--------






















    --------REVISTAS SELECCIONES--------














































    IMAGEN PERSONAL



    En el recuadro ingresa la url de la imagen:









    Elige la sección de la página a cambiar imagen del fondo:

    BODY MAIN POST INFO

    SIDEBAR
    Widget 1 Widget 2 Widget 3
    Widget 4 Widget 5 Widget 6
    Widget 7














































































































    LA LLEGADA DE LOS GATOS CUÁNTICOS (Frederik Pohl)

    Publicado en agosto 07, 2015

    16 de agosto de 1983
    8.20 P.M. Nicky DeSota


    Cuando sonó el zumbador yo tenía una mano en el cambio de marchas, listo para meter la segunda, y la otra asomando por la ventanilla para indicar que iba a girar a la izquierda. Tenía toda la atención concentrada en el guardia de tráfico, que se estaba tomando un tiempo espantosamente largo para dar paso a la circulación procedente de Meacham Road. Mi cabeza estaba llena de intereses hipotecarios revisables, porcentajes, condiciones para préstamos a soldados recién licenciados y además barruntaba si me sería posible o no llevar a nadar a mi chica después de la cena. Era martes y, por lo tanto, un buen día para nadar, porque a veces, las noches entre semana, cuando oscurece, el encargado desvía la vista si alguien se baña sin la pieza de arriba.

    El zumbador hizo pedazos todos esos proyectos.

    Soy incapaz de oír un teléfono y no descolgarlo. Me arriesgué. Saqué la mano del cambio de marchas y descolgué el teléfono.

    —Dominic DeSota al habla —dije, en el preciso instante en que el guardia se acordó de que también había tráfico esperando en Meacham y, con un gesto perentorio, me indicó que girase. Y entonces todo sucedió al mismo tiempo.

    El conductor del tranvía interurbano vio que yo vacilaba, así que empezó a avanzar por el cruce justo cuando yo pisaba el acelerador. La telefonista al otro extremo de la línea dijo algo que parecía chino, o quizás choctaw. No era ninguna de las dos cosas, sencillamente no había hecho correctamente la conexión. Me imagino que ya sabrán de qué humor andan al final de un turno, algo cansadas y lentas de reflejos, limitándose a sintonizar las frecuencias sin preocuparse demasiado, ¿no? No logré entender ni una palabra de lo que dijo. Tampoco es que eso me preocupase demasiado entonces porque, de repente, tuve veinte toneladas en forma de dos vagones de tranvía justo delante mío, demasiado cerca para detenerme. El tranvía no podía girar. Tenía que hacerlo yo. Sólo había un modo de evitar el choque y, desgraciadamente, el guardia de tráfico estaba justo en medio de mi camino.

    No le atropellé.

    Pero el mérito fue más suyo que mío. Me esquivó de un salto, por los pelos. Pasé lo bastante cerca para deslustrarle las botas, pero no le dejé sin dedos de los pies.

    No le culpo por multarme. Yo hubiera hecho lo mismo. O incluso algo peor; tampoco le hubiera culpado si me hubiese encerrado sin más trámites, pero no lo hizo. Se limitó a tenerme clavado ahí durante tres cuartos de hora, aparcado en un recodo de la carretera, delante de la reserva forestal, con todos los motoristas que pasaban alargando el cuello para ver al pobre desgraciado al que estaban multando. Se tomó todo el tiempo necesario. Se acercaba, me pedía el permiso de conducir y lo estudiaba un buen rato. Luego se iba a disolver los atascos de tráfico que se habían formado y se lo pensaba un poco. Luego volvía para pedirme algún otro documento de identidad, mi historial laboral, cuánto tiempo llevaba viviendo en Chicago o para preguntarme cómo podía ser que no estuviese enterado de que se suponía que un coche debía cederle el paso a un tranvía.

    Aprovechando los intervalos, yo seguía intentando enterarme de quién me había llamado. En mí negocio se vive del teléfono; alguien llama porque necesita una hipoteca y, si no le sirves adecuadamente al momento, lo único que tiene que hacer es llamar a cualquier otro. Por otra parte, esa llamada en particular me había parecido un poco preocupante. Pero, claro, era una empresa desesperada. Por supuesto, nunca se pone dos veces la misma operadora cuando usas un teléfono de coche y todas aquellas con las que logré hablar se mostraron de lo más divertidas ante mi rara idea de que no tuviesen nada mejor que hacer que buscar de nuevo entre las llamadas ya transmitidas a los abonados. Y cuando yo seguía insistiendo, se escandalizaban.

    — ¿Tiene usted alguna idea, señor Dominic —me preguntó una—, de todas las listas de llamadas que debo revisar para encontrar la suya?
    —Supongo que un millón, si se dedica a buscarme con un nombre equivocado —dije yo—. No es el señor Dominic. Es el señor DeSota. Dominic DeSota.

    No hubo respuesta a mi estocada verbal.

    —Ni tan siquiera está usted seguro de que la conexión fuese la adecuada —se limitó a contestar, tan indignada como si fuera yo quien hubiese traicionado su confianza al hacer mal las conexiones—. La llamada pudo ser para otro número totalmente distinto.
    —Imagino que no con mi nombre —dije en tono conciliador, pero en esos momentos ya volvía a tener encima al guardia, preguntándome si mis padres habían sido ciudadanos de alguna potencia extranjera o si yo padecía alguna enfermedad contagiosa. Pareció sentirse muy disgustado al ver que estaba hablando por teléfono en vez de consagrar toda mi atención a arrepentirme de mis pecados—. Olvídelo —le dije a la telefonista.

    Acepté mi multa. Le lamí las botas al oficial (metafóricamente). Juré que no volvería a hacerlo nunca (fervorosamente). Conduje a la tímida velocidad de sesenta por hora hasta mi hogar de soltero y deseé que el día hubiese mejorado. No había mejorado y no daba señal alguna de que fuese a hacerlo. Greta no contestaba al teléfono, lo cual quería decir que se había ido de compras o a Dios sabe dónde. Para cuando volviera, la piscina de la Reserva Forestal Mekhtab ibn Bawzi ya estaría cerrada. Tampoco había logrado cerrar el trato de la hipoteca, y ni tan siquiera había vuelto a llamar a los posibles clientes para que no soltasen el cebo.

    Y empecé a preguntarme realmente en serio si a través de la cascada y chillona interferencia de aquella llamada que se había interrumpido a la mitad había oído realmente, como me había parecido, las palabras «al FBI».

    Al principio, yo quería ser agente de propiedades inmobiliarias... bueno, no, para decir la verdad y que se escandalice quien quiera, lo que realmente quería ser al principio era científico. Pero no se puede ganar uno la vida con eso, así que cuando llegué a la universidad ya había empezado a estudiar el negocio inmobiliario.

    Y entonces me desvié y me encontré metido en las hipotecas.

    Si le digo a la gente que la razón de ese cambio fue que los agentes hipotecarios gozan de una vida más interesante que los de la propiedad, se limitan a quedarse callados mirándome. Pero es cierto. Las hipotecas son muy emocionantes. Miren, con ellas uno convierte en realidad los sueños de la gente, y no hay compañía más interesante que la de los soñadores. A veces esos sueños me preocupan un poco, porque algunos de esos soñadores son parejas de recién casados, patéticamente jóvenes; no sé si se dan cuenta de dónde se están metiendo, con unos porcentajes de interés que llegan hasta el cinco y medio y a veces hasta el cinco con ocho décimas. Pero los pagan. Piden prestados miles de dólares, a veces la paga de dos o tres años enteros, para conseguir la casita con las paredes recubiertas de yedra que han visto en sus sueños. Y yo era la persona que les ayudaba a convertir esos sueños en realidad.

    Supongo que hubiera sido mucho más satisfactorio encargarme de los préstamos en algún gran banco. En Chicago eso no sucede, a menos que seas pariente de alguien poderoso, y alguien poderoso, por supuesto, no puede ser un italiano. En el negocio de la banca, ese alguien es un árabe. No es que eso sea muy raro... ¿cuántos bancos hay en Norteamérica que no gocen de respaldo árabe? Ciertamente, no muchos, al menos entre los grandes y prósperos. Así que yo no tenía demasiado futuro trabajando en la banca, pero los árabes no se ocupaban de algunos trabajos en el sector de servicios, como el de agente hipotecario.

    Quizás fuese porque sabían lo que era un agente hipotecario. La mayoría de la gente no lo sabe. Yo era quien entrevistaba a los clientes, les ayudaba a escoger el producto que podían permitirse (o que casi podían permitirse), comprobaba el crédito de que podían disponer y les guiaba a través de toda la preparación de los impresos de solicitud, el logro de avalistas, de los permisos y los variados requisitos necesarios para cualquiera que desee llegar a ser propietario de una casa.

    Es una forma de vivir. Y también es interesante... ya sé que no paro de repetirlo, tal vez para convencerme yo mismo. Greta, mi chica, me lo dice cuando no me lo estoy diciendo yo; ella cree firmemente en el trabajo sólido y en la necesidad de tener unos ahorros en el banco antes de casarse, cosa que vamos a hacer uno de estos días. Será posible gracias a mi trabajo.

    Uno de estos días.

    Mientras tanto, sigue siendo interesante —es, como mínimo, la tercera vez que lo digo— y además me permite disponer de tiempo libre cuando quiero. Y, normalmente, quiero gozar de ese tiempo libre cuando puedo pasarlo con Greta. La compañía tiene la regla de que todos sus vendedores deben pasar al menos cinco horas a la semana «en el despacho...» eso consiste exactamente en estar ahí, en el despacho de la agencia, para atender a los clientes que llamen o se dejen caer casualmente para vernos. Fuera de eso, yo hago mi propio horario. Así que cuando Greta está de viaje (es azafata), mis jornadas son largas. Cuando está libre entre un viaje y otro, intento tener tiempo para pasarlo con ella. Me siento verdaderamente complacido de que tenga ese trabajo... No, eso es mentira. No me gusta. Me preocupan todos los tipos a los que conoce, yendo y viniendo de Chicago a Nueva York, y las noches que se queda a dormir allí. Por supuesto, las Pequeñas Fátimas acompañan a las azafatas, pero siempre se puede eludir a las carabinas. Greta y yo sabemos todo lo que debe saberse sobre ese tema. La verdad es que realmente odio pensar que le estoy enseñando cómo hacerlo en Chicago y que ella está usando todos esos trucos luego con otra persona en Nueva York. Odio pensar en ello.

    Así que intento no hacerlo. Y, al final, logré ir con ella a nadar esa noche. Apenas llegué a casa me quedé en ropa interior, bajé las persianas, cerré las puertas y saqué una botella de cerveza de la alacena secreta que tengo debajo de la escalera. Mientras se enfriaba en la nevera intenté de nuevo enterarme de mi misteriosa llamada telefónica. Naturalmente, para entonces ya no había la menor esperanza. Mi lista de llamadas estaba cerrada bajo horas de acumulación de otras hojas. Pero entonces me senté con mi exquisita botella fría de cerveza, con sus costados perlados de gotitas heladas. Sonó el teléfono. Greta.

    — ¿Nicky, cariño? ¿Estás de humor para un baño de última hora? Lo estaba, claro que sí. Engullí la cerveza tan rápido que sentí crujir los dientes, me puse el traje y cuando llegó ella y se zambulló a mi lado yo llevaba ya un buen rato en el agua.

    A esa hora no había demasiada gente en la piscina, pero cuando saltó del trampolín todos los ojos masculinos se clavaron en ella. Greta es un espectáculo precioso. Mide algo más de metro setenta, es rubia, tiene los ojos verdes y la cintura muy esbelta. Los hombres suelen mirarla mucho. Con traje de baño, incluso con el traje de baño con falditas hasta medio muslo que los vigilantes de nuestra piscina imponen como obligatorio, algunos hombres llegan a quedarse boquiabiertos y con cara de tontos. Lo sé, me ha pasado hasta a mí.

    Nadamos hasta el extremo más oscuro de la piscina para besarnos. Habían apagado las luces para ahorrar electricidad y sólo el pabellón de baños seguía iluminado brillantemente. Nos quedamos inmóviles en el agua —a mí me llegaba hasta el hombro; a Greta, hasta el mentón—, rebotando suavemente sobre los dedos de los pies para no flotar a la deriva, la besé concienzudamente y luego la abracé de nuevo para repetir el beso.

    Ella me lo devolvió. Durante un tiempo bastante largo. Luego se apartó un poco, riendo, y entre los dos pasó una breve extensión de agua fría. Cuando alargué otra vez los brazos hacia ella me dijo:

    —Eh, eh, cariño. Vas a conseguir que me ponga a hervir.
    —Desearía... —dije yo, y ella me interrumpió.
    —Ya sé lo que desearías. Puede que yo también lo quiera, pero no podemos.
    —En esta parte de la piscina no hay nadie...
    —Oh, Nicky, ya sabes que no se trata de eso. ¿Qué pasaría si... bueno, ya sabes, si me pillases?
    —No es muy probable —no hubo respuesta a eso—. Y, de todos modos, siempre se puede hacer algo.
    —No, Nicky querido, no se puede hacer. No, si te refieres a la palabra que empieza con «A». Jamás podría destruir la vida de mi niño. Y, de todos modos, esos sitios son difíciles de encontrar y nunca se sabe si van a matarte o a dejarte lisiada para el resto de tu vida.

    El problema era que tenía razón, y los dos lo sabíamos. No pasaba ni un día sin que alguna incursión policial en casa de algún abortista clandestino acabase con el criminal llevado a rastras por la policía y las pacientes intentando ocultar el rostro ante las cámaras de los noticiarios. Ciertamente, no era eso lo que deseábamos.

    Ahora ya no quedaba casi nadie en la piscina y nadie parecía darse cuenta de que nos estábamos bañando. Greta volvió a acercarse y no se resistió cuando la besé de nuevo.

    — ¿Nicky? —me susurró al oído.
    — ¿Qué, cariño?

    Una leve risita y luego un murmullo tan apagado que apenas si logré oír sus palabras. — ¿Y si nos quitamos la parte superior ahora?

    Miré a nuestro alrededor. Aparte de un par de hombres ya mayores con traje de baño y albornoz que estaban terminando una partida de damas, la única persona que quedaba en el área de la piscina era el encargado. Estaba leyendo un periódico debajo del letrero luminoso de la salida.

    — ¿Por qué no? —dije. Bajé la mano y muy, muy lentamente, abrí la cremallera de la parte superior de mi traje de baño.

    Recuerden que bañarse sin la parte superior no es realmente ningún gran crimen. En el código ciudadano está calificado como una falta de Clase 3... lo cual quiere decir que nunca te arrestan por ello; se limitan a imponerte una multa, como por aparcar en sitio prohibido. La multa no es nunca superior a cinco o diez dólares y los jueces prácticamente jamás dictan sentencia de prisión. Muy a menudo, cuando un hombre se baña sin la parte superior del traje, se limitan a soltarle con una advertencia, si es la primera vez que comete esa falta.

    Por lo tanto, no esperaba lo que sucedió.

    No esperaba que todas las luces de la piscina se encendieran de pronto. Los jugadores de damas lanzaron un chillido de sorpresa cuando alguien pasó corriendo entre ellos, lanzando el tablero por los aires. Esa fue sólo una de las personas que salieron de la nada: había otras corriendo hacia nosotros desde todas las direcciones... del vestuario de hombres y del de mujeres, incluso desde detrás de la valla; y todas convergían en mí. Dos hombretones saltaron sin vacilar al interior de la piscina, aún vestidos, para cogerme y hacerme salir a la fuerza.

    Greta se quedó mirándolo todo, atónita, con el agua hasta la barbilla... Estaba aterrada y no entendía nada, y no es que yo estuviera mucho mejor.

    El mundo empezó a girar, y no dejó de hacerlo hasta que me tuvieron echado de bruces sobre el capó de un coche aparcado junto a la valla de la piscina. El metal estaba caliente; el coche acababa de llegar y parecía que lo habían conducido a buena velocidad. Me hicieron separar ampliamente los pies mientras la mano de un policía nada delicado exploraba el húmedo trasero de mi traje de baño... ¿buscaría acaso armas, por el amor de Dios? Había dos coches más, con los faros encendidos hacia mí y, como mínimo, media docena de hombres... y también ellos me apuntaban; yo era el centro de todo.

    Y sólo se me ocurrió decir:

    — ¡Oigan! ¡No he hecho más que quitarme la maldita pieza superior del traje de baño!


    ¡Las singularidades iban aumentando... las preguntas sin respuesta!

    ¿Por qué empezaban repentinamente los habitantes de Los Ángeles a quejarse de que su agradable atmósfera perfumada por los naranjos estaba siendo invadida por ráfagas de gas venenoso?

    ¿Qué impulsaba a veinte mil pacíficos súbditos del zar a desfilar de pronto por las calles de Kiev cantando a voz en grito eslóganes revolucionarios?

    ¿Por qué se admitía en las instituciones mentales a tantas personas con diagnóstico de esquizofrenia paranoica, cuyo síntoma principal y característico era la aterrada convicción de que estaban siendo observados por ojos invisibles?

    ¿Por qué, de repente, las cosas eran tan extrañas?


    17 de agosto de 1983
    1.18 A.M. Nicky DeSota


    He tomado la autovía Daley para ir a la ciudad más de mil veces. Pero ninguna había sido como ésta. Nunca con sirenas sonando a todo meter y luces giratorias destellando sobre el techo de un gran Cadillac. A aquella hora de la madrugada no había muchos coches, pero los pocos que había no tardaban en apartarse de nuestro camino en cuanto veían las luces intermitentes del coche patrulla del Departamento de Policía de Chicago que nos abría paso. Hicimos el camino en veintiún minutos. Más rápido que el tren; pero fueron los veintiún minutos más largos de toda mi vida.

    Nadie me explicaba nada.

    — ¿Por qué me arrestan?
    —Silencio, Dominic.
    — ¿Qué he hecho?
    —Ya se enterará.
    — ¿No pueden decirme nada al respecto?
    —Oye, hijito, por última vez: cállate. El inspector Christophe te dirá todo lo que quieras saber... y puede que incluso más.

    Me había llamado «hijito». Quien lo había hecho era el gorila que tenía sentado a mi derecha, aún mojado porque se había metido en la piscina para cogerme, y como mínimo dos años más joven que yo. Pero había una gran diferencia entre nosotros. Yo era el prisionero y él era quien conocía las respuestas que no estaba dispuesto a darme.

    No había ningún letrero en el edificio de oficinas de Wabash, pero el vigilante nocturno nos dejó entrar de inmediato. Tampoco lo había en la puerta de la suite del piso número veinte. No había nadie en la antesala de la suite. Y todos seguían sin decirme nada pero, al menos, una de mis preguntas obtuvo respuesta. Vi el retrato que había en la pared, encima del escritorio de la recepcionista, y reconocí de inmediato aquel rostro de expresión beatífica... cualquiera habría reconocido aquella expresión, inflexible como la de una tortuga a punto de morder y decidida como un alud.

    J. Edgar Hoover.

    Al fin y al cabo, no había entendido tan mal la llamada telefónica. Estaba en manos del FBI.

    Realmente, ignoro si uno ve pasar ante sí toda su vida, en un relámpago, cuando se está ahogando. Lo que sé es que durante los escasos minutos que siguieron revisé todos los actos punibles que había cometido. No sólo bañarme sin la pieza superior del traje o haber estado a punto de cargarme a un guardia de tráfico, sino remontándome mucho más atrás. Empecé por aquella vez que me oriné en la pared trasera de la iglesia presbiteriana del Monte de los Olivos, en Arlington Heights, cuando, a los nueve años, me encontré algo apurado de camino a la escuela dominical. Repasé la vez que había copiado en el examen de entrada a la universidad y la declaración falsa que había redactado con las pérdidas sufridas en el incendio de mi cuarto... la cama y el colchón de muelles que incluí en la lista no eran míos, sino de mi amigo de Alpha Kappa Nu. Incluso me acordé de algo que había censurado hasta echar fuera de mi mente consciente, la única vez que estuve realmente cerca de tener serios problemas con los árabes. No era un recuerdo del que sentirse muy orgulloso. Yo y mi compañero y amigo de la universidad, Tim Karasueritis, nos habíamos bebido tres botellas de cerveza ilegal, haciendo prácticas para convertirnos en hombres adultos. No tuve suficiente con vomitar. Lo que puso las cosas realmente mal fue que lo hice en la esquina de Randolph y Wacker, delante de la mezquita más grande y ostentosa de toda Chicagolandia. Y cuando lo había echado ya todo encima de la acera, le tocó el turno a Tim. Mientras le sostenía la cabeza junto al bordillo, se me ocurrió alzar la vista y me encontré a un hajji, con barba blanca y turbante verde, que nos contemplaba con ojos furiosos y acusadores. ¡Mal asunto! Pensé que nos habíamos caído con todo el equipo, pero supongo que incluso los hajjis árabes tienen hijos adolescentes. No dijo ni una palabra. Se limitó a quedarse mirándonos fijamente durante un larguísimo, largo instante y luego se dio la vuelta para entrar en la mezquita. Quizás volviese a salir de ella con el equivalente árabe de la policía, pero antes de que eso pudiese ocurrir ya hacía mucho rato que nos habíamos largado, corriendo cuando podíamos hacerlo y tambaleándonos cuando no podíamos hacer otra cosa.

    Ah, realmente revisé hasta lo más profundo de mi ser. Rebusqué hasta hallar todo recuerdo punible, digno de reprensión o meramente de mal gusto, sin encontrar ninguno susceptible de justificar que el FBI anduviese a mi caza a aquellas horas de la noche.

    Diez minutos después, reuní el valor suficiente para decidirme a comunicarle tal hecho a otra persona. Pero no había nadie a quien decírselo. Me habían hecho sentar en un pequeño cuarto casi desprovisto de mobiliario. Acuérdense de que por único atuendo llevaba mi traje de baño. Claro, hacía bastante rato que se había secado, pero en algún lugar de las oficinas había ventanas abiertas y las frías brisas del lago Michigan entraban por debajo de la puerta... puerta que, como descubrí cuando mi valor llegó al nivel necesario para examinarla, estaba cerrada.

    Por raro que parezca, habían insistido en registrarme a pesar de lo escaso de mi vestimenta. No pensaban correr el riesgo de que llevase un arma, imaginé, ya fuese para atacarles o (quizás en un paroxismo de arrepentimiento ante la enormidad de mis crímenes, cualesquiera que éstos fueran) para suicidarme y echar a perder así los planes que me tenían reservados.

    Por desgracia, no se me ocurría nada en mi pasado por lo que valiese la pena matar. Ignorar la razón de mi arresto era bastante molesto pero no podía hacer nada al respecto: no sólo la puerta estaba cerrada sino que en el cuartito había muy pocos objetos con los que intentar nada. Había un altavoz en lo alto de una pared, cubierto por una rejilla, y de él salía música... básicamente violines; música de melenudos. Había un escritorio con la superficie totalmente vacía, y me era imposible saber lo que podrían contener sus cajones. Cuando reuní el coraje necesario para tirar de uno de ellos como quien no quiere la cosa, resultó estar tan cerrado como la puerta. Detrás del escritorio había una silla giratoria con el respaldo acolchado y, delante del escritorio, otra silla de madera con el respaldo recto. No había nadie presente para decirme en cuál debía sentarme pero, de todos modos, escogí la de madera. Me senté, rodeándome con los brazos para resguardarme algo del frío, y empecé a pensar.

    Y entonces, sin previo aviso, el inspector Christophe entró en el cuartito.

    El inspector Christophe era una mujer.


    Nyla Christophe no fue la única persona que atravesó el umbral, pero no había duda sobre quién era quién. El jefe era ella. Los que la acompañaban, dos hombres y una mujer regordeta de mediana edad, lo demostraban hasta en el más leve de sus movimientos. Tardé un poco en superar mi sorpresa. Naturalmente, todo el mundo sabía que el FBI había empezado a reclutar mujeres hacía ya cierto tiempo. Pero nadie esperaba ver a una de ellas. Eran como las taxistas o las doctoras; sabías que existían porque cuando una visitaba algún sitio salía luego en los noticiarios cinematográficos y la veías la siguiente vez que ibas al cine. Por supuesto que eso no podía ocurrir con las agentes del FBI. Ninguna historia de interés humano y personal sobre una agente del FBI aparecería jamás como una atracción principal del noticiario cinematográfico semanal. Cualquier operador de cine que intentase conseguirla se encontraría metido en serios apuros... Probablemente se le acusaría de algo así como poner temerariamente en peligro a un funcionario del gobierno, exponiéndole con ello a una posible represalia criminal. Y acabaría en una sala de interrogatorios temiendo por su vida. Algo muy parecido a mi propia situación. En cualquier caso, ahí estaba. Primero un hombretón abrió la puerta y luego entró la inspectora Christophe, seguida de la señora gorda y de otro hombretón que cerró la puerta. Al entrar me lanzó una mirada algo distraída: oh, sí, ahí está justo el mueble que le faltaba a esta habitación. Le devolví la mirada y estoy seguro de que con mucho más interés. Nyla Christophe era una mujer atractiva en su tipo, y ese tipo resultaba ser el atlético, dotado de huesos grandes. Llevaba el pelo recogido en una cola de caballo y tenía los ojos de color azul claro. Al andar mantenía las manos detrás de la espalda, al estilo de un almirante inglés de la era de los veleros. Daba órdenes igual que un almirante.

    —Atadle —a los hombretones silenciosos. Y a la dama regordeta que se había instalado jadeante tras el escritorio con un cuaderno de taquigrafía en la mano—. Escriba. Diecisiete de agosto de 1983. Inspectora N. Christophe dirigiendo el interrogatorio de Dominic DeSota. No se complique las cosas, DeSota —finalmente, a mí—. Limítese a contarnos la verdad, responda a todas las preguntas y habremos terminado en veinte minutos. Primero, jure.

    Mala cosa. Si lo primero que hacían era ponerme bajo juramento, eso quería decir que iban muy en serio. Lo que iba a decirles no sería meramente información recibida durante la investigación: sería una prueba. La taquígrafa se puso en pie y me alargó los libros, pronunciando con voz asmática las palabras para que yo las fuese repitiendo después de ella. Extendí la mano, cubriendo a la vez la Biblia y el Corán —el meñique en una, el pulgar sobre la encuadernación del otro— y juré decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, así me ayudase a ello Dios el Compasivo, el que Todo lo Ve, el Vengador.

    —Estupendo, Dominic —dijo Christophe, en tanto que los hombretones volvían a atarme la mano derecha. Le echó un vistazo a su reloj, como si realmente pensase que podíamos salir de allí en sólo veinte minutos—.Y ahora, dígame simplemente por qué intentaba entrar en Daleylab.

    Me quedé mirándola con ojos como platos.

    — ¿Intentar qué?
    —Entrar en Daleylab —dijo con voz llena de paciencia—. ¿Qué andaba buscando?
    —No sé de qué me habla —contesté.

    No era la respuesta que la inspectora Christophe deseaba escuchar. —Oh, Dominic, mierda —dijo malhumorada—. Tenía la esperanza de que fuese usted a mostrar un poco de inteligencia en este asunto. ¿Pretende acaso hacerme creer que nunca ha oído hablar de Daleylab?

    —Naturalmente que no pretendo eso —todo el mundo sabía qué era Daleylab... o, al menos, sabía que era una especie de centro de investigaciones militares del más alto secreto, al suroeste de Chicago. Había pasado cerca de ahí en coche docenas de veces—. Pero, señorita Christophe...
    —Inspectora Christophe...
    —Inspectora Christophe, realmente no sé a qué se refiere. Nunca he estado en Daleylab y, ciertamente, no he intentado entrar ahí.
    —Oh, dulce Fátima —dijo con un gemido, juntando las manos por primera vez.

    Me llevé una sorpresa. La inspectora Christophe hubiera tenido problemas a la hora de prestar juramento, de habérselo pedido alguien: no tenía pulgares.

    Naturalmente, no era tan raro ver a gente sin pulgares. Era una sentencia típica para los ladrones reincidentes, los carteristas o, a veces, los culpables de adulterio o de homicidio causado con un vehículo. Pero me pareció de lo más extraño toparme con una inspectora del FBI sin pulgares. Me costó cierto esfuerzo quitarme de la mente la falta de pulgares de Nyla Christophe, pero las cuerdas me estaban empezando a segar la piel de los brazos.

    —Inspectora Christophe —dije, casi con indignación—, no sé de dónde ha sacado esa idea pero, sencillamente, es ridícula. No he estado en las cercanías de Daleylab desde hace un mes, o incluso más tiempo.

    Ella miró a los dos forzudos y luego me miró a mí.

    —No ha estado —repitió con tono pensativo.
    —No he estado allí —dije yo con firmeza.
    —No ha estado allí —repitió como un eco. Y extendió la mano.

    Uno de los forzudos puso en ella una carpeta. Lo primero que había en su interior era una foto. La examinó para asegurarse de que no estuviese al revés y luego la sostuvo ante mí para que pudiese verla claramente. Era la foto de un hombre ante la puerta de un edificio.

    El hombre era yo.

    Era yo, pero vestido con un traje que nunca había tenido, una especie de mono de una sola pieza, del tipo que Winston Churchill había hecho famoso en la Segunda Guerra Mundial. Pero, ciertamente, era yo.

    —Esta foto fue tomada —dijo Christophe con voz inexpresiva— por las cámaras de vigilancia de Daleylab anteayer por la noche. Al igual que estas otras —las fue pasando rápidamente. No todas habían sido tomadas con la misma cámara, ya que el fondo difería de la primera, pero el rostro familiar y las ropas extrañas eran siempre iguales— Y éstas —añadió, sacando de la carpeta una tarjeta alargada—, son sus huellas digitales registradas en el documento de identidad de la universidad del Noroeste. Las de abajo las encontramos en el laboratorio. Sólo había cuatro huellas debajo de las diez que figuraban en la primera línea de la tarjeta... todas las que habían podido encontrar, supuse. Pero incluso un profano era capaz de ver que los curvos y espirales del pulgar y del dedo medio de la mano derecha, así como los índices de ambas manos, se parecían mucho a las huellas usadas como referencia en la parte de arriba.
    — ¡Pero esto no es verdad! —gimoteé.
    — ¿Piensa seguir manteniendo su historia? —preguntó Christophe con incredulidad. — ¡Tengo que hacerlo! ¡No estaba allí! ¡Yo no lo hice!
    —Oh, Dominic, infiernos —suspiró—. Creía que tendría más sentido común —entrelazó sus manos sin pulgares y clavó los ojos en el suelo. No hizo ninguna señal a sus ayudantes. No hacía falta. Sabían lo que venía a continuación y, cuando avanzaron hacia mí, yo también lo supe.


    No me golpearon mucho. Imagino que conocerán las historias sobre cómo tratan a los sospechosos: atendiéndome a ellas, casi no me pusieron la mano encima Por otra parte, creo que no todo son historias, porque una vez le arreglé una hipoteca al propietario de un bar que fue luego arrestado bajo sospecha de vender bebidas alcohólicas de grado alto a una persona menor de treinta y cinco años. Después de eso ya no le hizo falta ninguna hipoteca. Lo que su viuda me contó con un hilillo de voz acerca del estado de su cuerpo cuando lo devolvieron para el entierro bastaría para revolverles el estómago.

    A mí no me pasó nada parecido.

    Me dieron una buena tanda de bofetadas. Duele, claro. Duele el doble cuando estás atado porque no puedes devolver el golpe (bueno, tampoco es que fueras a hacerlo, al menos si sabes lo que te conviene) y ni tan siquiera puedes intentar recibir algún golpe en el brazo en vez de en la cabeza. Bastante antes de que acabasen ya me zumbaban los oídos, pero todos los golpes fueron con la mano abierta, no me hicieron morados ni me desgarraron la piel y hacían una pausa más o menos cada cinco minutos para que la inspectora Christophe pudiera reanudar el interrogatorio.

    —El de las fotos es usted, ¿verdad, Dominic?
    — ¿Cómo puedo saberlo? Se... ¡aay...! se parece un poco a mí.
    — ¿Y las huellas dactilares?
    —No sé nada sobre huellas dactilares.
    —Oh, diablos, seguid, muchachos.

    Al cabo de un rato se hartaron de mi cara. O quizás se dieron cuenta de que estaba empezando a costarme oír a Christophe; fuese lo que fuese, empezaron a darme puñetazos en el estómago y golpes en la espalda. Como seguía llevando sólo el traje de baño, carecía de protección. Dolía. Pero el golpearme en la espalda debía de hacer que a ellos también les doliesen las manos, porque no lo hacían con tanto entusiasmo. Las pausas se hicieron más frecuentes.

    — ¿Quiere cambiar de opinión, Dominic?
    — ¡Maldita sea, no hay nada que cambiar!

    Y luego volvieron a concentrarse en el estómago. Eso sí dolía. Me quedé sin aliento, medio doblado y apenas era capaz de oír lo que decía la inspectora Christophe.

    Y estuve a punto de no enterarme cuando dijo:

    —Maldito chalado, ¿sigue negando que estaba en Daleylab el trece de agosto, sábado? Jadeé, sorprendido. —Espere un momento... —naturalmente, no esperaron; se limitaron a seguir intentando conectar buenos directos en mi encogido estómago—. No, por favor —supliqué, y Christophe les detuvo. Tuve que aspirar hondo un par de veces y logré hablar, finalmente—. ¿Quiere decir el sábado pasado? ¿El trece?
    —Correcto, Dominic. Cuando le cogieron en Daleylab.

    Me senté un poco más erguido. —Pero eso es imposible, inspectora Christophe —dije—, porque el sábado pasado estuve en Nueva York; había ido a pasar el fin de semana. Mi prometida estaba allí. Ella lo atestiguará. ¡De verdad, inspectora Christophe! ¡No sé quién era pero no podía ser yo!

    Bueno, no fue tan fácil. Tardaron un buen par de golpes después de eso hasta quedar convencidos... o no exactamente convencidos pero, al menos, algo confusos. Sacaron de la cama a Greta para confirmar mi historia y ella les dijo que toda la tripulación se acordaría de mí, y les hicieron ponerse a todos al teléfono. Efectivamente, se acordaban. No acompaño muy a menudo a Greta en sus viajes a Nueva York y no tenían ninguna duda sobre la fecha.

    Me desataron y me dejaron poner en pie. Uno de ellos hasta me prestó una gabardina para que me la pusiese por encima del traje de baño y pudiera irme a casa bajo la brillante luz del amanecer. Pero no estaban de muy buen humor. La inspectora Christophe no volvió a hablarme y se limitó a inclinar la cabeza sobre la carpeta, mordiéndose con furia los labios. Uno de los que me golpearon fue quien me indicó que podía irme.

    —Pero no muy lejos, DeSota. Nada de viajes a Nueva York, ¿entiende? Limítese a quedarse allí donde podamos encontrarle cuando queramos. —Pero si he probado que era inocente.
    —DeSota —gruñó—, no ha probado nada. Tenemos todas las pruebas que necesitamos. Fotos de vigilancia, huellas dactilares. Podríamos meterle a la sombra cien años con sólo eso.
    —Excepto por el hecho de que yo no estuve ahí —dije, y no añadí nada más porque Nyla Christophe había alzado los ojos de su carpeta y me contemplaba fijamente.

    Hubiera sido un mero acto de decencia por su parte llevarme a casa, pero no me pareció que valiese la pena quedarme por ahí a pedírselo. Encontré un taxista que me llevó y se esperó mientras yo entraba en casa a coger mi cartera para pagarle. Doce dólares. La paga de un día. Pero nunca he pagado con más alegría una factura.


    El jefe de inspectores William Brzolyak, después de entrar en su propia comisaría local con una automática del 45 en la mano, explicó que había matado a tiros a su mujer y a sus cinco hijos porque le vigilaban a sus espaldas. «Tendrían que haberme dejado en paz», declaró a los reporteros.

    Los bañistas de las playas del South Side se quejaron de la presencia de bolas de una materia grasienta de un color marrón oscuro que flotaban en las aguas del lago y que, aparte de hacer desagradable la natación, constituían un posible riesgo para la salud.

    La tormenta de verano que dejó caer unos quince centímetros de lluvia sobre los suburbios de Nueva York durante un período de cuatro horas fue descrita por los portavoces de la Oficina Meteorológica de los EE. UU. como «una rareza meteorológica». No estaba asociada a ningún sistema frontal o área de baja presión identificados. Sólo en los condados de Queens y Richmond, se estimaron daños materiales por varios millones de dólares.


    18 de agosto de 1983
    11.15 A.M. Nicky DeSota


    Un día después, el asunto ya no parecía tan grave.

    —Fue sólo una confusión de identidad —le aseguré a Greta cuando llamó para despedirse, ya que se iba otra vez de viaje a Nueva York.
    — ¿Incluso las huellas dactilares?
    —Venga, Greta... —dije mirando alternativamente a mi jefe, que me devolvió la mirada con expresión meditabunda, y al reloj que tenía detrás, el cual me decía que sólo me quedaban dos horas antes de comparecer ante el tribunal encargado de los juicios por circulación—. ¡Tú sabes dónde estuve esa noche!
    —Claro que lo sé —dijo suspirando, con un tono de voz como si ya no estuviese muy segura. Supuse que ésos eran los efectos del interrogatorio del FBI. La oí bostezar—. Por el amor de Dios —dijo disculpándose—, espero que no me encuentre así durante el viaje. Ha habido tanto ruido esta noche...
    — ¿Qué ruido? —no me había enterado de nada, pero la verdad es que eso suele ocurrir cuando estoy dormido.
    —Esa especie de rugido, ¿no lo oíste? ¿Algo parecido a un trueno? Aunque no hubo ningún trueno... Perdona —añadió, y pude oír que decía algo, tapando con la mano el auricular. Luego siguió hablando—. Lo siento, cariño, pero están empezando a embarcar. Tengo que marcharme. Te veré dentro de un par de días...
    —Te quiero —dije, pero estaba hablando con un teléfono colgado. Lo que es más, el señor Ruppert avanzaba hacia mí, así que me apresuré a continuar, dirigiéndome al silencioso auricular—: ¡Ojalá tuviese una docena más de clientes como usted! Cuídese, y ya le volveré a llamar cuando tenga las cuotas.

    Colgué y me quedé mirándole con cara de estúpido, para inclinarme de nuevo a toda prisa sobre los papeles que cubrían mi escritorio. Siempre guardo un montón de papeles listos para los días del despacho. Sin embargo esta vez se trataba de auténtico trabajo, cuotas que debía preparar para clientes de seis municipios distintos. Dado que cada municipio tenía sus propios códigos de incendio y seguridad (y, por lo tanto, sus propias pólizas de seguro) y dado que, después de todo, cada cliente difería en lo tocante a sus capacidades de crédito y de pago, tuve que estar dos horas largas dándole a la calculadora. Había esperado comer bien de camino a Barrington, pero tuve que conformarme con un perrito caliente y una cerveza en un restaurante situado junto a la autopista. Llegué dos minutos antes de las 13.30, lo cual significaba que llegaba tarde. Pero no demasiado. El juez ni siquiera había aparecido y, probablemente, no lo haría hasta como mínimo un cuarto de hora después... ésas eran las ventajas de ser juez. Pero todos los demás llevaban allí el tiempo suficiente como para haber entregado su multa, haber hecho su alegato y haber conseguido un número. Conseguí el mío. Para esa sesión habían convocado a cuarenta y dos personas. Yo era el número cuarenta y dos. Tomé asiento en la parte de atrás, intentando hacer cálculos. Número cuarenta y dos... Digamos, siendo muy optimista, un promedio de minuto y medio por caso. Eso significaba que el juez llegaría al mío al cabo de una hora y algo más. De todos modos, me dije para tranquilizarme, no estaba tan mal el asunto, dado que tenía un maletín lleno de informes de crédito por comprobar. Podía seguir sentado ahí, en la última fila, y adelantar un poco mi trabajo.

    Abrí el maletín, saqué la primera media docena de carpetas y eché un vistazo a los alrededores, moderadamente satisfecho con mi suerte. Para alguien que no hubiese estado nunca antes en un tribunal de tráfico, era interesante. El atril del juez parecía de juguete y estaba flanqueado por dos banderas. La de la izquierda era el viejo estandarte de las barras y las estrellas, con las cuarenta y ocho estrellas brillando sobre fondo azul; a la derecha, la bandera blanca de Illinois. Entre las dos...

    Entre las dos había un letrero en la pared. Decía:

    PROHIBIDO FUMAR
    PROHIBIDO COMER
    PROHIBIDO BEBER
    PROHIBIDO LEER
    PROHIBIDO ESCRIBIR
    PROHIBIDO DORMIR


    O sea que la tarde no iba a ser tan productiva como había creído.

    Hice la prueba de abrir el maletín encima de mi regazo, pero la prueba dio negativo. Un tipo ya mayor y entrado en carnes, con el uniforme del Departamento de Policía de Barrington, se acercó por el pasillo para ver qué hacía. Parecía no haber regla alguna en contra de tener materiales de lectura o de escritura encima del regazo; no me dijo que los guardara. Pero era fácil ver que estaba esperando a saltarme encima... el más pequeño garabato, la más mínima palabra leída con el rabillo del ojo y ¡pum!

    Le dirigí una sonrisa conciliadora y me volví hacia el ciudadano que estaba sentado dos asientos más allá.

    —Hace calor, ¿verdad? —le pregunté—. Podrían poner en marcha los ventiladores...
    —Los ventiladores no funcionan —eso fue todo lo que dijo. No había ninguna regla que prohibiese hablar, pero no parecía dispuesto a correr riesgos.

    Una voz, detrás de mí, me lo explicó:

    —Funcionan, pero las facturas de electricidad del tribunal están subiendo demasiado... —Me di la vuelta y vi a un joven vestido con elegancia que me sonreía; llevaba chaqueta y pantalones blancos y, junto a él, en un asiento vacío, había un sombrero blanco de panamá. Un vestuario de lo más deslumbrante, pensé—. Pero cuesta seguir despierto, ¿no? —añadió—. Especialmente con ese ruido que no deja dormir por las noches.

    Otra vez lo del ruido. Volví a decir que yo no había oído nada y tanto él como el otro ocupante de mi fila se mostraron dispuestos a darme más detalles. Como si viniera del cielo, ¿sabe? No, no es como un aeroplano... con un aeroplano se pueden oír los motores; esto no era un motor, parecía más un rugido... aunque, sí, puestos a pensarlo, parecía venir de cerca del aeropuerto. ¿Midway? No, Midway no... ese pequeño campo privado de aviación que hay hacia el noroeste, Oíd Orchard, así lo llaman, aunque algunos deseaban cambiar el nombre por el de O'Hare. Y, ¡amigo!, ese ruido era realmente algo extraño. En eso todos estaban de acuerdo (todos excepto yo, que no tenía gran cosa que aportar al asunto salvo mis oídos) y probablemente podríamos haber seguido hablando media hora más sobre el tema si el ujier no hubiese exclamado en voz alta:

    —Su Señoría Timothy P. Magrahan. ¡Pónganse todos en pie!

    Y todos nos pusimos en pie. Su Señoría entró en la sala del tribunal, sudando bajo sus negras ropas judiciales de un dólar noventa y ocho, contemplándonos como un actor que cuenta, sin demasiado placer, lo escaso de su auditorio. Cuando se nos permitió sentarnos de nuevo, lanzó un suspiro y nos soltó un breve discurso:

    —Damas y caballeros, la mayor parte de ustedes se encuentran hoy aquí por haber sido acusados de cometer faltas de circulación. Bueno, no sé qué tal se sentirán ustedes, pero, en mi opinión, esto es algo que hay que tomar en serio. Una falta de circulación no es una cosa sin importancia de la que no deba uno preocuparse. Ni mucho menos... Una infracción del código es una agresión contra el propio hecho de conducir. Y esa agresión es una falta contra la buena gente que nos permite conducir... nuestros amigos de Oriente Medio, incluyendo al propio Mekhtab ibn Bawzi. Una falta contra nuestros amigos de Oriente Medio es una falta contra los principios de tolerancia religiosa y amistad democrática entre los pueblos...

    No me sorprendí demasiado cuando mi atildado vecino me comentó en un susurro al oído que el juez Magrahan se presentaba en noviembre a la reelección. Cuando el juez llegó al punto en que nos hablaba de la ofensa contra el Corán entendida como una ofensa a la religión en general, incluyendo nuestras propias particularidades judeo-cristianas, empecé a darme cuenta de que aquella multa de tráfico podía ser algo serio. Mi única esperanza de salir bien librado hubiera sido que el oficial que me había denunciado no se hubiese presentado ante el tribunal. Y no era así. Había un banquillo en un lado de la sala y entre los cinco o seis hombres sentados en él (un par con uniforme de la policía del estado, los demás procedentes de varios municipios) se encontraba mi buen amigo de Meacham Road. También él sabía que yo estaba allí. No me sonrió ni me hizo ningún gesto, pero de vez en cuando sentía sus ojos clavados en mí.

    En el primer caso compareció ante el tribunal una mujer joven de aspecto asustado, con un bebé en un cochecito: más de cien kilómetros por hora en una zona con límite máximo en los noventa. Multa de veinticinco dólares y seis meses de suspensión del permiso de conducir. El segundo caso fue peor: conducción bajo la influencia del alcohol, tercera falta, junto con imprudencia temeraria y hacer caso omiso de las señales que indicaban la obligación de parar. Era un hombre que no tendría más de veinte años y no logró abandonar la sala por sus propios medios. Uno de los oficiales se lo llevó esposado para que esperase la sentencia y, al irse, pude ver cómo se contemplaba meditabundo los pulgares, como si no esperase conservarlos durante mucho tiempo.

    Me erguí en mi asiento y dejé el maletín en el suelo. La mayor parte de los presentes en la sala estaban haciendo lo mismo. Parecía que el juez Magrahan ya había decidido su estrategia política: perder votos entre la gente a la que había sentenciado le costaría menos de lo que iba a ganar construyéndose una reputación como intrépido en pro de la seguridad viaria.

    Pensé que también debía considerarse el hecho de que la mayor parte de los que esperaban ser juzgados procedían, como yo, de otros municipios y, por lo tanto, carecían de interés para el recuento de votos del juez.

    Así que permanecí sentado durante media hora, viendo cómo el juez impartía justicia a sus súbditos, uno por uno. Decidí que éste no era mi mes. La inspectora

    Nyla Christophe ya había sido bastante mala pero, al menos, había sido capaz de quitármela de encima. Con este juez no tenía ni la menor esperanza. Vi cómo mi conocido del traje blanco vagabundeaba por la sala del tribunal como un amigo de la familia en una fiesta campestre, deteniéndose para hablar con uno y otro de vez en cuando. Empecé a fijarme más en él cuando se agachó para decirle algo al oído del policía que me había multado. Cuando el policía me miró, meneando la cabeza, me senté aún más recto. Cuando unos dos minutos después los dos salieron juntos de la sala, aún hablando, estuve a punto de ponerme en pie para seguirles; pero el ujier que tan concienzudamente me había estado vigilando mientras abrí el maletín estaba al extremo de mi fila, observándome con aire dubitativo. Me quedé sentado, aunque sólo durante un rato. Cuando, unos minutos más tarde, la curiosidad venció a la cautela ya era demasiado tarde.

    — ¿El lavabo de caballeros? —le musité al ujier; y él hizo un gesto de asentimiento. Me dirigí hacia donde había señalado; ni el policía ni el hombre de blanco estaban a la vista.

    Y cuando, media hora después, el secretario del tribunal pronunció al fin mi nombre, el juez conferenció en voz baja con otro ujier y luego me miró frunciendo el ceño.

    —Señor DeSota —dijo—, el oficial que le multó ha sido convocado para cumplir una tarea policial urgente y no puede testificar en su contra. Por lo tanto, y cumpliendo la ley, no tengo más opción que dejar los cargos sin efecto. Es usted un hombre libre, señor DeSota, y me permito añadir que un hombre muy afortunado.

    Estuve totalmente de acuerdo.

    Estaba tan contento por haberme librado del embrollo, que no me enteré de que el zumbador estaba sonando hasta cuando ya me hallaba a medio camino de casa. Me detuve en una gasolinera y mientras mi depósito se llenaba de gasolina super llamé al centro de mensajes. Esta vez habían hecho la conexión con toda exactitud y la telefonista tenía anotadas todas y cada una de las palabras del mensaje. Por lo tanto, en esta ocasión fue el mensaje en sí lo que me dejó totalmente atónito. Pronunciado sílaba a sílaba, con mucho cuidado, decía:

    —No necesita saber mi nombre, ni tampoco la razón de que me importe lo que le suceda, ni cómo sé quién es usted ni nada por el estilo. Pero si quiere que le ayuden con la dama sin pulgares, tómese un bocadillo de atún y lechuga en la cafetería Carson, en Pirie, Scott, esta tarde a las seis.
    — ¿Eso es todo? —pregunté.
    —Sí, señor —dijo la telefonista, toda mieles y competencia profesional—. ¿Quiere que le repita el mensaje? ¿No? ¡Entonces permítame que le diga, señor, que mensajes como el suyo son, de vez en cuando, los que hacen de este trabajo algo divertido e interesante! Gracias, señor DeSota, muchas gracias.
    —No hay de qué —dije, y me quedé mirando por el parabrisas hasta que el mozo del surtidor llamó con los nudillos en el cristal—. Lo siento —dije, y busqué en mis bolsillos el dinero necesario para pagarle... ¡sesenta y nueve centavos el galón! Si le hubiese echado una mirada a los precios jamás me hubiera parado ahí.

    Pero no tenía espacio suficiente en mi mente para pensar en ello; estaba demasiado ocupado pensando en el mensaje. Y en el asunto de la confusión de identidad con el FBI. Y en todas las demás cosas raras que estaban empezando a invadir mi vida y el mundo. En circunstancias normales no hubiera hecho caso del mensaje. Era exactamente el tipo de asunto de aspecto turbio del que cualquier persona medianamente inteligente se hubiera mantenido alejada. El tiempo que invirtiese yendo allí sería, como mínimo, tiempo perdido para el negocio principal de mi vida: a saber, hacer hipotecas para gente que necesitaba comprar casas. El jefe no estaría nada complacido. Y todo el asunto tenía mal aspecto. Si iba, podía muy fácilmente meterme en líos de los que luego sería incapaz de salir.

    Naturalmente, fui.

    Una vez, Greta y yo leímos una novela en la que uno de los personajes decía algo así como: «Ella entró en los grandes almacenes, uno de esos sitios donde las mujeres entran con gran alegría pero al que muy pocos hombres están dispuestos a seguirlas.» Greta dijo que eso le parecía un poco insultante para las mujeres.

    —A las mujeres no les gusta comprar —dijo—. Ocurre, sencillamente, que deben hacerlo. Ellas son las que compran la comida, las cosas del hogar y todo lo que hace falta comprar cuando se tiene una familia.
    —No compran los coches —señalé yo.
    —No, por descontado. Naturalmente, no compran nada que exija un gran desembolso de capital —concedió ella—. Pero ese tipo de cosas se compran una vez cada bastantes años. Y casi cada día hay todo tipo de artículos de consumo que deben comprarse. Si una mujer pasa gran parte de su tiempo haciéndolo es porque se trata de su trabajo, igual que comparar precios y valores. Así es como conserva el poder adquisitivo familiar. El que le guste o no carece de importancia, dado que debe hacerlo de todos modos.
    —Cierto, cariño —dije yo, sonriendo.

    Esa sonrisa no le gustó nada.

    —No, Nick, ¡hablo en serio! No deberías decir que a las mujeres les gusta comprar. Deberías limitarte a decir que es su trabajo.
    —Vamos, Greta —dije intentando ser razonable—, piénsalo un poco más, ¿quieres? ¿Cómo puedes decir que es insultante para alguien decir que le gusta su trabajo? A mí también me gusta el mío.
    —No es lo mismo —dijo, pero ya no con tono de enfado, y luego cambió de tema.

    Era muy buena para eso. Greta no era ninguna sufragista. Me había dicho un centenar de veces que si tuviese derecho de voto no sabría qué hacer con él. Pero lo que sucedía con Greta es que tenía un buen trabajo de azafata, y eso la hacía un poco... bueno, no quiero decir que la masculinizase, ni nada parecido. Tampoco es que la hiciese exactamente independiente. Y, naturalmente, todo era hablar por hablar; si alguna vez yo sacaba el tema ya sabía lo que diría, y cuando ya estuviéramos casados se habrían acabado esas ideas raras.

    Aunque de vez en cuando me preocupaba un poquito.

    Pero en esos momentos mis preocupaciones eran mucho más inmediatas. Lo que me hizo pensar en todo eso fue que, al examinar los alrededores de la cafetería Carson, tuve la sensación de que aquel párrafo de la novela había dado exactamente en el blanco. Habría unos cien clientes esparcidos por el gran local (plantas colgando por todos lados y muebles verdosos de estilo porche campesino), y noventa y cinco de ellos eran mujeres. No había ningún hombre solo, ni ninguna pareja de hombres. Puede que de vez en cuando hubiese una pareja, con el hombre tirando a mayor y siempre con esa mirada de perro apaleado de Oh Dios-mío-me-he-metido-en-el-lavabo-de-señoras.

    Supongo que por eso creí que mi Comunicante Misterioso sería una mujer. Eso muestra lo dignas de confianza que son mis deducciones. Después de veinte minutos y cuando la camarera, ya algo entrada en años, había acudido por tercera vez a preguntar si había decidido qué pedir, le dije que sí. Después de otros veinte minutos llegó mi bocadillo de atún y ensalada.

    Y veinte minutos más tarde (cuando ya me había comido la mitad del bocadillo, intentando dejar la otra mitad en mi plato como señal para que me reconociesen), sentí que alguien pasaba rápidamente detrás mío. Cuando alcé la vista ya había un hombre sentado al otro extremo de la mesa.

    Le conocía. No llevaba el traje blanco, pero tampoco habían pasado tantas horas.

    —Bien, hola —dije yo—. Debí adivinar que sería usted.

    La camarera andaba por ahí cerca; él la miró y luego frunció el ceño exageradamente, mirándome.

    —Vaya, hola —dijo, con el tono propio de dos viejos conocidos de negocios que se encuentran por casualidad, sin la menor sorpresa. Pero si conocía mi nombre no lo utilizó. Todo se redujo a «Cuánto tiempo sin vernos» y «Entonces, ¿cómo estás?» y tonterías por el estilo a las que no esperaba realmente que yo contestase. Cuando la camarera hubo anotado su pedido y estuvo lejos, me dijo, en el mismo tono de charla—: No le han seguido hasta aquí. No hay nadie en el restaurante que le vigile. Podemos hablar.

    La cantidad de misterio que estoy dispuesto a tolerar tiene un límite. Cogí la otra mitad de mi bocadillo y le examiné mientras lo mordía. Era joven, tendría dos o tres años menos que yo. Un rostro de aspecto franco, con pecas, y el pelo color arena... El chico de la puerta de al lado, el que sabes perfectamente que nunca hará nada turbio o ilegal. Sólo que ahí estaba, actuando como si estuviésemos fuera de la ley.

    — ¿De qué vamos a hablar? —pregunté, con la boca llena de atún y pan de trigo crujiente—. Y, de paso, ¿con quién estoy hablando?

    Hizo un gesto de impaciencia.

    —Llámeme Jimmy. Los nombres no importan. Lo que importa es, ¿qué intentaba hacer en Daleylab?
    —Ah, Jimmy —dije con tristeza, y dejé en el plato los restos de mi bocadillo—. Esto es una estupidez —dije—. Vuelva y cuéntele a la inspectora Christophe que el truco no ha funcionado.

    Me contempló en silencio durante un rato, con el ceño fruncido, mientras la camarera dejaba en la mesa su bocadillo de queso y jamón.

    —No es ningún truco —dijo luego.
    —Es solamente un truco, Jimmy. Nunca he estado en las cercanías de Daleylab y será mejor que usted y la inspectora Christophe se enteren.
    —Deje de tomarme el pelo —dijo—. Tienen su foto.
    —Es falsa.
    — ¿Y las huellas digitales? ¿Falsas también?
    —Todo lo que tengan para demostrar que intenté entrar en Daleylab el sábado pasado por la noche es falso —dije con firmeza—, porque no estuve allí. Masticó su bocadillo de jamón y queso, estudiándome con cara de sospecha. Yo lo estudié a mi vez. No sólo era más joven que yo, también era más alto y mucho mejor parecido. Y estaba pero que mucho mejor vestido que yo. El traje blanco que había llevado esa tarde era deslumbrante. Este no lo era, pero el corte era magnífico y el tejido, inglés auténtico... como mínimo setenta y cinco dólares. Y los zapatos, que hacían juego, estaba bien seguro de que no habían salido precisamente de ningún Thom McAn. —Nyla cree que los testigos de su coartada mienten —dijo de pronto.

    Recogí los restos de mi bocadillo y volví a dejarlos en el plato.

    — ¿Cómo sabe lo que piensa Nyla Christophe si no es usted del FBI?
    —Somos amigos —me explicó—. Tengo muchos amigos en la policía... no sólo en el FBI. Tendría que haberse dado cuenta.
    —Sé lo que hizo —dije yo—. Pero no sé por qué razón.
    — ¿Por qué no iba a hacerle un favor si me apetece? —me preguntó—. Volvamos a sus testigos. ¿Mienten?
    — ¡No! Y, si lo hicieran, ¿acaso iba a decírselo? Pero no están mintiendo.

    Masticó el resto de su bocadillo en silencio, con los ojos clavados en mí como si algún cambio de mi expresión pudiese resolverle el problema. Dejé que se estuviese callado. Yo acabé mi bocadillo, me bebí el café que me quedaba y le hice una señal a la camarera para que lo volviese a llenar. El señaló su vaso con el dedo indicando lo mismo y, cuando la camarera desapareció, me dijo:

    —La verdad es que no creo que mientan. —Me alegra oírlo.
    —Oh, Dominic, no me venga con esas pamplinas. ¿Sabe que está metido en problemas hasta el cuello?

    No lo sabía.

    — ¡La inspectora Christophe me dijo que podía irme a casa! —protesté.
    — ¿Por qué no iba a decírselo? No podría salir de la ciudad sí lo intentase. No ha terminado con usted.
    — ¿Por qué no, maldita sea?
    —Porque —me explicó—, las fotos y las huellas dactilares no mienten.
    — ¡Pero yo no estuve ahí!
    —Juraría que lo dice de veras —contestó lentamente—. Y creo que sus testigos también son sinceros, y eso es difícil de tragar. Creo que incluso podrían pasar la prueba de un detector de mentiras.
    — ¿Por qué no? No estamos mintiendo.
    — ¡Oh, Dominic, infiernos! —explotó—. ¿No sabe que necesita ayuda?
    — ¿Va a ayudarme? —le pregunté.
    — ¿Yo? No —dijo—. Pero sé de alguien que podría hacerlo. Pague la cuenta, Dominic, y vamos a dar una vuelta.


    En esta época de agosto el sol no se pone hasta las ocho, o más tarde, pero ya había oscurecido del todo cuando llegamos a nuestro destino. Al salir de los suburbios de Chicago en dirección al sur, el tráfico era bastante escaso. Pasamos junto a kilómetros de trigales y docenas de pueblecitos y cada vez que le preguntaba al tal Jimmy adónde íbamos se limitaba a menear la cabeza.

    —Cuanto menos sepa —dijo—, en menos problemas podrá meter a nadie. —Entonces, ¿cuándo vamos a llegar? No soy ningún pájaro nocturno, Jimmy, tengo un trabajo y esperan que me presente en él por la mañana...
    —Lo que tiene —dijo con tono paciente, al detenerse delante de un semáforo—, es un problema con el FBI. Y si no lo pone en claro, ningún otro problema va a tener la menor importancia.
    —Sí, Jimmy, claro, pero...
    —Pero nada, y deje de refunfuñar —me ordenó—. Ya casi estamos, es justo en las afueras de este pueblo. «Este pueblo», según el cartel que había en la carretera, se llamaba Dixon, Illinois, población 2.250, donde los del Rotary y el Lyons Club se reúnen cada jueves y viernes en el Holiday Inn. Nos desviamos de la calle principal para entrar en una plaza con un cañón de 75 milímetros de la Segunda Guerra Mundial sobre una franja de césped, seguimos unas cuantas manzanas y luego Jimmy hizo girar el coche con un agudo chirriar de neumáticos para meterlo por un sendero privado.

    No me explicó a quién pertenecía el sendero privado. No había ningún lindo cartelito que dijese «Bien venido a los Acres Bien Escondidos», ningún nombre, nada que lo identificase y, ciertamente, nada que nos hiciera sentirnos bien venidos. Más bien al contrario... Lo que distinguía a aquel sendero de todos los demás era la reja que nos obligó a detenernos en la curva siguiente. Había una pequeña garita de vigilancia junto a la reja y de ella surgió, algo encorvado, un centinela enorme que, a diferencia de la garita, no era de madera.

    —Documentos —ordenó. Jimmy le pasó algo. No sé de qué se trataba, pero le dejó satisfecho. Bueno, casi. Lo examinó durante un tiempo, lamiéndose los labios. Luego descolgó un teléfono y discutió con alguien al otro extremo de la línea. Finalmente alzó la rechinante barrera y nos indicó con una seña que pasáramos.

    Medio kilómetro después, más o menos, el sendero se bifurcaba para rodear una extensión de césped con una fuente. Dimos la vuelta y nos detuvimos delante de un porche de enormes columnas blancas. Ya lo había visto antes... creo que en Lo que el viento se llevó. Y los criados procedían de la misma película. Un joven negro de expresión alegre avanzó hacia nosotros por un lado meneando la cabeza para coger el coche de Jimmy y llevarlo a un invisible aparcamiento que había detrás de un bosquecillo de manzanos en flor. Una negra gorda de mediana edad surgió desde otro lado para dejarnos entrar en la mansión. No saludó a Jimmy por su nombre y no me hizo el menor caso. Tampoco hizo preguntas ni nos dio ninguna respuesta. La lista de cosas que no hizo, de hecho, era muy larga. Lo que sí hizo fue lo siguiente: nos condujo en silencio a través de un enorme vestíbulo de tres pisos con una escalera en forma de espiral, recubierta de alfombra, que llegaba hasta la entrada; luego por un pasillo; después por una especie de pequeño saloncito con una chimenea y sillones y un diván de cómodo aspecto, todos vacíos; y nos hizo franquear una puerta de vidrio para, finalmente, dejarnos en un lugar que parecía la combinación de un gimnasio y un invernadero. Fuera ya hacía bastante calor, pero en el interior hacía el doble. El lugar estaba lleno de plantas tropicales que llegaban hasta el techo de cristal, con lianas que se aferraban a los árboles y una especie de olor general a jungla, plantas podridas y tierra húmeda.

    En medio de todo eso había una piscina, larga y estrecha. En la piscina, un hombre de edad avanzada. Y en el hombre, nada de ropa. Estaba muy flaco, pero eso no parecía preocuparle. Parecía estar nadando un largo tras otro. Llegó a nuestro extremo de la piscina con abundantes chapoteos, lanzó un jadeante «Noventa y ocho», siguió nadando con una torpe especie de crawl australiano hasta el otro extremo («Noventa y nueve») y volvió hacia nosotros a toda velocidad, atravesando grácilmente el agua con los brazos por delante de su gorro de baño blanco y alzando remolinos de espuma detrás de él al vigoroso ritmo de sus patadas.

    —Cien —dijo respirando hondamente, y se agarró al borde de la piscina. Otro joven negro, éste más bien de aspecto grave, le alargó una toalla con la que se frotó el rostro para mirarme luego sonriente—. Buenas noches, caballeros —añadió.

    Yo emití un ruido que no era un «Buenas noches» pero que, al menos, era cortés. Jimmy estuvo mejor. Se acuclilló junto a la piscina, agarró una de las húmedas y resbaladizas manos del viejo nadador y se la estrechó con entusiasmo.

    —Ron —dijo de todo corazón (al menos, sonaba como si lo dijese de todo corazón) —, no puedo decirte lo agradecido que estoy de que hayas querido vernos esta noche.
    —No te preocupes —dijo cortésmente aquel hombre—. Después de todo, Larry, dijiste que éste era un caso muy importante de peligro para las libertades civiles.
    —Sí, creo que lo es —dijo «Jimmy» con tono decidido, cuidándose muy mucho de mirarme para ver si me había enterado de su nuevo nombre—. Se trata de Dominic, aquí presente. Tiene un problema fuera de lo común con el FBI. Ellos dicen que le detectaron intentando entrar en una instalación secreta de investigación del gobierno. Tienen fotos y huellas dactilares para probarlo. Pero él tiene testigos a toda prueba que demuestran que en esos momentos se hallaba a más de mil kilómetros de ese lugar.

    Ron había salido de la piscina y se estaba secando vigorosamente con la toalla. Debía de tener unos setenta años, pero cuando me fijé en lo sólido de su torso y en la total ausencia de grasa superflua alrededor de su cintura, mi único deseo fue que yo pudiese vivir hasta llegar a sus setenta años. No sólo tenía buen aspecto, sino que, además, me resultaba familiar. Acabó de secarse, dejó la toalla sobre las baldosas y permitió que el negro le pusiese un albornoz de sarga blanca.

    —Larry, ya no hago películas de detectives —dijo, sonriendo, y me di cuenta de por qué me resultaba familiar. Era actor. O, al menos, lo había sido. De cine... Nunca había llegado a ser una gran estrella, pero era uno de esos rostros que ves una y otra vez hasta que tu subconsciente lo recuerda aunque el resto de tu mente lo olvide. Hasta que hubo alguna especie de escándalo... ¿Escándalo? Un jaleo de algún tipo. No podía acordarme de los detalles, pero le habían despedido. No sólo del trabajo de actor, sino de la industria del cine en general. Quizás había sido algo político. Fuese lo que fuera, había ocurrido mucho tiempo antes. Justo después de la Segunda Guerra Mundial, justo cuando yo estaba empezando a prepararme para nacer, y ahora el viejo Ron tenía como mínimo setenta años, puede que algo más. Un anciano de lo más apuesto, aun sin contar la esbelta cintura y la anchura de sus hombros, con una sonrisa muy atractiva y un mechón de cabellos blancos que le caía constantemente sobre los ojos.

    Ese era su aspecto. El viejo Ron no se quedó junto a la piscina. Nos guió hasta la habitación de los sillones y el diván. En los cinco minutos que habían pasado desde que la cruzamos, alguien había encendido el fuego en la chimenea y había colocado botellas y vasos en una alacena. Un tercer joven negro, quizás el mismo que había encendido el fuego y preparado las bebidas, apareció para atender nuestras peticiones mientras Ron se instalaba en el sillón más cercano a la chimenea, alzando los pies desnudos para que se calentasen, confortablemente apoyados en un puf. ¿Se acuerdan aún de que era agosto? Podía entender que tuviese sus deditos algo fríos, pero estaba igualmente seguro de que debía de existir algún medio de calentarse mejor que caldear todo aquel maldito cuarto.

    Cuando todos tuvimos en las manos nuestras bebidas, él levantó su vaso en un brindis, engulló con viveza la mitad del contenido y luego volvió a obsequiarnos con su atractiva sonrisa.

    —Bien, Larry —dijo—, ¿qué especie desgraciada de incompetente sin remedio me has traído esta vez?


    La centralita de la WGN fue repentinamente inundada de llamadas a mitad de un partido de los Cubs. Cada llamada era una queja y todas las quejas eran la misma. La emisión había sido tapada en el momento culminante de la tercera manga por alguien que estaba describiendo un partido de rugby. No se trataba tanto de verdaderas quejas como de preguntas llenas de curiosidad: ¿quién había oído hablar jamás de rugby profesional en agosto?


    19 de agosto de 1983
    9.15 P.M. Larry Douglas


    Mi tipo de trabajo requiere tener los ojos siempre bien abiertos. Miren, yo no recibo el cheque de la paga cada semana. Hay muchas semanas en que sólo tengo un cero enorme y redondo, y algunas en las que acabo con saldo negativo. Así que cuando tengo una oportunidad he de ganarme un dólar, sea como sea.

    Cuando Nyla me habló del pobre desgraciado que habían pillado la noche antes, del mismo modo que Nyla me había contado montones de veces cosas útiles, decidí que más me valdría verle de cerca. Había husmeado una posibilidad, aunque aún no estaba muy seguro de qué se trataba.

    Siempre hay un modo de comprobar las oportunidades si uno es capaz de buscarlo, y ésta era fácil. No fue ningún problema dejarme caer en su sesión del tribunal... y tampoco fue nada del otro mundo conseguir que el viejo agente Pupp retirase los cargos.

    —Si tú dices que está en regla, Larry...
    —Lo digo.
    —Entonces le diré al ujier que tengo que volver al trabajo. Pero dile a tu amigo que la próxima vez ande con más cuidado. —Se lo diré —le prometí, y le pasé un billete de veinte al darnos la mano.

    Para mí eso es un gasto normal del negocio. En mi tipo de trabajo siempre es bueno mantener la amistad con los polis. Puede que eso no les impida buscarte las cosquillas de vez en cuando, pero al menos es probable que no lleguen al tercer grado.

    Como solía decir mi mamá, probablemente he salido al abuelo Joe. Antes de llegar aquí y cambiarse de nombre, fue ladrón de bancos. Usaba pistola, naturalmente. Yo no la he utilizado jamás, pero la verdad es que, con gente tan confiada como para comprar en cualquier esquina anillos de diamante garantizados sin tacha, o invertir en valores petrolíferos de doble rentabilidad asegurada en el mostrador de un bar, no me hace mucha falta. A menos que uno de ellos logre ponerme la mano encima... Y mientras siga en tan estrechas relaciones con Nyla Christophe, no es muy probable que ocurra eso sin que yo tenga al menos un aviso cierto tiempo antes. Por lo tanto, la mantengo contenta de todas las maneras que puedo y, a decir verdad, en algunas de ellas soy condenadamente bueno.

    También mantengo contentos a los árabes, aunque no exactamente del mismo modo. Hay que poner el límite en algún sitio, así que con ellos no hago negocios. Ya no... Bueno, la otra mitad del asunto es que, realmente, les gustan los chicos bastante más jóvenes de lo que yo soy ahora.

    A veces pienso que me hubiera gustado más ser honrado, pero vivo en el mundo que me ha caído en suerte.

    Así que cuando vi en qué andaba metido aquel primo tuve la inspiración de meter en el asunto a Ron. También le he mantenido contento a él... como una especie de inversión, suponiendo que tarde o temprano encontraría una forma de rentabilizarla. Cuando insultó al primo, a DeSota, supe que estaba en lo cierto. Entiéndanme, la verdad es que Ronnie es un bastardo de la peor especie, pero si sabes cómo manejarle conseguirás que haga casi cualquier cosa. Y yo sé cómo manejarle.

    —Ron... —dije, con tono serio y lleno de gravedad, con aire de no querer ocultar nada—, tienes razón. Tendría que haberlo visto yo mismo.

    Me guiñó el ojo por encima de su vaso de escocés, frunciendo humorísticamente una ceja con su gesto habitual.

    — ¿En qué tengo razón, Larry? —me preguntó.

    Realmente, era un guiño soberbio. Se lo habían enseñado en los estudios de la MGM en los viejos tiempos, antes de que se metiera en sindicatos y cosas parecidas. Aunque la verdad es que más valía no confiar demasiado en el guiño o la sonrisa, porque podían desaparecer tan de prisa como los escotillones que ocultaban los cañones del almirante Nelson, y entonces... bum, muerto.

    —Tienes razón —contesté—, en que Nicky DeSota, aquí presente, es un panoli que se ha metido en líos con el FBI y yo no tenía ningún derecho a traerle aquí y pedirte que le sacaras de esos líos.

    Naturalmente, a DeSota casi le llegó el mentón al suelo. Pero el único mentón que importaba aquí era el de Ron, y lo único que hizo fue avanzar hacia adelante. Los ojos se entrecerraron. Todo su rostro cobró el aspecto acerado del alguacil a cuyos oídos acaba de llegar la noticia de que, después de todo, el forajido no se ha ido de la ciudad.

    —Pienso —dijo con firmeza—, que deberías contarme de qué va y dejarme tomar mis propias decisiones.
    —Ron, no quiero causarte problemas.
    —Larry, los problemas son algo a lo que estoy acostumbrado —me contestó con tono cortante, y casi me pareció verle examinando su reflejo en una de las vidrieras de la puerta.

    ¿Qué otra cosa podía hacer? Exactamente lo que deseaba, por supuesto.

    —Tienes razón, Ron —dije, y empecé a ponerle al corriente. Tardé un poco de tiempo. Ron no es lo que uno llamaría rápido de reflejos. Y DeSota tampoco lo era. Por el rabillo del ojo le vi con los ojos clavados en el suelo y cara de mal humor, pero no alzó la mirada ni dijo una sola palabra.

    Y la verdad es que no tenía motivo de queja en cuanto a cómo narré su historia. Expliqué que era claramente un caso de confusión de identidad, aunque a juzgar por las apariencias la persona que había sido detectada en Daleylab era el gemelo de Dominic. Luego hice una pausa mientras Ron pedía con una seña otra ronda de bebidas y permanecía inmóvil unos momentos, digiriendo todo el relato.

    —Ese otro tipo tenía su mismo aspecto, ¿no? —preguntó Ron, dispuesto a dejarlo todo bien claro.
    —Aja, igualito.
    — ¿Y tenía las mismas huellas dactilares?
    —Eso es, Ron.
    —Pero no era él —concluyó Ron.

    Asentí con la cabeza.

    —Entonces —dijo Ron, recapitulando brillantemente todo el asunto—, tal y como yo lo veo es un caso claro de confusión de identidad.

    Le obsequié con un pequeño meneo admirativo de la cabeza y, con una mirada, intenté decirle a Dominic que me imitase. Pero Dominic no estaba dispuesto a colaborar. Siguió callado y me lanzó una mirada que era puro hielo. Dominic DeSota no estaba nada complacido conmigo, pero eso era porque no entendía el modo de llevarse bien con el viejo Ronnie.

    Ronnie se puso en pie.

    —Larry —dijo—, tú y Nicky os quedaréis a cenar, naturalmente. —Naturalmente. ¡Ya eran las diez de la noche pasadas! Sólo una ex estrella de cine mantendría horarios semejantes—. Quedaos aquí bien cómodos mientras me pongo algo encima, ¿vale? Si os gusta la música, decidle a Hiram que ponga el estéreo.

    Y con esas palabras nos dejó para ir a arreglarse, lo cual no creo fuese fácil.

    — ¿Qué diablos está tratando de hacer? —preguntó DeSota apenas el viejo estuvo lo bastante lejos como para no oírnos.

    Intenté calmarle.

    —Vamos, vamos, tranquilo. ¿No ha visto lo que estaba haciendo?
    — ¡Espero no haberlo visto!
    —Estaba poniéndole de su lado, eso es todo —le expliqué—. Mire, Ron es un liberal hasta la médula. Su compromiso es inquebrantable. Le pusieron hace años en las listas negras de Hollywood por actividades sindicales y...

    Me detuve porque el joven negro había vuelto a entrar en la habitación.

    —Un poco de música, con los cumplidos del amo, caballeros —musitó, y desapareció nuevamente. Una música de melenudos emergió suavemente de unos altavoces ocultos. Me alegré de ello; hacía menos probable que nadie pudiese escuchar lo que estábamos diciendo.
    —De cualquier modo —concluí—, tuvo suerte. Invirtió sus ganancias de las películas en propiedades inmobiliarias de Illinois, y acabó siendo muy rico.

    Dominic seguía frunciendo el ceño.

    — ¿Liberal, ha dicho?
    —Sí, Nicky, pero en su caso no es nada malo porque es rico. A nadie le importa que un hombre rico sea algo rosado... saben que no hará nada para cambiar el estado de las cosas.
    —Entonces, ¿para qué hemos venido? —me preguntó.
    —Porque si Ron se interesa por usted, puede ayudarle mucho. ¿Tiene alguna otra oferta?

    Se encogió de hombros de mala gana.

    Dejé las cosas en ese punto. No le había dicho que la otra razón de que a nadie le importase que las opiniones políticas de Ron fuesen algo izquierdistas era que a nadie le importaba un rosado que sólo hablaba y no actuaba. Y eso era lo que hacía Ron.

    Pero aún no estaba preparado para que Dominic DeSota lo descubriese.


    —Esta es mi querida esposa, Janie —dijo Ron galantemente.
    —Encantada —dijo ella, una vez DeSota y yo le hubimos dicho que nos alegrábamos muchísimo de conocerla. Después de eso, nos condujeron hasta el comedor, que no era sólo grande. Una habitación en la que puedan sentarse unas veinte personas es grande. Aquélla podría haber servido como salón de convenciones para el Gran Ejército de la República. Era enorme. Y a nuestro alrededor sonaba la música. — ¿Le gusta el sonido? —le dije a Dominic, al otro lado de la mesa. Giraba la cabeza a un lado y a otro, como suele hacer la gente que no había oído el estéreo con anterioridad—. Es un sistema nuevo —le expliqué—. ¡Escúchelo! ¿Ha notado cómo el violín suena como si estuviese a un lado y la orquesta al otro? Ron hace ya un año que lo tiene.
    —Antes de poco tiempo estará en el mercado a disposición de todo el mundo —dijo Ron con tono modesto—. El único problema es que aún no hacen muchos discos en estéreo... y la mayoría pertenecen más al tipo de música de Janie que al mío —dirigió una sonrisa de esposo modelo hacia el lejano extremo de la mesa en el que estaba sentada su mujer, y ella le indicó a otro de los jóvenes negros que empezase a servir la ensalada antes de recoger la pelota de la conversación.
    —Sospecho que al señor DeSota le gusta el mismo tipo de música que a mí —dijo ella amablemente—. ¿No es cierto, señor DeSota? Obviamente, está gozando con el concierto para violín de Beethoven.

    Pero Dominic no estaba dispuesto a seguir el juego.

    — ¿Así que es ése? —preguntó—. La verdad, estaba pensando que es la misma pieza que tarareaba la inspectora Christophe cuando me interrogó.

    A Ron se le cayó el tenedor de la ensalada.

    — ¡Nyla Christophe! ¡No dijiste que Nyla Christophe andaba metida en esto, Larry!
    —Supongo que tendría que haberlo dicho —respondí, todo arrepentimiento y sinceridad—. ¿Supone eso alguna diferencia?
    — ¡Alguna diferencia! Jesús... quise decir, caray, Larry, ¡claro que supone alguna diferencia!
    —Ya no puede hacerte ningún daño —dijo su esposa desde el otro extremo de la mesa. — ¡No es eso lo que me preocupa ahora! ¡A mí sí me gustaría hacérselo a ella! Nyla Christophe —dijo, volviéndose hacia Dominic—, es una de las peores agentes del FBI. ¿Se fijó en que no tiene pulgares?
    —Puede apostar a que sí —dijo Dominic—. Me pregunté cómo...
    —Yo se lo diré —contestó Ron—. ¡Robando en los almacenes! ¡Y luego la droga! Tuvo tres condenas antes de cumplir los veintiún años... y como a la tercera te cortan los pulgares, ella perdió los suyos. ¡Hasta entonces había sido estudiante de música, pero esa hierba asesina la atrapó entre sus garras y tuvo que robar para costearse el hábito!
    — ¿Y entró en el FBI? —inquirió Dominic con los ojos desorbitados, ya fuese por el asombro o por la indignación.
    —Le dio por la religión —rugió Ron—. Fue a la oficina de su localidad cuando aún no le habían quitado los vendajes de los dedos. Dijo que había vuelto a nacer y que deseaba entregar a la justicia a cada uno de los camellos y traficantes de marihuana que conocía en todo Chicago... ¡y, créame, conocía a un montón! La tuvieron muy ocupada testificando durante un año y luego el viejo Federman consiguió que le diesen una licencia especial para infiltrarse, cobrando, entre unos organizadores sindicales de Dallas. ¡Gracias a ella lograron quince condenas, y ahí empezó la carrera de Nyla!
    —En cierto modo, Ron —dije yo en tono conciliador—, es bastante impresionante que una persona como ella llegue a inspectora.
    — ¿Porque se trata de una delincuente? ¡Caray, Larry! ¿De dónde piensas que sacan a la mayor parte de sus reclutas?
    —No, me refiero a que es una mujer —dije. —Ya —murmuró Ron—. Bueno... —en ese punto estaba maniatado porque yo sabía que Janie estaba totalmente a favor de los «derechos femeninos», cualquiera que fuese el significado que le daba a ello—. Bueno —dijo—, el caso es que ella, sea lo que sea, ahora es parte integrante de ese grupo reaccionario que dirige el FBI. ¡Los mismos que me condenaron hace años! Los que son uña y carne con los árabes, con toda esa pandilla de fundamentalistas del Congreso que...

    Entonces Dominic le interrumpió. Habría sido capaz de darle un puñetazo por hacerlo, porque Ron estaba llegando a ciertas cosas que yo tenía muchas ganas de oírle decir, pero Dominic no podía esperar.

    — ¡Exactamente lo que yo digo! —gritó—. ¡Desde que los árabes y la Mayoría Moral se han unido, han estado haciendo retroceder el reloj! ¿Sabe que en la piscina de mi barrio permiten que haga incursiones la policía del estado? ¡Cualquier hombre que sea encontrado sin la pieza superior de su traje de baño puede ser multado con cinco dólares!

    Ron lanzó una mirada llena de humor a su esposa.

    —Tendría que habernos visto hace unos años en Hollywood, ¿eh, Janie? Los hombres y las mujeres a veces sin la pieza superior... y a veces sin otras piezas.
    —Venga, Ron —dijo ella, sonrojándose—. Intentemos concentrarnos en el problema del señor DeSota.
    —Gracias —dije yo con gratitud, volviéndome luego hacia Ron y planteándole mi pregunta—. ¿Qué piensas, Ron? Ya sé que éste es un asunto serio, incluso un asunto de principios. No quiero que corras ningún riesgo...

    Ron tenía un aspecto muy noble.

    —Es un asunto serio —declamó—, y un asunto de principios. Te ayudaré, Dominic. — ¿Lo hará? —gritó DeSota.
    —Por supuesto —dijo Ron, con aire bonachón—. En primer lugar, le escribiré una carta al New York Times. Luego, veamos... ¿tú qué piensas, Janie? ¿Intentamos montar una manifestación? ¿Hacemos que alguno de tus amigos se pasee delante de los cuarteles generales del FBI en Chicago?
    —Si tú quieres, Ron... —dijo ella—, aunque algunos de ellos están ahora en libertad bajo fianza. No sé si querrán ir a la cárcel.

    Dominic puso cara de duda.

    —No estoy muy seguro de querer que nadie vaya a la cárcel por mí —dijo.
    —Hum —reflexionó Ron—. Entonces, ¿qué tal esto? ¿Por qué no hacemos una petición de firmas? Dominic puede llevar una silla plegable y una mesita a algún rincón del Loop y decirle a la gente que firme una demanda para que el FBI... eh... para que ellos... Exactamente, ¿qué quiere que hagan? —preguntó.
    —Bueno, no lo sé con exactitud —dijo Dominic—. Quiero decir que no me han acusado de nada.
    — ¡Pero le interrogaron! ¡Le golpearon brutalmente!
    —Sí, claro, pero tampoco puedo culparles del todo. Tenían esas fotos y las huellas dactilares.

    Para mi gusto y el de Ron aquel hombre estaba empezando a mostrarse demasiado razonable.

    —Intenta usted quitarles culpa —dijo Ron—. Eso demuestra mucha nobleza y es bueno... ¡pero no lo lleve a extremos estúpidos! Siguen siendo unos fascistas.

    Eso ya me gustaba más. Me aclaré la garganta.

    —Cuando dices «fascistas», Ron —inquirí—, quieres decir...
    —Quiero decir que el FBI se ha convertido en una copia exacta de la Gestapo o la KGB —declaró él. —Entonces, ¿estás contra ellos?

    Me contempló, arqueando una ceja. —Ah, Larry —dijo, sirviéndose un poco de cordero asado—, no sólo estoy contra ellos, sino que pienso que el deber de cada americano es oponerse a ellos.

    —Te refieres a manifestaciones y recogidas de firmas —insistí.
    —Si son suficientes, sí —dijo valerosamente—. Si no lo son, entonces con las medidas que sean necesarias. Creo que...

    Pero Janie no quería dejarle decir lo que creía.

    —Ron, cariño —le riñó cariñosamente—, no estás dejando que Seth sirva las patatas. ¿Por qué no coges algunas y dejas que siga sirviendo?
    —Claro, amor mío —dijo Ron, y luego hubo un cambio de tema. No importaba. Ya tenía bastante. Mientras comíamos el segundo plato descubrí que ya eran más de las once y empecé a encargarme de que DeSota entendiese que era hora de volver.
    —Oh, no, Ron, postre no. No, gracias, ni tan siquiera café. Dominic tiene que trabajar por la mañana, ya sabes. Sí, la cena fue magnífica, ¡muchas gracias! Y gracias por tu ayuda, Ron... si pudieras hacer que sacaran mi coche...
    — ¿No se dejan nada? —preguntó Janie, siempre tan hospitalaria, buscando con los ojos algún sombrero o maletín.

    Hice un gesto negativo con la cabeza.

    —Tengo todo lo que necesito —dije para tranquilizarla, y era la pura y simple verdad.


    Dejé a DeSota en la estación del interurbano. Empezó a protestar, dado que por la noche pasaba uno cada hora, más o menos, pero, como le hice ver, no podía esperar, con lo tarde que se estaba haciendo, que me pasase la noche entera salvando su estúpido trasero. Eran ya casi las dos cuando llegué a mi casa, en Lake Shore Drive. Dejé el coche en el garaje subterráneo, le enseñé brevemente mi pase al guardia y entré en el ascensor. Estaba pensando en Ron. ¡Pobre tipo! Sencillamente, había perdido el tren de las corrientes políticas actuales del país. Tenía ciertas locas y sentimentales ideas acerca de Franklin D. Roosevelt o alguien parecido, no lo sé... fuera como fuese, sencillamente no entendía lo que estaba sucediendo.

    Lo que siempre intento tener en mente es que yo mismo hubiese podido acabar siendo un poco rosado, si el abuelito hubiese conservado sus principios cuando llegó aquí. En Rusia había sido ladrón de bancos y revolucionario. Cuando las cosas se pusieron demasiado calientes allí para él, se vino a Ellis Island, viviendo aún del botín de los asaltos bancarios pero abandonando detrás de él todas las ideas revolucionarias. Así es cómo empezaron J. Douglas e Hijos; y de J. Douglas e Hijos es de donde salió el dinero que me llevó hasta Yale. Pero supongamos que el abuelito hubiese tenido que dejar sus rublos y salir a toda prisa del país con un montón de ideas políticas a medio cocer, como su compinche, Lenin... ¿Qué hubiera sido de mí, sin esos magníficos cursos de ciencias políticas en Yale para mantenerme en el camino recto?

    Me dirigí al gran estudio del piso catorce sin entretenerme ni un segundo. No había ninguna luz, pero las persianas del gran ventanal estaban subidas y entraba la iluminación suficiente de la calle para poder desnudarme y meterme en la cama sin problemas. Rodeé con el brazo a mi chica, cerrando una mano sobre uno de sus pechos y le susurré al oído: — ¿Nyla, cariño? Despertó en seguida, como hace siempre. Ni siquiera tenía voz de sueño cuando me preguntó:

    — ¿Qué tal ha ido?
    —Eso —dije, poniendo la otra mano junto a la primera— podrás juzgarlo tú misma cuando oigas lo que tengo en mi grabadora.

    Se volvió hacia mí, acariciándome el cuello.

    — ¿Me lo dejarás oír?
    —Pues claro que sí, encanto, naturalmente —dije—. Pero antes hay otro asunto del que me gustaría encargarme, si no te importa hacer antes un viajecito rápido al cuarto de baño...

    Tenía entre mis brazos su cuerpo absolutamente relajado.

    —No es necesario —dijo—. Después de todo, sabía que ibas a venir, así que me he ocupado de ello antes... Y ya veo que tú también estás listo...

    Y bien que lo estaba. Si no lo había estado cuando me deslicé entre las sábanas, ahora desde luego que lo estaba. La carencia de pulgares nunca había disminuido la eficacia de Nyla Christophe, ni en la cama ni en ningún otro sitio.


    En el oeste de Iowa pasaron momentos muy malos. Los granjeros, que habían sufrido todo tipo de adversidades, acostumbrados a la sequía, la inundación y el continuo reajuste legislativo de las subvenciones a sus productos, se despertaron para encontrarse con un nuevo desastre. Desde Muscatine hasta la periferia de Quad Cities, cubriendo un área de más de treinta kilómetros, el cielo se oscureció con una nube de aspecto aceitoso y color verde grisáceo. Cuando la nube bajó sobre los campos, tapó tres cuartos de millón de acres de soja, trigo de primera y mung1 con una alfombra de langostas. ¡Langostas! ¡Nadie había visto antes en Iowa un enjambre de langostas! Y cuando alzaron de nuevo el vuelo, detrás de ellas sólo quedaron rastrojos calcinados.


    21 de agosto de 1983
    4.50 P.M. Nicky DeSota


    Si eres agente hipotecario no tienes domingos. El domingo es el día en que tus clientes no trabajan, así que si quieres ganarte el pan pillando a la señora de la casa en sus horas libres, puedes apostar al domingo. Hacía un día estupendo, con nubéculas que parecían de algodón surcando el cielo por encima de los árboles de la Reserva Forestal Mekhtab ibn Bawzi, y la piscina centelleaba bajo el sol cuando pasé junto a ella. Ese día no habría piscina para mí. Ni iglesia. Ni escapada para ver el partido de los Cubs. No habría nada de nada, salvo calcular pagos y porcentajes, y detectar posibles trampas ocultas en la transferencia de algún título Torrens; ni tan siquiera pude echarle un vistazo al periódico del domingo hasta las cinco de la tarde y eso fue en el interurbano, camino de la ciudad. Cogí el de las 4.38 en Elk Grove, saqué el periódico cuando el tren empezó a moverse y dediqué diez minutos a las noticias realmente importantes... ya saben, las de la sección deportiva, sobre los Cubs y el Sox y sobre la situación de los Brooklyn Dodgers en la clasificación. Con sólo un par de partidos por jugar, los Cubs llevaban una ventaja de diez puntos y medio. No se trataba de una situación imposible, no... Pero la verdad es que no había demasiadas razones para dedicar mucho tiempo a la clasificación, así que no tardé demasiado en pasar a la sección de noticias.

    Naturalmente, no había olvidado el loco viaje a Dixon. Supongo que hasta entonces no me había preocupado realmente mi posición. Asustado un poquito, sí. Es imposible no estar asustado cuando el FBI te echa la mano encima. Pero no estaba preocupado, porque al fin y al cabo yo sabía que no había estado ahí y tenía un montón de testigos para probarlo.

    Así que, en realidad, era la rimbombante promesa de ayuda de Ron lo que me provocaba cierta preocupación. Estaba todo el rato esperando a que sonase el teléfono y que... no sé, que algún reportero radiofónico de la Cadena Azul de la NBC, o quien fuese, me preguntara cuáles eran mis impresiones sobre la manifestación de ese día en Chicago.

    Bueno, nadie me había llamado por teléfono. Tampoco hubo ninguna manifestación o, al menos, ninguna que figurase destacada en las dos primeras páginas del Tribune. La noticia más importante era sobre la vuelta del presidente Daley a Chicago para inaugurar las obras de su biblioteca... eso era la gran sensación del Tribune. (Un diminuto recuadro al pie de una página informaba sobre la reanudación de los combates entre Lituania y Rusia, con los rusos acusando de la agresión a la Sociedad de Naciones.)

    También había una historia sobre un rugido espantosamente fuerte y ruidos que parecían gritos en el cielo, sobre Oíd Orchard Field (la fuerza aérea negaba conocer sus posibles causas) y, entre una cosa y otra, casi estábamos ya en el Loop cuando llegué a la página 7, cuyo titular rezaba así:

    ANTIGUA ESTRELLA DE CINE
    ARRESTADA
    SE LE ACUSA DE DIFAMAR AL FBI
    Y A LOS EE.UU.


    Así que el viejo Ron estaba en chirona.

    No sólo estaba en chirona sino que, cuando leí con más atención el artículo, las cosas que, según las acusaciones, había dicho (los del FBI eran «fascistas»; era un deber ciudadano «oponerse» a ellos) eran las mismas que había dicho cuando yo estaba sentado ahí.

    Sólo habíamos estado cuatro personas en aquella mesa. No me imaginaba a Ron autodelatándose, y tampoco a su esposa; y sabía que yo no había sido.

    Así que el dedo acusador pertenecía a mi compañero misterioso, Larry Douglas.

    Me había llevado hasta allí deliberadamente... no, todo había empezado antes. Me había buscado y había logrado que estuviese en deuda con él. Entonces me había llevado allí con el propósito específico de meter al viejo Ron Reagan en apuros. ¿Por qué? No podía ni imaginarlo. Y no me importaba. Sólo estaba seguro de que Larry Douglas era un portador de problemas.

    Empecé a preocuparme realmente acerca de eso pero, para entonces, ya era un poco demasiado tarde.

    El Twentieth Century Limited debía llegar exactamente a las seis de la tarde. Había calculado las cosas para estar ahí con el adelanto suficiente, pero estuve a punto de llegar tarde porque, cuando iba por Randolph, oí detrás de mí unas sirenas pertenecientes a seis coches que me adelantaron y se detuvieron bloqueando la calle justo delante de mi automóvil. Sentí de pronto el corazón en la boca.

    No iban a por mí. No iban detrás de nadie. Estaban sencillamente cumpliendo con su deber hacia los ricos y famosos, escoltando a un cochazo tan largo como un campo de fútbol, con los tapacubos de plata. Árabe, por supuesto, un Gran Árabe. Por un instante pensé que podía ser el viejo Mekhtab ibn Bawzi en persona, aunque ya casi nunca aparecía en público. No era él, sino su primogénito, Faisal ibn Mekhtab. No era difícil reconocer a Faisal, dado que jamás se le veía en público sin aquel rubí, grande como un huevo, que llevaba colgado del cuello, y los seis guardaespaldas de nariz granítica que nunca le quitaban los ojos de encima. Ni siquiera los policías de la ciudad podían rebasar a los guardaespaldas y acercarse a Faisal. Lo único que los policías estaban haciendo allí era contener a los civiles como nosotros que, con los ojos como platos, contemplábamos a Faisal, en atuendo de gala, avanzar con pasos delicados sobre una alfombra roja para entrar en el enorme supermercado nuevo de la A & P. Lo estaba inaugurando oficialmente. Eso parecía lógico; después de todo, la cadena era de su propiedad. Los reporteros de la radio, apartando respetuosamente los ojos, pusieron un micrófono frente a sus augustos labios; un pelotón de músicos salidos de un camión se puso a tocar un pupurrí de canciones alegres y, con unas tijeras de oro, Faisal cortó la cinta escarlata que cerraba el umbral.

    El espectáculo no carecía de interés, pero Faisal tardó sus buenos veinte minutos en meterse nuevamente, siempre con sus delicados pasitos, dentro de su Cadillac. Sólo entonces, el cortejo se evaporó tan rápidamente como se había formado. Logré encontrar un sitio para aparcar y entré en la estación cuando faltarían cinco minutos para la hora, con la cabeza llena de árabes ricos, malvadas mujeres del FBI y Larrys Douglases traicioneros, sin apenas espacio mental para la dama de mis amores, Greta. No siempre la recibía en la estación a su vuelta del viaje a Nueva York, pero lo intentaba cuando me era posible. Especialmente los domingos como hoy, cuando hacía buen tiempo y quizás pudiésemos dar un paseo los dos juntos por la costa del lago o ir al zoo. Naturalmente, las azafatas trabajan para ganarse la vida y, si se había pasado la noche de pie aguantando a pasajeros gruñones o niños mareados por culpa del tren, entonces nos limitaríamos a coger el interurbano y yo la acompañaría hasta su casa...

    ¡Cuan pacíficos me parecían aquellos días ya desaparecidos! Había tenido todo aquello que deseaba y no me había dado cuenta.

    En la gran sala de la estación, los operadores estaban muy atareados poniendo en el panel las horas de llegada y salida de los trenes. Es algo emocionante estar en la estación Unión, porque desde ahí se puede ir a casi cualquier parte del mundo... al menos, a cualquier lugar del país. Hay trenes que llegan de Los Angeles, Salt Lake City, Nueva Orleans y Washington D.C., y hay salidas para Boston, Minneapolis, Detroit y Houston. Había mozos sonrientes ataviados con gorras rojas que llevaban en sus carritos montones de equipaje, y pasajeros presurosos que trotaban a su lado con aire preocupado, parejas en luna de miel despidiéndose de sus familiares con un beso y gente de vacaciones que se arrastraba sobre el suelo de terrazo con maletas llenas de conchas arenosas, sombreros de paja y trajes de baño aún mojados. Aparte de un viaje que otro con Greta y alguno de negocios a Pittsburgh o Milwaukee, no viajaba con demasiada frecuencia. Quizás por eso la estación me parecía siempre tan exótica. Y tan... no sé... ¿competente? Puedes poner en hora el reloj con los trenes; salen justo cuando la minutera cambia de lugar con un chasquido y llegan justo cuando la minutera avanza de un salto hasta el punto exacto.

    Por esa razón me quedé asombrado al ver que en el tablero de horarios un operador estaba poniendo la palabra retrasado junto a TWENTIETH CENTURY LIMITED.

    Me dirigí apresuradamente hacia la habitación del personal para ver si podía enterarme del motivo, medio con la esperanza de que el operador hubiese cometido un error y Greta me estuviera esperando ahí. No estaba. Y nadie parecía saber la razón. Me encontré a una azafata que acababa de salir de los vestidores. Había trabajado con Greta una o dos veces pero se pasó al prestigioso Supercbief de Los Angeles en cuanto logró acumular la suficiente antigüedad. Me lanzó una mirada de asombro.

    — ¿Que el Twentieth Century lleva retraso? No, Nicky, eso no puede ser; nunca llega tarde.

    Se marchó a llamar por teléfono y volvió con cara preocupada.

    —Qué raro... —dijo—. Lo han detenido en las vías. Han puesto un nuevo maquinista.
    —Eso suena feo —dije yo, con la garganta repentinamente seca... ¿había ido algo mal? ¿Un accidente? Un maquinista que había sufrido un ataque al corazón, se había vuelto loco o... No había límite alguno a las catástrofes que mi mente era capaz de inventar.

    Pero no inventé la correcta.

    Estuve allí sentado veinte minutos, esperando que ocurriese algo, y cuando finalmente ocurrió no fue nada bueno. Sucedió por etapas. La primera fue un empleado de la compañía que entró a toda prisa, con cara de susto.

    —No te lo vas a creer —le dijo a un compañero al entrar—. Han parado el tren en las vías. Han sacado a las azafatas, al conductor, a los porteros, a los otros dos que iban conmigo, al maquinista, al bombero... la única razón de que no se me llevasen también a mí, supongo, es que estoy cubriendo una baja y que no se trata de mi turno de costumbre. ¡Un trabajo limpio! Han dicho algo sobre una conspiración...

    La segunda fue cuando me hube recuperado lo suficiente para oír que alguien preguntaba quiénes eran «ellos...» y oí la respuesta, para ese momento ya esperada: «el FBI».

    Y la tercera fue cuando me disponía a salir y dos hombres jóvenes e impecablemente vestidos aparecieron a mi lado, y me agarraron eficientemente de los brazos.

    Me hicieron entrar por una puerta en la cual había un cartel que decía Sólo Uso Oficial. Junto a ella estaba Nyla Christophe, con las manos a la espalda y aparentemente satisfecha. Tenía todas las razones del mundo para estarlo.

    Estúpido de mí...

    No había conseguido ver lo sencillo que era el problema desde el punto de vista de la inspectora Nyla Christophe. ¿Testigos que me proporcionaban una coartada molesta? Ningún problema. Sólo había que arrestarlos. Un testigo en una celda del FBI, a todos los efectos prácticos, deja de existir como tal. De ese modo podría fabricar un caso sencillo y precioso sobre la base de las fotos y las huellas dactilares y no tendría ninguna necesidad de preocuparse por unos detalles imposibles de entender. Ningún problema, ni el más mínimo... para Nyla Christophe.

    Mas para mí... ¡oh, sí! ¡Montones de problemas! Y el peor de ellos estaba apenas empezando.


    El piloto de un vuelo de primera clase de la Transcontinental and Western Airline que se acercaba a Chicago procedente del sur anunció su llegada al aeropuerto de Megs. La ciudad estaba cubierta de nubes pero eso no le preocupaba Chicago no tenía aquellos edificios de cien pisos típicos de Nueva York; era algo relacionado con el hecho de que el subsuelo de la ciudad era aluvial y no rocoso, por lo que no era nada fácil construir rascacielos. Eso facilitaba las cosas a los pilotos de los grandes aparatos trimotores... pero esta vez, cuando miró hacia adelante, vio de pronto que tenía enfrente una torre colosal allí donde no debía haber nada. Viró desesperadamente para esquivarla. Cuando miró hacia atrás la torre se había esfumado y los treinta y ocho pasajeros bien provistos de riqueza y afán de aventuras que tenía detrás y que habían preferido siete horas de avión a quince de tren estaban maldiciendo a todos sus antepasados.


    21 de agosto de 1983
    7.20 P.M. Senador Dominic DeSota


    Me había adormilado en el sofá esperando que Nyla llegase del aeropuerto. Supongo que cuando llegó por fin al hotel prefirió dejarme dormir. Podía haberlo imaginado. Siempre le había gustado practicar un poco al llegar, a veces antes incluso de abrir las maletas o de ir al cuarto de baño.

    — ¿Cómo se llega al Carnegie Hall? —solía preguntar, para responder ella misma—. ¡Practicando, practicando, practicando! Y, querido Dom, si me salto los ejercicios una temporada luego es mucho más difícil.

    O sea que lo que me despertó fue el ruido del Guarnerius en la habitación de al lado... una de las chaconas de Bach sin acompañamiento. La reconocí fácilmente. Puede que un año antes no la hubiese reconocido, ya que la música clásica es una de las muchas cosas para las que no queda tiempo cuando se sigue una carrera política, pero mantener relaciones amorosas con Nyla Bowquist había sido educativo en muchos aspectos. Y ése era solamente uno de ellos.

    Me levanté y fui al dormitorio. Ahí estaba, delante de la chimenea, dándome la espalda, serruchando el viejo contrabajo con el movimiento acompasado de su cuerpo. Me acerqué por detrás de ella y pasé la mano por debajo del brazo para acariciarle el pecho. No echó a perder ni una nota.

    —Concédeme dos minutos más, encanto —dijo con los ojos cerrados, el arco del contrabajo moviéndose sobre las cuerdas.
    — ¿Y qué se supone que debo hacer durante esos dos minutos? —le pregunté.

    Su respuesta me pareció como una canción, confundida con los compases de la música:

    —Pide un poco de champán...

    »... ve preparando la cama...
    »... o, sencillamente, desnúdate.

    Le di un beso en la nuca.

    —Probaré el número tres —dije. En realidad, no empecé a desnudarme. Una de las cosas que me había enseñado Nyla es que era más divertido desnudarnos juntos. Volví a la salita... no, supongo que merecería un nombre más digno, quizás el salón. Sabía que no serían dos minutos. Más bien un cuarto de hora... Cuando Nyla anda en una gira de recitales siempre tiene miedo de olvidar algo importante (el fraseo de un pasaje, o el mejor modo de enfatizar un acorde de tres o cuatro notas). Por lo tanto, cuando practica lo hace de lleno, y eso lleva tiempo. Volví a sentarme y cogí el teléfono.

    Mientras marcaba el número de mi oficina examiné la habitación. Me alegraba no tener que incluir la factura del hotel en mi nota de gastos. Los recaudadores de impuestos jamás se lo habrían tragado. Tampoco lo habría hecho el IRSi si cualquier ser humano normal hubiese intentado proclamar que una suite de cuatro habitaciones era un gasto de negocios necesario. Pero ésa es una de las buenas cosas que acarrea el ser violinista de concierto. Nyla dice siempre que necesita mucho espacio para practicar antes de los conciertos. La verdad es que eso es bastante cierto. Como parte de la estrategia habitual, los inspectores del IRS nunca han llegado a hacerle esa pregunta ya que las suites del hotel las reserva y las paga siempre la dirección de la sala de conciertos donde actúa; la factura ni tan siquiera llega a aparecer en sus declaraciones de ingresos y gastos.

    Cuando me contestaron de la oficina, pregunté por Jock McClenny. Reconoció mi voz, naturalmente, así que me limité a decir:

    —Jock, estoy donde siempre. ¿Algo urgente?
    —Nada de nada, senador. Ya le daré un toque si aparece algún problema.
    —Estupendo —dije, disponiéndome a colgar. Sabía que de ser necesario me llamaría y sabía igualmente que el riesgo de que ocurriese algo lo bastante importante como para que Jock me llamase al hotel de Nyla era mínimo. Pero le oí carraspear de un modo que me hizo detener—. ¿Qué pasa, Jock? —le pregunté.
    —Bueno, senador, es que he recibido una llamada del Pentágono. Algo raro. Una llamada rutinaria de Sandia, para asegurarse de que estaba usted ahí mismo.

    Sandia era una instalación de investigaciones en Nuevo México. Me erguí un poco en el sofá.

    —Bueno, pues no estoy ahí.
    —Exactamente, senador —dijo él y casi pude verle asintiendo con firmeza, complacido por haberse anotado un tanto. Y complacido, igualmente, por el hecho de que los militares hubiesen vuelto a cagarla, dado que a Jack le encantaba pillar al Pentágono metiendo la pata.


    i IRS: Siglas correspondientes a Internal Revenue Services, el equivalente estadounidense de nuestro Ministerio de Hacienda. (N del T)
    ii Doble, en alemán. (N delT)


    iii Ceremonia con la que los judíos celebran la llegada a la mayoría de edad del varón y que significa su ingreso en la comunidad de los adultos (N del T)

    iv . El kudzu es una planta ornamental de origen japonés con raíces comestibles y un fuerte tallo fibroso, cuya propagación descontrolada ha supuesto en los últimos años un serio problema para bastantes cultivos de California y el sur de los EE.UU. (N del T )

    v Eso es lo que le dijo la heroína de «El Mago de Oz» a su gallina Dorothy al encontrarse por primera vez en la Tierra de Oz. (N del T)


    De hecho, también a mí me encantaba. Me habría gustado explorar un poco más el asunto, pero de la habitación contigua habían dejado de llegar los compases del violonchelo.

    —Sigue atento, Jock —le ordené—. Hablaré contigo después.
    —Muy bien, senador —dijo, sospeché que con un poco de envidia. No le culpaba. Nyla es una belleza espectacular, lo cual puede justificar ciertamente ya un poco de envidia, pero además se daba el caso de que Jock era un fanático de la música. Nunca se perdía una actuación de Nyla. A veces, desde el palco que ella solía reservarme, miraba hacia abajo y le veía más o menos por la fila veinte, contemplándola con aire de paciente adoración.

    Cuando abrí la puerta que daba al dormitorio me pregunté cómo la habría mirado si la hubiera sorprendido como yo en ese instante... balanceando las caderas para sacarse el vestido, desnuda de cintura para arriba, con el Guarnerius bien seguro en su estuche. Nyla me lanzó una mirada altiva.

    —Sigues con la ropa puesta —dijo con tono acusatorio.
    —Eso tiene fácil remedio —contesté, y se lo probé sin la menor dificultad.

    Si las cosas hubieran seguido su curso normal, un hombre casado como yo jamás hubiera podido mantener una relación con una mujer casada como Nyla Christophe Bowquist. Sencillamente, nuestros mundos no se cruzaban. Yo era un físico fracasado que había acabado metiéndome en la abogacía y luego en política. Nyla era algo especial. Había crecido de un modo salvaje y algo loco (ella misma lo decía) y si no hubiera sido por las audiciones para la beca de la Juilliard School, probablemente habría acabado en la cárcel o en algún sitio peor.

    En vez de eso, acabó siendo N*Y*L*A C*H*R*I*S*T*O*P*H*E B*O*W*Q*U*I*S*T con un dúplex en Lake Shore Drive (y un esposo dedicado a las inversiones inmobiliarias), en tanto que yo acabé con un apartamento en Marine... y una esposa llena de ambiciones. Si Marilyn, mi mujer, se hubiese salido con la suya, yo hubiera acabado siendo presidente. Si me salgo con la mía puede que acabe siéndolo, pero tendré una primera dama distinta. Lo gracioso es que quien nos reunió por primera vez fue Marilyn. No lo pretendía, por supuesto, pero se le ocurrió que sería estupendo para mi imagen que les dejase hacerme miembro del Consejo de las Artes de Chicagolandia. Y ahí conocí a Nyla. Estuvimos sentados el uno junto al otro en una cena para recoger fondos un viernes, aparecimos juntos en un espectáculo radiofónico un sábado y acabamos en la cama la noche del domingo. ¿Química? Esa es la palabra que suelen usar pero, sea lo que sea, con nosotros funcionó.

    Cuando hubimos terminado y descansábamos apoyados sobre un montón de almohadas, fumando el cigarrillo de después de hacer el amor, el que mejor sabe, me di cuenta de que en sus ojos había una expresión algo ausente y le pregunté:

    — ¿En qué estás pensando?
    —En nosotros —dijo.
    —Yo también —alargué la mano hacia un cenicero, sin soltar del todo su pecho izquierdo y, cuando hube terminado con mis equilibrios para ponerlo donde los dos pudiésemos usarlo, añadí—: Estaba pensando en lo distintas que podrían haber sido las cosas si nos hubiésemos conocido de otro modo. —O en otro momento —dijo ella con un gesto de asentimiento.

    Yo también asentí.

    —Como si nos hubiésemos encontrado antes de que tú te casases con Fred... o yo con Marilyn. Si nos hubiéramos conocido por casualidad, sin que ninguno de los dos estuviese casado. ¿Tú qué opinas?
    — ¿De qué, Dom? —me preguntó, apagando su cigarrillo.
    — ¿Piensas que podríamos habernos casado? —le pregunté.

    Se recostó un instante en la cama, hurgando juguetonamente con la lengua en mi oído.

    —Claro —dijo luego.

    Aunque no estaba tan «claro», la verdad. No teníamos demasiadas cosas en común, aparte de la cama. No sé gran cosa de música (no paso de conocer más que algunas canciones country) y Nyla le profesaba un decidido odio a la mayor parte de mis actividades políticas. Y, en cualquier caso, de haber sentido tan irrefrenable impulso por casarnos, había una cosa llamada tribunales de divorcio. Ninguno de los dos tenía hijos, poseíamos independencia económica de nuestros respectivos compañeros y a los votantes ya no les preocupaba tanto la historia matrimonial de un senador como en el pasado. Si volverse a casar después del divorcio te hubiese apartado de la política, la señora Reagan no estaría en la Casa Blanca.

    No, lo que nos apartaba del matrimonio era únicamente que ninguno de los dos quería arriesgarse. Por eso Nyla volvió a decir «Claro», con mucha seguridad, y luego se incorporó en la cama.

    —Tendría que empezar a pensar en vestirme. ¿Te reúnes conmigo en la ducha?—Claro —dije, y lo hice.

    «Claro» es una palabra que aparece mucho en nuestras conversaciones, para encubrir dudas sobre cosas que ninguno de los dos tiene demasiado decididas. Chapoteamos y nos enjabonamos mutuamente en la ducha, pasándolo muy bien, pero no durante mucho rato porque, cuando habíamos acabado de enjabonarnos a conciencia, el timbre del teléfono del cuarto de baño empezó a sonar melodiosamente.

    —Oh, diablos —dijo Nyla—. No, Dom, déjame cogerlo —ése era otro de nuestros «claro». Claro que dejé que lo cogiese, ya que podía tratarse muy fácilmente de alguien que no debía saber que era yo quien contestaba al teléfono: un manager, un esposo, un reportero, un fanático del violonchelo que se las hubiese arreglado para conseguir el número de la suite... incluso podía ser la esposa de su amante, aunque los dos sabíamos que, probablemente, no sería ninguna de esas personas. Y no lo era. Era quien yo pensaba que sería porque, ¿qué otra persona iba a estar en la oficina todavía una tarde de domingo? Nyla me alargó el auricular poniendo mala cara; no le gustaba demasiado Jock o, al menos, no le gustaba que estuviese enterado de lo nuestro. Había dejado el auricular lleno de jabón y el que yo tenía en las manos hizo que estuviese a punto de caérseme. Pero me las arreglé para decir:
    — ¿Sí, Jock?

    Y entonces sí que estuvo a punto de caérseme; de hecho, lo cogí por el cordón cuando ya había llegado casi al fondo de la ducha.

    —Es sobre esa llamada de Sandia —dijo—. Viene de la Gatera, senador.

    Entonces fue cuando tuve auténticos problemas con el teléfono, dado que la Gatera no es algo de lo que se suele hablar en una línea que no sea de máxima seguridad.

    — ¿Sí? —respondí secamente.
    —Han vuelto a llamar, senador. Dicen que han comprobado las huellas dactilares, la voz, la foto del carnet... y que todo encaja. Tienen a ese hombre bajo custodia y él dice que es usted. Y también ellos lo dicen, senador.


    Una mujer que había enviudado recientemente y que dormía mal en la desacostumbrada soledad de su gran cama de matrimonio oyó medio en sueños algo que parecía un grito. Cuando estuvo totalmente despierta el grito seguía ahí. Asombrada, se acercó a la ventana, pero desde allí sólo pudo ver los tranquilos prados que rodeaban su casa. Abrió la ventana (no le fue fácil, pues la gente que vive en casas de ciento cincuenta mil dólares no suele dejar entrar el aire) y los gritos se hicieron más fuertes al momento, acompañados por el olor de algo podrido. ¿Estaban violando a alguien? ¿Le estañan matando? Vero ninguna de las dos cosas le pareció concebible en la tranquila elegancia de los Jardines Cabrini.


    22 de agosto de 1983
    2.50 A.M. Senador Dominic DeSota


    No había demasiados vuelos de Washington a Albuquerque la noche del domingo y ninguno de ellos era directo. Llegué a creer que me vería obligado a llamar a los de la fuerza aérea para pedirles ayuda. Jock se las arregló finalmente para meterme en un vuelo de la TWA que salía del National a las nueve. Eran cuatro horas de viaje y dos cambios horarios y, por suerte, conseguí dormir un poquito entre Kansas City y Albuquerque. Ahí se acabaron las comodidades civiles y a partir de entonces el resto del camino fue militar. Parecía como si los del Departamento de Guerra no durmiesen jamás. Me recogieron delante de la soñolienta terminal del aeropuerto en un coche oficial y nos lanzamos a través de las autopistas y los caminos desiertos hacia la entrada de la base Sandia. Mi conductor era una PM, teniente del WAC,1 y los centinelas la saludaron nada más verla. No pidieron documentos de identidad pero cuando salimos del puesto de guardia nos siguió un furgón de la PM. Nos acompañó mientras atravesábamos la base, pasando junto a la instalación de energía solar, el área nuclear y el Edificio A-440.

    Antes había sido el Edificio A-440. Ahora lo llamábamos la Gatera. El Rey de los Gatos era un coronel del Ejército llamado Martineau. Cuando nos habíamos visto en alguna convención, habíamos simpatizado bastante el uno con el otro y me sorprendió un poco que no me hubiese llamado él personalmente. Hubiera sido razonablemente informal y espontáneo.

    Cuando salí del coche, tres PM bajaron del furgón y me siguieron. Empecé a darme cuenta de que en aquella visita no había nada de informal o espontáneo. Los PM no marcaban el paso y no dieron señales de querer rodearme, y mucho menos tocarme, pero no me quitaron los ojos de encima hasta que llegué a la puerta y crucé los salones que llevaban a la oficina del coronel Jacob Martineau.

    —Coronel —dije, con una leve inclinación de la cabeza.
    —Senador... —respondió él, devolviéndome el gesto, y añadió—: ¿Puedo ver sus documentos, por favor?

    No, aquello no tenía nada de informal. Martineau repasó mi permiso de conducir de Illinois, mi pase de senador y la tarjeta de plástico con el borde rojo que contenía mis huellas dactilares y el código magnético que el Departamento de Guerra entrega a ciertos pesados como yo, que carecen de rango militar pero a veces tienen derecho a visitar ciertas instalaciones militares secretas.

    No se limitó a leérselos de cabo a rabo. Colocó la tarjeta en una de esas pequeñas terminales de mesa que usan en los restaurantes de lujo cuando quieres cargar una factura de doscientos dólares en la cuenta de tu tarjeta American Express y, aun después de ese control, seguía sin parecer satisfecho.

    —Senador —dijo—, me gustaría que me contase dónde nos vimos por última vez. ¿Fue en el Pentágono o aquí?
    —Como usted bien sabe, Jacob —dije controlando muy bien mi tono—, no fue en ninguno de los dos sitios. Fue en Boca Ratón, en la conferencia sobre tecnología especulativa. Los dos asistíamos como observadores.

    Sonrió, ligeramente más relajado, y me devolvió mi cartera.

    —Bueno, Dom, supongo que es usted —dijo—. El otro no se acuerda de Boca Ratón.

    Me dispuse a hacer una pregunta sobre «el otro» pero el coronel se me adelantó.

    —Espere un segundo, por favor. ¡Sargento! Por favor, haga llevar al prisionero hasta la sala de conferencias. El senador y yo vamos a hablar con él.

    Esperó a que el sargento saliese de la habitación antes de continuar:

    —Dominic, tenemos problemas.
    — ¿A causa de ese tipo que dice ser yo?
    —No dice exactamente eso —respondió el coronel, frunciendo el ceño—. El problema es que no dice gran cosa. Al principio pensamos que era usted. Ahora...
    — ¿Ahora ya no?

    El coronel vaciló.

    —Ahora —dijo—, no me hace ninguna gracia decirle lo que pienso, pero creo que es el único medio de explicarlo. Senador, creo que ese otro hombre es un Gato.


    Un granjero llamado Wayne Sochsteiffer se despertó oyendo en la radio el primer noticiario de la WGN, bostezó un poco y, después de estirarse, caminó lentamente hasta la ventana preguntándose si convendría regar la soja en el campo cuarenta del norte. Cuando llegó a la ventana lanzó un grito de sorpresa. El cuarenta norte no estaba. En su lugar había una valla de alambres, un aparcamiento que parecía contener mil coches y un edificio bajo y alargado con el letrero: MOTORES NISSAN - LOS MEJORES EN CALIDAD.

    Wayne Sochsteijfer se quedó altamente sorprendido.

    Vero ese Wayne Sochsteiffer no se sorprendió tanto como un granjero llamado Wayne Sochsteiffer que se despertó del mismo modo, miró por la misma ventana y vio sencillamente lo que esperaba ver: su campo cuarenta norte, reluciendo con un color verde oliva bajo la primera luz del alba. Su granja estaba donde debía, ahí. Su sorpresa vino cuando, al volverse hacia su cama de matrimonio, vio en ella, contemplándole con expresión soñolienta desde su lado del lecho, a una esposa distinta.


    22 de agosto de 1983
    4.20 A.M. Senador Dominic DeSota


    El personal de la Gatera no parecía haberse enterado de que estábamos en plena noche. El prisionero, sin embargo, sí se había enterado, ya que había estado profundamente dormido. El sargento llamó desde la sección de confinamiento para decir que el prisionero pedía permiso para vaciar su vejiga y darse una ducha antes de acudir a la sala de conferencias.

    — ¿Por qué no? —dije cuando me lo consultó el coronel Martinau—. No me importa dar muestras de cierta consideración, especialmente a mí mismo.

    Abrió los labios y rió en silencio, con el tipo de risa que acoge una estupidez, no una broma. Dio su permiso, ordenó que nos trajesen café, tanto a nosotros como al prisionero, y luego nos quedamos sentados esperando, mirándonos el uno al otro.

    No parecía haber gran cosa que decir.

    Podríamos haber conversado sobre esa persona que parecía ser yo, pero los dos habíamos adquirido la costumbre de no hablar sobre los Gatos. De hecho, jamás usábamos el término fuera de nuestras citas de alta seguridad y, por lo que yo sabía, jamás había aparecido en letras de molde. Era el mayor de los secretos en la instalación más secreta para la investigación militar de todo el país. Era un secreto tan grande que yo no había creído que fuese verdad ni por un momento.

    No todo se escondía en Sandia. Estaba la instalación para investigaciones de energía solar, que no era nada secreta y ocupaba más de la mitad de la extensión de la base. La sección de armas nucleares tampoco era exactamente un misterio, sólo lo que ocurría en su interior. El mundo sabía que, de esa parte fluía una continua corriente de bombas inteligentes y misiles autodirigidos.

    Aparte de eso, nadie sabía nada... o se suponía que nadie sabía nada acerca de las partes de Sandia que superaban en extrañeza a todas ésas. Había una pequeña sección dedicada a modificar el clima para destruir la agricultura del enemigo y otra que exploraba las posibilidades de la guerra genética. Genética: lo que allí se cocía no eran virus o sustancias químicas para atacar a la población actual de un estado enemigo. Eran destructores del DNA, creados para hacer que los hijos del enemigo creciesen inútiles y fáciles de vencer.

    En mi propia defensa diré que aunque eso me parecía inmoral, me parecía igualmente que no iba a funcionar nunca.

    Y luego estaba la Guerra-Psi. Algo aún más dudoso y extraño; en el interior del edificio de la Guerra-Psi guardábamos a un grupito de unos dieciocho o veinte tipos raros tirando a chiflados (que iban desde los ocho a los ochenta años de edad), que se salían realmente de lo normal. Cada uno de ellos decía poseer alguna habilidad especial. Estaban los que poseían habilidades extracorporales; decían que podían abandonar sus propios cuerpos y penetrar en otros, incluso los situados a miles de kilómetros, para ver y oír con los ojos y oídos de esa otra persona. ¡Maravilloso! ¡Podían ir a cualquier base enemiga y enterarse de todos los secretos! Algunos decían que habían llegado a hacerlo, aunque aún no habíamos logrado encontrar ningún secreto que fuésemos capaces de hacer funcionar o alguna prueba de que a alguien le funcionase.

    Yo sentía mucho, mucho escepticismo hacia todo ese circo. En parte, por mero cinismo: los chiflados estaban realmente muy chiflados y además tenían el feo vicio de hacer trampas en las pruebas. Cuando se les pillaba haciendo trampas se les ponía a prueba y si reincidían, se les echaba. Más pronto o más tarde, todos acababan fuera. Pero eso no servía para desanimar a los que dirigían el proyecto Guerra-Psi, pues tan pronto decidían que uno de sus lunáticos era un fraude y le despedían, sus buscadores de talentos desenterraban a otro en algún pueblucho de Idaho o Alabama y nos lo mandaban a toda prisa para que lo pusiéramos a prueba... y así, una y otra vez.

    La otra razón de que fuese escéptico no tenía nada de cínica. Al contrario, era lo más opuesto al cinismo; mis compañeros del comité solían tacharme de idealista cuando yo hacía alguna alusión a ella.

    Realmente, yo no creía que tuviésemos ningún enemigo.

    Oh, claro, los japoneses y los alemanes. La verdad es que eran unos competidores muy duros y nuestra comunidad empresarial les odiaba tanto como el viejo Catón a Cartago. La verdad era que realmente nos las hacía pasar moradas en el comercio internacional pero, ¿acaso deseábamos entrar en guerra con ellos? Cuando digo «enemigos» me refiero a enemigos de sangre, irreconciliables, como lo fueron en el pasado Adolf Hitler o Josef Stalin. Hacía mucho que habían desaparecido...de hecho, en el cuerpo diplomático ruso había un nieto de Stalin con el que yo solía jugar al póquer cada vez que podía. Un tipo estupendo... Enemigos mortales y militares de ese tipo ya no existían, simplemente. No se trataba tanto de tolerancia o sabiduría por nuestra parte, como de pura suerte, claro... si la Guerra Fría hubiese subido algunos grados más de temperatura años atrás, las cosas podrían haberse puesto muy mal. Pero nos libramos de eso cuando los chinos y los rusos decidieron subir de grado sus disputas fronterizas y convertirlas en una confrontación nuclear a gran escala. Lo dejaron después de unas cuantas bombas, pero ninguno era ya un enemigo militar digno de tomar en serio. Su gran problema era evitar derrumbarse por completo.

    Teniendo eso en cuenta podría parecer extraño que nuestro Comité para el Análisis de la Investigación en Armamentos no hubiese intentado jamás cortarle los fondos ni tan siquiera a la Guerra-Psi. Había razones para eso y la principal es que esos proyectos eran tan baratos que su mantenimiento no tenía la menor importancia. Dado que era política nacional mantener una fuerte línea defensiva (y con Reagan en la Casa Blanca era imposible poner en duda esa política), debía existir algo como Sandia. Si la Guerra-Psi, la genética y la Gatera eran una pérdida total, como yo me inclinaba a pensar, entonces las cantidades así gastadas eran tan penosamente pequeñas que, sencillamente, no valían la molestia de inventarles un nuevo destino. La Guerra-Psi y la Gatera juntas costaban al año menos de lo que costaba el mantenimiento de un silo de misiles.

    Y si alguna de ellas acababa convirtiéndose en un sistema de armamento operativo...

    Bueno, su potencial era sencillamente enorme. En especial la Gatera. Había tomado ese nombre de algo llamado «el Gato de Schroedinger». ¿Qué era el gato de Schroedinger? Bien, digamos que, según contó el físico que compareció ante nosotros la primera vez que surgió el tema, Schroedinger era un hombre que había descubierto algo llamado mecánica cuántica. Ah, sí, y ¿qué era eso de la mecánica cuántica? Bueno, dijo el físico, básicamente era un nuevo modo de ver la física. Cuando su explicación no pareció satisfacer a ninguno de los endurecidos políticos que formábamos el Comité, lo intentó de nuevo. La mecánica cuántica, dijo, recibió ese nombre por el descubrimiento hecho por Schroedinger de que la energía, por ejemplo, no fluía en una corriente uniforme como el agua de un grifo (aunque, rectificó, hasta el agua de un grifo sólo parece uniforme e interminable, pero está compuesta en realidad por moléculas, átomos y partículas aún más pequeñas), sino en paquetes de unidades llamados cuantos. El cuanto básico de luz era el fotón. Bueno, allí empezamos a tener la impresión de que pisábamos ya terreno firme, porque hasta los senadores y los congresistas han oído hablar de los fotones. Pero en ese momento destrozó todas nuestras esperanzas volviendo al gato. ¿Qué tenía que ver el gato en todo ese asunto? Bien, dijo el físico, claramente angustiado y pendiente de nuestras caras, había una especie de experimento mental propuesto por Schroedinger. Verán, hay otra cosa que se llama el principio de la incertidumbre de Heisenberg. Y, en cuanto a eso, ¿qué era el principio de la incertidumbre de Heisenberg? Bueno, dijo removiéndose incómodo en su silla de testigo, eso era algo difícil de explicar...

    Se equivocaba en eso. No era nada fácil de explicar, sólo de entender. Según Heisenberg, era imposible conocer a la vez la posición y el movimiento de una partícula. O sabías dónde estaba o podías saber hacia dónde iba, pero las dos cosas a la vez no.

    Peor aún, había algunas preguntas a las que no sólo era imposible hallar respuesta sino a las que no había respuesta alguna, y ahí llegamos de nuevo al gato. Supongamos que se pone un gato en una caja, dijo Schroedinger. Supongamos que con el gato se introduce una partícula radiactiva que tiene exactamente una posibilidad sobre dos de fisionarse. Supongamos que con el gato y el radionúcleo se coloca una lata de gas venenoso con un mecanismo que entrará en funcionamiento si la partícula se fisiona. Luego puedes mirar a la caja desde fuera y preguntarte si el gato está vivo o muerto. Si la partícula se ha fisionado, está muerto. Si no, el gas no fue liberado y el gato está vivo.

    Pero desde fuera no hay modo de saber cuál de las dos cosas es cierta. Desde el exterior hay cinco oportunidades sobre diez de que el gato esté vivo.

    Pero un gato no puede estar vivo en cinco décimas partes.

    Por lo tanto, dijo el físico en tono triunfal, contemplándonos radiante y complacido por haber puesto las cosas en claro, lo que intentaba decir es que ambas cosas eran ciertas. El gato está vivo. El gato está muerto. Pero cada una de esas frases es verdad en un universo dado, ya que en el momento de la decisión el universo se bifurca... y desde ese instante, para siempre, habrá universos paralelos. Un universo con el gato vivo y otro con el gato muerto. Uno distinto cada vez que tiene lugar una reacción subnuclear que podría haber seguido dos cursos distintos... pues sigue los dos a la vez, y los universos se multiplican de modo interminable.

    En ese momento el senador Kennedy carraspeó.

    —Esto, doctor Fass... —dijo—, todo esto es muy interesante como ejercicio especulativo. Pero en el universo real abrimos la caja y vemos si el gato está muerto.
    — ¡No, no, senador! —exclamó el físico—. Eso es totalmente erróneo. Los dos son reales.

    Nos miramos unos a otros.

    — ¿En un sentido matemático, quiere usted decir? —aventuró Kennedy.
    —En todos los sentidos —exclamó Fass, meneando violentamente la cabeza—. Esos universos paralelos, creados por millones a cada microsegundo, son tan

    «reales» como éste, en el que me encuentro testificando ante ustedes. O, para decirlo en un contexto distinto, el universo en el que habitamos es tan «imaginario» como cualquiera de ellos.

    Y así nos quedamos, sentados allí, como tontos, dieciocho congresistas y senadores procedentes de todo el país, preguntándonos si aquel hombre intentaba tomarnos el pelo... o, de no ser así, qué podría implicar todo aquello. Un congresista de Nueva Jersey me murmuró al oído:

    —Dom, ¿ves alguna aplicación militar a todo esto?
    —Pregúntaselo, Jim —respondí con otro murmullo y, cuando el congresista así lo hizo, el físico puso cara de asombro.
    —Oh, caballeros, les pido disculpas —dijo—. Y a las señoras también —añadió con un gesto hacia la senadora Byrne—. Pensé que había quedado todo claro... Bien. Supongamos que desean lanzar una bomba H sobre alguna ciudad, o sobre una instalación militar, o donde sea, en cualquier lugar del mundo. Construyen su bomba y la llevan a uno de los universos paralelos. Vuelan hasta la latitud y longitud de Tokyo (es decir, al lugar que corresponda), la vuelven a situar en nuestro mundo y la hacen detonar. Buuum. Cualquiera que fuese el lugar, se ha esfumado. Si tienen diez mil blancos (digamos, todo el arsenal de misiles de otro país) sólo hace falta construir diez mil bombas y soltarlas todas de golpe. Nadie puede defenderse contra esas bombas. Los enemigos ni tan siquiera pueden verlas llegar. Porque en su mundo no han llegado... hasta que ya están ahí.

    Y volvió a recostarse en su asiento, muy contento de sí mismo.

    Y todos volvimos a recostarnos en nuestros asientos y nos miramos entre nosotros.

    Pero creo que ninguno de nosotros parecía especialmente complacido.

    Quizás ni tan siquiera eso habría convencido al comité, de no ser por algo muy importante que ya he mencionado: si el programa no funcionaba, como todos pensábamos que iba a suceder (y debo añadir que esa era la esperanza de la mayoría de nosotros), se perdería muy poca cosa, ya que el programa, igual que la Guerra-Psi, era muy, muy barato.


    Bien, finalmente apareció aquel tipo y debo decir que fue una de las experiencias más desagradables de mi vida. No fue dolorosa ni insoportable. Pero careció totalmente de cualquier connotación agradable.

    Como la mayoría de los hombres, detesto ir de compras, especialmente si se trata de ropa. Y una de las razones principales es que odio esos espejos triples que hay en las tiendas de ropa. Los encuentro sencillamente injustos, pues te pillan siempre por sorpresa. Te pruebas un traje; el vendedor te miente al decir que te sienta como hecho a medida; te hace caminar hasta el fondo de la tienda, donde hay tres espejos unidos entre sí, como un tríptico medieval. Te miras en todos, desprevenido, y lo primero que notas es que te estás viendo de perfil. Jamás me miro voluntariamente de perfil. Considero la idea casi obscena. No es así como Dios quiso que me viese y la prueba de ello es que cuando me veo de perfil me encuentro totalmente horrible. Ni tan siquiera reconozco a ese tipo con cara de idiota y nariz rara, por no hablar de la mandíbula prominente. Cómo ha logrado meterse en el espejo en el que debería reflejarme yo me resulta siempre un gran misterio... y, con todo, no he perdido totalmente el contacto con la realidad. Sé que esa persona, realmente, soy yo. Sencillamente, no quiero saberlo.

    Eso es lo que sucedió en la Gatera, en Sandia.

    Cuando le hicieron entrar no me miró. De hecho, no miró a nadie en particular. Al menos le habían dejado lavarse la cara, pero llevaba los brazos esposados a la espalda. Puede que mantuviese los ojos clavados en el suelo por miedo a caerse, pero no lo creo. Creo que sólo había una razón y era que sabía muy bien que si levantaba la vista los ojos que estaría mirando serían los suyos. O los míos. Los nuestros.

    Le odié de inmediato.

    Era mil veces peor que los espejos triples de las tiendas. No podía ser peor.

    Tenía mi cara y el mismo color de pelo, incluso esa zona donde estaba empezando a perderlo. Tenía todo lo que yo tenía. Casi todo, pues había algunas pequeñas diferencias... pesaría unos tres o cuatro kilos menos que yo y sus ropas no se parecían a nada que yo hubiese llevado jamás. Era un mono hecho de una sola pieza con alguna tela color verde oscuro que parecía brillar y con el pecho lleno de bolsillos: había también bolsillos en el mismo sitio en que hubieran estado los de los pantalones, si es que los hubiese llevado. Incluso tenía bolsillos en las mangas y en el muslo derecho. Puede que en otro tiempo esos bolsillos hubiesen contenido las preciadas posesiones de mi otro yo, pero ya no era así. Sin duda, los soldados del coronel los habían registrado, apoderándose de ellas.

    —Dominic —dije con esfuerzo—. Mírame.

    Silencio. El otro Dominic no respondió y ni tan siquiera alzó la vista, aunque por el ángulo de inclinación de su cabeza y por su expresión decidida me quedó claro que me había oído. Nadie más habló. El coronel no perdía detalle pero seguía callado, y mientras el coronel Martineau no dijese nada ninguno de sus hombres abriría la boca.

    Volví a intentarlo.

    — ¡Dominic! Por el amor de Dios, dime qué está pasando.

    Mi otro yo mantuvo los ojos clavados en el suelo un ratito más. Luego alzó la vista pero no me miró. Examinó el reloj que había encima de la cabeza de Martineau, como si estuviese haciendo un cálculo; luego se volvió hacia mí y dijo:

    —Dominic, por el amor de Dios, no puedo.

    No era una respuesta muy satisfactoria. El coronel Martineau fue a decir algo pero le indiqué con un gesto que se callara.

    —Por favor... —dije.
    —Bueno, Dom, viejo amigo —dijo mi otro yo, con aire de pena—, en realidad, si estoy aquí es porque deseaba decirte algo. Precisamente a ti, Dominic DeSota que, como ya sabes, eres también yo.

    El coronel empezaba a ponerse furioso, pero mi reacción fue muy distinta.

    —Oh, Dom —le dije apenado a mi otro yo—, cuantas veces no habré deseado hacerme lo bastante mayor como para abandonar este tipo de juegos. ¿Por qué no sueltas de una vez lo que quieres decirme?
    —Porque es demasiado tarde, Dom —dijo.
    — ¿Para qué es demasiado tarde, maldición?
    —Para aquello de lo que iba a avisarte, ¿entiendes?
    — ¡No!
    —Ya lo entenderás. Está sucediendo. Y cuando volvamos a encontrarnos —intentó sonreír, pero le salió más bien un semisollozo—, no será a mí a quien te encuentres.

    Se detuvo, abrió de nuevo la boca, vaciló, miró al reloj... Y desapareció.

    Cuando digo «desapareció» ésa es justamente la palabra, pero quizás doy una imagen equivocada. El otro Dominic DeSota no «desapareció» agachándose para meterse en un armario, ni nada parecido, y tampoco se volvió transparente como un actor en una película de ciencia ficción. Sencillamente, desapareció. En un momento dado estaba ahí y al siguiente ya no.

    Y un par de esposas, cerradas sobre sus ya ausentes muñecas, cayeron estrepitosamente al suelo en el lugar que él había ocupado.


    Cosas como ésa no suceden en mi vida normal. Carecía de reacciones preprogramadas para enfrentarme a tan flagrante violación de las leyes naturales, y lo mismo le pasaba al coronel Martineau. Me miró, y le devolví la mirada. Ninguno de los dos dijo una sola palabra respecto a la desaparición, a menos que se pueda considerar como tal el « ¡Mierda!», que me pareció oírle pronunciar en un susurro.

    — ¿Se le ocurre a qué podía referirse, coronel? —le pregunté... sólo para estar seguro—. ¿No? Ya me lo había imaginado. Bueno, ¿y ahora qué hacemos?
    —No tengo ni zorra idea, senador —me contestó. Pero aunque un oficial con mando del Ejército puede decir esas cosas, no puede actuar como si fuesen ciertas. Llamó a un sargento y ordenó que saliesen patrullas a buscar a mi otro yo perdido; el sargento puso cara de asombro y el coronel de resignación, pues todos sabíamos que eso iba a servir de muy poco—. Hágalo, sargento —dijo, y se quedó mirando cómo cumplían sus órdenes—. Bien —me dijo finalmente—, al menos hay algo bueno. Ha dicho que, fuese lo que fuese, ya estaba sucediendo, así que muy pronto descubriremos qué significa todo esto.
    —Me gustaría estar tan seguro como usted de que eso es bueno —dije yo.

    Y diez minutos después, cuando resultó que había dicho la verdad, resultó también que, efectivamente, no era tan bueno. Salimos de la habitación y atravesamos el salón, con el pequeño destacamento de soldados del coronel siguiéndonos como perros fieles y preguntándose dónde estaría el pájaro. Y nos topamos con otro destacamento de tropas, una docena más o menos, que también avanzaban, pero no al trote como las nuestras. Llevaban equipo de combate y unas carabinas de extraño aspecto colgando del hombro, aunque no permanecieron ahí mucho rato.

    —Apunten —dijo un sargento cuando los teníamos a unos quince metros. El destacamento se detuvo y los soldados pusieron la rodilla en el suelo. Las carabinas giraron limpiamente hasta apuntarnos, sin vacilar.

    Un oficial apareció entre los soldados.

    —Mierda —repitió el coronel Martineau, y no hizo falta que le preguntase por qué lo decía. El oficial vestía igual que el resto de los soldados pero era fácil distinguirle como tal porque llevaba pistola y no carabina. Otra cosa me quedó clara de inmediato respecto a su persona, y al hablar me la confirmó.
    —Soy el mayor Dominic DeSota, del Ejército de los Estados Unidos —dijo con una voz que yo conocía muy bien—, y son ustedes mis prisioneros de guerra.

    Lo dijo con gran claridad, pero había cierta tensión en su voz. Yo sabía el motivo. Las palabras se dirigían al coronel pero sus ojos estaban clavados en mí y la expresión de su rostro me era muy conocida. Era la mía.

    —Hola, yo —dije, y sus rasgos se endurecieron—. Creía que habías desaparecido —añadí—. ¿Qué era, una broma? Le hizo un brusco gesto con la cabeza a un soldado que se puso a mi espalda y me aferró los brazos. Algo frío y duro me mordió las muñecas y supe que me habían esposado.
    —Ignoro a qué se refiere con eso de la desaparición —dijo mi otro yo—, pero esto no es ninguna broma. Están ustedes bajo arresto preventivo.
    — ¿Por qué? —preguntó el coronel, aceptando su propio par de esposas.
    —Será sólo mientras ponemos las cosas en claro con su gobierno —nos dijo mi «yo» en tono tranquilizador—. Tenemos que explicarles lo que vamos a hacer y hasta que estén de acuerdo seguirán ustedes prisioneros. Es lo mejor que puede sucederles, ¿entienden? Y si no les gusta, no tienen otra opción. Pueden ofrecer resistencia y entonces ya no serán prisioneros, serán cadáveres.


    Un tractorista montado en su enorme John Deere conducía con lentitud a lo largo de las interminables hileras de tallos de soja, sin pensar en nada más serio que una cerveza helada y un partido de los Sox que se estaba perdiendo en la televisión, cuando de pronto oyó a sus espaldas el zap-zap-zap de unos coches lanzados a toda velocidad y el rrrrawr-rrrrawr de un semirremolque de doble eje. Por el rabillo del ojo vio un diesel gigantesco que se lanzaba sobre él. Giró frenéticamente el volante de su tractor, destrozando una docena de hileras, pero cuando miró hacia atrás no había nada.


    23 de agosto de 1983
    9.10 P.M. Señora Nyla Christophe Bowquist


    Era realmente una pena estar en la ciudad de Dom sin tenerle a mi lado, pero logré mantenerme ocupada. Siempre hay cosas que hacer antes de un concierto: entrevistas de prensa y cócteles previos a la actuación, en los que debes confraternizar con los peces gordos que subvencionan la National Symphony. Y, sobre todo, los ensayos. Diez minutos de ensayo con la orquesta consumen una hora entera de mi tiempo: preocuparse antes de empezar, intentar recordar las pausas, los tiempos y las entonaciones sobre los que hemos logrado ponernos de acuerdo una vez acabado el ensayo. Sería fácil pensar que un ensayo con Mstislav Rostropovich debería ser más sencillo que con otras personas, dado que Slavi empezó como violonchelista. De eso nada, no para de poner problemas. Puede llegar a volverte loca discutiendo la dinámica de un oboe o el número exacto de microsegundos necesarios para una nota sincopada. No quiero decir que no me guste trabajar con él. Por ejemplo, tiene un maravilloso sentido del humor. De hecho, le adoro.

    Les daré una idea del tipo de bromas amables que suele gastarme Slavi Rostropovich. Cuando devolví el contrato firmado para la actuación su agente me llamó para decirme lo siguiente:

    —Nyla, Slavi dice que puedes escoger. ¿Qué prefieres, Sibelius o Mendelssohn?

    Me fue imposible contener la risa.

    Era el tipo de broma para disfrutar de la cual necesitas llevar mucho tiempo en el negocio, y tenía su propia historia. Cuando actué con la National Symphony anteriormente, una periodista me pilló en una falta. Supongo que estaría cansada pero, fuese por lo que fuese, le dije algo que los violinistas no suelen revelar pero que toda persona que haya tocado el violín después de Paganini sabe muy bien: algunos conciertos encantan al público porque parecen mucho más difíciles de interpretar de lo que realmente son (como el de Mendelssohn) y otros ponen a prueba tu habilidad porque son mucho más difíciles de lo que parecen al oírlos (como el de Sibelius). Por eso le conté a esa mujer que si deseaba arrancarle vítores fáciles a un público poco sofisticado tocaría a Mendelssohn y que si deseaba lucirme ante mis colegas tocaría a Sibelius.

    —Dile a Slavi que prefiero a Mendelssohn —le respondí al agente, dirigiéndole una sonrisa al auricular. Porque, después de todo, sabía que no sería Mendelssohn y, naturalmente, dos días después me llegó un ramo de flores con una nota de puño y letra de Elena Rostropovich que decía así:

    «No sólo dotada de talento... no sólo hermosa... ¡también inteligente! Slavi le envía sus felicitaciones y toda su admiración, pidiéndole que toque Gershwin, dado que asistirá la presidencia.»

    Mandé un telegrama diciendo que me encantaría. Y era cierto. Gershwin es uno de los grandes, aparte de que el suyo es el único concierto de violín compuesto por un norteamericano capaz de hacer que hasta los cerdos callen al oírlo. Sabía muy bien, de todos modos, que la música de un extranjero no encajaba nada bien con los gustos de la presidencia.

    Elena Rostropovich era una dama encantadora, aunque no siempre resultaba fácil saber qué pensaba. Por ejemplo, nunca logré saber si le importaba mi asunto con Dom. Poníamos todo el cuidado posible para evitar los cotilleos pero, de todos modos, jamás me hizo el menor comentario, ni tan siquiera un guiño. Sin embargo, cuando me invitaron a cenar después del concierto yo ya sabía que Dominic recibiría una invitación idéntica en su mansión en Virginia. Mi invitación decía siempre para el señor y la señora Bowquist, y la de Dom era siempre para el senador y la señora DeSota. No importaba que nuestros respectivos cónyuges estuviesen en Chicago, como estaba siempre Ferdie y como solía estarlo Marilyn DeSota. Por lo tanto, Dom pasaría la noche anterior en mi suite del hotel. Los dos habíamos tenido un día muy atareado y nos encontraríamos a las once de la noche en el ascensor, «descubriéndonos» con expresiones de sorpresa cordial en la fiesta de Elena. Y entonces ella sugeriría que, dado que ambos carecíamos de compañía esa noche, Dom bien podría llevarme de vuelta a casa.

    Lo cual hacía infaliblemente.

    Esas noches eran las mejores que Dom y yo pasábamos, porque podíamos aparecer juntos en público. Y después, cuando estábamos a solas, había muy poco riesgo de que nuestros cónyuges nos pillasen. Todo lo que hiciésemos en Chicago era bastante arriesgado, pues siempre existía la posibilidad de que algún conocido apareciera casualmente en un mal momento... en un pasillo del hotel, un ascensor, o el restaurante en que estábamos citados. Las demás ciudades no eran mucho mejores. A veces, por pura suerte, Dom lograba inventar una razón para volar a Boston, Nueva York o adonde yo estuviese, pero siempre andábamos justos de tiempo. No, Washington era el mejor lugar... o, al menos, el mejor que podíamos tener.

    Ni siquiera ahí era perfecto. También teníamos conocidos en Washington. Más tarde o más temprano Ferdie o Marilyn oirían una leve alusión o les asaltaría la duda. Y a partir de ese momento sólo sería cuestión de tiempo. ¿Detectives privados? Quizás. ¿Por qué no? Un cónyuge traicionado no tiene razón alguna para jugar limpio.

    Y entonces todo el asunto caería sobre nuestras cabezas y lo que pasara después sería realmente desagradable...

    Pero, Dios mío, por favor, todavía no.

    —Nunca —contestó Dom con firmeza, poniéndose los calcetines a las dos de la madrugada, cuando se me ocurrió decírselo.
    —Querido, tiene que ocurrir un día u otro —dije, intentando sonar razonable.
    —No tiene por qué ocurrir. No tienen por qué pillarnos —se detuvo, con los pantalones a medio poner, y me besó en el ombligo—. Podemos seguir así eternamente. Incluso, si nos pillaran...

    Cambié de tema, o intenté hacerlo.

    —Ya sabes quién asistirá al concierto —le dije.
    — ¿Sí? ¿Y qué? Ah... —dijo, asintiendo con aire de sabelotodo mientras se subía la cremallera—. Ya veo la conexión. Quieres decir que no deseas escandalizar a la presidencia, ¿verdad? Y si no nos pillan mi mujer nunca se molestará, ¿verdad? Y aunque lo hagan, siempre nos queda la alternativa de...—No, no hay alternativa —dije yo antes de que pudiese completar la frase con un «casarnos». Porque ése era el único tema que me negaba a discutir siempre con el senador Dominic DeSota. No podía tolerar la idea de serle infiel a un hombre que me amaba. No podía tolerar la idea de echarle a patadas de mi vida, expuesto a la humillación pública.

    Por lo tanto, no lo sentí demasiado cuando Dom tuvo que irse a Nuevo México, porque había estado insistiendo cada vez más al respecto y a mí se me estaban acabando los trucos para apartarle del tema. Y la noche del concierto, cuando empecé con el primer movimiento, ese «allegro hot» sincopado, su asiento a mitad de la tercera fila estaba vacío.


    Lo que ocurrió después fue algo totalmente inesperado y para explicarlo debo referirme al concierto.

    Gershwin murió joven. Había empezado a componer música para violín apenas dos años antes de que aquel taxi le atropellara al cruzar la Calle 52. Y de pronto, apenas sin experiencia previa, creó esa maravilla, total y absolutamente suya. En los primeros tiempos, Gershwin había tenido que contratar a Ferde Grofe para que le hiciese las orquestaciones, pero en la época del concierto para violín ya dominaba por completo el arte. Las cuerdas y la percusión eran tan peculiarmente suyas como esos temas para violín capaces de fundirte el corazón.

    Había algo más que me gustaba del concierto, un truco que le había pedido prestado a Mendelssohn. Mendelssohn no deseaba correr el riesgo de que algún idiota del público creyese que la pausa después del primer movimiento significaba que el concierto había terminado y se pusiera a aplaudir. No es que eso sea demasiado horrible, pero lo que lo convierte en un auténtico problema es que entonces la mitad del público se sonroja por haberse puesto a aplaudir cuando no debía y la otra mitad se enfada porque esos idiotas han interrumpido la actuación. Por lo tanto, Mendelssohn no permitió que nadie cometiese ese error. Nunca se da ese instante de silencio durante el cual el público se remueve en sus asientos y los hombres que han ido por lo pesadas que se han puesto sus mujeres miran nerviosos a sus vecinos para ver lo que se espera de ellos y en el escenario oyes los murmullos, el ruido de los asientos y las toses apagadas. A menudo deseé que Tchaikovsky, Bruch y Beethoven hubiesen sido igual de considerados y sentí gratitud porque Mendelssohn y Gershwin sí lo fueran.

    De todos modos, fue algo raro. Esta vez, el suave y casi subliminal batir de tambores no impidió que el público se removiese en sus asientos. Vi cómo una acomodadora se inclinaba sobre el asiento vacío de Dominic para susurrar algo al oído al senador Kennedy. Slavi alzaba ya su batuta para dar inicio al segundo movimiento pero eso no impidió que Jack Kennedy se pusiese en pie y abandonara su fila. Mientras iba contando los compases que faltaban para mi parte, vi que Jackie me sonreía y extendía sus manos en un levísimo gesto de disculpa. Con casi cualquier otra esposa de senador habría sabido que eso era una excusa cortés, pero con Jackie sabía que era sincero. En la galería de esposas de senadores, ella era la cultivada y yo siempre había pensado que hubiera sido una estupenda primera dama si su esposo no hubiese perdido por los pelos en Chicago en 1960.

    Pero los problemas no acabaron ahí.

    Con la ayuda de gente como Jackie y Slavi Rostropovich (y, naturalmente, de Dom) me había convertido en algo así como la violonchelista favorita de la alta sociedad de Washington, así que el público era lo que puede decirse «distinguido». Eso, en Washington, quiere decir perteneciente al gobierno... diplomáticos, legisladores, gente que está en la cumbre de la administración. Hasta la presidenta, Nancy, estaba en su palco, con su primer caballero sentado a su lado, tan distinguido y tranquilo como siempre. Ese tipo de público planteaba problemas especiales y el peor de ellos era que si algo empezaba a ir espantosamente mal en alguna parte del mundo a la mitad del concierto se le daría el aviso inmediato de que se fuese.

    Algo había ido mal. Y se estaban yendo.

    Hacia la mitad del movimiento había asientos vacíos, como dientes mellados, en cada rincón del teatro. Cuando di fin a mi algo tramposo pero estupendo crescendo del tercer movimiento el aplauso fue un tanto débil. Creí que no era falta de entusiasmo, sólo de público. Slavi me miró y yo miré a Slavi. Los dos nos encogimos disimuladamente con un gesto resignado.

    Para guardar las apariencias salimos dos veces a saludar y luego abandonamos el escenario para no volver, dándole al público la oportunidad de huir... cosa que muchos de ellos estaban realmente ansiosos por hacer.

    Un deseo que una gran parte de los que estábamos en el escenario empezábamos a sentir también, impulsados por una creciente curiosidad.


    Para Slavi fue peor. Yo había acabado por esa noche y realmente me alegraba de ello, en tanto que él tendría que volver después del intermedio para la segunda parte del programa. Era Mahler, y los dos sabíamos que no quedaría mucho público dispuesto a soportar la interminable Primera Sinfonía.

    Y entonces descubrimos que realmente había sucedido algo.

    La primera que nos informó fue mi vestidora, Amy. No es que Amy me «vista» realmente, aunque estoy segura de que lo haría si fuese necesario. Lo que hace es cuidar de mí. Cada vez que dejo el Guarnerius en algún sitio, ella lo vigila; se asegura de que tenga preparado un vestido sin manchas ni arrugas para cada concierto y otro para la fiesta que hay normalmente después, y cuida de que siempre haya tampones en el compartimiento lateral de mi bolso. Hace todo eso y además algo mucho más delicado. Impide que mi esposo sospeche cada vez que salgo con Dom.

    También me informa de lo que necesito saber, aunque no vaya a gustarme. Especialmente si no me va a gustar. De todas las caras de susto, sorpresa y preocupación que vi esa noche entre bambalinas, la suya era la peor; pero logró abrirse paso entre la multitud de músicos y tramoyistas que hablaban entre susurros y acercarse a nosotros.

    —Nyla —gimió—. ¡Albuquerque ha enloquecido!

    Albuquerque, por supuesto, era donde estaba la base de Sandia. Donde estaba Dominic. Me quedé paralizada y sentí que me flaqueaban las rodillas. Slavi me cogió de un brazo. Amy cogió el violín y el otro brazo, exactamente por ese orden.

    — ¿Y Dom? —logré decir, aunque fue más bien un graznido.
    —Oh, Nyla —dijo Amy, sollozando—, ¡eso es lo peor de todo!


    Un hombre llamado Dominic DeSota, que avanzaba sudoroso por entre los cañizos del viejo embalse, alzó la cabeza, abandonando su tarea. Había creído ver un repentino resplandor anaranjado en el cielo, hacia el suroeste, donde en tiempos estuvo Chicago. No era una ilusión, has capas más bajas de nubes se habían iluminado realmente, como si a lo lejos hubiese un enorme incendio. Se irguió todo lo que pudo. ¿Qué serían aquellas luces en el horizonte? Veía trazos blancos y rojos; los blancos se dirigían hacia él y los rojos se alejaban. ¡Casi parecía como si volviese a haber coches! Pero desaparecieron con un parpadeo y le dejaron solo en el agobiante calor de la noche. Volvió a su trabajo, vaciando la última de sus trampas, ocupada por lo que en el pasado fue un mimado gatito de angora que ahora le contemplaba, bufando ferozmente. Ya no estaba gordo, no tenía el pelaje brillante ni era bonito, pero a DeSota le alegraba verlo. Era su cena.


    23 de agosto de 1983
    10.20 P.M. Mayor DeSota, Dominic P.


    Que mi primer prisionero fuese yo mismo era una casualidad increíble.

    Por supuesto, más pronto o más tarde me habría topado conmigo mismo. Sabíamos que yo estaba ahí. Quizás «yo» (ese «yo» que ahora era mi prisionero) «me» (ese era el que le había cogido, yo) había hecho un favor, pues una de las razones por las que había obtenido el mando del primer destacamento de asalto era que el senador Dominic DeSota estaba ahí. (¡Senador! ¿Cómo había podido llegar a ocurrir? ¿Cómo había llegado tan arriba en esta línea temporal, en tanto que yo me había quedado en mi lamentable rango de oficial — ¡y, encima, de la reserva!— en la mía? Pero la posición de ese otro DeSota me iba a permitir elevar la mía...)

    —Están listos, señor —dijo la sargento Sambok.
    —Excelente —respondí yo, y volvimos a subir las escaleras que llevaban a la oficina del director científico. No tenía mucho tiempo para pensar en los juegos gramaticales que estábamos aprendiendo a dominar (el «yo» que «me» observaba por las mirillas, el «ellos» que éramos «nosotros») y tampoco tenía tiempo para asombrarme ante las maravillas que ya había percibido... básicamente, las curiosas coincidencias existentes entre la vida de Dom DeSota y la mía. Nuestras vidas diferían en muchos y tremendos aspectos, pero los dos habíamos acabado viéndonos envueltos en el asunto de los tiempos paralelos (y, por supuesto, no sólo «nosotros» dos, porque en todos los otros mundos existían Dominics DeSotas). Los consejeros técnicos no habían tenido tiempo para esas cuestiones. Lo sabía porque se lo había preguntado. Lo único que hacían, matemáticas aparte, era murmurar vagamente que, después de todo, los Dominics DeSotas poseíamos genes comunes; que nuestras adolescencias habían sido comunes, al menos hasta el punto de separación; que habíamos leído los mismos libros y visto las mismas películas. Así que, naturalmente, habíamos acabado en moldes similares...
    —Por aquí, señor —dijo la sargento, y entré por la puerta que mantenía abierta a la oficina donde trabajaba la cabeza rectora de la Gatera, como habían bautizado graciosamente ellos a su proyecto de tiempos paralelos.
    —Dentro de treinta segundos estará en antena, mayor —dijo el teniente del Cuerpo de Transmisiones.
    —Muy bien —dije, y me senté delante del escritorio. Estaba muy vacío: sin duda el director científico era uno de esos tipos que están siempre preocupados por la seguridad. Lo único que había encima del escritorio era el micrófono del Cuerpo de Transmisiones con los cables que iban hasta la emisora portátil que llevaba el auxiliar del teniente. Probé los cajones. Estaban cerrados, pero ya nos ocuparíamos de eso más adelante.
    —Déles un buen susto, señor —dijo la sargento Sambok, sonriendo a través de su camuflaje de combate, y me encontré en antena.
    —Damas y caballeros —le dije al micrófono—, les habla Dominic DeSota. Circunstancias urgentes nos han llevado a la necesidad de efectuar una acción preventiva en la Base Sandia y sus alrededores. No tienen ustedes nada que temer. Dentro de una hora emitiremos un comunicado televisivo a través de las estaciones locales. Pedimos a todas las emisoras que lo transmitan en directo y en su momento les explicaremos la necesidad de que se haga así.

    Miré al teniente, el cual se pasó el dedo índice por el cuello. El cabo que se encargaba del equipo movió un interruptor y me encontré fuera de antena.

    —Le veré luego, mayor —me dijo el teniente antes de abandonar la sala.

    Me recliné en el asiento de cuero, comprobando si era cómodo. Esta gente sabía cuidarse; había cuadros en las paredes y moqueta en el suelo.

    — ¿Qué tal lo hice, Nyla? —pregunté. Ella sonrió.
    —Realmente bien, mayor. Si alguna vez abandona el ejército debería meterse en la radio.
    —Ya soy demasiado mayor para encajar en ese tipo de asuntos —le respondí—. ¿Ha avisado a Fuerza-Cinco que este edificio está bajo control?
    —Sí, señor. Fuerza-Cinco ha contestado: «Bien hecho, mayor DeSota.» Los destacamentos posteriores han ocupado también los seis edificios contiguos. Toda la zona es segura.
    — ¿Y los prisioneros?
    —De momento les hemos puesto en el aparcamiento. El cabo Harris y tres hombres más les vigilan.
    —Estupendo, estupendo —dije, tirando nuevamente de los cajones cerrados. Había ocupado la oficina del jefe científico, pero desgraciadamente en esos momentos él no estaba en la base. Se había llevado sus llaves con él. Una molestia, pero no un problema serio—. Abra esto, sargento —dije, y la sargento Sambok estudió durante un instante las cerraduras, calculando el ángulo de los posibles rebotes para colocar luego el cañón de su carabina a unos centímetros del cerrojo. Apretó el gatillo y el agudo silbido de las balas del calibre .25 llenó la habitación.

    Los cajones se abrieron sin más problemas. Dentro había el acostumbrado montón de trastos desordenados que suele encontrarse en los cajones de la mesa de un hombre ordenado, pero entre ellos había un par de cuadernos de notas y toda una hilera de carpetas. Naturalmente, habíamos estado observando con mucha atención a toda esa gente durante varios meses antes de abrir el portal, pero de todos modos el doctor Douglas querría examinar esos papeles.

    —Un ordenanza —dije. El sargento Sambok movió la cabeza y un ordenanza apareció en el umbral—. Lleve estos papeles al punto de salida —le dije, mientras le daba vueltas entre los dedos a un encendedor de oro muy delgado y de aspecto bastante caro, con la inscripción Club Harrah, Lago Tahoe Habría sido un recuerdo estupendo, pero volví a guardarlo en el cajón y lo cerré.

    Después de todo, no éramos ladrones.

    La sargento Sambok estaba en pie junto a la puerta y había algo en la expresión de su rostro que me impulsó a preguntarle si pasaba algo.

    —El soldado Dormeyer, señor... ha desaparecido.
    —Mierda —por su expresión, parecía estar acorde con lo que yo había dicho—. Esas cosas no deben suceder en estado de combate. Si la PM le encuentra lo llamarán deserción —también estaba de acuerdo en eso—. ¡Maldición, sargento, alguien debe saber dónde se ha metido! Encuéntrelo. Quiero que este asunto no salga de la compañía.
    —Sí, señor. Me ocuparé de ello personalmente.
    —Sí, más vale —le dije—. Tiene diez minutos para descubrir dónde se ha metido. Luego, reúnase conmigo en el punto de salida.


    Mi destacamento de asalto había sido el primero en pasar, pero habíamos conseguido nuestros objetivos. Ahora, había trescientos soldados más en la base: me refiero a los nuestros, claro, sin contar con los que habíamos cogido prisioneros. No tenía nada que hacer hasta que llegara el momento de la emisión televisiva. Y eso no sucedería hasta que hubiéramos tomado la emisora de TV en Albuquerque, lo cual nos permitiría introducirnos en la red estatal. Me dirigí hacia el punto de salida, en el sótano del edificio. En otros tiempos había sido una galería de tiro, pero cuando nuestros observadores lo descubrieron ya no lo usaban para casi nada.

    Eso lo hacía perfecto para nosotros. Logramos hacer pasar a todo el destacamento antes de que nadie se enterara de que habíamos llegado.

    Sandia era una base militar vieja, tanto en su tiempo como en el nuestro. La diferencia era que en nuestro tiempo seguía siendo pequeña y en el suyo se había vuelto inmensa. Dentro de su recinto de alambradas había kilómetros cuadrados de colinas y desierto.

    Pese a ello, el despliegue de sus tropas en el interior de la base no era muy amplio. El perímetro estaba más vigilado por electrones que por hombres, y a lo largo de la alambrada había un puesto de centinelas más o menos cada cuatrocientos metros. Naturalmente eso debía de parecerle al comandante de la base protección más que suficiente, pues aparte de un ataque a cargo de paracaidistas, que hubiera sido fácilmente detectado por el radar, no había modo alguno de que un grupo numeroso de enemigos pudiera cruzar la alambrada sin ser avistado con tiempo suficiente para poder llamar a los refuerzos... a menos que, como nosotros, vinieran desde dentro. Cuando llegué al punto, ya había un mapa de la base clavado en la pared, con las zonas conquistadas marcadas en rojo. Los puntos clave habían sido la Gatera y los edificios vecinos: los barracones de la PM, el cuartel general, la estación de señales y la emisora de radio. Ahora todo eso estaba en nuestro poder. Las escasas tropas que los protegían tenían ahora tiempo para ir pensando en lo amargo de su fracaso, encerradas en el aparcamiento.

    Seguían llegando tropas. No hacían falta, pero nunca estarían de más... ¿y si los anteriores habitantes de la base, contra toda lógica, decidían luchar? Una hilera de brillantes focos instalada en la pared iluminaba a la columna de soldados que emergía de la nada. Cambiaban el paso, avanzaban hasta la pared, se quedaban allí en posición de firmes y sus oficiales los reunían y los ponían de nuevo en marcha para que fueran a reforzar a las tropas que ya habían sido emplazadas en sus posiciones.

    Era un espectáculo de lo más raro. Si uno se colocaba al lado del portal, siguiendo su misma inclinación, resultaba aún más extraño. La punta de los pies, luego los pies, las piernas, los puños, el vientre, la cabeza... todo iba apareciendo en ese mismo orden. Si uno se colocaba detrás del portal, se podía ver... ¿qué se imaginan? ¿Carne cruda, tripas? Nada de eso, no había absolutamente nada que ver. Porque, visto desde atrás, todo el rectángulo del portal de salida era una negra masa carente de rasgos que parecía engullir la luz. Claro que, desde delante, tampoco había gran cosa que ver pasados unos instantes. Sólo los soldados que emergían de la nada y, detrás de ellos, los muros polvorientos de la vieja galería de tiro.

    — ¿Mayor? —era la sargento Sambok de nuevo. Miró a nuestro alrededor y bajó la voz—. Creo que sé adonde se fue Dormeyer.
    —Buen trabajo, sargento —le dije.

    Ella negó con la cabeza.

    —Está fuera de la base. Logró salir, no sabemos cómo. Se ha ido a Albuquerque. Lo que sucede es que vivía... bueno, vive ahí. En Albuquerque, quiero decir.

    Eso ya no me parecía tan bien, pero no era culpa suya.

    —Lo ha hecho usted muy bien —le dije, y era verdad. Para haber salido de la Reserva, Nyla Sambok era una soldado de primera. Lo raro es que en la vida civil había sido profesora de música y estaba casada con un concertista de clavicordio. Habían logrado sus respectivas becas metiéndose en la Reserva, pero luego les llamaron a filas; muchos de los reservistas estaban bastante disgustados con ello, pero Sambok era lo bastante buena como para que yo hubiera pedido que me acompañara desde Chicago para hacerse cargo de un destacamento. El hecho de que además fuera una mujer muy atractiva no le hacía daño a nadie, claro, pero yo tenía por norma no enredarme nunca con el personal a mis órdenes. Lo único que hacía era darle vueltas a la fantasía, de vez en cuando.
    —La Fuerza-Cinco estará lista para recibir sus órdenes dentro de unos dos minutos —prosiguió ella—. Me enteré mientras venía para aquí.
    —Estupendo —dije—, pero se me ha ocurrido una idea. Vaya al recinto de los prisioneros y tráigame las ropas del senador DeSota.

    Incluso la sargento Sambok era capaz de sentir sorpresa.

    — ¿Sus ropas?
    —Haga lo que le digo, sargento. Puede dejarle la ropa interior, pero quiero todo el resto, incluidos los calcetines.

    Un destello de comprensión le iluminó el rostro.

    —Bien, mayor —dijo, sonriendo, y se marchó, dejándome para que esperase la llamada de la Fuerza-Cinco.

    La comunicación en los dos sentidos a través de la superficie que separa los tiempos paralelos es más difícil que en uno sólo. Tenían que cerrar el portal y colapsar el campo para obtener la energía necesaria, pero cuando el oficial encargado del portal me hizo un gesto con la cabeza cogí el auricular y el general Magruder no me hizo esperar demasiado.

    —Bien hecho, mayor —ladró—. El presidente dice lo mismo: naturalmente, ha seguido esto muy de cerca.
    —Gracias, señor.
    —Ahora entramos en la Fase Dos. ¿Está listo para la emisión televisada?
    —Sí, señor —con eso quería decir en realidad que aún no lo estaba pero que lo estaría tan pronto como Nyla Sambok volviera con las ropas.
    —La emisora de TV y los enlaces de microondas están controlados; abrirán los circuitos dentro de media hora. Ya tienen la cinta del presidente lista para ser emitida tan pronto como usted haga la introducción.
    —Sí, señor.
    —Bien —y entonces cambió de tono—. Otra cosa, mayor. ¿Hay algún signo de rebotes?—Nada nuevo, señor. Creo que aún están entrevistando a los de aquí, pese a todo.
    —Hum... ¿Algún otro visitante indeseable?
    —Ni rastro, señor.
    —Mantenga los ojos bien abiertos —dijo con aspereza, y colgó. Yo había reconocido ese tono de voz. Era el del miedo.


    Media hora después, mientras cruzaba la base en dirección hacia el estudio de televisión, sintiendo el cálido aire de la noche del desierto y pudiendo ver en lo alto las mismas estrellas que brillaban sobre mi propia América, yo también sentí un poco de miedo. Un jeep de la PM pasó junto a mí barriendo el terreno de un lado a otro con un reflector. Se detuvieron el tiempo suficiente para darme un buen repaso y fijarse en el brazalete que me identificaba como perteneciente a la fuerza de asalto, y luego volvieron a acelerar. No me llamaron ni me pidieron la documentación.

    Yo podría haber sido uno de esos visitantes indeseables. Podría haber sido esa otra persona que se parecía a mí y que teníamos la impresión de que había estado en todas partes. Y si yo hubiera sido esa persona, me hubiera bastado con coger un trozo de tela verde para enganchármelo en la manga y nadie hubiese sido capaz de notar la diferencia. Y entonces...

    Y entonces, ¿qué habría hecho ese otro yo?

    Esa era la pregunta que nos daba miedo. De momento lo único que habían hecho era observar y espiar, pero nada más.

    No podía culpar realmente a la PM por mantener una vigilancia tan poco cuidadosa, ya que obviamente no veían la necesidad de que fuera más concienzuda. Habíamos tomado la base sin disparar ni un solo tiro, enfrentados a una oposición que consistía básicamente en centinelas de ojos soñolientos que se habían quedado patidifusos al ver cómo sus propias tropas caían sobre ellos. ¡Vaya modo de dirigir los Estados Unidos! Me pregunté cómo sería vivir en un país donde bases tan importantes estaban protegidas sólo por un puñado de tropas y en el que no habían tenido reclutamiento ni llamamiento de reservistas. Si me hubieran dejado terminar mis cursos de posgraduado en Loyola en vez de meterme en la reserva, ¿qué sería yo ahora?

    ¿Senador, quizás?

    En aquel momento, no podía permitirme ese tipo de especulaciones, ya que aún me quedaba una parte muy importante de mi trabajo por terminar.

    La sargento Sambok me estaba esperando en el estudio con la ropa del senador DeSota, tal y como me había prometido. Encontré un vestuario y me quité el uniforme. Aquel otro Dom DeSota sabía vestir bien: la camisa, la corbata, los calcetines, los zapatos, los pantalones, la chaqueta deportiva... todo era de buena tela o de excelente cuero. El corte era algo peculiar (sus modas no eran las mismas que las nuestras) pero me gustó el tacto de la sedosa camisa y la suavidad de aquellos pantalones tan bien planchados. Podrían haberme ido un poco mejor: el otro Dom estaba un poco más entrado en carnes que yo, lo cual era una satisfacción, aunque estropeara levemente el efecto del traje.

    Cuando salí del vestuario, sin embargo, la sargento no encontró nada criticable en mi aspecto.

    —Magnífico, señor —dijo, felicitándome.
    — ¿Qué le dejó a él? —le pregunté, contemplándome en el espejo, y al verla sonreír supe cuál era la respuesta. No era fácil que cogiera frío con su ropa interior en esa cálida noche de agosto, pero aun así...—. Llévele mi uniforme de repuesto —le ordené—. Está en mi bolsa B-4 —afortunadamente para él, no me gustaba que los uniformes me quedaran demasiado ajustados, así que podría ponérselo.
    —Sí, señor —dijo la sargento Sambok—. Señor...
    — ¿Qué pasa?
    —Bueno, si usted va a llevar sus ropas y él su uniforme... ¿no puede resultar eso un poco confuso? Quiero decir... suponga que consiguiera llegar hasta usted, dejarle inconsciente y cambiar las ropas. ¿Cómo sabríamos quién es quién?

    Empecé a abrir la boca, dispuesto a decirle que era idiota. Luego volví a cerrarla. Tenía razón.

    —Buena idea —dije—. Le diré lo que haremos. Yo seré el que conozca su nombre completo, ¿de acuerdo, sargento?
    —Sí, señor. De todos modos, mientras se encuentre en el recinto y usted no...
    —Eso es —dije yo... y entonces me asaltó de nuevo la sensación que había estado reprimiendo durante las últimas dos horas.

    Quería ver a mi otro yo. Quería sentarme y hablar con él, oír su voz, descubrir dónde habían coincidido nuestras vidas y dónde se habían separado. Era una idea extraña y algo insana, como prepararse para tomar droga por primera vez, o quizás para hacer el amor cuando no lo habías hecho en tu vida... pero lo deseabas.

    No tuve tiempo para pensarlo entonces porque ya estaba prácticamente en antena. Los cámaras contemplaron con cierta sorpresa mis ropas civiles y el capitán del cuerpo de transmisiones sonrió sin disimulo pero, listo o no, había llegado el momento de mi debut en la televisión. La verdad es que no estaba demasiado preparado, ni ellos tampoco. Siempre hace falta colocar bien un micro o cambiar una cámara de lugar o mandar a una persona al vestíbulo para que haga callar a los que hablan, pero eso pasó en un segundo y el cabo que actuaba como director gritó:

    — ¡Preparado, señor! —escuchó lo que le decían por los auriculares durante unos segundos y luego empezó a contar—. Diez... nueve... ocho... siete... seis... cinco... cuatro... tres... —los últimos números los indicó con los dedos, primero dos y después uno. Luego aquel índice solitario se clavó en mí, la luz verde situada sobre la cámara se encendió, y empezó el rodaje de mi discurso preparado.
    —Damas y caballeros —le dije a la cámara—, soy Dominic DeSota —eso no era ninguna mentira; se trataba de mi identidad. No dije que fuera el senador DeSota, aunque el hecho de que ahora vistiera sus ropas quizás lo sugiriese. No había mucho más en mi discurso—. Una emergencia ha requerido que se efectuara esta acción. Le pido a cada norteamericano que escuche esta emisión con una mente libre de prejuicios y con el generoso corazón propio de todos los norteamericanos. Damas y caballeros, les presento al presidente de los Estados Unidos.

    Y los fotones que formaban mi rostro, mi cuello y el traje, la corbata y la camisa del otro Dominic fluyeron como un obediente rebaño hacia la cámara, y salieron de ella convertidos en electrones; como tales electrones serpentearon por los cables del estudio de la base hasta llegar al plato de microondas del techo y allí fueron reconvertidos en fotones de distinta frecuencia y luego, como señales de radio, viajaron a través del valle hasta las torres transmisoras de la KABQ, rebotando en el aire y cruzándolo para llegar hasta un satélite que se encontraba a miles de kilómetros en el espacio, desde donde llovieron sobre los aparatos de televisión de los Estados Unidos. Los Estados Unidos de aquí. Y lo que pudieran sacar en claro del mensaje y de un presidente que no era el suyo no podía ni tan siquiera adivinarlo.


    El destacamento del Cuerpo de Transmisiones vestía uniforme, pero aún había mucho de civil en sus corazones. Se trataba de reservistas convocados para la emergencia y casi todos eran veteranos de las grandes cadenas televisivas. Habían logrado procurarse algunas comodidades de tipo civil, como una cafetera humeante en el vestíbulo del estudio y una bandeja de bocadillos y pasteles. Aparentemente, alguien había tomado por asalto la despensa local.

    Me serví una taza mientras escuchaba la voz del presidente Brown, que me llegaba desde los monitores:

    —... como presidente de los Estados Unidos, dirigiéndome a usted que ocupa también la presidencia de los Estados Unidos, y al pueblo norteamericano... —parecía nervioso pero aparentemente había ensayado bien, se notaba a medida que iba leyendo las líneas que le habían redactado— ...en este punto de nuestra historia nos enfrentamos a un terrible despotismo que amenaza con dominar el mundo... —y luego— ...los lazos de sangre y la devoción común a los principios de la libertad y la democracia... —etcétera, etcétera. El discurso era bastante bueno; yo ya lo había leído antes. Pero lo importante no era lo que decía el discurso: lo importante era que habíamos controlado la base.

    La misma voz llegaba desde una sala de control contigua al vestíbulo que tenía la puerta abierta. Cogí mi taza y fui a echar un vistazo. Allí no había un monitor sino una docena, casi todos mostrando el emocionado rostro del presidente y repitiendo su discurso. Pero había también un par de pantallas en las que se veían otros rostros, igual de serios y todavía más emocionados: John Chancellor, Walter Cronkite y un par más que no reconocí. Ya habían empezado a hacer sus comentarios. Eso me sorprendió hasta que recordé que el discurso del presidente sólo duraba cuatro minutos. Ya había terminado, y ahora las emisoras que habían sido tomadas por sorpresa lo estaban volviendo a emitir. Esas todavía no tenían preparada ninguna respuesta, las demás ya la estaban soltando.

    Miré mi reloj. Medianoche, hora local. En las grandes ciudades de la Costa Este serían las dos de la noche, pero dudaba que mucha gente estuviera durmiendo. Y en California, los ciudadanos que hubieran conectado el último resumen informativo se encontrarían con unas noticias totalmente inesperadas.

    Les estaba bien empleado. ¿Cómo podían ser tan gordos y felices mientras que nosotros nos enfrentábamos a una terrible contienda por la libertad mundial?


    Incluso el comandante de un destacamento de asalto debe dormir de vez en cuando. Logré hacerlo casi cinco horas y me desperté acompañado por el olor a café y bacon. Estaban en la oficina del jefe de científicos, en su propio catre, y el cabo Harris acababa de poner una bandeja junto a mi cabeza.

    —Con los saludos de la sargento Sambok, señor —sonrió—. Anoche ocupamos el club de oficiales.

    Los huevos estaban casi fríos por el trayecto, pero el café era fuerte y seguía caliente. Precisamente justo lo que necesitaba para ponerme en marcha.

    La primera parada fue de nuevo el estudio. A los técnicos-soldados se les habían unido tres civiles, una mujer mayor, otra más joven y un hombre con barba que parecía no tener ninguna edad determinada. Me planté delante del capitán del Cuerpo de Transmisiones y señalé con el dedo a los civiles agrupados ante los monitores, alzando una ceja.

    — ¿Ellos? —me dijo—. Son científicos, mayor. Al menos, eso es lo que dicen ser, y sus órdenes están en regla.
    — ¿Qué hacen?

    Se encogió de hombros.

    —Dicen que están estudiando las respuestas al mensaje del presidente. Es una especie de estudio de ciencias políticas, ¿sabe? —no, no lo sabía—. De todos modos —dijo con amargura—, no hay mucho que estudiar porque esa presidencia que tienen aquí no ha dicho prácticamente ni palabra.

    No era ése el tipo de noticias que deseaba oír.

    —Podría comprobarlo con Fuerza-Cinco —añadió como si se le acabara de ocurrir, pero yo me dirigía ya a la Gatera. La base estaba muy tranquila y tenía un aspecto magnífico en la cálida mañana del desierto. Yo no. Por muy seco que fuera el aire, estaba empezando a dejar empapado de sudor mi uniforme, que ya llevaba por segundo día consecutivo (¡quizás no hubiera debido ser tan generoso con el de repuesto!) y empezaba a sentirme preocupado.

    El general Cara-de-Rata Magruder estaba como uno espera encontrar a un general a las siete de la mañana: es decir, dormido. Cuando le pregunté sobre los civiles me bajó los humos con apenas media docena de palabras.

    —Están autorizados y no es asunto suyo, mayor —dijo secamente—. ¿Cuál es el estado de su base?—Completamente tranquila, señor —esperaba que así fuera, porque aún no había tenido tiempo de pasar revista a mis propias tropas—. Sigue sin haber señales de rebote por aquí.
    — ¿Visitantes indeseables?
    —Ningún informe, señor —al menos, no que yo supiera—. Señor... ¿puedo preguntarle por el doctor Douglas?

    Risita metálica.

    —Está en su tienda, bajo vigilancia y cagado de miedo. ¿Cuál es el estado actual respecto a la intercepción de señales enemigas?

    Se refería a si habíamos estado escuchando la radio y la TV.

    —De momento no hay nada en claro, señor. Siguen repitiendo la emisión del presidente. La recepción es impecable.

    El coronel Harlech no llegó a pronunciar la palabra mierda. Se limitó a emitir un sonido que se le aproximaba lo bastante como para resultar reconocible, pero lo pronunció en voz lo suficientemente baja para que no se pudiera estar seguro de lo que había dicho. Harlech era uno de los hombres de confianza de Magruder y todo el mundo sabía cuál era la opinión que les merecía el presidente, el cual se había opuesto vigorosamente a un ataque preventivo... hasta que los jefes del Estado Mayor le hicieron saber que tenían muchas prisiones militares listas para recibir a los políticos que se interpusieran en lo que ellos consideraban la defensa esencial de Estados Unidos.

    Cuando terminé mi llamada telefónica al otro tiempo pensé en la posibilidad de volver al estudio y hablar un poco con los científicos. Sería interesante oír sus teorías sobre la razón de que una sociedad tan militarmente activa como la nuestra tuviera un presidente tan blando como Jerry Brown, mientras que esta otra, blanda y pacífica, había elegido el incendiario credo político de Reagan. Pero yo era un soldado, no un estudiante; y había cosas por las que sentía más curiosidad que por ésa. Pedí a gritos un ordenanza y cuando el cabo Harris asomó la cabeza por el hueco de la puerta le ordené que fuera al recinto de los prisioneros y me trajese al senador Dominic DeSota.


    Estaba sentado ante mí, vestido con mi propio uniforme, y se me parecía tanto que resultaba molesto. No podía quitarle los ojos de encima y él me observaba con la misma atención. No estaba asustado, o al menos no lo parecía. Pero sí parecía estar un poco resentido y, sobre todo, interesado... una cualidad mía que siempre he admirado.

    —Usted es un tipo intuitivo, Dominic —le solté de pronto—. Dígame, ¿cómo va a salir esto?

    Se estiró pensativamente antes de responderme; también él había estado durmiendo y, sin duda, sobre algo no tan cómodo como el catre de mi despacho.

    — ¿Quieres decir cuál va a ser la respuesta de la presidencia a esta invasión armada? —me preguntó.
    —Yo diría que ése es un modo algo duro de calificar las cosas.
    —Lo que ha sucedido hasta ahora es bastante duro, Dominic. ¿Qué esperan ganar con esto?
    —La paz —contesté, sonriendo—. La victoria. El triunfo de la democracia sobre la tiranía. No me refiero a su tiranía, naturalmente. Estoy hablando de nuestro enemigo mutuo, los rusos.
    —Dom —me dijo pacientemente—, yo no tengo ningún enemigo ruso. Los rusos, sencillamente, no significan nada en el mundo... en mi mundo. Se habrían muerto de hambre si no les hubiéramos mandado alimentos después de su jaleo con China.
    — ¡Tendrían que haberles dejado a todos morir de hambre!

    Suspiró, mirándome con cierto desagrado.

    —Así pues, vienen y nos invaden. Y sin previo aviso... —se encogió de hombros—. Dígame usted cómo van a ir las cosas. La obra la han escrito ustedes.
    —Irá como nosotros queremos, Dom —le contesté sonriente—. Cuanto más pronto lo entiendan ustedes, mejor —no hubo respuesta a eso. En su lugar, yo tampoco hubiera contestado. Intenté mostrarme amistoso—. Este es nuestro país, independientemente del lado de la barrera en que estemos —le dije con tono persuasivo—. Deberían cooperar con nosotros porque, en definitiva, tenemos los mismos intereses básicos: el bienestar de los Estados Unidos de América: ¿Correcto?
    —Dom, tengo muchísimas dudas al respecto —me respondió.
    —Venga, Dom... Será mejor que acepte mi palabra porque, al fin y al cabo, no creo que puedan hacer otra cosa. Les tenemos cogidos por... Por cierto, hablando de eso —añadí—, ¿qué tal la próstata?

    Eso le sorprendió.

    — ¿De qué habla? Soy demasiado joven para tener problemas con la próstata.
    —Ya —dije—. Eso es lo que pensé cuando me lo dijeron. Sería mejor se hiciera una revisión...

    El meneó la cabeza.

    —DeSota —me dijo, y en su rostro había una expresión mucho más valiente y decidida de la que hubiera tenido yo en su lugar... lo cual me complació porque, después de todo, quizás yo también hubiera sido capaz de poner esa cara—, basta ya de gilipolleces. Nos han invadido sin aviso previo y eso es muy sucio. ¿Por qué lo hicieron?

    Sonreí.

    —Porque estaban ahí. ¿Acaso no sabe cómo funcionan estas cosas? Teníamos un problema y vimos una solución tecnológica para él. Cuando se tiene una tecnología se usa, y nosotros la teníamos —no entré a discutir cómo la habíamos conseguido porque, después de todo, eso no era demasiado relevante—. Por lo tanto, viejo amigo, se enfrentan ustedes a lo que llamamos una situación no negociable. Nuestro presidente ya ha dicho lo que deseamos. Déjennoslo hacer. Luego nos largaremos, y se acabó.

    Clavó en mí una mirada penetrante.

    —No se creerá usted eso, ¿verdad? —me preguntó.

    Me encogí de hombros. Los dos nos conocíamos lo bastante como para saber que ninguno de nosotros lo hubiera creído. No había pensado demasiado en lo que sucedería una vez alcanzado el objetivo de nuestro ataque (oficialmente hablando)... pero sabía muy bien que una vez que hubiésemos usado su línea temporal para librarnos del gran enemigo de nuestro propio tiempo no era muy probable que nos fuésemos. Siempre habría algún otro trabajillo para el que podría resultarnos útil.

    Pero eso estaba demasiado lejos en el futuro como para preocuparme de ello... aunque podía entender muy bien que a mi otro yo le preocupara, y mucho.

    —Volvamos a la pregunta inicial. ¿Nos escuchará su presidencia sin necesidad de combatir? En mi tiempo, los Reagan y Jerry Brown no eran exactamente buenos amigos.
    — ¿Y eso qué tiene que ver? Se hará lo que deba hacerse. El juramento del cargo presidencial dice algo sobre defender y proteger a Estados Unidos...
    —Sí, pero ¿qué Estados Unidos? Nuestro presidente hizo el mismo juramento y ahora lo está cumpliendo —de un modo más bien reluctante y entre la espada y la pared, claro, pero eso no iba a decírselo—. Y el mejor modo que tiene la vieja Nancy de protegerles a ustedes, amigos, sería dejarnos hacer lo que deseamos. ¿Tiene acaso alguna idea de cuál es la alternativa? ¡Tenemos toda la fuerza necesaria! ¿Quieren que introduzcamos un poquito de ántrax en la Casa Blanca? ¿O viruela-B en Times Square? —me reí al ver la cara que ponía—. Qué pasa, ¿creía que estábamos hablando sólo de bombar H? No tenemos el menor deseo de echar a perder un montón de estupendas propiedades y edificios...
    —Pero las armas biológicas son... —se quedó callado y empezó a pensar. Iba a decir que contravenían la ley internacional o algo parecido.
    —Después del Salt II tuvimos que hacer algo —le expliqué—. Prácticamente abandonamos las armas nucleares... y nos pusimos a trabajar en otros campos.
    — ¿Qué es eso del «Salt II»? —me preguntó y luego añadió sin dejarme contestar—: No, al diablo con eso, no tengo ganas de que me dé lecciones de historia. Lo único que quiero de ustedes es que se vuelvan a ese infierno del que han venido y nos dejen en paz... y dudo que vayan a hacerlo. Si tiene ganas de saberlo, me dan ganas de vomitar.

    ¡Menudo diablillo estaba hecho con sus escrúpulos! Por un lado me hacía sentir casi orgulloso... y por otro me cabreaba.

    — ¡Mierda, Dom! —le grité—. ¡Ustedes hubieran hecho lo mismo! Se estaban preparando para hacerlo...de lo contrario, ¿por qué estaban trabajando en ese proyecto de la Gatera?
    —Porque... —empezó a decir, y luego se detuvo. Su expresión era respuesta suficiente, así que decidió cambiar de tema—. ¿Tiene un cigarrillo? —me preguntó.
    —Dejé de fumar —le respondí con satisfacción.

    El asintió, aún absorto.

    —Realmente, yo no creía que fuera a funcionar —dijo con lentitud. —Pero lo estaban intentando, ¿no, muchacho? Por lo tanto, ¿qué diferencia hay? No estamos haciendo nada que no hubiesen intentado ustedes de haber terminado sus investigaciones antes que nosotros.
    —Eso... eso es dudoso —me dijo. Oh, qué honestidad. No me había respondido: «Eso es mentira.»
    —Entonces, ¿nos ayudará a convencer a la presidencia? —insistí yo.

    Esta vez no hubo la menor vacilación en su respuesta.

    —No.
    — ¿Ni tan siquiera para que se salven muchas vidas?
    —Ni tan siquiera por eso —me contestó—. No nos rendiremos, Dom... y tampoco estoy muy seguro de que me gustara comprar unas cuantas vidas de norteamericanos a cambio de unos cuantos millones de vidas rusas.

    Le contemplé con asombro. ¿Era acaso posible que yo... yo, en cualquiera de mis encarnaciones, hubiera llegado a ser tan imbécil? Pero él no parecía imbécil. Se apoyó de nuevo en el respaldo, estudiándome, y de repente me pareció más alto y seguro de sí mismo.

    —Entonces, ¿qué le asusta, Dominic? —me preguntó. — ¿De qué está hablando? —repliqué, fingiendo no entenderle.
    —Tengo la impresión de que hay algo preocupante de lo que no me ha hablado —dijo él, hablando lenta y cuidadosamente—. Quizá no pueda ni imaginar de qué se trata, pero quizá sí pueda. Yo tuve que venir aquí porque había otro como nosotros curioseando en la base. Parecía saber lo que iba a suceder. Si yo estuviera en su lugar, eso me preocuparía realmente mucho, Dom. ¿Por qué? ¿Quién es? ¿Qué está pasando?

    Tendría que haber comprendido lo difícil que es ocultarle secretos a uno mismo. Yo nunca he sido tonto, ni tan siquiera en mi encarnación como senador. Había dado justamente en el clavo de lo que más me preocupaba... o, al menos, de una de mis mayores preocupaciones.

    —Viene de otro tiempo paralelo, Dom —le respondí lentamente.
    —Eso ya lo había adivinado —replicó él con impaciencia—. ¿Les visitó antes?
    —No. No exactamente. El no —no quería contarle nada más sobre el visitante que habíamos tenido... el que habíamos logrado retener y que en esos mismos instantes se hallaba sentado en su tienda sudando de miedo, temiendo que su gente lograra encontrarle y tomara represalias por habernos ayudado a crear el portal—. Pero sí tuvimos un visitante. Puede que más de uno.
    —Siga.
    — ¿Ha oído hablar alguna vez del «rebote»? —dije yo.
    — ¿Qué quiere decir eso?
    —Quiere decir que algo rebota. Cuando se atraviesa la piel o lo que sea que separa un tiempo de otro hay algún tipo de efecto de conservación. Las cosas empiezan a moverse en la dirección opuesta.

    Frunció el ceño.

    — ¿Quiere decir que entonces otras personas se ven desplazadas en el tiempo?
    —No sólo personas. Es complicado. Depende de lo rota que haya quedado la piel. A veces es meramente energía... luz o sonido. Otras veces lo que se mueve son gases o cosas pequeñas... quizás un pájaro sorprendido en su vuelo. A veces es algo mucho más grande.
    — ¿Y eso está ocurriendo aquí?
    —Parece que sí, Dom —le contesté casi involuntariamente—. Y no sólo aquí. Se puso en pie y fue hasta la ventana. Dejé que lo pensara un poquito.
    —Dom, tengo la impresión de que los suyos están a punto de cagarla —me dijo sin volverse. No le respondí y él me miró, apartándose de la ventana—. Ojalá pudiera darme un cigarrillo —insistió de nuevo—. Es difícil tomarse todo esto con calma.

    Pensé durante unos segundos en la posibilidad de negárselo y luego decidí que sería inútil.

    — ¿Por qué no? —contesté—. Al fin y al cabo, son sus pulmones —estudié el interfono del escritorio hasta que pude decidir qué botón era el que conectaba con el cuarto de los ordenanzas, y le dije a la sargento Sambok que nos trajera tabaco—. En fin —proseguí—, todos queremos arreglar este jaleo. ¿Piensa ayudarnos?
    —No —me respondió lacónicamente.
    — ¿Ni siquiera siendo la situación tan arriesgada como acabo de contarle? ¿Ni siquiera cuando su país, de todos modos, carece de defensa contra nosotros?
    —Ustedes se metieron en esto, Dominic. Ustedes deben salir del lío —fue su réplica final. Al entrar la sargento Nyla Sambok con un cartón de cigarrillos libres de impuestos procedentes de la cantina militar él se volvió a mirarla.

    De pronto, mi amistoso otro yo cambió por completo y el prisionero tranquilo y seguro de sí mismo, dispuesto a confesar tan sólo su nombre/rango/ número, se convirtió en algo totalmente distinto.

    ¿Qué diablos le había ocurrido? Estaba mirando a la sargento como si hubiera aparecido un fantasma. Jamás había visto yo tal expresión de asombro, rabia y preocupación en un rostro humano... ¡y aún menos en el mío!


    Un hombre llamado Dominic DeSota estaba sentado ante una pantalla, moviendo los dedos a toda velocidad sobre el teclado, registrando datos y analizándolos. Sin apartar los dedos de las teclas dijo, usando el pequeño micrófono que se curvaba siguiendo la línea de su mejilla: « ¿Jefe? Este es el más alejado de todos Parece que ni siquiera hay vertebrados en él.»


    24 de agosto de 1983
    9.20 A.M. Senador Dominic DeSota


    Cuando volví a mi hogar lejos del hogar, la empalizada situada en la zona de aparcamiento J-3, me encontré con que me había perdido el desayuno. También faltaban seis de mis compañeros de cautiverio. Aún quedaba una docena escasa de soldados de la base, dos de los cuales soportaban avergonzados que les hubieran pintado las letras «PG» en la espalda con un rotulador, y se dedicaban a recoger las bandejas con los restos del desayuno. Un soldado distinto, con un brazalete verde en el brazo, les vigilaba, armado con una pistola automática que sostenía sin gran interés. Sin duda, era un soldado del mayor DeSota.

    Pero de los pocos civiles que habían compartido esa noche los camastros conmigo, no quedaba ni uno Eso inquietó un poco al cabo que me había traído aquí, el cual me indicó con un gesto que entrase en la empalizada y se puso a conversar en voz baja con aire preocupado con el otro centinela. No me importó. Tenía otras cosas en la cabeza.

    De hecho, era una sola cosa: ¡Nyla Bowquist!

    No sé cómo expresar la devastadora impresión que me produjo ver a mi amada vestida con el uniforme del ejército, con restos de maquillaje negro en la cara y con un arma al hombro, sin dar señal alguna de haberme reconocido.

    Cuando tuve algo de tiempo para pensar en ello, me di cuenta de que era muy probable que existiese otra Nyla en su tiempo, al igual que había otro Dominic DeSota... y, sin duda, otra Marilyn (pero, ¿con quién se habría casado ahí?), otro Ferdie Bowquist y todo un reparto completo de personajes. El otro Dom DeSota no se parecía en nada a mí y no había ninguna razón para que la otra Nyla se pareciese a la mía. Esta no era ninguna violinista famosa, llevaba el pelo más corto y los ojos menos maquillados. Y sus ropas... bueno, al fin y al cabo se trataba de un uniforme del ejército. Mi Nyla sabía vestir muy bien, pero ésta no había tenido libertad para elegir su atuendo.

    ¡Pero el parecido era tan conmovedor! ¡Y no me reconoció! Aunque eso no era del todo cierto, me había reconocido como una copia del otro Dominic, al cual sí conocía (aunque supuse que no en el sentido bíblico del término). Me pregunté si volvería a verla...

    Y, al instante, me pregunté si volvería a ver a mi Nyla. ¡O a mi otro yo! Allí estaba, metido justo en el centro de acontecimientos colosales, fantásticos y aterradores y lo único que me pasaba por la cabeza era la mujer con la que estaba teniendo un asunto amoroso...

    — ¡Usted! ¡Prisionero DeSota! —gruñó el cabo, y me di cuenta de que había estado haciéndome señas—. Venga, han trasladado a los suyos. Tengo que llevarle al punto de reunión.

    Miré a los otros prisioneros y éstos me devolvieron la mirada con esa expresión opaca de yo-soy-un-mandado, típica de los soldados en las situaciones no previstas por sus órdenes. — ¿Dónde está eso? —pregunté. Pero la única respuesta que obtuve fue una indicación nada agradable hecha con el cañón de su arma.

    No estaba lejos. Quedaba, de hecho, justo en nuestro punto de salida original, el Club de Oficiales que había delante de la Gatera.

    Había estado ahí antes un montón de veces. Era una especie de salón provisto de bar, en el que la gente podía sentarse a tomar una taza de café y conversar un poco, olvidando momentáneamente sus mesas de trabajo, a leer sus últimos memorándums informativos sin que nadie les molestase. Tenía el mismo aspecto de siempre, excepto por las nueve personas que se encontraban en él y que, claramente, no querían estar ahí. Dos de los científicos no paraban de andar arriba y abajo, mirando de vez en cuando por las ventanas. El coronel Martineau estaba sentado, hablando con una de las mujeres a la que reconocí como una matemática procedente de la ITT y, por lo tanto, una de mis subvencionadoras de campaña.

    —Edna —dije saludándola con la cabeza—. Coronel... —como si acabara de llegar para tomarme una Coca Cola y no estuviese ocurriendo nada fuera de lo normal.
    —Nos preguntábamos dónde estaría —dijo el coronel.
    —Me estaba interrogando ese otro Dominic DeSota, el desagradable. Me hizo perder el desayuno.
    —Si tiene alguna moneda de veinticinco centavos —dijo—, ahí en el recibidor hay una máquina automática y el centinela le permitirá usarla —no tenía monedas pero la doctora Edna Valeska sí. Eran iguales a las nuestras... pero llevaban la cara de Herbert Hoover. Una gaseosa y un par de Twinkies no eran lo que se dice todo un festín, pero al menos informaron a mi estómago de mis buenas intenciones. Por pura rutina, el coronel Martineau inspeccionó la habitación mientras yo adquiría mis provisiones, comprobando las ventanas (gesto negativo de la cabeza; centinelas armados en el exterior), la otra puerta (cerrada) y descolgando el teléfono (no había línea). Luego tomó asiento y se dedicó a verme comer—. Nos han interrogado a todos —dijo—. Usted parecía ser el que más les interesaba, Dom... al menos, el primero que se parecía a usted. El que desapareció.
    —Me preguntaron sobre él —dije, con la boca algo pastosa a causa de tanto azúcar—. No pensé que hubiera nada malo en contarles lo que sabía... por supuesto, no era gran cosa. ¿O tendría que haberme limitado a decirles mi nombre, rango y número de placa, cosa de la que carezco?

    Me miró algo sorprendido. Yo mismo también lo estaba; no me había dado cuenta de lo irritable que andaba.

    —Senador, me temo que deberemos ir trampeando la situación como mejor podamos —dijo en tono conciliatorio.

    Sonreí para darle a entender que lamentaba mi exabrupto y Edna Valeska, sentada junto a mí en el sofá, se unió a nuestra discusión.

    —Las buenas noticias —dijo con voz lúgubre— consisten en que ahora tenemos la prueba de que el Proyecto Gatera funciona. Las malas son que ellos han logrado que funcione antes que nosotros y lo están usando; y lo peor de todo este asunto es que parece haber más de una línea temporal implicada en él. No hay otra explicación que encaje con los hechos.
    —Eso me parece a mí también —dije—, pero ¿quiénes son esos otros? —sacudidas de cabeza—. Jesús, no estoy acostumbrado a este tipo de cosas...

    Una brevísima sonrisa de Edna.

    — ¿Y quién lo está?
    — ¡Bueno, pero se trata de su proyecto! —protesté yo—. Si ustedes no saben lo que ocurre, entonces ¿quién va a saberlo?
    —Dije que no estaba acostumbrada a cosas así, senador. No dije que no las entendiese... al menos, en parte —vio cómo miraba sus cigarrillos y me dio uno—.

    Por ejemplo —siguió, encendiendo el mío y otro para ella—, sabemos bastante sobre la línea temporal de nuestros visitantes... o sea, los invasores; esa en la que usted es mayor del ejército.

    — ¿Sabemos algo?
    —Claro que sí. Nos están invadiendo porque quieren atacar a un enemigo de su tiempo entrando por la puerta trasera... lo mismo que estábamos preparándonos para hacer nosotros.
    —Doctora Valeska —dije—, no nos estábamos preparando. La misión de la Gatera era estudiar su factibilidad. No había planes operativos.

    Se encogió de hombros, despreciando mi puntualización como si careciese de toda importancia a efectos prácticos.

    —Hay otra deducción sólida y otro hecho. La deducción es que, aun habiendo llegado bastante lejos en lo que respecta al cambio de tiempos, hay al menos otra línea que ha llegado todavía más lejos que ellos. La que creó el primer Dominic DeSota.

    Me di cuenta de que no sólo los demás ocupantes de la habitación se habían agrupado a nuestro alrededor para escucharnos, sino que incluso el guardia de la puerta se esforzaba por oírnos. Y bien, ¿por qué no? Quizás lograse enterarme de algo por su expresión.

    — ¿Cómo lo sabe? —pregunté, observando al guardia por el rabillo del ojo.
    —Porque esa otra gente (les llamaremos Población Uno) pueden hacer entrar a una persona en otro tiempo y luego hacerla volver desde su propio extremo. No creo que la Población Dos (los invasores) pueda hacerlo —el fruncimiento de ceño del guardia parecía dar plausibilidad a sus hipótesis, pensé. Edna Valeska también se había percatado—. Por lo tanto —dijo—, en este juego hay otro jugador.
    —Por lo tanto, quizás tengamos un aliado —dije con esperanza—. La gente de la Población Uno podría ser tan vulnerable como nosotros... pero sólo respecto a la Población Dos.

    El guardia no nos quitaba ya ojo de encima y su cara de preocupación era de lo más reconfortante. Estábamos hablando de cosas en las que no deseaba pensar. Me volví para sonreírle. Error. Me miró con odio y retrocedió, agarrando con firmeza su arma, el rostro convertido en una máscara inexpresiva... lo cual también era una forma de confirmación.

    —Por otra parte —dijo Edna Valeska—, si la Población Uno hubiese querido hacer algo en favor nuestro, tuvo todas las ocasiones del mundo para avisarnos. Y no lo hizo.

    Eso era bastante cierto y empecé a sentirme tan preocupada como el guardia.

    — ¿Y qué otro hecho conocemos respecto a la gente de la Población Dos... los invasores? —pregunté.
    —La Unión Soviética es su principal enemigo.
    —Sí, eso parece —dije—. ¡Pero es difícil de creer! Después de la guerra nuclear, cuando los chinos les decapitaron bombardeando Moscú y Leningrado...—Cierto, Dora —me interrumpió el coronel Martineau—, pero debe entender que en su tiempo eso no sucedió. Lo hemos reconstruido todo a partir de lo que fuimos descubriendo cuando nos interrogaron. Los soviéticos sólo tuvieron una gran guerra con enemigos externos, creo que alrededor de 1940. Se metieron en una guerra con Finlandia y los alemanes fueron involucrados...
    — ¡Los alemanes!

    Martineau asintió. —Los alemanes no hicieron la revolución. Un hombre llamado Hitler conquistó el poder y la guerra fue bastante seria. Los rusos ganaron y después de la guerra ocuparon la mayor parte del este de Europa, dirigidos por su líder, Josef Stalin.

    Eso era lo más difícil de tragar.

    — ¡Oiga, espere un momento! ¡Yo sé quién fue ese Stalin! Gobernó un cierto tiempo el país hasta que lo asesinaron. De hecho, su nieto es amigo mío, es el embajador ruso en las Naciones Unidas. Jugamos al bridge. Es un buen amigo de... de ciertos amigos míos —concluí, no deseando mencionar a Nyla Bowquist. Distinguí fugazmente al guardia, más cauteloso esta vez pero de nuevo escuchándonos, sin duda alguna—. Al viejo Joe —proseguí como si estuviera dando una conferencia—, lo asesinó un separatista georgiano. Y los ingleses tuvieron su huelga general, que culminó finalmente en una revolución. Se hicieron socialistas y aún lo son, y el ruso Litvinov se convirtió en gobernante de la U.R.S.S. porque tenía buenas conexiones con los ingleses. A decir verdad, su mujer era inglesa... Y luego, después de 1960, los alemanes tuvieron su contrarrevolución y el kaiser volvió del exilio y ahora ellos y el Japón son los grandes competidores... —Dejé de hablar. Ya no estaba asustando al guardia: sencillamente le estaba aburriendo, por no hablar del efecto que mi discurso había tenido en Edna y el coronel Martineau.

    El coronel meneó la cabeza.

    —Nada de eso ocurrió en su tiempo —dijo—. Durante los últimos treinta años sólo han tenido dos auténticas superpotencias, los rusos y los norteamericanos. Y ellos pretenden cargarse a la competencia.

    El guardia no sólo estaba aburrido: ni tan siquiera nos escuchaba. Se oía un ruido que venía del Club de Oficiales y estaba intentando enterarse de cuál era la causa. Todos los que nos encontrábamos en la habitación habíamos estado mirando de soslayo a nuestro papel de tornasol ambulante para ver qué reacciones producía nuestra charla y cuando el papel dejó de reaccionar, la charla se extinguió por sí sola.

    —Infiernos —dijo uno de los científicos más jóvenes, para encogerse luego de hombros, como aclarando que se trataba de un comentario general a la situación, al que no pretendía añadir nada más detallado.
    —Infiernos y demonios —dijo Edna Valeska, cada vez más nerviosa—. Mi marido se va a poner enfermo de tanto preocuparse. Nunca quería que hiciese el turno de noche. Ojalá pudiese hacerle saber que me encuentro bien.
    —Ojalá yo pudiese hacer lo mismo —dije.

    El coronel asintió.

    —En mi trabajo, las mujeres se acostumbran a este tipo de cosas... bueno, no éste exactamente, quiero decir, sino que a veces no es posible llamar por teléfono. Ya sé que para los civiles es distinto. Apuesto a que le preocupa su mujer, Dom.
    — ¿Qué? Oh, claro —accedí, sin añadir: «Ella también me preocupa.»Nos dieron de comer otra vez antes del medí Eran espagueti de lata y albóndigas recalentadas, restos de las provisiones culinarias del Club de Oficiales, pero tuvimos toda la leche que quisimos y un café decente.
    —Nos engordan para la matanza —dijo lúgubremente uno de los científicos jóvenes y, como si eso hubiera sido una señal, nuestro nuevo centinela entró en la habitación blandiendo su arma, seguido por Nyla. Quiero decir, por la sargento Nyla Sambok, flanqueada por otros dos soldados armados.
    —Si han terminado su café —nos dijo muy cortesemente—, estamos listos para llevarles a un alojamiento más cómodo.
    — ¿Dónde? —preguntó el coronel Martineau.
    —No muy lejos, señor. Si quieren seguirme, por favor —Era la misma voz de Nyla, igual que su «por favor...» un toque agradable, pensé, dadas las circunstancias. Pero el modo en que los soldados nos cubrieron con sus armas no era nada agradable. Tanto si habíamos terminado el café como si no, empezamos a caminar.

    No tuvimos que ir demasiado lejos. Al salir del aire acondicionado del club, el calor del desierto fue como un martillazo entre los ojos, pero no tuvimos que soportarlo mucho rato. Salimos por la puerta. Atravesamos la gran explanada desierta que le servía a la base de calle mayor. Entramos por la puerta delantera de la Gatera y bajamos un tramo de escaleras hasta llegar a un sótano enorme y no muy limpio. En otros tiempos había sido un salón de tiro, pero ahora estaba lleno de gente que llevaba los brazaletes verdes de los invasores, algunos trastos con pintura de camuflaje que parecían generadores y grandes cables que serpenteaban hacia el exterior, donde pudimos oír el martillazo lejano de unos motores diesel... y una pantalla alta de forma rectangular, lisa y de color negro azabache.

    Esa fue la primera vez que vi un portal. No hizo falta que me dijeran lo que era. Sencillamente, era un pedazo de negrura colgada en el aire, casi lo bastante grande como para llenar la estancia de un lado a otro... y era aterrador.

    — ¡Sargento! —dijo secamente el coronel Martineau—. ¡Exijo saber cuáles son sus intenciones!
    —Sí, señor —dijo ella—. Un oficial le informará. Señor, todo esto es para su propia seguridad y para que estén más cómodos.
    — ¡Y una mierda, sargento!

    Pero ella se limitó a responder con otro «Sí, señor» y se fue. Ya no estaba ahí para responder a nuestras preguntas y los centinelas armados, obviamente, tenían como única respuesta sus cargadores con munición.

    La observé dirigirse al otro extremo de la habitación, donde se encontraba mi viejo conocido, Dominic, el doppelganger,ii junto con un hombre en cuyo aspecto había algo raro. Doblemente raro... Su rostro era vagamente familiar y, como yo, parecía tratarse de un civil con uniforme prestado. Al igual que yo, no llevaba insignia de rango y, como yo, tampoco brazalete verde. Pero no se trataba de un prisionero, ya que se encontraba junto a una gran consola, haciendo ajustes en alguna especie de instrumento. El mayor Dominic le observaba atentamente; al igual que un soldado con una carabina. ¿Su centinela? Y, si necesitaba un centinela y no era uno de nosotros, ¿quién era?

    La Nyla-Sargento estaba recibiendo órdenes del Mayor-Yo. Hizo un gesto de asentimiento y volvió con nosotros.

    —Pasarán dentro de un minuto —nos informó.
    — ¡Oiga, sargento, espere! —grito el coronel—. ¡Exijo que nos diga a dónde nos está llevando!
    —Sí, señor —dijo ella—. El oficial se lo explicará todo más tarde.

    Martineau, sacando humo por las orejas, tuvo que aguantarse. Decidí probar suerte.

    —Usted es Nyla Chístophe, ¿verdad? —le pregunté con mi mejor sonrisa.

    Pestañeó, sorprendida. Por primera vez me miró como a un ser humano y no como a un simple pedazo de carne prisionera al que podía llevar de un sitio a otro según sus caprichos. La carabina que tenía en las manos, sin embargo, no vaciló.

    No es que me apuntara exactamente, pero sólo le hacía falta dar un cuarto de vuelta para tener mi estómago a tiro.

    —Ese es mi nombre de soltera —admitió cautelosamente—. ¿Me conoce?
    —Conozco a la persona que es usted en mi tiempo —dije sonriendo—. Es mi... mi amiga. También es una de las mejores violinistas del mundo.

    Me miró con curiosidad al oír lo de «amiga», pero cuando dije «violinista» conquisté toda su atención. Me examinó de pies a cabeza durante unos segundos, miró brevemente al mayor y luego se volvió hacia mí.

    — ¿De qué está hablando? —me preguntó.
    —Zuckerman, Ricci, Christophe —dije—. Son los tres grandes nombres del violonchelo en el mundo actual En este mundo... La noche anterior Nyla tocó con la National Symphony y entre el público asistente se encontraba... bueno, nada menos que la presidenta de los Estados Unidos.—¿La National Symphony? —yo asentí—. Dios mío... —dijo ella—. Siempre deseé... ¿Me está tomando el pelo, señor DeSota?

    Sacudí enfáticamente la cabeza.

    —En mi tiempo usted se ha casado con un promotor inmobiliario de Chicago. La noche pasada tocó el concierto de violín de Gershwin, con Rostropovich como director de la orquesta. Hace dos meses su foto ocupó la cubierta de People.

    Su mirada era una mezcla de asombro y escepticismo.

    —Gershwin no escribió jamás un concierto para violín —dijo—. ¿Y qué es eso de People?
    —Es una revista, Nyla. Es usted famosa.
    —Es verdad, sargento —me apoyó el coronel, que había estado escuchándonos atentamente—. Yo mismo la he oído tocar.
    — ¿Sí? —seguía sintiendo escepticismo, pero también estaba fascinada.

    Asentí con toda la sinceridad de que me sentí capaz.

    — ¿Y usted, Nyla? —le pregunté— ¿También toca?
    —Doy clases —dijo—. Bueno, las daba hasta que me llamaron a filas.
    — ¿Ve? —dije yo, radiante—. Y...

    Y hasta ahí fue donde pude llegar.

    — ¡Sargento Sambok! —dijo un capitán de pie junto a la pantalla—. ¡Que se muevan!

    Ahí terminó todo. Mi Nyla volvió a convertirse en una profesional y cuando posó de nuevo sus ojos en mí fue con el mismo interés impersonal que el hombre del mazo siente hacia la res que se acerca a él por la rampa del matadero.

    —Muévanse, por favor —dijo, pero esta vez el «por favor» carecía de significado. —Sargento, escúcheme... —empezó a decirle el coronel Martineau, pero ella no estaba dispuesta a perder más tiempo con nosotros. Movió levemente la carabina, el coronel me miró y se encogió de hombros. Avanzamos en fila, siguiendo las líneas amarillas que habían pintado en el suelo tan poco tiempo antes que la pintura aún estaba algo pegajosa. Justo delante de la ominosa negrura había una gruesa franja amarilla, como la línea que indica el punto de espera ante las aduanas en un aeropuerto. El capitán recién aparecido nos hizo detenernos al llegar, con un ojo clavado en nosotros y el otro en el civil que me era vagamente familiar.
    —Cuando yo se lo diga —nos ordenó—, cruzarán el portal de uno en uno. Esperen hasta que les llame, eso es muy importante. Descubrirán que el otro lado está a la misma altura que éste, así que no deben preocuparse por si van a tropezar ni nada parecido. De todos modos, habrá personal disponible al otro lado para ayudarles si es necesario. Recuerden, sólo uno cada vez... — ¡Capitán! —graznó el coronel Martineau haciendo un último esfuerzo—. Exijo...
    —No, usted no exige nada —le dijo el capitán, sin demasiada rudeza, con el tono que podría usar alguien que tiene por delante un trabajo complicado y le pide a otra persona que se calle y no moleste hasta que haya terminado el trabajo—. Podrá presentar sus quejas en el otro lado... señor —el «señor» se le ocurrió en el último instante y el tono en que había sido pronunciado indicaba que no debía ser tomado muy en serio. El capitán estaba muchísimo más interesado en el civil situado ante la consola que en cualquiera de nosotros o en lo que pudiéramos decirle.

    La verdad es que el civil era bastante interesante. Obviamente, estaba haciendo algún complicado ajuste que requería mucho cuidado. Al parecer, lo que intentaba era mantener el punto rojo de una escala justo delante del punto verde de otra y cada vez que el rojo se alejaba del verde giraba los mandos hasta lograr que coincidieran de nuevo. Cuando logró juntarlos dijo, por encima del hombro:

    — ¡Que empiecen a moverse!

    Y la doctora Edna Valeska, con cara de estar rezando, nos miró de modo casi implorante, se estremeció por un instante y caminó hasta penetrar en la negrura, donde simplemente desapareció.

    Los ocho que aún quedábamos lanzamos un suspiro colectivo.

    —El siguiente —ordenó el capitán, y el coronel Martineau empezó a moverse. La negrura lo engulló sin dejar de él más rastro que de Edna Valeska.

    Yo era el siguiente de la fila.

    Me encontraba a menos de unos tres metros del civil misterioso, el cual me miró brevemente antes de concentrarse otra vez en los controles.

    Y, de pronto, me acordé. Flaco, con un aspecto mucho menos saludable... pero era el mismo hombre, no había duda.

    — ¡Lavrenti! —exclamé—. ¡Tú eres el embajador Lavrenti Djugashvili!
    — ¿Está loco? —me espetó secamente su centinela—. ¡No moleste al doctor Douglas ahora!
    —Maldición, espere un minuto —protestó el civil—. ¡Usted! ¿Cómo me ha llamado?
    —Djugashvili —dije yo—. Tú eres el embajador de la Unión Soviética, Lavrenti Djugashvili.
    —No me llamo Djugashvili —dijo, después de mirarme con nerviosismo. Volvió a su tablero de control, ajustó unos cuantos diales y le hizo una seña al capitán para que me hiciera cruzar el portal—. Pero mi abuelo sí se llamaba así —dijo cuando yo entraba en la oscuridad.


    De niño yo era muy fantasioso y mi vida imaginaria se centraba en dos temas.

    Uno era el viaje espacial y el otro era el sexo. La principal razón de que deseara convertirme en científico cuando entré en Lañe Tech era que así podría visitar otros mundos. La verdad es que nunca llegué a perder del todo esa fantasía; sencillamente, se fue evaporando con el transcurso de los años.

    El otro tema nunca dejó de interesarme. Tenía la mejor colección de libros porno de todo el Near North Side. Aún no se vendía de modo legal ningún tipo de películas porno, pero había sitios donde por dos dólares te dejaban entrar en la trastienda de un salón de atracciones o de alguna librería mugrienta y podías ver películas rodadas en un granuloso blanco y negro, procedentes de Tijuana y La Habana. (Durante bastante tiempo no estuve muy seguro de que un hombre pudiese hacerle el amor a una mujer sin llevar largos calcetines negros y máscara.) Intercambiaba mentiras con los demás miembros de mi club de ajedrez y del equipo de tenis y cada noche me iba a dormir acatando el ritual que han seguido a lo largo de las épocas todos los adolescentes, escribiendo cuidadosamente con mi imaginación el guión de la seducción perfecta: el camisón de encaje, el vino bien frío junto a la cama, las sábanas de satén...

    Y entonces llegó el cuatro de julio. Y Peggy Hofstader.

    Vivía lo bastante cerca del lago como para ver los fuegos artificiales y no había nadie en el tejado aparte de nosotros dos y yo me las había arreglado para obtener dos botellas de cerveza caliente, que sabía fatal. Y cuando los cohetes explotaron en su traca final, iluminando los cielos, y sentí que la mano de Peggy se posaba en ese lugar que ninguna mano había tocado antes, salvo la mía, me di cuenta de que había llegado el momento de la verdad. De pronto, la fantasía se había vuelto realidad. Estaba haciendo mi debut sin la menor preparación y, ¿qué había que hacer con tantos brazos, piernas, sitios y prendas?

    Por suerte para mí, Peggy conocía tanto su parte de la obra como la mía. Necesité toda la ayuda que pudo prestarme.

    Ahora no había nadie para ayudarme.

    De un modo totalmente distinto, me hallaba ante la misma experiencia, emocionante y aterradora a la vez. Al otro lado de aquella negrura había... la nada.

    Tragué una buena bocanada de aire. Cerré los ojos. Y avancé hacia ella.

    ¿Qué sentí?

    Bueno, no gran cosa. He asistido a un par de convenciones científicas en las que había puertas de aire como separación de las habitaciones, corrientes de aire mezcladas con vapor de agua, con lo que una nube parecía colgar siempre sobre el umbral; proyectaban imágenes o avisos sobre esas nubes y lo único que debías hacer era cruzarlas. Mi experiencia actual me dio menos la impresión de entrar en otro mundo que el cruzar una de esas puertas. Sencillamente, un instante antes me había encontrado en el ruidoso sótano de un edificio lleno de gente, con armas que me apuntaban, bajo hileras de fluorescentes que no cesaban de parpadear...Y al dar un solo paso me encontré de repente en el fondo de una hondonada. Mis pies se apoyaban sobre tablones y me bañaba el más cálido sol de agosto que puede encontrarse en Nuevo México. A mi alrededor se alzaban grandes andamios en los que había extrañas máquinas parecidas a cámaras de televisión con unas armazones redondas de alambre allí donde habrían estado los objetivos de una cámara. Junto a una de las máquinas había un bracero que me contemplaba sin hacer nada y detrás de esa misma máquina otro hombre también parado. Unos muros de tierra apisonada me rodeaban y, a pocos metros de distancia, el estruendoso motor de un camión me rompía los tímpanos.

    No tuve mucho tiempo para estudiar la escena. Dos soldados me agarraron rápidamente por los brazos y me hicieron avanzar.

    —Al camión —me ordenó uno de ellos, y se volvió para recibir al siguiente prisionero que apareció tambaleándose a través del portal.

    Subí al camión (que no tenía nada de particular; era un simple camión del ejército con banquillos laterales y un soldado para encargarse de la ametralladora ligera que nos apuntaba desde la cabina). Cuando los nueve estuvimos a bordo, el motor rugió de modo aún más estrepitoso y el vehículo avanzó a trompicones, sin tardar en salir de la hondonada para trepar a una meseta en la que aguardaban dos helicópteros del ejército cuyos rotores giraban lentamente—. Abajo —ordenó el soldado, que había subido también al camión, y uno a uno saltamos al suelo y el camión se alejó. El soldado que nos había dado todas las órdenes, vigilándonos atentamente, retrocedió unos pasos para intercambiar algunas frases con el piloto de un helicóptero. Nosotros nos limitamos a mirarnos unos a otros. Nos hallábamos en un terreno montañoso y bastante árido. Al otro lado de la meseta, a un kilómetro y medio de distancia aproximadamente, pude distinguir los barracones de una base del ejército... la Sandia local, supuse. Más cerca de nosotros había un gran remolque cubierto con pintura de camuflaje y provisto de ventanas (por lo que me pareció que sería una especie de oficina o puesto de mando) que tocaba casi el borde de la hondonada. Y esparcidos por ella habría dos o tres remolques más, pero sin ventanas: contenían ruidosos generadores de los que emergían cables conectados a las máquinas que había en el fondo del pozo.

    Apenas tardé un minuto en sudar a mares, como los demás, pero estábamos todos demasiado excitados como para que nos preocupase la posibilidad de una insolación. Edna Valeska me tiró de la manga.

    —Tuvieron que excavar para llegar al nivel del edificio —me dijo, señalando con el dedo.
    — ¿Qué?
    —Deseaban aparecer en el sótano —me explicó—, y aquí no había ninguno. Así que tuvieron que excavar.
    —Oh, claro —no me pareció demasiado importante. A decir verdad, me había caído encima una avalancha de cosas ante las que reaccionar y ya no sabía demasiado bien lo que era importante y lo que no. Vi salir dos figuras más del rectángulo negro: Nyla-Sargento y el hombre que se parecía a Djugashvili pero que había dicho no ser él. Hablaron un instante y Nyla se dirigió hacia un jeep:
    — ¿Y los andamios?
    —Supongo que también serían necesarios para llegar a la posición que deseaban —dijo la doctora Valeska—. Para espiar en los laboratorios. Algunos de ellos estaban en el último piso. Sonaba bastante lógico, aunque tampoco estaba ya demasiado seguro de lo que era lógico. Uno de los científicos más jóvenes puso el dedo sobre la llaga.
    — ¿Qué creen que nos harán? —preguntó con voz temblorosa.

    A eso nadie tenía una buena respuesta y el que se acercó más a la verdad fue el coronel Martineau.

    —Creo que eso nos lo va a contar la sargento —dijo justo cuando el jeep de Nyla Sambok se detuvo a nuestras espaldas lanzando chorros de arena con las ruedas.

    Sin embargo, no nos lo contó... al menos, no de inmediato. Antes la llamaron a gritos para que participase en el coloquio mantenido entre el soldado y los pilotos del helicóptero. La verdad es que «coloquio» es una palabra demasiado educada; se estaba convirtiendo en una pura y simple discusión y hablaban precisamente en voz baja.

    No tardamos mucho en saber el motivo de la discusión. Era algo así como ese viejo acertijo sobre los misioneros y los caníbales que cruzan un río. Cada helicóptero podía transportar cinco personas, aparte del piloto. Los prisioneros éramos nueve y con el soldado hacíamos diez. Dos viajes... pero ninguno de los dos pilotos estaba dispuesto a correr el riesgo de llevar a cinco enemigos desesperados, posiblemente enloquecidos, sin un centinela armado a bordo.

    —Ah, mierda —dijo finalmente la sargento Sambok—. Venga, que cada uno se lleve a cuatro y yo me quedaré aquí vigilando al que sobre hasta que uno de ustedes regrese —y mientras los pilotos, no muy de buena gana, empezaban a preparar los helicópteros, ella se volvió y me señaló con el dedo—. Ese no —dijo—. Se quedará conmigo para el siguiente viaje. —Pero, sargento —protestó débilmente un soldado—, el mayor dijo...
    —Muévanse —ordenó Nyla. Y eso hicieron. Cuando los helicópteros estuvieron en el aire se volvió hacia mí y me examinó atentamente. Me imagino que no debía de tener aspecto de poder plantearle graves problemas a una mujer fuerte y provista de una carabina—. No tiene sentido que nos asemos los sesos aquí fuera —dijo, haciéndome una seña—. Metámonos en el remolque.


    Aquel bendito trasto tenía aire acondicionado.

    Además, estaba vacío. Aparentemente era para los pilotos de los helicópteros, y no quedaba ninguno. Me hizo entrar primero y esperó hasta que yo hube cruzado la puerta para entrar. Se puso en un rincón y me lanzó diestramente dos monedas de veinticinco centavos que sacó de un bolsillo del uniforme.

    —Ahí hay una máquina de Coca Cola —dijo—. Yo pago... Ábralas y déjelas sobre la mesa —y luego, como si se le acabase de ocurrir, añadió—. Por favor.

    Tomó asiento y bebió un buen trago de Coca Cola, observándome. Yo le devolví la mirada como si fuese una imagen reflejada en el espejo. De cerca, sin nadie más en el remolque, me recordó más que nunca a mi Nyla. Oh, claro, como si mi Nyla se hubiese ataviado para un baile de disfraces... pero era Nyla Christophe Bowquist, en carne y hueso.

    Naturalmente, no lo era. Era Nyla Otra Persona, pero, fuese cual fuese su nombre, parecía tan guapa y deseable como mi Nyla, lo cual es mucho decir. No me refiero meramente al aspecto sexual, aunque algo de eso había: había también algo más. Me gustaba. Me gustaba la mirada —medio perpleja, medio divertida— queme dedicó. Me gustaba su modo de apoyarse en el respaldo, y sus pechos, que hacían que el uniforme pareciese la creación de un diseñador de alta costura. Y, cuando habló, me gustó también el sonido de su voz.

    — ¿Y bien, DeSota? ¿Qué era todo eso que me contaba antes?
    —Que es usted concertista de violín, y una de las mejores de toda la historia —le contesté.
    — ¡Ya me gustaría! Señor DeSota, soy profesora de música. Admito que siempre deseé estar en un escenario con una orquesta, pero jamás pude lograrlo.
    —Pues tenía las dotes —dije encogiéndome de hombros—, porque en mi mundo eso es justamente lo que hizo. Y hay otra cosa que no le he contado acerca de mi línea temporal, de usted y... de mí.

    Me miró de un modo raro. Y no preguntó cuál. Fueron sus cejas las que lo dijeron.

    —Éramos amantes —le contesté—. Yo la quería mucho. Aún la sigo queriendo.

    Seguía mirándome con extrañeza, pero ahora de otro modo. Había en ella sorpresa y duda, pero también el inicio de un cierto calor vacilante. Era casi como las miradas que suelen verse en las personas que frecuentan ciertos bares, aunque no me pareció que esta Nyla fuese más aficionada a esa clase de bares que la mía. Conozco esa mirada. Debe ser la misma de Roxane a Cyrano de Bergerac al enterarse de que era él y no el tonto y guapo Christian quien le había escrito aquellas cartas tan hermosas.

    —Nunca habían probado eso conmigo, DeSota —dijo ella.
    —No es ningún truco, Nyla.

    Lo pensó un instante y luego me miró sonriendo.

    —Dadas las circunstancias, bien podría serlo—dijo—. Hablemos de otras cosas. ¿Qué es eso del concierto de Gershwin? Ya sabe que murió joven —me encogí de hombros; la verdad es que no sabía gran cosa de él—. Dejó bastantes obras excelentes —prosiguió, en tanto que yo me levantaba y me acercaba a la ventana para mirar hacia afuera—. Todo eran cosas populares, claro. Y luego la Rapsodia en blue, el Concierto en Fa, el Americano en París... pero, sinceramente, jamás compuso ningún concierto como el que usted menciona.

    Yo miraba el portal, donde mi falso Djugashvili estaba jugando con el mismo tipo de consola que había al otro lado. Negué enérgicamente con la cabeza.

    —Se equivoca, Nyla, se equivoca totalmente. No soy un experto en música clásica, eso está claro. Pero se me ha acabado quedando algo por mi relación con... con la otra Nyla. He oído muchas veces ese concierto. Está lleno de melodías, lo que hace que sea algo más fácil para un tipo como yo. Creo que incluso podría silbarlo... un momento —empecé a dar vueltas intentando recordar el precioso y delicado tema de la obertura que Nyla tocaba de modo tan hermoso en el solo. Cuando logré por fin silbarlo supe que no le estaba haciendo justicia, pero era ese tipo de música definitivamente bella, como algunas cosas de Mendelssohn y Tchaikovsky, que suenan bien aunque las destrocen.
    —Nunca lo he oído —dijo, frunciendo el ceño—. Pero es muy bonito.

    Y trató de silbarlo también.

    Me incliné hacia ella y le besé los labios.

    Me devolvió el beso.

    Estoy casi seguro de que me lo devolvió. Pude sentir que aquellos labios magníficos, suaves y cálidos se abrían bajo los míos, pero no esperé el tiempo necesario para estar seguro. Le di con el canto de la mano en la nuca, tan fuerte como había aprendido a hacerlo en mis clases de judo.

    Se derrumbó como una piedra.

    Ese tipo de combate cuerpo a cuerpo era para mí totalmente teórico. Nunca lo había hecho antes, excepto como ejercicio ritual. No había planeado hacerlo, aunque una parte de mi cerebro llevaba todo el tiempo chillándome que el uniforme de Nyla y el mío eran absolutamente indistinguibles uno de otro, salvo de que ella llevaba un brazalete verde y una carabina, mientras que yo no poseía ninguna de las dos cosas.

    Cuando cayó no estuve del todo seguro de que mi golpe no hubiera sido demasiado fuerte.

    Pero al posar mi mano sobre aquel pecho tan familiar, escondido bajo la nada familiar tela del uniforme, noté que su corazón y sus pulmones seguían funcionando perfectamente.

    —Lo siento, cariño —dije.

    Me puse el brazalete, recogí la carabina del suelo y me la colgué al hombro. Y salí del remolque sin mirar hacia atrás.


    Timothy McGarren, un hombre de setenta y tres años, trabajaba de portero en Lakeshore Towers desde que el complejo abrió sus puertas y él se jubiló de la Metropolitan Transport Authority. Ambas cosas ocurrieron el mismo día, diez años atrás. Había ido del vestíbulo al ascensor tantas veces que hubiera podido hacer el viaje dormido o de espaldas. A veces, como en ese momento, mientras le sostenía la puerta a la señora Spiegel del 26-A, llegaba efectivamente a andar de espaldas, buscando con el pie el peldaño. Sólo que esa vez no parecía haber peldaño. Perdió el equilibrio, intentó agarrarse a la barandilla, falló y cayó al agua, con las luces de los rascacielos lejanos de Chicago haciéndole guiños al reflejarse en el lago Michigan.


    24 de agosto de 1983
    12.30 P.M. Mayor DeSota, Dominic R.


    La base que habíamos capturado estaba más llena de regalos que el calcetín colgado de la chimenea en Navidad. El que yo apreciaba más era la oficina del comandante de la base. Tenía su propio comedor privado, con cocina incluida; y en el refrigerador privado del comandante de la base, los cocineros habían descubierto media docena de los bistecs más gruesos y jugosos a los que jamás les haya hincado el diente. La cantidad era perfecta. Éramos seis para comérnoslos: el teniente coronel Tempe, encargado del departamento de investigación nuclear; el mayor de la PM, Bill Selikowitz; el capitán del Cuerpo de Transmisiones; otros dos capitanes que eran ayudantes de Tempe, y yo. Éramos los oficiales de mayor graduación en la base (al menos, de nuestro bando) y la graduación siempre tiene sus privilegios. Comimos sobre un mantel de lino, con servilletas igualmente de lino, en una cubertería de plata, y aunque los vasos sólo contenían agua, al menos eran de cristal danés. Por el gran ventanal del comedor, situado en el quinto piso de los cuarteles generales de la base, podíamos ver los aproximadamente sesenta edificios que habíamos capturado, con los PM de Salikowitz patrullando en sus jeeps. Hacía calor ahí fuera, pero en nuestro pequeño castillo el aire acondicionado funcionaba a las mil maravillas.

    Los seis éramos felices.

    Uno de los ayudantes del coronel Tempe hablaba extasiado sobre los ridículos proyectos que habían descubierto: un grupo de chalados que intentaban leer las mentes del enemigo; armas químicas binarias del tipo que nosotros habíamos probado y descartado cinco años antes; cañones láser capaces de freír a un soldado enemigo a cinco kilómetros de distancia, siempre que el soldado estuviese quieto al menos durante diez minutos sin salirse del rayo.

    Fue lo que más gracia nos hizo y era realmente cómico. Esta gente había tirado más dinero en ideas tontas que nosotros. ¡Pero no todas sus ideas eran ridículas!

    Cuando llegamos al pastel de manzana con helado, el coronel Tempe nos contó las cosas serias. Todos le escuchamos con gran atención; al cabo de otras cuarenta y ocho horas, sin duda todo aquello sería secreto del más alto nivel, pero nosotros nos estábamos enterando de todo directamente a través de su descubridor. En lo tocante a las armas nucleares, esos tipos nos habían dejado a la altura del betún.

    —Misiles de crucero —decía—. Como pequeños aviones a reacción que pasan por debajo del radar, demasiado rápidos para que los intercepten, con mapas incorporados en su memoria para que siempre sepan dónde están. Cabezas nucleares múltiples; se lanzan todas juntas y luego se dividen, a veinte kilómetros de altura, y seis proyectiles distintos dan en seis blancos distintos. Y submarinos.

    Eso me pilló por sorpresa. — ¿Submarinos? ¿Qué diablos hay en especial en los submarinos?

    —Que son de propulsión nuclear, DeSota —dijo con el rostro muy serio—. Unos bastardos enormes, de diez mil toneladas y aún más. Pueden quedarse bajo el agua un mes entero, allí donde el enemigo no pueda encontrarlos; y cada uno de ellos transporta veinte misiles nucleares de un alcance superior a los quince mil kilómetros. ¡Jesús! ¡Es el fin de los ataques biológicos a escondidas! ¡Si pudiéramos meter uno de esos malditos submarinos a través de un portal, los rusos tendrían que agachar la cabeza y morir por nosotros!

    De pronto el pastel ya no me pareció tan bueno.

    —Pero para nosotros ha sido como un paseo —objetó Selikowitz.
    —Porque no nos esperaban —dijo el coronel—. Ahora saben dónde estamos.
    —Oh, vamos, coronel —dije yo—. No irán a... ¿tirar una bomba nuclear sobre su propia base? —pretendía ser una afirmación, pero se convirtió a medio camino en una pregunta.

    Nadie quiso contestarla, ni tan siquiera el coronel. Atacó en silencio su pastel durante unos segundos y luego, sin poder contenerse más, explotó:

    — ¡Lo estamos haciendo todo al revés, maldita sea! ¡Tendríamos que haber golpeado justo en lo más alto! ¡Atacar la Casa Blanca, agarrar a su presidente y decirle lo que vamos a hacer! Y todo se hubiera acabado antes de que los rusos y sus condenados satélites empezasen a sentir curiosidad sobre esta maldita «excavación arqueológica» en pleno desierto.

    Todos me miraban fijamente; empecé a desear no haber abierto la boca. ¿Quién era yo para defender las decisiones del Alto Estado Mayor? Todos sabíamos los agrios extremos a que había llegado el debate y ninguno de nosotros, y yo menos que nadie, había tenido voz ni voto en la decisión final.

    Y, con todo...

    —Coronel —dije—, enfrentémonos a los hechos. Primero: no importa el tipo de armas que esta gente posea porque no pueden usarlas contra nuestro país ya que no pueden llegar hasta nosotros. Sólo podrían hacerlo con un portal y la primera razón de que viniéramos aquí fue para evitar que construyesen uno.
    —Pero si estaban muy lejos de conseguirlo —se quejó un ayudante.
    —Podrían haberlo completado bastante rápido —dije—. Una vez supiesen que era posible, muchas preguntas hubieran quedado contestadas. No podíamos correr ese riesgo. Ahora tenemos esta base y no pueden tomar represalias contra nosotros... hagamos lo que hagamos.

    El coronel me miró con dureza y luego me dirigió una gélida sonrisa.

    —DeSota, es usted el empleado perfecto —dijo, y golpeó con la uña su copa vacía. El suave tintineo fue como una campana que marca el final de un asalto. Realmente, era un cristal magnífico.

    No tenía ningún deseo de continuar la discusión. El coronel tenía razón, pero al mismo tiempo se equivocaba: habíamos conquistado Sandia sin el menor incidente (si no contábamos como tal a un centinela que había sufrido la rotura de un brazo porque un PM de Selikowitz se había entusiasmado en el combate cuerpo a cuerpo). Si hubiéramos asaltado la Casa Blanca alguien habría muerto pero, por otro lado...

    Por otro lado, había demasiadas posibilidades a tomar en cuenta. ¡Qué armamento tan increíble poseía esta gente! Si pudiéramos llevarnos el submarino... o una de esas cabezas múltiples o un misil de crucero...

    Pero a este lado del portal nos faltaba la energía necesaria para transportar algo tan enorme. Claro, podíamos llevarnos los diagramas e incluso las armas, pieza a pieza. Pero más pronto o más tarde los rusos examinarían más atentamente ese gran hoyo en el desierto que habíamos calificado de excavación arqueológica, y si veían alguna señal de armamento...

    — ¿Mayor? —la bella soldado que nos había llenado las tazas de café estaba repartiendo unos sobres—. Llegaron mientras estaban ustedes comiendo... —Gracias —dije, sin poder reprimir una sonrisa. Para mí sólo había una, pero era ¡un mensaje del presidente de los Estados Unidos!

    Decía lo siguiente:

    En nombre del pueblo norteamericano le condecoro a usted, a los oficiales y a los soldados del Destacamento Especial 456 del Ejército de los Estados Unidos por sus meritorios servicios y el valor demostrado en el cumplimiento de su deber.


    Miré a mi alrededor, sin poder evitar una sonrisa. No me importó que los demás sonrieran igualmente... sin duda, también habían sido condecorados. No importaba que el presidente, probablemente (¡no, indudablemente!) no lo hubiese escrito en persona y que, sin duda, ni tan siquiera conociese mi nombre; estaba claro que era una citación formularia del Departamento de Guerra. Tampoco importaba que el presidente fuera un idiota pusilánime, como sabíamos todos (yo nunca voté a ese hijo de puta). ¡Daba igual! Esa carta en la que el presidente citaba mi nombre quedaría preciosa en mi expediente. Y, además, las medallas: aparte de la Legión del Mérito para mí, la Estrella de Bronce para la sargento Sambok y otras cuatro para conceder a quien yo escogiese.

    No estaban mal para empezar la mañana y lo único malo era que Bill Selikowitz tenía más que el resto de nosotros. Pero un ordenanza le musitaba algo al oído y cuando alzó los ojos su mirada iba dirigida a mí.

    — ¿Dom? Mis patrullas acaban de coger a uno de tus chicos. Venía hacia la base a más de cien por hora en un coche robado, con un poli de Albuquerque pisándole los talones. Es el soldado Dormeyer: se largó a la ciudad sin permiso y parece que ha intentado matar a un civil.


    A quien yo necesitaba era a la sargento Sambok, porque conocía todo el destacamento. Pero no podía tenerla porque estaba al otro lado del portal, vigilando a los prisioneros, y el portal estaba apagado a causa de algún problema técnico.

    Sólo tenía a la teniente Mariel, recién graduada y tan útil como una vaca con dos rabos. Me estaba esperando en la oficina.

    — ¿Qué... qué vamos a hacer? —logró decirme, añadiéndole luego un tardío—: ¿Señor?
    —Vamos a poner este asunto en claro —le dije—, ¡Maldita sea, teniente! ¡Quería a Dormeyer de vuelta sin armar jaleo!
    —No pudieron encontrarle —dijo con aire miserable—. Mandé a los soldados Weimar y Milton a su casa en la ciudad pero no estaba... y ya sabe, señor, la ciudad es un auténtico lío, con algunas tropas nuestras vigilando los puntos de comunicación, y nadie sabe si el enemigo va a reaccionar...
    —Teniente, ahórrese las excusas —le ordené. Había olvidado que Dormeyer era de aquí (al menos en nuestro tiempo) y eso no era nada bueno: un oficial al mando debe conocer a sus tropas, al menos eso se supone—. Se supone que un oficial ayudante conoce a sus tropas —le dije—. ¿Actuaba Dormeyer de modo sospechoso antes de largarse?
    — ¡No, señor! No que yo sepa, señor. Consiguió un permiso de siete días hará cosa de un mes, señor... su mujer se mató en un accidente de coche. Yo sugerí que se le sacase de la unidad por haber perdido días de entrenamiento, pero usted dijo que no y...
    —Tráigalo aquí, hablaré con él. No, espere un momento... déjeme hablar primero con el policía.


    No merecía nada de esto. No deseaba que me echaran a perder la hoja de servicios o que el viejo general Cara-de-Rata Magruder me cayese encima por un soldado gilipollas que se había metido en líos. De momento, lo único bueno era que Bill Selikowitz había puesto el asunto en mis manos; nada quedaría registrado oficialmente...

    Siempre que consiguiese manejarlo bien. Y cuando vi al oficial Ortiz empecé e pensar que sería posible. Se trataba de un policía enorme, cuadrado y salido de los viejos tiempos, que llevaba su sombrero de sheriff como si le hubiera crecido en la cabeza y que examinó mi oficina como si fuese suya.

    —Nunca he estado aquí antes, mayor —dijo—. Supongo que sabrá que la gente se hace montones de preguntas sobre sus intenciones.

    Al menos no había entrado escupiendo fuego por la boca y exigiendo la entrega del criminal. Decidí hablarle de hombre a hombre.

    —Supongo que la gente como usted y como yo debe limitarse a seguir las órdenes y dejar que la gente de arriba se preocupe de pensar, ¿no? Tome un cigarro.

    Cuando cogió dos pude ver que las cosas iban por buen camino. Yo había esperado, a decir verdad, que me soltara un discurso basado en la ley o la jurisdicción locales, o cualquier cosa que nos metiese en los apuros suficientes como para que me fuese imposible ocuparme personalmente de los jaleos del pobre Dormeyer. No tendría que haberme preocupado. Ortiz estaba acostumbrado a entendérselas con quien sostenía las riendas del poder, fuese quien fuese. Tendría unos cuarenta años y llevaba veinte de servicio; lo había visto todo y no se había dejado afectar por nada. Estaba patrullando por Albuquerque cuando recibió en la radio de su coche una llamada que los nuestros habían pasado por alto, así que se dirigió al hogar del señor Herbert Dingman y su esposa. Descubrió que no estaban en casa y que su hija Gloria estaba bajo los efectos de un ataque de histeria, y un tal William Penderby que yacía derrumbado sobre su lecho, donde nuestro soldado Dormeyer había estado a punto de estrangularle. No era nada fuera de lo corriente. Lo que molestó al oficial Ortiz fue que al entrar en la casa había pasado junto al soldado Dormeyer, sentado con cara de loco al volante del coche de la hija de los Dingman, y cuando Ortiz llegó a la conclusión de que ése era el hombre al que arrestar, ya había metido la primera y se dirigía de nuevo hacia la base. Y, no, no le importaba esperar mientras yo me entrevistaba con el acusado, pero ¿le importaría que llamase a la jefatura para decirles dónde estaba?

    No me importaba, ciertamente. No le di una palmadita en la espalda pero le acompañé hasta la puerta y le ordené a la teniente Mariel que le condujese hasta el teléfono más cercano después de traer al soldado Dormeyer a mi oficina.

    Debo decir en su favor que no era un mal soldado. Ya había salido de la locura pasajera que le había llevado a la ciudad. Se puso firme y contestó a todas mis preguntas con claridad y brevedad. Bien, sí, había enloquecido y había abandonado el servicio. ¿La razón? Bueno, la muerte de su esposa le había afectado mucho y alguien le había dicho que en este tiempo existían copias de todos nosotros, así que había decidido buscar la copia de su mujer... y el encontrarla allí, viva, ¡y con aquel tipo en la cama...! bueno, había sido demasiado para él. No, no le había matado. Gloria se lo llevó medio a rastras y él salió de la casa, subió al coche y se puso a llorar. Y cuando el oficial Ortiz me informó de que la víctima sólo había sufrido algunas magulladuras vi el cielo abierto.

    Le propiné una buena reprimenda a Dormeyer y le envié nuevamente a su puesto. Luego le di una palmadita en la espalda al oficial Ortiz (esta vez sí) y se lo confié al cabo de la PM de Selikowitz.

    —Acompañe al oficial Ortiz a su coche y déjele ir —le ordené—. Y asegúrese de que entienda que estamos aquí como amigos y no como invasores —y a Ortiz le dije, guiñándole un ojo—: ¿Le importa que le haga una sugerencia, oficial? Usted va a ser la primera persona que salga después de haber visto nuestra zona ocupada, así que la gente de los telediarios va a prestarle mucha atención. ¡No se lo dé todo gratis!

    Satisfecho, le vi marchar y me ocupé nuevamente del mundo real.

    Fue como si me arrojasen un cubo de agua helada al rostro.

    El portal funcionaba nuevamente y empezaban allegar mensajes. El más urgente era para mí: se me ordenaba entrar en contacto de inmediato con el Puesto Cinco para informar. Uno de nuestros prisioneros, el otro Dom DeSota, había escapado a otra línea temporal (ni siquiera sabían a cuál) y se había llevado con él a nuestro científico mimado, el doctor Douglas.


    Cuando estuve por última vez en nuestro lado del portal era noche cerrada. Seguimos las cintas pegadas a los tablones cubiertos de arena, con los faros azules de los camiones que nos habían traído hasta aquí como única iluminación, tropezando, medio ahogados por el polvo y temblando de frío en la noche del desierto... y asustados. Los grandes helicópteros de transporte estaban aterrizando en la meseta orientándose sólo con los faros de los camiones. Soldados provistos de linternas intentaban guiarles para que los soldados de reserva y los especialistas que debían construir un generador de portal llegasen sanos y salvos. Ninguno de nosotros sabía a ciencia cierta qué le aguardaba aquí.

    Ahora todo era muy distinto. Los tablones se cocían bajo el sol. El viento del desierto levantaba nubes de arena de los bordes de la excavación y me las metía en los ojos. Cara-de-Rata Magruder andaba sin cesar arriba y abajo delante de su coche, esperándome. Me indicó que entrase con un gesto y partimos entre una nube de arena hasta llegar a lo alto de la meseta. Allí pude ver que los tractores habían eliminado hasta las huellas de los patines de los helicópteros, para que cuando los satélites rusos pasasen sobre nosotros no vieran nada que pudiera delatar la falsedad de nuestra historia de la excavación arqueológica.

    Pero una cosa seguía igual. Yo estaba muy asustado.

    Lo estaba como nunca antes lo había estado, pues el miedo a que te peguen un tiro o a verte obligado a pegárselo tú a alguien es un miedo físico del que, al menos por un tiempo, puedes mantener tu mente apartada. Lo que yo temía ahora no era una especulación, era un hecho. Si el senador escapó, lo había hecho ayudado, en parte, por el hecho de vestir un uniforme... que yo mismo le había entregado.

    Durante el camino, Magruder no me dijo una palabra, ni tan siquiera me miró. Tenía los ojos clavados en el paisaje y apretaba fuertemente los labios. Tampoco podía culparle; estaba tan metido en el jaleo como el resto de nosotros. Me quedé tan rígido como una estatua, agarrándome con todas mis fuerzas al cinturón de seguridad que no había osado ponerme, para que los bandazos del coche no me arrojasen encima de él.

    Tenía la esperanza de que olvidase mi presencia.

    Nos detuvimos, levantando otro surtidor de arena, y Magruder saltó del coche. Se quedó junto a él, con ojos feroces y el ceño fruncido. El objeto de su malhumorada expresión actual era la sargento Sambok y el doctor Willard, ayudante del desaparecido doctor Douglas. Les hizo permanecer en posición de firmes bajo el sol mientras se preparaba para arrancarme la piel a tiras. ¿Insolación? No sé cómo lograron salvarse de ella. El general Magruder no tenía que preocuparse de la insolación, pues aún no había nacido el sol capaz de acabar con él. Le dio una patada a un arbusto, escupió y señaló con un dedo el remolque.

    —Adentro, los tres —ordenó.

    No se estaba mucho mejor dentro del remolque. Hacía más frío, pero no tanto por aire acondicionado como a causa de Magruder. Cuando clavaba sus ojos en los tuyos podías sentir cómo se te congelaban los globos oculares. A pesar de mis propios problemas, aún me quedaba un poco de ánimo para preocuparme por la sargento Sambok y puede que incluso por el doctor Willard, que ni tan siquiera pertenecía al ejército. Sencillamente, estaba en el andamio con Larry Douglas cuando el DeSota que pretendía ser yo apareció jadeante con la carabina al hombro y metió a Douglas de un empujón a través del portal, saltando detrás de él. Willard no pudo hacer absolutamente nada (aunque eso no parecía interesar demasiado al general Magruder) porque físicamente era muy poca cosa y, como todos los civiles del proyecto, iba desarmado.

    El caso de Nyla Sambok era distinto. Respondió a las preguntas de Magruder de modo escueto pero preciso.

    —Sí, señor, el senador era mi prisionero. Sí, señor, permití que me dominase y que me quitara el arma. Sí, señor, fue una negligencia. No, señor, no tengo excusa alguna...

    Pero «preciso» no es la palabra adecuada, ya que algo en el tono de su voz y en sus ojos indicaba que se estaba callando cosas. Una vez formé parte de un juicio militar por violación: se trataba de una capitana de enfermeras que se había cruzado una noche en el camino de un recluta recién incorporado, convencido de que todas las mujeres realmente estaban ansiosas por hacerlo, pese a lo mucho que pudieran llegar a resistirse. La capitana tenía la misma expresión, llena de resentimiento y furia, tanto contra ella misma como contra el recluta.

    Claro que no podía tratarse de nada parecido con el otro Dom DeSota... Entonces Magruder se volvió hacia mí y olvidé todos los problemas de la sargento Sambok, porque tenía más que suficiente con los míos.

    Apenas una hora y media antes había estado juzgando al soldado Dormeyer. Arriba y abajo, ahí va el yo-yo.

    Había buenas razones para llamarle Cara-de-Rata Magruder. Apenas tenía mentón y le sobraban dientes y, para empeorar las cosas, llevaba un bigotito puntiagudo con más brillantina que pelos, por no hablar de la nariz, larga y puntiaguda. Casi podía ver cómo le temblaba la nariz ahí sentado, pensando, congelándonos a todos por turnos con su mirada, tamborileando con los dedos sobre el brazo de cuero del sofá. Nos hizo esperar un buen rato mientras su cerebro digería todos los acontecimientos.

    —Hay ciertas cosas que deberían saber —dijo finalmente.

    Esperamos a que nos las dijera.

    —La primera es que su jodida presidenta no ha dado ninguna respuesta al mensaje del presidente Brown, así que vamos a tener que poner en marcha la Fase Dos.

    Esperamos un poquito más.

    —La segunda es que yo había pedido un helicóptero de transporte HU-70 para transferir a los prisioneros. Me fue denegado, porque alguien tenía miedo de que el satélite de los rusos pudiera verlo, así que mandaron esos helicopteritos de mierda.

    Seguimos esperando aunque ahora algo más aliviados y sin notar tanto el desastre que se cernía sobre nuestras cabezas... ¿Acaso intentaba decir que no toda la culpa era nuestra, que había cierta excusa? Pues si hubiesen mandado los helicópteros adecuados, todos los prisioneros hubieran sido trasladados a la vez y nunca hubiésemos tenido ese problema. No era una gran esperanza, pero fue la mejor que tuve durante unos segundos que no tardaron en acabar pues, naturalmente, no nos estaba excusando. Lo único que hacía era ensayar la historia con la cual iba a salvar su propio trasero. Lo que nos dijo fue:

    —No canten victoria, porque siguen metidos en la mierda hasta el cuello. Usted, DeSota, por haberle dado un uniforme. Cierre el pico —ahí terminaron mis explicaciones—. Usted, sargento, por dejar que le quitara el arma y usted, Willard, por dejar que ese hijo de puta de Douglas andará trasteando con el portal sin que estuviera presente un oficial de alta graduación. Sin mencionar el que les dejara cruzarlo a los dos...
    —General Magruder —dijo Willard desesperado—, me encuentro aquí en calidad de consejero civil y si van a presentarse acusaciones en mi contra tengo el derecho a que esté presente un abogado. Exijo...
    —Una mierda, eso es lo que exige. Lo que usted va a hacer, Willard, es presentarse como voluntario para acompañar a estos dos, cuyas órdenes son dirigirse al Campo Bolling.
    — ¿El Campo Bolling? —exclamó Willard—. Pero eso está en Washington, ¿no? Pero...

    Magruder no le dijo que se callara. No fue necesario: se limitó a mirarle y todas las objeciones se congelaron en la lengua de Willard.

    Había oído en el exterior el ruido de las palas de un helicóptero. Cuando Magruder abrió la puerta lo vi, con el piloto asomado por la ventanilla mirándonos y los rotores casi parados.

    —Es el suyo —dijo Magruder—. Les llevará al aeropuerto, donde les aguarda un C-lll. La Fase Dos está a punto de empezar.


    Después de asomar la nariz por la puerta de su apartamento y comprobar que no se oían ruidos en la escalera, el anciano bajó cautelosamente hasta su buzón. El precioso sobre marrón de la Asistencia Social estaba en el interior. Lo tomó, subió a toda prisa los peldaños antaño cubiertos de moqueta, entró en su piso y cerró con premura los tres pestillos. Ahora, si lograba llegar al Seven-Eleven tendría comida y dinero para las semanas siguientes. Ni tan siquiera notó el débil roce de... algo, pero al volverse vio que su apartamento había sido concienzudamente desvalijado. En apenas un minuto su viejo televisor había desaparecido, los gastados almohadones del sofá estaban tirados por el suelo y los estantes de la cocina estaban vacíos, sus magras posesiones esparcidas por las baldosas. Gimiendo, abrió la puerta del dormitorio para ver si habían tocado sus preciosos papeles... y había alguien en su cama. Un hombre. Con el cuello cortado y los ojos vidriosos; su rostro contorsionado en una mueca de miedo y dolor... y ese rostro era el suyo.


    24 de agosto de 1983
    4.20 P.M. Señora Nyla Christophe Bowquist


    Tendría que haber ido a Rochester para los anuncios publicitarios previos al concierto. No pude salir de Washington. Todo aquel día de locos pareció transcurrir en un fugaz destello y mi hora de vuelo llegó y pasó, y Amy logró conseguirme sitio en un vuelo nocturno y yo le dije que cancelara también esa plaza. Hice lo que hago siempre cuando me encuentro totalmente confusa, hecha pedazos y preocupada. Ensayé. Puse la partitura de una trascripción para piano de un concierto de Tchaikovsky delante del televisor y toqué el concierto una y otra vez, sin apartar los ojos de la pantalla, donde cada veinte minutos, más o menos, repetían esa loca emisión de la noche anterior y Dom (mi querido Dom, mi amor, mi compañero de lecho y de adulterio) estaba allí sentado, con esa sonrisa grasienta en el rostro, presentando a esa imitación de presidente de los Estados Unidos que decía todas aquellas cosas increíbles. Dejaron de emitir la programación normal, pero la verdad es que no había noticias nuevas. Las tropas invasoras de Nuevo México se mantenían dentro de las áreas que habían ocupado, las nuestras no atacaban y en todo Washington nadie decía más que vaguedades. Ese día no era yo precisamente la única persona confusa y desorientada en Washington. Hasta el clima era pésimo; una especie de huracán se acercaba lentamente a la costa, trayendo consigo un calor horrendo y breves chaparrones de lluvia jabonosa.

    El teléfono no paraba de sonar. Jackie llamó dos veces. Los Rostropovich llamaron, al igual que el agente de Slavi y la vieja señora Javits... de hecho, llamaron todos los que sospechaban que yo tenía algún interés personal en el señor Dom DeSota, y ninguno de ellos dijo nada que no fuera perfectamente amable y todos fueron muy buenos conmigo. Die2 minutos después de que terminara cada una de esas conversaciones ya no me acordaba de ellas. Lo único bueno fue que los periódicos no llamaron. Al menos, el secreto de Dom y el mío seguían a salvo.

    Perdí un breve instante sintiendo pena por la pobre Marilyn DeSota, sentada en su hogar, con los teléfonos sonando a cada minuto, y preguntándose qué infiernos estaría pasando con su marido.

    Sí, perdí un momento sintiendo pena por la mujer de mi amante. No era la primera vez. Pero sí era la primera vez que me permitía pensar en ello más de medio segundo: ése era más o menos el tiempo que solía tardar en decirme que la infidelidad de Dom, después de todo, era responsabilidad suya y no mía.

    Normalmente, lograba creerlo.

    Y Amy no dejaba de entrar... con té, con preguntas obviamente preparadas de antemano sobre el vestido que deseaba llevar en Rochester, sobre si me acordaba de que tenía una cita con los chicos de Newsweek al día siguiente por la mañana en Rochester y para contarme lo que había dicho el encargado de conciertos de Rochester cuando llamó y no quise hablar con él. Naturalmente, no me había olvidado del concierto.

    En cierto modo estaba trabajando en él con mucha más dureza de la que habría empleado en el propio escenario. El director sería Riccardo Muti y teníamos opiniones distintas. Yo quería tocar el concierto de Tchaikovsky y él estaba de acuerdo, pero yo quería tocarlo sin los cortes habituales. Muti se resistía, como suele hacer todo director de orquesta. Lo que desean es sacar de en medio el maldito concierto para que toda la orquesta se entere bien de a quién deben obedecer, en vez de compartir el mando con algún maldito instrumentista. Cada vez que tocaba el de Tchaikovsky tenía la misma discusión y normalmente acababa cediendo. Esta vez no quería hacerlo.

    Así que toqué todo el concierto, volví a tocarlo, me bebí un par de tazas de té frío y luego toqué un poquito más.

    El problema era que mis dedos pensaban en la música pero mi mente volaba en todas direcciones. ¿Qué estaba haciendo Dom? ¿Es que ni tan siquiera podía telefonearme? ¿Era acaso posible que ese loco proyecto de la Gatera acerca del que había bromeado conmigo fuera real? ¿Y qué estaba haciendo yo con mi vida? De vez en cuando se me ocurría que si quería tener un niño no era lo que se dice demasiado pronto como para ir empezando...

    ¿Pero de quién iba a ser ese niño?

    Intenté pensar en la música mientras las dulces melodías románticas salían flotando del Guarnerius, capaces, como siempre, de conmover el más duro de los corazones. Tchaikovsky también había tenido sus buenos problemas. Por ejemplo, con el concierto. «Por primera vez es preciso creer en la posibilidad de que una música apeste al oírla», dijo un crítico en el estreno. ¿Cómo se puede seguir viviendo después de semejante crítica? (Pero ahora era uno de los conciertos preferidos en el repertorio habitual.) Y su propia vida había sido mucho peor que la mía, en los aspectos extramusicales... bueno, y dejando aparte las políticas... No sé si dejándola aparte, porque todas aquellas intrigas alrededor de la corte del zar para ganarse sus favores tenían cierto sabor bizantino. Su matrimonio había ido mucho peor que el mío: lo intentó una vez y el resultado fue un colapso nervioso. Tuvo su tórrido romance epistolar con Nadejda von Meck durante veinte años sin ver ni tan siquiera una vez a la pobre mujer: salía corriendo por la puerta trasera si ella aparecía sin avisar en la misma casa en que estuviera él. ¡Peter Ilych, el loco! Decían que primero intentó ser director, pero no funcionó bien porque empezó a dirigir la orquesta sujetando la batuta con la mano derecha y sosteniéndose fuertemente la mandíbula con la izquierda, porque había llegado a convencerse de que si no lo hacía así se le caería la cabeza.

    Peter Ilych, el loco...

    Sping. Ya había roto una vez antes esa misma cuerda. Sonreí sin poderlo evitar, pensando en lo que Ruggiero Ricci me dijo una vez. «Un Strad tienes que seducirlo pero a un Guarnerius puedes violarlo.» Sólo que mi violación había sido un poco demasiado brutal.

    Amy apareció de inmediato en la puerta. No tuve que preguntarle si había estado escuchándome a hurtadillas: lo había hecho, por supuesto. Le entregué el Guarnerius y ella lo examinó cuidadosamente antes de sacar la cuerda rota.

    —Podrías cambiarlas todas —sugerí, y ella asintió. Mientras abría un juego nuevo, seguí soñando despierta. Peter Ilych, viejo loco, pensé... pero, sin saber muy bien cómo, eso se convirtió en «Nyla Bowquist, loca, ¿qué estás haciendo de tu vida?».

    Me chupé los dedos, pensativa. Me dolían. No sangraban (para cortarme en los dedos de la mano izquierda hace falta un cincel como mínimo), pero me dolían. Y también me dolían otras cosas, aparte de los dedos.

    —Amy, ¿dónde crees que estará ahora mi esposo? —dije.
    —Aquí son casi las cinco y en casa serán las cuatro —dijo ella mirando el reloj—, así que supongo que seguirá en la oficina. ¿Quiere que le llame?
    —Sí, por favor.

    Aunque fuese otra persona quien pagara, a Ferdie no le gustaban las enormes facturas telefónicas de las llamadas de larga distancia, así que teníamos una línea especial para usar... sólo que Amy recordaba mucho mejor los números que yo. Tardó uno o dos minutos.

    —Iba de camino al club —me explicó, alargándome el teléfono—. Está en el coche.

    La miré de un modo que ella interpretó inmediatamente. Cogió el Guarnerius, las cuerdas y el pulidor y dijo que ya lo acabaría fuera.

    — ¿Cariño? Soy Nyla —dije yo.
    —Gracias por llamar, querida —respondió en seguida su voz de siempre, cálida y suave—. Con todo lo que está ocurriendo estaba algo preocupado por ti...
    —Oh, estoy estupendamente —dije, mintiendo—. Ferdie...
    — ¿Sí, querida?
    —Yo... esto, las cosas andan bastante enloquecidas hoy por aquí.
    —Lo sé. He estado pensando que quizás tuvieras problemas para conseguir plaza en un vuelo a Rochester, supongo que todas las compañías aéreas andarán hechas un lío. ¿Quieres que te envíe el reactor de la empresa?
    —Oh, no —dije a toda prisa. No tenía demasiado claro qué deseaba, pero estaba segura de que no era eso—. No, Amy tiene todas esas cosas controladas. Ferdie, querido, lo que ocurre es... bueno, quiero decirte algo. —Tragué una honda bocanada de aire, disponiéndome para lo que iba a soltarle.

    Pero no logré decir ni una sola palabra.

    — ¿Sí, querida? —me preguntó muy cortésmente Ferdie.

    Volví a tragar aire y probé de un modo distinto.

    —Ferdie, ¿te acuerdas de Dom DeSota?
    —Claro, querida —pareció casi divertido. La verdad es que era una pregunta tonta. Aquel día no había nadie en todo el país que no supiera quién era Dom DeSota, aparte de que una de las cosas que Ferdie siempre ha necesitado en su negocio es conocer a todas las personas dotadas de poder en Illinois—. Lo que le ocurre es terrible —dijo con cierta vacilación, como para ayudarme a seguir hablando—. Sé que debe preocuparte mucho el jaleo en que anda metido.

    Tragué saliva. Por supuesto que no lo había dicho con ninguna intención particular, pero cuando sientes tu conciencia culpable de algo, hasta la palabra «hola» está cargada de sobreentendidos. Intenté imaginar lo que Ferdie estaría pensando a partir de lo que yo le decía. Me pareció que estaba interpretando de un modo excelente el papel de la esposa que tiene algo que confesar pero que no logra decirlo, y puede que en mi interior fuera eso lo que intentaba hacer... provocar sospechas en Ferdie para que me preguntara de un modo directo todo aquello, obligándome a contestarle.

    Sólo que Ferdie no estaba nada suspicaz. Al contrario, sentía ternura y un generoso y tierno afán de perdón hacia la cabeza de chorlito de su esposa, incapaz de acordarse ni tan siquiera de lo que pensaba decir a continuación.

    —Ferdie —dije—, hay algo sobre lo que quería hablarte. Mira, he estado... Amy, ¿qué sucede? —le pregunté, irritada al verla en el umbral.
    —La señora Kennedy ha venido a verla —dijo. —Oh, infiernos —al otro extremo de la línea pude oír la risita cariñosa de Ferdie.
    —Ya me he enterado —dijo—. Tienes compañía. Bien, querida, en este momento estamos aparcados en doble fila delante del club y tal vez puedas oír las bocinas de los coches. Hablaremos después, ¿vale?
    —Estupendo, cariño —dije, frustrada, asustada... y, más que nada, aliviada. Algún día tendría que contárselo todo de cabo a rabo... pero, gracias a Dios, ese día no había llegado aún. Y cuando Jackie entró a decirme que me invitaba a cenar («es sólo una cena familiar, pero queremos que vengas») acepté su ofrecimiento con gratitud.


    En realidad no era una cena familiar (faltaban los niños), ni tan siquiera en el sentido de familia política, aunque el ayudante principal de Jack Kennedy y su esposa estaban presentes en la mesa. No lo era porque el único invitado, aparte de mí, era nuestro viejo amigo Lavrenti Djugashvili. Era un excelente anfitrión y un invitado impecable, por supuesto, pero de todos modos me sorprendí al verle. Eso hacía mi presencia algo más fácil de entender, dado que Lavi no tenía compañía esa noche y Jackie odiaba las mesas desequilibradas

    —No, querida Nyla —dijo al besarme la mano—, esta noche estoy soltero, dado que Xenia ha vuelto a Moscú para asegurarse de que nuestra hija está tomando todas las píldoras vitamínicas que debe tomar en el internado.
    —Así pues —dijo el senador—, vamos a tener una cena sin etiqueta y relajada, puesto que hoy ya hemos tenido todas las emociones necesarias. ¡Albert! Sírvale algo de beber a la señora Bowquist.

    No es una cuestión de riqueza. Ferdie es casi tan rico como Jack Kennedy, pero cuando tenemos una cena relajada sin etiqueta no solemos darla en el comedor, con un mayordomo de uniforme sirviendo los platos. Comemos en la mesa del desayuno y Hannah, la cocinera, nos sirve y cocina delante nuestro. Los Kennedy jamás serían tan informales. Tomamos los cócteles en el salón, bajo la atenta mirada de los retratos de los tres difuntos hermanos del senador y cuando entramos en el comedor los óleos del viejo Joe y de Rose nos contemplaron desde la pared. Todos los vinos eran estupendos y de cosecha propia. Y la vajilla no era de plata. Era de oro.

    Y la verdad es que esa cena hizo justo lo que Jack Kennedy dijo que iba a hacer. Hizo que el mundo fuera nuevamente real. Era exactamente el tipo de cena que yo solía tener como cien veces cada año, incluyendo la charla sobre el tiempo (el huracán que venía de camino; la lluvia que parecía empeorar), las notas escolares de la hija de Lavi y el modo realmente maravilloso (Jackie me lo repitió otra vez) que tenía yo de tocar el concierto de Gershwin, lástima que hubieran distraído al público de ese modo.

    El embajador estuvo todo el rato pendiente de mí, con su apuesto y granítico rostro eslavo lleno de animación. Alabó mi traje, las flores de la mesa, el vino y la comida. Siempre me había gustado Lavrenti, en parte porque amaba realmente la música, aunque no fuera siempre el tipo de música que yo entendía. Una vez le acompañé para oír a un grupo de Georgia que estaba haciendo una gira; cincuenta hombres corpulentos, morenos y apuestos que cantaban a voz en grito largos oratorios que me parecieron en su mayor parte compuestos de rugidos, con interjecciones como ¡Hat! y ¡Hey! cada cinco o seis segundos. No era mi música favorita, pero cuando nos fuimos Lavi tenía los ojos algo brumosos y luego le vi igualmente afectado desde el escenario cuando interpreté el Segundo Concierto de Prokofiev. Y eso es significativo, porque ese concierto le exige mucho al intérprete, pero la parte del público que se conmueve con él es muy pequeña.

    Durante casi una hora conseguimos no tocar el tema de la invasión realizada por esos otros Estados Unidos de América y, especialmente, el tema de mi Dom

    La mayor parte del mérito fue de Jackie Ella y la señora Hart estaban ayudando a recaudar fondos para el Museo de la Constitución y las dos tenían divertidas historias que narrar sobre cómo Pat Nixon quería traer un grupo que cantaba música country y cómo la señora Helms tenía bajo su protección a un tenor de la Universidad Metodista del Sur al que deseaba lanzar a la fama. Estábamos empezando a comer el arroz con pollo. Jackie me miró y dijo:

    — ¿Y si les sacudimos un poco, Nyla? ¿Te gustaría tocar un poquito de Berg?

    El senador se removió en su asiento con cara de incomodidad (estaba claro que la espalda volvía a molestarle) y se quejó:

    — ¿Berg? ¿Ese que son todo chirridos y zumbidos, no? Nyla, ¿realmente te gusta? Bueno, a nadie le «gusta» realmente el concierto de Berg... quiero decir que sería como si a uno le «gustase» un elefante colorado. Pero hay que hacerle caso, quiérase o no. Además, es una pieza muy lucida, así que de vez en cuando lo interpreto para impresionar a la gente. Y es bastante incómodo tocarla en una casa, dado que ni siquiera el Auditorio de la Orquesta de Chicago está a la altura de Berg. Está muy bien para algo así como un Beethoven o algo de Bruch, cosas tan melódicas y llenas de ritmo que a la orquesta realmente no le hace falta oírse tocar. Pero sí le hace falta para Berg y la acústica del Auditorio no está capacitada para ello.

    Mientras le explicaba todo eso a Jack Kennedy me fue fácil ver que su atención estaba en otro sitio. Me miraba, sí, pero sus ojos parecían ver a través de mí y en vez de comerse el arroz lo único que hacía era removerlo con el tenedor. Supuse que sería su espalda y Levi hizo lo mismo.

    —Ah, senador —me interrumpió, con el humor de oso ruso que solía utilizar para demostrar que alguien le interesaba de veras—, ¿por qué no viene a Moscú a ver algún doctor? Nuestro Instituto Médico de Djugashvili, bautizado en honor de mi abuelo, no en el mío, tiene los mejores cirujanos del mundo sin duda alguna.
    — ¿Podrán darme una espalda nueva? —gruñó Kennedy.
    —Un trasplante espinal, ¿por qué no? Puede acudir al doctor Azimof, el mejor especialista del mundo en trasplantes. Hablando sólo de corazones, ha trasplantado trescientos ochenta y cinco, sin contar los hígados, los testículos y qué sé yo. En Moscú solemos decir que cuando se haga el primer trasplante exitoso de hemorroides, ¡lo hará Itzhak!

    Me reí. Jackie también se rió. Todo el mundo se rió excepto el senador. Sonrió pero no fue una sonrisa muy duradera.

    —Lo siento, Levi —dijo—. Me temo que mi sentido del humor no funciona demasiado bien esta noche —dejó el tenedor y se inclinó sobre la mesa—. ¿Gary? Dijiste que estaban trayendo en avión a Jerry Brown... ¿nuestro Jerry, querías decir?
    —Eso es, senador. Le localizaron en Maine pero el vuelo se retrasó por culpa del tiempo.

    El senador torció el gesto y se frotó la nuca.

    —Háblame a mí del tiempo —dijo, indicándole con un gesto al mayordomo que se llevara su plato—. Sólo Dios sabe de qué puede servir Brown —comentó—, pero supongo que al menos servirá para que nos enteremos un poco de cómo es su opuesto del otro lado.

    Hart se mostró de acuerdo.

    —Ojalá supiéramos algo más sobre esos tipos. Quizás pudiéramos encontrar algunos de sus dobles aquí y meterlos en esto.

    Ninguno de los dos me miraba, pero Jackie sí.

    —Nyla —dijo—, tú conoces a Dom DeSota, claro —y me imaginé por qué me habían invitado. Sin decirlo de un modo abierto, Jackie me estaba confiriendo la categoría de esposa honoraria... al menos, de lo que podría calificarse como prometida. No podría tratarme mejor si Dom y yo hubiéramos estado casados. De hecho quizás no me hubiese tratado tan bien, dado que la reputación de Dom estaba seriamente empañada... O quizás no lo estuviese tanto, porque siguió hablando—. Creo que hablaste con él no mucho antes de que se fuera a Nuevo México. — ¡Qué tacto! Supuse que el ayudante de Dom se habría ido de la lengua—. Me pregunto... ¿dijo algo sobre la razón de su marcha? Vacilé un instante antes de contestar.
    —No sé si estabais al corriente de lo que sucedía en Sandia...
    —Oh, sí, querida señora Bowquist, creo que sí —dijo Lavrenti—. Incluso yo oí algo.
    —Puede hablar con toda libertad, querida —dijo el senador—. Si alguna vez fue un secreto, ya no lo es.
    —Bueno... el senador dijo algo sobre un doble suyo. Un doble exacto... quiero decir, incluso con las mismas huellas dactilares. Querían confrontarle con ese otro hombre.
    —Exactamente —dijo Gary Hart en tono triunfal—. Es justo lo que pensamos, senador. Ese hombre de la televisión no era nuestro Dom DeSota.

    El senador asintió y le hizo una seña al mayordomo.

    —Tomaremos el café en mi estudio, Albert —dijo, y luego se dirigió a nosotros—. Echémosle otra mirada a ese tipo de la televisión.


    Aun así me costó cierto tiempo entender lo que estaban diciendo. Fuimos al estudio (no era lo que yo hubiese llamado un estudio; era mayor que mi sala de estar en Chicago y me pareció lo bastante grande como para un consejo de guerra o una reunión secreta de doce o más personas), donde había cuatro monitores de televisión más una gran pantalla; terminales de teletipo conectadas directamente a la INS y la AP y, sobre todo, un aparato de vídeo. Jack Kennedy tomó asiento en un lugar cercano a una rejilla de aire acondicionado, exhausto por el puro que se estaba fumando, y empezó a morderse los nudillos observando cómo volvía a pasar ante nosotros el rostro de Dom, hablando con la voz de Dom y pronunciando aquellas palabras que yo me negaba a creer que hubiera dicho. Y Jack Kennedy tampoco podía creerlo.

    — ¿Qué os parece? —le preguntó a todo el mundo, sin dirigirse a nadie en particular.

    Nadie contestó y me di cuenta de que el matrimonio Hart me estaba mirando. Por un momento me pregunté si, después de todo, no estarían echándome la culpa del increíble cambio de chaqueta de Dom. Otra vez mi conciencia culpable, por supuesto.

    Y entonces se me ocurrió otra idea.

    —Póngalo otra vez, ¿quiere? —pedí, con los inicios de un temblor en mi voz, y busqué a tientas en mi bolso las gafas que nunca llevo en público. Estudié con mucha más atención el rostro de mi amante, examinando cada línea y prestando oído a la más mínima inflexión de su voz. No estaba del todo segura, pero tenía que decirlo—. Parece muy delgado, ¿verdad? Como si estuviera bajo algún tipo de fuerte tensión... o...
    —O —dijo Hart— como si hubiéramos acertado en lo que pensamos, senador. Ese no es nuestro Dom DeSota. Es el de ellos.
    —Lo sabía —exclamó Jackie con voz aguda desde el brazo de mi sillón, al que se había trasladado mientras veíamos el vídeo. Sentí su mano en mi hombro, abrazándome como una madre. Hubiera sido capaz de besarla. Un nudo que no había notado hasta entonces se desató en mi pecho. ¡Oh, Dom! Puede que fueras un adúltero ¡pero al menos no eras un traidor!
    —Creo —anunció el senador— que ahora podemos echarle un vistazo a esos resúmenes de la CIA, Gary —tomó una carpeta que le entregó su ayudante, se puso él también unas gafas y examinó la primera de las páginas que contenía.

    No le escuché. El alivio que me invadía era demasiado fuerte. No es que todo se hubiera arreglado, claro. Seguía estando Ferdie, por no mencionar a Marilyn DeSota, pero al menos el más agudo y potente de mis dolores había desaparecido.

    Me pregunté qué hora sería. Si lograba presentar mis excusas y escabullirme de regreso a mi hotel... si pudiera llamar a Ferdie aquella misma noche, antes de que se fuese a dormir... quizás ahora lograse soltarle todo lo que tanto tenía que decirle. Por supuesto que aún quedaba Marilyn...

    Otra vez hecha un mar de dudas, intenté prestar atención a lo que decía Jack Kennedy.

    —...dos personas —estaba diciendo—. Una era un avispado policía de Albuquerque.

    La otra era una avispada agente del FBI disfrazada con pantalones cortos y montada en bicicleta, a la que soltaron en una montaña donde esos tipos habían ocupado un transmisor de televisión. Ninguna de las dos tuvo grandes problemas para soltarle la lengua a los soldados enemigos.

    —Una confianza lamentable —dijo Hart, frunciendo el ceño.
    —Lamentable para ellos y estupenda para nosotros —dijo Jack—. De todos modos no dijeron mucho, al menos sobre asuntos militares. Pero el policía y la agente del FBI lograron que hablasen sobre las diferencias entre su mundo y el nuestro. Creo que ahora tenemos una idea bastante correcta sobre los puntos de divergencia entre su historia y la nuestra.

    Intenté comprender el resto de lo que dijo Jack Kennedy. No fue fácil. Entiendo de música pero cuando fui a la Juilliard no había demasiados cursos de historia. Aunque Dom me lo había explicado, me resultó bastante difícil entender qué era eso de los «tiempos paralelos». Me lo había explicado como teoría. Como realidad era aún más difícil de aceptar.

    —Sus enemigos —dijo Jack— parecen ser la Unión Soviética y la República Popular China.

    Hizo una pausa mirando al embajador, que se hundió en su asiento frunciendo el ceño.

    — ¿Qué China? —pregunté yo, como habría hecho cualquiera... ¿se referían al Mandato Coreano, a Han Pekín, a la Soberanía de Hong Kong, al Manchukuo, al Imperio Taiwanés o a cualquier otro de los doce o quince pedacitos en que se había partido la China después de la Revolución Cultural?
    —Una sola China —dijo Jack—. Se las arreglaron para no hacerse pedazos y ahora, para ellos, son la nación más grande del planeta.

    Nos miramos unos a otros. Era bastante duro de tragar. La idea de que la Unión Soviética pudiera amenazar a nadie resultaba aún más loca. Intenté descifrar el rostro de Lavi, pero carecía de toda expresión. Se limitaba a escuchar, y un instante después alargó la mano y cogió uno de los puros del senador, aunque yo sabía que normalmente no fumaba. Clavó los ojos en él, le quitó muy lentamente la funda y no dijo ni palabra.

    Entendí muy bien que tuviera tantos problemas como yo para aceptar todo aquello, aunque fuera por razones distintas. Después de todo, fue el intercambio de bombas atómicas con la Unión Soviética lo que desencadenó la Revolución Cultural en China. Las consecuencias de dicho intercambio fueron todavía peores para la Unión Soviética. Moscú y Leningrado desaparecieron y el resto del país quedó decapitado.

    Intenté recordar la historia rusa. Estuvieron los zares, claro. Luego Lenin, al que asesinaron, o algo parecido. Luego Trotsky, que les metió en una serie de guerras fronterizas, casi todas perdidas, con naciones como Finlandia y Estonia. Luego estuvo el abuelo de Lavrenti (con todas sus insurrecciones internas y grandes hambrunas), que puso en marcha el proyecto nuclear y nos metió en la carrera de la bomba atómica, que sólo terminó cuando los chinos vaporizaron Moscú y el proyecto nuclear, todo a la vez...

    Pero, al parecer, en esa línea temporal Trotsky jamás se apoderó del gobierno, aunque sí lo hizo el abuelo de Lavrenti. No hubo ninguna serie de guerras fronterizas. Hubo una y grande. La llamaron Segunda Guerra Mundial y fue con un hombre llamado Hitler, un alemán dispuesto a conquistar el mundo, que estuvo a punto de lograrlo hasta que el resto de países se uniera en contra suya.

    Eso sí que nos dejó patidifusos. ¡Alemania era sólo un país! ¡Ahí sí que hubiera apostado la camisa! ¡Nunca había sido lo bastante grande como para amenazar al mundo entero!

    Y además... ahí estaba Lavrenti, sentado delante de mí, encendiendo lentamente su Claro procedente de Cuba. Por supuesto, nominalmente era comunista. Pero los rusos no llegaban ni de lejos a la militancia de los bolcheviques ingleses, pongamos por caso, que tenían centros de agresión dispersos por lo que ellos llamaban «Comunidad Federada de Repúblicas». Gracias al cielo que Canadá y Australia se habían escindido de ella... Meneé la cabeza. Nada de todo ese asunto tenía mucho sentido para mí.

    Desgraciadamente, sí lo tenía para Lavrenti Djugashvili. Habría fumado más o menos un par de centímetros de su puro cuando Kennedy acabó con el informe de la CÍA, y no le cogió por sorpresa que el senador se detuviera y le mirase de modo interrogativo. —Entiendo lo que quiere decir —afirmó Lavi—. Es un asunto digno de preocupación. Si esta invasión de su país resulta en último extremo estar dirigida contra el mío...

    —Creo que no exactamente al suyo —dijo rápidamente Jack—. Creo que se dirige a la Unión Soviética que existe en su tiempo.
    —Pero siguen siendo mí pueblo, ¿no? —dijo Lavi lenta y pesadamente.

    Kennedy no contestó, limitándose a un levísimo gesto de asentimiento con la cabeza. Lavi se puso en pie.

    —Con su permiso, querida señora Kennedy —dijo con voz sombría—, creo que he de visitar mi embajada ahora mismo. Senador, le agradezco esta información. Es posible que debamos hacer algo, aunque en estos momentos no se me ocurre el qué.

    Todos nos pusimos en pie, mujeres incluidas. No era tanto una señal de respeto como un modo de expresarle nuestra simpatía. Cuando se hubo marchado, el senador Kennedy le indicó al mayordomo que nos sirviera la última copa de la noche.

    —Pobre Lavrenti... —dijo, y añadió—: Y, a decir verdad, pobres de nosotros, porque a mí tampoco se me ocurre lo que podemos hacer.


    Con o sin la espalda dolorida, el senador decidió llevarme personalmente en coche a mi hotel. Jackie nos acompañó, pero no fue lo que se dice un viaje de placer. Estaba empezando a llover a cántaros y las calles estaban cubiertas de una resbaladiza capa de aceite.

    Los tres cabíamos fácilmente en el gran asiento delantero. No hablamos demasiado, ni tan siquiera Jackie, que examinaba con nerviosismo la carretera para ayudar a su esposo: como sus dos hermanos menores habían muerto en accidentes de coche, uno ahogado y el otro entre las llamas, no le gustaban demasiado tales vehículos. Yo tenía mis propios asuntos en que pensar. Sería un poco más de las diez de la noche, las nueve en Chicago. Seguramente Ferdie estaría aún despierto. ¿Debía llamarle? ¿Tenía el derecho a hacerlo, por Dom? ¿Tenía el derecho a no hacerlo, por Ferdie?

    Por lo tanto, tardé un poco en darme cuenta de que un inesperado atasco circulatorio nos había obligado a parar y el senador contemplaba la carretera irritado.

    — ¿Qué infiernos pasa? —murmuró, intentando ver más allá de los coches parados que teníamos delante.
    — ¿De qué se trata? —preguntó Jackie—. ¿Algún accidente?

    No era ningún accidente.

    Kennedy lanzó un juramento. Por el parabrisas del coche que teníamos delante vi algo que se acercaba a nosotros por el otro carril. Era grande y se movía de prisa, pero no tenía las luces destellantes de los coches de la policía o de las ambulancias. De hecho, no llevaba ningún tipo de luces, salvo un solitario faro cegador que barría la carretera a uno y otro lado como la paleta de un limpiaparabrisas y, a la vez, iluminaba algo que sobresalía del vehículo.

    Parecía un cañón.

    —Jesucristo Todopoderoso —exclamó el senador—, es un jodido tanque.

    Jackie lanzó un grito... y estoy segura de que yo también lo hice. El senador no esperó. Hizo girar a toda velocidad el enorme Chrysler, golpeando con el parachoques lateral la valla protectora y, girando el volante lo máximo posible, pisó a fondo el acelerador. Le cogimos una delantera de cincuenta metros al tanque y no paramos de acelerar hasta llegar a los ciento cincuenta por hora sin que yo dejara de ver ese enorme cañón que sobresalía del tanque y que ahora nos apuntaba. Supongo que el senador sentía lo mismo que yo, porque cuando llegamos al primer cruce frenó en seco. El coche patinó y se detuvo... o casi, es decir, reducimos la velocidad a unos meros setenta kilómetros por hora, con lo que el senador logró girar por el cruce.

    Teníamos un taxi justo delante.

    Nunca me he sentido tan cerca de la muerte. Nos detuvimos, y lo mismo hizo el taxi, pero escapamos por los pelos. Nuestro parachoques delantero rozaba prácticamente la portezuela izquierda del taxi y el conductor ya estaba bajando a toda prisa el cristal para insultar entre sollozos histéricos a Jack.

    El cual no le hizo el menor caso.

    El motor se había calado. Jack ni tan siquiera intentó arrancar de nuevo. Abrió su portezuela y bajó del coche, maldiciendo ante todo el castigo que le estaba infligiendo a su espalda y llegó justo a tiempo de ver cómo pasaba el tanque, veloz y severo, seguido por media docena de camiones cargados de soldados. Pude distinguir el reflejo de la luz en sus cascos al pasar y detrás de los camiones venía otro tanque.

    —Notable —dijo Jack Kennedy.
    — ¿Qué hacen nuestros tanques en la calle? —le pregunté.

    Se volvió para mirarme. Jack no es ningún jovencito pero nunca había visto su rostro como entonces: parecía un anciano. Rodeó protectoramente a Jackie con un brazo.

    —Nada —dijo—. No son nuestros. No tenemos ningún tanque parecido a ésos.


    La veterinaria tenía veintiséis años y estaba aterrorizada. Se enjabonó y se duchó seis veces, como le habían ordenado, y luego salió desnuda y empapada del cuarto de baño para entrar en el dormitorio de la granja, donde la esperaba el capitán del ejército. No pensó ni por un momento en su desnudez mientras él iba pasando lentamente la varilla del contador por su piel, sin olvidar ni un centímetro, escuchando el periódico repiquetear de la radiación. «Creo que se ha librado de todo el polvo» —dijo por fin el oficial—. ¿Dice que es así como encontró el ganado? ¿Con esa capa de polvo cubriéndolo todo?» Ella asintió, con los ojos desorbitados y llenos de pavor. «Puede vestirse —concluyó él—, creo que está bien.» Pero cuando la vio marchar tenía sus propios temores en que ir pensando. ¡Lluvia radiactiva! Por causas desconocidas, más de medio kilómetro cuadrado estaba cubierto por radioisótopos altamente activos... ahí, apenas a unos cincuenta kilómetros de Dallas y, que él supiera, sin ninguna guerra ni el menor informe sobre la fuente de esa lluvia disponible. El rompecabezas carecía de respuesta. Y la pregunta que le hacía estremecerse en lo más hondo de su ser era... ¿qué hubiese sucedido si la lluvia hubiera caído a cincuenta kilómetros de distancia, en el pleno corazón de la ciudad?


    26 de agosto de 1983
    6.40 A.M. Nicky DeSota


    Estaba soñando que la señora Laurence Rockefeller me había pedido que le arreglara una hipoteca para un complejo de apartamentos junto al lago, valorado en seiscientos millones de dólares. Sólo que deseaba empezar con un pago inicial de ciento cincuenta dólares, porque todo el dinero de que disponía eran cartuchos de monedas de diez centavos... y cuando finalmente tuve los papeles dispuestos para que los firmara no pudo hacerlo porque carecía de pulgares. Y entonces, al despertarme la sacudida del aterrizaje, lo primero que pensé no fue dónde me encontraba o qué iba a ocurrirme, sino esto: ¿se habría enterado el señor Blakesell a tiempo de mi arresto y habría pensado en cerrar las tres hipotecas que tenía yo pendientes? Naturalmente, yo no podía hacer nada al respecto.

    No podía hacer nada respecto a nada, porque me encontraba esposado al asiento de delante. Mi primer vuelo de larga distancia en uno de esos nuevos y enormes cuatrimotores Boeing tendría que haber sido una experiencia inolvidable. Lo único que había sido era un desastre. Y, encima, un desastre doloroso. Me dolía el cuerpo a causa de las once horas que llevaba en el mismo asiento, con las dos escalas intermedias y sabe Dios cuántos centenares o probablemente miles de kilómetros, pero mis dolores habían empezado incluso antes de abordar el avión, cuando subí torpemente por la escalerilla con las manos esposadas detrás mío y ese espantoso hombre del FBI, Moe Fulano-o-Mangano amenazándome con todas las desgracias imaginables si hablaba, si intentaba escapar c si pretendía quitarme el sombrero y el velo que me habían obligado a llevar para que nadie me reconociera. El estaba enterado de todos esos dolores, ya que había sido quien me proporcionó la mayor parte.

    He de reconocerles una cosa a los muchachos y muchachas del FBI: realmente saben cómo hacerte daño sin dejarte señales... Al otro lado del pasillo, bajo su velo y sombrero, el otro prisionero estaba despierto. Vi cómo movía la cabeza. Su centinela roncaba tan plácidamente como el mío mientras que nosotros y el avión íbamos dando tumbos por pistas interminables que no parecían llevar a ninguna parte.

    Al menos había salido de la celda de los cuarteles generales de Chicago, donde había pasado la mayor parte de mis últimos... ¿qué? Días, como mínimo, aunque nadie me había informado de cuántos. Estar metido ahí con toda esa pandilla de gente socialmente indeseable había sido bastante malo (la mayoría eran ladrones destinados a los campos de concentración o especuladores a la espera de juicio), pero siempre era mejor que los interrogatorios. Naturalmente, no les había dicho nada. No tenía nada que decirles pero... ¡Oh, Dios mío, cómo deseaba que no fuera así!

    Y entonces apareció Moe, me despertó y me sacó casi a rastras de la celda. Y acabamos en este avión, yendo sólo Dios sabía hacia dónde. No. Entonces tanto Dios como yo lo supimos, pues a través del velo y la ventanilla distinguí una brillante terminal que me era totalmente desconocida y un gran cartel que decía:

    BIENVENIDOS A ALBUQUERQUE,
    NUEVO MÉXICO
    ALTURA 1580 METROS


    ¡Nuevo México, por el amor de Dios! ¿Qué diablos podían querer de mí para llevarme a Nuevo México?

    Por supuesto que Moe no iba a decírmelo. La azafata le despertó sacudiéndole por el hombro y él despertó a su vez al otro centinela, pero todo lo que me dijo fue: « ¡Acuérdate de mis advertencias!» Me acordé. Esperamos a que los demás pasajeros bajasen y luego esperamos un poco más mientras los mecánicos daban vueltas alrededor del avión para comprobar los enormes motores, y un camión cargado con gasolina de 100 octanos volvía a llenar los depósitos.

    Entonces alguien nos hizo una seña desde la puerta de la terminal.

    Moe abrió mis esposas y bajamos del avión, y yo intentando no partirme la cabeza al recorrer primero el pasillo, algo inclinado, y luego la escalerilla. El otro prisionero nos siguió, acompañado de su centinela, y no tardamos en hallarnos en una terminal de aeropuerto que parecía haber sido construida como escenario para alguna comedia musical de ambiente latinoamericano. La gente se nos quedaba mirando. Los que demostraban una curiosidad excesiva eran apartados rudamente de en medio: no es que hubiera demasiados, porque los muchachotes del FBI eran bastante fáciles de reconocer y la mayoría de la gente se apresuraba a mirar hacia otro lado. Luego nos metimos en un coche, yo y Moe, en el asiento delantero y el otro prisionero y su centinela detrás nuestro. Un coche patrulla local nos abrió paso y pronto estuvimos recorriendo desenfrenadamente, sólo Dios sabe a qué velocidad, las calles de la ciudad para acabar saliendo a una autopista que serpenteaba en dirección a las colinas.

    El viaje duró casi una hora. Nos detuvimos en una encrucijada: dos autopistas desiertas que se perdían en dirección a los cuatro puntos cardinales, y una gasolinera con un motel detrás. El cartel que había sobre el edificio decía: «Reposo para Viajeros La Cucaracha», nombre que yo nunca le hubiera puesto a un hotel.

    Tampoco hubiera puesto centinelas armados en los accesos.

    Con todo, los centinelas eran un pequeño toque decorativo al que ya había empezado a acostumbrarme. También había señales malas y señales buenas. La mala era que seguía bajo arresto. La buena era que no me estaban llevando a Leavenworth o a cualquiera de los campos, donde hubiera desaparecido de la circulación hasta que les diera la gana de soltarme... si es que les daba alguna vez. Esta era una isla permanente en el archipiélago del FBI. No debían de tener la intención de mantenerme aquí mucho tiempo. Puede que incluso pensaran dejarme ir.

    Por otro lado, quizás las partes de mi persona que lograran salir del Hotel La Cucaracha apenas podrían llegar a mi casa para el entierro.

    No tuve demasiado tiempo para preocuparme. Mi silencioso colega y yo fuimos presurosamente conducidos hasta uno de los bungalows, donde se nos ordenó sentarnos al borde de la cama y quedarnos silenciosos y quietecitos, en tanto que Moe se plantaba ante la puerta sin quitarnos la vista de encima y el otro guardia se quedaba en el exterior. No tuvimos que esperar, demasiado. La puerta se abrió y Moe se apartó a un lado sin ni tan siquiera volverse a mirar de quién se trataba.

    Nyla Christophe entró en la habitación con las manos detrás de la espalda.

    Llevaba un sombrero de ala ancha y gafas oscuras. Me resultó imposible distinguir su expresión pero logré ver que nos contemplaba de modo pensativo: de hecho, allí donde sus ojos se posaron sobre mi piel creí sentir la quemadura ardiente del ácido. Pero, cuando se dirigió a nosotros, en su voz no había un tono más desagradable que de costumbre.

    —De acuerdo, ya pueden quitarse esos estúpidos velos.

    Me apresuré a obedecerla con placer, ya que con el calor del desierto estaba empezando a sentir señales de asfixia. Mi compañero obedeció con más lentitud y sin parecer tan entusiasmado; y cuando por fin se quitó el velo su expresión podía describirse como asustada, infeliz y llena de resentimiento... emociones que no me sorprendieron en lo más mínimo. Lo que sí me sorprendió fue que el rostro en el que aparecían esas emociones fuera el de Larry Douglas.


    De lo que estaba absolutamente seguro era de que Larry Douglas era, al menos en parte, responsable de mis cuatro o cinco últimos días de miserias. No sabía de qué modo y ni siquiera podía hacer conjeturas en cuanto a sus razones. Por lo tanto, no lamenté en lo más mínimo verle atrapado en la misma trampa que había ayudado a tender para mí... ¡aunque eso lo hacía todo aún más incomprensible! Si le había contado a Nyla Christophe todo lo que yo le había dicho cuando me llevó a la residencia de aquel viejo actor medio olvidado, ¿por qué estaba prisionero también? ¿Y qué hacíamos ambos en Nuevo México?

    La parte buena de todo el asunto era que Douglas parecía tan atónito como yo.

    —Nyla —dijo, con la voz algo temblorosa a causa de la ira que intentaba reprimir—, ¿qué diablos significa todo esto? Tus muchachos vienen, me sacan de la cama a empujones, no me dicen ni una palabra...
    —Cariñito —dijo ella alegremente—, cierra el pico —incluso a través de las gafas oscuras, él logró percibir lo suficiente de su expresión como para callarse inmediatamente—. Así está mejor —dijo ella y, por encima del hombro, añadió—: ¿Moe?
    — ¿Sí, señorita Christophe? —gruñó el hombre-mono.
    — ¿Sigue aquí el laboratorio móvil?
    —Está aparcado justo detrás de los bungalows, con todo preparado.

    Ella asintió con la cabeza. Se quitó el sombrero y las gafas y se instaló en el maltrecho sillón, el único del cuarto, extendiendo una mano sin mirar. Moe le entregó un cigarrillo y luego se lo encendió.

    — Es posible que los dos andéis metidos en el meollo de este asunto —dijo—. Tenemos que poner en claro ciertas cosas.
    — ¡Oh, muy bien, Nyla! —exclamó Douglas—. ¡Sabía que era simplemente algún tipo de error!

    Y yo me las arreglé para preguntarle lo que, me avergüenza confesarlo, se me había ido completamente de la cabeza durante los últimos días.

    — ¿Qué ha sucedido con mi prometida y los demás, señorita Christophe?
    —Depende, DeSota. Si las pruebas salen tal y como yo creo, los pondremos en libertad. — ¡Gracias al cielo! Esto... ¿de qué pruebas se trata?
    —Las que van a pasar ahora mismo —dijo—. Adelante, Moe —y abandonó la habitación en tanto que el otro gorila entraba con los brazos cargados de artefactos, seguido por un hombre vestido con una chaqueta blanca y los brazos igualmente llenos a rebosar.

    No pude evitar encogerme con cierto temor, pero resultó que no se trataba de otra paliza a cargo de Moe. Lo que tenían en mente fue más largo pero ni de lejos tan desagradable... bueno, tampoco es que fuera exactamente divertido. Me tomaron las huellas dactilares y luego las de los dedos de los pies. Midieron mis lóbulos y la distancia que separaba mis pupilas. Tomaron muestras de sangre, saliva y piel y luego me hicieron orinar en una botellita y llenar un recipiente de papel con el contenido de mí estómago. Todo eso fue bastante largo y lo único que lo hacía un poco menos ofensivo era que mi desagradable compañero de cautiverio (el misterioso Larry Douglas, mi compañero de conspiraciones en la cafetería Carson y mi posterior compañero de viaje a la residencia de Reagan en Dixon, Illinois) estaba haciendo lo mismo.

    Y le gustaba aún menos que a mí. Tampoco a Moe y al otro guardia les gustaba demasiado. Salieron de la habitación y se dedicaron a vigilar por la ventana mientras el técnico de laboratorio tomaba sus muestras y rellenaba sus gráficos, así que Douglas y yo pudimos hablar un poco. Lo primero que le pregunté fue algo que llevaba mucho tiempo meditando.

    — ¿Qué diablos es usted? ¿Una especie de agente clandestino de los federales?

    Puso cara de perro apaleado, pero incluso los perros apaleados saben gruñir.

    —Eso no le importa una mierda, DeSota —me respondió secamente. Observó cómo una jeringuilla aspiraba mi sangre mientras él se apretaba el punto de su brazo en el que el silencioso técnico del laboratorio había hecho lo mismo un instante antes.
    —Bien, entonces ¿qué diablos es usted? ¿El amiguito de Nyla Christophe, su chivato o su prisionero?
    —Sí —se limitó a responder. Luego se bajó los pantalones para que el técnico pudiera rebanarle una muestra del trasero—. Si yo fuera usted, DeSota —me dijo con aire tenebroso—, empezaría a preocuparme por mi propio pellejo y no por el de los demás. ¿Tiene alguna idea del lío en que se ha metido?

    Me reí en sus narices. Todos los dolores e incomodidades de mi cuerpo me decían claramente el lío en el que estaba metido.

    —De todos modos —recalqué—, ella ha dicho que podíamos salir bien librados, así que, ¿de qué debo preocuparme?

    Me contempló con una mezcla de piedad y desprecio.

    —Eso es lo que dijo, de acuerdo. ¿Pero le oyó decir en algún momento algo sobre soltarnos?

    Tuve que tragar saliva varias veces antes de poder contestarle.

    —Douglas, ¿de qué demonios está hablando? —se encogió de hombros y se dedicó a mirar al técnico. Me dejó así un rato, cociéndome en mi propio jugo, hasta que el técnico hubo tomado todas las muestras que deseaba y, harto de pincharnos y hacernos cosquillas, se largó. Ninguno de los dos guardias volvió a entrar, aunque podíamos verles, sentados en la barandilla, abanicándose mientras miraban hacia la carretera. Un expreso pasó como una flecha por la vía que corría junto a aquélla y un repentino aguijonazo de pérdida me hizo pensar en Greta—. ¿De qué está hablando? —repetí—. Dijo que probablemente nos dejaría ir...
    —A nosotros, no, DeSota. A «ellos», a los testigos que no saben nada. Usted es un animal de una especie totalmente distinta. Sabe muchas cosas.
    — ¿Sí? —me estrujé el cerebro y no saqué nada en claro—. ¡Santo Dios, pero si ni tan siquiera sé lo que quiere de mí!
    —El gran dato que conoce es que hay algo que conocer —dijo lúgubremente—, y ése es el dato principal. ¿Cómo se las arregló para estar en dos sitios a la vez?
    — ¿Cómo infiernos voy a saberlo? —chillé yo. —Pero sabe que así ocurrió —replicó él, implacable—. Y, por lo tanto, sabe que es posible. Por lo tanto, sabe que alguien, digamos que un criminal, podría hacer algo... digamos que cometer un crimen en cualquier lugar, y tener luego cien testigos de buena fe capaces de jurar que fue otra persona. ¡Jesús, chico! ¿Sabe lo que significaría eso para alguien como yo? Quiero decir, para alguien que necesitara esa coartada —añadió, rectificando rápidamente.
    — ¡Pero no sé cómo lo hicieron! —gimoteé.
    —Eso ya lo descubrí yo —contestó él amargamente—. Despierte de una vez, ¿quiere? ¿Acaso cree que Nyla va a dejarle marchar a su casa para que le diga a la gente que cosas así son posibles?

    Volví a sentarme, hecho polvo.

    Podía ver muy bien que todo aquello era lógico. Había muchas historias sobre campos del FBI atestados de gente que, para su desgracia, poseía información que no podía hacerse de dominio público. Si yo era uno de ellos...

    Si yo era uno de ellos, mi próxima parada no sería Chicago. Sería una cuadrilla de presos esposados uno a otro en los Everglades, encargada de cavar acequias y en constante lucha con los caimanes... o quizás cortar árboles en la interminable carretera de Alaska. O en otro sitio, en cualquiera. Quizás el lugar exacto fuese difícil de imaginar, pero estaba seguro de que, fuese donde fuera, iba a ser mi dirección permanente para el futuro, al menos hasta que llegara el momento en que mis secretos dejasen de serlo. *

    O hasta que muriera. Lo que ocurriera primero. Y estaba bastante seguro de que tras uno o dos años en los campos, no me importaría demasiado cuál de las dos cosas iba a ocurrir antes.


    Cuando el Sol estaba ya en lo más alto de su recorrido y la sombra del poste exterior había desaparecido, nos trajeron bocadillos de jamón y queso, envueltos en papel encerado, y un espantoso café tibio de una máquina automática, ambas cosas procedentes de la gasolinera que había delante de los bungalows. Me estaba muriendo de hambre, pero no los comí con demasiado placer. Los fui engullendo lentamente y cuando la puerta de la habitación se abrió de nuevo ya estaba dispuesto a entregar mi vaso vacío y mí bolita de papel.

    Sólo que no se trataba de Moe ni del otro guardia, ni habían abierto la puerta para eso. Bueno, sí, primero entró Moe pero se hizo en seguida a un lado y dejó entrar a Nyla Christophe con algo parecido a una sonrisa. En una de sus manos sin pulgares sostenía una botella de champán que apretaba contra su pecho.

    —Felicidades, muchachos —dijo—. Han aprobado. Son exactamente los mismos.

    Ni Douglas ni yo abrimos la boca. Ella hizo un pequeño mohín.

    —Venga, cariño —le dijo a Douglas con una breve risita... que no resultaba demasiado tranquilizadora—, ¿no comprendes que éste es mi modo de decir que lo siento? Copas —dijo en un tono de lo más distinto, y el segundo gorila estuvo a punto de caerse, tanta fue la prisa que se dio para entrar en la habitación con su bandeja, en la que había unos no muy hermosos vasos de hotel. Ella sacudió la cabeza y los dos guardias se fueron, después de lo cual le entregó la botella a Douglas—. Así se hace, dulzura —dijo, viendo cómo él, más pendiente de su rostro que de lo que hacía, empezaba a quitar el alambre y luchaba luego con el tapón—. Me alegra ver que no se te ha olvidado —había algo en sus expresiones alternativas de ternura (con cierta burla escondida) y preocupación (con algo de beligerancia soterrada) que me hizo sospechar: no todo estaba claro. Fueran cuales fuesen sus relaciones, no se limitaban a las normales entre un agente federal y un informador.

    El tapón salió con un leve pop.

    Douglas llenó los vasos. Nyla Christophe aceptó el primero, sosteniéndolo sin vacilar con sus cuatro dedos.

    — ¿Sabe de qué estoy hablando? —me preguntó reprimiendo un eructo. Pensé que esta botella de champán no era la primera que tomaba ese día. Negué con la cabeza—. Ya me lo imaginaba. Las pruebas salieron a la perfección. La misma sangre, los mismos huesos, las mismas huellas. Son idénticos... y mi informe va ya de camino al cuartel general, donde no voy a tardar mucho en presentarme. Por lo tanto, ¡bebamos a la salud de Nyla Christophe, quien quizás sea la siguiente jefa de todo el maldito FBI!

    Bebí su maldito champán. Lo bebí porque en esos momentos no sentía excesivos deseos de hacerla enfadar y en parte porque un tipo como yo no siempre tiene la ocasión de beber champán importado de Francia y, básicamente, porque no se me ocurría otra cosa que hacer. ¡Tal vez Douglas estuviera en lo cierto! Tal vez aquel asunto era lo bastante grande como para proporcionarle un gran ascenso a Nyla Christophe y acaso también tuviera razón en el resto de sus desagradables observaciones.

    Me pregunté qué haría Greta si desaparecía. ¿Me dejarían que la escribiera para decirle adiós, al menos?

    Las noticias que traía Nyla Christophe no eran buenas para mí, pero Douglas pensó que lo serían para él.

    — ¡Eso es soberbio, cariño! —dijo extasiado—. ¡Caray! Ahora podrás enseñarles lo que vales a esos tipejos de Washington. ¡Oye, tengo un montón de ideas para ti! Todo ese follón de establecer dos identificaciones idénticas... ¿has pensado en lo que podría suponer eso para el FBI? Me refiero, por ejemplo, a infiltrarse en organizaciones subversivas. Claro que no sé exactamente cómo funciona, pero...

    La inspectora Christophe le dejó seguir, con una sonrisa soñadora en el rostro y, mientras él continuaba hablando, se acercó hacia la cama y le pasó la mano por la espalda con un gesto afectuoso.

    —Encanto —le dijo cariñosamente—, estás como una cabra.

    Douglas tragó saliva.

    — ¿No... no quieres que vaya contigo? —logró tartamudear.
    — ¿Ir conmigo? Larry, cariño, de todas las gilipolleces del mundo ésa es la última que se me ocurriría cometer.

    A Douglas se le encendió el rostro.

    — ¡Entonces suéltame, maldita sea! ¡No hace falta que me hagas la rosca así! Ella fue ensanchando gradualmente su sonrisa. La verdad es que cuando quería podía resultar bastante atractiva. Incluso me pareció llegar a distinguir unos hoyuelos en la comisura de sus labios.
    —Larry —le dijo suavemente—, tal vez alguien pueda criticarme por hacer el amor sin sentirlo de verdad, pero tú, desde luego, no eres ese alguien.

    No tenía ni idea de a qué se refería, pero él obviamente sí. El rostro se le volvió gris.

    —No sabes ni una mierda de todo el asunto —le dijo ella—. Es mucho más grande de lo que puedas imaginar —me miró—. ¿Quieres saber qué está pasando? ¡Oh, chico, que si quería! No me hizo falta contestar. Ella ya sabía cuál sería mi respuesta, así que se limitó a continuar.
    —Empecemos desde el principio. Supongamos...

    Vaciló unos instantes. Luego se encogió de hombros y, torciendo el gesto, extendió hacia nosotros su mano derecha, abriendo bien los cuatro dedos que le quedaban enteros y poniendo así aún más de relieve el muñón del pulgar.

    —Supongamos que no me hubiera metido en líos con la ley cuando tenía diecisiete años. Supongamos que hubiera crecido de un modo normal. Mi vida hubiese sido muy distinta, ¿no? —Yo asentí, queriendo decir con ello que lo entendía pero que estaba demasiado confundido para emitir una opinión digna de ese nombre; Douglas se limitó a mantener su expresión lúgubre y dolorida—. Por lo tanto, hubiera podido existir una vida en la que yo creciera del modo en que lo hice... Tal como soy ahora, ¿de acuerdo? Y podría haber existido otra en la que yo me hubiera convertido en... oh, qué sé yo. En músico. Puede que en concertista de violín. No es que su expresión cambiara realmente, pero cierto brillo en sus ojos me sugirió que estaba esperando para ver si nos reíamos de esa idea. No me reí.
    —La verdad es que hubo un tiempo en que eso mismo me hubiera gustado —dijo—. Y lo bueno es que no puede decirse que una de esas posibilidades es real en tanto que la otra es meramente imaginaria. Ya no es posible. Porque ambas son reales. Puede que todas las posibilidades lo sean. Lo único que sucede es que vivimos en una y no podemos ver las otras.

    Me arriesgué a mirar de soslayo hacia Douglas. Estaba tan perdido como yo y bastante más asustado... probablemente, pensé, cada vez más desanimado, porque sabía más que yo acerca de lo que era muy posible que nos sucediera.

    —Al cuerno con eso —dijo ella de pronto—. Venga, os lo enseñaré. ¡Moe!

    La puerta se abrió al instante y el más grande de los dos gorilas apareció, llenando el umbral. Nyla pasó junto a él a toda prisa, indicándonos con un gesto que la siguiéramos. Afuera hacía un calor increíble. Andaba de modo algo vacilante... en parte por el sol, en parte por sus zapatos de tacón; principalmente, pensé yo, era efecto del champán o puro deleite ante su probable futuro. Nos precedió hacia otro bungalow ante el cual montaba guardia un hombre del FBI que no habíamos visto antes. Nyla Christophe hizo un gesto con la cabeza y él abrió la puerta. Ella miró hacia dentro y nos hizo una seña a Douglas y a mí.

    —Echad un vistazo —nos invitó—. Aquí tenéis dos buenas posibilidades.

    Seguía sin entender de qué hablaba, pero de todos modos obedecía. En la habitación había dos hombres. Uno estaba de pie en el rincón y se estaba poniendo crema con grandes precauciones: sufría una de las peores insolaciones que jamás he visto. Estaba rojo como una langosta desde las muñecas hasta el cuello. Al taparse el rostro con las manos no pude verle demasiado bien.

    El otro estaba más cerca y no se movía. Se había tendido de espaldas en una de las camas y tenía los ojos cerrados. Roncaba. Parecía haber pasado un rato bastante malo y no me refiero simplemente a los malos tratos de rutina que uno espera pasar cuando es prisionero del FBI. Quiero decir que parecía estar medio muerto. Y también parecía...

    — ¡Douglas! —chillé—. ¡Es usted!

    Douglas no dijo una palabra. Se había quedado aún más sorprendido que yo. Tenía la boca abierta y los ojos a punto de saltarle de las órbitas. Pude ver fácilmente que intentaba preguntar algo, así que lo pregunté yo por él.

    — ¿Qué le ocurre? —dije.

    Nyla Christophe se encogió de hombros.

    —Se pondrá bien. Demasiado sol, deshidratación, y además le mordió una serpiente de cascabel. Pero ya le han administrado el antídoto y el doctor dice que mañana estará como nuevo. Aunque al otro no lo ha mirado muy bien, ¿verdad?

    Lo hice. Y él se volvió a mirarme también. Y el rostro estaba quemado por el sol y algo hinchado, aparte de que su expresión no era lo que se dice alegre, pero yo conocía muy bien esos rasgos.

    — ¡Dios mío, tiene que ser el tipo de Daleylab!
    —Casi acierta —dijo alegremente Nyla Christophe—, pero él insiste en que no lo es. Dice montones de cosas, DeSota, cosas que no se creería usted; no ha dejado de parlotear desde el momento en que los del tren les recogieron a los dos en el desierto la noche anterior. Dice que todas esas posibilidades son efectivamente reales y que hay muchos más como él... en una u otra de esas posibilidades. Pero se le ha pasado por alto lo más importante, DeSota. Lo que no para de repetir y lo que todas y cada una de las pruebas dicen... es que él es usted.


    A aquella hora de la noche el enorme estacionamiento subterráneo estaba totalmente desierto y mientras intentaba recordar dónde había dejado su coche, el abogado deseó no haberse quedado trabajando hasta tan tarde. ¡Cuando hacía falta no había nunca modo de encontrar un policía! Ahora tenía la impresión de que necesitaba uno... dos violaciones, un asesinato y sólo Dios sabía cuántos atracos en el estacionamiento durante los últimos meses. Al doblar una esquina vio a dos hombres de uniforme que estaban patrullando el lugar con sus rifles automáticos al hombro. «Buenas noches», les dijo, sintiéndose mejor de inmediato... hasta que se dio cuenta de que sus uniformes eran de un color entre gris y verdosos y de que sus gorras de camuflaje no se parecían en nada a las gorras a cuadros blancos y negros del cuerpo policial de Chicago. Aún peor, cuando le interpelaron reconoció su idioma. ¡Ruso! Se dio la vuelta instintivamente y echó a correr, sintiendo ya un cosquilleo entre los omóplatos. Oyó una ráfaga de disparos, pero ninguna bala le alcanzó. Y cuando, después de meterse en un callejón sin salida, se volvió para enfrentarse a ellos, sollozando, se encontró con que habían desaparecido.


    26 de agosto de 1983
    7.40 P.M. Senador Dominic DeSota


    Me había pasado la tarde contemplando con anhelo desde la ventana la diminuta piscina que había en el patio, sudando a mares y con el constante tormento de mi piel quemada por el sol. No era sólo la insolación o el calor lo que me atormentaba. En algún lugar no muy lejano, pero irremediablemente separado de mí por lo que separa una línea temporal de otra, sea eso lo que sea, mi país estaba empezando a ser invadido y alguien que tenía mi cara había salido por la televisión dándoles ayuda y ánimos a los invasores. No podía recordar ni un solo caso en la historia de los Estados Unidos, desde la guerra de secesión, en el que un senador electo hubiera hecho algo semejante. ¿Qué pensarían de mí todos mis colegas?

    ¿Qué pensaría de mí Nyla Bowquist?

    La verdad es que ni siquiera yo mismo sabía qué pensar ya sobre mí. Las últimas cuarenta y ocho horas habían sido las peores de mi vida. Descubrir que la Gatera era real y que existía un número infinito de mundos iguales al mío, muchos de ellos con un Dominic DeSota indistinguible de mi propia persona por cualquier tipo de prueba o examen, ya había sido una considerable sorpresa. Uno de ellos me había hecho su prisionero. Había dejado inconsciente de un golpe a una mujer que era exactamente igual a la mujer que yo amaba y luego había sido capturado por otra copia de esa mujer, no exactamente igual a causa de sus manos mutiladas. Había secuestrado a un hombre. Había sufrido el espectáculo de ver cómo mi país invadía a mi país. Y además había padecido una espantosa insolación andando por el desierto sin comida ni agua... y me dolía.

    Fuera por una cosa o por otra, me dolía todo... y ni tan siquiera pensaban dejarme salir un momento a la piscina para refrescarme.

    No es que eso estuviera exactamente prohibido. Sencillamente, era algo que no podía permitir nadie salvo esa otra Nyla; y había salido para ocuparse de algún asunto particular. El lavabo del rincón no era un sustituto adecuado. Cada media hora más o menos me tiraba agua sobre la piel y durante los quince minutos siguientes, con todo el cuidado del mundo, me dedicaba a rebozarme con esa crema para quemaduras solares, más bien inútil, que me habían proporcionado. Eso me mantenía ocupado, pero no me servía de mucho.

    Tampoco me ayudaba demasiado la presencia de mi involuntario compañero de viaje, el doctor Lawrence Douglas. La mayor parte de ese largo día lo había pasado tendido e inmóvil en la cama. Lo entendía, claro. Había pasado casi por el mismo calvario que yo: idéntica insolación, las mismas horas interminables de sed y calor, el mismo vagabundeo por el desierto. Y por cosas aún peores: no sólo se las había apañado para que le mordiera una serpiente y tuvieran que inyectarle un veneno, casi peor que la propia mordedura, sino que además le habían llenado hasta las cejas de algo parecido al pentotal, para que Nyla Sin-Pulgares pudiera interrogarle. Yo no había estado ahí para compartir su experiencia, pero cuando volvieron a traerle a nuestra habitación, de nuevo inconsciente, había unos cuantos moretones en su piel quemada.

    No intenté despertarle.

    No me hizo falta. Cuando me aparté del lavabo me encontré de pronto con sus ojos clavados en mí. Los cerró de inmediato, pero no a tiempo.

    —Oh, Douglas, demonios —dije con voz cansada—, si quiere dormir, duerma; si quiere despertarse, despiértese, pero, ¿de qué sirve fingir?

    Durante un minuto más mantuvo los ojos tozudamente cerrados, pero no podía estar así siempre. Se levantó a duras penas de la cama, buscó con la mirada un retrete inexistente y luego, sin decir palabra, orinó en el lavabo.

    — ¡Por lo menos deje correr el agua, maldición! —le solté cuando terminó. Yo lo había hecho. No se volvió a mirarme, pero abrió los dos grifos, removió un poco el agua y luego bebió igual que un perrito, lamiendo el agua que recogía con la mano, todo ello sin decir ni una palabra.
    —Si se moja el pelo le irá bien. Tengo también un poco de crema para las quemaduras solares.

    Se irguió lentamente y luego volvió a inclinarse sobre el lavabo para hacer lo que yo le había sugerido Por encima de su hombro me llegó un confuso murmullo que podría haber sido un «gracias». Decidí tomarlo como tal y cuando se volvió para buscar la crema me las arreglé para sonreírle.

    No me devolvió la sonrisa. Aun teniendo en cuenta las circunstancias, jamás había visto a un hombre tan rencoroso, deprimido y falto de esperanzas. Naturalmente, no es que yo estuviera de muy buen humor. Aparte de todo lo sucedido, mi intuición me sugería una serie de cosas que no me gustaban ni pizca. Aunque nunca había logrado pescar al guardia mirando por la ventana, tenía la sensación de estar bajo constante vigilancia. Y además presentía otra cosa que aún me gustaba menos.

    —Mire —le dije—, ponerse así no sirve de nada.

    Hizo una pausa, dejando de untarse crema en el rostro, rojo como un tomate, y me miró con amargura.

    —Entonces, ¿cómo sugiere usted que me ponga?
    —Bueno, para empezar podría satisfacer mi curiosidad sobre unas cuantas cosas en las que he estado pensando. Cuando estaba usted en el andamio trabajando en el portal y luego cruzó conmigo...

    El lanzó una risita desagradable que sonó más bien como un ladrido.

    —Cuando me obligó usted a cruzar encañonándome con su arma —me corrigió.
    —Vale, de acuerdo. Cuando nos encontramos a unos tres metros de altura sobre el suelo en el otro lado, porque usted no me dijo que habría un desnivel —concreté, sólo para hacerle sentir también un poquito culpable—. Bueno, yo pensé que volveríamos a mi propio tiempo. Luego, mientras usted dormía, pensé un poco en ello.
    —DeSota, si pretende llegar a alguna cuestión concreta, ¿quiere hacer el favor de darse prisa? —gimió él.
    —La cuestión concreta es... ¿qué es lo que estaba haciendo?
    —Intentaba huir —me respondió lacónicamente.
    — ¿Huir de aquí? Pero éste no es su tiempo, ¿verdad?
    — ¿Esta ratonera primitiva? —gruñó—. ¡No!—Entonces...
    —Entonces, ¿por qué no intenté volver a mi propio tiempo? ¡Porque no lo tengo, DeSota! ¡Ya no! En estos momentos sólo deseo una cosa, salir.

    Volvió a dejarse caer sobre la cama. —Pero, escúcheme... —empecé a decirle, intentando razonar con él. Lo único que hizo fue menear la cabeza.

    —Olvídelo —me contestó.

    Y eso hice, aunque no por lo que él me había dicho, sino porque un coche apareció a toda velocidad por el camino, deteniéndose luego fuera de mi vista. Alargué el cuello para intentar ver qué sucedía. No hubo suerte. Oí el ruido de las portezuelas y voces lejanas: una de hombre, bastante grave, y otra de mujer, más aguda y aparentemente alegre. Conocía muy bien esa voz. Un instante después, Nyla apareció caminando hacia la piscina, desvistiéndose por el camino. No miró ni un momento hacia nuestra ventana. Llegó hasta el borde de la piscina, probó el agua con el pie, se quitó hasta la última pieza de ropa interior y se lanzó limpiamente al agua con sus manos sin pulgares levantadas por encima de la cabeza.

    Y ese otro cosquilleo o presentimiento o qué sé yo al que no había querido dar nombre antes volvió a mí como un relámpago, llenando de anhelo mis nervios.


    Aunque Nyla Sin-Pulgares no nos miró, nosotros sí lo hicimos. Distinguí a uno de los guardias, medio oculto por el pilar del porche de la oficina del motel, sin dejar que a sus ojos se les escapara ni un centímetro de aquel bello cuerpo que tan familiar me era. Incluso Douglas abandonó la cama para reunirse conmigo ante la ventana. —Esa puta es realmente atractiva —murmuró.

    Hubiera podido matarle por eso.

    Naturalmente, sentir algo así era una pura locura. Me lo dije a mí mismo, pero no podía evitarlo. Porque durante bastante tiempo, lo que había estado llenando los recovecos de mi cerebro, todas aquellas zonas que no deseaba explorar, era Nyla. Cada Nyla. Todas las Nylas. Nyla Bowquist, mi virtuosa del violín y mi único amor; Nyla Sambok, la paracaidista; Nyla Sin-Pulgares. Nyla Christophe, que estaba... bueno, que obviamente no estaba casada (¿quién habría podido casarse con ella?), la fanática defensora del orden, la que podía dar órdenes a los gorilas y mandar sobre las porras de goma y las prisiones secretas.

    Y todas eran la misma. No me hacían falta análisis de orina o huellas dactilares para saberlo. Lo sentía en mi ingle, con una intensidad que no había vuelto a notar desde mis catorce años de edad, cuando miraba por una grieta del tablero que daba al vestuario de las niñas.

    Había tantas incongruencias, que ni tan siquiera tenía idea de por dónde empezar a buscar algo que pudiera hacerlas manejables. La primera, la sargento... bueno, como susto para mi sistema nervioso fue bastante considerable. Pero al menos después de mi primera reacción de estupor pude entenderla. Si no daba conciertos de violín al menos era profesora de música; si no era civil, al menos había sido meramente reclutada por el ejército. Si Dios hubiera cambiado algunas de sus acciones años ha, mi propia y amada Nyla hubiese podido acabar así.

    ¡Pero ésta!

    Aquella mujer sin pulgares... sin ninguna clase de buenos sentimientos, sin capacidad de amar... ¡pero, sobre todo, sin pulgares! No podía reconocer en ella ni la menor fracción de mi amada Nyla.

    Pero sí podía reconocer su cuerpo. El mío lo había reconocido de inmediato.

    Casi logré entender a qué se debía aquella tremenda excitación porque había oído hablar de cosas así... bueno, no exactamente así, pero sí parecidas. Uno de mis viejos compañeros de copas y de política me contó algo una vez, durante una de esas sesiones con cerveza a las cuatro de la madrugada, cuando estás harto de hacer discursos y estrechar manos y todo el resto de la gente ha conseguido largarse a sus casas. Dijo que había sorprendido a su mujer con otro hombre. Cuando no le quedó la menor duda al respecto sintió furia y dolor... y algo más. Se puso increíblemente cachondo. Mientras se peleaba con ella, haciéndole una escena tras otra y abrumándola a insultos, la idea que dominaba su mente era hacerle el amor, con la mayor frecuencia e intensidad posibles. Quería apoderarse de aquella extraña tan familiar, aquel amor hostil, aquella persona a la que repentinamente había descubierto como una total desconocida, cuando creía conocerla de modo tan íntimo y total... y quería llevársela a la cama porque la anhelante quemazón de su entrepierna superaba en intensidad a todos sus demás sentimientos.

    Mientras miraba por la ventana sentí un enorme deseo por Nyla. Por cualquiera de ellas.

    ¿Grotesco? ¡Naturalmente! Sabía muy bien lo grotesco que era. Y sin embargo no lograba dejar de pensar en ello... ¿Cómo sería hacerlo sin pulgares? ¿De qué modo afectaría eso a nuestra forma de hacer el amor? Por ejemplo, Nyla solía pellizcar traviesamente mis inútiles y diminutos pezones, en tanto que yo hacía lo mismo con los suyos, y más de una vez nos habíamos reído de lo diferentes que eran y de lo imposible que nos sería siempre llegar a saber si había la menor relación de parentesco entre el leve cosquilleo que yo sentía entonces y lo que sentía ella. Pero sin pulgares no podría hacerlo (al menos, no exactamente igual...) ¿cómo sería entonces, todo, realmente?

    No puedo llegar a expresar con palabras las ganas que tenía de saberlo.

    ¡Spang! El más grande de los dos guardias, Moe, me había pillado mirando. Golpeó la rejilla de la ventana con la palma de la mano y yo retrocedí rápidamente con los ojos llenos de partículas de óxido.

    —Lleno de esperanzas, ¿verdad? —se burló—. ¡Pues olvídalas! No está hecha para pájaros de celda como tú, aunque os esté tratando mejor de lo que merecéis —desapareció de mi campo visual y le oí abrir la puerta—. Sólo Dios sabe por qué os cree merecedores de eso —dijo, indicándonos con un gesto que saliéramos—, pero ha traído algo de comida. Y dice que podéis comer en el bungalow del dueño: tiene aire acondicionado.


    Era comida mexicana, servida en recipientes de cartón y ya tirando a fría... bueno, no es que nada pudiera llegar a enfriarse realmente en aquella parte de Nuevo México, pero no estaría a mayor temperatura que la del ambiente. Y, como se nos había prometido, la habitación era refrigerada hasta ser meramente incómoda, no inaguantable como nuestro encierro, por un jadeante y estruendoso aparato situado en la ventana de la sala. Pero el aparato no bastaba. Nuestros dobles estaban ahí también junto con Moe y nuestro calor corporal bastaba para hacer la temperatura nuevamente sofocante. Me senté junto al otro DeSota y nos miramos mutuamente.

    —Hola, Dom —dije, no muy seguro de cómo empezar. El pareció sorprendido.
    —Suelen llamarme Nicky —dijo—. Oiga, ¿usted la ha visto en la piscina? ¡Y pensar que a mí me arrestaron por bañarme sin la pieza superior! —abrí la boca para preguntarle a qué se refería, pero una vez que habíamos empezado no parecía dispuesto a callarse—. ¿Realmente es senador de los Estados Unidos?
    —Cierto, desde 1978. Por Illinois.
    —Nunca había hablado antes con mi senador —dijo sonriendo—. Especialmente siendo yo él. ¿Cómo debería llamarle?
    —Dadas las circunstancias, con Dom bastará. ¿Y a usted... a ti, Nicky? Es gracioso... bueno, no sé por qué. Ni siquiera cuando era niño me llamaron Nicky... ni mi madre.
    —La mía tampoco me llamaba así, pero cuando estaba preparándome para mi trabajo el consejero me sugirió que lo cambiara. Dijo que «Dominic» podía sonarle a la gente como muy parecido a «dominador», y eso a los clientes no les gustaría. Me dedico al negocio hipotecario. —Vaciló unos segundos con la boca llena de judías resecas. — Esto... Dom, ¿cómo llegaste a senador?

    Con eso quería decir, naturalmente, «cuando yo soy un don Nadie». Pero, ¿cómo se puede responder a una pregunta semejante? No podía decirle, por ejemplo, «Porque yo soy un ganador nato y tú un desgraciado». Eso sería imperdonable y, lo que es aún peor, sería falso dado que éramos la misma persona. ¿Qué había ocurrido en su mundo para convertir a mi delicada intérprete de violín en una implacable cazadora de hombres y a mí en un inocentón de ojos eternamente abiertos por el asombro?

    No tuve oportunidad de llegar a descubrirlo. Moe entró en la habitación con un gran paquete que parecía pesar bastante y detrás de él iba Nyla Christophe. Se había vestido de nuevo y ahora llevaba una falda y una blusa de manga larga, de recatado aspecto, aunque por el modo en que se ajustaban a su cuerpo no estuve muy seguro de que llevara algo debajo de ellas.

    — ¿Les gustó la comida? —preguntó alegremente—. Bueno, ahora tendrán que cantar para ganarse la cena. Fui a la oficina de Albuquerque para hablar con Washington por un teléfono protegido y todo anda tal como yo pensaba. ¡Esta noche todos recibiremos órdenes!

    Le hizo una seña a Moe y éste dejó el paquete en el suelo y empezó a sacar cosas. Primero sacó un gran aparato con dos platos giratorios y lo conectó a un enchufe de la pared; luego vinieron dos rollos enormes de cable magnético junto con un micrófono tan grande como mi puño, provisto de un largo cable.

    El otro Larry Douglas, el que no había cruzado conmigo el portal, puso cara de preocupación.

    — ¿Nyla? ¿De qué clase de órdenes estás hablando? —le preguntó. Ella sonrió y levantó el índice, apuntando hacia el cielo—. ¿De Washington? —graznó él, cambiando de voz por la repentina tensión—. Pero Nyla, oye, no tengo ni zorra idea de todo esto pero...
    —Pues ahora ya lo sabes, amor —dijo ella tiernamente—. ¿Moe? ¿Listo para grabar?
    —Listo, jefa —respondió él, después de haber colocado bien las cintas. Conectó un interruptor y tras el enrejado metálico que había en la parte delantera del aparato vi tubos de vacío que empezaban a brillar.—Bien, esto es lo que vamos a hacer —dijo la mujer que llevaba en ese tiempo el anhelado cuerpo que yo tanto amaba—; vamos a tomar otra vez todas las declaraciones de antes. No hace falta que me den voluntariamente más información que antes —dijo con una mirada sombría dirigida a Douglas—. Sólo hay que responder a mis preguntas. El director no quiere oír nada sobre lo que hacían en Chicago ni si les ha gustado el tratamiento recibido. Sólo lo esencial; ¡necesito tener todo esto listo y bien envuelto antes de que subamos al avión!


    Considerando todas las preguntas que se me habían hecho y las circunstancias de todo lo que debíamos contar, no vi modo alguno de que la serie de entrevistas terminara antes del amanecer. Me equivocaba. Nyla Christophe sabía exactamente lo que deseaba tener grabado y preguntaba sólo aquello que quería saber. El primero fue Nicky DeSota. Se le preguntó su nombre, su dirección y algo llamado su Número de Registro Civil. Después de eso sólo hubo dos preguntas más:

    — ¿Ha estado alguna vez dentro de Daleylab?
    —No.
    — ¿Había visto alguna vez al hombre aquí presente, que se le parece y dice ser el senador Dominic DeSota, antes del día de hoy?
    —No.

    Nyla le despachó con un gesto de la cabeza y el Larry Douglas local ocupó su lugar. Su interrogatorio no fue más complicado. Se trataba de las mismas preguntas, excepto que el hombre aquí presente que se le parecía era «el doctor Lawrence Douglas». Dio las mismas respuestas y me tocó a mí subir al escenario.

    Lo mío fue más largo. —Empiece a contar cómo se le informó de que alguien parecido a usted había sido capturado en una instalación militar secreta de Nuevo México, y luego el resto de su historia —me ordenó. Ella se limitó a escuchar, impulsándome de vez en cuando con preguntas del tipo qué-sucedió-luego y nada más, excepto que cuando llegué al yo-mayor (al menos, ése era el cargo que había pregonado) que me había hecho prisionero, me interrumpió—. ¿Era ese hombre el mismo que supuestamente desapareció estando bajo vigilancia? ¿No? ¿O el mismo aquí presente? ¿No? Entonces, ¿diría usted que al menos existen cuatro personas idénticas a usted? ¿Sí? Continúe.

    Y eso hice, sin callarme ni tan siquiera el momento en que dejé inconsciente a la otra Nyla... pero no mencioné el beso y, sobre todo, no mencioné que fuera una Nyla. «La sargento Sambok» era más que suficiente como descripción y no se me pidió otra más completa.

    —... Entonces aterrizamos en la arena y no había nada a la vista, salvo el desierto. No había nadie. Hacía un calor sofocante. Teníamos que resguardarnos tan pronto como pudiéramos... o al menos eso creíamos. Nos dirigimos hacia el sureste guiándonos como podíamos por el Sol, Luego Douglas dijo que había oído algo sobre cactus llenos de agua y trató de arrancar uno de la arena y debajo había una serpiente —vacilé un segundo, preguntándome cuántos detalles deseaba oír realmente. Yo había oído el sonido de la cascabel antes de ver cómo Douglas retrocedía de un salto y la serpiente se desprendía de su manga. No era muy grande y la tela del uniforme era gruesa, así que no le inoculó mucho veneno. Lo gracioso es que él no había abierto la boca: lo único que había hecho era poner la mayor cara de asombro que yo hubiera visto jamás—. Para entonces habíamos llegado a una línea de ferrocarril. Nos quedamos ahí hasta que los del tren nos vieran pasar.
    —Muy bien —dijo Nyla Sin-Pulgares, haciéndole una seña al gorila.

    Este apagó el aparato y empezó la trabajosa faena de cambiar las cintas. Si a Nyla le faltaban los pulgares, a él parecían sobrarle, pero ella se mostró paciente. Se había olvidado completamente de mí y ahora concentraba toda su atención en mi involuntario compañero de viaje, que parecía algo inquieto. Era fácil entender la razón, pues había algo en la mirada de aquellos ojos constantemente fijos en él que no pude identificar del todo. Le miraba casi de un modo... seductor (pero, ¿cómo era posible eso?) y, al mismo tiempo, con un inequívoco matiz de amenaza. Le dirigió una sonrisa cálida y dulce, para empezar.

    —Cariño... el siguiente eres tú —le dijo.


    Si los primeros tres interrogatorios habían llenado sólo una cinta, parecía que el del doctor Lawrence Douglas iba a llenar la media docena que le quedaban a Moe. Las preguntas de Nyla eran abundantes e iban siempre al grano; de vez en cuando consultaba un cuaderno para asegurarse de que no se le olvidaba nada.

    Para empezar, él nos dio una sorpresa.

    —En primer lugar —dijo, mirándome con bastante repulsión—, la línea temporal de la que fui secuestrado es el Paratiempo Gamma. No es mi línea original, pero...
    —Un momento, cariño. ¿Qué es eso de «Gamma»?
    —La llamamos así —dijo él con voz cansada— porque hay que identificarlas de alguna manera. La mía es Alfa. Esta es Tau. La del senador es Epsilon (la que están invadiendo) y aquella en la que me encontraba, laque está realizando la invasión, es el Paratiempo Gamma.
    —Siga.
    —El Paratiempo Gamma no inventó el portal. Lo inventamos en Alfa.
    — ¿Quiénes, cariño? ¿Tú?
    —Las cosas tan complicadas como el portal no las inventa nunca una sola persona... es como preguntar quién inventó la bomba atómica. Yo formaba parte del equipo, pero en aquellos tiempos apenas acababa de conseguir el doctorado. Los que realizaron los avances teóricos fundamentales fueron Hawkings y Gribbin en Inglaterra y el doctor DeSota en los Estados Unidos. ¿Le ha quedado claro?

    No es que lo dijera con intención sarcástica: sencillamente, quería asegurarse de que le entendían, pero Moe, de pie en su rincón, lanzó una especie de gruñido gutural. Nyla meneó la cabeza sin mirar al gorila.

    —Sigue —dijo ella, y esta vez no añadió ningún «cariño».
    —Al principio lo único que podíamos hacer era mirar —dijo él obedientemente—. Eso quiere decir que podíamos observar a través de la barrera. Podíamos detectar la radiación y después de cierto tiempo empezamos a obtener una visibilidad realmente buena. Pero no en todos los paratiempos: algunos son accesibles y otros no. El doctor DeSota dice que ello se debe a los efectos de resonancia... con la mayor parte de las líneas estamos «fuera de onda». Claro que existe un número infinito de líneas y cuando yo... esto... cuando me fui, había unas doscientas cincuenta que podían ser observadas, pero en la mayor parte de ellas sólo podíamos detectar una especie de manchón borroso. ¿Es eso lo que desea saber?—Lo que deseamos saber, cariñito —dijo Nyla—, es simplemente todo. Si lo único que podíais hacer era mirar, entonces, ¿qué haces aquí?
    —No, no —dijo él pacientemente—, eso era sólo al empezar, cuando yo me uní al proyecto, a principios de agosto de 1980. En octubre ya éramos capaces de enviar objetos, aunque sin poder recobrarlos. Y en enero de 1981 enviamos a una persona. Fui yo —y luego, como a regañadientes, añadió—: me presenté voluntario.
    — ¿Y cómo se hace eso? —le preguntó Nyla.

    El le contestó con paciencia, aunque se veía fácilmente que se le estaban agotando las reservas. —Ni una sola persona de las que hay en esta habitación podría entender una palabra de ello si yo lo explicase.

    Nyla estaba haciendo milagros en lo tocante a su autodominio, pero si yo hubiera estado en el lugar de Douglas-Alfa me habría andado con muchísimo cuidado.

    —Prueba —le dijo ella secamente.

    A Douglas no debió gustarle la expresión de su rostro, porque tragó saliva apresuradamente y siguió hablando.

    —No quiero decir que no puedan entenderlo porque sean tontos, claro. Quiero decir que sólo hay dos modos de describirlo. Uno es con las palabras que tuvimos que ir acuñando a medida que avanzábamos: el portal general al funcionar un flujo de cronones de punta verde que heterodina contra el flujo natural de cronones de punta roja. ¿Ve a qué me refiero? Es un galimatías, ¿no? Y el otro es matemático y, por favor, se necesita saber como mínimo mecánica cuántica a un nivel básico para tener esperanzas de entenderlo. Vi lo que intentaba decir. Nyla también, pero se limitó a pedirle que fuera citando fechas. El se encogió de hombros.
    —La tesis doctoral redactada por DeSota fue, según creo yo, la primera prueba rigurosa de que existían los efectos cuánticos del tipo que Schroedinger había avanzado como hipótesis. Eso fue hacia 1977 y me impulsó a conseguir el doctorado. Luego él y Elbert Gillespie detectaron la existencia de los cronones en 1979 y desarrollaron el observador unos meses después. Entonces, tal y como he dicho, acabé cruzando hasta Gamma.

    Se calló y esperó a que Nyla le dijera algo. Nyla estaba pensando.

    —Así que desertaste —dijo.
    —Les ayudé —la corrigió él—. No tenía otra opción, ¿verdad?
    —Y podrías ayudarnos a nosotros —dijo ella sonriente, otra vez todo sexo, mieles y luz de sol.
    — ¡Eh, un minuto! —protestó él—. Yo... Quizás pudiera intentarlo pero... ¡Bueno, fíjese en esa grabadora! Si eso es lo mejor que tienen, es que ni siquiera poseen aún la tecnología necesaria para tratar con los transistores... ¡para construir algo hacen falta cimientos, caramba!
    — ¿Qué te parecería construir sobre los cimientos de todos los recursos del gobierno de los Estados Unidos? —dijo ella con voz melosa. Y cuando le vio fruncir el ceño, añadió—: Lo hiciste para los... ¿cómo les llamas? ¿La gente de Gamma?
    —Pero me amenazaron, me dijeron que me golpearían hasta que...

    Se detuvo en seco y se quedó mirándola.

    Nyla sonrió y esperó unos instantes para que él se diera cuenta de cómo estaban las cosas. Luego hizo algo que yo jamás había esperado de ella. Se levantó, aún sonriendo, se acercó hasta él y, sentándose en el brazo de su silla, le puso la mano en el hombro acunándole la cabeza en el pecho. Si antes había sospechado que no llevaba nada bajo la blusa, ahora estaba más que seguro. Empezó a juguetear con la oreja de Douglas.

    —No te amenazamos —le dijo con voz sedosa. Otra pausa, en tanto que Douglas examinaba la habitación con ojos de animal atrapado al que acaban de enseñar un cebo—. Por otro lado —prosiguió ella, con voz aún más suave y ronca—, sabemos recompensar. Oh, sí cariño, sabemos hacerlo muy bien. Yo misma te recompensaría de cualquier modo que estuviera a mi alcance.

    Me pareció oler el torrente de feromonas que salía de su cuerpo.

    Y al Larry Douglas local se lo pareció también. —Puta —susurró, tan bajito que apenas le oí, aunque estaba sentado junto a mí en la cama—. ¿Sabe lo que está haciendo? La vieja Nyla es ambiciosa, vaya si lo es... Va a utilizarle para salir del FBI y abrirse paso hasta la cumbre. Y una vez haya metido a ese pobre hijo de perra en su cama hará todo lo que ella quiera... ¡créame, lo sé!

    Se calló al ver que Moe nos estaba mirando.

    Pero no se había callado a tiempo. Tragué saliva y sentí en mi gaznate un repentino sabor amargo: estaba furioso. ¡Qué locura! ¡Sentía celos! Estaba celoso de esa pequeña rata sentada a mi lado, tan celoso que apenas si podía contenerme para no emprenderla a golpes con él, ¿y todo por qué? ¡Porque se había tirado a esa otra Nyla!

    Una locura. Peor que una locura, lo sabía. Pero no me importaba. Si hubiera podido pulsar un botón y con ello exterminar a aquel bastardo, lo habría hecho en un segundo, sin pensarlo. Y no sólo a él. También a aquel otro a quien Nyla le estaba hablando al oído... ¡especialmente a él! Y no me hubiera detenido ahí, qué va: estaba dispuesto a extender mi hostilidad hasta que abarcara a todos los Larry Douglas, incluyendo a los que se parecieran a ellos, como mi viejo conocido y compañero de juergas, Su Excelencia el Embajador Soviético, el Honorable Lavrenti Yosifovitch Djugashvili.

    Siempre me ha asombrado el grado de locura del que es capaz una persona cuerda.

    Estaba tan lleno de rabia y celos que apenas me di cuenta de que Nyla había vuelto a erguirse con el ceño fruncido. Miró hacia la ventana.

    — ¡Moe! —ordenó—, ¡cierra esas malditas persianas! ¡No quiero que todo el mundo ande metiendo sus narices aquí!
    —Jefa —protestó él—, si no hay nadie mirando...
    — ¡Ciérralas! —y se volvió de nuevo, toda sonrisas, hacia aquel hombre que, obviamente, estaba respondiendo con gran entusiasmo a lo que ella le había susurrado, fuera eso lo que fuese.

    Y yo me estaba abrasando.

    Era como una obsesión: quería poseer a aquella mujer allí mismo y estaba dispuesto a matar a quien se me pusiera por delante, fuera quien fuere. De hecho le estaba prestando tan poca atención a todo lo que no fuera ella que apenas me enteré del levísimo thwick que pareció salir de la nada y cuando Moe se apartó de la ventana, tropezó y se derrumbó de bruces, cayendo estruendosamente sobre el grabador, apenas lo registré en mi mente consciente. No volví del todo a la realidad hasta que la propia Nyla se incorporó de un salto, con el rostro lleno repentinamente de ira y estupor, abriendo la boca para lanzar un grito...

    Otro thwick.

    Nyla se derrumbó también como una cierva alcanzada de un tiro en la cabeza. Pude ver un diminuto dardo emplumado que brillaba, entre la delgada tela que cubría su hombro.

    Todos nos miramos asombrados. Y entonces todas mis preguntas hallaron respuesta de golpe: una leve ráfaga de aire a presión, como la de una puerta que se cierra herméticamente en una habitación muy pequeña, y ante mí, sonriente, apareció el rostro de uno de mis dobles, el que llevaba el mono de forma extraña.

    —Otra vez, hola —dijo haciéndome un gesto con la cabeza—. Venga, échenme una mano; debemos sacarla de en medio.

    Los Douglas eran más rápidos que yo en lo tocante a obedecer; se levantaron de un salto, con los rostros aún aturdidos, y sacaron a Nyla, inconsciente, de donde había caído. Justo a tiempo: otra rápida y silenciosa ráfaga de aire comprimido y un gran objeto cilíndrico de metal se materializó en el suelo.

    —Silencio, por favor —ordenó el nuevo Dominic. Abrió un panel en el costado del cilindro, removió algo que había en su interior y luego miró hacia arriba, esperando.

    Un tembloroso óvalo negro empezó a formarse ante nosotros.

    —Parece que va bien —dijo encogiéndose de hombros. Sonreía. Me encontré devolviéndole la sonrisa: fuera quien fuese y representara lo que representase, probablemente no sería nada peor que lo que ya teníamos. Examinó la habitación y dijo—: será mejor que no perdamos el tiempo, aunque pienso que deberíamos llevarnos a este par. Pasemos primero a la mujer.

    Para entonces yo funcionaba ya lo bastante bien como para ayudar, aunque entre cuatro no supuso un gran esfuerzo levantar a Nyla, aún inconsciente, y meterla en el óvalo negro. De todos modos la experiencia fue bastante fantasmagórica: no sólo verla desaparecer, centímetro a centímetro, sino sentir cómo unas manos invisibles la recogían al otro lado y tiraban de ella hasta hacerla pasar por completo.

    El gorila fue más difícil pero después de todo éramos cuatro, sin contar con la ayuda del otro lado.

    —Ahora todos los demás —ordenó el Dominic-al-Mando. Le obedecimos: primero Dominic el infeliz, con expresión dubitativa; luego Douglas el rata, con cara de resentimiento y después Douglas, el que había sido mordido por la serpiente, con aire temeroso... al igual que yo, que fui el último.

    Emergimos en una noche cálida y oscura, iluminada por algunos focos. Me encontré en una tosca plataforma de madera, con dos hombres vestidos de civil que me cogían por los brazos.

    —Siga, por favor —dijo uno de ellos, con los ojos clavados en el lugar por donde yo había aparecido.

    Un instante después, el cilindro negro se materializó ahí.

    Y un segundo después apareció el doctor Dominic DeSota, del Paratiempo Alfa.

    —Los tengo a todos —dijo, al parecer altamente complacido consigo mismo—. Amigos, bien venidos al Paratiempo Alfa... y tú, Doug —se volvió hacia él, que seguía con cara de asustado— bien venido a casa.

    Pero Douglas-Alfa no parecía sentir la menor alegría ante esa perspectiva.


    El propietario de una mansión situada en los suburbios del noroeste terminó su segunda taza de café, se estiró perezosamente y, tras buscar su gorra de los White Sox para protegerse los ojos del sol, se dispuso a empezar. Las vacaciones significaban siempre no poder escapar a las tareas domésticas y el césped de la parte trasera necesitaba urgentemente un repaso. Abrió la puerta corredera que daba al patio y se quedó paralizado por el asombro. «Marcia —gritó—, ¡ven a ver! ¡Hay colibríes en las caléndulas! ¡Nunca habíamos tenido colibríes antes!» Y al llegar su esposa observó atentamente su rostro, viendo primero en él una expresión de comedida curiosidad, luego una sonrisa de placer... y luego otra expresión que sustituyó de golpe a la sonrisa. No pudo entender cuál era el motivo de ese repentino cambio hasta que se dio la vuelta y vio la cosa que se estaba comiendo los colibríes.


    27 de agosto de 1983
    12.30 A.M. Mayor DeSota, Dominic P.


    No se puede ver gran cosa desde las ventanillas de un reactor del ejército, pero cuando empezamos a bajar, más o menos a la altura del Capitolio, pude ver todo el Distrito, que se extendía bajo nosotros. No tenía aspecto de estar en tiempos de guerra. Los reflectores de la Casa Blanca y el monumento a Lincoln estaban encendidos y había largas hileras de coches en las carreteras, cuyos propietarios habían salido a celebrar la noche del Gracias-a-Dios-es-viernes.

    ¡No! A lo largo del Potomac había muy pocas luces en la carretera y no tenían aspecto de pertenecer al tráfico normal. Algunas eran faros solitarios y demasiado brillantes; otras, el difuso resplandor de los reflectores protegidos que llevan los vehículos militares. Me incliné sobre mi asiento hacia el soñoliento coronel de infantería, que estaba al otro lado del pasillo, y le toqué en el hombro.

    —Si esas luces son lo que pienso —le dije—, ¿no pueden detectarlas los satélites rusos?

    El miró por la ventanilla para ver de qué hablaba.

    —Oh, sí —sonrió—. Están practicando para el desfile del Día del Trabajo. ¿Qué le parece?— ¿El Día del Trabajo? —contesté, boquiabierto.

    El se quitó el cinturón de seguridad y se instaló junto a mí, señalando hacia la ventanilla.

    — ¿Puede ver a mi batallón, allí en la Casa Blanca? —me preguntó, algo decepcionado al ver que estábamos situados en el lado malo. Yo negué con la cabeza—. Pues ahí está, controlando a la multitud del desfile —me anunció, guiñándome el ojo.
    — ¡Cristo! Faltan aún diez días para el desfile. ¿Cree que los rusos son lo bastante burros como para tragarse eso?

    El se encogió de hombros.

    —Si no lo fueran, no serían rusos —me respondió, sin mucho entusiasmo, y luego volvió a instalarse en su asiento y se abrochó el cinturón, al ver que la sargento que hacía de azafata se aproximaba por el pasillo mirándole con el ceño fruncido.

    Pero, aparte de esa pequeña zona, se trataba del mismo viejo Distrito de siempre, pacífico, ocupado y feliz. Todas las demás carreteras tenían el mismo aspecto que cualquier otra noche. Incluso desde el aire era fácil darse cuenta de que aquella gente no parecía preocupada por ninguna invasión...

    Y al otro lado de la barrera, yo lo sabía, se encontraba otro Washington que nuestras tropas habían logrado asaltar, ocupando todos los puentes del Potomac.

    Y lo que estuviera haciendo esa noche de viernes la gente de aquel Washington no era capaz de imaginarlo.


    Una vez llegados a Bolling y después de enseñar nuestras órdenes, el empleado se ofreció a proporcionarle un coche al coronel, siempre que me dejara en mi destino al pasar. Era un buen trato para los dos. Por el camino el coronel hizo prácticamente de todo, excepto dar saltitos en el asiento, tan ansioso y alegre estaba. Ya me había informado de que era de West Point y yo me había fijado en las cintas de Chile y Tailandia que llevaba en el pecho.

    —Esta será la mayor de todas —me aseguró—. Le proporcionará su hoja de plata, mayor, ¡así que alégrese, caramba! ¡No se consigue ascender quedándose en lugar seguro mientras hay en marcha una invasión!
    —Sí —dije yo, mirando el paisaje de Virginia por la ventanilla. Lo que decía era cierto. Lo que él no sabía era que el general Cara-de-Rata no estaba dispuesto a perdonarme. No podía someterme a un juicio de guerra dos horas después de haberme condecorado... pero se acordaría de mí. Algún día, más pronto o más tarde, me pillaría bebiendo una cerveza fuera de horas en el Club de Oficiales o escupiendo en la acera delante de un soldado y entonces caería sobre mí, dispuesto a hincar sus dientes en mi cuello.

    A menos, naturalmente, que consiguiera unas cuantas medallas más en esta operación. Soy un hombre prudente, pero tenía la impresión de que en aquellos momentos lo más prudente que podía hacer era convertirme en héroe a la primera ocasión. Cruzamos el puente a la altura del cementerio de Arlington y vimos brillar la eterna luz encendida en la colina, detrás de nosotros. Había mucho tráfico civil aunque, como yo sabía muy bien, nuestras tropas estaban conteniendo al enemigo en aquel mismo lugar, separadas de nosotros por una imperceptible arruga en el tiempo. Y delante nuestro...

    — ¿Qué diablos es eso? —le pregunté, señalando hacia lo que parecían reflectores de un millón de bujías de potencia iluminando el cielo. —Debe ser la hora de que pasen los satélites rusos —dijo el coronel—. Eso son reflectores estroboscópicos colocados en lo alto de la Casa Blanca y en el Centro de Mando Sheraton, y si los rusos son capaces de distinguir algún detalle con sus lentes carbonizadas, entonces merecen ganar. De todos modos —añadió, sonriendo de nuevo—, sirven de entrenamiento para los fuegos artificiales del Día del Trabajo.

    Me dejó en la acera delante del hotel Sheraton, que había sido requisado para servir como cuartel general. Al enseñar mis órdenes me encontré con que la puerta delantera era sólo para coroneles y grados superiores; los desgraciados como yo teníamos que dar la vuelta y entrar por la puerta de las convenciones, a la que se accedía por el aparcamiento. Estaba atestado, y no sólo por los coches de los acostumbrados turistas y las limusinas de los vips, como mínimo habría una división de tanques y transportes de tropas aparcadas en filas impecables. . y también unos cuantos vehículos no tan impecables, que habían sido llevados allí después del primer asalto. Algunos habían recibido un severo castigo. Uno o dos de ellos me dieron una buena sorpresa, porque no logré entender cómo habían podido volver: un tanque pesado al que le habían volado la torreta, un camión de armamento que parecía haberse incendiado y cuatro o cinco vehículos llenos de agujeros que no eran obra de la polilla precisamente. Todos estaban cubiertos con lonas para no alertar a los ojos celestiales de los rusos, y había centinelas armados que patrullaban por la zona.

    Y al otro lado de los setos estaba el populoso dédalo de calles del Distrito, por el que un millón de personas iban y venían sin ninguna preocupación. Ocurriera lo que ocurriese en los pasillos, bares y restaurantes del hotel, no era muy probable que la gente como yo pudiera descubrirlo. Nos habían reservado la parte del hotel dedicada a convenciones, y habían tratado de convertirla con mucho ahínco en cuartel para soldados rasos.

    A cambio de una copia de mis órdenes me entregaron una tarjeta para que me la prendiera en la camisa y me enviaron a la sala William McKinley a esperar. De camino hacia ella pasé ante una gran sala, llena hasta los topes. No se trataba de una boda ni tampoco de un bar mitzvahiii: sus ocupantes eran soldados, casi todos en ropa interior, que se estaban quitando los uniformes del bando por el que habían luchado y caído prisioneros para colocarse los nuestros y ser luego transportados discretamente a los campos de las colinas de Maryland.

    Prisioneros...

    Me detuve un momento, frotándome el cuello. No eran los centinelas de la fuerza aérea que habíamos capturado en Sandia Eran auténticos soldados, como probaban los numerosos heridos que había entre ellos. Las diferencias entre sus uniformes y los nuestros eran muy abundantes, pero no saltaban demasiado a la vista en el primer momento. Ambos eran básicamente del mismo color, verde oscuro. Sus galones eran también distintos, más pequeños que los nuestros y ribeteados en plata, en tanto que los nuestros eran totalmente negros. También diferían las cintas, aunque no pude verlas muy bien dado que el capitán de la PM al mando de los centinelas estaba empezando a mirarme con mala cara. Además, tenía órdenes de presentarme de inmediato en la sala William McKinley, y no sabía si los centinelas de la puerta habían telefoneado anunciando mi llegada.

    Si lo habían hecho no sirvió de gran cosa. La sargento que había sentada ante la puerta no había oído hablar nunca de mí. Empezó a hojear sus listas, habló en voz baja por teléfono, le dio la vuelta a los papeles, examinó el reverso con cara pensativa y acabó diciéndome que me sentara y que se ocuparían de mí en cuanto fuera posible.

    No tuve la menor dificultad en traducirlo. «En cuanto fuera posible» significaba «cuando logremos descubrir quién es usted y cuál es su misión aquí». Me resigné a pasar una considerable parte de mi vida en una de las sillas de banquete con respaldo dorado que había a lo largo de la pared.

    No fue tan malo. En aquella sala debía de haber entre cincuenta y cien personas entrando y saliendo continuamente y casi ninguna de ellas me prestaba la menor atención. Pero apenas fueron veinte minutos y cuando la sargento volvió sólo me habían aplastado dos veces los pies con las prisas.

    —Por aquí, mayor —me dijo—. El teniente Kauffmann le atenderá ahora mismo.

    El teniente Kauffmann estaba más que dispuesto a atenderme, como demostró su primera frase:

    — ¿Dónde demonios se había metido, mayor? Tendría que estar ahora mismo en la Casa Blanca.
    —La Casa... —empecé a decir yo, pero él siguió hablando sin hacerme caso.
    —Eso es, y además vestido de civil. Aquí dice... —sacó una carpeta del montón que tenía sobre el escritorio—... dice que se parece usted mucho a un senador de los Estados Unidos del otro lado...—Que si me parezco... un cuerno. Soy él.

    Se encogió de hombros.

    —Sea lo que fuere, debe usted asumir su identidad. Después de que la primera oleada haya tomado la Casa Blanca...

    Me tocó el turno de interrumpirle.

    — ¿Estamos invadiendo la Casa Blanca?
    — ¿Dónde se había metido? —esta vez lo dijo con un tono distinto—. No han respondido a nuestros mensajes y ahora estamos probando con la fuerza. Como ya dije, irá vestido de civil y le acompañarán dos centinelas de uniforme. Le darán sus órdenes en la puerta, pero al parecer lo que desean es que encuentre usted a la presidenta, que la haga prisionera y la traiga aquí.
    —Mierda —dije yo, para añadir luego—. Oiga, espere un minuto. ¿Y si el auténtico senador DeSota está ahí?
    —No está —dijo él, pareciendo de lo más seguro al respecto—. ¿No le capturó usted mismo?
    —Pero se... quiero decir, creí que había regresado a su propio tiempo.

    Encogimiento de hombros. Traducción: No es asunto de mi departamento:

    —Por lo tanto —prosiguió—, coja su bolsa B-4, vístase de civil y le transportaremos hasta...
    —No he traído equipaje. No tengo ropas de civil.

    Cara de asombro total.

    — ¿Que no qué? ¡Jesús, mayor! Entonces ¿cómo diablos se supone que voy a mandarle vestido de civil? ¿De dónde saco yo la ropa? ¿Por qué cuernos...? —y de pronto se volvió hacia la sargento. Acababa de recordar cómo hacer que se llevara a cabo una labor difícil—. ¡Sargento! ¡Consígale ropas de civil! Y así fue cómo veinte minutos después yo y la sargento salimos de un Cadillac requisado, tan grande como un remolque, para encontrarnos frente a un almacén cuyo letrero luminoso decía:

    SE ALQUILAN TRAJES PARA TODAS LAS OCASIONES


    El letrero estaba apagado pero el propietario había abierto la tienda especialmente para nosotros. Y cuarenta minutos después íbamos de camino a la Casa Blanca en tanto que el propietario, gruñendo, volvía a cerrar la tienda.

    —Buen trabajo, sargento —dije yo, cómodamente instalado en el asiento trasero, que tenía el tamaño, más o menos, de un campo de fútbol. Admiré el brillo de los zapatos de cuero, me alisé la solapa satinada del frac y enderecé levemente mi negra pajarita: todo era alquilado, por supuesto. Me pareció que debía ser la viva estampa de un senador de los Estados Unidos que abandona una cena de etiqueta a causa de una llamada urgente de su presidenta—. Supongo que el frac es la mejor idea posible —observé—, dado que ¿cómo podemos saber el estilo de la ropa de hombre en su época? Y las ropas de etiqueta no cambian, ¿verdad?
    —Esperemos que no —respondió ella lacónicamente.

    Un instante después llegamos a la puerta principal y ella le enseñó los documentos a un PM de aspecto francamente escéptico y aire concienzudo, detrás del cual había otros dos PM mirando constantemente por encima de su hombro. Iban armados, pero no les hacía falta. Más allá, en el centro del angosto sendero, había un furgón de transporte de tropas, con una ametralladora pesada en la parte trasera, que nos apuntaba directamente.

    Me costó un instante darme cuenta de que la Casa Blanca había cambiado considerablemente. ¡Los reflectores! Ya no estaban... evidentemente el satélite ruso ya había pasado y no eran necesarios. Pero no era lo único.

    Incluso en una noche de viernes en Washington la gente acaba acostándose, y el tráfico había ido disminuyendo en otras zonas. Pero ahí no. Estábamos rodeados por un considerable atasco circulatorio: el césped estaba cubierto de vehículos y habían destrozado los rosales. El jardín delantero de la Casa Blanca tardaría cinco años como mínimo en recuperarse de los mordiscos infligidos por los tanques, los furgones de transporte y los cañones de asalto... todo «ensayos para el desfile», naturalmente.

    Me fue fácil entender por qué no dejaban entrar a los civiles normales.

    Pero yo no era un civil normal. Por fin nos hicieron una seña para que entráramos. El furgón se puso en marcha y se internó en el césped para dejarnos pasar (cien dólares más de jardinería al cuerno) y nuestro conductor nos llevó hasta un pequeño pórtico que no había visto jamás.

    —Buena suerte —dijo la sargento. Vaciló y luego se inclinó hacia adelante, estampándome un beso para demostrarme que era sincera al decirlo.

    Esa fue la última vez que alguien me demostró afecto durante un considerable período de tiempo.

    La única vez que estuve en la Casa Blanca fue durante el segundo mandato presidencial de Stevenson, y no se parecía en nada a esto. Ahora no había ningún criado uniformado para mostrarme el camino, ni cordoncillos de terciopelo para impedir que los bárbaros se aventuraran en las recámaras sagradas. No había recámaras sagradas. La mitad de las habitaciones estaban llenas de tropas y en la mayor parte de las restantes había equipamiento o armas. Un cabo me hizo atravesar rápidamente el vestíbulo y luego me hizo subir una enorme escalera, sin permitirme ni un segundo de respiro para contemplar el panorama. Acabé en una estancia de cortinas verdes con retratos de los presidentes Madison y Taft en la pared. La estancia era sorprendentemente bonita, si uno no se fijaba en la cafetera y los vasos de papel que había en una mesita plegable situada junto a la puerta. Las butacas tapizadas estaban casi todas libres, salvo cuatro o cinco ocupadas por civiles: uno de ellos era una mujer que me pareció familiar, igual que dos de los hombres (especialmente el negro, al que reconocí como un antiguo boxeador de peso pesado) y ocho o nueve soldados de uniforme, armados y con cara de estar ansiosos por usar su equipo.

    Dos de los soldados se pusieron en pie y se me acercaron: eran dos hombretones con aspecto de pertenecer a los paracaidistas y llevaban insignias de cabo.

    —El mayor DeSota, señor —dijo el cabo que me había acompañado. Saludó y se fue rápidamente.

    Sirva como muestra de lo rápido que estaba sucediendo todo el hecho de que ni por un momento recordara que los cabos no suelen saludarse entre sí.

    —Lo primero que me gustaría es un poco de ese café, cabo —le dije al más grande de los dos.

    Frunció una ceja tan gruesa como un galón y luego sonrió.

    —Que se tome un poco de café, capitán Bagget —dijo. Y mientras el segundo cabo me servía un vaso de café, el primero añadió—: Soy el coronel Frankenhurst, mayor. ¿Conoce nuestra misión?

    Tardé un minuto en volver a situarme.

    —Lo siento, señor —me disculpé—. Eh... sólo en términos generales. Quiero decir que, según he entendido, se supone que debo encontrar a la presidenta Reagan y se supone que ustedes dos deben hacerla prisionera y traerla aquí.
    —Mierda —dijo él con frialdad—. Bueno, no importa. El capitán y yo llevamos ensayando todo esto las últimas cuarenta y ocho horas. Si alguien nos para hablaré yo; usted sólo tiene que poner cara de senador. ¿Podrá apañárselas? —luego me sonrió, como para demostrarme que tenía la situación bien dominada—. No se preocupe, mayor. En primer lugar, puede que no consigamos pasar. Tienen problemas con las mirillas; la gente del otro lado se mueve tan de prisa que no consiguen tenerlos localizados. Lo último que oí era que no abrirían ningún portal antes... como mínimo, antes de las tres.
    —Eso es una estupidez —señaló el capitán-cabo, que había vuelto con mi café—. Deberían esperar hasta mañana, así no seremos tan fáciles de localizar.

    El coronel se limitó a encogerse de hombros.

    —Claro —dijo el capitán con un suspiro, mirándome de arriba abajo—; un frac no parecerá lo que se dice exactamente normal a las ocho de la mañana, si a eso vamos.
    —Una de cal y otra de arena —dijo el coronel—. Bueno. DeSota, ¿le gustaría conocer a los otros dobles? Esta es Nancy Davis... naturalmente, ya la habrá visto en la TV —naturalmente, la había visto; era la estrella de la nueva versión de Recuerdo a mamá y no pude adivinar cómo habían logrado sacarla de los estudios y de sus altamente difundidas actividades en favor de todo lo que se encontrara entre la Liga para el Bienestar de los Animales y la del Derecho de la Vida—. Ella es la presidenta —el coronel Frankenhurst sonrió—. John es un capitán de la policía de Washington, especialmente asignado a la Casa Blanca... en la vida real es un piloto de aviación en Ohio. Y el campeón es un senador, como usted —se calló unos segundos, viendo cómo nos dábamos la mano—. Reunirles a todos ha sido una labor difícil —dijo con aire satisfecho—. Por supuesto, nos faltan unos cuantos. Encontramos a la doncella de la presidenta, pero estaba embarazada de ocho meses... no creyeron que lograra engañar a nadie. Y tuvimos suerte con el general Porteco, su asesor militar... aunque luego resultó que estaba recuperándose de una crisis delirante. No podíamos confiar en que lograra recordar su papel.

    El otro civil se adelantó.

    —No soy el doble de nadie —dijo con aire de disculpa—. Soy el profesor Greenberg... ciencias políticas. Me llamaron para tratar de entender qué tipo de estructura tiene esa otra sociedad y he estado entrevistando dobles para ver si logro enterarme de cuándo empezaron las diferencias. Pero antes de que empiece con usted, mayor... ya ha estado allí una vez, ¿verdad? ¿Cómo es?


    Así que durante la media hora siguiente me tocó hablar a mí. Al fin y al cabo, no tenía demasiado que contar... ¿qué conocía yo del otro lado, aparte de un cuarto de kilómetro cuadrado desértico situado en Nuevo México? Pero eso era más de lo que sabía cualquiera de los presentes, y todos tenían preguntas que hacerme. El profesor Greenberg quería saber cuánto valía una Coca Cola en sus máquinas automáticas. El «senador» Clay quería saber el porcentaje de soldados negros. La «presidenta» Nancy Davis deseaba enterarse de qué programas televisivos hacían furor, aparte de si el aborto era legal o no. El coronel-cabo Frankenhurst estaba muy interesado en saber qué tal se habían portado esos tipos en el combate cuerpo a cuerpo, si lo hubo cuando tomamos la base de Sandia.

    Hice todo lo que pude. Pero mientras intentaba recordar cuáles habían sido los invitados al Hoy del otro lado, en respuesta a la petición de Nancy Davis, se oyeron ruidos en el pasillo, la puerta se abrió de golpe y por ella entró el presidente Brown y su séquito. No tenía una cara muy alegre.

    Ni yo esperaba que la tuviese, porque ya había oído algo sobre lo molesto que se encontraba ante el trastorno ocasionado a su vida íntima con la irrupción de las tropas y su equipo, por no hablar del caos en que se había convertido su agenda, dada la gran cantidad de personas que no estaban autorizadas a enterarse de lo que estaba pasando... es decir, casi todo el mundo.

    —Así que está aquí —le espetó a Nancy Davis, que le sonreía dulce y algo inexpresivamente—. ¡He de hablar con usted ahora mismo!

    Ella no se impresionó lo más mínimo.

    —Naturalmente, señor presidente —le dijo con afabilidad—. ¿Qué puedo hacer por usted?
    —Decirme qué clase de persona es usted —gruñó él—. ¡No ha respondido ni a uno solo de mis mensajes televisados! ¿Qué hay que hacer para obligarla a actuar?
    —Supongo que se refiere a mi otro yo, señor presidente —dijo ella sonriendo. Era cierto, tenía un hoyuelo que podía gobernar a voluntad... un triunfo de la cirugía estética, pensé—. Pues no estoy segura de poder decírselo. Después de todo no soy realmente la presidenta... aquí.
    — ¡Pues haga como si lo fuera, por el amor de Dios! —rugió él—. ¿Tiene alguna idea de todo lo que depende de esto? No me refiero a ese otro mundo de pacotilla, me refiero a éste. Los rusos se están poniendo realmente desagradables respecto a esos «preparativos para el desfile» y esa «excavación arqueológica» en Nuevo México, y hay demasiada gente metida en esto. Es sólo cuestión de tiempo que alguien se vaya de la lengua, y entonces, ¿qué haremos? —ella abrió la boca y él se le adelantó—: No, no es eso lo que estoy preguntándole... ¿qué cuernos iba a saber usted de eso? Le estoy preguntando sobre usted misma. Bueno, sobre la otra usted. ¿Cree que serviría de algo si cancelara esta operación y tratara de hablar por teléfono con usted... con la otra? ¿De presidente a presidenta? ¿Una conversación privada sin tapujos?
    —Pues... creo que dependería de lo que dijera usted, señor presidente —contestó con expresión pensativa.
    — ¡Diría la verdad! —ladró él—. Sería una novedad interesante, por una vez.
    —Bueno —dijo ella, escogiendo cuidadosamente sus palabras—, señor presidente, yo creo que recordaría el juramento de mi cargo. Imagino que es idéntico al que prestó usted. Defender a los Estados Unidos contra todos sus enemigos, tanto internos como externos... incluso si son a la vez internos y externos, por así decirlo. Lo que no haría, creo yo, es dejar que cualquier otro bando invadiera mi país sin luchar con todos los medios a mi alcance... incluso si los invasores fueran mi propio país.

    El se quedó mirándola, atónito. Luego miró a todos los demás, en particular a los hombres de uniforme. Creo que fue la única ocasión de mi vida en que me alegró ser un oficial de bajo rango y sin responsabilidad con respecto a los planes de alto nivel. No me hubiera gustado estar en ese momento en el Alto Estado Mayor. Luego se dejó caer lentamente en una silla, con los ojos clavados en la nada. Uno de sus ayudantes le susurró algo apremiante al oído, pero el presidente le apartó con un gesto.

    —Así que, definitivamente, tenemos una guerra entre manos —dijo.

    No había nada que añadir a eso.

    En la habitación reinaba el silencio. El ansioso ayudante miró su reloj y luego a Jerry Brown.

    —Lo sé —dijo el presidente, sin mirarle—. Seguramente ahora ya es sólo un problema académico. Mire por la ventana y dígame si ha empezado. El ayudante no tendría más de treinta y cinco años y parecía incluso más joven, pero al dirigirse envaradamente hacia los largos cortinajes verdes se movía como si tuviera más de cien años.

    No hacía falta, en realidad, pues para entonces todos podíamos oír ya el estruendo de los motores de los camiones y los diesel de los tanques poniéndose en marcha.

    Todo el mundo se lanzó hacia las ventanas. Había tres y, de modo instintivo, dejamos la del medio reservada para el presidente. Fue lentamente hacia ella y se quedó mirando, silencioso y meditabundo, hacia la cálida noche de agosto que reinaba en el exterior, mientras que los demás nos apelotonamos en torno a las otras dos ventanas.

    Lo que estábamos viendo era la parte sur del jardín, normalmente reservada para las fotos solemnes con los jefes de estado extranjeros en visita oficial o para que los niños de Washington buscaran los huevos del conejo de Pascua. Alguien había erigido una enorme estructura precariamente cubierta de lonas para tapar algo a quien pasara por la calle o sobrevolara el lugar, pero desde nuestras ventanas podíamos ver lo que contenía: el enorme rectángulo negro de un portal, como una pantalla antes de empezar la proyección, pero de color negro. Aunque lo había hecho antes, me seguía inquietando contemplar aquel trasto y pensar que debía meterme en él.

    Resultó aún más inquietante cuando el primer escuadrón de seis tanquetas se metió en su interior con los motores rugiendo para desaparecer, destrozando por completo el ya maltrecho césped... seguido por doce furgones de transporte de tropas con ametralladoras amartilladas y cargados de fuerzas especiales... luego una compañía de paracaidistas a pie con uniforme de camuflaje...

    El presidente suspiró, apartándose de la ventana. Abandonó la habitación seguido por sus ayudantes como una bandada de polluelos asustados para perderse en los pasillos, en los que ya empezaba a resonar la parte interna de la operación. Y los que nos habíamos quedado en la habitación nos miramos entre nosotros.

    Porque sabíamos muy bien lo que venía a continuación...


    Después de aquello todo fue a gran velocidad... algo esperable, dado que se trataba de ir cuesta abajo. La gente corría de un lado a otro, gritando órdenes en todas direcciones; todo echaba chispas. Sentí que se me erizaba el vello. Logré ponerme en un estado de nervios no muy lejano a la histeria, más que nada intentando pensar en un acto lo bastante heroico como para aplacar incluso al viejo general Cara-de-Rata Magruder. Luego nos hicieron salir a toda prisa de la Habitación Verde, subir una escalera, cruzar un vestíbulo, pasando junto a montones de centinelas con sus armas listas para disparar... y nos encontramos ahí. En el mismísimo Despacho Oval, en el mismo trono de mando.

    Aunque no parecía ningún trono de mando. Más bien parecía que fuese un día de mudanzas con un toquecito de laboratorio para científico loco. El enorme escritorio presidencial había sido desplazado y pegado a la pared. Sillones de mil dólares y divanes de cinco mil formaban confusos montones en precario equilibrio. Y en el centro de la habitación se alzaba un rectángulo de tubos de cobre que rodeaba la nada, como un marco vacío esperando su cuadro. Llenaba la estancia del suelo al techo, con las rechonchas cajas del generador de campo para el portal a un lado y los paneles de control al otro.

    El campo estaba desconectado.

    No había nada que observar, salvo gritos y confusión, porque aquel vacío aterrador de color negro aterciopelado no llenaba ya el rectángulo. Se podía ver el otro lado y vi a todo un coronel con sus galones, gimoteando rabioso y frustrado mientras sus técnicos destrozaban materialmente los paneles, intentando encontrar el fusible fundido que se había cargado el portal. Tres cuartas partes de un pelotón de tropas de asalto permanecían inmóviles con los ojos clavados en el portal, mientras su capitán intentaba ayudar chillando a pleno pulmón, con la nuca del coronel como oyente. Un capitán no debería dirigirse de ese modo a un coronel. El coronel se sentía demasiado desgraciado como para darse cuenta de ello.

    No era precisamente una escena apacible.

    La encargada del portal se nos acercó. Ella no chillaba. En su rostro no había expresión alguna, salvo un cansancio próximo a la inconsciencia.

    —Tienen que esperar —le dijo a mis cabos—. Sólo pudimos pasar a ocho hombres antes de que se cortara, aquí no harían más que estorbar. Quítense de en medio.

    El coronel-cabo Frankenhurst nos hizo un lacónico gesto de cabeza cuyo significado era «obedezcan», pero no pudo contenerse.

    — ¿Cómo va todo al otro lado? —le preguntó.

    Nosotros tampoco pudimos contenernos y nos quedamos para oír la respuesta. No hacía falta. Era una pregunta estúpida. La encargada del portal ni tan siquiera intentó responderle. Se limitó a darse la vuelta y se fue... porque, naturalmente, no lo sabía. No podía saberlo. En cuanto las tropas cruzaban el portal, desaparecían. Era imposible verles u oírles. No podían volver para informarnos. Ni tan siquiera podían enviarnos un mensaje hasta que se mandase un generador del portal al otro lado y éste entrara en funcionamiento. Si hubiéramos tenido una mirilla... pero en aquel modelo el campo observacional estaba conectado al del portal, y ninguno de los dos funcionaba. No sabíamos absolutamente nada...

    Y luego supimos algo, algo malo. La operación había sido una sorpresa táctica, un éxito completo en todos los aspectos menos uno. No habíamos logrado hacer aquello para lo que se había montado la operación. La señora presidenta había sido evacuada a través de una salida que nadie había logrado detectar.

    En unos diez minutos se logró establecer el tráfico en las dos direcciones a todos los niveles, pero ya no importaba. Cogimos montones de prisioneros. Pescamos centinelas y hombres del Servicio Secreto en la despensa y en los armarios. Vi incluso al coordinador militar de la presidenta Reagan, un general de brigada con uniforme de gala completo, en cuyo rostro había una expresión de furia y resentimiento... « ¿por qué yo?». Atrapamos incluso al primer caballero, que se había quedado atrás para recoger los vídeos de sus viejas películas, pero no habíamos logrado coger a la persona que deseábamos.

    La señora presidenta se había escabullido.

    Con las primeras luces del alba logré que una camioneta de la Casa Blanca me llevara al Sheraton. Tenía un aspecto bastante incongruente vestido de frac entre los prisioneros y sus centinelas.

    Tendríamos que luchar.


    La grieta abierta en la pantalla era muy pequeña. Al principio, lo único que dejó pasar fue aire con un leve olor a tomates y el aroma dulzón, como de heno recién cortado, de los tallos de maíz. En las enormes extensiones de Leavitt-Chicago, en las que no había crecido cosecha alguna durante los últimos veinte años, eso sólo despertó una pasajera curiosidad. Luego, un pájaro logró cruzar sin que nadie se diera cuenta. Revoloteó de un lado a otro buscando infructuosamente a sus crías y nunca logró encontrarlas. Luego, siguiendo sus instintos de pájaro, prosiguió con su principal ocupación: comer y excretar. No causó el menor cambio en el mundo... sólo que en su propio tiempo había comido semillas de kudzu.iv Cuando las dejó caer en un terreno baldío cubierto de maleza las semillas fructificaron y durante los cien años siguientes toda aquella parte de Illinois sufrió la tenaz e imparable invasión del kudzu, que avanzaba sin cesar.



    27 de agosto de 1983
    9.40 Doctor Dominic DeSota-Arbenz


    En cuanto el pulsador estuvo en el aire y se apagó el letrero de los cinturones, me puse en pie a toda prisa. Una mujer ataviada con un muumuu púrpura llegó al pasillo antes que yo y me dirigió una mirada triunfante por encima del hombro. Pero no había ningún problema: ella iba a los lavabos y yo fui el primero en la cola del teléfono.

    La verdad es que llegué demasiado de prisa. Cuando marqué el número de casa la línea estaba ocupada, porque aún no estábamos a la altura de crucero y el piloto no había liberado aún todos los canales de radio disponibles. Seguí marcando. Estaba impaciente. Llevaba demasiado tiempo fuera. La primera vez que pasé a otra línea temporal mi mujer me tuvo despierto toda la noche anterior, preocupadísima... recordaba muy bien lo que le había ocurrido a Larry Douglas. Pero al menos aquel salto fue a un lugar cercano... Sklodowska-Curie estaba a menos de seis kilómetros de la puerta de mi casa y en aquel primer viaje, yendo al tiempo-Rho, aparecí y desaparecí en un santiamén, más que nada para poner a prueba el nuevo equipo.

    Dicho así parece más fácil de lo que fue en realidad. También yo estaba asustado. Pero cuando empezamos a limitar nuestras investigaciones a los tiempos que estaban logrando llegar a algo en sus proyectos sobre el paratiempo (o, como mínimo, en la física teórica de los quark), el área de exploración empezó a incrementarse geográficamente. Beta tenía una instalación al sur de San Francisco. Pi tenía una en Red Bank, Nueva Jersey. Se trataba de esfumarse por un portal, aparecer en otro, subir a un pulsador, volar unas horas, esfumarse por otro portal... y yo tenía una mujer y una criatura a las que realmente me gustaba ver.

    La tercera vez que marqué mi número oí el ruido que indicaba la conexión y Dorothy estaba en casa. Cogió el teléfono al primer timbrazo. Nada me alegraba tanto como ver su rostro dulce y tranquilo contemplándome desde el aparato.

    —Tienes un aspecto sensacional, Do —le dije.

    Ella examinó mi imagen al otro extremo de la línea. Al estar el objetivo de la cámara de nuestro aparato encima de la pantalla, su mirada parecía algo extraviada, como si llevara gafas y hubiera olvidado ponérselas, pero en realidad su visión era perfecta.

    —Me gustaría poder decir lo mismo de ti, cariño —contestó—. ¿No va bien?

    No me era posible contarle lo mal que iba todo en un teléfono público, pero no hacía falta que se lo contara. Podía leerlo en mi cara.

    —Un jaleo espantoso. ¿Cómo anda Barney?
    —Echa de menos a su papaíto. Por lo demás, muy bien. Se le ha caído un diente —la había pillado con una taza de café en la mano. Tomó un sorbo, sin quitarme los ojos de encima—. No es sólo ese... esto... problema —dijo finalmente—. Algo más te preocupa. ¿Qué es, Dominic?—Tienes razón, Do —dije yo, sorprendido—. Me siento... raro. No sé por qué.

    Ella asintió. Estaba meramente confirmándole lo que ya sabía. Cuando Dorothy Arbenz llegó al instituto, después de doctorarse en psicología, vi de inmediato que era muy guapa y luego descubrí pronto que tenía mucha intuición.

    Tardó bastante en ocurrírseme que iba a leerme la mente el resto de mí vida o que le faltaría muy poco para ello, pero de todos modos me casé con ella. Dejó que mi subconsciente siguiera ocupado con sus preocupaciones y cambió de tema.

    — ¿Vienes a casa?
    —Ojalá pudiera. Ya no es como lo de Sklodowska, cariño.
    — ¿Vas a Washington?
    —Me temo que sí.

    Tomó otro sorbo de café. Yo también empezaba a ser capaz de leer un poquito en la mente de Dorothy y sabía lo que vendría a continuación.

    — ¿Vas a cruzar otra vez? —me preguntó.

    No le contesté de modo directo.

    —Ya no depende de mí —le recordé. Sabía que eso no era una respuesta y ella sabía tan bien como yo que si volvía a cruzar no sería meramente un paseo para ver qué tal andaban las cosas.

    Por lo tanto, le mandé un beso con la punta de los dedos y ella me mandó otro y después de colgar me quedé sentado un momento delante del aparato, pensando en lo que me preocupaba.

    Sabía de qué se trataba. Lo hubiera sabido de inmediato si hubiera querido pensar en ello.

    Tenía demasiados dobles.

    Al visitar Tau y Lpsilon había visto otros Dominic DeSota, pero hasta que reuní a tres de nosotros en la misma habitación, no sentí realmente el asombroso impacto de vernos, aquella fea sensación de asombro y pavor que me erizó el vello de la espalda. Lo que intento decir es que ellos eran yo. No el yo con el que había vivido toda mi existencia, sino los que podría haber sido... los que, en sus líneas temporales, era. Pude haber nacido en un tiempo en el que ciencia fuera una palabra malsonante y hubiera acabado siendo un adolescente de treinta y cinco años que besaba a hurtadillas a una chica con la que no podía permitirme el lujo de contraer matrimonio, aterrorizado por mi propio gobierno, apaleado por un sistema social opresivo que me haría sentir vergüenza de mi propia desnudez. De hecho, habría podido muy bien ser el Nicky DeSota cuya nuca podía ver doce filas de asientos más adelante... y en cierto sentido, era él. O podría haber dejado la ciencia por la política y hubiera acabado convertido en senador de los Estados Unidos. Bueno, eso no era tan espantoso. Era una vida bastante agradable... la riqueza, el poder, le estimación de todos los que me conocían... pero también ahí había algo desagradable. Ahí le tenía (ahí estaba yo, en realidad), manteniendo una furtiva relación de adulterio con otra mujer porque tenía una esposa a la que ya no amaba y de la que no podía librarme sin pasar por un calvario de recriminaciones y dolor, sin mencionar la ruina política y financiera.

    O podría haber seguido el camino de la milicia, como mi otro avatar, el mayor, que se enorgullecía de usar el engaño y la fuerza bruta como medios de conquista... o podría haber muerto joven, por una razón u otra, como parecía haberle sucedido al Dominic DeSota de Rho.

    Y todos esos yoes eran yo.

    Era aterrador. Amenazaba la estabilidad de mi vida de mil modos distintos, de los que antes jamás había sido consciente. Todo el mundo sabía que las cosas podrían haber sido distintas para él en algún instante de su vida... pero era muy distinto saber que, en otro lugar, habían sido distintas.

    Volví a mirarles. Incluso a doce filas de asientos de distancia era fácil darse cuenta de que Nicky se lo estaba pasando en grande durante el viaje, con el aparato medio vacío por ser el sábado anterior al Día del Trabajo. Al senador le ocurría lo mismo. Les admiré por ser capaces de apreciar tanto lo que les rodeaba a pesar de que, al menos por lo que ellos sabían, se encontraban naufragados en un tiempo que les era tan ajeno como el planeta Marte... naturalmente, yo no provenía del mismo lugar que ellos.

    Me di cuenta también de que el ejecutivo del 32-C, que ya había empezado a extender el contenido de su maletín sobre la plataforma del asiento, ocupando también el asiento vacío de al lado, empezaba a echarle miradas irritadas al teléfono.

    Me volví para hacer mi otra llamada.

    No pasé por la centralita del Instituto Sklodowska-Curie. Marqué el número privado de Harry Rosenthal y, como había esperado, cuando su rostro apareció en el aparato la pared que tenía detrás no era la de Chicago; el servicio de llamadas había logrado dar con él.

    —Estás en Washington —dije.
    —Justo en el clavo —respondió él, algo nervioso—. Esperándote. Recibiendo cada cinco minutos llamadas del ejército, del secretario científico y de la CÍA. ¡Dom, ojalá estuvieras aquí ya!

    No le pregunté por qué.

    Mi conversación con Dorothy no había sido precisamente alegre. Esta tampoco lo fue. Empecé preguntando por dos cosas que me preocupaban: la invasión de Epsilon por Gamma y el retroceso balístico. La llamada no logró tranquilizarme demasiado respecto a ninguno de los dos temas. De hecho, me preocupó aún más.

    —Los acontecimientos que estábamos observando —dijo Harry con voz tensa— siguen produciéndose. Y en cuanto a lo otro... ¿has visto las noticias de televisión?
    —Harry, ¿cómo demonios quieres que tenga tiempo de ver la tele?
    —Podrías, si quisieras de verdad —me replicó con cara de malos amigos—. Las intrusiones aparecen con mayor frecuencia cada vez... no logramos disponer los instrumentos con la rapidez suficiente para mantenerlas bajo observación a todas. Pero cuando cae un chaparrón sobre tres mesas en una comida campestre dominical y el cielo está despejado en el resto, no te hace falta demasiado instrumental para darte cuenta de lo que ocurre. —Luego, añadió otro motivo de preocupación a los que ya tenía. — El secretario desea saber por qué has traído a esa gente de Tau.
    —Pero si Douglas se lo soltó todo... —protesté yo—. ¡Esa es la política establecida! Tú mismo la estableciste... conocimientos lo más limitados posible, impedir que quienes no los poseen lleguen a obtenerlos.

    Se quedó mirándome en silencio.

    —Se te envió para traer a Douglas y rescatar a un emigrado involuntario, el senador. Nadie te dijo que fabricaras a cuatro emigrados nuevos. ¿Qué piensas hacer con ellos ahora?

    Dado que no tenía respuesta para ello me alegró colgar el auricular y dejar que el ejecutivo se instalara delante del aparato. Volví por el pasillo hasta la parte central del pulsador. Pasé junto a los otros dos Dominic, ambos con ganas de hablar. Yo no tenía ganas de responderles. Les saludé amistosamente y seguí hacia adelante. Tendrían que esperar. Necesitaba pensar en lo que me había contado Harry Rosenthal.

    Las azafatas estaban muy ocupadas calentando huevos revueltos en el microondas, pero cuando les dije que deseaba utilizar el ascensor ninguna protestó. Sabían muy bien adonde llevaba el ascensor y qué tipo de carga transportaba. Una de ellas me acompañó hasta la diminuta cabina y ésta me transportó al compartimiento de pasajeros de clase-X que había debajo.


    Las líneas aéreas suelen utilizar el espacio libre bajo la cubierta de pasajeros para una amplia gama de propósitos: Algunas instalan allí bares de primera clase. Una o dos lo habían llenado de asientos a un precio especialmente barato: como no es fácil salir de ahí si hay algún tipo de accidente o problema, no son lo que se dice demasiado populares entre los viajeros. La Transcontinental los usaba como literas en los vuelos largos y a veces para fines especiales en los trayectos más cortos.

    En aquél el fin era de lo más especial.

    Éramos aún más especiales de lo que se acostumbra querer decir eufemísticamente al hablar de «especial», con lo cual se suele encubrir el transporte de prisioneros. No había prisioneros allí... al menos, no exactamente. Estaban los dos hombres del FBI de Tau y su Larry Douglas, que no había cometido ningún crimen... es decir, ninguno que a nosotros nos importara especialmente. También estaba nuestro propio Larry Douglas, cuya condición legal era bastante nebulosa y cuyo juicio, si alguna vez llegaba a ser juzgado, ciaría pie a un millón de precedentes legales para el futuro. Había oído ya algunas discusiones entre los abogados sobre lo que significaba realmente la «jurisdicción» en este caso. No eran prisioneros. El flic-de-nation que estaba sentado junto a ellos leyendo una revista no era un centinela. Era, sencillamente, una precaución.

    Entré por la parte delantera del compartimiento. Su capacidad era para treinta personas y había mucho espacio disponible. La mujer del FBI y su antropoide estaban sentados al final de una hilera de asientos, hablando en susurros. Para ser más exactos, la mujer hablaba en susurros y el gorila la escuchaba con aire humilde y respetuoso. Ninguno de los dos me miró. Su Larry Douglas estaba sentado al otro lado del pasillo, devanándose los sesos para entrar en la conversación. Pero a ellos no les interesaba para nada su persona. Y nuestro Larry estaba sentado en primera fila con la cabeza gacha y aspecto más bien desesperado. Tampoco él me miró, pero sabía que me había visto salir del ascensor.

    Le miré un segundo. ¡Vaya jaleo tan espantoso que había montado! Cuando descubrimos lo que estaba haciendo (es decir, cuando la gente para la que estaba trabajando logró dar el salto cuántico que iba de la mera charla teórica al funcionamiento real) tuvimos que decidir lo que haríamos con él. Yo voté por ir a buscarle y la votación fue francamente reñida. Mi primer impulso había sido mandarle alguna muestra de lo mucho que le queríamos... por ejemplo, una manada de lobos rabiosos. Aunque no llegué a proponerlo, a veces me seguía pareciendo una idea de lo más atractiva.

    Pese a que yo no había abierto aún la boca, alzó la cabeza y me miró. — ¡No pude evitarlo, Dom! —gimoteó—. ¡Iban a torturarme!

    Me sorprendió oír una risa musical procedente de la parte trasera del compartimiento. La mujer del FBI había hecho una pausa en sus conspiraciones y nos estaba escuchando; aparentemente, había oído antes aquella canción.

    —Es cierto —dijo él, desesperado—. Y, de todos modos, Dom, es culpa tuya.

    Eso me dejó atónito. Abrí la boca dispuesto a preguntarle qué intentaba decir, pero él se me adelantó.

    — ¡Podrías heberlo evitado! Podrías haber venido a buscarme... ¿Por qué no me tuvisteis bajo observación constante?

    ¡Tenía una cara dura increíble! Estaba hablando de los primeros tiempos del proyecto, mucho antes de que tuviéramos recursos para instalar al mismo tiempo el portal y la mirilla.

    —No lo hicimos porque no podíamos —le repliqué secamente. El me lanzó una mirada desafiante.

    El gorila metió baza en nuestra conversación.

    — ¿Qué piensan hacer con nosotros? —gruñó.

    La mujer seguía callada, contemplándonos. Era algo así como oír hablar a una marioneta cuando su amo está ausente; casi me sorprendí al ver que el gorila era capaz de hablar de modo articulado y coherente.

    —Como abogado (y eso fue una sorpresa aún mayor), debo decirle que está violando nuestros derechos civiles en un millón de maneras distintas, amiguito. Nos ha mantenido incomunicados, con lo cual nos priva de nuestro derecho al babeas corpus; no nos ha leído nuestros derechos y tampoco nos ha hecho la menor acusación formal; nos ha impedido consultar con nuestro abogado...—Acaba usted mismo de proclamarse como tal —protesté yo.
    —Incluso un abogado tiene derecho a un abogado —dijo él con aire extremadamente virtuoso—, así que... ¿piensa hacer algo al respecto, compadre?

    Miré con aire algo confuso a la mujer.

    — ¿Este gorila es realmente abogado?

    Ella se encogió de hombros, sonriendo.

    —Eso dice. Así entró en el FBI. Personalmente, yo creo que compró el diploma de segunda mano. De todos modos, ¿qué hay de ello?
    — ¿Que hay de qué?
    — ¿Qué piensan hacer con nosotros? —me preguntó con extremada cortesía—. Porque hablando sinceramente, Moe tiene razón. Deben de tener algún tipo de leyes por aquí y juraría que estarán quebrantando buena cantidad de ellas.

    Lo que ella decía se acercaba demasiado a mis propias opiniones al respecto como para que la conversación me resultara en modo alguno agradable. Intenté apartarla del tema.

    — ¿Qué haría usted en mi lugar?
    —Bueno... —dijo ella, sonriendo—, yo iría ahorrando para pagar unas inmensas costas judiciales una vez que logremos llegar a un tribunal y luego probablemente pondría en orden mis asuntos, disponiéndome a pasar unos diez años en chirona.

    Tampoco eso me parecía demasiado improbable. Es decir, con un buen abogado de su lado y un poco de mala pata en el mío. No era éste el tipo de riesgos que había estado dispuesto a correr cuando firmé al entrar en el proyecto.

    ¡Y qué injusto era todo! Había visto los morados que tenía Nicky DeSota. Le había oído contar lo que esta pareja le había hecho. ¿Derechos civiles? ¿Qué derechos civiles le habían concedido ellos?

    Y, pese a todo, en su tiempo de origen no eran infractores de la ley. ¡Ellos eran la ley!

    —Creo que no saben realmente dónde se han metido —dije lentamente.
    —Entonces, díganoslo —me invitó ella. Vacilé unos segundos y luego descolgué el teléfono. Cuando la azafata me respondió le pedí que hiciera bajar a los ocupantes de los asientos 22-A y 22-F. Y, de paso, que nos trajera algo para desayunar.


    Mirarse a uno mismo es una sensación bastante rara e incómoda. La había sufrido bastante a menudo en las mirillas de observación, contemplando a un Dominic DeSota u otro en sus líneas temporales... y cuando no lograba encontrar a ningún Dominic la sensación era todavía más extraña y molesta. (A veces no lograba encontrar a ningún ser vivo pero prefiero no pensar en esas líneas temporales.)

    Lo peor era empezar a pensar en qué punto habían ido mal las cosas. Ó, a veces, dónde habían ido bien... pero de un modo totalmente distinto. No puedo decir que al senador Dom le hubieran ido mal. Incluso con su uniforme sucio y masticando un desayuno poco apetecible parecía alguien que logró triunfar en la vida.

    Pero, ¿y el otro?

    Estaba claro que en su vida el triunfo era algo desconocido. Un arrugado traje de ejecutivo poco importante... ¡y con pantalones largos! ¡Increíble, pantalones largos en pleno agosto! Tampoco al oírle mejoraba la primera impresión. Parecía una persona cuyo mundo ya era bastante malo de por sí, además de haber empeorado de modo irremisible en los últimos tiempos. De todos modos, había mejorado un poco desde su llegada. Cuando el pulsador despegó le dejó realmente aplanado... cerró los ojos y pegó el cuerpo al asiento como si intentara desaparecer en su interior. Me había asegurado de tener a mano una bolsa de papel mientras nuestro aparato se alzaba verticalmente hacia el cielo a ochocientos kilómetros por hora. No podía culparle, claro. Nunca había subido antes a un pulsador y ni siquiera había frecuentado demasiado aquellos viejos trastos a pistones de su propio tiempo.

    No sabía si yo lo hubiera hecho mejor en su lugar. No, eso no era cierto. Sabía que lo hubiera hecho igual de mal.

    Tampoco estaba seguro de que hubiera podido hacerlo tan bien como el senador, aunque el hecho de que él hubiera podido me daba cierto ánimo. Estaba sentado junto a Nicky, ayudándole a quitar el protector plástico de los huevos revueltos y mirándome de vez en cuando, a la espera de que yo empezara a hablar. Al ver que permanecía callado unos instantes, intentando encontrar el modo de empezar, se me adelantó.

    —Dom —dijo—, aprecio grandemente que me hayan rescatado pero tengo bastantes responsabilidades en mi propio tiempo. ¿Puede devolverme a él?
    —Eso espero, Dom —respondí.

    Me miró con una expresión pensativa y algo calculadora.

    —Podríamos habernos ahorrado montones de problemas si me hubiera contado lo que pasaba en nuestro primer encuentro —señaló.
    —Hago lo que se me dice, Dom —respondí—. Hay muchas cosas en juego aquí —la mujer torció el gesto burlonamente; tenía demasiada práctica en oír a gente que decía vaguedades cuando era demasiado incómodo hablar claro. Me ruboricé levemente—. Le contaré algo que desea saber —dije—, porque tiene derecho a ello, pero antes debo comenzar por lo más básico, ¿de acuerdo? En estos momentos todos ustedes saben que existen los tiempos paralelos y que su cantidad es infinita.

    No podemos llegar a todos, ni tan siquiera para observarlos... bueno, después de todo, eso es lo que significa «infinita», creo yo. Los únicos tiempos que hemos sido capaces de alcanzar hasta ahora han divergido en algún momento de los últimos noventa o noventa y cinco años. Sólo son algunos centenares de líneas temporales, a decir verdad, pero hay algunas muy interesantes. En algunas de ellas los comunistas conquistaron toda Europa en 1933 gracias a la dirección y el supremo genio militar de Trotsky. Luego hay un grupo de líneas en las que Franklin D. Roosevelt se libró del asesinato y vivió para convertirse en presidente. Por lo tanto, el país no sufrió la invasión militar ni el interregno posterior que tuvo lugar al no haber nada claro en la Constitución sobre quién se convertía en presidente cuando el presidente elegido moría antes de asumir el cargo, con lo cual tanto Garner como Hoover lo reclamaron a la vez... hasta que el ejército se interpuso entre ambos imponiendo la ley marcial. Existen también...

    —Dom —dijo el senador pacientemente—, supongo que mientras nos encontremos sentados en este aparato no tenemos nada mejor que hacer, pero no sé si la historia es lo que me interesa más en estos momentos.
    —Lo único que hacía era dar algunos ejemplos...
    —Claro. Pero ya hemos entendido lo de los tiempos paralelos... bueno, no, eso es mentira. Yo no lo he entendido, pero al menos tengo claro lo suficiente como para seguir adelante: cada vez que un... no sé... un paparruchón en el lo-que-sea se divide, existe todo un nuevo universo creado, ¿correcto? ¿Algo parecido? Bueno, entonces... ¿por qué no fueron primero al que tenían más cerca en vez de ir a otro que difiere en montones de aspectos?
    —Ah —dije yo, asintiendo—, buena pregunta —ahora sentía terreno sólido bajo mis pies; había tenido antes esa misma experiencia con responsables del presupuesto y comités del Senado—. Primero les daré la respuesta técnica; se debe a lo que Steve Hawking llama «contigüidad permeable-fija del espacio-N»... si es que les sirve de algo —sabía que no les servía de mucho. Resoplido de Moe, el antropoide, y expresiones varias de incomprensión cortés por parte de los demás hombres. Nyla Christophe, curiosamente, era la única que parecía algo interesada. Me hizo un gesto de cabeza como invitándome a continuar mientras seguía comiendo sus huevos revueltos con gran destreza. No miraba lo que hacía pero, pese a carecer de pulgares, no se le cayó ni una partícula de huevo—. Les pondré una analogía. Piensen en la relación existente entre los dominios del tiempo como si fuera un resorte en el que cada uno de esos tiempos se encontrara engarzado... como un collar. Si le dan un número a cada cuenta, naturalmente la número cinco estará antes de la número seis y justo después de la número cuatro... serán vecinas. Pero el resorte está enroscado sobre sí mismo. Por lo tanto, el tiempo número cinco en realidad está en contacto con el tiempo número seiscientos cincuenta y dos y después de ése posiblemente se halle el tiempo número mil quinientos y pico, dependiendo del radio de curvatura. ¿Me van siguiendo de momento?
    —Puede —dijo Christophe hablando en nombre de todos.
    —Muy bien. Entonces... odio decirlo pero... bueno, el caso es que el alambre del resorte no está curvado en el espacio tridimensional normal. Se encuentra en un espacio de n dimensiones... y no sé el valor de esa n. Por lo tanto la cercanía significa una diferencia importante... y por eso no hemos podido alcanzar tiempos en los cuales la divergencia tuviera lugar hace más de noventa o noventa y cinco años, excepto por algún vistazo ocasional y pasajero. Pero lo más «próximo» no es lo más «fácil» de alcanzar... al menos, no siempre. ¿Se han perdido?
    —Un poquito —dijo Nyla, sonriendo por primera vez—. ¡Pero es divertido tratar de entenderlo!
    —Por si alguna vez logran encontrarlo, hay un Asimov llamado Guía del Hombre Inteligente para la Mecánica Cuántica —dije, intentando ayudarles.
    —No, gracias —dijo Nicky—. Pero continúe, por favor.
    —Bueno, basta de teorías. Algunos de ustedes ya las conocían, claro —dije, mirando sin ninguna expresión en particular a nuestro Larry Douglas renegado, el cual torció el gesto y volvió a concentrarse en el zumo de naranja y el rollo de vegetal—. Por lo tanto, desarrollamos la mirilla y luego el portal. No quiero adentrarme en la tecnología de esos aparatos. Para empezar, no puedo...
    —Pero fue usted quien los inventó —exclamó Nyla Christophe.

    Me encogí de hombros.

    —Si se trata de la fama... bueno, pues no. Ciertamente, no los inventé yo solo. Teníamos a Gribbin y Hawking de Inglaterra, a Sverdlich de Esmolensko... y, naturalmente, teníamos a todos los científicos franceses que emigraron después de la segunda Noche de San Bartolomé, así que disponíamos de una sólida base matemática y teníamos muchos físicos nucleares a mano. Pero si se trata de la responsabilidad... bueno, la aceptaré. —Aspiré una honda bocanada de aire. — Porque no habíamos pensado en el retroceso balístico.


    No sé qué reacción había esperado. Obtuve tres distintas... cuatro, si cuento al policía, que puso cara de preocupación. Larry puso cara de abatimiento. El otro Larry y los dos del FBI pusieron cara más bien inexpresiva: ya me había dado cuenta de que poner cara de póquer era un rasgo típico de Tau, probablemente porque se trataba de una línea temporal en la que a nadie le interesaba que los otros supieran lo que uno estaba pensando. Y los dos Dominic parecieron interesados. Tomé un sorbo de mi café, ya tirando a frío (aún no había tomado ni un bocado de lo otro) y traté de explicarme.

    —Existe una tensión entre los mundos... Se podría describir como una piel. Si se la perfora en algún lugar, toda la superficie queda debilitada. Es un poco como esos trozos de carne envueltos en plástico que venden en los supermercados, ¿entienden? —no, no lo entendían—. Como los envoltorios de sus huevos revueltos —insistí—. Se encuentra en un estado de tensión. Hacer una perforación requiere mucha energía pero luego la piel se debilita (se adelgaza, de hecho) en otros lugares. Es bastante difícil predecir dónde quedarán esos otros lugares, dado que se trata de geometría fractal... bueno, no se preocupen por eso; sencillamente, es muy difícil. El caso es que la piel se hace más delgada. Al principio sólo logra pasar por ella la radiación; luego, gases. Luego... algo más que gases —miré a nuestro Larry—. Desde que... esto... desde que te fuiste —le dije—, nos hemos encontrado con algunas perforaciones realmente malas. Enormes zonas abiertas que causan tormentas de gran violencia. Y... bueno, una mató a bastante gente. El tiempo Eta había construido edificios sobre una vía de tren abandonada. Dos locomotoras diesel y cuatro o cinco vagones llegaron a meterse a ochenta kilómetros por hora dentro de un edificio antes de que la abertura volviera a cerrarse.

    Nicky levantó la mano.

    — ¿Doc? Hubo ciertas historias sobre ruidos muy fuertes alrededor de un pequeño aeropuerto... ¿podría tratarse de eso? ¿De un tiempo en el que tuvieran naves cohete, como ésta?

    Empecé a abrir la boca dispuesto a contarle que un pulsador no era un cohete sino un aparato propulsado a reacción, pero logré contenerme a tiempo.

    —Yo diría que probablemente sí —le contesté—. Y parece que no logramos evitarlo. Al principio creímos que se debía a filtraciones energéticas de nuestros generadores de portal y que si lográbamos controlarlos mejor podríamos eliminar el retroceso balístico. Pero ahora pensamos que se trata realmente de un retroceso en el que está implicada una ley de conservación. Si una cantidad x de materia o energía va de mi tiempo al suyo, entonces una cantidad x debe volver de nuevo, aunque no necesariamente a mi tiempo. Puede que vaya a un tercer tiempo o puede que se fraccione y vaya a parar a varios tiempos totalmente distintos.

    Y no podemos impedirlo.

    —Jesús —dijo Nyla Christophe despectivamente—. Están jugando con dinamita... ¡Y luego hablan de irresponsabilidad!

    El senador Dom la interrumpió. Su tono no era tan acusador pero distaba mucho de ser amistoso. — ¿No sería una buena idea detener todo esto hasta que aprendieran a controlarlo? —me preguntó.

    —Sería una idea condenadamente buena —dije yo con fervor—. Sólo que se nos escapó de las manos cuando Larry fue capturado en Gamma. Podíamos detenernos pero nos era imposible detenernos y a la vez observarles a ellos... por no mencionar a los otros tiempos que se estaban acercando ya al descubrimiento, como el suyo, o a los que podían ser peligrosos en caso de hacerlo, como el de la señorita Christophe.
    —Dom, no estoy en posición de culparle de nada —dijo el senador con voz conciliadora—. Si hubiéramos avanzado algo más de prisa quizás mi tiempo hubiera sido el primero en romper la barrera y no tengo razón alguna para suponer que lo hubiésemos hecho mejor. Pero... tengo miedo, Dom. Ojalá hubiéramos pensado un poco más en las consecuencias antes de empezar. Los riesgos implicados son demasiado grandes y costosos, teniendo en cuenta que se trataba sólo de lograr una nueva arma.

    Entonces perdí el control. No era culpa suya... era básicamente culpa mía, porque lo que había dicho era muy parecido a lo que yo llevaba meses repitiéndome en los últimos tiempos.

    — ¡No se puede detener la investigación científica sólo porque implique algún peligro! —respondí secamente—. Y, de todos modos, ¿quién habla de armas?
    —Me pareció obvio que... —dijo él, pareciendo sorprendido.
    — ¡Quizás para algunos salvajes las aplicaciones militares eran obvias! ¿Tiene alguna idea, por pequeña que sea, de lo que significa el paratiempo en la investigación considerada de modo general? ¿En especial en las ciencias que no pueden llevar a cabo experimentos?—No sé exactamente a qué se refiere —dijo, frunciendo el ceño.
    — ¡Piénselo! La sociología, por ejemplo. No se puede aislar una sociedad y llevar a cabo experimentos en ella. Pero aquí tenemos un número infinito de sociedades, tan parecidas o distintas a la nuestra como queramos: ¡podemos desarrollar una sociología comparativa! O una economía, o una política, o cualquiera de las ciencias sociales... Y no sólo hablo de las ciencias blandas. Hay un meteorólogo que estuvo a punto de volverse loco cuando se enteró de que en el paratiempo de Nicky no habían tenido un huracán en el Atlántico en los últimos treinta años. Nosotros tenemos uno cada dos años más o menos y los daños son tremendos. Creen que está relacionado de algún modo con la industrialización y el crecimiento urbano; sabiendo eso quizás podamos hacer algo para detenerlos. Y también... el comercio.

    El Larry Douglas de Tau enderezó la cabeza.

    —No entiendo lo que dice, DeSota —replicó—. ¿Qué tipo de comercio puede haber entre dos poblaciones homogéneas de dos paratiempos?
    —Dos que tengan historias levemente distintas. Por ejemplo, manías levemente distintas... En estos momentos hay un negocio de unos veinte millones de dólares de aros de hula-hoop, procedente de una observación nuestra de hace un año.

    Por una vez mis invitados se mostraron unánimes. Todos pusieron cara de no entender absolutamente nada.

    — ¿Qué es un hula-hoop? —preguntó Larry Tau.
    —Una especie de juguete, nada más. Pero no estoy hablando solamente de juguetes, estoy hablando de cosas mucho más valiosas. Piénsenlo de este modo: si cada paratiempo gasta... oh, digamos que mil millones de dólares al año en investigación y desarrollo científico, y si es posible reunir la crema y la nata de cincuenta paratiempos diferentes en ese tiempo... bueno, incluso teniendo en cuenta las posibles coincidencias, ¡los resultados se multiplicarían de un modo increíble!

    Hubo unos instantes de silencio mientras lo digerían.

    —Creo que puedo entenderlo, Dom —dijo entonces Nicky, hablando lentamente—. No se puede descubrir algo hasta que lo intentas y, por lo tanto, en toda ciencia hay un elemento de riesgo. Y supongo que añadir la investigación de otras personas a la propia ayudaría mucho, de acuerdo. Pero con todo... sinceramente, Dom, no logro entender de qué puede servirle todo eso a la gente normal como yo.
    —Para empezar, podría salvar millones de vidas —le dije.
    — ¡Venga! ¿Cómo, derrotando a un enemigo antes de que él te derrote a ti o algo por el estilo?
    —No, eso no. Quizás eso fuera cierto en algunas ocasiones, pero no me refiero a eso. ¿Sabe lo que es el invierno nuclear? ¿La muerte de todo ser viviente porque una guerra nuclear llena el aire con tal cantidad de polvo que éste tapa el sol el tiempo suficiente para matar a toda la vegetación y a la mayor parte de los animales grandes... incluidos los seres humanos?

    Ninguno de ellos lo sabía, pero lo entendieron rápidamente.

    — ¿Eso es lo que entiende por un beneficio? —dijo Nyla Christophe con una mueca burlona—. ¿Matar a todo bicho viviente?
    —Claro que no. Pero algunas veces ha ocurrido. Existen tiempos que hemos logrado observar, en los que no hay ningún mamífero vivo más grande que las ratas... porque en ellos la guerra tuvo lugar hace cinco, diez o incluso más años y la raza humana, sencillamente, se exterminó a sí misma.
    — ¡Magnífico!

    Intenté no perder de nuevo los estribos. No era fácil. Aquella mujer tenía el don de sacarme de quicio y me pareció que en el senador producía los mismos efectos o incluso más profundos, porque la estaba mirando con una expresión que sólo puedo calificar de fascinada. —No —dije yo, recalcando bien las sílabas—, no es magnífico. Es sencillamente un hecho. Algunas líneas temporales ofrecen un planeta virgen de vida. La Tierra sigue ahí y a veces incluso las ciudades, aunque algo estropeadas. Pero no hay nadie para habitarlas. Y existen también otros tiempos, incluido el nuestro, en los que hay gente muriendo de hambre por falta de tierra cultivable, o gente sin hogar. Nuestra África ha estado sufriendo una sequía durante la mayor parte de la última década. Algunas partes de Asia se encuentran casi igual de mal, y en el pasado Latinoamérica tuvo también sus plagas y hambrunas.

    «Supongan que tomamos a toda esa gente sin tierra disponible y la dejamos emigrar a esos planetas vacíos en los que no hay población...

    — ¡Dom, eso es maravilloso! —gritó Nicky DeSota—. ¡Podrían darle una nueva vida a millones de personas! ¿Cómo se las arreglarían en su nuevo mundo?

    Parecía encontrarse en el séptimo cielo. Sabía exactamente qué sentía en esos momentos. Yo había sentido lo mismo... tiempo antes.

    —Claro que necesitarían ayuda —dije con cautela—. No es sólo la gente. Necesitan sus animales, a veces les hace falta maquinaria y prácticamente siempre necesitarán profesores y médicos para enseñarles a cultivar nuevas tierras y para cuidar de ellos... bueno, al menos eso es lo que podrían necesitar. Aún no lo hemos puesto en práctica.

    La exuberancia de Nicky se desinfló rápidamente. En cambio, se infló la autosuficiencia de Nyla.

    — ¡Qué caritativos! —dijo meneando la cabeza.
    — ¿Por qué no? —preguntó Nicky, casi suplicando.
    —Por tres razones —dije yo—. La primera es que nos encontramos con el problema del retroceso balístico. Si no podemos eliminarlo o, al menos, controlarlo, no podemos correr el riesgo de ninguna transferencia a gran escala. Puede que debamos dejar de utilizar los portales para siempre. Y la segunda... —miré a mi viejo amigo Larry Douglas—. Es el asunto de Gamma.

    El se removió en su asiento, pero no abrió la boca. Ya nos había dicho que no había tenido más remedio que entregarles el secreto del portal y no tenía nada más que añadir a eso.

    —Se refiere a los invasores de Sandia —dijo el senador, frunciendo el ceño.
    —Ya no es sólo Sandia, Dom —dije yo—. La guerra ha estallado. De momento no es grande, sólo en Washington. Pero los Gamma han ocupado todos los puentes del Potomac, la Casa Blanca y el Aeropuerto Nacional... lo que ustedes llaman el Campo Hoover. Y algunas de las escaramuzas han sido considerables. Creemos que hay como mínimo unas quinientas bajas. Lo primero que debemos hacer, dado que en cierto modo todo es responsabilidad nuestra, es apagar ese incendio... si podemos.

    Ahora había logrado atraer realmente la atención del senador. —Oh, Dios mío... —dijo.

    Intenté tranquilizarle un poco.

    —El combate ha cesado por el momento —le dije—. Hace cosa de media hora había solamente algún tiroteo aislado... naturalmente, siguen habiendo bajas civiles de vez en cuando...

    Eso no pareció tranquilizarle en lo más mínimo.

    — ¡Civiles! —exclamó—. Pero entonces, ¿por qué no...? Quiero decir que al menos podrían... ¿Acaso no están evacuando a los civiles, por el amor de Dios? —Creo que hay algo de eso, sí —respondí, algo sorprendido ante su reacción, pues sabía, me lo había contado él mismo—, que su familia estaba a más de mil kilómetros de distancia, en su casa de Chicago.
    —Tengo que regresar —dijo él con aire decidido.
    —Lo haremos, Dom —le repliqué—. Bueno, debe entender que eso no depende sólo de mí. Pero eso es lo que he recomendado en mi informe. De hecho, mi recomendación ha sido que vayamos todos a Washington D.C., Epsilón (ése es su tiempo, senador) para explicarles lo que está ocurriendo y ofrecer toda la ayuda que nos sea posible. Casi toda, quiero decir... —añadí, mirando de soslayo a nuestro Larry Douglas, el cual se encogió de hombros, nada sorprendido.

    Hubo una interrupción a cargo del otro Larry Douglas.

    —Yo no quiero volver a ningún sitio —dijo.
    — ¿Cómo dice?
    — ¡Digo que pido asilo! —exclamó con vehemencia—. No quiero volver a mi propio tiempo debido a la... esto... persecución política, y no quiero andar dando tumbos por ahí para verme metido en esas condenadas guerras que están librando no sé dónde. Me han metido en este lío y me deben algo. Quiero quedarme aquí. El gorila empezó a erguirse con aire amenazador en su asiento. Lo mismo hizo, inmediatamente, el flic-de-nation, su mano avanzando ya hacia la pistola de dardos que llevaba en la funda sobaquera. Christophe le apretó el hombro a Moe y el hombretón volvió a sentarse sin protestar, aunque lanzándole antes una mirada claramente asesina a Douglas-Tau.
    —Luego podremos hablar sobre eso —dijo Nyla con tono amable—. Tratemos de una cosa antes de meternos en otra. Dijo que había tres problemas y sólo ha mencionado dos.
    —Ah, sí —contesté sombríamente—. El otro elemento nuevo es la ecuación. Nos están observando también a nosotros. No sabemos quiénes son ni cuáles son sus propósitos. Pero lo hacen.
    — ¡Bien venidos al club! —trinó alegremente Nyla Christophe.

    Nuestro Larry, sintiéndose más valeroso ahora que el policía se interponía entre ella y él, se volvió a mirarla.

    —Oh, cierre el pico. Dom, esto es nuevo... ¿verdad? ¿Ha empezado a suceder desde que... desde que me fui?

    Hice un gesto de asentimiento.

    —No sabemos cuál es la fuente porque no logramos rastrearla... Hay indicios de que están usando una tecnología mucho más avanzada que la nuestra. Pero hemos conseguido lecturas de como mínimo cincuenta lugares distintos. Alguien nos está observando, y llevan haciéndolo unos tres meses como poco.
    —Por lo tanto, se encuentran en una situación idéntica a la que teníamos nosotros hace unos cuantos días —dijo el senador, con voz inexpresiva.
    —Me temo que sí —le contesté. Frunció levemente los labios, pensando en lo que acababa de contarles.
    — ¿Y qué piensan hacer ahora, Dom? —me preguntó—. ¿Van a devolverme a mi tiempo original?
    —Creo que eso es lo que le han reservado, Dom —dije—. De hecho, pienso que todos iremos ahí. Usted porque vive en él. Yo y Larry porque podemos darles la información necesaria para que logren defenderse. Y los demás porque... bueno, porque son la prueba viviente de que existen otros mundos —y también porque son una molestia, pensé, sin atreverme a decirlo en voz alta: ¿a quién le hacía falta en nuestro tiempo un par de agentes del FBI y un agente hipotecario?

    Me serví por fin un poco de huevo revuelto. Estaba frío y sabía a rayos pero la verdad es que no tenía demasiado apetito.


    Cuando los empleados de la limpieza entraron en el auditorio McCormick dispuestos a iniciar los preparativos para el Espectáculo Deportivo Invernal, las luces asustaron a un murciélago. « ¿Cómo diablos se ha metido aquí?», protestó el supervisor; pero lo más importante era librarse de él antes de que empezara el espectáculo. El problema se resolvió por sí solo. El murciélago revoloteó alocadamente por el lugar hasta que al fin logró escaparse por una de las grandes puertas a través de las que estaban entrando los vehículos para la nieve. Nadie volvió a pensar en él. Nadie creyó que el murciélago tuviera la menor importancia... hasta que, durante las semanas siguientes, primero los gatos callejeros, luego grandes cantidades de perros de todas las razas y, finalmente, algunos seres humanos empezaron a morir, víctimas del virus de la rabia que el murciélago había traído consigo.


    27 de agosto de 1983
    8.40 P.M. Señora Nyla Christophe Bowquist


    Me echaron a patadas de mi hermosa suite en el hotel. Ni siquiera Slavi pudo impedirlo, dado que la presidenta ocuparía toda la parte superior del hotel mientras durase la invasión de la Casa Blanca; pero al menos consiguió que el gerente me diera una habitación en el quinto piso. Era suficiente. Tenía una cama para mí y otra para Amy. A ella no le importaba aguantar mis ensayos y, ciertamente, no había ninguna otra razón en el mundo para que alguna de las dos deseara más intimidad. Ya no la necesitaba para las visitas de mi querido Dom, porque Dom no estaba aquí y tampoco para las llamadas telefónicas de mi esposo desde Chicago, ya que eran muy escasas. Ni tan siquiera Ferdie era capaz de lograr que se le diera acceso a las saturadas líneas telefónicas de Washington más que muy de vez en cuando.

    En cierto modo eso era una suerte, dado que aún no había logrado adoptar ninguna decisión sobre lo que iba a decirle.

    Tenía la impresión de que, en realidad, no había logrado adoptar demasiadas decisiones en los últimos tiempos. Para empezar, permanecer en una zona de guerra no era precisamente una decisión inteligente. La verdad es que me encontraba atrapada. El aeropuerto estaba en manos del enemigo, al igual que todos los puentes del Potomac y, muy posiblemente, todas las carreteras que salían de la capital: las fuerzas del enemigo, en patrullas o en efectivos aún superiores, parecían estar por todas partes. Cuando hube logrado decidir si tomaba el siguiente vuelo a Rochester me encontré con que ya no había vuelos a Rochester y por toda la ciudad se oían ruidos semejantes a tracas y fuegos artificiales que resultaban bastante aterradores.

    En la radio decían que el tiroteo no era demasiado serio. Yo no opinaba lo mismo. Cada vez que miraba por la ventana y veía el humo que se alzaba en Anacostia o cómo había sido decapitado el monumento a Washington cuando a los del otro lado se les ocurrió la idea de que teníamos allí un puesto de observación, pensaba que las cosas estaban poniéndose bastante serias.

    Por lo tanto, cuando Jock McClenty llamó a mi puerta le abrí bastante asustada.

    No esperaba buenas noticias. De hecho, no lograba ni tan siquiera concebir una posible buena noticia en aquella fea y lluviosa noche de sábado. Cuando vi al ayudante de Dom con el hombre del Servicio Secreto junto a él, lo primero que se me ocurrió fue que nos iban a detener.

    —Señora Bowquist —dijo Jock—, se trata del senador. Ha vuelto. Está aquí mismo, en el hotel, y nos ha enviado para llevarla con él.

    Bueno, se trata de eso... Me eché a llorar. Lloré a mares. No sé muy bien por qué, aunque supongo que se debía básicamente a que llevaba mucho tiempo almacenando lágrimas por un montón de razones distintas y bastaba la menor provocación para hacer que las soltara todas de golpe. Eso es lo que hice. Cuando llegamos al apartamento aún seguía llorando, pese a que el trayecto había sido largo: tuvimos que recorrer un montón de pasillos, cruzar un control de la policía de

    Washington en un extremo y otro del Servicio Secreto al final, antes de meternos en un ascensor.

    Sonándome con el quinto o el sexto Kleenex que me había dado el hombre del Servicio Secreto (¡realmente, les entrenan de maravilla!), salí del ascensor y miré a mi alrededor. La suite-apartamento era tan lujosa que, comparada con ella, mi antigua suite parecía una choza de campesino camboyano. Era doble y estaba provista de una alfombra en la que te podías hundir hasta los tobillos. El salón tenía un techo de casi cinco metros de altura, y unos ventanales que no habrían desentonado en una catedral. La primera persona que vi fue a Jackie Kennedy, de pie ante un ventanal, hablando con alguien... y la segunda persona que vi fue a ese alguien.

    Era Dom DeSota.

    — ¡Dom! —chillé y me lancé sobre él, con la nariz aún llena de mocos.

    Era Dom, cierto, pero no me abrazó como lo hubiera hecho Dom, no me dijo lo que Dom me hubiese dicho y ni siquiera olía como él. Olía a tabaco de pipa y su loción para después del afeitado era de otra marca... y, por encima de todo, Dom jamás hubiera hecho lo que hizo él.

    Me apartó.

    Lo hizo con mucha suavidad y de un modo casi delicado... pero me apartó. Por lo tanto no me llevé ninguna sorpresa cuando Jackie posó su mano en mi brazo y me dijo:

    —Nyla, querida... no es el auténtico. Bueno, al final no pasó nada porque el bueno también estaba allí. Se encontraba a mitad de la escalera de caracol que llevaba hasta los aposentos privados de la presidencia en el piso superior, pero cuando me vio bajó saltando por los escalones y, aunque con cierto retraso, finalmente conseguí mi abrazo. Al principio no me dijo nada. Se limitó a tenerme entre sus brazos y yo le devolví el apretón con toda mi alma... de hecho, con tal entusiasmo que si hubieran estado allí Marilyn y Ferdie en persona con los reporteros a un lado y sus abogados listos para el divorcio al otro, no le habría soltado ni un segundo antes de lo que le solté. Unos momentos después, Dom aflojó un poco su abrazo para mirarme y me dio un beso; y luego dijo, « ¡Oh, amor...!» mirando hacia la escalera.

    En lo alto de la escalera vi al secretario personal de la presidenta, inmóvil, golpeando levemente el suelo con el pie.

    —Adelante, Dom —dije, entendiéndolo todo—, estaré aquí cuando vuelvas.

    Volvió a irse, y Jackie trató de explicarme lo que estaba pasando, mientras Jock McClenty intentaba hacer lo mismo, hasta que logré hacerles entender a los dos que me hacía falta con más urgencia arreglarme y refrescarme un poco, y no tantas explicaciones. Un minuto después me hicieron cruzar un dormitorio que debió de ser construido como mínimo para el Sha del Irán (con el techo recubierto de espejos y, cielo santo, un Picasso auténtico en la pared) para llegar a un cuarto de baño con grifería de oro legítimo.

    Fue una suerte que tuviera la oportunidad de calmarme y acicalarme un poco, pues cuando salí del cuarto de baño del zar y volví al dormitorio del Sha me encontré con que aparentemente había sido designado para servir como sala de juntas para todos nosotros.

    Cuando digo «todos nosotros» no quiero decir sencillamente «todos nosotros». Me refiero a más «todos» y más «nosotros» de los que yo había visto jamás. Mi Dom había vuelto (la presidenta le había soltado para entregarse a confabulaciones secretas con un par de generales) y Dom y yo, naturalmente, éramos el gran «nosotros» de mi vida. Pero había tres Dom. Contando aquel cuya cara habíamos visto en la televisión, había cuatro.

    Y había dos yoes.

    Me había costado bastante aceptar el hecho de que hubiera más de un Dom pero... bueno, eso no era nada comparado con enfrentarse al hecho de que había más de una yo misma. Me recordó aquella vez, unos dos o tres años antes, que Ferdie y yo fuimos a pasar el fin de semana a los valles de Wisconsin con la intención de salvar nuestro matrimonio. Llevé mi gato siamés, Pantera, al pequeño apartamento de Amy, en el que se encontraba su gata Osita, también castrada como el mío. El encuentro no fue lo que se dice feliz. Lo primero que hizo Osita fue subirse de un salto al estante más próximo, tirando de paso la mitad de las estatuillas de madera de Amy al suelo, y lo primero que hizo Pantera fue zambullirse bajo una librería. No se gruñeron, no se amenazaron ni empezaron a bufarse. Lo único que hicieron todo el rato que estuve ahí fue mirarse fijamente cada uno desde su extremo del cuarto... aunque Amy me contó que media hora después estaban lamiéndose mutuamente.

    Era muy parecido a lo que pasó entre aquella otra Nyla y yo, aunque no me pareció nada probable que acabáramos lamiéndonos mutuamente. Se quedó sentada en un rincón mirándome y hablando de vez en cuando en voz baja con el hombre que tenía sentado a su lado, el cual parecía tener unos dos metros de alto y algo así como la mitad de ancho. Tenía un aspecto realmente imponente, debo reconocerlo. Yo me quedé sentada en uno de esos sofás para dos, estilo Reina Ana, compartiéndolo con Dom (mi Dom), dejando que me cogiera la mano y apoyando la cabeza en su hombro mientras él intentaba explicarme las sorprendentes cosas que había hecho desde la última vez que le vi. Y todo el rato nosotras dos, yo y la Nyla-que-era-yo, nos mirábamos fijamente y parecíamos incapaces de evitarlo.

    Aunque la examiné con mucha más atención de la que nunca le había dedicado a otra mujer, no me di cuenta de que le faltaban los pulgares hasta que Dom me lo contó en un murmullo. Esa no era la única diferencia. La expresión de su rostro no se parecía en nada, o al menos eso creí yo, a cualquiera de las que el mío había ostentado a lo largo de toda mi vida... ¿Cinismo? ¿Astucia? ¿Quizás incluso envidia? De todos modos, ella era yo.

    Estaba muy, muy agradecida de que el brazo de Dom estuviera rodeando mis hombros.

    Con todos esos acontecimientos no es demasiado sorprendente que no me diera cuenta de otra cosa fuera de lo común. El que hubiera tres Dom en la habitación ya era bastante malo y la presencia de otra Nyla empeoraba las cosas. Pero no éramos los únicos que se enfrentaban a sus duplicados. Cuando finalmente logré apartar los ojos de la otra Nyla el rato suficiente como para fijarme en los demás, vi que los Kennedy estaban conversando con dos hombres que se parecían a mi viejo amigo Lavrenti Djugashvili, y que me estaban mirando. —Shto eta, Lavi? —les dije en voz alta, dirigiéndome de modo imparcial a los dos a la vez. Los dos pusieron cara de no entender nada.

    Dom rió y me apretó un poco más con su brazo.

    —No son el embajador —me dijo—. Está en el aeropuerto dándole la bienvenida a unos científicos rusos que vienen a reunirse con nosotros.
    —Oh, Dios mío —dije yo, riendo porque eso era mejor que llorar—, ¿acaso hay dos copias de todo el mundo?
    —No sólo dos —respondió él sombríamente—. Me temo que hay una cantidad infinita. Pero hablando de nosotros dos sólo hay un yo y una tú que importen, y ahora están juntos. Dejemos que las cosas sigan así.

    Y de pronto, naturalmente, hubo otro aumento en el número de «nosotros» presentes en la habitación aunque los dos recién llegados eran meramente imaginarios. Sin embargo, yo podía verles con gran claridad (Marilyn a un lado, Ferdie al otro), expresando la ira, el dolor y la acusación con sus rostros.

    Por suerte, en aquel momento eran imaginarios, por muy reales que pudieran llegar a ser luego. Intenté con todas mis fuerzas expulsarles de mi cabeza.

    —Si es una proposición —dije—, la acepto. No quiero que volvamos a separarnos nunca... es decir, menos cuando tenga que hacer una gira de conciertos.
    —Y cuando yo tenga que hacer campañas electorales —añadió él sonriendo—. Lo prometo.

    Es sorprendente lo fácil que resulta hacer una promesa que luego te va a ser imposible mantener.


    Aun así, la Marilyn real y el Ferdie auténtico seguían existiendo y lo mínimo que les debíamos era cierta discreción hasta que hubiéramos podido explicarles lo que sucedía. Pese a todo (pese a todas las cosas increíbles que estaban sucediendo, por no mencionar el hecho de que mi país estaba siendo invadido justo al otro lado del ventanal), aún era capaz de preocuparme sobre el modo correcto y educado de hacer las cosas. Especialmente cuando me di cuenta de que Jack Kennedy nos miraba por el rabillo del ojo mientras seguía hablando con los dobles de Lavi.

    Me ruboricé un poco y me erguí en el sofá. No aparté el brazo de Dom pero me aparté unos centímetros de él. Dom se dio cuenta de lo que pasaba casi en el mismo segundo que yo. Noté cómo su cuerpo se alejaba un poco del mío.

    Y luego volvió a su posición original y pasó de nuevo su brazo sobre mis hombros. Lo hizo de un modo orgulloso y casi desafiante y yo pensé que después de todo, diablos, ya habíamos rebasado el punto en que hacía falta ser discretos. Si nuestra relación había sido un secreto, ahora ya no lo era.

    El lujo de la suite no se limitaba a la grifería de oro en el cuarto de baño. La suite contenía también una cocina y con ella iban incluidos un chef, un subchef y un camarero.

    —Come —dijo Dom... mi Dom—. Todo corre a cuenta de los contribuyentes —comí, pues, y nada más empezar me di cuenta de que tenía un apetito feroz. Lo mismo le ocurría a los viajeros del paratiempo que, aparentemente, no habían tenido muchas ocasiones de comer bien en los últimos días y estaban decididos a remediarlo. Aparte de la comida hubo también una activa conversación en la que yo no participé demasiado, porque me encontraba muy ocupada escuchando e intentando enterarme de lo que ocurría.

    La mayor parte de las explicaciones corrió a cargo de Dom, y Jack Kennedy se encargó de casi todas las preguntas.

    —Jack, hay un millón de líneas temporales —decía Dom—. No, no un millón. Puede que un millón de millón de millones... no sé, creo que la expresión adecuada es «una infinidad».
    —Notable —dijo Jack—, no tenía ni la menor idea de eso —estaba sentado delante de nosotros, apretando la mano de Jackie igual que Dom apretaba la mía. Deseé fervientemente que cuando llegáramos a su edad estuviéramos igual de enamorados, pese a nuestros inicios más bien pésimos y adulterinos. (Claro que también estaban todas aquellas historias sobre Jack y sólo el cielo sabía cuántas mujeres más y su matrimonio parecía haber sobrevivido a ellas pese a todo.)
    —Sólo podemos llegar a las que están cerca —siguió Dom—. El doctor Dom, aquí presente... —señaló con un gesto amistoso hacia el hombre en cuyos brazos me había arrojado yo antes y que estaba picoteando sin mucho entusiasmo un plato de falafel— bueno, él sabe de eso mucho más que yo.

    El otro Dom tragó un bocado.

    —Son prácticamente iguales al suyo y al mío —asintió—, pero naturalmente hay algunas diferencias. En la que les está invadiendo, el presidente de los Estados Unidos es Jerry Brown.
    —Jerry Brown! —exclamó Jack—. Eso es lo más difícil de creer de todo el asunto...
    —Pero si es así —el otro Dom cogió con su tenedor una porción de falafel y dijo—: Esto es buenísimo. He de intentar encontrar un poco para llevármelo a casa. Verá, ésa es otra de las ventajas del paratiempo, el aprender cómo hay muchas cosas distintas que pueden mejorar sustancialmente la calidad de vida. —No puedo decir que la nuestra haya mejorado mucho —replicó sarcásticamente Jack—. Prosigamos con las otras líneas temporales.
    —Bueno, hay un par en las que el presidente es Ronnie Reagan.
    — ¿Ronnie?
    —Sí, y en esas líneas Lyndon John fue presidente hace veinte años y antes de eso lo fue usted. Sólo que... —vaciló unos segundos, como si le costara decir lo que tenía en mente—. Sólo que en esas líneas le asesinaron cuando aún estaba en el cargo, senador. El asesino fue un hombre llamado Lee Harvey Oswald.

    Jacqueline tragó saliva o se atragantó, no estuve segura del todo... el sonido resultante fue un cruce entre las dos cosas. Jack la miró con cara de preocupación y luego volvió a mirar a Dom. La expresión de su rostro era tan difícil de precisar como el ruido que había hecho Jackie. En la mitad superior de su rostro las cejas mostraban una leve y comedida curiosidad, pero los músculos de su mandíbula estaban firmemente apretados.

    — ¿Lee Harvey Oswald? Un minuto, espere... era... sí, ya me acuerdo, ¿no era el tipo que le disparó al gobernador de Tejas?
    —El mismo.
    —Notable —dijo Jack Kennedy. La verdad es que no parecía haber nada mucho más adecuado que decir. Era una de esas revelaciones capaces de acabar con cualquier conversación. Jack se estremeció involuntariamente por un segundo—. Mi pobre esposa —dijo sonriendo y acariciando la mano de Jackie—. ¿Sabe usted qué tal le fue como viuda, doctor DeSota?
    —Yo... esto, pues no lo recuerdo muy bien —dijo aquel Dom en tono de disculpa y no sé muy bien porqué razón tuve la impresión de que estaba mintiendo. Jack asintió con expresión ausente. Estaba claro que él pensaba lo mismo pero le salvó de tener que seguir preguntando la aparición de un mayor con galones dorados en los hombros. Entró en la habitación recién afeitado y con el cabello cepillado haría apenas unos segundos, pero en sus ojos había un cansancio como no había visto yo antes en los de ningún hombre; parecía no haber dormido durante las últimas dos o tres noches, y probablemente así era.
    — ¿Senador DeSota? —dijo con cierta vacilación, mirando de un Dominic a otro—. La presidenta les verá ahora. A los tres, señor —añadió. Y Dom, mi Dom, me abrazó, me dio un beso en la mejilla y se puso en pie para dejarme.

    Me quedé sentada junto a los Kennedy. Supongo que hablaríamos. No estoy muy segura de cuál fue el tema de nuestra conversación, porque tenía demasiadas cosas en la cabeza, incluyendo en ellas a la otra Nyla. Aunque habíamos suspendido nuestra competición de miradas, no habíamos perdido el interés en reanudarla. Estaba de pie junto a la mesa del buffet frío, cortando raciones de queso para ella y su simiesco compañero con bastante destreza, dada su falta de pulgares. Pese a que no la pesqué de nuevo mirándome, estaba segura de que cada vez que yo volvía la cabeza ella había desviado los ojos una fracción de segundo antes. Estaba totalmente segura porque yo hacía exactamente lo mismo. Casi me pareció que ella sentía más interés por mí que al contrario... o, al menos, que ese interés era de naturaleza distinta, no meramente una curiosidad abstracta. Había en ella un propósito oculto, aunque no lograba imaginar de qué podía tratarse.

    Decidí que ella y yo debíamos hablar. No llegué a poner en práctica mi decisión, sin embargo, porque, justo cuando estaba reuniendo valor para levantarme y acercarme a ella, Lavrenti Djugashvili, el auténtico, entró en la habitación sonriendo y limpiándose la frente, contemplando con curiosidad a la otra Nyla antes de acercarse a mí.

    — ¡De lo más confuso! —dijo, besándome la mano y luego besándosela a Jacqueline—. ¡Un día de lo más difícil!
    — ¿Ha traído a sus muchachos? —le preguntó Jack Kennedy.
    —Oh, sí, naturalmente. Zupchin y Merejkowsky, dos brillantes físicos del Instituto de Estudios Teóricos Lenin. Luego se me sugirió que mi presencia ya no era necesaria —dijo con cierto sarcasmo.
    —Un mal rato, ¿no? —le preguntó el senador Kennedy con simpatía.

    Lavi se encogió de hombros.

    —No pienso hablar mal de la presidenta —dijo, extendiendo sus manos para demostrar hasta dónde llegaba su nobleza—, pero tengo muy claro que los comunistas no le gustan nada... incluido yo.

    También el senador decidió demostrar su amplitud de juicio.

    —No pienso decir muchas cosas en favor de la dama —dijo—, dando que se encuentra en el otro lado... es decir, para mí, en el partido equivocado. De todos modos, Lavi, debemos admitir que tiene muchos problemas en la cabeza. Han capturado a su esposo. Han ocupado su Casa Blanca. En estos momentos no debe tener muchas ganas de mostrarse razonable y, por encima de todo, no quiere ser la primera ocupante de la Presidencia de los Estados Unidos desde 1812 que deba ver cómo un enemigo conquista su capital. —Oh, sí, claro... —dijo Lavrenti en tono conciliador—. Especialmente dado que los invasores han dado nuevas señales de actividad... —hizo una pausa y nos miró—. ¿No les han informado? ¡Pero si están dando las noticias en la televisión y todo el mundo se ha enterado ya! Seguro que en este principesco lugar debe haber uno de esos aparatos... ¡Venga, busquémoslo!


    Efectivamente, había uno de esos aparatos, aunque estaba oculto tras las puertas de un mueble de caoba tallada, y desde luego había muchas noticias nuevas de las que ponernos al corriente.

    Pero ninguna era buena. Cuando encendimos el aparato nos encontramos contemplando tomas en directo de un combate bastante encarnizado. El escenario no era ningún país lejano. Estaba a unos cuantos bloques de nosotros, en el otro extremo del Malí, en los terrenos que circundaban el Capitolio. Tanques y transportes de tropas parecían afluir del otro lado del edificio del Tribunal Supremo, desplegándose en abanico para pillar al Capitolio entre los extremos de una tenaza. Había cadáveres en el suelo. La cámara enfocó a uno de ellos haciendo un zoom y sentí deseos de que no lo hubiera hecho. Otra toma y nos encontramos contemplando una hilera de tanques. Eran raros y no entendí del todo la razón de que me lo parecieran hasta que Lavi emitió un gruñido o algo parecido: me dio la impresión de que estaba enfadado y que el significado no era muy cortés, pero no me enteré muy bien, ya que había hablado en ruso y no en nuestro idioma.

    — ¡Es un arma nueva, Dominic! —exclamó luego, pero esta vez ya no en ruso.

    Y las proporciones de lo que veíamos se me hicieron repentinamente claras. Sí, eran tanques pero su tamaño era minúsculo: tendrían apenas unos dos metros de largo y llegarían más o menos a la altura del muslo de un hombre. Cada uno de ellos tenía un gran cañón que podía girar por encima del cuerpo principal del tanque como si fuera la cola de un escorpión.

    —No tenemos nada parecido en la Unión Soviética —se quejó Lavi.
    —Pues tampoco en esta América —dijo Jack Kennedy—. ¡Apostaría a que se controlan por radio! Santa Madre de Dios, ¡fijaos cómo disparan! —En efecto, los cañones no eran simples adornos: estaban disparando contra el Capitolio y a cada disparo grandes nubes en forma de hongo, compuestas de humo y escombros, se alzaban en los muros del edificio.

    El escenario cambió de nuevo. Ahora veíamos la sala de guerra de la NBC, bastante parecida a los cuarteles generales que la emisora montaba para cubrir la noche de las elecciones. Detrás de Tom Brokaw y John Chancellor había un gran mapa del distrito de Columbia que ocupaba toda la pared, y ellos dos estaban explicando cómo iban las cosas.

    No les hacía falta hablar mucho. Las imágenes lo decían todo. Casi una cuarta parte de la ciudad estaba ahora teñida de rojo (lo que indicaba a las fuerzas de ocupación), incluyendo la zona alrededor del Capitolio que acabábamos de ver, la Casa Blanca, la Elipse y la mayor parte del terreno que rodea al monumento a Washington, aparte de una ancha franja a lo largo del río y puntos aislados repartidos por todo el distrito. Y a lo largo de la mayor parte de los perímetros había intermitentes rojos, indicativos de combates que se desarrollaban en esos instantes.

    Brokaw estaba señalando hacia el Capitolio. —La irrupción más reciente —decía—, empezó hace cuarenta y cinco minutos, sin aviso previo, en la Calle Primera y en la Avenida de la Constitución. Simultáneamente empezaron combates en prácticamente todos los puntos de la ciudad en que nuestras tropas se enfrentan a las suyas —los fue nombrando uno a uno y luego recapituló el estado general de la situación—. De modo bastante incongruente —dijo—, se ha mantenido contacto telefónico constante entre los cuarteles generales de los invasores en la Casa Blanca y los nuestros, situados en un lugar no revelado dentro del distrito. Se sabe que los invasores han capturado a tres miembros del gabinete y como mínimo a tres cuartas partes del Alto Estado Mayor y sus ayudantes, así como a varios senadores, congresistas y altos cargos del gobierno. Ronald Reagan ha sido hecho también prisionero. Se ha permitido a todos los rehenes, tal y como les ha calificado nuestro gobierno, grabar cintas que han sido transmitidas por teléfono. Esta es la voz del general Westmoreland...

    Ya conocía su voz. No escuché el mensaje. Estaba mirando a Nyla Christophe y por una vez ella me devolvía la mirada. Por lo poco que Dom me había contado en voz baja había esperado... no sé, una mezcla de Mata Hari y agente de la Gestapo. No tenía ese aspecto. A decir verdad, su aspecto era básicamente parecido al mío. Tenía las manos ocultas y no me era posible fijarme en sus inexistentes pulgares. Lo que podía ver era una mujer de mi edad con un cuerpo y un rostro idénticos al mío... bueno, no, quizás estuviera uno o dos kilos más delgada que yo pero eso ciertamente no le sentaba mal... era la mujer que podría haber visto devolviéndome la mirada desde mi espejo una mañana cualquiera. Sabía muy bien que era capaz de dar miedo. Yo nunca había sido capaz de eso: jamás le había dado miedo nunca a nadie, pero no había crecido en un mundo capaz de cortarle los pulgares a una adolescente por robar en unos grandes almacenes. Seguía sin dirigirme la palabra, pero no parecía haber ninguna hostilidad en su mirada. Tampoco yo le había dicho nada aunque estaba empezando a tener la sensación de que si pudiéramos sentarnos un ratito a solas, como dos amigas que comparten una comida intrascendente (básicamente ensalada, con uno o dos cócteles para animar la velada), quizás acabáramos llevándonos muy bien.

    Empecé a darme cuenta de que ella y yo no éramos las únicas personas en la habitación que se observaban mutuamente desde hacía un rato. Lavi Djugashvili se había puesto en pie para marcharse pero no se decidía a hacerlo. Estaba mirando fijamente a los dos hombres llamados Larry Douglas. Habló en voz baja con Jack Kennedy, puso cara de perplejidad, sacudió la cabeza y finalmente habló en voz alta.

    — ¿Señor Douglas? ¿Puedo hablar un momento con usted... bueno, en realidad, con los dos?
    — ¿Por qué no? —dijo uno de ellos... no había modo de saber cuál de los dos.
    —Me he dado cuenta —dijo Lavi—, de que nos parecemos enormemente. ¿Sería acaso posible que fuéramos parientes?

    Uno de los Larry Douglas se rió.

    —Diablos, amigo, ése es un modo condenadamente tortuoso de expresarlo. Puede apostar su culo a que nuestro parentesco es mucho más íntimo. Tenemos los mismos papas y los mismos abuelos... dos de una clase y cuatro de otra.
    —Se refiere al abuelo Joe —dijo el otro, asintiendo.
    —Me refiero a todos —contestó el que había hablado primero—. El abuelo Joe es el único que se hizo famoso. Hace ochenta o noventa años era un pájaro de cuenta, realmente... robó bancos en Siberia, desafió a la ley... bueno, todo eso. Cuando las cosas empezaron a ponerse demasiado calientes para él en Rusia, se largó a los Estados Unidos y usó parte del dinero que había robado a los bancos para abrir un negocio de telas en New York. Se hizo bastante rico.
    —Lo mismo sucedió con el mío —exclamó el otro—. ¿El suyo acabó igual? ¿Le mató un tipo con un picahielos en su residencia veraniega de Ashokan?
    —No fue con un picahielos y la cosa sucedió en invierno, en Hobe Sound —dijo el primero—, pero el resto fue igual. Dijeron que era un asunto político. Se había llevado dinero que teóricamente pertenecía a la causa comunista, ya saben. ¿Su historia es parecida, embajador?

    Lavi se quedó callado mirándoles.

    —Hasta cierto punto, sí —dijo finalmente con voz cansada—. Sólo que mis abuelos no abandonaron Rusia. El abuelo Joe se quedó y llegó a ser bastante conocido bajo el nombre que tenía en el partido... Stalin —se pasó la mano por el rostro—. Todo esto es agotador —añadió—. Discúlpenme, por favor. Tengo que volver a mi embajada pero ustedes dos, caballeros... su situación... me gustaría hablar de ella y... —se quedó callado y meneó la cabeza.

    No pude evitarlo. Me levanté y le di un fuerte abrazo. Se quedó asombrado... tanto como yo. Pero me devolvió el abrazo y permanecimos unos segundos inmóviles. Luego me soltó, dio un paso hacia atrás y me besó la mano.

    —Debo irme... —dijo, y se detuvo a mitad de la frase, frunciendo el ceño. Estoy segura de que yo también lo había fruncido, porque oí lo mismo que él. El intercambio de disparos, lejano e inaudible, ya no era lejano ni inaudible. Venía de la calle.

    Nadie me miraba. Me di cuenta de que todos los ocupantes de la habitación miraban hacia la escalera que conducía a los aposentos privados de la presidenta, en el piso superior. Los centinelas del Servicio Secreto ya no estaban situados en el final de la escalera, vigilándonos y asegurándose de que no hiciéramos ningún gesto amenazador. Iban de un lado a otro del gran salón, haciendo que todo el mundo retrocediera pegándose a las paredes. Uno de ellos se aproximó a nuestro pequeño grupo y nos dijo:

    —Soy Jenner, del Servicio Secreto. La presidenta está siendo evacuada.
    — ¡Evacuada! —exclamó el senador Kennedy—. ¿Cuál es el problema, Jenner? ¿Corremos peligro?
    —Posiblemente sí, señor. Si quieren irse pueden hacerlo tan pronto como la presidenta esté a salvo. Hay una ruta bastante segura a través del aparcamiento subterráneo, pero deben quedarse aquí hasta que todo su séquito haya sido evacuado. Por favor... —añadió, y luego, como si se le ocurriera en el último segundo, dijo— señor.

    Y por las escaleras apareció la presidenta con todo su cortejo: más gente del Servicio Secreto, entre ellos tres mujeres; miembros de la policía del distrito, con el capitán Glenn al mando; la coronel del cuerpo de enlace femenino que transportaba los códigos de ataque nuclear y cuatro o cinco ayudantes que intentaban desesperadamente hablar con la presidenta mientras ésta bajaba los escalones, agarrándose con una mano a la barandilla. Y lo milagroso es que ella les estaba contestando a todos. Jamás había estado de acuerdo con la política de Nancy, pero debo admitir que tenía un aspecto digno del cargo incluso ahora, en el momento de la retirada.

    Apenas la presidenta se hubo metido en el ascensor, los miembros del Servicio Secreto que se habían quedado gritaron algo dirigiéndose a la suite del piso superior y los que habían estado reunidos con ella pudieron bajar. Reconocí a bastantes de ellos: a Dom (de hecho a tres Dom), junto con los dos rusos y un par más que, sin duda, debían de ser científicos igualmente llamados para hablar con ella.

    Todos se detuvieron antes de llegar al final de la escalera. Yo también me detuve. En la estancia resonó un murmullo repentino: todo el mundo pareció contener el aliento al mismo tiempo y hubo una amplia gama de jadeos que iban de la sorpresa a la inquietud. No sabía de qué se trataba... es decir, no lo sabía de un modo exacto. Me pareció que el grupo de gente que bajaba por la escalera era menos numeroso de lo que debía ser, pero no era a ellos a quienes estaban mirando ahora.

    El aire pareció enfriarse repentinamente y hubo algo como... supongo que debería calificarlo como un silencio. Era algo parecido a ese silencio en el que a uno se le destapan bruscamente los oídos cuando viaja en un reactor y se acostumbra de pronto al cambio de presión.

    Luego oí una voz a mi espalda. Una voz que me era muy conocida.

    —Discúlpeme, pero... ¿no deberíamos hablar un poco, Nyla?
    —Claro que sí, Nyla —contesté, volviéndome para enfrentarme a mí misma. Estaba sonriendo. Había algo en aquella sonrisa que me obligó a mirar hacia abajo. Sus manos carentes de pulgares estaban unidas al nivel de su cintura y asomando entre ellas aparecía la afilada punta de un cuchillo para trinchar carne, como los que había visto antes en la mesa del buffet... apuntándome.


    Ante la cabeza del hombre había un objeto (quizás debería llamársele una imagen) que tenía aproximadamente el tamaño de un balón de playa. Estaba compuesto de puntos luminosos. Una galaxia quizás hubiera tenido ese aspecto, vista desde fuera, si contuviera la suficiente densidad de estrellas, ha mayoría de los puntos luminosos eran de un azul claro, pero en el interior de la esfera había también líneas de vivo color verde, amarillo, naranja e incluso rojo, como las líneas gangrenosas que irradian desde una herida infectada Sobre la esfera había una hilera de lo que podrían haber sido espejos, reflejando el rostro preocupado del hombre... pero no eran espejos. En algunas de las imágenes el cabello era largo, en otras corto o inexistente. Algunos de los rostros tenían la piel atezada y otros pálida, algunos eran gruesos y otros delgados. «Ahora que al fin hemos logrado la sincronía —dijo el hombre sentado—, creo que por fin somos capaces de ver la extensión del problema. He obtenido mediciones de armónicos que llegan ya al sexto grado y siguen propagándose.» Hizo una pausa y miró el resto de caras, buscando signos de disconformidad. No encontró ninguno. «Si esto continúa —dijo con voz tranquila—, he pronosticado noventa y nueve probabilidades sobre cien de que dentro de un año estándar los disturbios causados serán a la vez plenos e irreversibles.»


    28 de agosto de 1983
    12.10 A.M. Agente Nyla Christophe


    Con todo lo que estaba pasando nadie prestó mucha atención a nuestros movimientos. Si hubieran mirado con atención el rostro de Nyla Bowquist quizás hubieran visto en él algo que les motivara a preguntarle qué le ocurría... al menos hasta que le dije que sonriera. Sonrió. Junto a la despensa había un cuarto de baño y al lado de éste una puerta que llevaba a las escaleras.

    Nadie nos vio cruzar esa puerta.

    —Esperaremos aquí un minuto, Bowquist —dije mirándola. Era atractiva. Me llevaba dos o tres kilos de ventaja, esos kilos que yo había eliminado sudando y matándome en las máquinas de ejercicios y sobre las colchonetas de judo, pero a ella no le sentaban mal. No estaba gorda, sólo algo más llenita que yo y con más curvas. Además olía de un modo totalmente distinto. Yo uso perfume de vez en cuando. ¿Por qué no? A los hombres les encanta y a mí me gusta tener hombres alrededor cuando pretendo acostarme con alguno. Pero ella lo llevaba como si fuera algo imprescindible; y también estaba el modo en que se había arreglado el cabello. Lo tenía bastante más largo que yo y su peinado hacía algo así como suaves remolinos. — ¿Quién es Bowquist? —le pregunté.
    —Ferdinand Bowquist es mi esposo —dijo. No parecía asustada aunque probablemente lo estaba. En su lugar, yo lo hubiera estado.
    —Ya lo había pensado. Pero me pareció que se pegaba mucho a ese senador.

    A eso no hubo respuesta. Bueno, yo tampoco hubiera respondido a esa observación, pero no sé por qué razón me alegró mucho ver que aquella mujer guapa y respetable también podía tontear un poco de vez en cuando.

    — ¿Qué piensas hacer conmigo? —me preguntó.
    —Muy poca cosa, cariño —dije yo—. Oí decir que tenías una habitación en este hotel. Lo único que pienso hacer es pedirla prestada durante un rato.

    La puerta se abrió. Yo había estado esperando que se abriera. Y por ella apareció Moe con los dos Larry, tal y como había esperado. El otro Larry parecía sumido en la desesperación pero mi viejo compañero de cama estaba más bien enfadado.

    —Nyla —me dijo—, ¿estás loca o qué? No sé lo que intentas hacer, pero no puedes...
    —Cállate, encanto —le dije—. Vamos a dar un breve paseo.


    No fue breve y tampoco fue lo que se dice exactamente un paseo. Se trataba de bajar las escaleras y había catorce pisos (es decir, veintiocho tramos de peldaños) mientras que, incluso en el corazón del hotel, se empezaba a oír el tiroteo en las calles, y de vez en cuando también en los vestíbulos, fuera de las puertas de incendio ante las que pasábamos.

    Bastaba para alterar a cualquiera. Incluso mi Larry se puso nervioso. —Nyla, por el amor de Dios —le oí jadear detrás de mí—. ¿En qué nos estás metiendo? ¡Estos tipos van a disparar primero y preguntar después! A mí también se me estaba acabando el aliento y agradecí la oportunidad de pararme un minuto.

    —Eso es algo que nadie hace, gilipollas —le contesté—. Primero se quedarán mirándonos y luego nos harán preguntas y luego, ¿sabes lo que pasará? Pues que sean del bando que sean nosotros no estamos en el otro bando, ¿verdad? —excepto Nyla Bowquist, añadí mentalmente; pero ¿quién iba a dispararle a ella?—. De todos modos, ya sólo faltan tres pisos.

    Y así era, pero yo no había contado con que en aquel tiempo Washington debía de ser un área con elevado índice de criminalidad. Las puertas del final de la escalera eran de ese tipo que sólo puede abrirse desde un lado y, lo que era aún peor, se trataba de puertas contra incendio, puro acero, con unos goznes capaces de resistir incluso las llamas. Miré a Moe con cierta duda.

    — ¿Crees que podrás abrirlas? —le pregunté.

    No me respondió, a menos que un gruñido desanimado pueda considerarse como una respuesta. Retrocedió todo lo que pudo y se lanzó corriendo hacia delante, propinándole una patada a la puerta, justo en la cerradura, con todo su peso, que era considerable...

    La puerta no cedió. El estruendo fue magnífico pero los resultados nulos. Moe empezó a dar saltitos sosteniéndose sobre un solo pie y frotándose el otro, mirándome con expresión de amargura. Me encogí de hombros.

    —Prueba otra vez —le dije, pero antes de que pudiera hacerlo o intentar discutir conmigo la puerta se abrió. En el umbral había un soldado con uniforme de combate que nos apuntaba con su rifle automático. Parecía asustado, pero no lo estaba tanto como yo.
    — ¿Quién diablos son ustedes? —nos preguntó.

    No tengo una idea muy exacta de cómo habría manejado la situación. Quizás se tratara de que se encontraba en un ambiente extraño y eso le volvía más osado o quizás, simplemente, era el que jadeaba menos de todos nosotros pero, fuera cual fuese la razón, Moe se encargó del asunto.

    —Eh, amigo, tenga cuidado con eso —le dijo sonriente, volviendo a apoyarse en los dos pies—. Son VIPS y estoy intentando alejarles del tiroteo. Yo soy del FBI. Voy a sacar mis credenciales del bolsillo para enseñárselas y voy a hacerlo con mucha lentitud...

    Lo hizo; y el soldado era lo bastante joven y lo bastante idiota como para acercarse a examinarlas, y ése fue su error. Uuf, dijo al hundirle Moe el cuchillo en las tripas, antes de que yo pudiera intentar detenerle.

    Por lo tanto, teníamos libre el camino hasta la habitación de Nyla Bowquist; teníamos también un arma y, por encima de todo, teníamos ahora el problema de que habíamos acabado por cometer un crimen que no iba a ser tomado precisamente a la ligera y por el que podíamos ser castigados en aquel lugar.

    Había una nota prendida con un alfiler en la almohada del dormitorio de Nyla:

    Querida Nyla,
    Me hacen abandonar el hotel Intentaré llegar hasta la casa del senador Kennedy y esperarte allí ¡Espero que estéis todos bien!
    Amy


    A decir verdad, no me importó demasiado la ausencia o presencia de Amy. Lo que sí me gustó fue ver el armario entreabierto repleto de vestidos, pantalones y blusas; por no mencionar el cuarto de baño, con una ducha que funcionaba. Dejé a Moe a cargo de los nerviosos rehenes y me di una ducha.

    Era magnífico, y la ducha es el lugar donde siempre consigo pensar mejor. Me hacía falta pensar. La situación había tomado unos derroteros que no había previsto.

    Que tuviéramos un arma era excelente. Nunca había visto antes aquel modelo pero tenía seguro, mira, gatillo y un cargador de munición, y estaba perfectamente convencida de que podría arreglármelas con él. Mucha gente cree que no puedo usar armas faltándome los pulgares. Hay bastantes que han llegado a perder dinero apostando por ello y uno o dos perdieron bastante más que dinero. Una vez que has disparado todas y cada una de las armas existentes en los almacenes del FBI no puedes tener demasiados problemas para entender cómo funciona un artefacto diseñado para que en uno de sus extremos explote la pólvora y por el otro salga disparada la bala del cañón.

    No es una habilidad particularmente femenina, pero la verdad es que no he tenido mucho tiempo para concentrarme en ser femenina.

    No estoy hablando de hacer el amor, porque podría reunir al menos una docena de hombres capaces de atestiguar que en lo tocante a ser mujer alcanzo el sobresaliente, fuere cual sea el sistema de puntuación elegido. Me refiero a otro tipo de cosas, el tipo de cosas que veía en Nyla Bowquist. Aquel cabello tan perfecto, cómo caminar llevando tacones altos igual que si anduviera descalza... Ese es el tipo de cosas que pienso cuando estoy bajo una ducha caliente y mi mente consciente está desconectada en más de un cincuenta por ciento, dejando que mi cabeza vague por donde quiera.

    Esta vez no la dejé vagar mucho tiempo. Había demasiadas razones para hacerla volver a la realidad y en esa realidad casi todo tenía un aspecto muy feo.

    Lo más feo era tener un cadáver por explicar.

    Quizás como asunto práctico eso no fuera importante... había montones de cadáveres alrededor con tanto tiroteo. Pero seguía sin gustarme. Nunca me ha resultado fácil matar y no me gusta la gente a la que le entusiasma matar cuando no es absolutamente necesario. Tenía la intención de que, antes de que pasara mucho tiempo, Moe empezara a lamentar lo que había hecho.

    No mucho tiempo, pero tampoco de inmediato, porque ahora mismo tenía otras cosas que hacer.

    Cuando hube terminado de enjuagarme el pelo, me pareció que ya tenía un plan suficientemente pensado. Me envolví una toalla alrededor del pelo mojado sin molestarme en tapar el resto de mi cuerpo y abrí la puerta. Obtuve tres atentas miradas masculinas, las ignoré y me fui hacia Nyla Bowquist.

    —Me gustaría coger prestada un poco de ropa interior —le dije con un tono bastante cortés.
    —En el cajón —me contestó ella, señalando con un dedo. Estaba demasiado bien educada para hacer ningún comentario sobre mi desnudez, pero al abrir el cajón vi cómo intentaba no sonreír. Medias, pandes, sujetadores... todo limpiamente doblado y muy ordenado; Amy debía de ser un auténtico tesoro. Escogí un conjunto de seda blanca y empecé a ponérmelo mientras hablaba.
    —Lo que vamos a hacer —dije—, es robar un portal. Luego nos iremos a casa.

    Eso cambió la expresión de todos los rostros, especialmente los masculinos. Me he dado cuenta de que, aunque a todos los hombres les interesa un cuerpo desnudo, hay algo especialmente excitante en uno que esté aún húmedo y rosado después del baño; les encanta tener la oportunidad de hacer que vuelva a sudar y ensuciarse. Pero muy pronto hice que olvidaran esos pensamientos. Moe asintió, aceptando lo que había dicho como una orden. El otro Larry puso cara de asombro. Y mi Larry puso cara de irritación.

    — ¡Por el amor de Dios, Nyla! —gruñó—. ¿Nunca sabes cuándo has ido ya demasiado lejos? ¡Quédate aquí! ¡Olvida eso de regresar!

    Sacudí la cabeza.

    —Quizás tú puedas olvidarlo, ricura —le dije—, porque, si debo decirte la verdad, no te espera un futuro demasiado brillante en casa. Pero yo trabajo para el FBI y ellos esperan algo de mí. Voy a cumplir con lo que esperan.
    —Oh, Nyla, infiernos... —protestó—. ¿Quieres volver a ese sitio en el que puedes ir a la cárcel por llevar los pantalones unos cuantos centímetros por encima de la rodilla? ¡Aquí no se está tan mal! Cuando hayan logrado arreglar esta guerra... —luego su mente se dio cuenta de lo que estaba diciendo y la expresión de su rostro pasó de la irritación al temor—. ¿Qué has querido decir con eso de mi futuro?
    —No pensarías que iba a protegerte para siempre, ¿verdad? —le dije en tono casi maternal—. Yo diría que has dejado de ser útil, encanto... ¿Puedes darme esos pantalones, Bowquist?
    —Pero, Nyla... ¡Hay algo entre nosotros!
    —Venga, Larry, ¿a quién crees estar engañando? Tú tenías tus propios negocios, una pequeña estafa por aquí, un poquito de chantaje por allá... No te culpo si llegaste a imaginar que el encontrarme a mí era tu gran oportunidad Tirarse a una agente del FBI era un modo estupendo para descubrir cuándo corrías peligro. Pero se acabó, cariño. Corrías peligro y yo no te lo dije.
    — ¡Nyla! —estaba empezando a sudar. En cambio, el otro Larry estaba empezando a parecer un poco más animado: cuanto peor se ponen las cosas para otra persona, menos asfixiantes le parecen a uno sus propios problemas. Los dos eran de la misma clase: atractivos, con encanto, escurridizos y totalmente carentes de escrúpulos en el fondo.
    —No me guardes rencor —le dije, subiéndome la cremallera de los pantalones y admirándome en el espejo. No eran todo lo apretados que yo hubiera querido, pero al fin y al cabo intentaba no atraer la atención, y no lo contrario. Le di unas palmaditas en el hombro—. Ya sabes que yo también obtuve lo que deseaba. Pienso ponerte para siempre en el primer lugar de todos los hombres que han pasado por mi cama y desde el principio estuve segura de que acabarías sirviéndome como informador. Cosa que hiciste —me quité la toalla de la cabeza y me toqué el pelo. Aún estaba bastante húmedo—. Bowquist, ¿tiene algún secador que pueda coger prestado?
    —En el cuarto de baño —dijo, poniéndose en pie para ir a buscarlo, pero yo la detuve con un gesto.
    —Larry, ve a cogerlo y enchúfalo —le dije. Se puso en pie con cara resentida y le oí trastear ruidosamente por los armarios del baño—. Bueno, ahora vamos a hacer un trato. Tenemos algo que ellos quieren y ellos tienen algo que nosotros queremos.
    — ¿El qué, jefa? —gruñó Moe, frunciendo el ceño ante conceptos tan difíciles. —Lo que ellos tienen es un portal. Lo que nosotros tenemos son rehenes —sonreí amablemente a la otra Nyla y al otro Larry—. Supongo que a Bowquist es a quien tendrán más ganas de recuperar —dije—, juzgando por el modo en que la estaba estrujando su amiguito. Por desgracia, él no tiene un portal. Eso le deja a usted, doctor Douglas, en primer lugar. Supongo que tendrán muchas ganas de echarle las manos encima...
    — ¡Oh, no! —gritó—. ¡Oiga, no me entregue a ellos! Tengo una idea mejor.
    —Soy toda oídos —le dije sonriendo.
    —Tomaremos prestado un portal, quizás... no sé cómo pero ya me las arreglaré. Volveremos a su tiempo. ¡Les enseñaré a construirlos igual que hice con los otros! ¡Tal y como usted quería! ¡Trabajaré hasta caerme muerto de cansancio, se lo juro!

    Lo pensé durante unos momentos.

    —Quizás eso fuera más sencillo en ciertos aspectos —acabé admitiendo—. La cuestión es... ¿cómo conseguimos un portal? —me volví hacia Nyla Bowquist—. Quizás aquí es donde interviene usted —le dije—. ¿Cree que si habláramos amistosamente con su amiguito podría hacer que se nos permitiera usar un portal sólo un ratito?
    —No tengo ni idea —dijo ella, muy fría y remota. Este tipo de trapícheos no formaban parte de su mundo. No tuve más remedio que sentir admiración por ella. Una parte de mí deseaba ser más parecida a ella; otra parte de mí se estaba quejando amargamente de que yo podía haber sido... de que hubiera sido como ella si las cosas me hubieran ido de un modo levemente distinto, porque después de todo yo era ella.
    — ¿Cómo?
    —He dicho —repitió—, que a su amiguito parece haberle ocurrido algo —estaba mirando hacia la puerta del cuarto de baño.

    Tardé un segundo en comprender de qué me estaba hablando. Luego me di cuenta de que tenía razón. Los ruidos procedentes del cuarto de baño habían cesado hacía cierto tiempo pero Larry no había vuelto. Llegué a la puerta en una fracción de segundo.

    No había ningún sitio para esconderse ahí dentro: ni debajo de la pileta ni tan siquiera en el cubículo de la ducha, cuya cortina estaba descorrida, tal como la había dejado yo, mostrando el interior vacío.

    No estaba ahí. De ningún modo podía haber salido. Pero no estaba ahí.

    Por primera vez desde hacía muchísimo tiempo estaba realmente asustada. Me volví hacia Moe, que estaba en pie junto a la ventana, y empecé a abrir la boca para decirle que buscara debajo de la cama o algo parecido. Moe tenía cara de asombro...

    Y de pronto no hubo en su rostro la menor expresión. Ni siquiera hubo un rostro capaz de expresar algo.

    Así, en un instante.

    Yo estaba mirándole y de pronto me encontré mirando a través de él. Ya no estaba. Vi la ventana y el arma que le había quitado al soldado muerto apoyada junto a la pared, pero del hombre que había estado allí en pie no quedaba ni el menor rastro.

    De pronto me sentí desnuda, igual que me había sentido asustada. No me refiero a una simple desnudez corporal, como al salir antes de la ducha: quiero decir que me sentí indefensa por completo. Salté hacia el arma siguiendo un puro reflejo.

    Jamás logré llegar hasta ella.

    La habitación desapareció en un guiño...

    Y yo también me esfumé.


    Habían pasado ya sobre los verdes y húmedos campos de Irlanda y se encontraban a más de veinte mil metros sobre el Atlántico cuando acabaron de comprobar los billetes. No era el trabajo más divertido del mundo. Los pasajeros estaban nerviosos y se irritaban fácilmente. Sabían que algo andaba mal. Primero la espera inexplicada antes de que se abriera la puerta de embarque en Heathrow, luego las conversaciones en voz baja en la cabina de la tripulación y la desacostumbrada petición de que todos los pasajeros mostraran sus billetes después de haber despegado. Vero había que hacerlo. Se habían expedido 640 tarjetas de embarque. En la puerta se habían recogido 640 billetes. En el avión sólo había 639 pasajeros. Alguien, no se sabía cómo, había entrado por un extremo del túnel móvil usado para embarcar y luego no había salido por el otro extremo. Cuando todos los asientos de los dos niveles y los seis compartimentos hubieron sido comprobados con la lista de pasajeros, incluyendo los dieciocho lavabos y los nueve espacios de carga, seguían sin tener una respuesta, pero al menos tenían un nombre. «Bien —dijo el empleado que había recogido los billetes—, al menos sabemos que no contamos mal. Vero, ¿qué creéis que van a decirle a la familia de ese tal doctor John Gribbin?»


    27 de agosto de 1983
    10.50 P.M. Mayor DeSota, Dominic P.


    Ser un mayor sin tropas a las que mandar no es ser realmente un mayor, y a mí me habían quitado las mías. Los combates continuaban. A las diez y cuarto todas las armas que habíamos logrado pasar por el portal empezaron a disparar a la vez. La lucha era sangrienta y encarnizada. Lo sabía porque me encontraba observando el portal de vuelta que teníamos debajo del puente y podía ver cómo traían a los heridos. Pero yo no estaba tomando parte en ello. Lo único que hacía era estar ahí, de pie, con el pulgar metido en la presilla del cinturón, en espera de que alguien me dijera adonde debía ir y cuál se suponía que era mi misión.

    Toda la operación estaba empezando a cobrar un feo aspecto. Quizás se tratase del feo aspecto del fracaso. Las nuevas tropas que cruzaban el portal al sur del puente no eran asesinos dispuestos a luchar con las cabezas erguidas y los ojos brillantes. Entraban con los hombros encorvados en el gran cuadrado negro y guardaban silencio. Y los que volvían...

    Los médicos no daban abasto para ocuparse de los que volvían.

    A través del portal de regreso podía oír el ruido de los disparos y el whomp de los morteros y las granadas. Incluso el aire que salía de él era malo. Era aire de agosto, más caliente y húmedo que el nuestro, y olía. Olía a polvo, a incendios y a escombros. Olía a las alcantarillas destrozadas por el fuego de artillería y apestaba con las emanaciones de los diesel de los tanques.

    Olía a muerte.

    En otras circunstancias podría haber sido una noche preciosa. Podía imaginarme paseando junto a la orilla del río, rodeando con el brazo a una chica guapa, y sintiéndome muy feliz. Hacía calor pero, ¿qué otra cosa podía esperarse de Washington en agosto? La temperatura era elevada pero no insoportable y, aunque no había estrellas en el cielo, estaba el constante zap-zap de nuestros reflectores estroboscópicos, que ahora se contaban por docenas. La verdad es que ya no creía que lograsen engañar a los satélites rusos, pero sus reflejos en las nubes eran un bonito espectáculo.

    Pero las circunstancias eran malas. Me faltaba mucho para convertirme en héroe. Por lo menos habían logrado encontrarme otras ropas (téjanos y una camisa deportiva, probablemente procedente del K-Mart más próximo), así que ya no me hacía falta pasearme dentro de aquel ridículo frac alquilado. Pero eso no impedía que siguiera teniendo la impresión de que hacía el ridículo.

    Lo que más temía en el mundo estaba cada vez más cerca de mí. Retrocedí para evitar a un semioruga que cruzaba el portal cargado de camillas y tropecé con otro mirón como yo.

    —Lo siento —dije, y entonces vi las estrellas de general en su uniforme—. Dios mío —dije.
    —No —dijo tristemente el general Magruder—, soy yo, mayor DeSota. No es fácil sentir compasión por un general, especialmente por un general como Cara-de-Rata Magruder. Pero este hombre era totalmente distinto del que me había atormentado en Nuevo México. En su rostro había una expresión de tristeza acosada y no hacía falta mucho tiempo para descubrir el motivo. Bastó con preguntarle, con toda la cortesía de la que fui capaz, de qué parte de la operación estaba al mando y oírle responder:
    —No estoy a cargo de ninguna, DeSota. Me han trasladado. Al fuerte Leonard Wood. Partiré en avión por la mañana.
    —Oh —dije. No había mucho más que añadir. Cuando a un general le sacan de una operación en marcha y le trasladan a un puesto de entrenamiento no hace falta decir ni una palabra más. Supongo que en mi rostro se veía lo que estaba pensando. Me sonrió, y no era una sonrisa muy amistosa.
    —Si aún le preocupa el consejo de guerra —me dijo—, olvídelo. Tiene delante a cien personas más en la cola.
    —Es bueno oír eso, señor —dije. No sabía muy bien qué decir, claro.

    Me miró con sorpresa y desprecio.

    — ¿Bueno? —pareció darle vueltas a la palabra en su boca—. Yo no habría usado la palabra «bueno» para referirme a nada de esto —miró hacia el portal, donde un sargento que cojeaba estaba ayudando a una mujer con los galones de subteniente cosidos apresuradamente en su uniforme y con la cabeza envuelta en vendajes ensangrentados—. ¡Esa estúpida puta, esa presidenta! —explotó de pronto—. ¿Por qué nos obligó a hacerlo?
    —Está loca, señor —dije yo, intentando seguirle la corriente. — ¡Maldición, claro que está loca! Pero —dijo con expresión tenebrosa—, al menos su tipo de locura puedo entenderlo. No es una traidora. Y ese condenado cabeza de huevo...
    — ¿Cómo dice, señor?
    — ¡Ese científico! —rugió él—. No me refiero a Douglas. Me refiero al nuestro. ¿Sabe lo que dice ahora? ¡Pues que podríamos haber salvado toda la jodida operación! ¡Hay otros mundos que podríamos haber usado y en los que no vive ni una maldita persona!
    — ¿No hay gente, señor?
    —Donde toda la maldita raza humana voló por los aires hace años —prosiguió él como si no me hubiera oído—. Los ha observado. Parece como si hubieran tenido una guerra nuclear a toda escala en los setenta o por ahí. Claro que algunos de ellos son demasiado radiactivos y no podríamos usarlos. Pero otros no. Podríamos haber ido a uno de ellos. Ninguna oposición, no habría nadie para presentarnos combate. Podríamos haber mandado una flota de transportes hasta Rusia y haber construido portales donde quisiéramos. ¡Mierda! ¡Ni tan siquiera hubiéramos necesitado bombas! Sólo hubiera hecho falta pasar una cabeza nuclear, un millar si nos hubiera dado la gana, por todo el condenado país... o lo que solía ser su país. ¿Quiere un café? —dijo de pronto.
    —Yo...
    —Venga —me dijo y cruzó la calle hacia el edificio de los cuarteles generales—. No lo sabíamos —me dijo lúgubremente por encima del hombro—. Ahora todo se ha ido a la mierda.

    Incluso un general relevado del mando consigue lo que desea. El coronel con las manos llenas de papeles se me quedó mirando, pero las estrellas del general me protegían. No dijo ni palabra mientras Cara-de-Rata sacaba dos vasos de la vitrina y me tendía uno.

    —Esta nueva operación, general... —empecé a decirle.
    —Sí, sí. Creo que la tenemos localizada. Sólo que... ¿cuánto tiempo nos queda?
    — ¿Tiempo, señor? —Los rusos —me explicó—. Se están poniendo nerviosillos —tomó un largo trago de café. Estaría unos dos grados por debajo del punto de ebullición y el pequeño sorbo que di me abrasó la garganta. Debía de tener un cuello de acero fundido—. Se está corriendo la voz, DeSota —me dijo con voz cansada—. Los prisioneros hablan con sus centinelas, los centinelas hablan con sus amiguitas. Los heridos hablan con sus enfermeras. Incluso han hablado con algunos reporteros. No podemos mantener la tapadera mucho más tiempo... ¿Qué sucede, coronel? —le preguntó.

    El coronel estaba revolviendo entre sus papeles.

    —Discúlpeme, señor —dijo secamente, y su tono no era precisamente de disculpa—, pero este hombre... ¿es Dominic DeSota? ¿Sí? Cristo, DeSota, ¿qué cono está usted haciendo aquí? ¡Está en el lugar equivocado! Debería estar ya en el punto de salida... ¡mueva el culo y vaya ahora mismo al zoo!


    Magruder me acompañó. No me preguntó si lo deseaba. Se limitó a meterse en el jeep por un lado mientras que yo entraba por el otro, y no me atreví a discutir. No abrió la boca mientras el conductor pisaba a fondo el pedal. No había demasiados coches. Los civiles se habían enterado ya de lo que pasaba y habían decidido no aventurarse en las calles. Los semáforos no habían alterado su ritmo, pero nosotros atravesábamos los cruces como un rayo, tocando la bocina sin hacer el menor caso de si estaban rojo o verde. No había nada para detenernos... hasta que giramos para entrar en la avenida.

    Entonces nos encontramos de todo.

    La avenida se había convertido en un colosal atasco. Parecía el inicio del desfile del Día de la Inauguración, con todo el poderío militar de la república llenando las calles adyacentes, con los jefes de los destacamentos paseando inquietos con sus cascos rojos y dorados delante de sus vehículos, hablando por sus radios y dispuestos a ponerse en marcha al recibir la señal. Sólo que no se estaban preparando para un desfile. Estaban preparándose para cruzar el portal siguiendo a la señora presidenta. Y había otra cosa fuera de lugar. Una de las calzadas de la avenida permanecía libre para evacuar algunos de los animales más voluminosos del zoo, inquietos a causa de los ruidos y asustados por todo el tumulto. Vehículos parecidos a camionetas de mudanzas pero con fuertes barrotes en las ventanillas estaban llevándose a los leones, los leopardos y los gorilas. Detrás de ellos venían los guardianes conduciendo frenéticamente a las jirafas, los elefantes y las cebras a través de la cálida noche de Washington. Nuestro conductor apretó furiosamente el claxon. Un elefante, no menos furioso, le devolvió el trompeteo.

    — ¡Mierda! —me chilló Magruder al oído—, ¡nunca lograremos cruzar esto! ¡Caminaremos!

    Ni siquiera caminar era fácil. Los vehículos de combate estaban inmóviles y esquivarlos significaba al mismo tiempo esquivar a los elefantes... y, de vez en cuando, esquivar los montones humeantes de sus excrementos. Cara-de-Rata Magruder se movía como el delantero centro del equipo que intenta pasar con la pelota a través de la barrera enemiga, gritándome constantemente por encima del hombro. No lograba oír lo que decía; estaba demasiado ocupado intentando seguirle hasta el portal a través de la entrada del zoo.

    En el portal no había movimiento alguno.

    —Mierda —repito Magruder— ¡Venga! —y se dirigió hacia la cafetería del zoo, donde los comandantes estaban agrupados alrededor de una pantalla de televisión—. ¿Qué está pasando aquí? —rugió.

    Un general de dos estrellas apartó los ojos del aparato.

    —Véalo usted mismo —le dijo, señalando con el pulgar hacia la pantalla—. Es una transmisión vía satélite desde la Sociedad de Naciones, en Ginebra.

    Un hombre gordo con gafas de pinza estaba leyendo un discurso ante las cámaras; la voz que lo acompañaba no era la suya sino la de una mujer que traducía del ruso al inglés.

    — ¿Los rojos? —dijo Magruder.
    —En el blanco —le contestó el mayor general—. Ese que habla es el delegado soviético. ¿Se da cuenta de la cara de sueño que tiene? Ahí deben ser como las seis de la madrugada y debe llevar despierto toda la noche.
    — ¿Qué está diciendo, señor? —pregunté yo.
    —Bueno —respondió cortésmente el mayor general—, está diciendo que tienen... ¿cómo lo ha expresado? Pues que tienen pruebas irrefutables de que estamos planeando un ataque a su país a través de un tiempo paralelo. Está diciendo que si no cesamos de inmediato nuestra «invasión» su pueblo la considerará como si fuera un ataque dirigido a su propio país. De risa, ¿no? Los rusos protegiendo a los norteamericanos de los norteamericanos...Tragué saliva.
    —Eso quiere decir...
    — ¿Que atacarán? Sí, parece que eso es lo que intenta decir. Bueno, eso debe quitarle a usted un peso de encima. Hemos detenido todo movimiento de tropas hasta que alguien piense qué vamos a hacer... y, gracias a Dios, ese alguien está muy por encima de mí.


    Al ser una de las escasas personas que lograban entender al anciano cuando hablaba, era la única a la que se le permitía empujar su silla de ruedas por los venerables senderos llenos de baches de la universidad. Pero no podía arreglárselas ella sola con los escalones. «Buscaré alguien que me eche una mano», dijo, inclinándose luego sobre el anciano para escuchar el murmullo de su respuesta. «Oh, no —dijo—, no es ninguna molestia, doctor Hawking!» Y lo decía con sinceridad. Ni siquiera bajo el agobiante calor del agosto más cálido de la historia de Inglaterra (¡debían de estar superando con creces los cuarenta grados!), pasear a un científico de fama mundial por los agradables paisajes de Cambridge no era una imposición. Era un honor. Y también una responsabilidad, cuando volvió acompañada por un corpulento empleado y un nervioso estudiante del King's College lanzó un grito lleno de dolor. «Pero... ¡no puede haberse marchado!», gimió. Pese a todo, ahí estaba la silla de ruedas vacía, con las correas aún ceñidas y el apoya pies colocado todavía a la altura de sus piernas marchitas... y Stephen Hawking se había ido.


    Añ 11-110, 111-111, me 1-000, di 11-101
    Ho 1-010, mn 11-110 Senador Dominic DeSota


    Uno no se acostumbra a saltar de un tiempo paralelo a otro ni siquiera cuando sabe que está ocurriendo.

    Y yo no lo sabía.

    Todo lo que sabía era que en un momento dado estaba bajando a toda prisa las escaleras tras abandonar la suite de la presidenta, buscando a la dama de mis sueños y de pronto, sin un lapso de tiempo intermedio apreciable (aunque debieron de pasar horas y quizás incluso días) me encontré tendido de espaldas, escuchando cómo una voz melosa me susurraba al oído que no debía ponerme nervioso por nada. Ese es el tipo de cosas que siempre hacen que empiece a preocuparme. Sé reconocer una mentira cuando la oigo y empecé a preocuparme.

    Es decir, la parte de mi cerebro capaz de razonar estaba preocupada. Mi cuerpo no parecía alterarse en lo más mínimo. Estaba tendido y perfectamente relajado. Creo que nunca había estado tan relajado con anterioridad, excepto quizás alguna vez después de una sesión realmente buena con Nyla, cuando volvía a reclinarme en el lecho con todos y cada uno de los nudos de mis músculos perfectamente desatados. No quiero decir con ello que el estado en que me hallaba tuviera nada que ver con el sexo, sólo que me encontraba en una condición de bienestar físico total y absoluto.

    No había razón alguna para ello. Al contrario, tenía todas las razones del mundo para sentirme tenso y asustado, y eso debería traslucirse en músculos apretados y nervios a punto de saltar. No había nada a la vista y nada que oír que pudiera resultarme tranquilizador. Estaba tendido sobre un duro camastro en una habitación que tenía un notable parecido con un depósito de cadáveres. Había en ella doce camastros más, cada uno conteniendo un cuerpo. Incluso se olía ese aroma desagradable a medicinas que se supone que deben de tener los depósitos de cadáveres.

    La persona que tan dulcemente me susurraba al oído tampoco tenía nada de tranquilizadora. Carecía de rostro: sólo había un espacio vacío de color vagamente rosado entre el cabello y el mentón. El color se alteraba un poco cuando hablaba, pro no había ningún rastro distinguible. El (o ella) me estaba diciendo:

    —Será bien tratado, esto, senador, esto... DeSota, y se encontrará en total libertad —y me estaba mirando, aunque yo no podía ver sus ojos, porque cada vez que él (o ella) me tocaba sentía un cosquilleo o un leve pinchazo.

    Me estaban haciendo algo. Dejé que siguieran haciéndolo.

    Y eso era otra cosa extraña. Mi pasividad, el dejar que hicieran conmigo lo que quisieran. No pienso negar que estaba bastante inquieto... bueno, no, asustado... ¡qué diablos, estaba aterrorizado! Pero fuera cual fuese el mensaje que mi mente consciente le estaba mandando al resto de mi cabeza, mi cuerpo seguía totalmente relajado y obediente. Hacía lo que le decían. Ni siquiera hacía falta que el mensaje fuera oral; bastaba con un gesto y con que me tocaran y al instante mi cuerpo se inmovilizaba, se daba la vuelta o presentaba una parte de sí mismo para lo que desearan hacerle. Se me ocurrió en seguida que ya había visto suceder algo parecido anteriormente cuando Nyla Sin-Pulgares y los demás se quedaron dormidos antes de que nos rescataran en el motel de Nuevo México. Pero ellos se habían quedado dormidos, simplemente. Esto era algo mucho peor. Y entonces yo había sido sólo un observador. No había tenido que sufrir toda esta serie de indignidades en las que mi cuerpo, como broche final, había acabado dándose la vuelta y levantando el trasero para recibir una última inyección.

    En ese momento me di cuenta de que estaba desnudo. Quizás no hubiera llegado a darme cuenta de no ser porque la voz me dijo:

    —Ya puede levantarse y vestirse. Luego entre en el deslizador.


    Mi cuerpo, siempre obediente, se puso un par de zapatillas de tenis, unos pantalones cortos y una especie de camiseta que cogió de un estante: todo me iba a la perfección, no tanto porque fuera mi talla como porque estaba hecho de un tejido con el cual no importaba demasiado la talla. Luego mi cuerpo siguió obedientemente al hombre (o a la mujer) hasta salir del cubículo sin puertas. No, no había puertas. No, tampoco apareció ninguna de modo mágico. Todo lo que sucedió fue que él (o ella) echó a andar hacia la pared y luego siguió andando, así que yo hice lo mismo... acompañado por siete u ocho cuerpos igualmente obedientes que iban todos ataviados con aquella ropa de talla elástica que nos daba el aspecto de ir a la playa. Y de hecho nos encontrábamos en una playa. O algo parecido. Estábamos en una especie de aeropuerto, una extraña mezcla entre lo nuevo y lo decrépito. Hacía un caluroso día de verano y en el aire se podía oler el aroma salado del agua marina junto con un cierto olor a pescado muerto: soplaba una leve brisa y al otro lado del camino se veía el destello del oleaje. Detrás de un poste truncado había un bloque de cemento en el que se habían incrustado conchas marinas formando letras. Las nieves del invierno y los soles del verano las habían estropeado bastante pero aún podía entenderse lo que decían:

    CAMPO FLOYD BENNETT


    Detrás del achaparrado edificio blanco que acabábamos de abandonar (tampoco había puerta en la parte exterior del muro) apareció una aeronave con forma triangular que iría a varios cientos de kilómetros por hora, acompañada por un estruendo ensordecedor. Bajó los alerones, invirtió los motores y se aposentó a unos metros del edificio. Luego rodó unos cincuenta metros hasta detenerse. Por su parte, también el edificio empezó a moverse. Se estremeció levemente, pareció decidirse y se deslizó hasta la aeronave, mientras que a medio kilómetro de distancia otra nave de vientre hinchado se posaba junto a otro edificio blanco. Me volví hacía el zombi feliz que tenía al lado y le dije:

    —Dorothy, creo que ya no estamos en Kansas.v

    El me miró con cara de irritación. Luego, su expresión cambió.

    — ¿Le conozco? —me preguntó.

    Yo le examiné con más atención.

    — ¿El doctor Gribbin? —dije—. ¿De Sandia? —Rayos y truenos —dijo—. Usted es el congresista yanqui. ¿Sabe usted qué diablos está pasando?

    Bueno, ¿cómo se puede responder a una pregunta semejante? Mientras intentaba hallar algo adecuado para responderle, una voz a mi espalda me ahorró el problema.

    —Es un tiempo paralelo —dijo ansiosamente Nicky DeSota—. ¿Entiende usted algo de mecánica cuántica? Bueno, pues parece que Erwin Schroedinger, o quizás fuera uno de los que vinieron después de él, afirmaba hace mucho tiempo que cada vez que suceden ciertas reacciones nucleares que pueden ir en los dos sentidos, pues van en los dos sentidos. Eso quiere decir que...

    Me di la vuelta para no echarme a reír. ¡Ahí teníamos a un agente hipotecario explicándole el famoso rompecabezas lógico de Schroedinger a uno de los mayores expertos en el tema! Pero Nicky tenía una ventaja de la que Gribbin carecía: había visto cómo sucedía todo. Otro hombre, ataviado con pantalones cortos y camiseta, se acercó hacia nosotros para escuchar el discurso de Nicky. Yo no le presté atención. Estaba contemplando el extraño mundo que me rodeaba, preguntándome por qué razón me encontraba allí, pensando si volvería alguna vez a mi vida normal y razonable en el Senado... Bueno, borremos eso de razonable; pero al menos la locura del Senado era un tipo de locura al que ya estaba acostumbrado... y preguntándome, por encima de todo, adonde habría ido a parar mi amada. Había mujeres en nuestro grupo, pero ninguna de ellas me resultaba familiar. Y había otra mujer que llevaba el mismo mono blanco, con guantes y botas incluidos, que la persona sin rostro que nos llevaba hacia el autobús. La que sí tenía rostro estaba hablando con la persona encargada de conducirlo, pero apenas vio que nos aproximábamos dio un salto y se fue a toda prisa como si fuéramos leprosos.

    Entonces ignoraba lo adecuada que era esa metáfora.

    Me volví hacia Nicky y Gribbin.

    —Será mejor que subamos a ese trasto —les dije.

    Gribbin me miró con expresión de sorpresa. Luego la sorpresa se acentuó al mirar a Nicky y volverme a mirar a mí.

    — ¡Ustedes dos son iguales! —gritó.

    Nicky le sonrió.

    —Eso forma parte de todo el asunto —le explicó—. ¿No se había dado cuenta? Ustedes dos son iguales también —y señaló hacia otro hombre que estaba a un metro de nosotros con la mandíbula colgando a causa del asombro. Acababa de mirar a Gribbin y ahora nos estaba mirando a Nicky y a mí.

    Se tocó el rostro como si no lo hubiera visto nunca antes.

    —Rayos y truenos —dijo el segundo John Gribbin. Lo cual, a decir verdad, era un perfecto resumen de la situación.


    Fuera cual fuese el tipo de píldoras de la felicidad que nos habían dado, era evidente que sus efectos empezaban a borrarse. Mis compañeros de rebaño empezaban a dirigirse al pastor sin rostro, y no siempre de modo cortés. Pero a medida que bajaba el nivel de la droga en mi cuerpo pareció aumentar el de confianza en mi propia mente racional. Al igual que Nicky, ya había pasado antes por esta experiencia. Eso no la hacía más agradable pero sí un poco menos inquietante.

    Por lo que podía ver, Nicky y yo éramos los únicos que teníamos esa suerte en todo el grupo. Ninguno de nuestros compañeros de Washington estaba aquí ahora. Eso no me inquietaba demasiado en lo tocante al otro Dom, sin mencionar a los dos Larry Douglas y a los rusos. El hecho de que Nyla no estuviera conmigo era mucho más duro de aceptar. Sentía unos deseos enormes de preguntarle a cualquiera si volvería a ver a Nyla alguna vez, pero todo el mundo tenía preguntas que hacer y estaban muchísimo más asustados e irritados que yo.

    — ¿Qué está pasando aquí? —preguntó uno de los Gribbin, y la persona sin rostro le contestó:
    —Se les informará en el deslizador. Por favor, suban; nos están esperando.

    Y cuando él (o ella) se dio la vuelta, el hombre del otro lado le agarró la manga. En su rostro había ese fruncimiento de ceño que quiere decir «No sé en qué me he metido, pero cuando lo descubra alguien me las pagará», y parecía un hombre insistente, incapaz de aceptar respuestas vagas.

    — ¡Me necesitan en el laboratorio! —protestó—. En estos mismos instantes hay una reunión de alto nivel y si no asisto a ella eso nos va a costar la mitad de nuestro presupuesto para el próximo año fiscal... —se detuvo de repente, indignado, al ver que la persona sin rostro se estaba riendo de él.
    —Hay que ver el tipo de cosas que llegan a preocuparles... —dijo él/ella con indulgencia—. Y ahora, suban al deslizador, por favor.

    Decidí que no había mejor alternativa que hacer lo que me pedían, así que subí al trasto. Ocupé un asiento en la parte delantera, justo detrás de la cabina acristalada en la que iba el conductor, y Nicky se instaló junto a mí.

    Al haberlo llamado «deslizador», deduje que se trataba de una máquina que se desplazaba sobre un colchón de aire. Estaba en lo cierto. Nunca había ido antes en uno de esos aparatos, pero cuando sentí el zumbido bajo nuestros pies y empezamos a avanzar sobre el cemento agrietado dirigiéndonos hacia la carretera estuve seguro de que había acertado.

    Uso la palabra carretera en un sentido aproximado. Lo había sido en tiempos pasados y hacía mucho que nadie cuidaba de su mantenimiento. Su ancha superficie, totalmente desierta, se extendía ante nosotros, dirigiéndose en línea recta hacia el lejano contorno de una ciudad. Entendí con facilidad que usaran un deslizador sobre aire: nada que tuviera ruedas habría logrado avanzar sobre la superficie ondulada y llena de baches de la carretera. Algunos de los socavones más grandes habían sido rellenados sin mucho miramiento y las grietas más anchas habían sido alisadas con una apisonadora: de vez en cuando, al lado del camino, se veía una masa oxidada que debió de ser en otros tiempos un automóvil. Había sitios donde la maleza había ocupado de modo tan completo la carretera que no podía ver el asfalto, sólo arbustos espinosos de los que se alzaban bandadas de pájaros al percibir nuestro ruidoso avance. Cada vez que el deslizador daba una vuelta yo clavaba de nuevo los ojos en el lejano perfil de los edificios. Había en ellos algo que me parecía familiar...

    Nicky DeSota empezó a dar saltos de puro nerviosismo y se volvió hacia mí.

    — ¡Es Nueva York! ¡Jesús! —gritó—. ¡Nunca había estado por aquí! —me dio un leve codazo, sonriendo—. ¿Se ha fijado? ¡Este trasto tiene aire acondicionado!—Estupendo —le respondí con cierta sequedad.

    Todo lo que él había mencionado era cierto y bastante interesante, pero mi atención estaba concentrada en lo que sucedía delante de nosotros. El compartimiento del conductor estaba separado de nuestros asientos por una ventanilla. Tenía su propia entrada y el hombre (o mujer) que nos había conducido hasta el deslizador estaba dentro. Yo me estaba fijando en lo que hacía y lo que hacía era revelarse finalmente como una mujer. Se llevó una mano a la cabeza, estiró y... ¡Oh! Aquel vacío de color rosado... bueno, sencillamente resbaló. Por fin vi su rostro y era bastante bonito. Se quitó la parte superior del mono, revelando con ello aún más pruebas de su feminidad, y luego se volvió para mirar a los quince o veinte ocupantes de los asientos que tenía detrás.

    —Buenos días —nos dijo por un interfono.
    — ¡Buenos días! —gritó Nicky a mi lado. Lo mismo hicieron un par más como si fueran estudiantes de secundaria yendo de excursión... lo cual, más o menos, era lo que me parecía todo el asunto en esos momentos
    —Supongo que ahora —prosiguió ella—, sus tranquilizantes deben de estar perdiendo ya el efecto, así que voy a explicarles lo que les ha ocurrido. Hay noticias buenas y noticias malas. Las buenas son que durante los siguientes oti-pot días podrán moverse con absoluta libertad por donde ustedes quieran, y nos encontramos en un mundo que realmente vale la pena ver. Las malas noticias son que nunca van a salir de aquí. —Nos sonrió con dulzura. Hubo un instante de silencio y luego una avalancha de preguntas a cargo de todos los pasajeros del deslizador. La sonrisa siguió inmutable. — Aún no he conectado sus interfonos —nos dijo—, así que por el momento no puedo oírles. Hablen entre ustedes durante unos cuantos minutos. Luego les explicaré todo lo que les ha ocurrido y el porqué, así como sus perspectivas para el futuro; después podrán hacerme todas las preguntas que deseen. El viaje hasta su hotel durará unos toti-tot minutos.

    Nos sonrió por última vez y se volvió hacia el conductor.

    Es difícil narrar de modo coherente lo que fue el viaje... ocurrían demasiadas cosas a la vez. Probablemente, si pudiera recordar el momento en que nací, me sería igualmente difícil de contar porque todo lo que nos ocurría era tan radicalmente nuevo que me había dejado abrumado. A todos nos ocurría lo mismo... o a casi todos, salvo a Nicky. Envidié bastante el modo en que era capaz de irlo aceptando todo a medida que sucedía, disfrutando además con todo lo que de maravilloso y extraño había por ver.

    Yo no podía reaccionar así. Cada vez me preguntaba con mayor frecuencia si volvería a ver algún día a Nyla...

    A cualquiera de ellas.


    Cuando la mujer empezó su pequeña charla ya habíamos dejado atrás el agua salada. Estábamos flotando por una espaciosa avenida encuadrada por grandes edificios en ruinas y tiendas de un solo piso calcinadas. Dos o tres veces frenamos un poco para dejar pasar a otros deslizadores que venían en dirección opuesta y los conductores se saludaron entre ellos. Los que se cruzaban con nosotros iban siempre vacíos y no vimos a nadie en todo el trayecto. Distinguí tortugas grandes como bandejas tomando el sol a lo largo del camino y una vez vi una serpiente enroscada y estuve casi seguro de que era de cascabel. No se movió, aunque tenía la cabeza levantada y sus ojillos como cuentas estaban clavados en nosotros. Vi un zorro persiguiendo a un conejo, trazando frenéticos zigzags a lo largo de lo que en tiempos debió de ser una acera, hasta que el estruendo de nuestras turbinas los asustó, haciéndoles huir.

    Y escuché.

    La primera parte de lo que nos dijo era una sentencia de exilio.

    —La explotación incontrolada del portal de paratiempo —dijo con tono reprobatorio—, acabaría llevando al caos, así que le hemos puesto fin. Hemos transportado a los principales implicados en los experimentos, así como a todas las personas que se hallaban en otros tiempos, a este planeta. Al mismo tiempo, hemos vuelto inhabitables todos los centros de investigación paratemporal induciendo en ellos radiactividad. No teníamos otra elección al respecto. La alternativa era la destrucción total para todos los tiempos.

    Me estiré, bostezando. Estábamos subiendo por una leve cuesta con árboles enormes a ambos lados. Delante nuestro había un círculo compuesto por rascacielos de veinte pisos, los edificios más grandes que habíamos visto hasta el momento. Todas las ventanas estaban rotas y los muros estaban cubiertos de yedra y enredaderas.

    —Hasta hace diez años —decía la mujer—, este planeta estaba deshabitado. Hubo una larga guerra que llamaron Guerra Mundial y alguien empezó a utilizar armas biológicas. La guerra acabó con la muerte de toda la población. De hecho murieron todos los primates (no queda ni un gorila) pero prácticamente todo lo demás sobrevivió —se miró el reverso de la muñeca como si estuviera consultando sus notas—. Oh, sí, ya no deben preocuparse por la enfermedad; ésa es una de las cosas contra las que fueron inoculados en Recepción. Y, naturalmente, también contra todos los organismos que llevaban dentro... una mezcla de microbios y virus realmente sorprendente —nos sonrió de nuevo y en su rostro aparecieron dos hoyuelos. Quizás el tranquilizante aún tenía cierto efecto, porque le devolvimos la sonrisa—. Bien, algunos de los paratiempos empezaron a usar el planeta para colonizarlo... gente que debía abandonar sus casas por una razón u otra, normalmente por sequías o algo parecido. Y naturalmente siempre hay personas que sienten el deseo de la aventura: los pioneros. Pero eso es bueno para ustedes ya que hay toda una infraestructura lista esperándoles. ¡No tendrán que ir por ahí recogiendo raíces comestibles! Esta es una de las pocas ciudades que tenemos en funcionamiento... bueno, más o menos, aunque supongo que la mayor parte de ustedes deseará instalarse en granjas. ¡Después de todo, la comida es lo principal!

    Esta vez nadie le sonrió. Hubiéramos sido lo que hubiéramos sido en nuestras casas, desde luego no éramos granjeros.

    Empecé a preguntarme qué tipo de habilidades socialmente útiles poseía un antiguo senador de los Estados Unidos, experto en leyes y en muy pocas cosas más, para ofrecer a un mundo nuevo.

    Descendimos por una colina, dirigiéndonos hacia un edificio aún más alto, un rascacielos con un reloj en la punta. (Una de sus caras me dijo que eran las tres y cuarto y la otra, como le faltaba la aguja de los minutos, se limitó a informarme de que estábamos entre las diez y las once.) En el suelo vimos los rieles oxidados de un tranvía y delante de nosotros el viaducto de un tren, igualmente oxidado. No me gustó nada la perspectiva de pasar bajo el viaducto y sus pilares, pero el conductor conocía su oficio. Avanzamos muy lentamente durante unos doce bloques y luego volvimos a acelerar al torcer los rieles hacia un lado.

    — ¿Preguntas? —nos dijo alegremente la mujer.

    Nicky rué el primero en disparar.

    — ¿Qué es un «toti-tot»? —le preguntó.

    La mujer puso cara de asombro.

    — ¿Cómo?
    —Dijo que tardaríamos unos toti-tot minutos en llegar. Al menos creo que eso es lo que dijo.

    Su bonito rostro se iluminó.

    —Oh, se me olvidaba. Todos ustedes son decimales, ¿verdad? Veamos, eso sería, hum... —miró de nuevo el reverso de su muñeca— ...el trayecto durará unos cuarenta y cinco minutos. Faltarán... esto, unos veinte minutos. ¿Más preguntas?

    Uno de los Gribbin levantó la mano.

    —Una bastante gorda, señorita —dijo—. Soy experto en dinámica cuántica. No tengo ni zorra idea de cómo manejar un arado.
    —Claro, claro —dijo ella con tono comprensivo—. Ese es un auténtico problema aquí. Lo que necesitamos realmente son granjeros, obreros de la construcción e ingenieros. Claro que habrá programas de recalificación... —sonrió de un modo radiante a quince personas que de pronto ya no sonreían.

    Hubo un murmullo general en los asientos pero ninguna pregunta en concreto. Probablemente ninguno de nosotros deseaba conocer las respuestas a todas las preguntas que aún teníamos por hacer. Yo estaba inclinándome hacia adelante para ver mejor, ya que me había parecido distinguir un reflejo metálico, como un puente. Me asustaba. No tenía ningún deseo de cruzar el río sobre un puente que llevaba medio siglo sin que nadie le hubiera dado ni una mano de pintura. La mujer seguía sonriendo.

    —Si alguno de ustedes desea empezar a trabajar en seguida, en el hotel hay vacantes. Necesitamos cocineros, gente que se ocupe de la limpieza y las habitaciones... Comprendan, durante el período de cuarentena deberán bastarse a ustedes mismos. Y se les pagará por su trabajo.

    No estaba escuchándola. Estaba tensando el cuerpo al ver cómo nos dirigíamos, aparentemente, hacia la ruinosa estructura del puente y aflojando luego los músculos al ver que nos desviábamos... y luego envarándome de nuevo al ver que reducíamos la velocidad al aproximarnos al agua. ¿Acaso tomaríamos un transbordador? ¿íbamos a cruzar nadando? ¿Nos detendríamos allí, con la tierra prometida visible al otro lado del agua, con rascacielos destrozados incluidos?

    No era nada de eso. No nos detuvimos. Cruzamos un terraplén fangoso hasta llegar al río y luego nos deslizamos sobre el agua con tanta sencillez y seguridad como si avanzáramos por las maltrechas calles de la vieja ciudad. Delante teníamos los restos de un muelle lleno de gente desnuda que nos miraba sin demasiada curiosidad mientras se bañaba. Estaban mucho más interesados en otro bañista que acababa de emerger a la superficie a unos diez metros de distancia quitándose la máscara de buceo y señalando con cara de placer el enorme pescado que había ensartado con su arpón.

    Al menos ahora estábamos en una zona de la ciudad que yo había visitado antes. Reconocí la calle Canal, aunque los letreros estaban tan oxidados que era imposible leerlos. No identifiqué las calles por las que nos metimos luego (la navegación era más difícil entre el dédalo de edificios de Manhattan) pero sí reconocí, más o menos, la Quinta Avenida cuando llegamos a ella. Resultaba algo extraño no ver el Empire State en lo que, por lo demás, estaba clarísimo que era la calle 34 y me pareció curioso ver en el siguiente cruce importante los restos de una garita para controlar el tráfico, edificada sobre finos soportes metálicos como patas de araña por encima del nivel de la calle.

    Nos detuvimos allí un instante mientras el conductor y la guía volvían a ponerse sus máscaras carnosas.

    —Ya casi estamos —nos dijo ella con voz alegre—. Se llama el Hotel Plaza. Un poco apolillado y mohoso, quizás... ¡pero tendrán ustedes una vista preciosa del Central Parle y sus selvas!


    Después de que se nos asignaran habitaciones en el hotel y de que nos hubieran dado de comer ya teníamos bastantes más explicaciones. Se nos había proporcionado una nueva identidad. Éramos «Personas Para-Temporalmente Desplazadas» o Pepe-Tedes, para abreviar. Estaríamos en cuarentena durante una semana, el tiempo suficiente para que todos los horrores ocultos en nuestros sistemas circulatorios salieran a la luz, si es que alguno había logrado escapar a las inyecciones y rociados que habíamos recibido mientras dormíamos. Y aunque al cabo de unos pocos días podríamos salir del hotel, jamás saldríamos de aquel paratiempo en particular.

    Estábamos atascados aquí para siempre.

    Eso hizo que el encanto del viejo Hotel Plaza quedara algo dañado. La mujer no nos había mentido. El lugar seguía siendo hermoso: siempre lo había sido y yo lo recordaba así en mi 1983. Era un edificio antiguo y señorial lleno de recuerdos históricos: Scott y Zelda Fitzgerald habían vivido allí y a la medianoche salían a jugar en la fuente que había delante del hotel. Naturalmente, hacía sesenta años que nadie se cuidaba de él. No había quedado nadie vivo en el mundo para hacerlo, y se notaba. En el restaurante de la planta baja se podía sentir un olor raro y no muy agradable, como si de vez en cuando hubiera servido de refugio a los animales. (Y había servido como tal.) Faltaría una cuarta parte de los ventanales, aunque la mayoría habían sido reemplazados por una especie de película plástica mientras arreglaban un poco el lugar para que lo ocupáramos. El agua de las cañerías salía algo terrosa y había pisos enteros sin agua. Y los muebles se hallaban en un estado lamentable, especialmente las camas. El algodón se había cubierto de moho, convirtiéndose luego en polvo, y los resortes de los colchones se habían oxidado. Antes de poder irnos a dormir, Nicky y yo tuvimos que sudar lo nuestro subiendo ropa de cama desde el vestíbulo del hotel. Y no sólo ropa: también tablones de madera para tender sobre el armazón del lecho (tablones que aún olían a savia, tan poco llevaban cortados) y unos colchones neumáticos de hábil diseño para colocar sobre los tablones. Estaban divididos en secciones y eran muy cómodos... lo fueron, claro, cuando pudimos llenar de aire aquellas secciones a base de soplidos. Naturalmente no tuvimos que preocuparnos por las mantas. No eran necesarias en el mes de agosto neoyorquino, en un hotel que jamás había conocido el aire acondicionado.

    No todo lo del cuarto era antigüedad mohosa. Había un objeto totalmente nuevo. Al principio creí que era una televisión, aunque resultaba bastante raro que tuviera al lado una especie de teclado conectado. Cuando Nicky hizo el experimento de enchufarlo, la pantalla se iluminó con una luz rosada en la que destacaban unas letras negras. Decían:

    HOLA.
    ¿CUAL ES SU I.P.?


    Dado que ninguno de los dos sabíamos lo que era eso de I.P. no pudimos satisfacer su curiosidad y el aparato se negó tozudamente a satisfacer la nuestra. No importó cuál fuera la tecla o el interruptor que pulsáramos; la única cosa que funcionaba era otra tecla que servía para desconectarlo.

    El día pasó muy de prisa. Cuando el sol se ocultó ya habíamos logrado hacer nuestro dormitorio habitable... bueno, más o menos. Es decir, habíamos obtenido toallas, almohadas, ropa, jabón y todos esos pequeños artículos que aseguran la supervivencia. Habíamos descubierto cómo abrir las ventanas selladas con hojas de plástico para que entrara el aire, aunque eso resultó no ser del todo beneficioso, pues con el aire entraron hordas de mosquitos procedentes de la frondosa selva en que se había convertido el en otros tiempos tan bien domesticado Central Park. La luz de nuestra habitación les atraía, así que terminamos apagándola.

    Estábamos cansados. Me duché y me cepillé los dientes, y mientras Nicky hacía lo mismo me dediqué a contemplar el parque, un espectáculo tan bueno como nos había prometido nuestra guía, aunque me resultara algo extraño. Delante nuestro había una escena de laborioso ajetreo, barracones y vehículos con montones de gente; pero a unos quinientos metros sólo se veía la oscuridad. El cielo estaba lleno de brillantes estrellas, algo que jamás había visto en Nueva York con anterioridad.

    La ciudad estaba muerta. Sólo el pequeño espacio que rodeaba a los hoteles alentaba: un foco de infección por el que la vida empezaba de nuevo a invadirla. Y estaba vacía. Para mí lo estaba por completo, porque Nyla Bowquist no se encontraba en ella.

    El hecho de que Nyla hubiera estado en aquel hotel (quizás en aquella misma habitación) en nuestra época me llenaba de un melancólico asombro. Sabía que cuando tocaba en el Carnegie Hall se alojaba siempre en el Plaza, que estaba a escasos bloques de distancia. Quizás se había acodado en la misma ventana y lo que habría visto entonces serían céspedes bien cuidados, un terreno para que jugaran los niños, un lago, los coches de caballos para dar paseos turísticos alineados junto a la entrada del hotel y un millón de vehículos, taxis y camiones avanzando a paso de tortuga por las calles. Lo que yo veía ahora eran los barracones en forma de burbuja y las luces de un dirigible que bajaba flotando lentamente hacia un claro para aterrizar en él...

    Me di cuenta de que Nicky estaba detrás mío, aún mojado por la ducha, pasándose un peine por el cabello.

    — ¿A que es maravilloso, Dom? —me preguntó.

    Le miré con resentimiento... un resentimiento injustificado, claro, pues ciertamente no era culpa suya que no tuviera a Nyla junto a mí.

    — ¿De qué estás hablando, Nicky? Esto es el exilio. Estamos atascados aquí para siempre.
    —Ya sé que esto es muy duro para ti, Dom, porque tenías mucho que perder —me contestó, con una visible compasión en su voz—. Yo quizás no tenía tanto. Pero no es meramente el exilio. Es un mundo completamente nuevo. ¡El Edén! Nos han dado una nueva oportunidad para empezar otra vida.
    —Yo no quería empezar de nuevo —le dije—, y de todos modos no lo hacen por nosotros.
    —Bueno, Dom, claro que no —me dijo, volviéndose pudibundamente para colocarse los pantalones del pijama—. Pero debes admitir que en esto han invertido muchos esfuerzos. Sólo arreglar esta parte de la ciudad para nosotros... ¿tienes idea de la cantidad de trabajo que supone? ¿Que el agua vuelva a correr, con la de cañerías que debían de estar rotas? ¿Poner en pie todo un sistema generador de electricidad? Sólo limpiar toda la basura... y no me refiero meramente a la ropa de cama podrida. Cuando murieron, este lugar debía de estar lleno de gente.

    Cadáveres. Como mínimo esqueletos: alguien tuvo que llevárselos antes de que viniéramos aquí.

    —Bah, probablemente necesitaban este sitio para sus propósitos personales —repliqué yo.
    —Pero somos nosotros los que se benefician de él —me hizo ver.
    —Desde luego, aquí es donde nos han exilado. También eso es para su propio bien: estaban preocupados por lo que hubiera sucedido si todo ese jaleo del paratiempo hubiera acabado mal... por lo que les hubiera sucedido a ellos, y no a nosotros.

    Me miró con aire pensativo mientras se metía en la cama.

    —No les hacía falta tomarse tantas molestias —dijo—. Quiero decir que transportarnos hasta aquí, alimentarnos, darnos casa y ropas...
    — ¡Claro que les hacía falta! ¿De qué otro modo habrían podido detener la investigación?
    —Bueno —dijo él buscando una postura cómoda bajo la sábana—, se me ocurre que ciertas personas hubiesen arreglado el problema de un modo distinto. Podrían haberse limitado a matarnos, ya sabes. Buenas noches, Dom. Después de las guerras franco-indochinas hubo bastantes tribus que no pudieron soportar a los nuevos gobiernos. Algunas se fueron a los Estados Unidos. Había una colonia de montañeses en mi propio estado, ochocientos refugiados que no habían visto jamás un tren, un aparato de televisión, una cocina de gas o un aspirador. ¡Para que luego hablen del shock cultural! Pero lo peor para ellos no era aprender a conducir un coche o a manejar una segadora de césped. Lo peor eran las cosas que a nosotros nos parecían más naturales. Cómo abrir una lata de cerveza, cómo usar una tarjeta de crédito, por qué la luz roja significaba «párese» y la verde «avance» o por qué sólo se podía orinar en el recipiente adecuado, incluso si uno se ocultaba pudorosamente detrás de un árbol. Cuando fui con la delegación de la legislatura estatal para darle la bienvenida a aquella tribu Meo en las afueras de Carbondale, sentía pena por ellos... y me hacían mucha gracia.

    Si alguno de ellos hubiera estado conmigo en el Plaza hubiera tenido ocasión de resarcirse. Me encontraba tan perdido y confuso como ellos y esta vez me resultaba bastante difícil ver el lado humorístico de la situación.

    Nicky y yo pasamos nuestro primer día en el nuevo mundo aprendiendo las habilidades de supervivencia más elementales. Al final de ese día lo que yo había aprendido, básicamente, es que se trataba de algo aún más difícil de lo que parecía. Aquel aparato de la habitación resultó de mucha ayuda, porque no era sólo un televisor, sino también un teléfono, un computador y un reloj despertador. Una vez descubrimos qué era nuestra I.P. (cualquier frase o palabra de diez letras que deseáramos; yo escogí «Nyla mi vida») pudimos acceder a todos sus bancos de datos y usar todas sus capacidades. Con mucha paciencia, nos fue enseñando casi todo lo que necesitábamos saber. Por las opciones que nos ofrecía pudimos encontrar respuestas a casi cualquier pregunta, incluso a unas cuantas que ni se nos habían ocurrido. Por ejemplo, nos dijo que nuestra habitación y la manutención no eran lo que se dice gratuitas. Se nos había dado un crédito con el que ir tirando, pero más pronto o más tarde tendríamos que empezar a devolverlo o nos moriríamos de hambre. ¿Cómo podíamos devolverlo? Bueno, había trabajos en el mismo hotel, si queríamos irnos entrenando: hacer camas, limpiar habitaciones en los pisos que aún no estaban arreglados, servir la comida, mover muebles de un lado a otro. Una vez libres de la cuarentena, había mil proyectos que necesitaban trabajadores, esparcidos por todo el continente... de hecho, por todo el mundo. Había toda una infraestructura tecnológica que debía completarse. Los colonos voluntarios que nos habían precedido trabajaron mucho pero no eran suficientes para hacerlo todo.

    La verdad era, sin embargo, que no lograba ver de qué iba a servir yo. Lo que necesitaban eran fontaneros, obreros de la construcción, mecánicos, electricistas... gente que supiera construir cosas y arreglarlas. De momento no había demanda de senadores de los EE.UU. Tampoco había gran demanda de físicos cuánticos, lo que parecía abarcar a una considerable fracción de los Pepe-Tedes. Pensé que los más útiles serían los gatos, aquellos que habían sido sacados de sus tiempos originales: sobre todo los soldados del ejército invasor, con una media de edad sobre los veintidós años, de los que había centenares en el hotel y millares más repartidos por todos los centros de alojamiento provisional de la ciudad. Una de las cosas que el aparato de nuestra habitación era capaz de hacer para nosotros, si se lo pedíamos, era un listado de todas las demás Personas Para-Temporalmente Desplazadas. La lista principal iba por orden alfabético, con lo que no servía de mucho: Stephen Hawking, solamente, había ya diecinueve, por no mencionar a los nueve Dominic DeSota. (Afortunadamente en la ciudad sólo quedábamos cuatro, ya que los otros habían terminado su cuarentena y recalificación y se habían ido a otros lugares.) Pero había también una lista reordenada según el tiempo de origen. Había casi sesenta personas de mi tiempo...

    Pero ninguna de ellas era Nyla Christophe Bowquist.

    Cuando bajamos la mañana del tercer día para que nos sacaran sangre, Nicky estaba nervioso. En cierto modo era una ocasión que podía motivar cierto nerviosismo, ya que para nosotros era muy importante estar sanos. Al menos, bien lo sabía el Cielo, parecíamos sanos. Habíamos llegado de nuestros varios paratiempos originales francamente rebosantes de gérmenes, virus y todo tipo de cosas desagradables, pero nuestros anfitriones no toleraban la enfermedad. La viruela, la tuberculosis, el cáncer y el resfriado ya no existían en sus mundos, así como tampoco la gripe, las enfermedades venéreas y ni tan siquiera la caries dental. No querían que nosotros volviéramos a introducirlas. Por lo tanto, nos habían propinado montones de pinchazos mientras estábamos inconscientes e iban comprobando los resultados sacándonos una gota de sangre dos veces al día. Lo importante del asunto era que tener la sangre limpia significaba tener privilegios. Si seguíamos estando limpios aquel día podríamos pasar de la agotadora labor de mover muebles a la más refinada tarea de servir la comida. Si seguíamos estando limpios durante todo el día, ¡quizás se nos permitiera incluso salir a la calle! Al menos, podríamos ir hasta los demás hoteles de la calle y buscar a algún amigo perdido de nuestro propio tiempo... y quizás incluso podríamos cruzar la calle y respirar el mismo aire que respiraban los nativos en sus idas y venidas por el parque.

    Pese a todo, eso no era realmente suficiente como para poner nervioso a nadie. Cuando hubimos entregado nuestra gota de sangre matinal le pregunté qué le preocupaba.

    —El futuro, Dom —me respondió indignado—. Mi futuro. Hemos conseguido otra oportunidad para empezar en la vida y quiero sacarle todo el provecho posible... pero no parecen necesitar demasiados agentes hipotecarios en este Edén.
    —Senadores tampoco —le dije yo, pero no me estaba escuchando.
    —Supongo que siempre queda el negocio bancario —dijo, precediéndome mientras avanzábamos a través de los montones de muebles depositados en el

    Salón de las Palmeras—. No vi nada de eso mencionado en la lista pero me parece lógico que exista... Sólo que esa condenada aritmética binaria me está volviendo loco —pese a todo, a él le iba mejor con ella que a mí; los números binarios me daban tanto miedo que ni siquiera había intentado empezar a entendérmelas con ellos, al menos mientras el aparato de nuestro cuarto estuviera dispuesto a traducirlos en decimales para beneficio de los que no tenían la suficiente educación.

    Supongo que lo que le había dicho se había ido abriendo paso lentamente a través de las capas neblinosas de sus meditaciones porque de pronto me guiñó el ojo. —Oh, sí —dijo—. Tú también... Bueno, Dom, no sé... ¿qué hacías antes de ser senador?

    —Era abogado —respondí, riéndome.
    —Buf —dijo él compadeciéndome—. Aquí tampoco tienen demasiados, ¿verdad? —se detuvo y le hizo un gesto con la cabeza al encargado de nuestro grupo de trabajo—. Presentes, Chuck —dijo—. ¿Qué tienes para nosotros esta mañana?
    —Montones de cosas —respondió él rápidamente. Era negro y aún vestía el uniforme de teniente con galones incluidos. Había sido comandante de tanque en el ejército invasor y por lo tanto era mi enemigo, técnicamente hablando, aunque eso no parecía importar mucho ya. Lo que le diferenciaba de nosotros era que había llegado veinticuatro horas antes, por lo cual él era encargado y nosotros simples mozos de cuerda—. Esta tarde van a llegar setenta y cinco nuevos, así que hay que limpiar el piso noveno. En marcha los dos.

    Para aquel entonces ya no me sorprendía recibir órdenes de alguien que, como nosotros, era un Pep-Tede, ya que ése era el único tipo de personas que veíamos. Incluso la mujer que nos tomaba muestras de sangre de las yemas de los dedos era una Gata... bueno, naturalmente todos nosotros éramos Gatos, dado que este planeta no había visto seres humanos hasta cinco años antes. Pero había Gatos y Gatos, y los colonos originales no entraban en los hoteles de cuarentena más que muy raramente. De vez en cuando veíamos a uno de ellos, con su mono y su máscara facial, que venía a recoger las muestras de sangre o a dar algunas órdenes. No se quedaban nunca mucho tiempo.

    Por lo tanto, mi conocimiento sobre los colonos originales era bastante fragmentario, y básicamente adquirido a través del aparato de la habitación. No procedían de un solo paratiempo, sino de toda una cofradía de mundos, unos dieciocho o veinte. Su mayor diferencia respecto a nosotros radicaba sólo en que se habían enterado de que existían y habían logrado establecer comunicación entre ellos unos veinticinco años antes.

    No todo había sido un camino de rosas para ellos. Habían pasado momentos espantosos con el «retroceso balístico» antes de que lograran aprender a disminuir sus efectos, básicamente limitando sus conexiones a canales de comunicación y con muy pocos portales, cuidadosamente medidos y controlados, que les permitían, por ejemplo, empezar a colonizar los mundos vacíos.

    ¡Pero las recompensas eran tales! Tenían veinte mundos, y no uno sólo, trabajando para resolver los problemas del paratiempo. Tenían veinte veces la cantidad de gente que un solo mundo hubiese podido reunir para investigar al respecto y, además, tenían la enorme ventaja de que podían observar gran cantidad de mundos.

    Para decirlo brevemente, tenían un complejo dedicado a la investigación y sus aplicaciones prácticas que avanzaba cien veces más de prisa que el nuestro. Aprendían todo lo que cada uno de ellos llegaba a descubrir: la tecnología de computadoras de un mundo, los satélites espaciales de otro, la fusión nuclear de un tercero, la ingeniería genética, una química casi mágica, una medicina maravillosa... sólo había que nombrarlo y ellos lo tenían.

    Tuve mucho tiempo para pensar en ello mientras Nicky y yo barríamos el noveno piso, dado que él no estaba muy hablador. Todavía andaba dándole vueltas a sus problemas privados, fueran los que fuesen. Sólo cuando hubimos metido la última carga de camisas y chaquetas medio podridas en el interior de la última maleta de piel de cerdo a punto de convertirse en polvo, llevándolo todo hasta el único ascensor que funcionaba, pareció que su estado de ánimo mejoraba un poco.

    —No se está tan mal aquí, ¿verdad, Dom? —dijo de pronto, sin que viniera mucho a cuento.
    —Eso no lo sabemos todavía —contesté, empezando a dirigirme hacia las escaleras para ir a comer.

    El me siguió, meneando la cabeza.

    —Para nosotros es muy duro —dijo—, porque no hemos tenido voz ni voto en todo esto. Pero los primeros colonos vinieron aquí de modo voluntario y creo que acertaron. ¡Todo un planeta nuevo, Dom! Jesús, si hasta a mí me gusta la idea... Quisiera decir que ni siquiera tenemos que andar explorándolo ni nada parecido... sabemos dónde está todo.

    Me detuve un momento en el rellano, esperando a que me alcanzara.

    — ¿Qué quieres decir con eso de que lo sabemos?
    —Es el mismo planeta que el nuestro, ¿no te das cuenta? Todos los recursos ya han sido localizados. Si tu gente encontró un campo petrolífero en Alaska o si los británicos de mi época lo encontraron en Arabia... ¡sigue ahí en este mundo! Cada uno de esos recursos nos está esperando. Y además, lagos limpios, ríos sin contaminar, bosques que no han sido talados, aire puro... Caramba, Dom, ¿no te emociona todo eso?
    —Me interesa bastante más lo que nos vayan a poner de comida —dije yo.
    — ¡Venga, Dom! No puedes decirlo en serio...
    —Pues en parte sí, porque no quiero pensar demasiado en el futuro, Nicky —le respondí pacientemente—. No me gusta la idea de estar atrapado aquí para siempre. Desearía volver a casa.

    Puso cara pensativa pero no me contestó. La verdad es que los dos nos quedamos callados dado que aún nos faltaban seis tramos de escalera para bajar. Sólo cuando llegamos a la planta baja y estábamos ya en la cola del restaurante, Nicky se volvió de nuevo hacia mí y me miró.

    —Dom... ¿has oído alguna vez a alguien asegurarnos taxativamente que nunca podríamos volver a casa?
    —Pues claro que sí —le respondí yo, algo molesto—. ¿Qué crees tú que ha ocurrido entonces? Una vez nos hayan instalado a todos aquí cerrarán el portal. Ese es el meollo del asunto, dejarnos encerrados aquí para que no podamos andar enredando más las cosas con el retroceso balístico. Por lo tanto, aquí nos quedamos, ¿no? ¿O piensas acaso que tarde o temprano podremos acabar construyendo nuestros propios portales?

    El sacudió la cabeza.

    —No, eso sería imposible. Estarán observándonos constantemente. No nos lo permitirían.
    —Pues entonces no digas tonterías —le respondí secamente. Ya sé que no hubiera tenido que contestarle así, pero estaba cansado e irritable. Y Nicky también lo estaba.
    — ¿Qué diablos eres tú para decirme que soy tonto, DeSota? —me replicó con el rostro encendido—. Puede que en tu mundo seas un hombre importante, ¡pero aquí no eres más que otro condenado Pepe-Tede!

    Tenía razón, naturalmente. Los malos hábitos perduran. Había empezado a pensar en mi otro yo como un pobre desgraciado en todos los aspectos y si examinaba con la suficiente profundidad lo que sentía hacia Nicky llegaría a la inevitable conclusión de que era tolerancia... y, para decirlo más concretamente, desprecio.

    No se merecía eso. Para empezar, el desprecio no iba dirigido a él; lo que me parecía despreciable en su personalidad era un reflejo de mis peores aspectos, el lado de mi ser en el que no me gustaba ni pizca pensar. Era el lado que había mantenido confinada a Nyla Bowquist en una sórdida relación clandestina porque no tenía el valor necesario para hacer bien las cosas... y el lado que siempre se dejaba abierta alguna escapatoria, razón por la cual las otras Nylas me resultaban tan tentadoras. Porque él era yo, tanto en lo bueno como en lo malo. Vestido ahora con los pantalones cortos y la camiseta de este nuevo Edén, idénticos a los míos, con aquel barato y chillón traje deportivo convertido en cenizas dentro de algún incinerador, se parecía más que nunca a mí. Y lo que había dentro de él era idéntico a lo que había dentro de mí.

    —Nicky —le dije, una vez sentados a la mesa—, lo siento.

    Me miró y sonrió.

    —Sin rencores, Dom.
    —Nos enfrentamos a cosas que me asustan —le dije, disculpándome.
    —No tenemos delante a una pandilla de superhombres, Dom —me respondió con firmeza—. Son gente exactamente igual a nosotros. Saben más porque han recogido todo el conocimiento que han podido encontrar, pero no son más listos. En este mundo es agosto de 1983, igual que en el tuyo y en el mío. No vienen del futuro. Son nosotros.

    Lo pensé durante unos instantes.

    —Bueno, sí, tienes razón —le dije—. ¿Es eso lo que intentabas decirme antes? ¿Que lo único que debemos hacer es recuperar el terreno perdido y entonces podremos hacer lo que nos dé la gana sin necesidad de pedirles permiso antes?

    El desánimo invadió su rostro.

    —No exactamente —murmuró. No me explicó qué había querido decirme y yo decidí no insistir más en el tema.

    Como descubrí después (mucho tiempo después), eso fue un error.


    Cuando me eligieron por primera vez al Senado tuve que aprender todo un nuevo modo de vida en muy poco tiempo. Había un montón de privilegios que debía aprender a utilizar: el pulsador reservado a los senadores, que me traía de inmediato un ascensor sin importar la cantidad de gente que estuviera esperando en los demás pisos; el derecho a utilizar el pequeño metro privado que nos llevaba de nuestras oficinas al Capitolio; el correo gratuito; el gimnasio y la sauna reservados sólo a los senadores. Tuve que aprender también cosas menos agradables, tales como no aparecer jamás en público sin afeitar, o responder a cualquier saludo, viniera de quien viniese, porque nunca se sabe cuándo estás frente a un elector y cuándo no. Con tantas cosas para ocuparme durante las primeras dos semanas, a duras penas me acordaba de que había tenido una vida anterior en Chicago.

    Aquí ocurría lo mismo... o casi. Había tantas cosas por aprender que casi olvidé el mundo que había dejado atrás. Me olvidé de las facturas del rancho. Olvidé la guerra que se había estado librando cuando me secuestraron. Incluso me olvidé de Marilyn... bueno, ya había tenido cierto tiempo de práctica en eso de olvidar a mi mujer. Pero no me olvidé de Nyla.

    Cuanto más claro parecía estar que no volvería a verla jamás, más tenía la certidumbre de haber perdido una importantísima fracción de mi vida. Todo lo que Nicky decía sobre este mundo era cierto. No me resultaba muy difícil imaginar que, una vez terminado el período de transición, podría llegar a tener una vida bastante buena en este nuevo Edén. Podría tener un trabajo productivo, encontrar una mujer que me resultara atractiva, casarme, tener niños, ser feliz... Pero fuera cual fuere mi vida sin Nyla, sería únicamente un sustitutivo.

    Y esa sensación no desaparecía.

    Al llegar el cuarto día obtuvimos el certificado de estar razonablemente limpios, lo cual implicaba una serie de privilegios. Para empezar, tanto Nicky como yo fuimos trasladados al servicio de comidas y abandonamos el trabajo con las basuras... todo un gran paso hacia adelante. Y además, ¡se nos permitió salir al exterior!

    Naturalmente, no podíamos ir adonde quisiéramos y debimos tomar medidas para no contaminar el aire puro del Edén con nuestro repugnante aliento. Nicky y yo hicimos cola para obtener nuestras tarjetas de identificación, los monos y las mascarillas microporosas. El se fue en una dirección y yo me fui en otra.

    Lo que tenía en mente era buscar a algunos amigos míos en los demás hoteles. El trasto de la habitación me había dicho que un Dom DeSota que era físico estaba al otro lado de la plaza, en uno de los hoteles abandonados que se habían convertido en Gateras.

    El día anterior había llovido mucho: no nos habíamos enterado, encerrados en el hotel trabajando. El aire era más frío y seco y los enormes árboles que circundaban el parque se agitaban bajo la brisa. Había mucha gente en la calle, dando un paseo o yendo a sus quehaceres. Algunos, como yo, carecían de rostro; los que sí lo tenían daban grandes rodeos para no pasar junto a nosotros, los enmascarados. No me importaba. El haber salido del hotel bastaba para levantarme la moral. Hubiera preferido que Nyla estuviese a mi lado para que pudiéramos caminar cogidos de la mano por las calles de este nuevo y maravilloso lugar, claro, pero incluso sin ella me sentía animado. Cuando entré en el vestíbulo del Pierre estaba a punto de dar saltos de alegría, y el primer rostro que vi me resultó familiar. Estaba sentado detrás del viejo mostrador de recepción, hablando con irritación por un anticuado teléfono.

    — ¿Cuál eres? —le pregunté quitándome la mascarilla. El me miró con expresión malhumorada.
    —Soy el que te metió en este lío, idiota —me respondió amargamente. Por lo tanto no era Lavrenti Djugashvili ni el científico; era el delator del Tiempo Tau.
    —Pues yo no soy el que tú piensas —le dije—. Soy el senador, Nicky comparte la habitación conmigo en el Plaza.
    —Espero que se pudra ahí —dijo. Luego colgó el teléfono y se encogió de hombros—. Diablos, supongo que no lo digo de corazón, después de todo. No tiene sentido aferrarse a los viejos rencores, ¿verdad? ¿Un poco de café?

    Bueno, al fin y al cabo estaba intentando ser agradable. ¡Y tenía café! Me di cuenta de que contar entre tus conocidos a un granuja puede tener sus ventajas incluso en este lugar. Me senté y estuvimos hablando un rato. Le conté lo poco que había por contar sobre Nicky y sobre mí y él correspondió explicándome bastante más de lo que deseaba saber sobre él. Había pasado la primera noche en el mismo cuarto que... ¡Moe, el hombre del FBI! Vio la cara que puse y se encogió de hombros.

    —Como ya he dicho, hay que olvidarse de los viejos rencores, ¿no?

    Pero Moe había encontrado a otro Moe, una copia idéntica de él mismo, y habían decidido vivir juntos de momento. Y aún más, habían descubierto que había un tercer Moe y habían hecho planes para largarse juntos cuando terminara la cuarentena, quizás para conseguir trabajo en el nuevo gaseoducto que iría de Tejas al sur de California, quizás para unirse a los equipos que trabajaban en las ciudades en vías de reconstrucción o para construir presas en Alabama, en un lugar que llamaban los Bancos del Músculo. Siempre hay montones de trabajo para los hombretones como Moe. Ah, ¿sabía que Nyla estaba en el hotel?

    Una repentina oleada de esperanza y emoción. Pero, naturalmente, la Nyla de la que estaba hablando no era mi Nyla. Era la mujer del FBI.

    Me tomé el resto del café sin enterarme realmente de su sabor y presté oído al resto de los comadreos de Larry Douglas, sin entenderlos demasiado. Ahora mi mente estaba demasiado ocupada con una gran duda moral, y no tenía tiempo para otras cosas. No había esperanza alguna de encontrar a la Nyla que yo amaba.

    ¿Estaba dispuesto entonces a conformarme con alguna otra?

    Ni siquiera tomé en consideración el asunto de si esa otra Nyla, la encallecida mujer policía, estaría dispuesta a conformarse conmigo. Eso, realmente, no importaba. La respuesta que yo andaba buscando estaba en mi cabeza y no en la suya. ¿A quién amaba yo realmente? ¿Se trataba de aquella mujer física y corpórea en cuya carne hallaba la mía tanto placer? ¿Eran acaso los rasgos y los encantos de la Nyla que tocaba de modo tan maravilloso y sabía comportarse con tanta calidez y bondad en todas las relaciones que mantenía con el mundo? ¿Hubiese amado menos a Nyla Bowquist si hubiera sido menos capaz de mostrarme la diferencia entre Brahms y Beethoven... o si hubiera estado menos acostumbrada al brillo y a las mil emociones de la élite en que ambos nos movíamos? Para decirlo brevemente, ¿la habría amado si no fuera famosa?

    O, descendiendo al terreno más básico, ese tipo de pregunta para la que nunca hay una respuesta dotada de sentido... ¿a qué me refería yo cuando hablaba de «amor»?

    Cuando uno se embarca en esos viajes para autocontemplarse el ombligo del alma no es nada fácil mantenerse al corriente de lo que ocurre en el mundo real. No era sorprendente, por lo tanto, que el cotorreo de Larry Douglas se fuera frenando y acabara por cesar.

    Me di cuenta de ello repentinamente. Y también de que me estaba contemplando con una expresión no muy agradable.

    —Lo siento —dije—. Estaba pensando.

    El lanzó un bufido.

    — ¿Te importaría decirme para qué has venido aquí? —dijo.
    —Estaba buscando a Dominic DeSota... al otro, el científico.
    —Oh, ésos. Hay un montón que se pasan el tiempo hablando de los paratiempos, e historias de ésas. También hay un par de yos por ahí. Probablemente estarán en el bar.


    Les busqué, y, en efecto, la escena era tal y como me la había descrito. Habría unas diez o doce personasen el bar, tomando cerveza y hablando animadamente. Había dos Larry Douglas, cuatro Stephen Hawking en variables estados de salud y dos John Gribbin, personaje del cual ya me había encontrado dos ejemplares en el Campo Floyd Bennett. Ni siquiera se volvieron a mirar cuando entré: tal y como me habían dicho, estaban comparando notas.

    Fui detrás del mostrador y cogí una lata de cerveza, escuchándoles sin mucha atención, concentrado más que nada en mis propios problemas. No me costaba pensar, ya que su conversación no me molestaba lo más mínimo: no les entendía prácticamente ni una palabra.

    —Empezamos con la fisión de oltrones —decía uno de ellos, y entonces otro le interrumpía—. Oye, espera un minuto, ¿qué es un oltrón? —Entonces el primero decía algo así como «Esto... pues tiene carga eléctrica, es ligero, tiene una variación de punto cinco...» Entonces el otro le preguntaba qué era eso de la variación y todos empezaban a dibujar diagramas con reacciones de partículas hasta que uno de ellos exclamaba: « ¡Ah, quieres decir un cuerpo de Neumann! Claro... y entonces se escinde en un aleph-A y un gimmel, claro.» Y todo volvía a empezar. Me mantuve al margen hasta que un Dominic DeSota se volvió para coger su cerveza y me vio.
    —Oh, Dom, hola —dijo—. ¿Ya de vuelta? Oiga, Gribbin dice que usaron blancos de vanadio en el acelerador y obtuvieron casi el doble de brillo. ¿Qué le parece eso?

    Le sonreí.

    —Pues no mucho —confesé—. Dom, yo soy el que en casa hacía de senador. El que estaba con usted en Washington cuando nos raptaron.
    —Oh, ése... —respondió él divertido—. Bueno, yo tampoco soy ese Dom. Está por ahí, comprobando algo sobre su mujer.
    —Bueno, pues dígale que le he estado buscando —repliqué, dándome la vuelta con el ceño levemente fruncido y deseando para mí la suerte que él tenía. Si al cogerme hubiera estado con mi Nyla, en vez de con la mujer sin pulgares... y si...

    Me paré en seco, tragando saliva.

    —Eh —dije—. A su mujer no se la llevaron, ¿verdad? ¡Ella estaba en su propio tiempo y no trabajaba en la investigación para temporal!
    —No, claro que no —dijo el otro Dom. Me miró con cara de sorpresa—. Lo único que hizo fue pedir que la trajeran, eso es todo. Acaba de salir para enterarse de cuándo va a llegar, creo.
    —Pedir... que la trajeran... Quiere decir que...

    Y sí, quería decir justamente lo que me había parecido. Esa era la política habitual: los secuestradores no eran inhumanos. Estaban dispuestos a traer a nuestros familiares siempre que ellos estuvieran dispuestos a venir.

    Sólo había que pedirlo.

    Cuarenta minutos después me encontraba en el hotel Biltmore, esperando que me llegara el turno de... bueno, supongo que la palabra es «declararme». No estaba solo. En la cola había cincuenta hombres más con el mismo propósito que yo. No hablábamos demasiado, ya que cada uno de nosotros estaba muy ocupado ensayando el discurso que pensaba pronunciar. Cuando noté que alguien me tocaba en el hombro, casi di un salto.

    Pero no era más que Nicky. — ¿Tú también, Dom? —me dijo sonriente—. Yo acabo de hacerlo. Ahora, si Greta dijera que sí...De repente nos encontramos convertidos en el centro de toda la atención. Los hombres que tenía delante y detrás mío en la cola se habían vuelto para escuchar lo que aquel otro hombre, que ya lo había hecho, tenía por contar.

    — ¿No ha respondido? —le pregunté yo.
    — ¿Responder? ¡Oh, no! No se habla con ella directamente —me explicó—. Supongo que no tendrán canales suficientes para eso. Lo que haces es entrar en un cuarto y entonces es como si te filmaran, aunque imagino que no será realmente una película... bueno, de todos modos tú dices lo que tienes que decir. Luego localizan a tu mujer o lo que sea y se lo transmiten. ¿Cómo se llaman esas cosas? ¿Hologramas? Pues será una especie de imagen en holograma de ti y tienes un minuto para explicarte. Luego, es cosa de ella...

    Luego, sería cosa de ella.

    ¿Qué se le puede decir a una mujer para convencerla de que abandone un mundo que la adora para correr arriesgadas aventuras en el exilio? Mientras la cola iba avanzando centímetro a centímetro, mientras le daba información sobre Nyla Bowquist al empleado que debería localizarla... bueno, me estuve inventando razones durante todo ese tiempo. No sólo razones. Sobornos, promesas absolutamente descabelladas sobre cómo sería nuestra vida... ¡Como si yo tuviera alguna idea de lo que iba a ser!

    Y cuando al fin me encontré delante del objetivo con todas aquellas luces brillantes concentradas en mis ojos deseché todas las razones y los sobornos. Sólo fui capaz de decirle lo siguiente:

    —Nyla, cariño, te quiero. Por favor, ven aquí y cásate conmigo. Cuando llegó el sábado, estábamos totalmente libres de gérmenes y listos para empezar nuestras nuevas vidas. Cuando llegó el sábado la mujer del mostrador del Biltmore estaba ya hasta las narices de vernos a Nicky y a mí. Nos explicó una y otra vez que el número de canales era limitado y que la cantidad de peticiones era muy alta. No, ignoraba si Nyla había recibido ya mi mensaje. Sí, a Nyla se le daría toda la información necesaria sobre cómo era este mundo y cómo se llegaba a él. No, no tenía ni la menor idea del tiempo que haría falta. A veces era menos de un día, pero había gente que no había recibido aún su respuesta y que llevaban así ya tres semanas...

    No tenía ganas de esperar tres semanas. No quería estar solo tanto tiempo... especialmente cuando era posible que pasadas esas tres semanas lo único que recibiera fuese la confirmación de que iba a estar solo para siempre.

    Mientras tanto tenía que ocupar mi tiempo de un modo o de otro. Nicky tenía el mismo problema, pero no parecía costarle tanto. Cuando no estaba trabajando exploraba la ciudad, y cuando no la estaba explorando se plantaba ante la terminal de datos de nuestra habitación intentando aprender todo lo que pudiera. La tercera vez que entré para preguntarle cuántos otis entraban en un oti-pot me dijo:

    —Dom, realmente... ¿cómo piensas llegar a apañártelas algún día aquí si ni tan siquiera entiendes el cambio de moneda?
    —Es muy liado, Nicky. Todos esos unos y ceros...
    —Eso se llama aritmética binaria —me corrigió—. Uno es igual a uno. Uno-cero es igual a dos. Uno-uno es igual a tres... —y me hizo rápidamente una columna de cifras.




    —Claro, Nicky, claro —gruñí yo—, pero ¿qué haces cuando llegas a números de diez o doce cifras? ¿Cómo puedes llegar a pronunciar en voz alta esos trabalenguas?
    —Lo que haces entonces, Dom —me respondió con gran seriedad—, es aprender los códigos de pronunciación.
    — ¿Por qué debería aprenderlos? No, no, ya lo sé —dije, intentando aplacarle—, he de aprenderlos porque estoy atascado aquí y cuando se está en Roma lo mejor es aprender a usar los números romanos, ¿correcto? ¡Sólo que es una estupidez! Puede que haya cierto ahorro de tiempo o algo parecido, pero debe haberles costado millones cambiar del decimal al binario.

    Nicky se rió.

    — ¿Sabes lo que les costó? Recuerda que tenían todos sus datos almacenados electrónicamente. Por lo tanto apretaron un botón en algún sitio y las máquinas hicieron una operación global de búsqueda-y-sustitución. Todo en un momento. En todo el mundo. En todos los mundos afectados: y, desde entonces, se han acostumbrado a utilizarlos.

    Me quedé mirándole.

    —Eso es lenguaje de computadores —dije—. Vaya, has aprendido mucho desde que saliste de tu tiempo original.
    —No tenía elección, Dom —replicó él—, y más pronto o más tarde te darás cuenta de que tú tampoco la tienes. Toma, haré que empieces con buen pie —tecleó algunas órdenes en la máquina y se levantó—. Empieza aprendiendo a contar —me dijo, y me dejó solo.

    Naturalmente, tenía razón.

    Por lo tanto, me lo tomé en serio. Aparté de mi cabeza todos mis problemas particulares, incluyendo a Nyla, y traté de concentrarme. Lo que Nicky había sacado del banco de datos para mí era un viejo documento llamado Sobre los Dígitos Binarios y las Costumbres Humanas y en él se explicaba todo lo que yo deseaba saber sobre la aritmética binaria, cómo escribirla y cómo pronunciarla.

    Las convenciones gramaticales para escribirla eran bastante fáciles. Lo habitual era escribir los números binarios en grupos de seis dígitos con un guión en el medio, 000-000. Cuando había más de seis dígitos se usaban comas, igual que nosotros usábamos los puntos para los millares y los millones: 000-000,000-000. Pasé laboriosamente el año en curso a números binarios y 1983 quedó en:


    1-111,011-111



    La verdad es que seguía pareciéndome bastante estúpido.

    Luego, al seguir leyendo, descubrí que pronunciaba cada grupo de seis cifras según una especie de regla casera que al principio parecía ridícula pero que resultaba fácil si se estudiaba un poco la tabla. Cada grupo de tres cifras sonaba de un modo ligeramente distinto según fuera antes o después del guión, pero eso era solamente para hacer más fácil la pronunciación.




    Así pues, números como el «diez» (vg. 1-010) se convertían en «oti-pata» y el «cincuenta», o 110-010, se convertía en «die-pata», y cuando Nicky volvió a la habitación fui capaz de soltarle de carrerilla:

    —Dentro de unos cuatro meses contando desde ahora, en Nochevieja, te desearé un feliz año nuevo oti-ti, odi-ti.
    —Muy bien, Dom —me sonrió—, pero eso es este año. El año que viene será 1984 y eso es oti-ti, to-pohl.

    Lancé un gemido.

    —Diablos. Creo que nunca lograré aprender esto.
    —Claro que sí, Dom —me animo el—. Después de todo, ya te he dicho que no tienes otra elección.


    No podía pasarme todo el tiempo pensando en Nyla y tampoco aprendiendo. Había decisiones que tomar y no solamente decisiones; también debíamos buscar trabajo. No podíamos quedarnos indefinidamente en el Plaza, pues los alojamientos de cuarentena debían recibir a los miles de nuevos Gatos que iban llegando día tras día. Tampoco podíamos quedarnos para siempre trabajando como botones o mozos de recados, dado que en el Edén no había nada gratis. Era imposible. Antes de que empezaran las transferencias masivas en todo el planeta habría unos cincuenta mil pioneros amantes de la aventura, ya fueran descontentos o héroes por vocación. Ahora ya habían sido transportados aquí unos doscientos mil Gatos, con lo que los recursos disponibles estaban sometidos a una dura prueba, y el número llegaría a ser más del doble antes de que se hubieran completado las transferencias. Todos necesitábamos comida, alojamiento y el millón de pequeñas cosas, servicios y comodidades que hacen de una existencia algo civilizado. Por encima de todo, necesitábamos comida. Nunca había tenido un huerto, pero mi primer intento de buscar trabajo me llevó hacia el extremo del parque, donde había grupos de trabajadores recogiendo madera, quitando tocones del suelo, arando campos y empezando a sembrar las cosechas de invierno. Mi segundo trabajo me llevó hasta el puente de Brooklyn, donde había ingenieros comprobando la resistencia de los cables y soportes y como cuarenta veces más obreros que ingenieros quitando la capa de óxido y pintando el viejo puente para dejarlo otra vez en condiciones para ser utilizado. Mi tercer trabajo, así como el cuarto y el quinto, me llevaron por toda la ciudad: reparar conducciones de agua y líneas eléctricas, comprobar edificios para ver si había alguno que pudiera ser habitable durante el invierno, o recoger chatarra para llevarla a los talleres en que (de algún modo) se la utilizaría para fabricar nuevos arados, coches y vigas a partir de los desperdicios del pasado, esperando el día en que las minas de hierro de Mesabi pudieran (de algún modo) ser abiertas de nuevo para empezar a sacar mineral de ellas. ¡Sí, claro que había puestos de trabajo! Había más puestos de trabajo que gente para ocuparlos. Lo que pasaba era, sencillamente, que ninguno de ellos parecía demasiado adecuado para un hombre cuyas habilidades básicas eran hacer discursos, dirigir campañas para recoger fondos y lograr que se pusiera en marcha un programa piloto de entrenamiento aquí para que se lograra luego eliminar un suburbio allá.

    —Todo irá bien —me animaba Nícky—. ¡Cristo! Necesitan de todo, Dom, y más pronto o más tarde necesitarán también gente para formar una administración. Triunfarás, igual que yo. Cuando venga Greta... —juntó las manos sonriendo, como si viera a un ángel—. ¡Un hogar! ¡Una esposa! Una familia... una gran casa con medio acre de terreno, rodeada de setos altísimos para que podamos darnos un buen revolcón cada vez que nos apetezca...
    —Tengo una entrevista —le dije, abandonándole con sus sueños. No era ninguna mentira. La «entrevista» era con la mujer del Biltmore, que me reconoció de inmediato.
    —Dominic DeSota, ¿no? Un minuto... —se inclinó sobre la pantalla de su terminal, estudiando los datos.

    Y su expresión se nubló rápidamente.

    Supe lo que iba a decir mucho antes de que ella encontrara las palabras para decirlo.

    —Lo siento, lo siento mucho... —empezó a decir, y no le hizo falta terminar la frase.

    Tenía preparada ya una sonrisa. La había estado guardando para un momento en que me hiciera realmente mucha falta sonreír. Cuando la ensayé, oh milagro, funcionaba

    —Son los riesgos del juego —dije, sonriéndole—. Bueno, encanto... ¿Tiene algo especial que hacer esta noche? Quizás la sonrisa había logrado engañarla, pero el tono de mi voz no hubiera podido engañar ni a un niño de pecho. Era una buena chica. Probablemente había tenido que decirle ya a quinientos Pepe-Tedes que la persona a la que más amaban no veía demasiado claro eso de empezar una nueva vida en un nuevo mundo.
    —Hay mucha gente a la que realmente le asusta el viaje paratemporal —me dijo.

    La sonrisa estaba empezando a dolerme, pero la sostuve bien firme y traté de seguirle la conversación.

    — ¿Y a quién no? —repliqué, consiguiendo encogerme de hombros—. Nyla es tan valiente como la primera, pero pedirle algo así... bueno, es pedir demasiado. No la culpo. Si yo estuviera en su lugar probablemente también diría que no, muchas gracias... de todos modos, tendría que pensármelo mucho y bien... —me callé porque la mujer me estaba mirando con cara de no entenderme.
    — ¿Cómo la ha llamado?
    —Nyla. Nyla Bowquist. ¿Hay algún error?
    —Oh, diablos —dijo ella, tecleando de nuevo en el aparato—. Usted es ese Dominic DeSota. Nunca consigo distinguirles... el mismo número de habitación y todo eso. La que dijo que no vendría era una mujer llamada Greta. La suya... —frunció el ceño mirando la pantalla, comprobó de nuevo los datos y luego alzó los ojos dirigiéndome una sonrisa radiante como el sol en un cielo de verano—. Usted mandó su petición a Nyla Christophe Bowquist y ella ha aceptado. Ya está en el Floyd Bennett pasando la desinfección preliminar. Debería estar en el hotel mañana por la mañana.


    La sargento Nyla Sambok ya no era sargento. Ya no existían sargentos. El ejército norteamericano, así como el soviético, había sido disuelto por las fuerzas de las Naciones Unidas encargadas de mantener la paz. Aún llevaba su uniforme, por muy sucio y arrugado que estuviera: no tenía otra cosa que llevar. Mientras esperaba en la terminal de Indianapolis el tren que la devolvería a su hogar, el ex capitán sentado junto a ella en el banco escuchaba una radio portátil. En ella se repetían los términos del único mensaje que el mundo había recibido para explicar todo lo sucedido: Hemos transportado a todas sus personas temporalmente desplazadas junto con todos sus investigadores en física paratemporal. También hemos provocado radiactividad para inutilizar sus centros de investigación. No se permitirán más investigaciones en ese terreno. A Nyla Sambok no le hacía falta oír de nuevo el mensaje. Lo único que deseaba es que se hubiera producido más pronto. Los misiles crucero transportados por submarinos que los norteamericanos desconocían que estaban en poder de los soviéticos no habían sido totalmente efectivos. Aun así, habían borrado del mapa a Miami, Washington, Boston, San Francisco y Seattle. Las bombas inteligentes lanzadas desde los bombarderos que los soviéticos ignoraban que hubieran desarrollado ya los norteamericanos habían hecho lo mismo con Leningrado, Kiev, Tiflis, Odesa y Bucarest. La opinión predominante era que lo peor ya había pasado, dado que el intercambio de misiles no había sido suficiente como para producir un invierno nuclear. De todos modos, pasarían aún meses antes de que se pudiera estar seguro.


    Añ 11-110 111-111, me 1-010, di 1-100
    Ho 1-000, mn 1-111 Nicky DeSota


    Mary Wodczek, la piloto del dirigible, volvió para despertarme cuando estábamos por encima de Scranton... o, al menos, por donde solía estar Scranton.

    —Arriba, arriba —me dijo desde la puerta—, Nueva York dentro de una hora.

    Le di las gracias y me arrastré fuera de la litera, temblando. Los aposentos de la tripulación en el dirigible estaban a lo que teóricamente era una temperatura soportable, pero que no se parecía en nada a Palm Springs. Mientras intentaba reunir el valor necesario para ducharme, Mary volvió de nuevo para asegurarse de que estaba despierto.

    —Ya sabrás que volveremos a despegar antes de la puesta de sol, ¿no?
    —Vete a pilotar tu dirigible —le aconsejé desde el otro lado de la puerta. Ella se rió amistosamente y luego la oí marcharse. Antes de que mis nervios me traicionaran, entré en la pequeña cabina de la ducha. No estaba tan fría como me había temido. Bueno, de hecho estaba más caliente que el aire, pero de todos modos me alegré al salir de ella y vestirme, disponiéndome a empezar el día. Era día de fiesta para el colectivo, lo que me había permitido aprovechar la ocasión... eso y el haber trabajado durante uno o dos fines de semana para acumular días de permiso. Quizás se llamara el tod-ot de oti-pod pero seguíamos celebrando el doce de octubre como el Día de Colón... al menos la mayoría de nosotros. Naturalmente, no podía esperarse que los cultivadores de dátiles árabes y africanos que trabajaban en nuestras zonas de cosecha sintieran mucho entusiasmo por el descubrimiento de América. El Día de Colón era para ellos meramente otra excentricidad americana: el etíope que se encargaba de nuestras bombas me había preguntado antes dónde pondríamos el árbol que debíamos engalanar para el conejito de Colón.

    Pese a todo, la mayor parte de nosotros habíamos nacido en los Estados Unidos y casi todos éramos Gatos. Quiero decir Gatos involuntarios. La comunidad de granjeros había sido creada originalmente por los inquietos colonos procedentes de la era vigésima, pero no les gustaba demasiado cultivar la tierra. A medida que fuimos llegando nosotros, los Pepe-Tedes, ellos se fueron marchando para ocuparse de cosas que les resultaban más interesantes en este nuevo mundo.

    Eso a mí me parecía de perlas. En el Consorcio Agrícola del Desierto todos éramos iguales. Con eso no quiero decir que ninguno de ellos supiera algo de Tau-América... mi América. No había encontrado ni una sola persona que hubiera oído hablar alguna vez del Movimiento de la Mayoría Moral. No habían tenido árabes ricos comprando todo lo que se les ponía a tiro... los únicos árabes que había allí eran parte del colectivo, igual que yo. Tampoco tenían leyes que prohibieran beber a los menores de treinta y cinco años y el aborto o los métodos anticonceptivos no eran ilegales: tampoco había regla alguna sobre el porcentaje de piel que debías llevar tapado. (Salvo lo que podríamos llamar reglas naturales, claro. Ninguna persona en su sano juicio sentía grandes deseos de exponer demasiada piel al sol del desierto de California.)

    El primer nombre que le había dado a este mundo era Edén. Le sentaba muy bien. Y aunque nunca había supuesto que pudiera llegar a gustarme cultivar la tierra, no podía compararse ni en sueños a calcular índices hipotecarios en Chicago.

    Lo que hacía aún mejores las cosas, naturalmente, era que mis habilidades especiales me mantenían normalmente apartado del trabajo duro, excepto de vez en cuando, si había que recoger una cosecha con urgencia. Aprender la aritmética binaria había sido un poco duro, pero cuando lo conseguí me encargué de resolver todos los problemas financieros del colectivo. Era una buena adquisición para el colectivo y me trataban en consonancia. Lamentaron verme marchar a Nueva York.

    Antes, no había demasiada gente que lamentara verme marchar.

    Así pues, mientras el dirigible se balanceaba suavemente sobre los pantanos de la vieja Nueva Jersey, yo contaba mis cajas de lechuga y aguacates sintiendo bastantes deseos de volver a casa. Mi auténtico hogar... en Palm Springs.

    Se aproximaba mucho a lo que había soñado siendo niño. De pequeño yo era muy religioso... no tenía mucho donde elegir, ¿verdad? El Movimiento de la Mayoría Moral estaba empezando a despegar, especialmente en los suburbios de Chicago. Yo quería ser Bueno. Lo que deseaba más que nada era evitar tostarme durante toda la eternidad en las feroces llamas del Infierno, donde (eso me aseguraba el reverendo Manicote cada domingo) iba a ir con casi absoluta seguridad si bebía, me saltaba el catecismo de los domingos o si me dedicaba a mirarles los tobillos a las chicas. De vez en cuando también mencionaba el Cielo. Para mi mente de seis años de edad se parecía bastante a Thaití; sabía que existía, pero no pensaba que tuviera demasiadas oportunidades de visitarlo algún día en persona... al menos, no sin un abogado realmente bueno que fuera capaz de encontrar algún cabo suelto en las reglas. Lo que yo pensaba era... bueno, ¿cómo podía Dios llegar a perdonar la pesada carga de mis seis años de vida pecadora? Decía mentiras. Le robaba las monedas de cinco centavos a mi madre. Había dado abundantes muestras de falta de respeto a mis mayores. ¡Oh, sí, era un malvado, sin duda alguna! Pero a veces soñaba despierto imaginando cómo sería el cielo si algún día lograba llegar a él. Y lo que soñaba se parecía bastante al Consorcio Agrícola del Desierto, incluyendo el hecho de que, tal y como nos aseguraba el reverendo Manicote, no había matrimonios en el Cielo. En lo que a mí tocaba, eso era bastante cierto en California. Había mujeres, sí, dado que más del cuarenta por ciento de la población era del sexo femenino, pero la gran mayoría había venido para reunirse con sus esposos o amantes y no quedaba una reserva disponible demasiado grande para los solteros como yo.

    Pero ésa era la razón de que me las hubiera arreglado para viajar a Nueva York: pensaba hacer algo al respecto.


    Flotamos por encima de la Gran Pradera, en la que nos esperaban los hombres encargados de pescar nuestros cables de amarre, y yo me dediqué a mirar por la ventanilla. La ciudad de Nueva York no había cambiado mucho. No había realmente ninguna razón para ello: sólo hacía seis semanas que había partido para mi nuevo trabajo en California... pero, Dios mío, tenía la impresión de que había pasado mucho más tiempo.

    Apenas el dirigible quedó asegurado, bajé de él para encontrarme en un frío y lluvioso día de octubre neoyorquino, logrando que mis zapatillas de tenis se llenaran de barro al primer paso.

    Herby Madigan me estaba esperando en la pista, estirando el cuello para ver en qué consistía el cargamento. Me cogió la lista antes de saludarme y la examinó rápidamente.

    — ¿Tomates? —me preguntó indignado—. ¿Para qué nos traes tomates? Aún nos quedan montones de Jersey y Rhode Island.
    —Dentro de un par de semanas se os habrán acabado —le contesté—, y entonces nos los pediréis de rodillas. De todos modos, también hay dátiles y aguacates —se le iluminaron los ojos al oírlo—, y también he traído algunas cajas de naranjas y cocos, por si acaso.
    — ¡Naranjas! —dijo.
    —Me temo que no podemos serviros grandes cantidades porque pasará un poco de tiempo hasta que los árboles vuelvan a producir realmente en serio. ¿No podríamos resguardarnos de la lluvia mientras hablamos?

    Tardamos un poco en lograrlo porque cuando nos dirigíamos a un lugar cubierto, uno de los encargados del tráfico aéreo me paró para preguntarme si había visto señales de retroceso balístico en el viaje desde California. Pareció complacido cuando yo le dije que no y no tan complacido cuando le expliqué que me había pasado durmiendo casi la mitad del trayecto y que había estado ocupado con los papeles la mayor parte del tiempo restante. De todos modos me dijo que durante el último mes nadie había visto muchas señales de retroceso; evidentemente las resonancias se estaban extinguiendo, tal y como se había previsto.

    Finalmente pudimos llegar a la oficina de Herby, un cubículo brillantemente iluminado y bastante caótico, situado en las estructuras con forma de burbuja del parque. Regateamos durante media hora y mientras hablábamos me quité las zapatillas empapadas y dejé que se me secaran los calcetines. Tenía café auténtico y me sirvió una taza, lo que me hizo preguntarme si nos sería posible llegar a cultivarlo. Decidí que de momento no sería buena idea. Gente del consorcio ya había hecho exploraciones en Baja y otras zonas de México. Quizás algún día quisiéramos montar una colonia allí para cultivar café y tal vez plátanos o papayas, pero de momento estaba demasiado lejos de Palm Springs. De todos modos, ya tenía planes suficientes para todo el año siguiente.

    —Tendremos espinacas y uvas disponibles dentro de un mes, aproximadamente —le conté a Herby—, y para la Navidad tendremos también melones Crenshaw. Pero nos falta gente. ¿Sabes si es probable que llegue pronto algún granjero auténtico?
    —Ya no vendrá más gente —me contestó distraídamente, pensando en los melones Crenshaw para la Navidad—. Han cerrado todos los portales excepto un par de estaciones de observación automatizadas. De todos modos aún podrías conseguir algunos trabajadores; en los hoteles quedan unos cuantos centenares de físicos y soldados esperando que se les asigne un lugar.

    Lancé un suspiro. Entrenar otra vez a los físicos y a los soldados ya ocupaba una gran parte del tiempo que deberíamos dedicar a intentar poner de nuevo en marcha los viejos cultivos y plantar nuevas cosechas.

    —Si tienes veinte voluntarios —le dije—, podemos llevárnoslos de vuelta esta noche. Las familias nos irían mejor. O... ¿tienes mujeres solteras?

    Se rió. Ya me lo esperaba; lo había dicho en broma. Cuando terminamos de regatear y discutir los contratos de la siguiente entrega sirvió dos tazas más de café y se reclinó en su asiento mirándome fijamente.

    —Dominic... —me dijo—. ¿Te gustaría volver a trabajar para mí?
    —No, gracias.
    —Tendrías un trabajo condenadamente mejor —me insistió—. Te pagaría lo mismo que ellos y estarías en la ciudad. Ya tenemos energía y agua en la mitad del West Side. Las cosas aquí se van a poner realmente bien.
    —Cuando lo hayáis limpiado todo —dije yo sonriendo.
    — ¡Claro! Ya lo estamos haciendo. Dentro de cinco años...
    —Dentro de cinco años —le repliqué yo—, estaremos limpiando San Diego. ¡Ese sí que es un lugar precioso para una ciudad! Por no mencionar el clima...
    —Sabes... —dijo con aire pensativo—, no me importaría vivir un tiempo en California, cuando hayamos puesto un poco en orden las cosas por aquí. He estado pensando en Los Angeles...
    — ¡Los Angeles! ¿Quién tiene ganas de revivir Los Angeles? —miré mi reloj—. Me ha gustado mucho hablar contigo, Herby, pero mi vuelo de regreso no va a esperarme y tengo que hacer algunas cosas aquí. ¿Sería posible conseguir un par de zapatos secos? ¿Y un impermeable? El vestíbulo del Plaza estaba más limpio y más vacío que cuando me había ido. Unos veintidós mil de nosotros habían pasado por los centros de reinstalación de Nueva York. Sólo quedaban unos doscientos en el Plaza y algunos hoteles ya habían sido cerrados y adecuadamente preparados para resistir el paso del tiempo, a la espera de algún día futuro en el que fueran necesarios otra vez para gente que viniera en coches o aviones, y no a través de portales.

    No me entretuve mucho tiempo. Mi primera visita fue a la oficina de transeúntes, donde me prestaron una terminal el tiempo suficiente para teclear un nombre y obtener una dirección. Le pregunté al hombre del mostrador cómo podía llegar a Riverside Drive, descubrí que podía coger un taxi delante del hotel y solamente entonces me di cuenta de que no llevaba dinero encima para pagarlo. De hecho, no llevaba dinero para pagar nada.

    — ¿Podría usar mi tarjeta monetaria de California? —le pregunté y él intentó contener la risa.
    —Necesitará efectivo —me dijo—. En el vestíbulo hay una máquina para eso. Si tiene su tarjeta probablemente podrá arreglárselas.

    Así fue. Necesité la ayuda de dos personas que pasaban por allí para entender cómo funcionaba, pero finalmente logré que la máquina escupiera veinticuatro billetes de dieciséis dólares (k-chuf, k-chuf, k-chuf) y me fui a toda prisa. ¡Un paleto en la gran ciudad! Hay cosas que no cambiarán nunca...

    Una vez en el taxi, me dediqué a examinar el dinero con cierta curiosidad. Realmente, usar las tarjetas para transacciones pequeñas era una molestia: a veces lo era incluso para cosas importantes, como tratar con las comunidades independientes de Palo Alto o Santa Bárbara... o jugar al póquer las noches del sábado. Los colores eran de lo más interesante: verde dorado y negro por un lado, dorado y escarlata por el otro. La numeración estaba en binario, naturalmente, y su material no era el papel de los billetes de banco que yo había visto durante toda mi vida (toda mi otra vida), sino de algo que al tacto parecía casi de seda y que, como descubrí cuando decidí arriesgarme a romper un trocito de una esquina, era mucho más resistente que el papel. La verdad es que tenía un aspecto excelente. La imagen de Andrew Jackson a un lado y la de la Casa Blanca al otro no eran meros rotograbados, sino hologramas. Di vueltas a los billetes entre mis manos y la perspectiva varió ligeramente, al mismo tiempo que aparecían halos multicolores alrededor de las imágenes: rojo, blanco y azul detrás de Jackson y todo un arco iris por encima de la Casa Blanca. Los billetes llevaban el nombre del impresor, una empresa de Philadelphia (mi primera noticia de que hubiera algo en marcha allí) y lo anoté lo mejor que pude mientras el taxi daba tumbos por encima de los baches y el resquebrajado asfalto de Broadway. En la siguiente reunión del consejo pensaba preguntar si queríamos imprimir algunos para nuestro uso personal.

    Llegamos por fin a Riverside Drive. Pagué al taxista y examiné los alrededores. Vi la límpida corriente del Hudson y los grandes árboles que crecían sobre las colinas en el lado de Jersey. No pude distinguir el Puente George Washington: supuse que aún no lo habían construido cuando les llegó el momento de dejar de construir para siempre. Pero el bloque de apartamentos al que me dirigía estaba en muy buen estado: había cristales en las ventanas y las baldosas del vestíbulo estaban limpias. Y mientras subía las escaleras hasta el sexto piso oí un zumbido de maquinaria y me di cuenta de que no era necesario subir a pie... incluso los ascensores funcionaban. Cuando llegué al apartamento 6-C y llamé a la puerta, ésta se abrió de inmediato, sólo que la persona que apareció por ella no era la que yo esperaba. Era el senador.

    — ¡Nicky! —exclamó—. ¡Eh, Nyla! Es Nicky DeSota. ¡Ven a saludarle!

    Y entonces apareció ella, bonita y con aspecto feliz, muy parecida a la persona que yo estaba buscando (igual que yo me parecía mucho al senador...) parecida pero no idéntica, pues había una diferencia muy visible que noté al estrecharle la mano. No tuve más remedio que entrar un rato, tomar un poco más de café auténtico y charlar unos minutos sobre lo que estaba haciendo yo y lo que estaban haciendo ellos y cómo, a decir verdad, nos encontrábamos todos muy bien aquí y en cuanto a los mundos que habíamos dejado atrás... bueno, ya se las apañarían.

    Era una pena que fuera la Nyla equivocada.

    Pero pudieron decirme dónde se encontraba la que yo buscaba y unos veinte minutos después ya estaba de camino hacia el viejo Museo Metropolitano de Arte. A sólo dos minutos de donde había aterrizado antes el dirigible...


    El senador y su Nyla se habían sorprendido mucho al verme. La Nyla sin pulgares hizo algo más que sorprenderse. Se quedó patidifusa y un poco suspicaz.

    —Todo eso del otro mundo quedó atrás —me dijo—. Si aún sientes rencor, allá tú, y no pienso culparte por ello. Pero tampoco pienso disculparme.
    —No siento rencor —dije yo—. Lo único que deseaba era que fuéramos a cenar... quizás al otro lado del parque, en ese restaurante que está rodeado de árboles.
    — ¡No puedo permitírmelo!
    —Yo sí —dije—. ¿Te importa si damos un paseo? Me gustaría echarle una mirada a la carga del dirigible.

    Así que dimos un paseo y yo le enseñé cómo cargaban las piezas de tractor y los montones de cajas con tarjetas de datos para nuestros bancos de memoria a cambio de los productos que les habíamos vendido. Luego ella me habló de su trabajo en el museo. Lo primero que me dijo, con cierta beligerancia en el tono de voz, fue que no se trataba de un trabajo muy cualificado, pero que era un buen trabajo.

    —Por suerte —prosiguió—, estaban construyendo un ala nueva del edificio cuando la guerra los liquidó a todos, así que gran parte de los mejores artículos estaban bien almacenados y se encuentran en bastante buen estado. ¡Pero todo lo que tenían en exhibición...! ¡Sobre todo las pinturas! No puedo restaurarlas, la verdad es que no hay nadie ahora capaz de hacerlo, pero las estamos rociando para matar los hongos. Luego las secamos e intentamos encontrar todas las escamas de pintura que cayeron al suelo. Creo que algún día se podrá restaurar por completo gran parte de ellas.
    —No sabía que te interesara el arte —dije mientras íbamos hacia el restaurante. Los aromas eran maravillosos; naturalmente, el restaurante estaba justo al lado del mercado, con lo que podían escoger los primeros entre las mercancías de más calidad y más frescas.
    —Supongo que no sabes gran cosa sobre mí, ¿verdad? —dijo en un tono objetivo, sin mala intención—. Quizás fue porque yo lo quise así. De ese modo me tenías más miedo...

    Decidí pasar por alto ese comentario. Conseguimos una mesa y empezamos con aguacates rellenos de cangrejo; el cangrejo procedía del río Hudson pero los aguacates eran de los nuestros, apenas llevaban cinco horas en la ciudad y estaban absolutamente perfectos.

    —Es un buen trabajo —dije yo—, aunque supongo que en estos momentos no es necesario hacerlo con mucha urgencia, ¿no? Me refiero a que con las pinturas sí, claro, pero lo demás... Vi esa especie de aguja de Cleopatra al venir. No le va a pasar mucho que no le haya pasado ya —el obelisco estaba caído y al caer se había partido en varios fragmentos. En Egipto había perdurado millares de años, pero unas cuantas décadas de la nieve y el calor de Nueva York le habían vencido.

    Alzó la vista y dejó de hurgar en la cáscara del aguacate en busca de los últimos trocitos de cangrejo.

    — ¿Y? —me dijo.
    —Y... me preguntaba si podría interesarte otro trabajo. No en tu especialidad, claro... en estos momentos no hay demasiada demanda de policías secretos. ¿Te gustaría dirigir una orquesta?

    Dejó el tenedor junto al plato.

    —Diri... una orques... Mierda, Nicky, ¿de qué infiernos estás hablando?
    —Llámame Dominic, ¿vale? —había olvidado lo mal hablada que podía llegar a ser. Probablemente acabaría superándolo, claro; la mayoría de la gente parecía capaz de mejorar.
    —Dominic, entonces. ¿A qué te refieres? ¡Nunca he dirigido una orquesta!
    — ¿No me dijiste una vez que querías tocar el violín?
    — ¡Tocaba el violín! —pero, instintivamente, escondió las manos en el regazo.
    —Ya, ahora no puedes —dije yo, asintiendo—. Ya lo entiendo. Pero eso no te impediría dirigir a otros músicos, ¿verdad?
    — ¿Qué otros músicos?

    Sonreí.

    —Se hacen llamar la Filarmónica de Palm Springs. La verdad es que son aficionados pero no son malos. Es una ocupación para sus ratos libres, claro; todos trabajan en el colectivo.
    — ¿Qué colectivo?
    —Soy el director financiero del Consorcio Agrícola del Desierto —le expliqué—. Se parece a un kibbutz, pero no le llamamos así, dado que la mayoría de nosotros no somos judíos. Algún día tendremos una buena orquesta. En estos momentos... Bueno, al principio tendrías tiempo para un par de trabajos más.
    — ¿Qué otro par de trabajos?
    —Bueno, uno sería enseñar música a los niños. Y a cualquier adulto que deseara aprender. No tenemos nadie capaz de enseñar música.

    Ella frunció los labios. El estofado de conejo ya había llegado y por unos momentos se dedicó a olerlo con cara de aprobación.

    — ¿Y? —me preguntó, metiendo la cuchara en el plato para empezar a comer.
    —Bueno, lo otro no es exactamente un trabajo. Quiero decir... pensé que podrías casarte conmigo.


    Creo que nunca había logrado sorprenderla antes. Realmente, no estoy demasiado seguro de que hubiera logrado sorprender a nadie en toda mi vida... ni tan siquiera a mí mismo. Se me quedó mirando mientras se le enfriaba el estofado de conejo. Yo empecé a comer el mío. Estaba muriéndome de hambre y además estaba delicioso. — ¿Qué hay de esa Greta Como-se-llame? La azafata...

    Me encogí de hombros.

    —Se lo pregunté, ¿sabes? Le solté mi discursito comercial de un minuto entero de duración. Me dijo que no —empecé a sonreír porque, cuando lo pensaba, la verdad es que resultaba divertido—. Me mandó una de esas holopostales del Querido John, ¿sabes?, y yo subí corriendo a mi habitación cuando no estaba el senador. La puse y allí estaba ella, tan bonita como siempre. Estuve a punto de llorar, pero no lo hice. Decía: «Nicky, eres un encanto pero siempre andas metido en líos. No necesito líos. Lo único que deseo es continuar con mi vida normal.»

    Nyla también se rió, exactamente por la misma razón que yo. La sola idea de que yo pudiera resultarle demasiado aventurero y arriesgado a otra persona...

    —Bueno, Nicky, la verdad es que eres un encanto —reconoció ella.
    —Dominic.
    —Bueno, pues Dominic.
    —Y eso es todo acerca de Greta. ¿Qué hay de Moe?

    Me miró de un modo sorprendido y casi enfadado.

    — ¿Ese mono? ¿Qué coño te crees que soy, Ni... Dominic? —Luego probó su estofado y se le pasó un poco el mal humor—. De todos modos —prosiguió—, se ha vuelto gay. El y esos otros dos Moe... se encontraron de pronto juntos, los tres, y nunca habían hecho nada parecido antes pero... supongo que no pudieron resistir la tentación de encontrar amantes que lo supieran todo sobre ellos mismos. Lo que intento decir es... bueno, ya sabes, que supieran exactamente lo que sientes y cómo te gusta más —vaciló unos instantes, mirándome—. ¿Entiendes lo que estoy diciendo? O sea, saber exactamente cómo y dónde hay que hacerlo todo... de modo que...
    —Ya sé lo que quieres decir —le respondí con firmeza—. ¿Y?
    — ¿Te refieres a eso de casarnos? —se dedicó a comer durante unos segundos con el ceño fruncido. El ceño fruncido se debía a que estaba considerando mi propuesta y no al estofado, que era perfecto: pensé que debería intentar conseguir la receta para proporcionársela a nuestros cocineros. Tomó otra cucharada y buscó mecánicamente el café. Le hice una seña al camarero para que lo trajera—. Bueno... —dijo con expresión dubitativa—, siempre es bonito que te lo pidan.
    —Ya te lo he pedido. Ahora lo que debes hacer es contestarme.
    —Ya lo sé, Dom —dijo ella—. Lo estoy intentando. Pero no estoy segura de... Bueno, ¿qué hay de mí? No soy exactamente lo que podrías llamar una virgen candorosa, ya sabes, y, Dominic, sin que intente ofenderte al decirlo, siempre pensé que tú eras un poco... estricto en cuanto a eso.
    —Nyla, los dos tenemos un pasado que no nos hace demasiada justicia —repliqué—. No me he ofendido, tranquila. Eras tan venenosa como una serpiente. Yo era tonto. Hablo en pasado, Nyla. No teníamos por qué ser así... no, espera un momento —dije, viendo que el camarero nos traía el café y la cuenta—, quiero expresarlo bien. Déjame empezar de nuevo. En cierto modo, teníamos que ser tal y como éramos, dado el mundo en que vivíamos. Eso de «teníamos» es un poco exagerado, porque en ello había parte de culpa nuestra... seguimos los caminos más fáciles. Los había mejores, incluso en nuestro tiempo. Pero no todo era culpa nuestra y las cosas nos podrían haber ido mucho mejor. ¡Fíjate en nuestros duplicados! El senador, el científico, Nyla Bowquist... ¡Podríamos haber sido como ellos! Y aún podemos serlo, cariño.

    No había planeado usar esa palabra. La había pensado, sí, pero se me había escapado sin querer. Ella me había oído. Pude ver cómo examinaba cuidadosamente el sabor de ese «cariño», paladeando algo que le resultaba nuevo. No parecía desagradarle. Me apresuré a continuar.

    —El senador está dirigiendo en estos momentos los asuntos administrativos de todo el West Side. Nyla está embarazada. Tenían que cambiar de vida. Nosotros también podemos.

    Sorbió lentamente su café, estudiándome por encima de la taza.

    —Eso es lo que intentas decirme, ¿no, Dom? No sólo el matrimonio... también hijos. ¿Y una casita en el campo con rosales creciendo por todo el porche y un café caliente cada mañana?

    Sonreí.

    —El café no puedo prometértelo porque el consorcio no es todavía tan próspero. Pero el resto... sí. Incluso las rosas, si es que te gustan.

    Se estaba ablandando, me daba cuenta.

    —Mierda —dijo—, adoro las rosas.
    — ¿Eso quiere decir que sí o que no? —la acosé yo.
    —Bueno, no existe ninguna ley que diga que no podemos intentarlo —dijo. Puso la taza sobre la mesa y me miró—. Por lo tanto, sí. ¿Quieres besar a tu prometida?
    —Puedes apostar a que sí quiero —dije sonriendo, y lo hice. Era la primera vez que la besaba. Sabía a café y a estofado de conejo y era una combinación estupenda—. Entonces —dije, volviendo a recostarme en mi asiento—, será mejor que nos pongamos en marcha. Has de recoger tus cosas y decirles a los del museo que te vas. Digamos que necesitas dos horas para eso, lo que nos da otra hora o puede que dos para que te compres lo que creas necesario antes de que el dirigible despegue. Podemos hacer que el capitán nos case por el camino.

    Había vuelto a coger su taza de café y se le cayeron algunas gotas.

    —Jesús, Dom —dijo, poniendo cara de haber descubierto al fin en qué se había metido realmente—, cuando quieres eres de lo más rápido. ¿Es legal todo eso?
    —Cariño —dije, esta vez intencionadamente—, es muy posible que hayas pasado por alto lo más importante de lo que ocurre aquí. Esta es una nueva vida. En asuntos semejantes no debemos preocuparnos por lo que es legal. En los sitios de los que procedemos hay montones de reglas y leyes, así que sencillamente las vamos inventando a medida que nos hacen falta. Y eso, exactamente eso, es lo mejor de todo el asunto.


    Por lo tanto, unas cuantas horas después estábamos casados y nos lo demostramos mutuamente en las angostas literas del dirigible en algún lugar sobre Nueva Jersey. Y también sobre Pennsylvania y probablemente sobre Ohio, aunque no estábamos muy interesados en comprobar la geografía. Quizás nos lo hubiéramos vuelto a demostrar a la altura de Indiana si Mary Wodczek, que nos había unido en matrimonio la noche anterior apenas hubimos despegado, no hubiera llamado discretamente a la puerta trayendo tostadas, jugo de naranja y café.—Pensé que os gustaría desayunar algo —dijo, contemplando sonriente a los recién casados. Había sido una idea altamente considerada por su parte, como también fue muy considerado que se marchara en seguida.

    Y un cierto tiempo después nos encontramos sentados en la litera, abrazados el uno al otro, disfrutando con el suave balanceo del dirigible. Nyla me miró y me dijo:

    — ¿Dominic? Sabes, no estoy muy segura de que deseara volver aunque me lo ofrecieran.
    —Yo tampoco —dije, besándola en el cuello.

    Ella, aún pensativa, apretó su mejilla contra la mía.

    —De todos modos, es algo muy raro. Todo el tiempo que estuve trabajando en ese museo rezaba para que ocurriera un milagro: Tenía muchas fantasías sobre lo maravilloso que sería volver para que me recibieran como una heroína, o algo parecido... Pero el lugar no sería realmente el mismo, ¿verdad? Y todo esto es tan distinto... sinceramente, creo que no me importaría quedarme aquí para siempre.
    —Eso es magnífico —le dije, dándole un beso en su cálida y algo sudorosa axila—, aunque no te garantizo que sea cierto. Me refiero a lo de quedarnos aquí para siempre.

    Se apretó de nuevo contra mí y luego se enderezó de golpe mirándome con una sonrisa insegura, como si sospechara que había alguna broma en lo que yo había dicho pero aún no supiera exactamente dónde estaba.

    — ¿A qué te refieres? ¡Dijeron que habían cerrado los portales permanentemente!
    —Y eso es lo que han hecho, cariño —admití yo—. Pero puede que eso no importe. Oye, aquí la ducha es muy pequeña pero apuesto a que podríamos...— ¡Dentro de un minuto! ¡Antes dime a qué te refieres!

    Tomé un sorbo de mi café, que ya se enfriaba.

    —Me refiero a que la gente de este supertiempo son simples seres humanos, cariño. No son dioses. No pongo en duda que hayan cerrado todos los portales, por no mencionar las mirillas automáticas, dado que no habrían podido soportar las consecuencias de un retroceso balístico incontrolado.
    —Bien, ¿y entonces?
    —Puede que no dependa totalmente de ellos —dije yo—. Mira, fueron los primeros en conseguirlo y localizaron unos treinta o cuarenta tiempos distintos que lo tenían o que iban a tenerlo muy pronto, que serían sólo unos veinte o treinta más. ¿Qué fracción da dividir treinta por infinito, Nyla?
    — ¡Dom, no me líes con matemáticas ahora!
    —No son matemáticas, es simple sentido común. Estamos en octubre de 1983, ¿no? No sólo aquí, sino en todas partes. No están por delante de nosotros. Sencillamente tuvieron suerte hace unos cincuenta años, o puede que fueran cien.

    Pero sigue siendo octubre de 1983 para un número infinito de tiempos paralelos. No sólo ellos, no sólo nosotros. Para todos los tiempos, y el tiempo pasa para todos y cada uno de ellos. Puede que en este mismo instante, en algún tiempo que nadie ha llegado ni tan siquiera a observar, alguien como yo o como tú esté a punto de hacer el descubrimiento. Y puede que haya otros cuatro o cinco que no hayan llegado tan lejos pero que vayan por buen camino. Puede que para la Navidad haya una docena de tiempos con capacidad paratemporal... y puede que en enero haya veinticinco o treinta más... y en febrero... y el año próximo, y el año siguiente. —Oh, Dios mío —dijo Nyla.

    —Y algún día —concluí yo—, habrá una cantidad tan condenadamente grande que se contarán por miles o millones, todos llegando a descubrirlo a la vez... ¿y piensas que alguien va a ser capaz de contener eso?
    —Santísimo Niño Jesús del Gran Poder... —dijo Nyla.
    —Exactamente —contesté.
    —Tal cantidad de retroceso balístico...

    Yo asentí, dejando que las consecuencias fueran haciéndose claras en su mente.

    Me miró con algo que era o respeto o temor... no llevaba el tiempo suficiente con mi esposa para saberlo.

    — ¿Eres el único que lo sabe? —me preguntó.
    —Naturalmente que no. La gente que nos trajo aquí debe de saberlo, pero no andarán proclamándolo por ahí. Y estoy seguro de que habrá otras personas. He intentado hablar del tema algunas veces. Hay quienes, como el senador, parecen no entender de qué estoy hablando. La mayoría de ellos... bueno, supongo que sencillamente se niegan a discutir el asunto. Supongo que tienen miedo.
    — ¡Maldición, ya pueden tenerlo! —explotó ella—. Yo misma estoy aterrada.
    —Bueno —dije yo—, considerando lo mal que podría acabar todo, estarías loca si no fuera así. Pero mírale el lado bueno. Tú y yo deberíamos estar a salvo. Nos encontraremos en el desierto donde no es demasiado probable que suceda nada demasiado malo en ningún momento. Será raro, de acuerdo, ¡vaya si lo será! Pero no será tan físicamente peligroso como en una ciudad donde digamos que... no sé, puede que de pronto un zeppelin cruce a través de tu dormitorio o algo parecido. Nyla me miró de un modo nada cariñoso ni propio de una esposa.
    —Lo que me estás diciendo —replicó gélidamente—, es que nosotros sobreviviremos y al resto de la raza humana... que la jodan, ¿no? ¿No? —aulló—. ¡Y has tenido el rostro de llamarme dura, egoísta, implacable...!
    —Ta, ta... —dije yo, poniéndole suavemente los dedos sobre los labios—, nunca he dicho nada de todo eso. Al menos, no exactamente. Y me preocupa la raza humana. Me preocupa muchísimo.
    —Pero... pero, ¿entonces qué vamos a hacer al respecto, Dom?
    —Nada, amor —le dije yo—. No podemos hacer nada. Va a suceder, simplemente... Pese a todo, hay una cosa buena en todo esto.

    Esperé que me preguntara cuál era. Cuando empezó a torcer el gesto y sus cejas se convirtieron en una línea iracunda, me pareció que su modo de preguntármelo no me iba a gustar nada, así que me apresuré a contárselo:

    —Quiero decir que empezará en pequeñas dosis. De eso estoy bastante seguro. Habrá muchos avisos antes de que las cosas se pongan realmente mal... habrá tiempo para evacuar las ciudades o para hacer lo máximo posible al respecto. Y... bueno, es algo que no puede evitarse, ¿entiendes? Tendremos que arreglárnoslas lo mejor posible, es todo.

    Saltó de la cama y se quedó contemplando las llanuras vacías que estábamos sobrevolando. Dejé que lo pensara un poco y finalmente se volvió hacia mí.

    —Dom... —me dijo—. ¿Estás realmente seguro de que hacemos lo correcto? Quiero decir que tú hablabas de tener hijos y... no sé, a veces pienso que a mí también me gustaría. Pero, ¿no es un mundo algo aterrador para traer hijos a él?

    Me puse en pie y fui hasta ella. Nuestros cuerpos desnudos se unieron y la rodeé con el brazo.

    —Puedes apostar a que sí lo es —le contesté—. Pero, ¿acaso ha existido jamás uno que no lo fuera?


    FIN



    Biografía del Autor

    Frederik Pohl nació en Nueva York en 1919 y, pese a una escasa formación académica, sus lecturas le han otorgado una cultura enciclopédica que le ha valido en 1982 ser elegido miembro de la Asociación Americana para el Progreso de la Ciencia.

    Su actividad en la ciencia ficción se inició como aficionado fundador del mítico grupo Futurians junto a C. M. Kornbluth, Damon Knight e Isaac Asimov entre otros. Fue editor de Astonishing Stories y Super Science Stories a los diecinueve años. Como agente literario tuvo a Asimov entre sus clientes. Como editor de Galaxy y de If desde 1961 a 1969 revolucionó la ciencia ficción dando entrada a temas de tipo político y sociológico por primera vez en el género, como fruto de sus intereses progresistas. Obtuvo por ello tres veces el premio Hugo.

    Como autor colaboró con el prematuramente fallecido Cyril M. Kornbluth en MERCADERES DEL ESPACIO (1953), BÚSQUEDA EN EL CIELO (1954), EL ABOGADO GLADIADOR (1955), y LA LUCHA CONTRA LAS PIRÁMIDES («WOLFBANE» 1959, recientemente reeditada en versión revisada por Pohl) entre otras. También colaboró conjackWilliamson en varias trilogías como UNDERSEA QUEST (1954), UNDERSEA FLEET (1955) y UNDERSEA CITY (1958), y THE STARCHILD TRILOGY: THE REEFS OF SPACE (1954), STARCHILD (1965) y ROGUE STAR (1969).

    En esta misma época es autor en solitario de NAVE DE ESCLAVOS (1957), LA MARCHA DEL BORRACHO (1960), THE AGE OF PYSSYFOOT (1969) y varias antologías de relatos entre las que cabe destacar Corrientes alternas (1956), que incluye el relato El túnel debajo del mundo, en el que se hace patente su interés y preocupación por el mundo de la publicidad en el que había trabajado profesionalmente.

    Después de haber sido presidente de la Asociación de Escritores de Ciencia Ficción de América entre 1974 y 1976 vuelve con renovadas fuerzas a la escritura, en la que cosechará desde entonces tres premios Hugo, dos Nébula, dos Memorial John W. Campbell, el premio Apollo francés, el Edward E. Smith y el premio del Libro Americano.

    Sus libros más destacados en este último y fructífero período son: HOMBRE PLUS (2976, premio Nébula), la tetralogía de la saga de los Heechee: PÓRTICO (1977, que obtuvo los premios Nébula, Hugo, Locus y el John W. Campbell Memorial), BEYOND THE BLUE EVENT HORIZON (1980), HEECHE RENDEZVOUS (1984) y THE ANNALS OF THE HEECHEE (1987).

    También ha escrito en este período la continuación de la famosísima Mercaderes del espacio en MERCHANTS WAR (1984), y otras novelas como JEM (2979), STARBUST (1984), Los AÑOS DE LA CIUDAD (1984, premio Memorial John W. Campbell), TERROR (1986), LA LLEGADA DE LOS GATOS CUÁNTICOS (1986), y TCHEKNOBIL (1987).

    Sus relatos han proliferado en las revistas del género ycabe destacar su reciente antología PohlStars (1984) con la novela corta inédita The Sweet, Sad Queen of The Grazing Isles. Posteriormente, el relato Fermi y Frost (1985) le ha merecido el premio Hugo de 1986. Otras antologías no tan recientes han sido: Day Million (1970), The Gold at the Starbow's End (1972 que incluye la novela corta del mismo título, premio Locus de aquel año), The Best of Frederik Pohl (1975 editado por Lester del Rey), In the Problem Pit (1976) y Critica! Mass (1977), que recoge relatos escritos junto a C. M. Kornbluth. También ha obtenido el premio Hugo por la publicación del relato La Reunión (1973), escrito en curiosa colaboración postuma con su amigo Kornbluth, fallecido en 1958.

    También ha publicado una interesantísima autobiografía con el título THE WAY THE FUTURE WAS: A ME MOIR (1978), en la que describe, desde dentro, los primeros cincuenta años de la ciencia ficción.


    El tema de los universos paralelos es uno de los más interesantes en la ciencia ficción, ya que ha permitido la recreación interesada de la historia de nuestro planeta. Muchas de estas reconstrucciones se han convertido en obras de gran valor como EL HOMBRE EN EL CASTILLO, de Philip K. Dick, en la que Alemania y Japón vencen en la Segunda Guerra Mundial, BRING THE JUBILEE, de Ward Moore, que presenta a los confederados del sur como vencedores de la Guerra de Secesión norteamericana, y PAVANA, de Keith Roberts, en la que la Armada Invencible de Felipe II fue efectivamente invencible, configurando un siglo xx sometido ideológicamente al papado y en el que la ciencia y la mentalidad crítica no han podido obtener los éxitos que han jalonado su historia en «nuestro» universo.

    Pero también es posible un enfoque en el que predomine la ironía y una visión crítica de nuestro propio presente como ocurre ligeramente en UNIVERSO DE LOCOS, de Fredric Brotan, y con mucha mayor intención en LA LLEGADA DE LOS GATOS CUÁNTICOS, de Frederik Pohl.

    La dificultad principal que encuentra un autor cuando aborda la recreación de un universo paralelo es dar consistencia, veracidad y realismo al mundo que diseña. A mi entender ello es aún más difícil que la simple creación de un mundo nuevo, porque el universo alternativo ha de presentar obligatoriamente puntos de contacto con nuestra realidad presente o histórica, y las novedades introducidas han de engarzar sutil pero adecuadamente con el resto de nuestra realidad mantenida en la novela.

    Pocos autores están más cualificados que Pohl para este intento, y realmente LA LLEGADA DE LOS GATOS CUÁNTICOS es un pequeño «tour de forcé» en este aspecto. De los varios universos paralelos que interaccionan en la novela, los dos que están detallados con mayor atención nos presentan en uno de ellos una Norteamérica sometida a la ley coránica en la que Ronald Reagan es un actor con ideas liberales perseguido por el FBI, y en el otro una Nancy Reagan que es la presidenta de una Norteamérica que no ha conocido la Guerra Fría y en la que el nieto de Stalin es embajador soviético en los USA Jack (sic) Kennedy está casado con Jacqueline y el doctor Itzhak Azimof es un conocido científico soviético.

    Nos hallamos por lo tanto ante un planteamiento irónico que hace intervenir a diversos personajes de la vida real tal y como ya se advierte en la nota inicial, que nos viene a decir que «cualquier parecido con la realidad no es pura coincidencia...» Así desfilan por las páginas de esta novela los alter ego de Reagan y su esposa Nancy, Gary Hart, Marylin y los Kennedy, los afamados presentadores de telediarios norteamericanos John Chancellor y Walter Cronkite, y los científicos Stephen Hawkings y John Gribbin.

    Con este material como fondo, Pohl describe un universo que contiene infinitas versiones de la historia tal y como la conocemos. Sigue en ello las creencias científicas de un premio Nobel como Richard P. Feynman sobre una infinidad de universos posibles a partir de la indeterminación intrínseca que la mecánica cuántica atribuye a la materia. En uno de los universos, el protagonista es el físico descubridor de la puerta que abre el camino entre los universos, pero Pohl postula que debe existir una especie de ley de conservación que hace aparecer un cierto «retroceso balístico» según el cual el paso de uno a otro universo acarrea una transferencia aleatoria en sentido inverso. Por ello los que pretenden interferir en otra realidad encontrarán la suya afectada de forma incontrolable como consecuencia.

    Se trata de una novela distinta a las últimas que nos ha ofrecido su autor, que parece estar atravesando un período de gran creatividad. Esta vez Pohl, uno de los maestros indiscutibles del género (y uno de mis autores-personajes favoritos, bueno es reconocerlo), abandona el ambiente galáctico de la saga de los Heechee, o el formidable esfuerzo cerebral de HOMBRE PLUS, para volver a sus temas de siempre.

    La trama aventurera y la acción de la novela son sólo la excusa para abordar una visión irónica de los temas de tipo político y sociológico que tan queridos le son, y que llegaron a la ciencia ficción precisamente gracias a su actividad como editor en los años sesenta.

    La ironía y mordacidad típicas de Pohl se aúnan en este caso a la jovial exuberancia de la narrativa y el diálogo (que Dan Chow en Locus ha comparado a la de Heinlein).

    Todo ello nos muestra la maestría de un autor clásico, que logra ofrecernos una lectura muy agradable y entretenida, que tiene el mejor sabor de la ciencia ficción de los mejores años vista con ojos de hoy por un atento observador de la sociedad.

    MIQUEL BARCELÓ


    Es costumbre colocar en las novelas un párrafo declinando toda la responsabilidad, en el cual se indica que los personajes son ficticios y no se pretende semejanza alguna con cualquier persona real, viva o muerta. En el caso de este libro eso es totalmente cierto, pese al hecho de que algunos de los personajes ostentan nombres que se han hecho famosos por su posición o actividades. La razón de ello es que, en cada caso, los personajes descritos son lo que los personajes de la vida real habrían sido... si hubiesen sido personas distintas de las que fueron en realidad.




    Título original:
    The coming of the quantum cats
    Traducción: Albert Solé
    1.a edición: septiembre 1987
    Esta edición es propiedad de Ediciones B, S.A. Calle Rocafort, 104-08015 Barcelona (España)
    © 1986 by Frederik Pohl
    © Traducción: Ediciones B, S.A.
    Printed in Spain
    ISBN: 84-7735-267-4 Depósito legal: B.35305-1987
    Impreso por Printer, industria gráfica, s.a.
    c.n. II 08620 Sant Vicenc deis Horts, Barcelona.
    Diseño de colección y cubierta:
    La MANUFACTURA /Arte + Diseño.
    Ilustración:
    Davyd Lynn, tintas - Londres.

    No grabar los cambios  
           Guardar 1 Guardar 2 Guardar 3
           Guardar 4 Guardar 5 Guardar 6
           Guardar 7 Guardar 8 Guardar 9
           Guardar en Básico
           --------------------------------------------
           Guardar por Categoría 1
           Guardar por Categoría 2
           Guardar por Categoría 3
           Guardar por Post
           --------------------------------------------
    Guardar en Lecturas, Leído y Personal 1 a 16
           LY LL P1 P2 P3 P4 P5
           P6 P7 P8 P9 P10 P11 P12
           P13 P14 P15 P16
           --------------------------------------------
           
     √

           
     √

           
     √

           
     √


            
     √

            
     √

            
     √

            
     √

            
     √

            
     √
         
  •          ---------------------------------------------
  •         
            
            
                    
  •          ---------------------------------------------
  •         

            

            

            
         
  •          ---------------------------------------------
  •         

            
         
  •          ---------------------------------------------
  •         

            
         
  •          ---------------------------------------------
  •         

            

            

            
         
  •          ---------------------------------------------
  •         

            
         
  •          ---------------------------------------------
  • Para cargar por Sub-Categoría, presiona
    "Guardar los Cambios" y luego en
    "Guardar y cargar x Sub-Categoría 1, 2 ó 3"
         
  •          ---------------------------------------------
  • ■ Marca Estilos para Carga Aleatoria-Ordenada

                     1 2 3 4 5 6 7
                     8 9 B O C1 C2 C3
    ■ Marca Estilos a Suprimir-Aleatoria-Ordenada

                     1 2 3 4 5 6 7
                     8 9 B O C1 C2 C3



                   
    Si deseas identificar el ESTILO a copiar y
    has seleccionado GUARDAR POR POST
    tipea un tema en el recuadro blanco; si no,
    selecciona a qué estilo quieres copiarlo
    (las opciones que se encuentran en GUARDAR
    LOS CAMBIOS) y presiona COPIAR.


                   
    El estilo se copiará al estilo 9
    del usuario ingresado.

         
  •          ---------------------------------------------
  •      
  •          ---------------------------------------------















  •          ● Aplicados:
    1 -
    2 -
    3 -
    4 -
    5 -
    6 -
    7 -
    8 -
    9 -
    Bás -

             ● Aplicados:

             ● Aplicados:

             ● Aplicados:
    LY -
    LL -
    P1 -
    P2 -
    P3 -
    P4 -
    P5 -
    P6

             ● Aplicados:
    P7 -
    P8 -
    P9 -
    P10 -
    P11 -
    P12 -
    P13

             ● Aplicados:
    P14 -
    P15 -
    P16






























              --ESTILOS A PROTEGER o DESPROTEGER--
           1 2 3 4 5 6 7 8 9
           Básico Categ 1 Categ 2 Categ 3
           Posts LY LL P1 P2
           P3 P4 P5 P6 P7
           P8 P9 P10 P11 P12
           P13 P14 P15 P16
           Proteger Todos        Desproteger Todos
           Proteger Notas



                           ---CAMBIO DE CLAVE---



                   
          Ingresa nombre del usuario a pasar
          los puntos, luego presiona COPIAR.

            
           ———

           ———
           ———
            - ESTILO 1
            - ESTILO 2
            - ESTILO 3
            - ESTILO 4
            - ESTILO 5
            - ESTILO 6
            - ESTILO 7
            - ESTILO 8
            - ESTILO 9
            - ESTILO BASICO
            - CATEGORIA 1
            - CATEGORIA 2
            - CATEGORIA 3
            - POR PUBLICACION

           ———



           ———



    --------------------MANUAL-------------------
    + -

    ----------------------------------------------------



  • PUNTO A GUARDAR




  • Tipea en el recuadro blanco alguna referencia, o, déjalo en blanco y da click en "Referencia"

      - ENTRE LINEAS - TODO EL TEXTO -
      1 - 2 - 3 - 4 - 5 - 6 - Normal
      - ENTRE ITEMS - ESTILO LISTA -
      1 - 2 - Normal
      - ENTRE CONVERSACIONES - CONVS.1 Y 2 -
      1 - 2 - Normal
      - ENTRE LINEAS - BLOCKQUOTE -
      1 - 2 - Normal


      - DERECHA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3

      - BLUR INTERNO NEGRO - 1 - 2
      - BLUR INTERNO BLANCO - 1 - 2

      - Original - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      BLUR NEGRO - 1 - 2
      BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar



              TEXTO DEL BLOCKQUOTE
      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

              FORMA DEL BLOCKQUOTE

      Primero debes darle color al fondo
      1 - 2 - 3 - 4 - 5 - Normal
      - DERECHA NEGRA - 1 - 2
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2
      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      BLUR NEGRO - 1 - 2
      BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar -

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      BLUR NEGRO - 1 - 2
      BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar -



      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA NEGRA - 1 - 2
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 -
      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - TITULO
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3
      - Quitar

      - TODO EL SIDEBAR
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3

      - BLUR INTERNO - NEGRO - 1 - 2
      - BLUR INTERNO - BLANCO - 1 - 2
      - Quitar

                 ● Cambiar en forma ordenada
     √

                 ● Cambiar en forma aleatoria
     √

     √

                 ● Eliminar Selección de imágenes

                 ● Desactivar Cambio automático
     √

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      BLUR NEGRO - 1 - 2
      BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar




      - DERECHA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3

      - Quitar -





      - DERECHA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3

      - BLUR INTERNO NEGRO - 1 - 2
      - BLUR INTERNO BLANCO - 1 - 2

      - Quitar - Original



                 - IMAGEN DEL POST


    Bloques a cambiar color
    Código Hex
    No copiar
    BODY MAIN MENU HEADER
    INFO
    PANEL y OTROS
    MINIATURAS
    SIDEBAR DOWNBAR SLIDE
    POST
    SIDEBAR
    POST
    BLOQUES
    X
    BODY
    Fondo
    MAIN
    Fondo
    HEADER
    Color con transparencia sobre el header
    MENU
    Fondo

    Texto indicador Sección

    Fondo indicador Sección
    INFO
    Fondo del texto

    Fondo del tema

    Texto

    Borde
    PANEL Y OTROS
    Fondo
    MINIATURAS
    Fondo general
    SIDEBAR
    Fondo Widget 1

    Fondo Widget 2

    Fondo Widget 3

    Fondo Widget 4

    Fondo Widget 5

    Fondo Widget 6

    Fondo Widget 7

    Fondo Widget 8

    Fondo Widget 9

    Fondo Widget 10

    Fondo los 10 Widgets
    DOWNBAR
    Fondo Widget 1

    Fondo Widget 2

    Fondo Widget 3

    Fondo los 3 Widgets
    SLIDE
    Fondo imagen 1

    Fondo imagen 2

    Fondo imagen 3

    Fondo imagen 4

    Fondo de las 4 imágenes
    POST
    Texto General

    Texto General Fondo

    Tema del post

    Tema del post fondo

    Tema del post Línea inferior

    Texto Categoría

    Texto Categoría Fondo

    Fecha de publicación

    Borde del post

    Punto Guardado
    SIDEBAR
    Fondo Widget 1

    Fondo Widget 2

    Fondo Widget 3

    Fondo Widget 4

    Fondo Widget 5

    Fondo Widget 6

    Fondo Widget 7

    Fondo los 7 Widgets
    POST
    Fondo

    Texto
    BLOQUES
    Libros

    Notas

    Imágenes

    Registro

    Los 4 Bloques
    BORRAR COLOR
    Restablecer o Borrar Color
    Dar color

    Banco de Colores
    Colores Guardados


    Opciones

    Carga Ordenada

    Carga Aleatoria

    Carga Ordenada Incluido Cabecera

    Carga Aleatoria Incluido Cabecera

    Cargar Estilo Slide

    No Cargar Estilo Slide

    Aplicar a todo el Blog
     √

    No Aplicar a todo el Blog
     √

    Tiempo a cambiar el color

    Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria
    Eliminar Colores Guardados

    Sets predefinidos de Colores

    Set 1 - Tonos Grises, Oscuro
    Set 2 - Tonos Grises, Claro
    Set 3 - Colores Varios, Pasteles
    Set 4 - Colores Varios

    Sets personal de Colores

    Set personal 1:
    Guardar
    Usar
    Borrar

    Set personal 2:
    Guardar
    Usar
    Borrar

    Set personal 3:
    Guardar
    Usar
    Borrar

    Set personal 4:
    Guardar
    Usar
    Borrar
  • Tiempo (aprox.)

  • T 0 (1 seg)


    T 1 (2 seg)


    T 2 (3 seg)


    T 3 (s) (5 seg)


    T 4 (6 seg)


    T 5 (8 seg)


    T 6 (10 seg)


    T 7 (11 seg)


    T 8 13 seg)


    T 9 (15 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)