LA TIERRA, NAVE ESPACIAL ATESTADA
Publicado en
junio 03, 2015
La sobrepoblación es causa o agravante de los actuales problemas de la humanidad. Aquí un legislador norteamericano examina el problema de un evidente exceso de gente, en relación con su país... y con el resto del mundo.
Por el Diputado Morris Udall, de Arizona (Condensado de "ARIZONA MAGAZINE")
CUANDO, en enero del año pasado, el coronel Frank Borman y sus dos acompañantes en la Apolo 8 describieron, en una sesión conjunta de las dos cámaras del Congreso norteamericano, su histórica expedición a la Luna, les oí decir que el espacio es un infinito negro, sin vida, hostil: una especie de desierto celeste en que el hombre perecería inmediatamente. Cuando la cápsula se acercaba a la cara oculta de la Luna, la víspera de la Navidad de 1968, el capitán James Lovell miró atrás, hacia los brillantes tonos azules y los vivos colores castaños de nuestro planeta y dijo: "Es algo que maravilla el espíritu. Le hace comprender a uno cuánto vale lo que tiene allá en la Tierra. Vista desde aquí, la Tierra es un gran oasis en la inconmensurable inmensidad del espacio".
Sus palabras me hicieron reflexionar en mi propio país y en nuestro mundo.
Una de las grandes fuentes de energía del pueblo norteamericano ha sido su fundamental optimismo, la actitud nacional positiva ante cualquier problema. Hoy, por primera vez desde hace casi 40 años, los Estados Unidos parecen atravesar por una honda crisis espiritual. A pesar de nuestra prosperidad material, cunde el escepticismo, si no el pesimismo, en cuanto a la vida que espera al país: ¿será realmente mejor y más tranquila en 1970, en el próximo decenio, o para nuestros hijos?
Los problemas son graves. La cantidad de habitantes que se apretujan en nuestras grandes ciudades resulta cada vez más amenazadora. La criminalidad aumenta. Carreteras y aeropuertos no dan ya cabida al gran número de automóviles y aviones. Algunas escuelas cumplen dos turnos completos cada día. Hay pobreza, hostilidad racial, una continua decadencia en nuestras principales ciudades, una extensión informe y repulsiva de la urbanización.
Entre tanto, todos los grandes ríos del país se van contaminando con desechos, tierra, insecticidas, sustancias químicas y aguas de albañal, en bruto o parcialmente tratadas. El lago Erie está poco menos que inservible por la corrupción de sus aguas derivada de la misma prosperidad. Nuestra delgada y valiosa capa de aire se ve inundada por los humos malsanos que se desprenden de nuestros automóviles, fábricas y centrales de energía.
Ya se habla de una "rebelión de los contribuyentes", porque los presupuestos del gobierno nacional y los de Estados y minicipios para escuelas, hospitales, caminos, instalaciones de tratamiento de aguas residuales y otros servicios esenciales, crecen desmedidamente. He visto playas y lugares de pesca donde es preciso hacer cola o apartar a alguien por la fuerza para llegar hasta el agua. (Hay más espacio para aislarse un poco en el aeropuerto Kennedy que en un parque para acampar de cierta playa del Atlántico que visité hace poco.) Estos son síntomas de una enfermedad fundamental que se debe diagnosticar y tratar para evitar que empeore.
HAGAMOS ALTO
Supóngase que yo dijera que tengo un plan por elcual se garantizaría a todos mis compatriotas que pagarían menos impuestos federales, estatales y municipales; que tendrían calles, carreteras y hospitales menos atestados; escuelas con un solo turno de enseñanza y listas más cortas de aspirantes a ingresar en las universidades; esperanzas fundadas de que disminuyese el índice de delincuencia; y que se lograrían progresos apreciables en la lucha contra la contaminación. Este plan no costaría casi nada a los presupuestos públicos y no exigiría la fiscalización del gobierno. Aplicándolo, uno se podría levantar cada mañana para leer en el diario alentadoras noticias acerca de los progresos alcanzados, en vez de encontrarnos con las calamidades de todos los días.
Pues bien, tengo ese plan. No puedo ser tan optimista para creer que será adoptado muy pronto, pero debería serlo. Helo aquí :
Todos los norteamericanos debemos reconocer, voluntaria y francamente, que gran parte de nuestras tensiones y desazones se deben al aumento de la población en proporción geométrica. Cada familia que tiene ya dos o tres hijos debería tomar la resolución, personal y voluntaria, de no tener más. Cada matrimonio que no tenga hijos o que tenga uno solo debería convenir en no pasar del segundo.
Entonces utilizaríamos los recursos de la ciencia, de la técnica y del gobierno para reducir la población de las grandes urbes mediante un programa que aliente a los habitantes y a las industrias a trasladarse voluntariamente a ciudades más pequeñas, de tamaño mediano, donde la presencia de la gente pueda ser todavía una alegría y no una carga. Haríamos por este país lo que creo más eficaz para devolverle su tranquilidad y un vigor permanente: estabilizar nuestra población.
Mi plan sería útil igualmente en la esfera internacional. El mostrar que es posible resolver el problema del exceso de población alentaría enormemente a otras naciones que lo acometen con escaso empeño.
La población crece a un ritmo en constante aceleración. Nuestro país tardó 180 años en pasar de los cuatro a los 200 millones de habitantes. Hacia el año 2000 el país tendrá 318 millones. Sólo en 1968 hubo un aumento neto de dos millones.
Estos habitantes no son meras estadísticas; son seres humanos. Tienen hijos y construyen casas. Quieren ir a un parque, a la playa o a la montaña... en los mismos días que los demás. Cada mañana viajan por carretera para ir a trabajar, y sus hijos quieren ir a los mismos colegios y escuelas que otros chicos. Se enferman y necesitan de médicos y hospitales al mismo tiempo que otras muchas personas. Todo nuevo habitante agrega diariamente 450 litros a las aguas de albañal que se deben tratar en las instalaciones locales, casi dos kilos de desechos sólidos que es preciso eliminar, y casi un kilo y medio de sustancias que contaminan el aire. Cada uno tira 250 latas y 135 botellas o frascos cada año. Algunas de estas personas forman parte de las muchedumbres reunidas en el campo de golf, en el parque nacional cercano, en el lago del lugar, en cualquier parada de ómnibus o en el supermercado.
Algunos estudiosos empiezan a sospechar que cuando están excesivamente apiñados los seres humanos, se producen tensiones síquicas desconocidas y peligrosas. Hay razones para creer que gran parte del aumento de la delincuencia y las enfermedades mentales puedan tener su causa en la vida tan complicada y aglomerada de hoy. Y la aglomeración crece. Desde 1950 la población mundial ha aumentado en mil millones de habitantes.
¿METER MANO EN LA MAQUINARIA?
Si cayera sobre la humanidad alguna catástrofe definitiva (para provocar la cual tenemos los medios en las armas nucleares), probablemente habría que culpar a la población excesiva, no a la política. No se necesita mucha imaginación para ver que la fuente de una guerra puede estar en la posibilidad del hambre colectiva en Asia. La perspectiva de que los cientos de millones de habitantes de Iberoamérica se dupliquen en la próxima generación no puede significar otra cosa que agitación y miseria, precisamente el clima que favorece la difusión del castrismo.
Sin embargo, mientras los Estados Unidos gastan miles de millones de dólares en tratar de resolver muchos problemas por separado, todavía es muy poco lo que hacen para acometer el problema fundamental. No es posible que la población mundial continúe aumentando al paso que lleva. La Tierra no puede dar subsistencia a cantidades ilimitadas de gente. Si la natalidad no baja, la mortalidad subirá.
Algunos creen que la ciencia nos salvará. Pero la ciencia moderna no puede, por fantásticas que sean sus conquistas, añadir un metro cuadrado a la superficie de nuestro planeta; tampoco puede añadir una tonelada de carbón, un kilo de uranio, un barril de petróleo o un vaso de agua. Hay peritos que pronostican el hambre general en Asia dentro de los dos o tres decenios inmediatos. Recientemente se nos ha dicho que una "revolución verde", ya en marcha, ha aumentado tanto el rendimiento de los cultivos en algunas de las regiones críticas, que hablar de hambre en el próximo decenio resulta anacrónico. Sin embargo, a menos que la "revolución verde" vaya acompañada por una extraordinaria disminución de la natalidad, sólo se habrá postergado el problema pero no se habrá resuelto.
El hombre debe comprender que sólo hasta cierto punto podrá intervenir en la buena marcha de la maquinaria de este planeta, tan delicadamente equilibrada y afinada, o se destruirá a sí mismo a la vez que a su planeta. O dicho de otro modo: los especialistas en ecología del ganado se guían desde hace tiempo por el concepto de "capacidad de mantenimiento" de una extensión de tierra dada. Saben que determinada superficie puede mantener 10 vacas; si no pasan de ese número, el pedazo de tierra tendrá pasto lujuriante, árboles lozanos, agua suficiente. Pero si allí se ponen 20, 50 o 100 animales vacunos, el equilibrio se altera: el pasto se agota y la capa superior del suelo se desgasta por la erosión. El ganado muere; la misma tierra productiva muere.
También la capacidad de mantenimiento de la Tierra tiene un límite. Algunos entendidos creen que el número de los habitantes del planeta ha excedido ya la cifra crítica. Para dar un indicio: los norteamericanos, que constituimos el seis por ciento de la población mundial, utilizamos casi el 40 por ciento de los recursos mundiales. Supongamos que por arte de magia nos fuera posible poner a toda la población del mundo, mañana mismo, al nivel de vida de los estadounidenses. Entonces el mundo consumiría unas 20 veces más hierro, cobre, azufre, madera, petróleo y agua que en 1969. Lo malo es que este planeta no tiene 20 veces más recursos en reserva que los actualmente utilizables. En muchos casos, las reservas son muy escasas.
LA FAMILIA NUMEROSA PUEDE SER UN DESASTRE
Si bien los gobiernos podrían contribuir a la resolución del problema, ningún gobierno querrá ni debería encargarse de decir a los habitantes del país cuándo deben y cuándo no deben tener hijos. La solución, si la hay, debe partir de los mismos habitantes que individualmente decidan modificar ciertas actitudes fundamentales.
Nos hallamos ante un conjunto formidable de contradictorias opiniones y creencias religiosas. Por tanto, a menos que se modifique su doctrina acerca de la cuestión, y sólo hasta entonces, no podemos más que estimular a los católicos a emplear los métodos de limitación de la natalidad aceptados por la Iglesia y dirigir parte de nuestras investigaciones a perfeccionar los métodos aprobados.
Como uno de seis hijos, y como padre a mi vez de otros seis, conozco las satisfacciones que brinda el tener muchos hermanos y hermanas, sobre todo en un hogar campesino. Cuando mi abuelo se estableció en Arizona, las familias necesitaban desesperadamente una casa llena de chicas y varones en crecimiento, pues la comunidad pequeña mejoraba y se fortificaba al tener más habitantes. Pero hoy debemos reconocer el hecho de que dentro de poco tiempo la familia numerosa quizá sea un desastre para la localidad, la nación y el mundo.
Nos encontramos frente a otra posición fundamental: el mito de que el crecimiento trae siempre consigo beneficios generales. Desde hace tiempo el aumento de la población ha significado más prosperidad, más mercados, más oportunidades para todos. Esta manera de pensar es un disparate peligroso. La vida sencilla y anchurosa que atrae a tanta gente a Arizona desaparecería inevitablemente víctima de un crecimiento sin límites. Tal vez el mundo pudiera encontrar espacio para una existencia de algún género cuando su población alcanzara a 10.000 o 20.000 millones de almas; pero, ¿qué clase de existencia sería esa? ¿Y cuál sería la relación de esa población con la Tierra que debe mantenerla?
Eso me trae de nuevo a la memoria la astronave del coronel Borman. Los hombres de ciencia llaman a ese vehículo "un sistema cerrado", con lo cual quieren decir que es preciso llevar en él todo lo necesario para un viaje y que no se puede desechar nada. Cuando el trayecto es largo, todo ha de ajustarse a un nuevo ciclo y usarse de nuevo, hasta los detritos humanos. Pues bien, la Tierra es también un sistema cerrado. Es nuestra astronave y lleva a bordo todo lo que tenemos y tendremos jamás: todo el aire y el agua, los metales y los combustibles, el suelo cultivable. Pero continuamente recibe más pasajeros. A esto habrá que ponerle límite.
No sé por qué, pero no puedo menos de pensar que si toda la humanidad pudiera ver a la Tierra como la vio el capitán Lovell al acercarse a la cara oculta de la Luna en la Navidad de 1968, cambiaríamos de manera de pensar y de obrar. Comprenderíamos de nuevo que aquí, en este "gran oasis en la inconmensurable inmensidad del espacio", es la relación del hombre con el medio en que vive lo que decidirá nuestra supervivencia y nuestra felicidad.