EDMOND LOCARD, DETECTIVE SIN PAR
Publicado en
junio 12, 2015
El Sherlock Holmes francés que puso la ciencia al servicio de la justicia y llegó así a ser uno de los padres de la moderna criminología.
Por Francois Corre.
CIERTO día del año 1915, un sacerdote se presentó en la Sección de Criptografía del Ministerio de la Guerra francés, en París, a ofrecer una clave ideada por él. Tenía gran afición a la literatura, explicó, y la criptografía era su pasatiempo predilecto. Había trabajado durante cuatro años en la elaboración de su clave y creía que ningún especialista en la materia podría descifrarla. Informó al funcionario encargado de la Sección que había cifrado un texto famoso de la literatura francesa y que se lo dejaba hasta el día siguiente, para que los especialistas juzgaran el trabajo.
Un teniente de la reserva, de 38 años de edad, aceptó inmediatamente la prueba que se le proponía. Su experiencia le permitió ver en seguida que aquella cifra parecía ser realmente impenetrable y, por tanto, decidió enfocar el problema de otro modo: "¿Qué famoso texto era probable que hubiera elegido el sacerdote?" se preguntó. Sin duda sería un pasaje que fuera muy familiar para él. Muy probablemente una de las fábulas de La Fontaine. Les deux Pigeons (Los dos pichones) podía muy bien ser una obra predilecta de aquel hombre y su extensión era poco más o menos la misma que la del texto cifrado.
El teniente corrió a la ventana. El sacerdote bajaba los escalones de la entrada del edificio cuando lo llamó:
—¡Un momento, padre! —le gritó—: ¡Deux pigeons s'aimaient d'amour tendre! (Dos pichones se amaban tiernamente).
Durante un instante, el sacerdote quedó estupefacto y luego se sentó pesadamente en el segundo escalón, totalmente abatido.
HOMBRE UNIVERSAL
El funcionario que había resuelto el enigma con tan asombrosa rapidez era el Dr. Edmond Locard, director del Laboratorio Científico de la Policía de Lyon y uno de los padres de la moderna criminología. Era un hombre universal, que no sólo sentía interés, por la investigación de los delitos, sino también por la grafología, la música, el arte, la filatelia, las matemáticas, la botánica y, sobre todo, la gente.
Innumerables veces, valiéndose solamente de sus vastos y variados conocimientos, había sorprendido y descubierto a algún criminal. Una vez, habiéndose encontrado en Mont d'Or, montañas situadas no lejos de Lyon, el cadáver de un ingeniero asesinado, Locard fue a examinar el lugar del crimen. No había huellas digitales en el arma usada por el asesino, ni, al parecer, se halló la más ligera pista cerca del cadáver. Al día siguiente, cuando iba a su oficina en el Palacio de Justicia, Locard pasó por la habitación donde se hallaban reunidos los vagabundos arrestados la noche anterior. De pronto, se detuvo. Había observado en la manga de uno de ellos una espora minúscula de una rara especie de diente de león, especie que crecía, según había visto, cerca del cadáver del hombre asesinado. Además, en la chaqueta del vagabundo aparecía una mancha oscura. Analizada esta última por encargo de Locard, resultó ser sangre del mismo tipo que la de la víctima. Al interrogarlo, el vagabundo no pudo resistir y confesó su crimen.
Antes de que el Dr. Locard profesase la criminología, nada en su vida indicaba que llegaría a ser uno de los más eminentes especialistas en esta ciencia. Nació Locard en Saint-Chamond (Loira) en 1877, en el seno de una familia rica y culta. Hasta los 33 años de edad no ejerció ninguna profesión. Su padre le aconsejó que estudiara medicina y él se hizo médico. Por otra parte, su madre sostenía que nadie podía ser un auténtico hombre de mundo sin educación legal, de forma que Edmond se graduó también en leyes. Leía mucho y sus lecturas comprendían gran variedad de asuntos. Llegó a hablar bien cinco idiomas extranjeros y aprendió a leer once, entre ellos el hebreo y el sánscrito.
Como Locard mismo gustaba de contar después con frecuencia, fue un aguacero tormentoso lo que decidió el curso de su vida. Paseaba un día por Lyon con el Dr. Jean Alexandre Lacassagne, uno de sus profesores en la facultad de medicina y famoso perito en medicina legal, cuando un súbito aguacero les obligó a los dos a guarecerse en un portal. Lacassagne, que detestaba perder el tiempo, sacó de su cartera una revista argentina de criminología y pidió a Locard que le tradujera un artículo que trataba de los criminales consuetudinarios. A Locard le pareció tan interesante el asunto, que en ese mismo momento decidió cuál había de ser la tarea de toda su vida.
Comenzó a devorar decenas de obras de criminología y buscó relacionarse con los más distinguidos especialistas conocidos entonces. Viajó a Alemania, Bélgica, Holanda y Gran Bretaña para estudiar nuevos métodos, y pronto empezó a dar conferencias sobre esta novísima ciencia, la criminología, en sociedades y en agrupaciones cívicas. Finalmente, a fin de utilizar de modo práctico sus vastos conocimientos, fue a ver a Henri Cacaud, jefe de la policía regional de Lyon. En ninguna parte del mundo, le dijo Locard, se perseguía e identificaba a los criminales como se debía hacer. Cierto que en varios países había peritos y cada uno de ellos lograba excelentes resultados en su propio campo, pero en ninguna parte existía un equipo permanente de científicos y técnicos dedicados a emplear todos los recursos de la ciencia para descubrir a los malhechores. Si Cacaud estaba dispuesto a ayudarle, él, Locard, establecería en Lyon el primer laboratorio criminológico del mundo.
OBRA DE UN PRECURSOR
Locard se mostró persuasivo, y Cacaud accedió a permitirle que intentara la realización de su proyecto. El jefe puso a su disposición dos desvanes del Palacio de Justicia y le asignó como ayudantes a dos agentes. El 10 de enero de 1910 comenzó a funcionar el Laboratorio Científico de Policía. Desde el principio Locard estableció una estricta regla, que ha llegado a ser un principio esencial de la investigación policiaca: Hasta que no lleguen los especialistas del laboratorio, no se debe tocar nada en el lugar del crimen. Locard explicaba con frecuencia: "Es imposible que alguien ejecute algún acto, especialmente con la intensidad propia de un acto criminal, sin dejar huella o rastro de su presencia en el lugar del crimen". Descubriendo y analizando estas huellas o rastros, Locard habría de resolver un número de misterios increíblemente grande.
Por supuesto, las huellas más valiosas son las que deja el cuerpo del criminal, sobre todo sus huellas digitales. Pero en 1910, pocos eran los funcionarios de la policía que creían en la dactiloscopia (o sea el examen de tales huellas). Locard utilizó este método, en forma impresionante, en uno de sus primeros casos. En el lugar de un robo, en la calle Ravat, en Lyon, descubrió huellas digitales en un vaso azul. La policía arrestó después a un sospechoso cuyas huellas digitales eran idénticas a las encontradas en el vaso, pero el hombre tenía una coartada perfecta y testigos que lo respaldaban. Hasta entonces, los tribunales habían dado más valor a los testimonios que a las huellas digitales. Esta vez, la formidable precisión de Locard convenció a los jueces. Por primera vez en Europa un hombre era enviado a prisión no habiendo más pruebas de su delito que huellas digitales. La moderna policía científica había logrado una victoria decisiva.
Sin embargo, con mucha frecuencia las huellas digitales encontradas en el lugar del crimen son imperfectas o se hallan medio borradas y, por tanto, no sirven para la identificación por los procedimientos ordinarios. Locard estudió la distribución de los poros en la superficie palmar de los dedos de la mano y comprobó que formaban figuras características, identificables incluso en el fragmento más diminuto de una huella dactilar. Esta nueva técnica, a la que él denominó "poroscopia", le permitió resolver uno de sus casos más divertidos.
Una noche Locard fue a un salón de baile frecuentado por el hampa de Lyon. Allí se topó con un ladrón bien conocido, apodado "Bébert", quien comenzó a burlarse de los métodos "científicos" de Locard y se jactó de que podía cometer un robo sin dejar la huella más leve. Pocos días después, una casa, no lejos de la residencia de Locard, recibió la "visita" de un extraño ladrón que vació en el suelo el contenido de todos los cajones, pero sólo se llevó un anillo.
Locard, sospechando que Bébert estaba cumpliendo el reto que le había lanzado, redobló sus esfuerzos, pero no pudo encontrar nada. Por fin, al cabo de varios días, descubrió en el alféizar de una ventana una bolita de sebo endurecido, poco mayor que la cabeza de un alfiler, en la que había un fragmento de huella digital. Examinada al microscopio, la figura característica formada por los poros resultó idéntica a la que aparecía en la ficha de Bébert, guardada en el archivo de la policía. El ladrón había cometido el error de quitarse los guantes para encender una vela, le cayó cera en el índice de la mano izquierda, la cera se le desprendió y cayó en la base de la ventana. Locard le puso a Bébert la prueba ante los ojos, y el ladrón, estupefacto, reconoció que Locard había sido más listo que él.
SIGUIENDO EL RASTRO
Locard logró algunos de sus éxitos más sensacionales como perito en grafología. Dedicó un largo tratado a cierta categoría especial de falsificación: la que se ejecuta cuando una persona guía, a veces por la fuerza, la mano de otra, por lo general de una persona enferma o moribunda, lo que suele hacer con el fin de lograr de este modo una herencia. Locard intervino como investigador en decenas de tales casos. En uno de ellos, una mujer murió súbitamente seis meses después de casarse, habiendo nombrado heredero universal a su esposo. La policía se enteró de que, si bien la hacienda propia de la difunta era modesta, pocos días antes de su muerte había recibido, de una amiga íntima suya, una gran herencia. El testamento de la amiga estaba trazado con letra clara y mano firme, pero el de su heredera aparecía escrito con débiles y vacilantes garrapatos.
Un minucioso examen del testamento de la amiga permitió a Locard descubrir que era una falsificación: se habían recortado las palabras de varios documentos manuscritos, las habían pegado en el debido orden, las fotografiaron y, por último, las litografiaron en papel legal. Luego, cuando examinaba con luz ultravioleta el testamento de la difunta esposa, Locard observó unos rasgos casi imperceptibles (letras al parecer) en una esquina de la hoja. Con un tratamiento químico, pudo descifrar aquellos rasgos, que formaban estas palabras: "Fui asesinada por mi esposo".
A la vista de esta prueba, el acusado confesó que había falsificado el primer testamento con palabras recortadas de cartas recibidas por su esposa de la amiga de esta y luego había forzado a su mujer, que estaba ya enferma, a hacer testamento en su favor, para lo cual le había guiado la mano. Sin saberlo él, la difunta había usado una horquilla para poner en el documento una desesperada denuncia final.
La imaginación y la brillante capacidad analítica de Locard hicieron de él un perito en criptografía. En agosto de 1914, en vísperas de la batalla del Marne, Locard formaba parte del equipo que logró descifrar una clave vital del Ejército alemán. Todos los días, en la torre Eiffel, el servicio francés de información secreta interceptaba las emisiones cifradas que intercambiaban el cuartel general alemán, en Coblenza (Renania), y las tropas alemanas que estaban en el frente. A pesar de todos sus esfuerzos, los especialistas franceses no lograban descifrar los despachos. Pero, un día captaron una emisión sin cifrar que los alemanes enviaban del frente a Coblenza: "Was ist Circourt?" (¿Qué es Circourt?) Evidentemente, el cuerpo militar que preguntaba esto había recibido antes orden de Coblenza de dirigirse a la aldea de Circourt, en los Vosgos, y no la había entendido. Locard, que tenía un juego completo de los mapas militares alemanes, vio que esta aldea de Circourt estaba identificada en estos como Xivry-C.
Media hora después, Coblenza envió la respuesta en clave. Los criptógrafos franceses comprendían que esta comunicación tenía que incluir las palabras Xivry-C. Basándose en esto y trabajando activamente por espacio de varias horas, fueron capaces de descifrar la clave usada por los alemanes en el frente occidental. Hasta 1921, tres años después del armisticio, no se enteraron los alemanes de esta hazaña que quizá cambió decisivamente el curso de la guerra.
SIN DINERO, PERO SIN PAR
El interés de Locard no quedaba limitado, en modo alguno, a la investigación policiaca. Como musicógrafo, pocos le superaban, y durante la mayor parte de su vida escribió una sección acerca de la música en un periódico de su ciudad. En 1917, asistiendo a una representación de Carmen en el teatro de la Metropolitan Opera de Nueva York, le susurró a su vecino, Justin Godard, subsecretario del Ministerio de Sanidad Pública francés:
—Juraría que el oboísta es de Lyon.
Godard se quedó mirando a Locard, boquiabierto.
—No es posible que usted sepa eso —replicó.
En el entreacto fueron los dos a ver al oboísta, quien les dijo que había nacido en un suburbio de Lyon.
—¿Cómo es posible que usted lo supiera? —le preguntó Godard a su amigo.
Locard le explicó que en la forma de tocar del oboísta había reconocido la sonoridad y la técnica respiratoria características de los que habían aprendido a tocar instrumentos de viento en el conservatorio de Lyon.
Lyon sentía tanto afecto por Locard como este por su ciudad. Durante años, uno de los más populares programas de la radio de Lyon fue una charla semanal de ocho minutos improvisada por Locard. La asombrosa variedad de sus conocimientos y su aptitud para improvisar le permitían tratar innumerables asuntos, tanto del judo como de Berlioz, lo mismo de sellos de correo raros que de setas. Un minuto antes de que terminara su tiempo, su secretaria le hacía una señal desde la cabina de control, y él siempre se las arreglaba para terminar con una notable anécdota o con un detalle de ingenio que concluía exactamente al segundo.
Locard empleaba gran parte de su tiempo libre en dar caminatas por el campo, buscando plantas raras. Pero en días de trabajo llegaba a su oficina a las 7 de la mañana y a veces permanecía en ella hasta bien entrada la noche. Además de ejercer su profesión y desempeñar muchas actividades cívicas, se dio tiempo para escribir unos 30 libros, entre ellos, un Tratado de criminología, en siete volúmenes, que todavía sigue siendo el texto clásico para la policía científica de todo el mundo.
Al morir, el 4 de mayo de 1966, el Dr. Edmond Locard, poseedor de 22 condecoraciones francesas y extranjeras, criminólogo científico, autor y promotor cívico, casi no tenía dinero. Sus varios trabajos de investigación le costaron casi toda la fortuna que había heredado de su familia, y para pagarse sus gastos en los últimos años de su vida tuvo que vender, uno tras otro, los valiosos sellos de correos de su gran colección. Se había negado siempre, durante su larga carrera, a convertirse en funcionario, prefiriendo trabajar por contrato, y rechazó una pensión para así conservar plenamente su independencia personal. Para mantener un cuerpo competente de especialistas, incrementaba él, a su propia costa, los bajos sueldos que el gobierno pagaba a sus ayudantes. Cuando a los cuerpos municipales de policía criminológica se les integró en un solo cuerpo nacional, en 1942, llegaron funcionarios al laboratorio de Lyon para hacer el inventario de todo el equipo que pasaba a pertenecer al Estado y fue bien poco lo que allí encontraron: dos sillas con asiento de esparto y un mechero Bunsen. Locard, deseoso de mantener su autonomía en el mayor grado posible, había comprado con su propio dinero todo lo demás.
En la actualidad el laboratorio fundado por él sigue funcionando activamente. Ahora hay cientos de laboratorios semejantes esparcidos por todo el mundo, y los revolucionarios procedimientos ideados en un desván del quinto piso del Palacio de Justicia de Lyon, han llegado a ser parte del trabajo corriente en la investigación policiaca. Locard puso la ciencia al servicio de la justicia y al mismo tiempo ganó en su especialidad fama mundial. Pero fue más que un perito en criminología. Como ha dicho el novelista Alexandre Arnoux:
"Era hombre de singular personalidad, el hombre de más diversas actividades y el más completo que la Providencia nos haya puesto en el camino".
Condensado de "The Criminologist" (Noviembre 1968)
© 1968 por The Forensic Publishing Company