POR EL SAN FRANCISCO EN BARCO DE RUEDAS
Publicado en
abril 27, 2015
Barco del río San Francisco, conocido localmente como "Gaiola".
Un veterano marino de agua dulce se embarca en el majestuoso río del Brasil central.
Por Ben Lucien Burman (Ha sido llamado "el nuevo Mark Twain" a causa de su interés por la vida fluvial y su agudo humorismo. Nació, como Mark Twain, en una ciudad ribereña del valle del Misisipí y ha viajado por todo el mundo buscando personajes pintorescos y modos de vida que se salen de lo común. De todo esto escribe con sal, agudeza y comprensión).
EN MEDIO de la noche nuestro barco de ruedas dejaba una estela fantástica en las negras aguas revueltas del río. En aquel punto el canal navegable era angosto y estaba lleno de bancos de arena; el piloto, con esa misteriosa manera de los bateleros que, como los gatos, ven de noche, avanzaba cautelosamente.
"En mi país", empecé yo a decir, "cuentan la historia de un piloto del río Misisipí que encalló en un banco de arena y estuvo allí varado tanto tiempo que resolvió cultivar una parcela de papas. Ya iba a cosecharlas cuando, de la noche a la mañana, vino la creciente. El buque se puso a flote, pero el piloto estaba furioso porque la creciente le arruinó su cosecha".
Apenas había acabado yo de hablar, cuando el piloto giró rápidamente el timón. Resonaron los timbres en la sala de máquinas al ordenar el piloto que se redujera la marcha. Minutos después sentimos el ruido que hacía la proa al raspar el fondo: habíamos encallado en un banco de arena. A la luz de los reflectores, dos negros de la tripulación corrieron a proa a hacer sondeos. La rueda de paletas giró al revés, y el buque quedó libre.
Era aquel un incidente que yo había tenido centenares de veces en mis épocas a bordo de los buques de ruedas del Misisipí, pero este era un río distinto: el San Francisco, majestuoso río del Brasil central que recorre una distancia de 2900 kilómetros entre selvas espesas y calcinadas llanuras de cactos, y une el Norte y el Sur de aquel inmenso país. Llamábase el vapor el Sao Francisco y pertenecía a una flota de 12 navíos semejantes que una compañía particular mandó construir en el Misisipí a comienzos del siglo y que originalmente estaban destinados a navegar por el Amazonas.
El piloto, un alegre gigante negro de nombre Joáo Francisco, dio vuelta otra vez al timón.
"Esa historia que usted nos cuenta sobre las papas, senhor, ocurrió realmente aquí, antes de que contruyeran la presa de Tres Marías y se hiciera más profunda el agua. El piloto de la historia quedó varado en un banco de arena y no podía libertarse. Durante nueve meses permaneció el buque allí, y la tripulación tuvo tiempo de sembrar y cultivar maíz, frijoles y sandías. Las gallinas que llevaban a bordo pusieron huevos y de los huevos nacieron pollitos; las cerdas dieron sus lechigadas y las cabras sus cabritos. Cuentan que los tripulantes lloraron cuando vinieron las lluvias y el barco pudo continuar su viaje. La alimentación de a bordo no era muy buena, pero en cambio la que preparaban con el maíz y los jamones producidos en el banco de arena, los hacía sentirse como en el Hotel Copacabana Palace, de Río Janeiro".
"PARAMOS EN CUALQUIER PARTE"
Desde que me embarqué aquella mañana en la pequeña población ribereña de Pirapora, me sorprendió cuánta semejanza tenía aquí la vida del río, con su colorido, su dramatismo y su alegría, con la que yo había conocido muchos años atrás en el Misisipí. La lluvia de chispas que salía de la enhiesta chimenea, situada detrás de la timonera, cuando se echaba más leña al fogón, era exactamente igual a la que yo veía salir, en un arco iris de fuego, de las chimeneas del vapor Ouachita, el último de los buques alimentados con leña en el Misisipí; y lo mismo que las chispas del Ouachita en las noches de viento provocaban cien mil maldiciones de los veladores al servicio de las grandes refinerías de petróleo establecidas a lo largo de la ribera, también aquí las chispas solían causar incendios en algún cañamelar y con ello la no menos encendida cólera del dueño de la plantación.
Al doblar un recodo alcanzamos a ver un incendio en la orilla inmediata. Atracamos en un lugar donde había una gran pila de troncos de leña en un claro del bosque. A la luz brillantísima de nuestros reflectores, los marinos saltaron a tierra y, echándose a la espalda increíbles montañas de madera, la fueron llevando a bordo.
Cuando volvimos a zarpar, estuve observando a los fogoneros que rítmicamente arrojaban la leña en los fogones. En seguida di un paseo por el buque: visité la atronadora sala de máquinas, con sus dos enormes brazos de madera, que hacían girar la rueda de paletas; recorrí la cubierta principal, donde los pasajeros, en su mayoría turistas brasileños, estudiantes y viajantes de comercio, jugaban a los naipes y bebían mate o cerveza. Regresé al puente de mando. El canal, que cambiaba constantemente, nos había acercado mucho a la orilla, a lo largo de la cual se distinguían, a la pálida luz de las estrellas, los árboles que se extendían hasta perderse de vista en el oscuro horizonte. En las inmensas extensiones no se veía otra cosa que árboles o desoladas llanuras interrumpidas aquí y allá por alguna plantación o por la cabaña de un solitario pescador.
Divisamos en la orilla un punto luminoso que pronto se nos reveló como una antorcha agitada por un negro viejo que estaba bajo los árboles, con una cabra flaca que probablemente quería llevar al mercado. Atracamos y esperamos hasta que llevó a bordo su balante animalejo, haciéndolo pasar por un angosto tablón.
"Paramos en cualquier parte para recoger pasajeros", me dijo Joáo, el piloto. "Por la noche agitan antorchas, como usted ha visto, o disparan un tiro. Muchas veces hacen detonar algún petardo que les ha quedado de las fiestas en honor de sus santos".
Sentimos otra vez que la quilla raspaba ligeramente un banco de arena, pero el piloto giró rápidamente el timón y continuamos sin novedad.
"Aquí la navegación es fácil", dijo. "Donde es difícil es en los rápidos, cerca de Juazeiro, a donde llegaremos en el término de una semana. Allí sí que hay que ser piloto de verdad. De lo contrario, la cosa es más seria que eso de sembrar papas".
PIRAÑAS Y RECUERDOS
A la mañana siguiente avistamos un puertecito, con el obligado campanario de su iglesia, que se destacaba por encima de sus casitas pintadas de rosa. El piloto tocó el silbato. Cuando atracamos, toda la población se había congregado ya en la orilla. Los muchachos vendían los increíbles huevos de gallina azules que han hecho famosa aquella región. No se sabe si ese color azul obedece a alguna sustancia que contiene el suelo, o si en un pasado lejano una gallina de la localidad se apareó con algún ave salvaje de una especie que ponía huevos de colores. Otros muchachos vendían sartas de pirañas, el terror de los ríos brasileños, que se encuentran por millares en las aguas que nosotros navegábamos. Me sorprendió mucho enterarme de que estos peces regordetes son comestibles y muy sabrosos.
Continuamos navegando río abajo. Joáo me mostró una cicatriz que tenía en la pierna y me explicó:
"Es de una mordedura de piraña, hace muchos años. Cuando yo era joven. Logré salir del agua a toda prisa con mi pierna sangrante, antes de que se me acercaran otras pirañas. Si no hubiera huido con tanta rapidez, en 20 minutos habría quedado convertido en un montón de huesos".
Otro barco como el nuestro se aproximaba navegando aguas arriba, y, al cruzarnos, Joáo lo saludó haciendo sonar el silbato. Encontrábamos continuamente embarcaciones de todas clases: canoas indias, tripuladas por bronceados pescadores; buques ganaderos, con barcazas llenas de heno y paja, amarradas a los costados; otros que eran tiendas ambulantes de toda clase de mercancías. Para las plantaciones que de vez en cuando se alcanzaban a ver a lo lejos, el río es una carretera principal, la arteria que las comunica con el mundo exterior.
Nos adelantó un barco largo y angosto impulsado por un motor diesel y cargado de sacos de azúcar.
"Hace 20 años ese buque habría sido movido por hombres", me dijo Joáo pensativamente. "Hombres que lo impulsaban con pértigas de 18 metros de largo".
Se desabotonó la camisa para enseñarme unas profundas cicatrices que tenía en el pecho y en los hombros.
"Estas cicatrices son de aquellas pértigas. Caminábamos sobre estrechas plataformas construidas a ambos lados del buque, nueve hombres por banda. Enterrábamos las pértigas en el barro del fondo del río y luego avanzábamos hacia adelante, empujando constantemente. Era un trabajo terrible, el peor que he conocido. A veces las heridas eran tan graves, que el buque tenía que parar durante tres o cuatro días hasta que se nos cerraban".
"Recuerdo esos días", terció un musculoso hacendado vestido con ropa deportiva. "No había entonces leyes ni policía. Había bandidos por todas partes, a veces en cuadrillas de quinientos o seiscientos hombres. El río no era seguro sino para los jaguares y los cocodrilos".
En el San Francisco aún se pueden ver las pelas cuadradas de antiguo estilo romano.
FABULAS DE ANIMALES
El capitán Joaquim Neves, amable y erudito capitán del buque, me llevó a ver un mirlo que pertenecía a uno de los marineros y era de una especie muy apreciada, peculiar de aquella región, cuya especialidad, según se decía, era aprender a silbar el himno nacional brasileño. El pájaro, que por lo visto no sentía en ese momento la inspiración patriótica, cacareó débilmente y guardó silencio.
"Cuando yo era joven", me dijo el capitán, "tenía muchos animales consentidos. Una vez tuve un mico que robaba los objetos que los pasajeros habían colgado a secar en una cuerda, y luego, agarrándose de la borda con la cola, se inclinaba sobre el río y fingía que estaba lavando la ropa. También tuve una cabra que custodiaba la carga y a cualquier intruso que se acercara lo echaba al río a topetazos. Fui asimismo dueño de un animal parecido a una zorra, a quien llamábamos Violeta. En todos los lugares a donde llegábamos, corría hasta el pueblo y regresaba disparado cuando tocábamos el silbato para zarpar. A las pocas semanas me llegaba una cuenta por cuatro o cinco pollos que habían desaparecido".
Esto me trajo a la memoria el gallo de un amigo mío, el viejo capitán Bill Menke, del buque-teatro Goldenrod. Era el tal gallo un apuesto Don Juan, irresistible para las hembras de su especie. Cuando el negocio del buque-teatro andaba mal y los actores tenían hambre, el capitán Bill enviaba al gallo a tierra. Después de unas horas, regresaba a bordo muy orondo y seguido por media docena de gallinas.
Durante cuatro días navegamos muy agradablemente, pasando frente a las poblaciones de San Francisco, Januaria y Carinhanha; descargamos cemento, baldosines y artículos de ferretería que llevábamos de las grandes ciudades de la costa, y embarcamos, en cambio, alimentos para nuestros hambrientos pasajeros. El río iba siendo cada vez más ancho. Dos veces al día parábamos para tomar leña. La cantidad de combustible que consumían los voraces fogones era increíble.
EL TEMIBLE JAGUAR
A nuestros ojos se presentó Bom Jesus Da Lapa, la más famosa población del río, cuya iglesia está construida dentro de una caverna y a donde acuden todos los años millares de peregrinos en espera de un milagro (como en Lourdes) que los cure de las fiebres o de algún hueso roto. Desembarcamos para pasar la noche en este pintoresco caserío.
Al día siguiente continuamos la navegación en otro barco, el Benjamin Gimaráes, que llevaba a bordo todo un muestrario de la población del país: propietarios de fazendas en viaje de negocios; trabajadores en busca de empleo en las ciudades de la costa; campesinas que se dirigían a visitar a un hijo o una hija, acompañadas por niños que llevaban sus loros consentidos; soldados de regreso del servicio militar; un negociante en pieles de cocodrilo, animal abundante en las oscuras charcas que se abren a los lados del río.
Después de la cena nos congregamos junto a la borda. En torno nuestro los árboles gigantescos se alzaban festoneados de bejucos, oscuros y misteriosos. Los pájaros volaban como fantasmas en el crepúsculo; entre los árboles los monos parloteaban soñolientos. La conversación recayó en el jaguar y los viajeros solitarios que habían sido víctimas de los colmillos y las garras de este tigre de las selvas brasileñas.
"El jaguar es el malo", dijo un campesino toscamente vestido. "Es muy inteligente. Demasiado. Ustedes saben que todos los animales tienen miedo del fuego. Una noche estábamos en la selva y habíamos hecho una hoguera para ahuyentar a las fieras. Un gran jaguar se acercó y con las patas traseras empezó a echar tierra sobre el fuego para apagarlo. Esto lo vi yo con mis propios ojos".
Yo recordé entonces una historia que había oído de labios de un marinero del Sáo Francisco: "Una noche muy oscura", me había dicho, "un jaguar que nadaba en el río, al ver nuestro buque se acercó y trepó a bordo. Media docena de pasajeros dormían en la cubierta, muchos de ellos con sus hijos. La fiera pasó tan suavemente entre ellos, que ninguno se despertó. Luego cayó por una escotilla, y entonces el capitán y otro de los tripulantes lo mataron a tiros".
Se sintió un golpe suave al rozar nuestro buque con otro banco de arena. Le conté la historia de las papas a Cirilo, el piloto, que en ese momento no estaba de servicio. Cirilo movió la cabeza diciendo : "En este viaje no sembraremos papas, senhor"
El ganado recorre grandes trechos de río en barcos especiales.
TABACO PARA LOS DIOSES DEL RIO
Bajé a la cubierta de calderas, que estaba llena de pasajeros de segunda clase. En mis tiempos los pasajeros de cubierta en los barcos del Misisipí eran ya muy pocos, y pasaban la noche sentados o tendidos en el piso sobre montones de paja. Aquí los brasileños disponían de mayores comodidades. Cada uno traía su hamaca. Comprendí entonces la utilidad de la hamaca, que es un verdadero hotel portátil.
Al día siguiente, el paisaje empezó a cambiar. La selva cedía ya el campo a una extensa llanura quebrada, cubierta de arbustos y cactos. Apareció Barra, importante centro comercial. El piloto tocó prolongadamente la sirena para indicar que nos preparábamos a atracar, y el silbido repercutió melancólicamente sobre el agua.
En la orilla, algunos pescadores preparaban sus canoas para la faena del día. Estuve un rato charlando con ellos, y se mostraron quejosos de los buques de vapor. Me dijeron que algunos pilotos no disminuían la marcha cuando pasaban cerca de ellos, sino que les volcaban la canoa con el oleaje, y les hacían perder su pesca. Así peleaban también con los capitanes de los buques de ruedas los boteros del bajo Misisipí.
Me enteré igualmente de que la gente de la región cree en un gran dios, especie de enorme simio negro que domina la vida de todos los hombres y todos los buques del San Francisco. Cuando el pescador está en peligro por haberse levantado un viento fuerte, o por topar con una corriente inesperada, arroja tabaco a esta deidad malhumorada, y entonces las aguas se calman; exactamente de la misma manera como los fatigados estibadores del Tennessee Belle arrojaban tabaco al "Viejo Al", el gran cocodrilo, en otro tiempo dios del Misisipí, para que tendiera una cortina de niebla de manera que el barco se viera obligado a detenerse y ellos no tuvieran que trabajar más.
Durante varios días seguimos navegando y acercándonos al final de nuestro viaje. Los marineros empezaron a hablar de lo que iban a hacer cuando llegaran a Juazeiro, y una noche; ya tarde, amarramos.
"Los rápidos están cerca", dijo Cirilo, "y tenemos que esperar a que sea de día".
FINAL DEL VIAJE
Me despertó al amanecer un alarmante sonar de timbres en la sala de máquinas, y el atronador chapalear de la rueda de paletas. El buque avanzaba veloz corriente abajo, sintiendo ya la poderosa atracción de los rápidos. Del puente de mando, situado encima de mi camarote, me llegaba el ruido de los cables que conectan la rueda con el timón, y que chirriaban bajo la mano de los pilotos que luchaban para mantener el curso de la embarcación en la fiera corriente. El canal era escasamente más ancho que nuestro buque; no había margen para el error aunque fuera mínimo.
Me vestí y subí. Ibamos serpenteando a lo largo de la senda acuática, esquivando hirvientes remolinos, pasando al lado de rocas escondidas que podrían perforar nuestra quilla como una flecha penetra en el cuerpo de un animal fugitivo. Los buques de vapor no se han hecho para bajar por rápidos. Las torturadas máquinas resoplaban y gemían como si en realidad el buque fuese un animal mortalmente herido que luchaba contra la muerte. Del río nos llegaba el ruido de agua que corría precipitadamente: anuncio de muerte en el pasado para tantos valientes hombres que navegaron el río. En otras épocas, antes de que se construyera la gran presa de Tres Marías, los arrecifes habían dado cuenta de muchos buques de vapor cuyos pilotos cometieron algún trágico error.
Súbitamente cesaron los resoplidos de las máquinas y las campanas de señales. Las turbulentas aguas se aquietaron. Habíamos salvado los rápidos. Empezaron a aparecer casas y fábricas, una torre de radio y una catedral: los primeros signos de vida moderna que veíamos después de muchos días. Eran parte de las ciudades gemelas de Juazeiro y Petrolina. El barco no podía seguir más lejos, pues más adelante había otros rápidos y cataratas, una presa para una gran central hidroeléctrica y el río continuaba hasta el mar.
La sirena del buque lanzó un largo silbido. Pronto empezamos a acercarnos para atracar. Un marinero saltó a la orilla con un cable. Amarramos. Subí al puente de mando, donde estaba Cirilo al lado del timón. Dio orden de parar las máquinas. Los pasajeros y tripulantes comenzaron a desembarcar. Cirilo, volviéndose a mí con una sonrisa, me dijo : "Por esta vez nos hemos salvado de sembrar papas".