EL PINCEL LUMINOSO DEL TINTORETO
Publicado en
abril 26, 2015
Autorretrato. Foto: Marzari.
El Tintoreto, artista que trabajó en la edad de oro veneciana, se, formó una visión especial del mundo, que ha influido en generaciones de pintores.
Por Ernest Hauser.
SUS COLEGAS lo llamaban Il Furioso por la furia creadora con que trabajaba. También se le ha conocido como "el pintor relámpago", y un admirador amigo suyo le escribió una vez: "Jugando simplemente con tu pincel, eres capaz de pintar una figura humana en media hora apenas".
Jacobo Robusti, más conocido por el Tintoreto, ha dejado al mundo una herencia de más de 700 cuadros, algunos de enormes proporciones y gran número de figuras. Fue uno de los grandes artistas creadores de todos los tiempos, y además un visionario que transformó el arte pictórico. Muchas de sus mejores pinturas, hechas con impetuosas pinceladas, parecen visiones ultraterrenas. Y, sin embargo, no fue ningún soñador.
Hombre de baja estatura, de revuelta barba y espesas cejas, sabía desplegar un tenaz dinamismo. Su ingenio era afilado como una espada; su lenguaje, rudo y franco. "Tienes muchísima vida para tu escaso tamaño", exclamó una vez un amigo suyo. "Eres como un grano de pimienta".
Nació en 1518, en Venecia, y era hijo de un tintorero o tintore. Una leyenda afirma que cuando niño empezó a sumergir la mano en los colores usados por su padre y a alegrar las paredes del taller con sus primeras "creaciones", por lo cual los vecinos le llamaron Il tintoretto ("el pequeño tintorero"), y el apodo se le quedó. El padre supo reconocer su talento y colocó a Jacobo de aprendiz, cuando era todavía adolescente, con el pintor más eminente de Venecia: el Ticiano. Pero a los pocos días, el maestro, famoso en el mundo entero, percibió en los trazos de su nuevo discípulo la señal del genio y, en un acceso de celos, según se dice, le ordenó que no volviera.
Deseoso de aprender, el muchacho solía pasear por la plaza de San Marcos buscando artesanos a quienes ayudar en la ornamentación de arcones nupciales. Luego ascendió a formar parte de una cuadrilla de albañiles cuyas tareas comprendían la de proporcionar un artista para que decorase las fachadas que edificaban. A los 21 años Jacobo era ya pintor por cuenta propia, exhibía sus obras en la Merceria, la principal calle de tiendas, y aceptaba todo trabajo artístico que se le encomendara.
Rica por su comercio mundial, la ciudad isleña de Venecia constituía la civilización más exuberante y lujosa de Occidente. En ella florecían las bellas artes y abundaban los pintores de primer orden, que se hacían una competencia encarnizada. Para que un joven tuviera esperanzas de triunfar con su pincel y su paleta, tenía que ser verdaderamente bueno.
Jacobo trabajaba sin descanso en hacer bosquejos de cabezas y figuras humanas que copiaba de la realidad o de algún molde de yeso que encontraba en el mercado de los artistas. A veces colgaba del techo un brazo o una pierna de yeso, o toda una figura, ¡y con todo cuidado dibujaba la imagen de un ángel en pleno vuelo! Pronto fue capaz de pintar de memoria una figura humana en la postura que deseara.
"El milagro de San Marcos", de Tintoreto. Foto: Ferruzi-Venice.
Para perfeccionar su destreza hacía también estatuillas de cera, las vestía con trozos de telas de color y las colocaba en una casa diminuta que había construido. Oscurecía el cuarto y dirigía sobre las estatuillas el rayo de luz de una vela a través de orificios minúsculos, desde diferentes ángulos, y en esa forma descubría cuál era la manera más vigorosa de disponer figuras, luces y sombras para que una "pintura" cobrase vida.
Tenía apenas 30 años el Tintoreto cuando se reveló de pronto al público con una de las composiciones pictóricas más impresionantes que hayan surgido del pincel de un artista. Pintada al óleo sobre una tela enorme (de unos cuatro metros por cinco) representa la leyenda según la cual San Marcos, patrono de Venecia, baja del cielo para salvar del tormento a un esclavo. La víctima yace en tierra, despojada de sus vestiduras, con el cuerpo presentado en un audaz escorzo. Una multitud de hombres y mujeres, con vistosas ropas orientales, hacen ademanes de asombro al ver romperse milagrosamente los instrumentos de tortura y los grilletes, mientras en lo alto el santo se precipita por el aire. La acción está tan llena de movimiento que el cuadro entero parece vibrar de emoción.
En cuanto El milagro de San Marcos se exhibió en la Scuola que lleva el nombre del santo patrono de Venecia y es una de las seis grandes cofradías benéficas de la ciudad, se convirtió en foco de polémicas. Las audaces innovaciones del Tintoreto: la postura, intensa y "deformada" de los personajes, la agitación de la escena, los colores fuertes, la luz casi sobrenatural se ganaron la admiración de muchos y las censuras de otros tantos. Pero su autor había conquistado la fama. Esa pintura está considerada todavía como una de las más célebres entre las obras maestras del arte pictórico.
El mundo estaba en plena transformación. Al norte de los Alpes, la Reforma marchaba de victoria en victoria. Los hombres interrogaban a su conciencia, muchos valores aceptados durante siglos empezaban a desplomarse. Hijo de un mundo en ebullición, el Tintoreto había hallado una manera nueva de expresarse.
Con creciente frecuencia se desechaban los refinamientos tradicionales de la pintura. Pocas de las composiciones de Jacobo respetaban la simetría y muchas de ellas parecían desproporcionadas. Desdeñando el principio establecido de cubrir la tela con varias capas transparentes de finos colores, usaba pintura espesa y la aplicaba con rápidas pinceladas. Su dominio de la figura humana, arduamente conquistado, le permitía improvisar y volcar su "visión" directamente en la tela. Si cometía un error, lo corregía apresuradamente. Los críticos lo consideraban un pintor descuidado, pero aquella espontaneidad dotaba a sus creaciones de una vida nunca vista hasta entonces en las artes plásticas.
El Tintoreto pintó muchos de sus grandes cuadros religiosos sin esperar otra recompensa que el pago de los materiales. Los encargos comerciales que recibía eran otra cosa. Sus retratos eran muy solicitados y sus honorarios corrientes de 20 ducados eran muy altos para su época. Cuando un noble alemán se "olvidó" de pagarle, el artista le preguntó sin ambages: "¿Cómo se dice dinero en su idioma?" Muchas de sus figuras de navegantes y magistrados, de embajadores y mercaderes, son obras hechas evidentemente para salir del paso, pero hay otras que son brillantes estudios sicológicos. Los venecianos, que advertían la desigual calidad de las obras del Tintoreto, decían que el artista tenía tres pinceles: uno de oro, uno de plata y otro de hierro.
La esposa de Jacobo, Faustina de Vescovi, era hija de un ciudadano distinguido y rico. Orgullosa de su marido, mandó hacerle vestidos de seda bordada, pero él prefería las ropas sencillas. Durante todo su largo y feliz matrimonio Jacobo no dejaba de recordar con buen humor su modesto origen. Tuvieron ocho hijos; los tres varones fueron pintores, y la mayor de las niñas, la rubia Marietta, "la Tintoreta", llegó a ser una excelente retratista.
En un tranquilo canal de Venecia se puede ver todavía la casa roja de cuatro pisos (divididos ahora en pequeños apartamentos) en que tenía su residencia el Tintoreto. En ese edificio, amplio y cómodo, reinaban la animación y la alegría. Jacobo gustaba de entretener a su familia y a sus amigos con improvisaciones al laúd y varios curiosos instrumentos musicales que había inventado. En su estudio, instalado en un lugar apartado de la casa, pasaba largas horas detrás de las persianas cerradas haciendo experimentos con el encanto de la luz artificial. Admiraba a Miguel Ángel, que por entonces trabajaba en Roma para el Papa; había visto dibujos tomados de sus pinturas y encargó réplicas de sus esculturas más famosas. "El dibujo de Miguel Ángel y el colorido del Ticiano", decía el letrero que (asegura la leyenda) había puesto el Tintoreto sobre su puerta, lema que tenía a la vez mucho de desafío.
"La Anunciación", de Tintoreto. Foto: Marzari.
Pero llegó a fastidiarse de que le dijeran, una y otra vez, que el Ticiano era superior. Un día sorprendió a un grupo de sabelotodos al decirles: "Miren: he comprado una de las mejores pinturas del Ticiano". Y cuando se quedaron maravillados ante la tela que les mostraba y la juzgaron una de las mejores del viejo maestro, Jacobo tomó tranquilamente una esponja... y, haciendo desaparecer los colores, puso al descubierto un magnífico original suyo. El Tintoreto comentó entonces con una sonrisa burlona: "Acabo de hacer este Ticiano sobre una de mis viejas telas sin valor".
En aquella época estaba en su apogeo entre los venecianos el culto de San Roque, autor de curas milagrosas en el siglo XIV, y la cofradía benéfica que llevaba su nombre (o Scuola di San Rocco) era una institución próspera cuando decidió decorar su local. Jacobo, dominado por el afán creador y consciente de la oportunidad que se le presentaba, aplicó su habitual fuerza de voluntad a obtener el encargo, y lo consiguió al pintar, antes de que sus rivales tuvieran tiempo de entregar sus propios bocetos, una tela admirable que representaba al santo recibido en la Gloria.
En los 23 años que siguieron, el Tintoreto estuvo dedicado, con algunas interrupciones, a completar su labor en San Rocco. Pintó más de 50 grandes lienzos, que representaban escenas bíblicas, con los cuales cubrió las paredes y el techo de los dos vastos salones y el refectorio, algo más pequeño. Así convirtió el modesto edificio en uno de los grandes museos artísticos del mundo. A medida que pasaban los años, la belleza exterior de sus pinturas era eclipsada por su contenido espiritual. Aquellas obras de arte respiraban una fe ardiente. Al mismo tiempo, se aproximaban más al pueblo. La juvenil Virgen María de La Anunciación es una muchacha campesina: sin adorno, sin especial belleza, llena de sencilla devoción. Los ángeles que abren la tumba de Jesús en La Resurrección son fornidos mozos que levantan con verdadero esfuerzo la pesada losa. Y los discípulos de Jesús en La agonía en el Huerto son pescadores de la laguna veneciana, que se han quedado dormidos despues de una dura jornada.
Jacobo fue invitado a incorporarse a la cofradía y llegó a ser individuo de su junta directiva. Pronto renunció a todos los pagos por su labor allí a cambio de una pensión vitalicia de 100 ducados (alrededor de 2000 dólares) anuales, y en su vejez decía en ocasiones, bromeando, que le agradaría vivir por "otros mil ducados".
Su inagotable vena creadora no le daba reposo. A los 70 años consiguió el encargo de pintar una visión del Paraíso para el Palacio Ducal. El lienzo que hizo entonces se considera, aún en nuestros días, como una de las grandes creaciones del arte italiano. Creése que, con sus 9,14 metros de alto por 22,55 de ancho, es la pintura al óleo más grande que existe. Contiene más de mil figuras de bienaventurados, que flotan en una nebulosidad nacarina, y Jacobo debió pintarla en secciones separadas, que luego cosió unas con otras para dar al enorme cuadro los toques finales, una vez que estuvo montado en su sitio.
Un autorretrato hecho por aquellos años muestra al Tintoreto con la cabellera blanca, imbuido en la sabiduría y la dignidad de la vejez, contemplando al mundo con ojos serenos y firmes, impenetrables. Por entonces pasaba muchas horas de meditación en su iglesia parroquial, sumergiendo el alma en esa luz ultraterrena que durante medio siglo habían reflejado sus grandes pinturas. En su obra final, La Última Cena, un resplandor místico envuelve toda la escena, casi disolviendo su realidad, y la convierte en una visión de la unión espiritual del hombre con Dios.
Jacobo murió en mayo de 1594, a raíz de un acceso de fiebre. Una multitud de admiradores: pintores y músicos, capitanes y senadores, y la gente sencilla de la Laguna acompañaron los restos del artista hasta la parroquia de la Madonna dell'Orto, dónde aún hoy una sencilla losa de mármol señala su tumbra. La edad de oro de la pintura veneciana terminó con él. Pero su genio le sobrevivió, y pocos pintores han ejercido una influencia tan grande en los futuros cultivadores del arte. El Greco, Rembrandt, los impresionistas franceses; todos ellos recogieron el pincel que había caído de la mano de Jacobo Robusti, para mojarlo en la luz, como el genial hijo del humilde tintorero les había enseñado.