Publicado en
marzo 03, 2015
Correspondiente a la edición "Mundo Diners" de Julio del 2001
Cuento.
Por Roberto Rubiano.
El jueves en la noche decidí correr el riesgo de ir al Alonzo's Restaurant.
El maitre me vio venir desde su pequeño mostrador a la entrada del salón. Cuando pasé junto a él no pude evitar hacerle una reverencia. Analizó mi aspecto con displicencia. Con una seña me instaló en una mesa junto al estanque donde flotaban peces de colores. Un mesero silencioso y amargado retiró los tres platos sobrantes, las copas de cristal, los tenedores y cuchillos y me dejaron frente a una mesa desolada con servicio exclusivo para mí.
Mientras esperaba observé a los demás comensales. Todos parecían tristes, era una noche fría y llovía.
Entonces ocurrió el primer escándalo. Alcancé a ver a la pareja de la mesa doce. Un gesto de terror se dibujó en sus rostros antes de que los atraparan con una soga de nudo corredizo y desaparecieran por la puerta que llevaba a la cocina. Todos regresaron hacia sus platos y continuaron comiendo. Yo demoré un par de segundos en bajar la vista. Entonces sentí una sombra junto a mí.
—¿Sucede algo, señor?, ¿algo no le satisface? ¿Podemos mejorar nuestro servicio?
Era el maitre, que con su carta forrada en cuero en la mano me miraba con desprecio.
—No, nada. Todo está muy bien —dije, bajando la vista.
Entonces puso frente a mí un vaso de cristal.
—Haga el favor, la propina para el pianista.
Volví a mirarlo, pero con solo ver su rostro supe que no podría negarme. Dejé caer una gruesa suma de dinero dentro del vaso.
—Y también para el pianista del turno de mediodía.
—Pero...
Y no dije más porque su mano se apoyó en mi hombro con la fortaleza de una grúa industrial. Busqué en mi billetera y puse más dinero en el vaso.
—Una donación al sindicato sería apropiada.
—Claro, ni más faltaba —dije, colocando más billetes en el insaciable vaso de cristal.
Entonces me dejó en paz.
Pasaron más de dos horas antes de que uno de los meseros aceptara tomar mi pedido. Como siempre, escuché rasguear la pluma contra el papel mientras él escogía lo más apropiado para un comensal como yo.
Tres horas más tarde sirvieron mi cena.
Era una estrella de mar, de color azul, que al reptar sobre el plato dejaba un rastro con textura de mantequilla. La pinché con el tenedor y la llevé a la boca. Pude sentirla revolcándose por mis entrañas hasta que sucedió el ataque en la mesa cinco. Era una pareja joven. Los arrastraron con la soga de nudo corredizo hasta la puerta de servicio, donde desaparecieron para siempre.
—¿Algún problema, señor? – preguntó el mesero.
La estrella de mar aún reptaba por mi estómago. Noté que ocultaba la soga en la espalda y tuve que hacer un esfuerzo muy grande para sonreír.
—Todo lo contrario. Estoy muy satisfecho.
—En ese caso... —dijo el mesero, alargando el vaso de cristal.
Puse lo que quedaba en mi bolsillo y cancelé la abultada cuenta. Luego bebí un vaso de agua antes de levantarme y cruzar entre las mesas, donde la gente se mantenía aferrada a los manteles con terror. Tuve la seguridad de que la mayoría hubiera querido levantarse y salir conmigo antes que les sucediera lo mismo que a los comensales desaparecidos. Pero nadie tuvo valor para semejante atrevimiento.
Cuando llegué a la calle respiré. Mi afición a la buena mesa no tiene límites. Por eso siempre vuelvo al Alonzo's Restaurant, a pesar de los riesgos que se corren.
Ilustración: Pedro Hernández