Publicado en
marzo 06, 2015
Un cazador recuerda el día terrible en que disparó precipitadamente.
Por Jim Poling,
"¿Papá, cuántos años hay que tener para ir de caza?" me preguntó mi hijo, de 12 años, mientras miraba con anhelo el armero que pendía sobre mi escritorio. Se imaginaba, sin duda, a unos cazadores de chaqueta roja metidos en la espesura de un bosque, y, entre ellos, a un muchacho armado por vez primera de escopeta.
Era demasiado joven para evocar la ocasión en que yo formulé la misma pregunta a su abuelo, muchos años atrás, y su ilusión le impedía advertir la angustia que en ese momento me hacía enrojecer. ¿Cómo podría él comprender la pesadilla que nació de mi propia ilusión inocente? Algún día trataré de explicarle lo que ocurrió aquella mañana de octubre, hace 17 años, en los alrededores de Thunder Bay, en Ontario (Canadá).
El bosque verde-gris estaba callado; sólo se oía el chapaleteo de una llovizna. "Descansemos", sugerí a mi amigo Ed Blady, tras ascender una cuesta empinada y llegar a un pequeño claro. A pesar del entusiasmo de nuestros 17 años, estábamos agotados, así que nos tendimos sobre una losa de granito.
Ed y yo ya habíamos cazado en aquellas colinas salpicadas de pinos. Hacía apenas una semana que había visto yo un magnífico gamo en la zona; el animal había desaparecido en lo profundo del bosque sin darme tiempo para disparar.
Comenzábamos a descansar cuando sentí un movimiento cerca de nosotros. Abajo, en el borde del claro, se erguía un pino enorme, con la copa oculta en la niebla y las pesadas ramas inclinadas hacia el suelo. Algo había agitado una de ellas. Yo, no pestañeaba. Siguió otro movimiento, y luego otro. Hice una señal a Ed y cogí mi rifle.
Nos separamos para abarcar más terreno. Segundos después, una forma de color gris y castaño apareció entre las ramas. Distinguí las ancas de un ciervo echado.
"¡Allí está!" exclamé, al mismo tiempo que apoyaba la culata del rifle contra mi hombro. Centré la mira en las ancas del animal. Desde esa posición no había posibilidad de matarlo, pero debía impedir que se metiera en la broza.
Apreté el gatillo y el bosque retumbó. "¡Le di!" grité alborozado. Corrimos hacia el árbol. Ed iba delante de mí.
"¡Es un hombre!" exclamó. "¡Has herido a un hombre!"
Bajo el pino yacía un cazador de unos 60 años de edad; tenía el rostro pálido y descompuesto por el dolor. Un círculo de color rojo intenso le manchaba la pernera, arriba de la rodilla.
Al instante, Ed se quitó una banda para usarla como torniquete. Yo miré la escena otra vez y, horrorizado, corrí en busca de ayuda.
Mis recuerdos de las horas que siguieron parecen desfilar vertiginosamente: una carrera loca de más de un kilómetro y medio, un automovilista que se sobresaltó al detenerlo yo en la carretera, las sirenas de una ambulancia, y la palidez del cazador cuando lo introdujeron en la sala de urgencias; luego, el interrogatorio en el edificio de la Policía Provincial de Ontario.
Sentía que unos dedos gigantescos, fríos e invisibles, me oprimían los pulmones. Mi respiración se entrecortó y se me revolvió el estómago mientras los dos agentes anotaban lo que yo iba narrando.
—¡No volveré a tocar un rifle! —prorrumpí al terminar.
—Sí lo harás, muchacho —replicó un policía—. Fue un accidente. Todo saldrá bien.
No empezó a despejárseme la mente hasta que el automóvil policial se detuvo frente a mi casa. Pensé en mi padre, convaleciente de una operación en la pierna, y en lo disgustado que se puso cuando compré mi rifle (él había abandonado la caza del venado por considerarla peligrosa). Yo sabía que estaba a punto de romperle el corazón y ansiaba no verlo; más bien quería correr a los brazos de mi madre y llorar como nunca lo habíá hecho. Pero algo me dijo que debía ir y darle, como todo un hombre, la noticia.
—Papá —murmuré, y trataba de evitar que me fallara la voz—, herí a un hombre en el bosque y está muy grave. La policía está esperando allá afuera.
Mi padre me miró, aturdido e incapaz de emitir palabra alguna. La ira encendió por un instante su rostro, pero luego me tomó en sus brazos y me apretó contra su pecho.
—Eres mi único hijo, y eres bueno —me aseguró entre sollozos—. Saldremos con bien.
Y ambos lloramos largo rato. Nunca me castigó, y creo que por eso fui capaz de encontrar en mí mismo la fuerza necesaria para superar las dificultades que aún tenía que afrontar.
En los días siguientes nos asediaron los reporteros y nuestro nombre se halló expuesto constantemente a la atención pública. Fluctuaba el estado del cazador al que había herido. Le habían amputado la pierna. Por la tarde del domingo, una semana después del accidente, sonó el teléfono. Mi padre, con las manos temblorosas y la cara ceniza, me comunicó la novedad: el hombre acababa de morir, y yo sería acusado de homicidio por imprudencia grave, delito que acarrea una pena máxima de cadena perpetua.
Pocos días después, un trombo de la pierna enferma de mi padre llegó hasta el corazón y le causó un ataque. Murió el 11 de noviembre de 1960, cuando el fiscal preparaba el proceso contra mí.
En la audiencia preliminar la policía relató los hechos, presentó pruebas y proporcionó datos obtenidos de mi declaración. Ed Blady testificó; los integrantes de la partida de caza del difunto aportaron otros detalles. Explicaron que cojeaba desde hacía algunos años y que no podía andar mucho sin descansar. Seguramente se sintió exhausto, y buscó reposo bajo aquel pino grande.
El magistrado resolvió que se me sometiera a juicio en la Corte Suprema de Ontario. El 16 de febrero de 1961, tres días después de cumplir 18 años, me condujeron dos guardias al banquillo del acusado, en la cavernosa sala del tribunal. Un juez, imponente bajo su toga, fijó en mí la mirada mientras los abogados seleccionaban a los 12 individuos del jurado. Al día siguiente el juicio comenzó. Fue otra pesadilla. Yo llevaba un traje oscuro que me habían prestado; lo empapaba de sudor desde la axila hasta el codo; me asía con fuerza a la barra del estrado de los testigos.
Contuve las lágrimas de enojo mientras el fiscal me hería con sus preguntas acusadoras. Rechazaba, despectivo, mi declaración respecto a la distancia a la que había disparado. ¿Cómo pude haber tirado contra otro ser humano a menos de 50 metros? Sí, era cierto que la víctima estaba medio oculta por el árbol, y que llevaba pantalones de color gris oscuro y una cazadora rojinegra, que resultaba más negra por la niebla. Pero, ¿cómo?
Mi abogado defendió la buena fe de mi error. Retó al jurado a que encontrara algún indicio de maldad o desconsideración de mi parte para con el prójimo, y presentó testigos que declararon que yo era considerado y prudente. No pareció impresionarles. Escucharon con atención y abandonaron luego la sala. Yo aguardé en la cárcel a que decidieran mi suerte.
Mis carceleros pensaban que volvería, pues no me entregaron mis pertenencias personales cuando me trasladaron al centro de lá ciudad para conocer el veredicto.
El tribunal se hallaba atestado. Un murmullo de voces tensas y excitadas me lastimaba los oídos. Mi madre, rodeada de parientes, estaba a punto de sufrir un colapso nervioso. Reapareció el jurado. El presidente se puso de pie, se volvió hacía mí, y comenzó a hablar. Sentí que el mundo se detenía. "Juzgamos que el acusado es inocente".
La gente suspiró primero, luego levantó una gran bulla. Mi madre lloraba. Entonces, confundido y con paso vacilante, hice lo que había deseado hacer aquel primer día: corrí hacia ella, y rompí a llorar en sus brazos.
DOS AÑOS después, abandoné la región. Con el tiempo, seguí una carrera y formé mi propia familia. Jamás mencioné a nadie el incidente, salvo a mi esposa. A la larga, tomé un rifle y comencé a cazar de nuevo.
¿Por qué? En realidad, no lo sé. Algo en lo profundo de mi ser me prohibía renunciar del todo a esa faceta de mi vida, aunque al principio el nerviosismo sí me privó del placer que proporciona cazar.
Desde entonces, he participado en muchas cacerías. Quizá algunos de mis compañeros se hayan preguntado por qué llevaba yo con frecuencia un rifle descargado; o por qué insistía en salir al bosque soló. No quería a nadie junto a mí cuando algún venado apareciera fugazmente y yo temblara y sudara tratando de forzar mi índice paralizado a oprimir el gatillo.
Esta historia ha pasado muchas veces de la máquina de escribir a la gaveta de mi mesa, desde que la redacté en 1963. Ahora, después de 14 años, hablo del accidente sólo porque me mueve la esperanza de evitar sucesos similares, quizá incluso de salvar alguna vida.
Por lo que respecta a mi hijo, le permitiré que practique la caza. Le diré que, no obstante la opinión de los críticos, es un pasatiempo honroso y sano, a condición de que nunca se practique por satisfacer la propia vanidad. Y le enseñaré a jamás precipitarse a oprimir el gatillo, no sólo por los peligros que ello entraña, sino porque el verdadero cazador respeta a los seres vivientes y no mata a ninguno sin antes pensarlo.
CONDENSADO DE "OUTDOOR LIFE" (FEBRERO DE 1977). © 1977 POR TIMES MIRROR MAGAZINES. INC., 380 MADISON AVE., NUEVA YORK. N. Y. 10017.