EL SER HUMANO EN SU TELARAÑA
Publicado en
marzo 27, 2015
Escucha, observa, y sin embargo el interrogante le elude: ¿De qué somos parte, que no vemos?
Por Loren Eiseley (Antropólogo de la Universidad de Pensilvania. Entre sus libros se cuentan: The Immense Journey, Firmament of Time y The Mind as Nature). Condensado de "THE UNEXPECTED UNIVERSE".
UNA VEZ recibí una lección inesperada de una araña. Ocurrió una mañana lluviosa en un lugar solitario y lejano. Había andado mucho tiempo por una quebrada en busca de fósiles, y allí, a la altura de mis ojos, me encontré con una gran araña amarilla y negra que había tejido su telaraña colgándola de las altas espiguillas de hierba a la orilla de la quebrada. Ese era su universo, y con las patas extendidas podía percibir todas las vibraciones que le llegaban a través de la delicada estructura donde habitaba. Conocía el empuje del viento, la caída de una gota de lluvia, el aleteo de un insecto atrapado. A lo largo de los rayos de su telaraña corrían fuertes hilos sobre los cuales podía acudir instantáneamente a investigar su presa.
Lleno de curiosidad saqué un lápiz del bolsillo y toqué uno de los hilos. Inmediatamente hubo una reacción. La tela, pulsada por su formidable ocupante, empezó a vibrar hasta que se convirtió en un borrón. Cualquier animal que hubiera rozado pata o ala contra esa sorprendente trampa habría quedado completamente aprisionado. Cuando disminuyeron las vibraciones, pude ver que la araña palpaba los hilos buscando alguna señal de lucha. La punta de un lápiz era en este universo una señal sin precedente. La araña estaba circunscrita por ideas de araña; su universo era un universo de araña.
Todo lo que estuviese fuera de él era irracional, extraño... cuando mucho, materia prima para ella. Al seguir mi camino cual vasta e imposible sombra, comprendí que en el mundo de la araña yo no existía.
Además, mientras marchaba consideré que para los fagocitos, los glóbulos blancos de mi sangre que en ese momento se movían con alguna especie de inteligencia elemental entre las delgadas cañerías y tubos de mi cuerpo —criaturas sin cuyo concurso yo no existiría— el "yo" consciente en que me ocupo no tenía significado. Para ellos yo era una especie de red química que, como la de la araña, llevaba mensajes significativos a estos seres amiboides, un ambiente natural en el cual habían vivido y perecido generaciones de ellos, y continuarían viviendo y muriendo de igual modo.
Empecé a ver que entre los muchos universos en que se desarrolla el mundo de las criaturas vivas, algunos son grandes y otros pequeños, pero todos son, de alguna manera, limitados o finitos. Somos criaturas de muchas dimensiones diferentes y pasamos las unas por la vida de las otras como espectros por las puertas.
En los años que siguieron a aquel incidente he estado muy ocupado con el reino de la ciencia, y mi imaginación ha vuelto muchas veces a aquel encuentro con la araña. ¿Qué fue lo que me preocupó entonces? ¿Sería la indiferencia de la araña por el triunfo de la raza humana?
Ese triunfo es muy real y no se puede desmentir. Si consideramos el pasado, la gran mayoría de las criaturas de la Tierra, tal vez más del 90 por ciento, han desaparecido. Formas que florecieron durante muchísimo más tiempo que el de la existencia del hombre sobre el planeta, se han extinguido ya o se han transformado de tal manera que sus descendientes ya son irreconocibles. Los seres especializados perecen con el ambiente que los creó, y muchos animales arrojados a las rendijas y agujeros de la Naturaleza logran una supervivencia momentánea, aun cuando sea a costa de su posterior extinción.
En 3000 millones de años de lento cambio y penoso esfuerzo, sólo una de las criaturas vivientes ha logrado escapar de la trampa de la especialización: es el hombre... pero hay que decirlo en voz baja, porque su historia no ha terminado aún. Con el perfeccionamiento del cerebro humano apareció al fin una criatura con una especialización que, paradójicamente, le ofrecía escape de la especialización.
Vi al fin la razón de mi recuerdo de aquella gran araña al borde de la quebrada, que pulsaba su universo contra el cielo. El hombre ha roto los límites que restringen a todas las demás especies. Su mente está actualmente dedicada a una vasta ramificación de sí misma a través del tiempo y el espacio.
La araña era, en miniatura, un símbolo del hombre. El hombre también está en el corazón de una red, una red que se extiende por el espacio y el tiempo. Su gran ojo de monte Palomar mira a distancias de millones de años de luz, su oído de radio escucha el murmullo de galaxias aun más remotas, y con el microscopio electrónico penetra en el interior de las diminutas partículas de su propio ser. Es una red que ninguna criatura de la Tierra había tejido antes. Como la araña, el hombre está en el centro de ella, escuchando. El conocimiento le ha dado la memoria de la prehistoria de la Tierra, y ya podemos verlo tratando de penetrar en el tiempo futuro con nuevas máquinas, computando, analizando, hasta que los elementos del impreciso futuro compongan también parte de la red visible que él palpa.
Sin embargo, mi araña permanece en mi memoria. La araña piensa en un universo de araña: sensitiva a la gota de lluvia y al temblor de un insecto, nada ve más allá. No tiene previsión para lo inesperado, para el contacto de un lápiz de un mundo exterior. ¿Acaso el hombre, en la dimensión humana, es diferente? ¿De qué somos parte, que no vemos?
Estamos demasiado satisfechos con nuestras extensiones sensoriales, con la realización de aquella mente de la edad del hielo que ahora apenas se detiene antes de saltar al espacio. Ya no basta con ver como ve el hombre, aunque sea hasta el confín del Universo. No basta tener en la mano la energía nuclear a modo de lanza, como la sostendría el hombre, o ver el rayo, o el tiempo pasado, o el tiempo que vendrá como lo vería el hombre. Si continuamos comportándonos de ese modo, el gran cerebro —el cerebro humano— será únicamente una nueva versión de la antigua trampa, y la Naturaleza está llena de trampas para la bestia que no aprenda.
Ya no es suficiente escuchar en un extremo del alambre el rumor de las galaxias; no es suficiente ni siquiera examinar este gran arrollamiento de ADN en que está codificado el alfabeto primordial de la vida. Estas son nuestras percepciones extendidas. Pero más allá está la gran tiniebla del primer Soñador que soñó la luz y las galaxias. Antes de que fuera el acto o existiera la sustancia, la Imaginación creció en la oscuridad. El hombre participa de esa maravilla fundamental y de su fuerza creadora.
Al volver la atención a las células que hormiguean en nuestro propio cuerpo, que trabajan para una entidad que no comprenden, recordemos al hombre que salió de la edad del hielo para venir a mirar en los espejos y en la magia de la ciencia. Sin duda que no vino para verse a sí mismo ni para ver su rostro salvaje únicamente. Vino porque en el fondo es un buscador y un escuchador de algún reino que trasciende de sí mismo y ha adorado con muchas denominaciones, aun en las cuevas oscuras de sus comienzos.
El hombre, el auto-fabricador, lo es por razón de dones que él no inventó, y así busca, como la célula, única viviente en el principio, debió haber buscado la criatura espectral a quien tenía que servir.
© 1964, 1969 por Loren Eiseley. Ilustración de "The Web of the Spider'', por Laura Barr Lougee. © Cranbrook Institute of Science, Bloomfield Hills, Michigan.