EN GRECIA TODOS SON ARQUEÓLOGOS
Publicado en
febrero 22, 2015
...y no excavan en busca de cumplidos.
Por Ray Vicker.
LA ARQUEOLOGÍA es una profesión académica, no aceptada generalmente como deporte-espectáculo. Salvo en Grecia, país donde se puede descubrir una reliquia anterior a la era cristiana al cavar en cualquier corral trasero. En cuestión de horas, tal suceso pondrá en movimiento a un equipo arqueológico de la Dirección de Antigüedades, y tras él a una multitud de oficiosos "peritos" bastante numerosa para llenar un estadio de fútbol.
Así ocurrió hace poco en Atenas, una tarde radiante en que varios trabajadores estaban cavando a buena distancia de la Acrópolis, en busca de un lecho de roca para la cimentación de un nuevo edificio. Como de costumbre, los estaban observando algunos curiosos, constituidos en "superintendentes" gratuitos, quienes de vez en cuando les aconsejaban .a gritos lo que debían hacer.
De pronto se detuvo la excavación. En vez de un lecho de roca, los obreros habían dado con lo que parecían ser grandes capas de caliza pulida. Los trabajadores consultaron en seguida con el capataz. Este llamó por teléfono al propietario del terreno, quien, cumpliendo con lo dispuesto por ley, notificó lo sucedido a la Dirección de Antigüedades.
Una inspección rápida practicada por un perito de la Dirección de Antigüedades estableció que aquel sitio merecía ser investigado. Los trabajadores de la construcción se marcharon. Apostaron allí un guardia. Se hicieron arreglos para registrar los escombros de la excavación.
Cuando el equipo arqueológico se presentó, a la mañana siguiente, ya se habían congregado a lo largo de la endeble barrera varios grupos de curiosos. ¿Qué encontraría el equipo? ¿Otra Victoria alada de Samotracia? ¿Una Venus de Milo?
Dirigía los trabajos un arqueólogo flaco, pero fuerte y nervudo, que vestía pantalones cortos. Aunque era indudable su competencia, no por eso pudo evitar que los mirones trataran de instruirlo.
"¿Por qué no empieza por allí?" le gritó uno, señalando un rincón.
"El suelo es más blando aquí", aconsejó otro.
Mientras tanto, los trabajadores cavaban y echaban fuera la tierra. La muchedumbre ahogó una exclamación cuando tomó forma un arco. Un murmullo de excitación corrió por la multitud, aumentada ahora con la mayoría de los parroquianos de una taberna situada calle abajo.
La fase decisiva ocurrió al principio de la tarde, tras seis horas de estar cavando y removiendo la tierra sin interrupción. Bajo el arco, apareció una bodega. Alrededor de ella había otras paredes, al parecer los cimientos de un edificio. En eso, uno de los trabajadores metidos en la zanja dio con su pico un golpe contra algo, y gritó.
Instalada a lo largo de la barrera la multitud se inclinó hacia adelante amenazando caer en masa dentro de la excavación. Alarmado, el arqueólogo hizo desesperados ademanes y advirtió a voces a la gente. Luego inclinó la cabeza y examinó los escombros donde el pico del obrero había chocado con un obstáculo. Apareció a la vista el costado de una vasija de arcilla: una de esas ánforas de forma de huevo, de un metro de altura y de fondo estrecho que los antiguos usaban para guardar aceite, miel o vino. El pico del trabajador la había destrozado.
La muchedumbre, indignada, mascullaba. "¡Majadero! ¡Idiota!" gritó alguien.
El arqueólogo miró más de cerca el sitio y ordenó a los trabajadores que escarbaran con cuidado el suelo en torno al ánfora, no más de un par de centímetros cada vez. Apareció otra ánfora junto a la primera, y luego otra y otra. La concurrencia prorrumpió en vítores.
"Son del siglo IV antes de Cristo", comentó uno de los espectadores. Un parroquiano de la taberna escudriñó el hoyo. "Una cantina; es una cantina", exclamó el individuo alegremente.
"Sí", gritó otro hombre. "Una cantina del siglo IV antes de Jesucristo" (parecía que se llegaba a un acuerdo general).
"No", vociferó un tercero. "Es una tienda de aceite".
Se produjo un debate vehemente. Los participantes en la discusión apelaron al arqueólogo para que resolviera el punto. El arqueólogo movió la cabeza irritado.
Empezó a aumentar la tensión en otra parte. Todas las ánforas se hallaban en perfecto estado, salvo la primera. Pero cuando un trabajador trató de desenterrar una segunda vasija, le rompió el cuello. La multitud lanzó un gemido. Un hombre amenazó con el puño al excavador. "¡Carnicero!" gritó otro.
Se puso más cuidado con la tercera vasija. La retiró intacta de su sitio un fornido obrero. Pero al sacarla de la zanja, el hombre resbaló y el ánfora se estrelló contra el suelo y se hizo pedazos.
"¡Patán!"
"¡Burro!"
"¡Chapucero! ¡Estúpido!"
De pronto uno de los curiosos ya no pudo aguantar más. Saltó por encima de la barrera y se metió en la excavación. Enseñaría a aquellos idiotas cómo debían proceder. Sus amigos gritaban, alentándole. Pero antes de que pudiera alcanzar las vasijas, dos trabajadores lo agarraron y lo sacaron del hoyo sin muchos miramientos.
Los individuos del equipo, con "marcador" de tres ánforas a cero en contra suya, se plantaron, poco dispuestos a hacer nuevos intentos. Jadeante y con el rostro enrojecido, el arqueólogo asió por su cuenta el cuarto cántaro, tras haber apartado cuidadosamente el barro con los dedos. En pocos momentos alzó el ánfora intacta y se la pasó a uno de los obreros. Este, con gran cautela, subió con ella la rampa y la llevó hasta un camión. La multitud prorrumpió en aclamaciones.
Luego, cuando se fueron extrayendo otras ánforas una por una en perfecto estado, todos aplaudieron. El arqueólogo se dio la vuelta y se encaró con los mirones con el rostro iluminado por una enorme sonrisa, y levantó las manos como un boxeador victorioso. El honor de la arqueología griega quedaba al fin reivindicado.
CONDENSADO DE THE "WALL STREET JOURNAL" (21-X-1976). © 1976 POR DOW DONES & CO., INC., 22 CORTLAND ST., NUEVA VORK, N.Y. 10007.