Publicado en
febrero 01, 2015
Siempre he sostenido que el elemento pasión es prioritario en cualquier proyecto, aunque sólo se trate de preparar un simple plato de arroz.
Por Victoria Puig de Lange.
Esto de la pasión, lo digo por experiencia. El arroz más rico que he comido en mi vida nació del entusiasmo de quien lo preparó. Quien no hubiera sabido utilizar la pasión, sólo hubiera visto allí un poco de cereal. Pero con una buena dosis de pasión, aquello se convirtió en un manjar de los dioses.
Fue mi padre —maestro del entusiasmo— quien realizó el milagro, un día en que, por razones ya olvidadas, nos encontramos solos y hambrientos en nuestra casa californiana, y lo único que había a la mano era una olla de barro con arroz que había sobrado de la comida anterior.
Todo empezó con un brillo travieso en los ojos oblicuos del autor de mis días, que empezó su obra comentándola en voz baja: "Ponemos el arroz a calentar a fuego bajito para que no se queme y empezamos a revolverlo echándole un hilito de aceite de oliva, hasta que se suelte". Luego me puso a picar albahaca y cilantro, mientras él ponía a hervir dos huevos y cortaba cubitos de queso blanco. Cuando empezó a entonar trozos de la La Viuda Alegre, (la alegría y el ritmo del vals), mientras arrojaba alegremente las hierbas y el queso al potaje, éste empezó a oler a gloria y yo aporté mi propio entusiasmo declarando que me moría por probar aquello. Era inevitable contagiarse de la pasión con que aquel chef improvisado se desplazaba buscando qué añadir a su creación. De pronto me daba una orden que estimulaba aún más mis ya despiertos jugos gástricos: "Córtate unos tomates para acompañar el arroz", decía, mientras picaba los huevos duros, que puso en el pocillo independiente con un poco de salsa de maní.
Finalmente, con un movimiento que hubiera envidiado un conductor de orquesta, sirvió aquel carnaval de sabores en dos platos: "Ven, ven", decía entusiasmado, "pruébalo antes de que se enfríe, pero antes, ponle encima un poco del huevo y el maní".
Nunca he olvidado aquel momento, y si cierro los ojos, vuelvo a paladear aquel acierto culinario. Una luna gringa y grande nos miraba a través de los árboles de nuestro pequeño jardín cuando consumimos el primer bocado de lo que ha pasado a ser un clásico de mi cocina: "El arroz de mi Chino". Un plato que no se hubiera originado sin su principal ingrediente: la pasión.
AL FILO DE LA NAVAJA
Hay pasiones de pasiones, pero muchas tienen que ver con la comida.
Cuando yo formaba parte del equipo editorial de Vanidades, me acostumbré a vivir "al filo de la navaja". Allí había que responder a toda clase de desafíos... y sin chistar. "Yo no sé de eso", era una frase prohibida. Lo que caía en nuestro escritorio pasaba automáticamente a ser la próxima página de la revista. Una tarde, muy cerca de la hora de irnos, yo estaba luchando con uno de esos terribles cansancios sicológicos. Los ojos se me cerraban, y yo me preguntaba de dónde iba a sacar la energía para levantarme, llegar a mi auto, y luego a mi casa... a mi cama.... ¡a dormir!
En eso irrumpió en mi oficina Alfredito, el chico recadero, quien arrojó sobre mi escritorio un fajo de papeles y fotografias: "¡La cocina!", anunció indiferente, y dando una vuelta rápida, se fue. Más por curiosidad que por interés, eché una mirada a todo aquello, y de pronto estuve leyendo ávidamente: "Potaje de cordero con cerveza", decía la receta, que prometía un deleite gastronómico fuera de serie. A mí la cocina me encanta, sobre todo la imaginativa. Cómo será lo que me gusta, que si aquello hubiera sido una telenovela, la próxima escena me hubiera mostrado en el supermercado, comprando entusiasmada todos los ingredientes para convertir en realidad la receta de marras, y comerla esa misma noche, con unos espárragos a la vinagreta.
¿Y el cansancio? ¿Y la inercia? ¿Y el exquisito proyecto de siesta?
Todo fue anulado por la ola de pasión que me envolvió ante la idea de crear y paladear aquel potaje fotografiado con tal realismo (el realismo mágico del que hablan todos los críticos de libros de hoy, parodiando al que inventó el término). Solo fue al tomar el último sorbo del tinto chileno con que acompañamos el exquisito cordero, cuando recordé mi precario estado de ánimo de unas horas atrás, maravillándome de cómo una ráfaga de pasión pudo sacarme de aquel pozo de indiferencia.
MODA O IMAGINACION
Otro campo en el que la pasión tiene fácil cabida es el de la moda, tal vez porque el deseo de destacarnos siempre prima. Recuerdo una ocasión en que estábamos en una playa caribeña, donde habíamos ido en plan de descanso: shorts, pantalones pescadores y camisetas. De pronto llegó un yate cargado de gente jet, entre los que estaba Raquel Welch y algunos diseñadores europeos con sus mujeres (Ungaro era uno). Nuestro pequeño grupo fue invitado a cenar a bordo esa noche. Nos advirtieron que la ropa sería "relax". Una mirada a Raquel, envuelta en una túnica púrpura con hilitos dorados, me dio la medida de lo que el grupo consideraba "relajado". El bichito de la vanidad empezó a roerme las entrañas. ¿Qué podía yo crear esa noche para igualarme a todo ese glamour?
Como un rayo, la solución me golpeó en media frente. Conmigo viajaba un bolso que yo mismo había confeccionado uniendo tiras multicolores con las que las indias del Ecuador sujetan sus anacos. Deshacerlo fue fácil, y con ellas improvisé un cinturón ancho que usé con unos pantalones pescadores negros. Con lo que sobró, me confeccioné un cinto para usarlo en la frente, estilo Pocahontas. No diré que aquello igualaba a una de las toilettes que Elizabeth usó cuando filmó Cleopatra con Richard Burton, pero lo que sí puedo asegurar es que, en algún lugar del mundo, Raquel Welch se pasea con unas tiras multicolores ciñéndole la frente, sintiéndose un émulo de Quil, la bellísima consorte de Guayas, mientras repite sabrosos detalles de la antiquísima leyenda, cortesía de la mente de Chichi Puig.
Fuente:
Revista HOGAR, Noviembre 2003