Publicado en
febrero 22, 2015
Este país parece estar a punto de desintegrarse por cuestiones raciales: la separación de Quebec, antes inconcebible, es ahora una posibilidad.
Por David MacDonald.
Medio millón de personas bordeaban la ruta del desfile anual de San Juan Bautista, en Montreal, la noche del 24 de junio de 1968 (víspera de elecciones federales). Al aparecer en la tribuna de honor el primer ministro Pierre Elliott Trudeau, recién llegado de una campaña de costa a costa a favor de la unidad nacional, se adelantó con violencia un grupo de manifestantes del pequeño pero creciente movimiento separatista de Quebec: "Tru-deau au pot-eau!" gritaban. "¡A la horca! ¡Quebec para los quebecanos!"
Llovieron botellas sobre la tribuna y los dignatarios corrieron en busca de refugio: todos menos Trudeau. Cuando un agente de la Policía Montada lo tumbó para protegerlo, el Primer Ministro se puso de pie y se enfrentó a la turba vociferante. "No pueden hacerme huir", espetó. "Me quedaré".
Para varios millones de personas que vieron ese incidente por televisión, fue un gesto valiente que quizá le haya asegurado el triunfo en las elecciones: al día siguiente los electores angloparlantes y los de habla francesa dieron a su Partido Liberal la mayoría en el Parlamento y un mandato de unir al país.
Ahora, apenas nueve años después, Canadá parece estar a punto de desintegrarse por cuestiones raciales. Desde que el Parti Québécois (PQ) fue elegido en la provincia de Quebec el 15 de noviembre pasado (con sólo el 41 por ciento, de la votación), 23 millones de canadienses han tenido que afrontar la posibilidad de que se separe la más extensa de sus 10 provincias, y la segunda en población, con lo que terminaría una alianza que ha perdurado a lo largo de 110 años.
Encabezado por el primer ministro René Lévesque, de 54 años y antiguo periodista de la televisión, el nuevo gobierno provincial se propone llevar a cabo un referéndum dentro de dos o cuatro años para averiguar si los seis millones de residentes de Quebec (el 81 por ciento habla francés) desean separarse de Canadá. Por estar convencido de que los francocanadienses no pueden prosperar en "esta Confederación enferma" y de que su cultura está amenazada en Norteamérica, Lévesque anhela crear una república independiente.
En la actualidad la defensa de Canadá recae sobre un hombre cuya ascendencia francobritánica es equiparable a la del país. Todavía en primer plano del escenario nacional a los 57 años, Trudeau se esfuerza por persuadir a sus compatriotas quebecanos de que sus mejores esperanzas de supervivencia política, económica y cultural se encuentran dentro del sistema federal canadiense, y no en el aislamiento. Desea que el referéndum se realice pronto, aunque sólo sea para terminar con la incertidumbre. "Considero que más que un reto", expresó, "es una forma de responder a la interrogante de Hamlet: ¿Ser o no ser?"
MENTALIDAD DE ENCLAVE
A Canadá, en otro tiempo llamada "supremo acto de fe", la constituyeron dos pueblos dispares (en idioma, cultura y religión) que combatieron por su fértil suelo durante 150 años. Los franceses, que se arraigaron en Quebec en 1608, dominaron desde Terranova hasta el valle del Misisipi y desde la bahía de Hudson hasta el golfo de México, dejaron a las colonias inglesas sólo el litoral del Atlántico.
Pero los británicos se extendieron implacablemente y, en 1760, en Montreal, derrotaron en definitiva a los franceses. Desde entonces estos fueron súbditos de Gran Bretaña, pero resolvieron jamás ser asimilados por les anglais. Se encerraron en una sociedad rural dominada por sacerdotes y terratenientes feudales. Tal vez lo único que los llevó a unirse al Canadá inglés en 1867 fue el temor de ambos a ser absorbidos por los Estados Unidos.
En teoría, el dominio fue una asociación de iguales. En la práctica, sin embargo, las provincias inglesas progresaban, mientras la nación francesa se iba retrasando. Su sistema educativo, dirigido por la iglesia, menospreciaba el comercio y la tecnología, y dejaba ambas actividades en manos de los quebecanos "anglos"; su economía, estancada, estaba en gran parte bajo el control de anglocanadienses o de grandes empresas norteamericanas; y sus habitantes fueron subyugados durante mucho tiempo por gobiernos provinciales corruptos, elegidos por ellos mismos.
No fue hasta 1960 que los reformadores liberales, encabezados por Jean Lesage, iniciaron la "revolución pacífica" de Quebec, que equivalió a una carrera precipitada hacia el mundo de mediados del siglo XX. En ese entonces, la mayoría de habla francesa (que era el 80 por ciento) poseía poco más de la sexta parte de la riqueza; y de 14 grupos étnicos en Quebec, los francocanadienses ocupaban el decimotercer lugar en cuanto a educación y el decimosegundo por lo que toca a ingresos personales.
OPCION DECOROSA
En poco tiempo, y a un costo inmenso, Lesage modernizó casi toda la provincia. Uno de los promotores del cambio fue el impetuoso Lévesque, quien, en calidad de ministro provincial de recursos naturales, gastó 610 millones de dólares para nacionalizar todas las empresas particulares de energía. Lesage presionó continuamente al gobierno federal para que concediera a la provincia cierta "condición especial" dentro de la Confederación y una mayor asignación de ingresos federales, de manera que los quebecanos pudiesen ser "los amos de su propia casa". Lester Pearson, entonces primer ministro, se mostró comprensivo. Aparte de hacer concesiones fiscales y de dar cabida a más francocanadienses en los puestos superiores de todas las dependencias federales, incluyó en su propio gabinete a varios quebecanos distinguidos.
Uno fue Pierre Trudeau, brillante profesor de derecho, de Montreal. Apasionadamente francés, pero del todo bilingüe, se dedicó a la política en 1965 porque consideraba que el sistema federal canadiense, la mejor salvaguardia de la herencia bicultural del país, se encontraba en peligro por la tendencia de su provincia al "faccionalismo".
Mientras su estrella ascendía sobre Ottawa, la de Lesage declinaba en Quebec. Los votantes rurales conservadores, convencidos de que la revolución pacífica había ido demasiado lejos en muy poco tiempo, derrotaron a los liberales en 1966. Eso provocó el que muchos habitantes urbanos creyeran que la solución consistía en romper por completo con el pasado, incluso con la Confederación. Así pues, el séparatisme se convirtió por vez primera en una fuerza potente, y los grupos extremistas hicieron estallar bombas en nombre de la libération de Quebec. En 1968, después que Trudeau sucedió a Pearson como primer ministro, varios grupos secesionistas se unieron en torno de Lévesque en el nuevo Parti Québécois. Este pronto transformó el separatismo de fervor de barriada en opción decorosa. Y en el otoño de 1976, cuando acosaban al gobierno provincial escándalos, huelgas, un desempleo del 10 por ciento e impuestos cada día más altos, Lévesque logró relegar la independencia a un segundo término y ganar las elecciones con un programa reformista que atrajo aun a muchos no separatistas. Bailaron en las calles de Montreal y el Canadá inglés quedó atónito. Comentó el diario Colonist, de Victoria (Columbia Británica): "Ha sucedido lo imposible".
PALABRAS DURAS
Ahora los canadienses discuten lo inconcebible: la separación. Antes amigos, los principales portavoces son ahora enemigos acerbos. Pierre Trudeau considera que el secesionismo refleja "la profunda inseguridad y los temores ancestrales" del Canadá francés, y que constituye un intento desesperado de cerrar las puertas al mundo exterior. Para René Lévesque es lo contrario: la emancipación de una ciudadanía de segunda clase y el avance hacia la independencia de su pueblo.
El Primer Ministro tendrá que enfrentarse a elecciones dentro de dos años, y debe encontrar la manera de satisfacer la que es no sólo su provincia natal, sino también su principal base de fuerza política. Al inyectar miles de millones de dólares en la débil economía de Quebec y gastar más de 200 millones en un intento de hacer bilingüe la administración pública federal, ha perdido el apoyo de muchos anglocanadienses, quienes creen haber pagado demasiados impuestos para apoyar al Canadá francés. Si su gobierno hace más concesiones a Quebec, podrán acusarlo de querer "comprar" a sus coterráneos; si se abstiene, los separatistas tendrán un argumento más que esgrimir. "Nadie puede envidiar al Primer Ministro", observa Richard Malone, editor del periódico Globe and Mail, de Toronto. "Está en una situación muy difícil".
Pero también lo está René Lévesque. Después de un breve período de euforia pos-electoral, se enfrenta ahora a una realidad sombría: La tasa de desempleo en la provincia rebasa en un 23 por ciento el promedio nacional, y es superior en un 43 a la de Ontario, donde los ingresos personales son también 21 por ciento más altos. Con deudas por encima de los 5000 millones de dólares, y atribulada ya con los impuestos más gravosos de Canadá, Quebec necesita obtener 3000 millones más de prestamistas canadienses y extranjeros, quienes desconfían de la política "social-demócrata" de Lévesque.
Por otra parte, desde la victoria del PQ, muchos capitales, negocios y empleos se han retirado de Quebec. Gran número de empresas importantes trasladan sus oficinas principales de Montreal a Toronto, o aguardan un mejor momento para realizar planes de expansión que significan muchos millones de dólares.
Si Quebec optara por separarse, y la inmensa mayoría .de los canadienses rechazara el empleo de la fuerza para impedirlo, el resultado inmediato sería dividir al Canadá inglés en dos; cuatro pequeñas provincias del Atlántico quedarían tan aisladas como lo está Bangladesh de Pakistán. Casi todos los dirigentes del país creen que, cuando menos, bajaría considerablemente el nivel de vida en la que ahora es una de las naciones más ricas del mundo. En cuanto al nuevo Estado, probablemente tendría que asumir el 27 por ciento de la deuda nacional, o sea 8000 millones de dólares. Perdería la diferencia entre lo que Ottawa recauda y gasta allí actualmente: otros 3000 millones al año, según ciertos cálculos. Puesto que el 37 por ciento de sus empleos en la industria dependen de ventas al resto de Canadá, y una gran proporción de ellos goza de protección arancelaria, la desocupación posiblemente se duplicaría. "Quebec podría sobrevivir", declara cierto economista de Ontario, "pero sus habitantes tendrían que pagar un precio exagerado por la independencia".
METODO CURATIVO
Con todo, siguen siendo una realidad los agravios de Quebec. La mayoría francesa ocupa sólo el 20 por ciento de los puestos importantes en las empresas particulares (menos del nueve por ciento en todo el país), y los francocanadienses bilingües reciben a menudo un salario menor al de los "anglos", que hablan un solo idioma, por desempeñar el mismo trabajo. Afirma un residente de Montreal: "Si mi calidad de francés no me impide ser ciudadano de primera clase, como lo es cualquier tipo inglés, me sentiré feliz de quedarme en Canadá. De lo contrario, deseo separarme".
En noviembre del año pasado, cuando Maurice Pinard y Richard Hamilton, sociólogos de Montreal, pronosticaron la victoria del PQ, descubrieron que la fuerza de los separatistas recalcitrantes había alcanzado su nivel más alto: 18 por ciento. Pero una semana después de las elecciones, una encuesta de los mismos interrogados, indicó que había disminuido al 11 por ciento. "Me imagino", dice Pinard, "que la gente se asustó de lo que había hecho". Otra averiguación, dada a conocer en abril, reveló que el 32 por ciento de los quebecanos estarían a favor de la secesión si pudieran conservar un vínculo económico con Canadá; de otra manera, solo el 12 preferiría la separación.
Si deciden mantenerse unidos al dominio, eso no bastará en sí para resolver los problemas arraigados que dieron origen al separatismo. Sólo los anglocanadienses pueden hacerlos sentirse más a gusto dentro de la Confederación. Conscientes de ello, los primeros ministros de las otras nueve provincias han asegurado públicamente a los quebecanos que sí desean su participación; muchos están dispuestos a adaptarse a las necesidades especiales de los francocanadienses. Aunque Trudeau sostiene que es esencial un gobierno central fuerte, parece inclinarse a conceder poderes más amplios no sólo a Quebec sino a todas las demás provincias que los deseen.
"La unidad nacional de Canadá no será quebrantada. Habrá revisiones, se harán ajustes", dijo en febrero pasado. Y añadió: "De generación en generación se ha transmitido la creencia de que puede forjarse un país de libertad e igualdad con dos idiomas y multitud de culturas. Tengo la confianza de que sí es posible".