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enero 24, 2015
¿Qué tal es vivir con huéspedes casi siempre invisibles? Según esta familia, puede resultar agradable cuando los fantasmas son cordiales.
Por Helen Herdman Ackley. Foto de Michael A. Vaccaro.
EN JULIO de 1967 conocí lo que sería nuestro hogar. Era una ruinosa mansión, deshabitada desde hacía siete años. Altas hierbas reptaban por los cimientos de piedra; el techo estaba torcido. Pero al entrar con George, mi marido, y con el corredor de bienes raíces, supe que allí viviríamos.
George, que trabajaba en la Ciudad de Nueva York, se instaló en la casa en cuanto firmamos el contrato de venta. Por un tiempo, estuve viajando de nuestra granja en el Estado de Maryland al nuevo alojamiento, para cerrar aquella y renovar este. Una tarde los niños de la vecindad interrumpieron su juego de pelota para someterme a un interrogatorio: En efecto, habíamos comprado la casa. Sí, teníamos cuatro hijos, aunque no llegarían sino hasta la semana siguiente. Cuando les pregunté si deseaban ver la propiedad, dos de ellos se negaron. "Creen que hay fantasmas", explicaron los otros entre risas, "y tienen miedo. ¿Sabían ustedes que compraban una casa embrujada ?"
Algo más tarde inquirió el fontanero, que a la sazón renovaba el sistema de agua corriente:
—¿Piensa permanecer aquí hasta la noche, señora Ackley?
—Hasta las 4:30, Bob. Debo recoger a mi marido a las 5. ¿Por qué? ¿ Tiene algún problema?
—No, señora, no es eso. En repetidas ocasiones he oído pasos en la escalera y en el piso alto, como si alguien anduviera por allí. El otro día subí seis veces sin hallar a nadie. Debo marcharme, pero no quiero dejarla aquí sola.
Lo miré. Era un joven fornido, de 1,80 m de estatura. Parecía verdaderamente preocupado.
—No se inquiete, Bob —me obligué a sonreír—. Conviene que me acostumbre a estar sola.
Esa noche relaté a George mis conversaciones con los chicos y el fontanero. El asintió gravemente con la cabeza, y se metió bajo las mantas. Ya estaba yo acostándome cuando advertí que la luz del vestíbulo se había quedado encendida. Me incorporé de mala gana.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó mi esposo.
—Apagar la luz, naturalmente.
—Déjala así.
—¿Desde cuándo duermes con la luz encendida?
—A partir de la primera noche que pasé aquí; no quiero hablar de eso. Hasta mañana —y me volvió la espalda.
Me dormí queriendo saber qué podría tener de aterrador una casa tan adorable; a mí me inspiraba confianza. Pronto nos acostumbramos a vivir con los pasos. Yo siento mucha seguridad al contar con tan celoso guardián durante las 24 horas del día. Al fin y al cabo, todos los edificios viejos crujen.
PASOS. En un día sin viento, comenzó a oscilar el cordón de la luz del comedor, luego cesó de pronto el vaivén, como si alguna mano invisible lo hubiera detenido. De repente se abrían las puertas vidrieras, o encontrábamos una contraventana de par en par. Estos fenómenos ocurrían por sí solos; varios amigos los observaron. Mi marido clavó las contraventanas. Cynthia, nuestra hija mayor, a la sazón de 15 años, cerraba las vidrieras cada vez que las hallaba entreabiertas.
GEORGE viaja a menudo. En tales ocasiones me quedo leyendo hasta el alba o recorro la casa sin encender las luces. Cierta noche de invierno me puse a contemplar el río Hudson desde la ventana del comedor.
Los árboles habían perdido sus hojas, y las luces de la ribera se reflejaban en el agua. El collar de diamantes del puente Tappan Zee ondulaba luminoso. Yo intentaba fijar en mi memoria la maravilla de aquel espectáculo, cuando sentí frío en el costado izquierdo. Alguien estaba a mi lado, muy cerca. Se me erizaron los cabellos al volver lentamente la cabeza. No vi a nadie, pero era indudable que un ente ocupaba aquel espacio.
"¡Qué hermoso está el río!, ¿verdad?" me atreví a comentar en voz alta. (Suelo reaccionar con serenidad en los momentos difíciles.) Al hablar, mi cabello se aplacó y dejé de sentirme amenazada. Seguimos mirando por la ventana durante unos minutos; luego me volví para retirarme. Mi compañero invisible hizo lo mismo y cruzó conmigo la habitación. A la puerta, vacilé, y él también vaciló.
"Muchas gracias por acompañarme" dije. "Ya me voy a acostar. Buenas noches". Atravesé el vestíbulo hasta alcanzar mi dormitorio, y cerré la puerta. Estaba temblando. No sé cómo, pero logré conciliar el sueño y dormir profundamente toda la noche.
NUNCA había sido difícil despertar a Cynthia, pero empezó a levantarse y a vestirse más temprano de lo que acostumbraba. "Es algo espeluznante, mamá. Todas las mañanas, exactamente a la misma hora, mi cama comienza a sacudirse. Y si no salto en seguida, se sacude con mayor fuerza".
No estaba asustada, ni inquieta, pero deseaba dormir hasta más tarde durante sus vacaciones de Navidad. Y entonces concebimos un plan poco lógico, quizá, pero feliz. Esa noche, antes de acostarse, mi hija comunicó su deseo en voz alta a su despertador invisible. Y de allí en adelante durmió en paz.
CON EL tiempo hemos modificado mucho la casa. Era de suponer que ningún fantasma respetable soportaría tanto martilleo, polvo y confusión, pero siguieron ocurriendo cosas extrañas. La ventana de la sala se abría inesperadamente, y espantaba a nuestros invitados. Nosotros, los iniciados, mascullábamos al cerrarla: "¡Basta por hoy!" y por lo general eso era suficiente para normalizar la velada. Luego que pintamos el marco de la ventana y le pusimos un nuevo cerrojo, nada extraño volvió a suceder. Pero a veces, en el verano, me gusta retirar el pasador y dejar que los fantasmas se entretengan.
UN DÍA me hallaba muy atareada cambiando la pintura de la sala, cuando sentí que unos ojos me estaban observando. La sensación no era desconocida para mí, pero aún me perturbaba. George estaba en su trabajo y los niños en la escuela.
Volví la cabeza. La habitación estaba vacía. Seguí pintando. Sin embargo, aquella sensación persistía, y yo comencé a hablar en voz alta. "Espero que le guste a usted el color, y que esté satisfecho con los arreglos de la casa. Debe de haber sido muy hermosa cuando la construyeron".
Trabajaba y hablaba a la vez; pero sentía aquellos ojos fijos en mi nuca. Miré de nuevo sobre el hombro. "Él" se hallaba sentado en el aire, frente a la chimenea, y me sonreía. Con la pierna cruzada y abrazándose la rodilla, asentía con la cabeza, y se balanceaba. Se fue esfumando lentamente, sonriendo, y de pronto desapareció. Me convencí, por lo menos, de que aprobaba las reformas que hacíamos en nuestra casa; nuestra y suya también.
¿Qué aspecto tenía? Era la personita más alegre y sólida que jamás he visto. Una cabellera cana encuadraba su rostro redondo de mejillas sonrosadas; bajo las cejas espesas y blancas, chispeaban unos ojos azules y penetrantes. Su traje azul claro era inmaculado; los extremos de las mangas de su chaqueta aparecían vueltos sobre unos volantes; un corbatín blanco plegado le abrigaba el cuello. Llevaba pantalones cortos, medias blancas y zapatos negros con hebilla.
No, no me trastornó el olor de la pintura, ni había estado bebiendo aquel día. Ignoro por qué lo vi entonces, y por qué nunca más lo he vuelto a ver. Pero sé que parecía feliz de estar allí, y me enorgullezco de haberlo conocido.
MI DESCRIPCIÓN del fantasma le interesó a Cynthia, porque el suyo era muy diferente. En dos o tres ocasiones había visto una silueta fina y encapuchada, de estatura mediana; casi estaba segura de que era una mujer.
A varios de nuestros amigos les han ocurrido cosas extrañas en nuestra casa: puertas que se abren, voces provenientes de salas vacías; la sensación de que alguien los observaba, e incluso de que los amagaba. Pero no fue hasta 1974, durante una visita de mi primo Alfred, su esposa Ingrid y su hija, cuando alguien ajeno a la familia "conoció" a uno de los fantasmas.
Durante el desayuno, después de la primera noche, a Ingrid le temblaban las manos al sostener su taza de café. Había despertado antes del alba, convencida de que alguien andaba por el aposento. Vio, recortándose contra las vidrieras que dan a la terraza, la silueta de un hombre con levita y peluca empolvada.
El individuo se acercó al pie de la cama y tomó asiento, de espaldas a Ingrid. El colchón cedió. Abrió entonces un libro grande y luminoso. Por un momento lo hojeó, como buscando algo. Luego lo cerró, se puso en pie y desapareció.
EN UNA casa como la nuestra hay siempre pequeños incidentes que hacen pensar. Por ejemplo, cierta vez, mientras George trabajaba, desapareció su emparedado de jamón. A su asombro siguió la ira, pues atribuyó el pillaje a alguno de nosotros. Nunca conseguimos desengañarlo, aunque sí llegamos a la conclusión de que los emparedados de jamón son tentadores, incluso a través de los siglos.
NUESTROS fantasmas nos han seguido divirtiendo durante nueve años. Cuando nuestro hijo George está en casa de vacaciones de la universidad, lo despiertan todas las mañanas como a Cynthia. A William, el otro hijo, sólo una vez le han sacudido la cama (cuando durmió en la habitación de Cynthia), y muy pocas a nuestra hija Cara Lee, sin duda porque se levanta muy temprano. Esta lleva tiempo intentando descubrir a alguien que parece ocupar el sofá de la sala. Y, recientemente, mi marido vio desde el sótano una figura que rondaba en el vestíbulo. Subió de prisa la escalera, pero ya había desaparecido. Sólo alcanzó a ver un pie, calzado con una zapatilla similar al mocasín.
También hemos recibido regalos por parte de los fantasmas: un par de tenacillas de plata cuando Cynthia se casó, y un anillito para bebé, de oro grabado, con motivo del nacimiento de nuestro primer nieto. Todo intento de explicar la aparición de esos objetos ha sido inútil. Nuestros huéspedes han acabado por divertirnos. Nos hacen cobrar conciencia de la continuidad del pasado en el presente y el futuro. Parecen amables, considerados (sólo de vez en cuando nos alarman) y muy entretenidos. Si tuviésemos que mudarnos, ¿habría alguna manera de llevar con nosotros a nuestros amigos del otro mundo?